CAPÍTULO 26

Sobre las colinas por encima de la presa, María contemplaba cómo el río corría suavemente por el valle en donde antes había estado el lago. Parecía pacífico y tranquilo, pero habían muerto miles de personas allí y todas las luciérnagas, aunque eso no suponía una gran pérdida precisamente. También habían perecido el propio Ferrian y Marco…

Demasiadas muertes… Y Soprafini se hallaba seguro, seguro hasta donde era posible calcular. Pero no se podía sentir la victoria, ni siquiera el triunfo. Sus padres habían llegado la noche anterior y habían acampado al oeste del río. Saludaron a su hija con fría cortesía y algún reproche.

—¡No deberías haber destruido esa presa! Ha sido algo irresponsable y peligroso —le dijo su padre, frunciendo el ceño—. Y huir de esa forma ha sido deshonroso, el acto de un cobarde. Tu comportamiento ha sido vergonzoso.

—Nos has decepcionado —añadió su madre con frialdad.

—¡Pero los rustrios estaban a punto de invadirnos! —gritó ella, incapaz de creer lo que oía.

—Si te hubieras quedado y la boda se hubiera celebrado, todo habría salido bien —dijo con severidad Gregor—. Los rustrios no habrían soñado con atacarnos…

—Pero el príncipe Ferrian estaba decidido a ello…

—No me repliques —estaba muy enfadado—. Y ahora, a causa de tus insensateces y de las de tus amigos, nuestras líneas de defensa, nuestro gran lago, se ha vaciado. Intercambió miradas con su esposa. Ella estaba muy pálida y se retorcía las manos.

—Nunca deberías haberlo hecho —dijo Olivia—. Ese lago no lo habrían tocado.

Eran implacables.

María se apartó de ellos hecha un mar de lágrimas. Nunca se había sentido próxima a ellos, aunque siempre les había tenido un temor reverencial. Pero hablarle de ese modo cuando ella lo había hecho todo para salvar Soprafini…

Se encontró a Philippa esperándola fuera, y las dos se fueron caminando juntas, abandonando el campamento real, hacia el valle ahora desecado…

—¡Sencillamente no les entiendo! —dijo María—. Es como si estuvieran más molestos por el hecho de que se vaciara el lago que por cualquier otra cosa.

Y luego se quedaron mirándose la una a la otra, recordando al mismo tiempo aquella visión de Philippa.

Las aguas desaparecían y en su lugar se hallaban aquellos huesos blancos curvados…

—Vamos —dijo Philippa bruscamente—. Vamos a ver.

Aquella mañana lucía un sol claro y brillante. Emprendieron el camino a través de las ruinas de la presa. Vieron por debajo de ellas la escena que aparecía en la visión de Philippa, la escena que había descrito en varias ocasiones.

Todo estaba muy tranquilo. En algún lugar oyó el canto de un pájaro. ¿Sería un cuervo? Y luego vio brillar algo, algo iluminado por el sol del mediodía y que resplandecía en el suelo del valle. Un hueso curvado como el esqueleto de una mano, señalando hacia ella, como llamándola.

—¿Vienes conmigo? —le preguntó María a Philippa—. Después de todo, esto te lo debemos a ti…

Durante un momento Philippa titubeó. Allí se encontraban las últimas respuestas que sólo concernían a María. Y luego, de repente, asintió. No podía abandonar a su amiga. No ahora.

—Vamos —dijo—. Iremos juntas para ver qué han dejado las aguas tras de sí.

Lentamente bajaron por los montículos de barro hasta el fondo del lago Ere en dirección a las blancas formas curvas allí reveladas. Como si fuera una mano indicándoles la ruta, las condujo hacia delante. Pero su mensaje era para María, no para Philippa.

Mientras tomaban el camino por encima de la presa y de la tierra mojada dejada por el lago, María mantuvo la vista fija en los huesos blancos que se extendían en dirección a ella.

No eran huesos. Se pararon casi sin aliento, y María entornó los ojos para protegerse del sol y poder ver bien. Una filigrana sobre mármol blanco; un panteón adornado se elevaba por encima del suelo resbaladizo y lleno de lodo del valle. Estaba rodeado de algas y fango; sin embargo, en su tejado, bañado por las aguas, brillaba una capa de oro al darle la luz del sol.

Era algo muy especial, un lugar venerado. María frunció el ceño. Había visto una arquitectura similar, sólo una vez, decorando la tumba de su abuela materna. Un elegante sepulcro se elevaba por encima de las otras sepulturas, decorado con piedras preciosas y gemas, como éste, en los Jardines del Recuerdo, en Soprafini.

—Es una tumba —dijo Philippa, estremeciéndose.

De repente se dio cuenta de que no podía ir más allá. Aquél era un lugar de dolor y aflicción, y no podía hacer nada. Ella había sido una espectadora; eso era todo. El heraldo, el mensajero. No se trataba de su historia.

—Esperaré aquí, si no te importa…

María apretó su mano y se fue.

Caminaba lentamente por encima de los guijarros llenos de barro, sobre las algas verdes, empapadas de agua, y por los charcos azul celeste.

Unos cien metros más allá, María vio un pequeño sarcófago en el centro del panteón.

Se acercó un poco más. El ataúd era muy pequeño, como si perteneciera a un niño. Estaba hecho de mármol y había algo escrito sobre la superficie.

Limpió el fango de la inscripción con manos que le temblaban extrañamente.

Aquí yace la muy amada hija única de Gregar y Olivia de Soprafini.

Maldecida cruelmente desde su nacimiento.

Nuestra pequeña y querida María Soprafini.

Coronada princesa.

Era su propio nombre. Estaba allí enterrada de niña. Al principio se sintió sorprendida, completamente aturdida. Aquello no tenía ningún sentido para ella. Algún otro Gregor y Olivia… Pero ella sabía que no había otros, al menos no en la historia de Soprafini; sólo sus padres, sólo las personas a las que había llamado padre y madre.

Ella era su única hija, no tenía ninguna hermana, no había habido ninguna otra niña que hubiera muerto…

Debajo de la inscripción figuraba una fecha. Con manos temblorosas por el miedo, limpió el lodo.

Era su propia fecha de nacimiento, y la fecha de la muerte, sólo seis meses más tarde. ¿Quién era aquella niña? ¿Qué había pasado? ¿Era ésa la razón por la que el valle fue convertido en lago?

Y, como en un rompecabezas, las piezas fueron encajando una a una. Supo exactamente cuanto había ocurrido. La inscripción le contaba todo, le daba sentido.

Gregor y Olivia habían tenido una niña, su pequeña hija María. Esa niña había muerto, maldita, según decía la inscripción. Pero los tratados ya habían sido firmados y el matrimonio arreglado, así que no quisieron volverse atrás. Conociendo a los rustrios, no podían permitírselo.

Y así, otra niña fue criada en lugar de la princesa, tal vez una huérfana. Fue educada y preparada para cumplir el papel. No se había escatimado nada, ni se le habían negado honores ni dignidad. Nadie sabía que ella no era en realidad la princesa.

María se vio aturdida por la sorpresa. Se quedó clavada en aquel lugar embarrado, mientras su mente empezaba a dar vueltas, a pensar en su vida, en sus padres, como todo le había parecido…

Y la verdad descansaba en un lugar que nadie podía señalar o probar. Lo supo siempre sin saberlo realmente. Gregor y Olivia no la querían. Siempre se habían mostrado fríos y distantes con ella, y ella no sabía nada. Era algo natural en reyes y reinas no divertirse ni reír nunca con sus hijos, no abrazarlos ni besarles nunca. Habían cumplido con su deber, pero no había habido afecto, ni el más mínimo signo de calor humano ni de amabilidad.

Ella no era su hija: ¿por qué iban ellos a mostrar emotividad con un extraño?

Su vida entera había sido un engaño.

María, no de Soprafini ni de ningún lugar que ella conociera, se sentía insegura. Se le doblaban las rodillas. Se arrodilló sobre el barro con la cabeza entre las manos y se puso a llorar.

La niña solitaria, su anónimo fantasma, la maldita, la extraña a la que nadie recordaba en la corte de Soprafini, lloraba con ella.

A ambas se les había robado la niñez y el amor.

Gregor contemplaba los restos llenos de cieno del ejército rustrió con más emoción que satisfacción. Era un gran alivio. Acababa de recibir un mensaje del ejército rustrió, de uno de los pocos generales rustrios que sobrevivieron.

El cuerpo de Ferrian había sido descubierto una hora antes, colgado de la espalda de un hombre de cabello oscuro que sólo tenía una mano. Parecían haberse arrastrado uno a otro… Toda la artillería rustría, así como las luciérnagas y los piromantes, se habían perdido.

Gregor de Soprafini, con su pequeño pero bien entrenado ejército, comprendió que por primera vez podría ser él quien estableciera las condiciones de paz.

Estaba ocupado preparando el acuerdo, y sólo una parte de su mente se preocupaba acerca de lo que se revelaba sobre el suelo del valle.

Pero a Olivia le ocupaba todo su pensamiento. Fue presa del deseo de ver una vez más el lugar en el que yacía su única hija. Llamó a su más fiel servidora y ordenó que llevaran su litera hacia el fondo del valle.

El viaje tomó su tiempo, ya que el camino era traicionero debido al barro y al fango, y en esas condiciones apenas podían avanzar quienes llevaban la litera. Finalmente, Olivia les ordenó que parasen. Abandonó la litera y mandó a sus hombres que se fueran. Ayudada por su doncella, caminó por las planicies enlodadas que la llevaban hacia la tumba de su hija.

María se levantó casi sin pensarlo, pálida como la cera. La mujer que había creído su madre la miraba con frialdad.

—Bien, supongo que todo se arregló al final —dijo Olivia hablando muy despacio—. La amenaza rustría ha terminado, aunque no como lo habíamos planeado…

—¿Madre? —¿de qué otro modo podía llamarla?—. ¿Qué haré ahora?

La reina era demasiado elegante para encogerse de hombros. Enarcó las cejas.

—No hay necesidad de seguir fingiendo. Como ya sabes, no soy tu madre. No tendrás ningún problema, desde luego… Después de todo, nos has servido bien. Recibirás una pensión durante toda tu vida, tendrás una casa en donde quieras, criados, todo lo que desees…

—Si no sois mi madre, ¿quién soy yo?

María apenas escuchaba lo que Olivia le estaba diciendo.

—Nadie en particular. La hija bastarda de una doncella, eso es todo. Ella ya murió, creo que hay más detalles en alguna parte si tienes interés en ello. Pero no corre por tus venas, muchacha, sangre real, aunque tus dedos al menos están derechos y bien formados.

—¿Qué queréis decir?

—Ella era deforme. Mi única hija era deforme. Maldecida al nacer llevando los dedos unidos por membranas.

—¿Las manos unidas? ¿Era una aretusa?

—Sucede a veces, dijeron los doctores. Un salto atrás, un capricho de la naturaleza…

—¿Qué le ocurrió?

—No podía vivir.

—¿La matasteis?

El horror se reflejaba en la voz de María. Luego, se apartó de la mujer a la que había llamado madre.

Olivia dijo:

—Murió. Es todo lo que tienes que saber.

Ya era demasiado.

—¿Qué vas a hacer? —la voz de Olivia era fría.

—¿Qué puedo hacer? ¿Adónde iré? ¿A mi hogar? No puedo regresar a mi hogar. ¿No es cierto?

—No es tu hogar.

La reina avanzó y puso una mano sobre la tumba de su hija. Sus ojos brillaban por las lágrimas.

Amada hija mía. Pequeña.

—No quiero volver a verte.

María iba a avanzar hacia ella cuando se detuvo. Las lágrimas caían de nuevo por sus mejillas.

—Por fin, por fin puedo llorar por mi hija —decía la reina.

María se alejó de ella. A su alrededor se encontraban restos llenos de barro, árboles tronchados y todo el fango de la inundación. Vio a un pez saltando desesperado al haberse secado con el sol de aquel otoño uno de los charcos.

Se agachó y lo cogió con las dos manos. Caminó despacio hacia la parte más profunda del río que ahora atravesaba el valle. Allí soltó el pez y vio cómo su cola brillaba al darle el sol.

Cuando se dio la vuelta, Josquin se encontraba allí, con su rubio cabello recogido detrás con un lazo de terciopelo, y su elegante figura envuelta en ropas que le habían proporcionado en Soprafini. Ella no titubeó, sino que fue directamente hacia él.

Sus brazos la rodearon.

—Ven conmigo —le dijo—. Te llevaré a casa.

—¿A casa? ¡No sé dónde está! —le dijo gritando—. No tengo casa, no tengo nombre, nada…

—Sssh, eso significa que eres libre. Puedes ser quien tú quieras, lo que tú quieras…

Luego, le acarició la mejilla y le sonrió con dulzura.

—Y de todos modos, ¿qué significa un nombre? Tú eres la Dama de la Canción, la Princesa, la Estrella que guía el firmamento de Miracule… —se reía, pero sus ojos estaban serios—. Hay una familia esperándote, aunque sea un poco excéntrica. ¿Podrás soportar tener por suegra a una sirena?

—¿Qué? —no entendía lo que quería decir.

—La señora Aqurelt —le murmuró—. No se lo digas a nadie. Después de todo, es una sirena. Sí. En el agua nada como un pez, como nuestra amiga Philippa. Es la madre de Philippa… Tomó la misma decisión que Philippa: vivir en tierra por amor… Qué imprudentes todas ellas. Aqurelt es una aretusa, una verdadera sirena. Y es mi querida madre adoptiva. La madre de todos nosotros.

María reía calladamente.

—Así que Philippa sabe quién es y que es… una aretusa. Nunca lo imaginé. Hay muchas cosas que vi…

Apoyó la cabeza sobre su hombro. Él sintió un calor seco y confortable. Y luego la cogió de la mano y tiró de ella para ayudarla a subir por la resbaladiza pendiente e ir en busca de Philippa, y no se molestó en volver a mirar a la mujer que se encontraba arrodillada junto a la tumba, la tumba de la verdadera princesa María de Soprafini, que había nacido con las manos de una aretusa. María era libre.

Encontraron a Gerain esperando en la cima de la pendiente. Tenía calor y se sentía incómodo dentro de las elegantes ropas de Soprafini que les habían dado.

—Ya estoy harto de este lugar. ¡Mirad esto! —no dejaba de tocar con disgusto uno de los puños de su camisa, que se hallaban adornados con un lazo—. Vestidos como adefesios y sin ningún lugar adonde ir. Salgamos de aquí —dijo.

—¿Para ir adonde, a Barusi? —le preguntó Philippa.

—No… Allí ya no tengo a nadie. No, ahora que Marco ha muerto y las aretusas están libres…, no quiero volver allí —luego miró a Josquin—. Quiero volver a casa con Miracule y Aqurelt. Josquin, enséñame a hacer malabarismos. Creo que me gustaría intentarlo con teas encendidas, ¿o por qué no con cuchillos…?

Philippa le sonrió y se puso de puntillas para besarle en la cara.

Josquin le agarró del brazo.

—Todo es cuestión de ritmo —le dijo—. Y de práctica, por supuesto. Lo que debes hacer es…

María y Philippa salieron tras ellos.

Se iban de viaje.