CAPÍTULO 6
Señora, no es culpa vuestra.
—¡Me fui con este hombre sin pensarlo bien! —dijo eso tapándose el rostro con las manos—. Me he escapado, y ahora ya no existe ninguna esperanza de paz. El ejército de Rustría puede incluso atacar Soprafini. Ferrian, de uno u otro modo, había insinuado que lo harían, y se servirá de esas terribles luciérnagas. Todo eso tendrá lugar por mi culpa, por haberme escapado.
Su rostro se llenó de lágrimas.
—No podíais saber quiénes eran…
—¡/Tenía que haberlo sabido! ¡Por todos los dioses! Pero incluso si estos bandidos hubieran ido enviados por Lassan, incluso si ahora estuviésemos con él, no habría sido mucho mejor. ¡La seguridad de mi país descansaba en mí! Dependían de mí para impedir que Rustría nos atacara.
Philippa poco podía decir. Dudaba de que el matrimonio de María consiguiera impedir efectivamente la expansión de Rustría. Al menos así lo pensaba desde que hicieron aquella visita a la colección de fieras del castillo. Ferrian había sido muy claro respecto a las necesidades de Rustría de nuevos territorios. Las luciérnagas necesitaban alimento, y Ferrian haría cualquier cosa para satisfacer a sus animalitos. El matrimonio con María no contaba para nada. Era como arrojar un cubo de agua a una casa incendiada… Nada impediría el avance de Rustría.
Pensaba que Ferrian estaba loco con toda seguridad. Sus ojos mostraban una enorme crueldad y una total desconsideración. No había visto nunca al padre de Ferrian, el rey Ferdinand, quien no se había molestado siquiera en conocer a su futura nuera. Eso le hizo pensar a Philippa que el matrimonio no constituía un acontecimiento trascendental en Rienzi, y que no consideraban a María una persona importante.
María no se había dado cuenta de nada. Había estado demasiado ocupada con los preparativos de la boda como para advertir la ausencia de una mínima cortesía. No se habría quejado de todos modos aunque se hubiera dado cuenta. María había sabido siempre que tendría que casarse con Ferrian. Ella sería la garantía viva de amistad entre las dos naciones, como la presa constaiida sobre el río Ere.
La presa era una especie de puente entre los dos países. Su construcción, un acto de confianza, una forma de celebrar la alianza. Pero desde que Philippa y María llegaron a Rienzi, y en especial desde que vieron las luciérnagas en acción, Philippa empezó a pensar de un modo diferente. Los habitantes de Soprafini corrían un horrible peligro. Su ejército, aunque muy bien entrenado y eficiente, era pequeño, y no poseían maquinaria de guerra ni artillería. Estaban incluso orgullosos de carecer de un buen equipamiento militar. Era como si dijeran: «No tenemos las manos sucias. Somos delicados, cultos, civilizados…».
Pero Rustria era un país depredador. Su economía se lo exigía con urgencia. Las luciérnagas lo pedían. El matrimonio con María era tan sólo la guinda sobre un pastel envenenado.
Philippa intentó hablar de esto con María mientras esperaban junto al lago. Comían pan con queso y cebollas que les había dado Gerain, y Philippa observaba a su señora con cautela, esperando sus consabidas quejas. Pero María estaba pálida y preocupada, hablaba poco y se retorcía las manos sin parar.
—¡Señora! —le dijo Philippa finalmente—, ¿queréis un poco más?
María no había comido prácticamente nada.
—Oh, Philippa, ¿qué vamos a hacer?
—Tendremos que esperar a conocer sus planes. Supongo que pedirán una recompensa o algo así.
—¿Por qué no les preguntas? Espero que dejen caer algo sobre ello.
—¿Qué queréis decir, señora?
—Bien, mírate —prosiguió María con tristeza—. Eres baja, tienes la piel oscura y eres delgada… Podrías ser incluso uno de estos secuestradores, o estar de acuerdo con ellos. ¿Cómo saberlo?
—Señora, no es así —Philippa se puso en pie muy disgustada—. Por mi honor, yo no conozco a estas gentes.
—Pero podría ser. Tú podrías ser barusi, ¿por qué no? —los ojos de María consideraban las semejanzas entre su criada y los secuestradores—. Te pareces a ellos. Ese oscuro cabello y ese físico endeble. No me sorprendería si fueras también acuamante. Vi cómo provocaron el alud: eso era acuamancia. Hicieron magia con el agua —dijo esto casi escupiendo las palabras—. Y te he visto mirando muy a menudo en sucios charcos. Estás siempre marchándote a hurtadillas para hacerlo, no pienses que no te he visto. Llevas la acuamancia en tu sangre.
—Señora, no…
Philippa se hallaba perpleja. No tenía la menor idea de que María se hubiera dado cuenta de eso.
—Y el modo en que bajaste por aquel muro —prosiguió María, implacable—. Eso es geomancia, no tienes que decírmelo. Los geomantes pueden trepar por cualquier lugar de roca o piedra. Todo el mundo sabe eso. La verdadera personalidad sale al fin. La sangre lo dice; incluso la sangre contaminada por la magia lo cuenta —hizo una pausa—. Yo tengo sangre real, desde luego. Comprendo la importancia de tales cosas. Tú eres barusi, probablemente seas capaz de ver cosas en el agua, y con seguridad conseguirás que se muevan las piedras. Esos horribles trucos. Probablemente todo sea culpa tuya.
Aquello era tremendamente injusto, pero Philippa sabía por qué la trataba así. María se sentía culpable, y Philippa era el único ser en quien podía descargar su sentido de culpa.
Y había algo de verdad en ello, después de todo.
—No, señora, os lo aseguro —le dijo intentando que su voz sonara tranquila—. Procedo de una de las tribus de la montaña; vos sabéis eso.
—¿Y dónde crees que viven los barusi? Dímelo —María estaba siendo auténticamente miserable con ella—. Pensé que eras leal.
—Señora, yo no tengo nada que ver con esto.
—No tiene nada que ver —Gerain se había acercado mientras hablaban. Parecía cansado y molesto—. Ella no es uno de nosotros. No es culpa suya.
María desvió su atención hacia Gerain, y estudió aquel rostro serio en el que los ojos oscuros y la boca expresaban franqueza. Una franqueza que no podía disimular.
Tenía una buena estatura, y sobrepasaba a ambas, aun cuando María era más alta de lo normal. Sus piernas parecían demasiado largas para el cuerpo, pero sus manos eran bonitas y bien formadas. No había nada en su apariencia que provocara repulsa, aparte de sus ropas raídas.
Gerain ignoró la mirada escrutadora de María. Dijo pacientemente:
—Si habéis terminado, es hora de que nos pongamos en marcha de nuevo.
—No creo que pueda dar un paso más. Tengo que descansar.
—Ahora no necesitaréis caballos.
Una pequeña flota de barcas se acercaba a ellos desde el otro extremo del lago. Se deslizaban sobre el agua en silencio, sin utilizar velas ni remos.
—¿Cómo se mueven? —susurró Philippa desconcertada ante esto.
Y luego oyó un cántico, en el mismo tono monótono y bajo que había hecho temblar y venirse abajo a las rocas.
En el timón de cada barca se hallaba sentado un niño, cantando a algo que se encontraba debajo de la superficie del agua. Cuando se acercaron las barcas, Philippa vio de qué se trataba. Cada barca era remolcada por un gran animal acuático. Algo que se movía de forma sinuosa a través de las aguas. Las criaturas medían aproximadamente unos dos metros de largo, pero era difícil verlas con claridad, ya que el agua disimulaba sus formas. Philippa sólo pudo observar el arnés enganchado a la espalda de las criaturas, y una cadena ligera que llegaba hasta la proa de las barcas.
—¡Aretusas! —exclamó—. ¡He oído hablar de ellas!
Y aunque estaba asustada y preocupada por María, una sensación de bienestar le recorrió el cuerpo.
Las aretusas formaban parte de la mitología popular, algo casi demasiado bueno para ser verdad, algo mágico. Aunque no había magos en Soprafini, ni piromantes ni acuamantes, todos habían oído hablar de las aretusas, aquellas misteriosas criaturas marinas. Philippa pensaba que habían desaparecido hacía muchísimo tiempo, o que sólo vivían más allá del gran océano. Jamás había visto una antes. Vivían con gentes a las que favorecían remolcando sus barcas, capturando peces pequeños, llevando mensajes, paseando a sus hijos montados sobre ellas… Eso al menos contaba la leyenda. No estaban domesticadas. Vivían en bancos, alejadas en medio de los lagos, y sólo se acercaban a la playa y a los seres humanos cuando ellas querían…
Había algo encantador en las viejas historias. La favorita de Philippa trataba de una joven que se enamoraba de una aretusa y elegía vivir con ella en las profundidades del mar. A Philippa, la criada que carecía de libertad y de familia, le gustaba enormemente esa historia. Nadar en los anchos mares con alguien que le amara a uno, seguir las corrientes y las mareas y explorar cualquier lugar, sin ninguna limitación. Pensó que los barusis no podían ser tan rudos si las aretusas vivían con ellos.
Pero cuando se agachó junto al costado de una barca para poder contemplar una de cerca, comprobó que aquellas criaturas parecían encontrarse en mal estado, enfermas o exhaustas. A través del agua tan clara sus brillantes ojos verdes parecían empañados, algunas áreas de piel estaban apagadas, grasientas, y mostraban manchas sobre la piel gris plateada.
—¿Qué les ocurre? —le preguntó a Gerain.
Un destello de emoción cruzó su rostro.
—Son viejas —le dijo—. Eso es todo. Son viejas y no hay otras jóvenes que ocupen su lugar. Estas son las últimas.
—¿Las últimas? ¡Oh, no!
Descubrir que existen las aretusas de verdad y a continuación enterarse de que aquéllas eran las últimas resultaba muy doloroso.
—¡Oh, sí! —dijo Gerain con tristeza—. Y esa es la razón por la que os encontráis aquí ahora.
—¿Qué quieres decir?
Las palabras del joven habían captado también la atención de María, pero no había tiempo para más charlas. Con poca amabilidad fueron llevadas por Marco a una de las barcas. A Gerain le mandaron que subiera a otra.
Un muchacho que se hallaba en la proa comenzó a cantar suavemente, y la barca que ocupaban las dos jóvenes abandonó la playa y navegó por las tranquilas aguas del lago.
Philippa vio a los patos posarse de nuevo junto a los juncos, y a las cercetas volver a sus nidos. Iba a decirle a María que a su derecha se hallaban unos cisnes, pero cambió de opinión: exhausta por la noche pasada y por tantas emociones, María se había quedado dormida.
Philippa se tumbó sobre las burdas mantas extendidas en el fondo de la embarcación, y se puso a darle vueltas a la cabeza pensando en la situación en la que se encontraban. Podía advertir que las sospechas de María arrancaban de su propio miedo y consternación. Probablemente lo habría olvidado cuando se despertara. Entre sus defectos no se encontraba el de poner la cara larga. Y pronto, con un poco de suerte, serían rescatadas de aquellos rebeldes.
Y, sin embargo, ¿querían que las rescatasen? Pensó en cómo sería su existencia en Rustría, viviendo en Rienzi, en continuo contacto con Fernán y sus brutos criados.
Pensando en ellos se estremeció.
Sabía que el alud no detendría la persecución durante mucho tiempo. Seguro que el ejército de Rustría ya se había puesto de nuevo en marcha tras ellos. Además, enviarían mensajes a Soprafini y, luego, sin ningún género de dudas, el padre de María haría salir a sus tropas para examinar a fondo el territorio desde el sudoeste. Sabía que en cuestión de horas podrían estar de vuelta y en manos del ejército de Rustría.
—¿Por qué demonios estás haciendo esto? —le preguntó a Marco, que se sentó detrás de ellas, con un cuchillo bien afilado entre las rodillas.
Él sonrió.
—Debéis saber que estáis en una situación desesperada. No hay posibilidad de que salgáis de esto. Permaneced tranquilas. Estáis desconcentrando al cantante.
Y, en efecto, la canción del muchacho que se hallaba en la proa de la barca se había detenido, y con ella el movimiento.
Philippa observó con mayor curiosidad al cantante. Tenía la piel oscura como los otros barusis y unas cejas muy anchas que se encontraban en el centro de la frente. Llevaba ropas muy burdas de color azul marino, pero, a diferencia del hombre mayor, ningún arma. Sorprendida, advirtió que había una membrana de piel entre sus dedos.
En sus propias manos había cicatrices, como si hubieran cortado las membranas. ¿Tendrían todos los barusis los dedos de sus manos unidos por membranas? ¿Hacía eso de ella una barusi también?
Podía ver a Gerain en la barca que marchaba delante de la suya. Se inclinaba hacia un costado de la barca. Su figura larguirucha y desmadejada parecía no encontrarse cómoda, pero sus manos, provistas de dedos muy largos, se apoyaban sobre las rodillas, que descansaban relajadas. No había ninguna membrana en ellas, ni tampoco cicatrices.
Ella no conocía nada acerca de sus padres. Nadie le había dicho de dónde procedía. Sabía simplemente que era una chica de las montañas llevada a Soprafini como esclava. No tenía ni recuerdos, ni memoria, ni ninguna clave respecto de su pasado.
Podía ser barusi, o de Rustría, Brican o Melshan; de cualquiera de los países de Maquerlia.
En cierto modo, eso le confería algún grado de libertad. No se veía limitada por las viejas costumbres de Soprafini o sus ceremonias. Pero su libertad estaba muy lejos de constituir una realidad física: como esclava no podía ni siquiera ponerse ella misma un nombre. Todo lo que le rodeaba, desde sus ropas hasta su educación o su comida, correspondían a alguien más. ¿Quién había allí con quien pudiera compartir cualquier cosa? ¿María Soprafini? Con cierta amargura, Philippa contempló a su señora mientras se acurrucaba, profundamente dormida entre las mantas. A María nunca le costó mucho dormirse; tampoco tenía por qué preocuparse de su pasado o su legado. Su identidad estaba clara, y su futuro, asegurado.
O lo había estado. Philippa advirtió, mirando a su alrededor, que no había otras mujeres allí. ¿Por qué? Y luego se preguntó durante un momento cómo se las habría arreglado María si hubiera estado sola entre todas aquellas gentes, si Philippa no hubiera insistido en ir también.
Las rabietas y las lágrimas podrían haber conducido a sus raptores a la violencia, aunque no a Gerain, desde luego, pensó ella. Él no habría permitido que llegasen tan lejos. Descubrió amabilidad en sus ojos oscuros, aunque se encontraba bajo la influencia de aquel hombre llamado Marco…
Pero María estaría perdida, advirtió Philippa, eligiera el camino que eligiera. Incluso si se las hubiera arreglado para escapar. El matrimonio con Ferrian de Rustría nunca se celebraría después de haber pasado algunas horas a solas en compañía de hombres. Su reputación, incluso como heredera de Soprafini, nunca se recuperaría de eso. El tratado de matrimonio entre Rustría y Soprafini no se firmaría jamás.
El sol se hallaba aún muy alto en el cielo, y aunque Philippa había pasado despierta la noche anterior, no podía dormir todavía. Sus pensamientos no dejaban de darle vueltas en la cabeza, preocupada por lo que podría pasar. Estaba inquieta. Una muchacha huérfana llevada como esclava al palacio de Soprafini le había enseñado a ser cauta, a no sentir pánico cuando las cosas van mal.
El pánico hace a uno vulnerable, te convierte en un estúpido. Uno consigue que las cosas empeoren cuando lleva a cabo acciones improvisadas. Recordó el día en que rompió un vaso mientras fregaba, cuando, al principio de su estancia en palacio, aún pasaba cierto tiempo trabajando en la cocina.
Rompió el vaso contra la cara inferior del grifo. Los frágiles fragmentos se esparcieron por el agua jabonosa. Medio llorando, se puso a buscar los pedacitos de cristal por el fregadero hasta que encontró todos. Sin pensarlo, los guardó dentro de una de sus mangas: una estupidez. Luego, alguien la empujó y cayó… La sangre puso de manifiesto su torpeza. Los pedacitos se le clavaron en el antebrazo, y todavía, diez años más tarde, le quedaban señales. Aprendió a ocultar los errores de inmediato. Echar la culpa a los demás, distraer la atención de uno mismo. Destruir las evidencias antes de que le pillen a uno…
No podía pensar de otro modo al ocultar su parte en aquel secuestro. ¿Por qué no diste la alarma? ¿Eres tú uno de ellos? ¿Sabías que iban a venir?
No sabía nada de eso. Pero sí que era en realidad uno de ellos, no había manera de negarlo: hacían uso de la acuamancia, y ella también.
Hasta donde podía recordar, Philippa siempre se había sentido fascinada por el agua. Nada que ver con la natación o con el hecho de bebería. Sólo quería mirarla, contemplar cómo se alteraba el brillo de su superficie. La caída de la lluvia sobre los cristales podía distraerla de sus quehaceres durante horas. Y el agua de los estanques de nenúfares la atraía como un imán, le hacía pararse y quedarse mirando hasta que alguien la llamaba para que prosiguiera con su trabajo.
Tenía trece años cuando se dio cuenta de algo más: lo que veía en el agua no era tan sólo un reflejo. Observaba, hechizada, cómo un centenar de escenas aparecían de golpe sobre la superficie. Veía gentes riéndose y cantando en algún lugar muy lejos de allí. Un paisaje rocoso y escarpado en nada parecido a los valles de Soprafini. Aquellas gentes llevaban largas capas de oscuros colores, pero sus rostros sonreían, y sus ojos brillaban de felicidad.
Se preguntaba quiénes serían. A veces pensaba que esas visiones eran escenas de su propio pasado, guiños captados de sus recuerdos de una época anterior a la de su llegada al palacio de Soprafini para trabajar… Lo cierto es que no podía recordar nada de su vida anterior.
A veces, cuando se sentía relajada y ensimismada y se hallaba en alguna de las torres, si sostenía entonces agua entre sus manos, veía algo más. Sueños, visiones…, escenas de algún lugar que en definitiva desconocía, o al menos no recordaba. Sus recuerdos no habían contenido nunca espacios tan amplios, montañas tan encumbradas ni cielos tan vacíos. Ella nunca había llamado a su talento acuamancia. La acuamancia, con la aeromancia, la piromancia y la geomancia, constituía una de las cuatro artes negras. Eran ilegales en Soprafini, y utilizadas sólo en los trabajos de Ferrian en Rustría. Al igual que un sueño, para Philippa se trataba de algo privado que no quería compartir con nadie más…
Todo se hallaba en calma, salvo el suave murmullo de la monótona canción y el ligero balanceo de la barca en el agua. Se movió y se colocó un poco más adelante, con cuidado de no molestar a María, tratando de observar desde el borde de la embarcación a la aretusa de debajo. Y vio cómo la gran criatura se movía suavemente mientras sus músculos se tensaban. Parecía medio cubierta por algo, y luego se dio cuenta de que tenía demasiada piel, que flotaba a su alrededor y disfrazaba su verdadera forma. Sintió los ojos del muchacho cantante clavados en ella. No interrumpió la canción, y su mirada mostraba amabilidad, simpatía y cierta curiosidad. Sintió ganas de llorar. De repente se encontró bostezando y comprendió que al final podría dormirse. Se sentó en la barca junto a María y cerró los ojos.
Ese día no hicieron ninguna parada, y tampoco la noche siguiente. Las aretusas tiraban de las barcas a través de una serie de lagos, salpicados de islas, rodeados por vastas y escarpadas montañas. No se veían granjas ni apriscos para las ovejas. En realidad, Philippa no vislumbraba criatura alguna aparte de aves y peces. Estaban atravesando un territorio muy árido, desprovisto de árboles.
La temperatura bajó mucho al acercarse la noche. María se despertó, y otra vez se quejaba. Estaba hambrienta, pero rechazó la comida barusi.
—Demasiado basta —se quejó—. Soy una persona delicada. Quiero tomar pastelillos blancos, un poco de falta y tal vez pescado hervido… Philippa, prepárame algo de fruta con arroz, y un poco de leche de vaca quizá…
Pero allí sólo había pan moreno y queso, y agua para beber.
—Me encuentro enferma. ¿Queréis que me muera?
María apartó la comida.
—No morirás —Gerain hablaba pacientemente.
Las barcas se detuvieron para permitir que descansaran las aretusas, les había explicado el muchacho que cantaba, y todos desembarcaron para estirar las piernas. Gerain había vuelto con otro grasiento paquete de comida.
—No ocurrirá nada. Sólo os retendremos durante un tiempo. Hasta que se cumplan ciertas condiciones.
—¿Qué condiciones?
Observando atentamente, vio cómo los ojos oscuros de Gerain parpadeaban de nuevo.
—¿Por qué no nos lo cuentas?
—Es algo que no os concierne.
—Nos concierne a todos.
Pero él movió la cabeza en sentido negativo y las llevó de vuelta a la barca. Se deslizaron suavemente sobre las aguas durante la noche entera, y Philippa durmió a ratos. Encontró curiosamente relajante el ser mecida por las aguas en aquella pequeña barca, alejada de todo lo que había conocido. Sin embargo, sabía que eso era sólo un paréntesis antes de que diera comienzo la acción. Ni ella ni María sabían qué llevaban aquellos hombres entre manos.
A la mañana siguiente siguieron a gran velocidad sobre una estrecha franja de agua. De forma casi imperceptible, la cadena de lagos había desembocado en un río. Se vieron rodeados por rocas escarpadas, y una fuerte corriente les empujaba hacia delante. Las aretusas apenas tenían que trabajar ahora. Pero Philippa observó que el muchacho seguía cantando aún, con ojos vigilantes y el ceño ligeramente fruncido por la concentración, mientras intentaba equilibrar el movimiento por el empuje de la corriente.
Un sonido suave al principio, pero que se fue haciendo cada vez más fuerte hasta que apenas pudieron oírse unos a otros, llenó el espacio como si surgiera de las montañas. Las barcas eran arrastradas ahora a gran velocidad entre las blancas paredes rocosas. María gritó cuando las violentas aguas pasaron sobre la embarcación. Las muchachas se agarraron a los costados de la barca, aterrorizadas.
—¡No me gusta esto! —gritó María—. Me voy a poner enferma. Tendréis que pararos, detened la barca…
—¡Estáte quieta! —gritó Marco—. No podemos molestar al muchacho.
Y luego, cuando la barca dobló otra curva de la garganta, el río se estrechó delante de ellos. Por encima sólo se encontraba el cielo, un cielo muy limpio.
El río desapareció sobre el borde de un vasto precipicio.