CAPÍTULO 5
La barca era ridicula: un maloliente y sucio esquife. Philippa estaba sorprendida. Nada de aquello encajaba con el estilo de Legrenzi. Ni el azarado joven ni la vieja barca. El otro joven que esperaba allí estaba impaciente y malhumorado. Gerain lo presentó como Marco.
—Daos prisa y subid —les dijo—. La patrulla saldrá de nuevo dentro de tres minutos. ¿Queréis que os descubran?
—Al menos está lloviendo —dijo Gerain—. Esta noche no saldrán las luciérnagas. Poneos ahí debajo, señoras. No querréis mojaros.
María se agachó sobre el fondo de la barca con Philippa, y Gerain las cubrió con una manta muy burda que olía a pescado.
—Quedaos muy quietas —dijo Marco—. La guardia saldrá sobre estas horas, más o menos, de nuevo a las almenas.
La barca comenzó a moverse en completo silencio, sin utilizar los remos.
María estaba pálida y furiosa cuando alcanzaron la playa. Bajo la manta, Philippa hizo lo que pudo para tranquilizarla, pero era dura tarea. María se quejaba del frío, de la incomodidad, de la descortesía, de todo.
Parecía haberse olvidado de que quería escapar. Y cuando un pequeño grupo de personas que había en la playa se acercó con los faroles medio escondidos, y Philippa advirtió que Lassan no se hallaba entre ellos, también la muchacha empezó a sentir frío. Aquello era muy raro. No era así como Lassan se comportaba. A su lado, oyó a María respirar profundamente. Tendrían una rabieta, con suerte, o una histeria a gran escala si no…
—¿Dónde está lord Lassan? —la voz de María, alterada por la tensión y el enfado, parecía cortar el viento.
—Se ha retrasado. Ya os lo he dicho.
Gerain estaba rodeado por gentes que le saludaban con palmadas en la espalda, felicitándole. Philippa apretaba las manos. Aquello era muy raro, muy raro. Nadie llevaba ropas de Soprafini, nadie se inclinaba ni vitoreaba a la princesa María. ¿Dónde se hallaban los corteses embajadores, las voces respetuosas, la alfombra roja? Aquellas gentes se comportaban como si María no les importase en absoluto.
Como servidora personal de María, Philippa había vivido con ella durante las veinticuatro horas del día. Había probado su comida y su bebida, dormido en su vestidor, la había acompañado siempre durante las interminables y elaboradas ceremonias que constituyen la vida de la corte.
Había estado presente incluso durante las aburridas entrevistas entre María y sus padres, Gregor y Olivia de Soprafini. Y aunque los padres de María habían sido fríos y reservados, y aunque a María no se le había permitido tener amigos en la corte (al no existir personas con un rango similar), nadie la había ignorado antes.
Allí, de pie sobre la fría y solitaria playa, era como si la heredera del trono de Soprafini no tuviera más importancia que cualquier siervo.
Era como si María de Soprafini no existiera en absoluto.
—Por aquí. Vamos.
Alguien les había entregado unas capas, alguien más había traído uno de aquellos robustos ponis de montaña que montaba la gente común.
—¿Quieres que me ponga eso? ¿Estás loco?
Los ojos de María brillaron de un modo que casi eclipsaban al zafiro que llevaba en el dedo.
Philippa vio el brillo del acero y oyó el ruido que produce una espada al ser desenvainada. Tragó saliva y tocó el hombro de María.
—Perdonadme, señora —le dijo—. Creo que deberíais hacer lo que os dicen.
—Soy la princesa María. Nadie tiene que decirme lo que debo hacer.
—Estamos aún muy cerca de Rienzi, señora —dijo Gerain. Parecía aturdido y desasosegado. Sus ojos se encontraron con los de Philippa, y la muchacha creyó distinguir una especie de disculpa en ellos—. Y éste es aún territorio rustrió. Nos encontramos en peligro. Pienso que deberíamos pensar tan sólo en marcharnos de aquí lo más rápidamente posible.
—Haced lo que os dicen —le recomendó Marco—. Este no es momento ni lugar para ponerse a discutir.
María se le quedó mirando ferozmente.
—Si sueltan las luciérnagas para que nos persigan, no tendremos ninguna oportunidad.
Fue suficiente. Sin pronunciar una palabra más, María subió sobre los lomos del poni y se sentó mirando fríamente hacia delante. «Había que dar gracias a los dioses por la formación recibida en Soprafini», pensó Philippa revolviéndose sobre su propio poni. Aquellas interminables cacerías. Al menos María podía darse un corto paseo.
Pero no fue un paseo corto. Continuó durante la noche entera, serpenteando por la marisma pantanosa que rodeaba la bahía de las Estrellas. Los cascos de los ponis se hundían en el fango y había un fuerte olor a humedad y a gas de los pantanos. Comenzó a lloviznar poco después de la medianoche, y el agua les caló hasta los huesos. Al final el camino comenzó a abrirse cuando se aproximaban al paisaje occidental de Rustría y dejaron atrás la marisma.
Se hallaban ahora en una tierra de lagos y ríos. Había puentes que cruzar, riachuelos que vadear, todo en medio de una terrible oscuridad. En una ocasión el camino les obligó a bordear la parte superior de unas enormes cascadas y en la oscuridad los cascos de los ponis tropezaban y resbalaban.
Al amanecer, unas seis horas más tarde, la espalda de María seguía totalmente erguida, pero Philippa pudo ver cómo brillaban sus nudillos por la tensión. Su espalda y sus muslos ardían mientras el resto de su cuerpo tiritaba de frío por la humedad. María debía de sentirse igual. Su silencio no podía durar mucho más. Pronto el orgullo de Soprafini se abriría paso y la princesa María comenzaría a exigir que se le prestase atención.
Ante ellos podían ver ahora con total claridad el camino que se elevaba de forma abrupta siguiendo las orillas de un río de aguas turbulentas. Marco levantó un brazo y señaló hacia una roca que sobresalía a lo lejos.
Philippa oyó la palabra desayuno y, con el alma encogida, calculó que aún deberían seguir cabalgando otras dos horas.
María detuvo a su poni tirando con fuerza de las riendas.
—Deseo tomar algo ahora —dijo con toda claridad.
—No seas estúpida —Gerain se volvió y cogió sus riendas. Luego, dio una palmada al poni que puso a éste en movimiento de nuevo—. Los rustrios ya habrán descubierto que os habéis ido. Pronto soltarán a las luciérnagas. Tenemos que llegar a las barcas lo antes posible. No hay tiempo que perder. De otro modo no habrá ninguna oportunidad.
—Diez minutos no supondrán nada.
María miró hacia abajo entonces y luego tiró con fuerza de las riendas. El poni piafó.
—Mira, toma —Gerain le entregó un paquete grasiento y un jarro lleno de abolladuras—. Puedes comer esto mientras cabalgas.
Lo miró con incredulidad.
—¿Te has olvidado completamente de quién soy? ¿Te imaginas de verdad que…? —golpeó el paquete con la otra mano—. ¿Crees que esto es comida apropiada para una princesa real?
Los hombres que marchaban detrás murmuraron algo al ver que se paraban. Marco se había vuelto desde la parte delantera de la comitiva para averiguar qué pasaba. Philippa se deslizó de su montura para coger la comida, que había caído al suelo. Estaba muy hambrienta.
Una mano larga y sudorosa se posó sobre su hombro. Sintió un agudo pinchazo en el cuello e intentó soltarse.
Entonces oyó a su izquierda un golpe sonoro. Apenas percibió la voz de María, ultrajada y ofendida. Y luego Marco dijo, y difícilmente pudo reconocer su voz:
—Móntate de nuevo.
—¿Cómo te atreves? No somos tus prisioneros —grito María.
—En eso os equivocáis, princesa María. Eso es exactamente lo que sois —Marco lo dijo sonriendo desagradablemente.
—¡No sois hombres de Lassan! —dijo Philippa.
—Cierto.
La joven se volvió a mirar a Gerain. Habían confiado en él.
—¿Quiénes sois? ¿Qué buscáis?
Gerain no la miraba.
—Estaos quietas y no os pasará nada. No queremos tener problemas.
—¿Problemas? —María se había puesto pálida, y estaba furiosa—. Esto es un rapto. ¿Os lleváis a la futura reina de Rustría y pensáis que no habrá ningún problema? ¿Estáis completamente locos?
—¿Por qué paramos? —otro hombre se había acercado allí.
—Nuestras invitadas acaban de darse cuenta de su situación —dijo Marco.
El otro hombre, vestido con ropas oscuras, hizo un gesto suspirando.
—Supongo que deberíamos atarlas, amordazarlas o algo…
—¿Quiénes sois? —Philippa observaba saltando de un rostro a otro buscando alguna clave—. ¿Qué queréis de nosotras?
Todos tenían la piel oscura, igual que ella. Eran más bien pequeños y agraciados, exceptuando al espárrago de Gerain. Su cabello era negro y fosco, lo llevaban muy largo, peinado suelto o sujeto atrás. Nada que ver con el rígido estilo militar de los hombres de Rustría o con el más afectado y elaborado de Soprafini.
—Barusis… —dijo ella—. Eso es lo que sois…
—¿Qué? —María medio gritó—. ¿Barusis? No puede ser. Son unos proscritos.
—Bien, ahora no están actuando precisamente dentro de la ley —dijo Philippa con brusquedad.
—Cállate —Marco las miró con el ceño fruncido—. Pararemos en aquel saliente. Podéis continuar así, si nos prometéis que no intentaréis escapar. En caso contrario os ataremos. Vosotras elegís.
Finalmente María y Philippa siguieron cabalgando en el lugar que se les había asignado en la fila que formaban, y sólo Philippa vio cómo corrían las lágrimas por las mejillas de María.
El camino discurría por debajo del saliente y subía hasta una elevada meseta. Otras montañas se alzaban aún más altas, cubiertas de nieve, hacia el este. Pero por delante de ellos se extendía, a lo lejos, un extenso lago, frío y sereno bajo el sol del mediodía. Todo parecía muy tranquilo, pero por encima de sus cabezas se oyó de repente trinar una alondra. Después divisaron una bandada de patos que reñían entre los juncos, y una cerceta caminando delicadamente sobre la orilla. A lo lejos, unos esbeltos pájaros blancos se movían con elegancia. Philippa no sabía si eran ánsares o cisnes.
—¿Y ahora qué? —la voz de María temblaba—. ¿Podremos descansar ahora?
—Dentro de un momento.
Gerain ni siquiera la miró. Observaba cómo Marco y los otros hombres que se hallaban a la cabeza de la columna desmontaban y empezaban a abrirse camino a través de las rocas hasta el lago. La roca que sobresalía era sólo una entre las muchas que salpicaban la orilla de uno de los extremos del lago.
Una nube cubrió en esos momentos el cielo. Philippa notó frío de repente, y se sintió enferma y asustada de nuevo. Como una sola, todas las aves, patos, ánsares y cisnes, se elevaron de pronto en el aire helado batiendo las alas.
Había seis hombres, incluyendo a Marco. La joven se dio cuenta por primera vez de que todos llevaban las mismas capas de color pardusco sobre pantalones y chalecos del mismo color. Se dispusieron formando un semicírculo mirando al lago. Unieron sus manos, y sus robustos dedos, ligeramente curvados, apuntaban en dirección al lago. Parecían garras, pensó Philippa. Como garras o…
Marco comenzó a cantar en tono muy bajo. Aquello produjo una extraña vibración en el lago, y Philippa vio cómo la superficie del agua se estremecía. Uno a uno, los demás hombres se unieron a él, y se alzó un aimor discordante que perturbaba el oído y producía una sensación molesta en el estómago.
Era horrible. Philippa pensó que iba a ponerse enferma. El sonido proseguía, y crecía en intensidad. Cada vez más alto. Ella levantó las manos para taparse los oídos.
Y entonces la superficie del lago comenzó a temblar, y las rocas empezaron a estremecerse también, repentinamente animadas, como poseídas… Luego, una se movió y empezó a rodar sobre el borde de la meseta, cayó sobre otras rocas y se produjo un alud.
La superficie del lago se abrió, comenzó a ondularse y se originaron pequeñas olas. Y cuando las rocas cayeron, el agua siguió detrás, formando una masa. Parte del lago empezó a deslizarse montaña abajo, mezcla de rocas y agua, todo junto, arrastrándose para caer como una gran cortina sobre el terreno de debajo.
—¿Qué hacéis, qué hacéis?
María chillaba, para hacerse oír a través del espantoso estruendo que producían al caer el agua y las rocas.
Gerain no se molestó siquiera en contestarle. La cogió del brazo y señaló el paisaje que se hallaba por debajo de ellos.
- así pudo ver muy lejos, en la distancia, en el camino que habían seguido, el débil brillo de las armaduras de un gaipo de soldados. Tras ellos, lanzando desiguales llamaradas, se hallaban las luciérnagas dentro de sus extrañas jaulas rodeadas de un material acuoso; gritaban de forma salvaje, como ciclones, deseosas de satisfacer su terrorífica voracidad.
El alud de rocas y agua se convirtió pronto en una corriente que ocupó las partes más altas del camino con un torrente que no se podía cruzar.
Marco y los otros habían interrumpido ya sus cánticos, y la afluencia de agua fue cesando de forma gradual. Habían caído rocas suficientes como para bloquear el camino. Su objetivo estaba logrado. Nadie podría seguirles el rastro durante mucho tiempo. Y el agua que continuaba cayendo en forma de cascada montaña abajo mantendría alejados al ejército de Rustría y a las luciérnagas.
—Ahora —dijo Gerain, bajándose de su montura—, ¿el desayuno, mi señora? ¿Un poco de…?
María contemplaba la espuma del riachuelo arrastrándose montaña abajo. Estaba muy pálida. Se inclinó hacia delante, para tocar el hombro de Philippa.
—Oh, Philippa —le dijo con una voz que era poco más que un susurro—, ¿qué es lo que he hecho?