CAPÍTULO 2
Dos semanas más tarde, en la víspera de la boda, los peores temores de Philippa se cumplieron.
Habían tenido lugar interminables ceremonias, banquetes sin fin, discursos y recepciones. Y el tiempo libre fue ocupado con lecturas y conferencias sobre la historia y las costumbres de Rustría. El resultado de tanta actividad fue que María pasó muy poco tiempo con Ferrian. Él la reverenciaba en las salas llenas de gente, y se sentaba a su lado en los diversos actos, pero apenas habían hablado. «Quizá dé lo mismo», pensó Philippa. No creía que Ferrian mejorara después de conocerle.
Durante los breves momentos de descanso, las dos muchachas fueron conducidas a lo largo de todo el castillo por Tracho, el ayudante personal de Ferrian. Éste, aparentemente, había dado instrucciones para que a María se le mostrase su nuevo hogar, aunque él mismo no quisiera molestarse en hacer ese trabajo.
Tracho, un hombre mayor, siempre vestido con pesadas ropas llenas de brocados, era sumamente cortés, aunque algo distante. Pomposo más bien, pensaba Philippa. Pero no se atrevía a decírselo a María, quien no quería escuchar la menor critica sobre nada ni nadie de Rustría. La princesa de Soprafini estaba decidida a que su matrimonio constituyese un éxito.
Tracho les enseñó las cuadras, las armerías y las cámaras en donde se amontonaban armas un tanto raras.
—Esto forma parte de nuestra capacidad defensiva —dijo con cierta frialdad—. Y en los talleres estamos desarrollando máquinas que pueden enviar estas armas mucho más allá de lo que alcanza la vista.
Levantó una mano, y a María y a Philippa se les invitó a contemplar una breve demostración. María se sintió impresionada.
—Pero ¿a quién se le ocurriría atacar a Rustría? —preguntó—. A nadie, supongo.
Tracho esbozó una sonrisa. Pero había algo más que ironía en su expresión.
—Tenemos mucha suerte al encontrar tanta sabiduría en nuestra nueva princesa —respondió—. Pero a veces hay rebeliones ocasionales, y alguno de nuestros vecinos no entiende las ventajas que conlleva la civilización rustría. Ahora seguidme…
Salieron a través de un conjunto de puertas de doble hoja. Un poco más tarde, María, sin darse cuenta, giró hacia otro lado, y se encaminó hacia un corredor sin señalizar y muy iluminado.
—¡Por ahí no! —tronó Tracho a su espalda, y la agarró por los hombros—. Lo siento, señora. Ahí no hay nada que pueda ser de vuestro interés —dijo un poco más calmado—. Si no estáis muy cansada, señora, permitidme mostraros lo que nosotros llamamos la cervecería.
Anduvieron a través de una gran galería llena de horribles olores y barriles burbujeantes repletos de un líquido repugnante. Se encontraban allí gentes extrañamente enmascaradas atendiendo esos barriles, removiendo, vertiendo y mezclando. Grandes nubes de gas nocivo flotaban a su alrededor. Al final de tan particular recorrido, tanto María como Philippa se encontraban un poco mareadas.
Aquella noche, cuando se preparaban para la cena, María se dio cuenta de que se le había caído uno de los pendientes durante el recorrido de la tarde.
—Ve a buscármelo —ordenó a Philippa—. Debe de habérseme caído esta tarde cuando ese ridículo hombre me agarró —y luego se interrumpió. En su rostro apareció un extraño brillo—. Un minuto. Yo iré también. Trataremos de descubrir qué es lo que Tracho no quería que viésemos. No sé por qué tienen que ocultarme cosas a mí.
Philippa suspiró profundamente.
—¿Nos dará tiempo, mi señora?
No le gustaba cuestionar las decisiones de María.
María se encogió de hombros.
—Desde luego. Recuerdo el camino. Pero si alguien intenta detenernos, diremos simplemente que nos hemos perdido buscando el pendiente.
Parecía peligroso caminar a través de los largos corredores sin escolta. Nadie les preguntaba nada. Hombres uniformados se inclinaban ante ellas y les abrían las puertas. María sabía hacia dónde se encaminaban. Consideraba un deber conocer todo lo que pudiera de su futuro hogar. Sin dudar ni equivocarse condujo a Philippa a lo largo de varios tramos de escaleras en dirección descendente. Estaban de suerte. Tan pronto como llegaron al hueco de la escalera de la quinta planta, les llegó el olor de ratas envenenadas.
—Hacia allí —dijo María en voz baja—. Y luego hacia la derecha.
El corredor tan bien iluminado desapareció de la vista, y en el suelo, casi a sus pies, se encontraba el pendiente de oro de María.
Philippa lo cogió. Luego, dijo titubeando:
—Señora, volvamos ya. No deberíamos ofender a…
—Philippa, mañana me caso con Ferrian. Todo cuanto haya en este castillo será mío. Es ridículo pensar que me esconden algo.
Después siguió caminando por el corredor, y Philippa fue tras ella. No se veía a nadie. No había soldados apostados junto a los muros ni guardando las puertas. María disminuyó el ritmo de la marcha. A pesar de todo su coraje, empezaba a caminar despacio, como hacen los niños cuando se sienten culpables de algo. Y entonces se encontraron junto a la primera de las jaulas.
Estaba colocada pegada al muro, y, casi enmascarando su contenido, se hallaba una espesa malla de alambre. Un par de ojos de color naranja las miraron desde la oscuridad.
—Es un gato leonado —dijo María maravillada.
Era una especie de felino muy grande y casi extinguido en Soprafini, famoso por su piel moteada de color blanco y negro.
La criatura, sobre la paja, las miraba con indiferencia. María avanzó y descubrió que el corredor se abría a una larga galería llena de jaulas, acuarios y pajareras. Algunos animales gruñían. Los pájaros gritaban. Había también insectos y peces, criaturas que ellas conocían bien, y otras que no habían visto antes.
Era una colección de fieras, con animales raros.
—¿Por qué no nos han querido enseñar esto? —gritó María, encantada ante una enorme mariposa de mil colores.
Tenía una envergadura de alrededor de un metro. En otra jaula, un mono con cuatro manos acunaba a su retoño. Había también lagartos azules, y todo tipo de animales exóticos…
—¿Qué hacéis aquí?
Philippa suspiró y luego giró en redondo. Advirtió que María, a su lado, había palidecido.
Un monstruo armado se hallaba ante ellas. Alguien vestido con una armadura amarilla extrañamente elaborada con casco y visera.
Una mano protegida con pinchos y clavos empujó hacia arriba la visera y dejó al descubierto el desagradable rostro de Ferrian. Philippa se retorcía nerviosamente las manos.
—Mi señor —dijo María con un tono de voz algo más alto de lo habitual—, se me perdió un pendiente en nuestro recorrido de esta tarde. Simplemente, hemos venido a buscarlo.
—¿Para qué tenéis a los criados? Y no me digáis que Tracho os trajo aquí, porque sé que no es cierto —su voz había adquirido un tono muy trío.
—Pensé que deseabais que me familiarizara con las costumbres de Rustría, y también con el castillo.
—No seáis tan estúpida si podéis evitarlo.
Se hizo un incómodo silencio mientras las miraba. Oyeron después el sonido de unas pisadas más allá de donde se encontraba Ferrian. Algunos soldados avanzaron hacia él, y uno de ellos le saludó.
—¿Y bien? —dijo Ferrian, volviendo su atención hacia ellos.
—Las luciérnagas están preparadas, señor —contestaron los soldados.
¿Luciérnagas? Philippa miró sorprendida al hombre. No parecía hablar en broma. Por lo que pudo observar hasta ese momento, casi nadie bromeaba en Rustría. Pero no creía en la existencia de las luciérnagas. Siempre había creído que eran historias para asustar a los niños, al mismo nivel que ogros, unicornios y sirenas. Habían visto allí animales extraños, pero nada parecido a… Se preguntaba qué pretendían hacer los rustrios.
—Bien, bien… —Ferrian parecía haberse decidido ya en un sentido—. Bien, señoras, ya que os encontráis aquí, y que sois curiosas, me permitiré enseñaros uno de los mayores y más insólitos logros que hemos conseguido en Rustría.
Hizo una señal a uno de los soldados, y pidió a las dos muchachas que le siguieran.
Cruzaron la galería y atravesaron dos puertas macizas de doble hoja antes de llegar a otra enorme sala. En el centro se hallaba una barandilla que rodeaba una pequeña zona. Un hombre les entregó unas ropas para que les protegieran. No se trataba de armaduras como la de Ferrian, sino de una pesada visera plateada y guantes, y les ayudó a ponérselas. El soldado permaneció allí cuadrado mientras Ferrian las empujaba hacia delante.
—Ahora —dijo, llevándolas hacia la barandilla.
Se encontraban observando un pozo muy ancho y profundo que se hallaba completamente vacío.
—Tendréis una buena vista desde aquí. Lo he arreglado para que puedan ahora alimentarse las luciérnagas, ya veréis. Estoy seguro de que lo encontraréis interesante.
—Señor, no sabía que las luciérnagas vivieran en algún lugar que no fueran los cuentos —María se recuperaba lentamente.
—Los dragones voladores de los tiempos antiguos no existen —contestó Ferrian, con cierta satisfacción—. No, éstos son diferentes; algo mucho más interesante. Son creación mía. He estudiado con los maestros, he sacrificado mucho para conseguir estos conocimientos.
Luego, se inclinó hacia María, y Philippa vio que parpadeaba. «Debe de tener mal aliento», pensó ella con toda naturalidad. Desde luego, debía de tener mal aliento.
—Hay un modo de equilibrar los elementos, ya veréis. Hay gente que se concentra en la magia del agua, o en el lanzamiento de piedras. Habréis oído hablar de esas personas.
Sus pálidos ojos parpadearon al mirar a Philippa, y la muchacha se preguntó si desconfiaría de ella. Se confortó a sí misma con el pensamiento de que sería simplemente algo propio de Fernán hacer que otras personas se sintieran incómodas.
Él siguió hablando:
—He utilizado principios químicos para unir dos de los elementos: fuego y aire. Algunos llaman a este proceso piromancia, pero yo prefiero pensar en ello como en un proceso científico. Es un proceso peligroso y que exige gran destreza. Actuando así he encontrado un modo de golpear en el corazón de la propia vida. Las supersticiones hablan de pactos con Dios. Yo he hecho otro tipo de pacto —dijo sonriendo—. Pero no tengáis miedo, María. He dedicado mi vida a la creación, no a la destrucción. He creado seres de fuego y aire a los que he honrado con el nombre de luciérnaga. Estoy encantado de poder mostrároslos, novia mía. He aquí los frutos de mi trabajo.
Hizo una señal con la mano, y una puerta que daba al pozo se abrió de par en par. Las dos muchachas se asomaron sobre la barandilla para echar un primer vistazo a las criaturas de Ferrian.
Miraron hacia abajo y vieron un dragón que lanzaba un grito.
Se sentía un deslumbrante remolino de actividad por debajo de ellas. Era como si mirasen dentro de un horno. Resultaba sorprendente e irresistible. Nunca se les habría ocurrido pensar que las luciérnagas se movieran así. Era imposible verlas bien con detalle, pues iban de un lugar a otro en un santiamén, vibrando en el interior un destello de humo sulfuroso, resplandeciendo y rugiendo con impaciencia.
El calor intentaba atravesar sus viseras y la ropa protectora. Aun así, Philippa se sentía atraída por ellas y se asomó un poco más. Las luciérnagas eran fascinantes.
Se vio a sí misma intentando seguir a una de ellas, intentando descubrir la cabeza, un miembro, cualquier cosa que la convenciera de que aquello era realmente un ser vivo y no algún terrible espíritu del mal, como parecía desprenderse de las palabras de Ferrian. Pero, por mucho que se concentrara, no podía ver nada. Había algo repulsivo en torno a aquel ágil movimiento, algo profundamente perturbador en su extraña apariencia.
El ruido no ayudaba. Los gritos agudos hacían eco y reverberaban a su alrededor.
—Se las puede oír en tierra firme, si no hay viento —dijo Ferrian.
Se había levantado la visera y observaba con detenimiento a María, agarrándola por el codo con su mano como si fuera una gruesa babosa. Philippa le vio sonreír, pero aquellos ojos vidriosos, sin expresión alguna, mostraban gran seriedad.
—Tenemos tiempo aún —dijo él con amabilidad—. Me gustaría que vierais esto despacio. Es muy interesante.
Luego, empujó a María ligeramente hacia delante, hasta el borde del pozo. Una puerta se abrió con gran estruendo por debajo de ellas, y un becerro, bramando lastimero, fue empujado hacia el pozo. María intentó retroceder, pero Ferrian no se lo permitió.
—Éste es el mejor lugar para obtener una buena vista —dijo poniéndole una mano encima del hombro—. Exactamente aquí.
Philippa no podía abandonar a su señora, así que se quedó también allí y observó la macabra danza de las luciérnagas alrededor del aterrorizado becerro, vio cómo le atormentaban con sus pequeños dardos de fuego, chamuscándole la piel de modo que el olor a pelo quemado tapaba el del sulfuro.
Y luego, en una acometida demasiado rápida para poder apreciarla con claridad, acabaron con él quemándole. Una terrible llamarada consumió al becerro. Philippa pudo sentir la violencia del calor fuera de su visera. El brillo del fuego la obligó a cerrar los ojos.
Cuando los abrió de nuevo, el becerro ya había desaparecido. No quedaba nada de él, salvo un pequeño montón de cenizas grises.
Las luciérnagas volvieron junto a las paredes del pozo, y durante un momento Philippa pudo verlas de nuevo.
Eran delgadas y huesudas, con antebrazos y piernas muy largos. Sus manos eran alargadas, algo equinas, y los hocicos largos, pero sus ojos tan sólo contenían fuego. De sus espaldas colgaban alas excesivas, como si fueran de humo. Después, cuando comenzaron a moverse otra vez, a aparecer y desaparecer de su campo de visión, ella se dio cuenta de algo terrible, algo que no pudo ya apartar de su mente.
—No tienen boca —comentó, olvidándose totalmente de que los criados no deben hablar a menos que se les pregunte algo.
Por primera vez, la princesa María ignoró el lapsus. Ferrian simplemente volvió la cabeza hacia ella mirándola, con sus ojos vidriosos, de forma desagradable.
—Es cierto —dijo luego, coincidiendo con ella—. No comen, ya veis. Al menos lo que vosotras o yo llamamos comer. Observad ahora, esto es importante…
Se oyó el sonido de una verja. Y tres seres humanos aterrorizados se tambalearon precipitándose en el pozo. Eran dos hombres y una mujer. Iban vestidos con andrajos. Capturados probablemente durante una de las campañas «defensivas» de los rustrios, pensó Philippa. Dos de ellos llegaron juntos, abrazados, gimiendo lastimeramente, pero el otro, un hombre alto y muy joven, cayó de rodillas rogándole a Ferrian que tuviera piedad de él. Hablaba en una lengua que ninguna de ellas entendía.
Las luciérnagas no perdieron el tiempo, lodo con la misma rapidez con que habían acabado con el becerro: otra gran llamarada, la cegadora luz, el desagradable olor a carne quemada, y las cenizas amontonadas…
María empujaba para retirarse del borde del pozo, manoseando nerviosamente con los dedos la visera, pero Ferrian le sujetaba el brazo.
—Observad, mi querida María —le dijo—. Insisto en que veáis esto. Consideradlo como el comienzo de las celebraciones de la boda.
Sonrió de nuevo, mostrando toda su dentadura. Y vieron la acción precipitada de las luciérnagas hacerse más intensa, y más vivida, llenando de fuego el pozo con llamas y humo, y con un agudo sonido lastimero…
Y de forma gradual las dos muchachas se dieron cuenta de que ya no había tres luciérnagas en el pozo. Ahora había cuatro apareciendo y desapareciendo ante su vista, celebrando una sobrenatural y horrible orgía.
—Podéis comprobar —dijo Ferrian a su prometida— que las luciérnagas no son animales. No tienen boca, como ha observado vuestra sierva. Fueron creadas mediante el uso del poder de la piromancia y les insuflaron vida las muertes de las personas entre las llamas. Nuestro medio de ejecución preferido es el de la muerte por medio del fuego, desde luego. Así acabamos con los traidores, los criminales, los prisioneros de guerra. Hicimos una campaña en el norte hace algunos años. Ejecutamos a algunos de nuestros cautivos y usamos sus muertes de esta manera.
Su voz sonaba totalmente fría e indiferente. María se había separado de él tapándose la boca con las manos. Ferrian no se dio por enterado.
—Podéis ver que mis luciérnagas absorben la energía de su presa en el momento en que muere quemada. Los sacerdotes lo consideran de un modo diferente. Dicen que las luciérnagas se apoderan de las almas de aquellos a quienes acaban de quemar. Almas, espíritu, energía…, ¿quién sabe?
Sonriendo, prosiguió:
—Todo cuanto sabemos con seguridad es esto: si la presa es un animal, no les satisface. Les calma simplemente durante unos momentos. Pero la muerte de una presa humana hace que se reproduzcan. Fue así como las creé.
Philippa vio que María se inclinaba ligeramente y se preguntó si iría a desmayarse. Pero su señora respiró profundamente y permaneció en silencio mientras Philippa la ayudaba a quitarse las ropas protectoras contra el fuego.
—¿Cuántas luciérnagas hay ahí? —preguntó María en un tono que insinuaba cierta inseguridad.
—Alrededor de doscientas —dijo Ferrian, con sus grandes ojos acuosos animados por fin—. Su número se incrementa continuamente, desde luego. Aunque es bastante difícil encontrar la cantidad necesaria de suministro para ellas. Vosotros tenéis muchos esclavos en Soprafini, por lo que he podido oír.
—Esclavos no —contestó María rápidamente—. Muy pocos. Hay muchos campesinos trabajando la tierra, pero son libres.
—Campesinos, esclavos, ¿cuál es la diferencia? —Ferrian enarcó una ceja—. A partir de mañana serán míos también.
—Mi padre tendrá algo que decir sobre ello —dijo María—. ¡Aún es el rey!
—Por el momento —dijo Ferrian asintiendo—. Recordad tan sólo, María, lo poderosos que somos ahora los rustrios. Creo que Tracho os ha mostrado nuestra armería y nuestros talleres. Pues, además, contamos con unas doscientas luciérnagas en el corazón de nuestro ejército.
—¿Hay algún tipo de defensa contra ellas? —preguntó María con desesperación.
Ferrian esbozó una sonrisa, que mostró sus dientes afilados y amarillentos.
—Ahora estáis en Rienzi, María. Ahora que vamos a estar tan unidos como para ser sólo uno, no importa que sepáis esto. Debéis tener en cuenta que las luciérnagas se utilizan para defender este castillo. No hay forma de escapar de aquí. Así que puedo afrontar el hecho de contaros que hay un modo de defenderse de ellas. El agua. No soportan el agua. Pero, eso no es un inconveniente. Las artes de la acuamancia nos ayudan a controlarlas. Podemos trasladarlas desde un extremo a otro de Maquerlia en jaulas construidas especialmente para ellas —se interrumpió e hizo que María le mirara—. Podrían estar en Soprafini en cuestión de semanas, querida —le dijo—. Espero que a vuestro padre le interese conocer cómo se alimentan las luciérnagas. Debemos arreglar eso en algún momento, cualquier día de éstos.
María no contestó nada. Pero Philippa jamás la había visto tan pálida.