Capítulo 4

 

SIN darse cuenta, se había pegado a ella. El cuerpo poderoso la ocultaba del umbral en el otro extremo de la sala que conducía a la recepción. No había nadie más allí, sólo ellos dos. Podía aspirar su fragancia masculina y cara. Podía sentir el calor de su cuerpo.

—No... —susurró.

—¿No? ¿Es eso lo que le decías a tu novio? —preguntó con voz llena de burla y provocación—. Me dicen que eres fría, Portia, tan fría como la nieve. Pero no lo eres... puedo sentirlo... aquí...

Los dedos se posaron con ligereza mágica sobre la vena que le palpitaba en el cuello. Las palpitaciones se dispararon al contacto y lo miró con los ojos dilatados.

Sin aliento, impotente, observó mientras sus labios descendían.

—Puedo sentirlo aquí —murmuró antes de tomarle la boca.

La sangre la recorrió las venas como un río desbocado y experimentó una sensación tan dichosa que quiso que no parara nunca.

Mientras la boca se movía sobre la suya, estuvo en un mundo diferente, en otro universo. Nunca, jamás, un hombre la había besado de esa manera. No le agradaba

mucho que la besaran... ni siquiera esos hombres que le gustaban lo suficiente como para dejarles hacer lo que evidentemente deseaban, a pesar de que habría preferido que se sintieran satisfechos con un simple y veloz roce de los labios.

Ese beso no fue ninguna de esas cosas.

Irradió posesión, la suposición de intimidad, de placer, de tal manera que le disolvió todos los huesos del cuerpo.

La soltó y alzó la cabeza, separando los dedos de su piel mientras Portia permanecía cegada, aturdida.

—Necios —se burló—. Llamarte fría —le tocó los labios entreabiertos con la yema de los dedos—. Ante mi contacto, para mí, no eres fría... —bajó los dedos y, divertido, observó su traje poco favorecedor—. ¿De verdad pensaste que podrías esconder tu belleza con un vestido así? ¿Crees que puedes huir de mí? Es la hora —musitó—. Es la hora de dejar de correr, Portia. Ha sido divertido, pero... Ahora... —la mano izquierda bajó para tomarla por el codo y le soltó el otro brazo, guiándola fuera de la sala—. Será mejor que regresemos a la recepción o nuestra ausencia atraerá comentarios.

El calor en su piel fue una conflagración y de pronto comprendió lo que había pasado. Diego Sáez la había besado. Un hombre que representaba todo lo que más odiaba, el tipo de hombre que trataba a una mujer como a una conquista y ella misma como a una presa.

Las emociones la carcomían. Estaba indignada por lo que de forma tan casual él acababa de hacer, sirviéndose de ella como si fuera una pera madura en el mercado. Pero lo peor, lo infinitamente peor, era esa sensación de disolución que aún reverberaba por su cuerpo, un recuerdo físico de lo que acababa de experimentar.

Como si percibiera sus sensaciones, Diego Sáez la tomó con más firmeza por el codo y la condujo por la recepción, deteniéndose de vez en cuando para intercambiar algunas charlas sociales.

Y a medida que avanzaban, Portia fue consciente de algo diferente.

La gente la miraba. Podía verlo en sus ojos... especulación, alguna discreta, otra abierta, sobre su presencia al lado de Diego Sáez.

Y con una hueca sensación de horror se dio cuenta de que finalmente él había decidido pasar al ataque. No iba a dejar que siguiera esquivándolo.

Diego Sáez, con la mano aún en su codo, aferrándola contra el costado, proclamaba ante todo el mundo que ella era la mujer que quería... y que estaba confiado en conseguir.

Sintiéndose como una especie de esclava conquistada que seguía al triunfador general romano, no podía hacer otra cosa que dejarse guiar por la estancia.

Calor y recuerdo... recuerdo de ese beso...

Él no se movió de su lado ni dejó que se moviera. Como en una especie de pesadilla, Portia tuvo que hablar, sonreír y soportar la peor prueba de todas... los comentarios y las especulaciones que inevitablemente incitaba la constante presencia de Diego Sáez a su lado. Apeló a su reserva de autocontrol para aguantar hasta el final.

Después de lo que le pareció una eternidad, con una renovada oleada de horror se dio cuenta de que avanzaban lenta pero decididamente hacia la salida.

Y entonces un empleado de la galería le entregó la chaqueta y el hombre que tenía al lado la ayudó a ponérsela. Tenía el cuerpo y la cara tan rígidos como una tabla de madera mientras con despedidas educadas Diego la condujo a la calle.

Era como una zombi, sin voluntad o movimientos propios. Diego Sáez se había hecho con el control.

El corazón se le hundió cuando subió a un coche que esperaba en la entrada con un chófer sosteniendo abierta la puerta.

«Esto no puede estar sucediendo», pensó. « ¡No puede!».

Se sentó recta y clavó la vista en el panel que los separaba del chófer.

Quiso gritar, saltar del vehículo. Pero no pudo hacer ninguna de esas cosas. Algo más poderoso que lo que jamás había experimentado en la vida se había apoderado de ella.

Como por voluntad propia, sintió que giraba la cabeza para mirar al hombre alto y oscuro en el otro extremo del amplio asiento de la limusina. Tenía las piernas largas extendidas.

Esbozó una sonrisa lenta y sensual.

—Bueno, Portia, aquí estamos... al fin solos.

El tono burlón le provocó escalofríos.

Desde algún rincón profundo de su ser consiguió sacar fuerzas para hablar.

—Te estaría muy agradecida si pudieras dejarme en una parada de taxis o en una estación de metro. No tengo la intención de pasar más tiempo contigo.

Quería que la voz le sonara gélida, pero simplemente le tembló.

—Vamos a cenar —repuso él con indiferencia—. He reservado mesa en el Claridge.

Lo miró incrédula ante lo que acababa de oír. La indignación pudo con su temor.

—Entonces, será mejor que canceles la reserva. No pienso cenar contigo.

Mirarlo a los ojos fue un error. Al encontrarse con los palpados pesados que la observaban, una sensación de lava ardiendo le recorrió las venas.

La confusión la agitó.

« ¿Qué me está pasando? ¿Por qué hace esto? ¿Cómo lo hace? No lo quiero, no me gusta, quiero salir del coche y correr y correr y correr...».

El peligro que la rodeaba era tangible... una presencia oscura y perturbadora.

Y más que peligro.

Diego alargó una mano hacia ella y con lentitud devastadora le acarició la mejilla con el dorso de los dedos.

Y ella se apartó como si mil voltios le hubieran atravesado el cuerpo.

—¡No me toques!

Ella misma percibió el pánico en su voz.

—Pero quieres que te toque, Portia. Y yo quiero tocarte. Mucho...

Se inclinó sobre ella. Portia no pudo hacer nada. Ni siquiera encogerse contra el asiento.

Cerró los ojos.

Unos dedos largos le alzaron el rostro. Esa lava derretida se extendió por todo su cuerpo.

Intentó invocar la indignación para empujarlo, para gritarle... ¡para abofetearlo!

Pero no pudo. Sólo fue capaz de permanecer sentada.

«No dejo que los hombres me hagan esto». Pero a Diego Sáez, que únicamente quería divertirse con ella durante un par de semanas, se lo permitía. Lo dejaba servirse a su antojo, vergonzosa, humillante y totalmente de su boca...

Él se apartó y muy vagamente Portia fue consciente de que el coche se había detenido.

Le pasó un dedo por los labios inflamados. El cuerpo le temblaba. Los ojos de él eran oscuros, tan oscuros.

—Esta noche, Portia, empieza.

Le sonrió.

Absolutamente seguro.

Fue la sonrisa. Consiguió disolver la parálisis debilitadora que la mantenía bajo su hechizo.

La dominó una furia helada.

Estaba furiosa porque se hubiera atrevido a hacerle eso a ella. Porque se comportara como si tuviera derecho a alargar la mano para probarla...

Pero le había dejado besarla. Tocarla. Había permitido que saliera con ella delante de todo el mundo. Portia Lanchester, la helada Portia, iba a sentir el calor...

Iba a ser el siguiente divertimento de Diego Sáez.

La furia helada volvió a atravesarla. Pero en esa ocasión con un blanco diferente.

Él.

Con toda la fuerza de su ser, luchó contra el poder que ejercía sobre ella.

La vergüenza la inundó. Que de todos los hombres del mundo fuera uno como Diego Sáez quien pudiera reducirla a semejante condición...

Sintió la furia contra sí misma, su propia debilidad, su propia necedad. Se aferró a eso. Era su única oportunidad de escapar ilesa. Porque si se quedaba...

Abrió la puerta del coche. El chófer aún no había terminado de bajar, pero no lo esperó. Se quedó en la acera, rígida por la indignación. Tenía que mantener la furia... ¡debía hacerlo!

Él bajó y le dijo algo al chófer, quien asintió y se subió a la limusina. La arrancó y se marchó.

—Vamos —le dijo, tomándola por el codo.

Se soltó con violencia. Que ese hombre arrogante diera por hecho que caería en su cama como una pera madura la hacía temblar.

—¡Quítame la mano de encima! —espetó con cólera.

El resto del mundo había desaparecido. En alguna parte de su mente se dio cuenta de que se hallaba ante el Claridge. A menos de un metro había un portero y varias personas bajaban de un taxi.

Tenía que largarse.

La urgencia la abrumó, cancelando todo lo demás. Comenzó a alejarse, pasando por delante de la fachada del hotel en dirección hacia los semáforos de la esquina. El corazón le martilleaba en el pecho. Sentía presión en la cabeza.

Aceleró el paso.

Oyó pisadas a su espalda. Rápidas, contundentes.

Una mano se cerró sobre su hombro, deteniéndola. Haciéndola girar.

—Portia...

Su voz sonó impaciente. Exhibía una expresión sombría. Su presa se escapaba.

Algo... podría haber sido histeria, comenzó a ascender por la garganta de ella. Lo aplastó.

—¡Déjame en paz! —espetó, tratando de soltarse.

Pero en esa ocasión no funcionó. Los dedos de él se clavaron en su piel.

El pánico la atravesó. No la iba a dejar irse. La sujetaba. La tocaba...

—¡Cómo te atreves a vapulearme! —soltó con voz seca y furiosa—. ¿Cómo te atreves a tocarme? ¡Me repugnas! —alzó el mentón. No le importó que la abrumara con su tamaño. No le importó estar montando una escena delante del Claridge ni que al fin pudiera canalizar ese aterrador torrente de emoción que despertaba en ella. Dio un paso atrás—. ¿Acaso pensaste... pensaste de verdad —continuó con gélido desdén— que podrías servirte lo que gustaras de mí? ¿De verdad piensas que alguna vez se me pasaría por la cabeza tener una aventura contigo? ¿Con un hombre con tu historial? ¿Tu reputación? ¿Tu pasado? ¿De verdad consideras que me rebajaría con un hombre como tú? ¿Crees que tu dinero te vuelve aceptable?

Algo cambió en los ojos de él. Algo que durante un segundo le provocó miedo. Y entonces, como una puerta al cerrarse, se desvaneció. La cara de él era una máscara. Completamente inexpresiva.

Portia respiraba entrecortada y dolorosamente, como si tuviera hielo en los pulmones.

Vio que él estaba muy quieto. Pero era la quietud de un jaguar en un claro de la selva, con cada músculo bajo un control completo y absoluto.

La quietud antes de la cacería.

Con una parte de su mente, Portia supo que se había comportado de forma deshonrosa, rebajándose a hablarle de esa manera... pero no había tenido elección. Ninguna. Tenía que protegerse de él... de cualquier modo que pudiera.

Era tan... tan peligroso, que hacía que se sintiera fuera de control.

Él habló. La voz carente de emoción.

—En cuyo caso, si es eso lo que sientes, te desearé buenas noches.

Giró en redondo y entró en el hotel. Su paso no era ni apresurado ni lento.

Desapareció.

Sola en la acera en la fresca noche primaveral, Portia permaneció paralizada.

Luego, despacio, con movimientos bruscos, comenzó a andar.

Cruzó el vestíbulo de cuadros negros y blancos y se dirigió al bar. Una vez allí, fue a la barra; en cuanto el camarero lo observó, de inmediato se plantó frente a él.

—Whisky.

Tenía un tic en la mejilla.

Cuando tuvo la copa, la alzó y se la bebió de un trago.

Una imagen le ardía en el cerebro.

No era de Portia Lanchester.

Otra mujer.

Elegante, vestida de forma inmaculada, con un pelo azabache recogido como una serpiente alrededor de la nuca. Sus labios eran muy rojos.

Sus ojos también eran negros... como el pecado. En absoluto parecidos a los grises y cortantes de Portia Lanchester.

Pero la expresión en ellos era la misma.

Desdén. Repulsión. Horror.

Oyó otra vez la voz en su cabeza.

—¿Tul ¿El hijo de Carmita? ¡No es posible!

Después de los insultos, la mano llena de anillos se había alzado para señalar la puerta.

—¡Fuera! ¡Largo o haré que te echen!

Por encima de toda aquella escena, lo que mejor recordaba era la incredulidad en la voz de Mercedes de Carvello. Había sido incapaz de creer que el hijo de su doncella había regresado para decirle que en ese momento era el propietario de la hacienda.

Había sido el momento más dulce de su vida.

Y el más amargo.

Porque había sido demasiado tarde para las dos personas para las que había comprado la hacienda. Su padre, muerto hacía quince años por un cáncer provocado por los agentes cancerígenos utilizados a sabiendas en las plantaciones de plátanos de la hacienda... y su madre, fatalmente atropellada por la propia Mercedes, al conducir un coche deportivo a más de ciento veinte kilómetros por hora con una botella de champán dentro de ella.

Y esa amargura lo había impulsado a permanecer allí mientras Mercedes de Carvello, que había tratado a todo el personal de servicio como la basura que consideraba que era, había intentado expulsarlo de la casa a la que jamás le habían permitido la entrada. Pero gracias a la pobreza en la que había nacido y de la que había podido escapar, y a la temeraria extravagancia de su marido muerto, Esteban de Carvello, era propietario del último centímetro de esa vasta propiedad.

Un lugar en el que Mercedes de Carvello ya no tenía derecho a estar.

Despacio, muy despacio, sus ojos volvieron a enfocarse y regresaron al presente.

Y vio otra cara... otra imagen. Distante, rubia, inglesa.

Y llena de repulsión. Desdén.

Hacia él.

El camarero había regresado a su extremo de la barra. Diego empujó la copa vacía hacia él. —Otro —pidió.

Tenía los ojos velados. La cara inexpresiva. En silencio, el camarero le rellenó la copa.