Capítulo 11
ESO está bien, Jaime. ¡Bien hecho! Portia se inclinó sobre la mesa desvencijada del niño para leer lo que había escrito.
—Gracias, señorita —le dedicó una resplandeciente sonrisa blanca que dividió la carita oscura que la miró.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Y ahora copia la siguiente oración —lo animó, con la esperanza de haberlo dicho bien en su español dubitativo—. María, veamos qué has hecho hasta ahora.
Pasó a la siguiente niña.
Hacía calor en el aula, sin rastro de aire acondicionado, ni siquiera de un ventilador eléctrico. Pero los niños estaban acostumbrados al calor, y el dinero que costaría mantenerlos frescos se podía dedicar a cosas más útiles.
La necesidad de dinero era una constante. Porque, sin importar los niños que pudiera acoger el refugio, siempre había más. Venían de los barrios dolorosa—mente pobres de la ciudad, donde la falta de dinero y la mala salud hacían que sus padres, si los tenían, se mostraran indiferentes o incapacitados para cuidar de ellos. Portia sabía que el refugio les ofrecía la única oportunidad que tendría la mayoría de ellos para salir de las calles, recibir alguna clase de educación... de esperanza de futuro.
Había sido una foto lo que la había llevado allí. Una ilustración en un folleto de una gala para recaudar fondos, que había llegado por correo. Ese folleto había dado la impresión de pertenecer a una especie de orfanato del Tercer Mundo, o eso había parecido. Lo dejó en la carpeta de entradas. Algún día les mandaría un cheque.
Había recogido la siguiente carta del correo del día, y estaba lista para cortarla con el abrecartas. Sus movimientos habían sido mecánicos, pero llevar a cabo algo tan banal como abrir el correo la había mantenido en marcha.
Había pasado una semana desde la confrontación con Diego Sáez. Una semana desde que había descargado el veneno en esa vorágine imparable de emoción.
Pero no le había aportado paz alguna.
La vida que había llevado había desaparecido para siempre. No podía volver a ella como si no hubiera pasado nada.
Lo que le había hecho Diego Sáez la había cambiado para siempre.
Cuando Hugh recibió su dimisión, la había llamado de inmediato para tratar de convencerla de que cambiara de parecer. Sin éxito. La sola idea de pasar sus días rastreando las identidades de personas ya muertas que habían posado para retratistas menores se había convertido en una empresa inútil.
Sin embargo, todo parecía inútil. Carente de sentido.
Tom se había llevado a Felicity de vacaciones y, de algún modo, había podido soportar la felicidad de la otra mujer y, de algún modo también, le había reafirmado a un ansioso Tom que estaba bien y que no necesitaba ir al médico, a pesar de su extrema delgadez.
Pero aunque las manos habían dejado de temblarle, aunque había estado funcionando a la perfección, aunque había sido capaz de ir de compras, de cocinar, de sobrellevar los días, aún seguía cubierta por esa extraña capa que amortiguaba el resto del mundo y hacía que pareciera muy lejano.
Hasta que recibió ese folleto. Al introducir el abrecartas en el siguiente sobre, había vuelto a bajar la vista para mirar la foto allí impresa.
Había sido la foto de un niño. De no más de doce o trece años. Con unos pantalones andrajosos, descalzo, una camisa rota. Estaba tendido en un portal, con las piernas recogidas, la cabeza gacha, los brazos abrazados a su cuerpo, dormido.
Algo había hecho que quisiera mirar. La fotografía era granulada, no podía ver la cara del niño, sólo el pelo largo y oscuro. Pero algo en el hecho de verlo dormir en ese umbral la había impulsado a contemplar la foto durante largo rato.
Luego dejó la carta y el abrecartas y recogió el folleto para desplegarlo.
Había sido sobre una organización de ayuda a los niños en Latinoamérica. Una organización que se dedicaba a proporcionar hogar, refugio y seguridad a los niños carentes de esas cosas. En el interior había visto más fotos. Niños diminutos, descalzos y sucios, hurgando en la basura. Una familia preparando una comida en el exterior de una chabola, con ojos idos clavados en la cámara.
Al final del folleto había un encabezamiento que ponía: Cómo puedes ayudar tú. Había abierto el cajón para sacar la chequera. Ya no podría dar como solía hacer, pero les entregaría algo.
Había pensado en el dinero que le había pagado a Diego Sáez. Había salido de sus ingresos y acciones personales, vendidas a pesar de la vehemente protesta de su agente de bolsa, quien le había aconsejado no vender en un momento tan malo y en semejantes cantidades, que la castigarían elevadamente con impuestos.
—Quiero reunir un millón de libras de inmediato —le había dicho antes de colgar. Un millón de libras por sexo. Una cantidad obscena.
Pero había sido la única manera de eliminar el veneno de sus venas.
Un veneno inyectado por él. Había esbozado una sonrisa amarga. Tenía tanto dinero... y en ese momento contaba con un millón más. Otro puñado de oro sobre un montón incalculable. Mientras esos niños vivían en la suciedad, el hambre y la falta de hogar.
Sus ojos habían vuelto a posarse en el encabezamiento: Cómo puedes ayudar tú. Se había puesto a leer.
Y mientras lo hacía, había cerrado otra vez el cajón.
Y alzado el auricular del teléfono para marcar el número que aparecía en el folleto. Una venganza silenciosa contra el estilo de vida de Diego...
El padre Tomaso dio las gracias, hizo el signo de la bendición y se sentó a cenar. En todas las mesas de la habitación, los niños sentados comenzaron a charlar mientras el mayor de cada mesa servía los platos.
—Y bien —el padre Tomaso se dirigió a los adultos que lo rodeaban—, ¿cómo va nuestra última cosecha de voluntarios? ¿Hemos tenido una buena recolección esta temporada?
Sonrió, dándoles ánimos. Aunque anciano, aún era vigoroso, con una determinación y una dedicación que inspiraba a toda su congregación.
Casi todos los voluntarios procedentes de otros países eran estudiantes. Portia se sentía vieja en comparación... aunque nunca mal recibida.
Miró a su alrededor. El comedor era una habitación pintada de blanco con temple, su sencillez iluminada por un vivido mural que recorría las cuatro paredes y que habían pintado los niños. Era un arco iris ondulado que entraba y salía de un arca lleno de animales, algunos bastante peculiares desde una perspectiva anatómica, pero todos pintados con entusiasmo y vigor. Cada niño que llegaba al refugio añadía un animal.
«Es su arca», pensó Portia. «Su refugio de la tormenta».
«Y también el mío...».
La tormenta que Diego Sáez había desencadenado sobre su vida casi la había destruido.
Jamás se recobraría. Nunca podría recobrarse.
Porque aunque la ira y la culpabilidad se habían desvanecido, mitigadas en aquella última denuncia de él, lo que quedaba resultaba aún más agónico.
Un dolor que la acompañaría el resto de su vida.
El dolor de haberse enamorado, a pesar de todo lo que le había hecho, de un hombre tan implacable como él.
El padre Tomaso hablaba.
—Mañana tenemos un visitante... ¡un nuevo voluntario! No puede quedarse mucho tiempo, pero mientras esté aquí, espero que obtengáis un buen trabajo de él. Es fuerte, de modo que creo que deberíamos acorralarlo para nuestro proyecto de construcción. Las paredes de la clínica nueva se elevan, pero aún tiene que ser más altas, y todavía queda poner el tejado.
—¿Quién es ese hombre, padre? —inquirió con curiosidad uno de los voluntarios.
—Es un hombre notable —respondió el sacerdote mayor—. En una ocasión vivió aquí, en este mismo refugio. Llegó medio muerto de hambre de las calles, pero no era de San Cristo. Procedía del campo, un vagabundo sin familia. Sin nada. Pero ahora... —hizo una pausa—. Ahora tiene todo lo que el dinero puede comprar —los ojos del sacerdote se entristecieron—. Pero nada de lo que no puede adquirir.
—Es rico, pero ¿va a trabajar en el nuevo proyecto de nuestro edificio? —el voluntario sonó escéptico.
—Aún no lo sabe —fue la respuesta del padre Tomaso.
Se oyeron algunas risas.
—Al menos he conseguido convencerlo de que inspeccione lo que nos está dando su dinero... todavía no sabe que sus manos van a realizar una contribución similar. De hecho, será mucho mayor. Para algunos, dar dinero es fácil. Para ellos, el verdadero acto de caritas es mucho más difícil.
Los pensamientos de Portia se centraron en la historia del niño que había sido acogido en el refugio y que se había vuelto rico. Mentalmente volvió a ver la foto que la había llevado hasta allí, la del niño durmiendo en el portal.
Sintió que el corazón se le encogía de pena.
El padre Tomaso continuó:
—No obstante, y a pesar de todo ello, agradezco lo que puede hacer su riqueza. Gracias a él, podemos llegar hasta más y más gente que nos necesita... no sólo aquí en San Cristo, sino en todo Maragua y otros países, ya que su generosidad es grande —suspiró—. Sólo me gustaría que pudiera encontrar el tiempo para volver a ver lo que ha logrado su dinero...
—Pero ha dicho que va a regresar —indicó alguien.
—Sí —los ojos del cura se iluminaron—. Al fin ha aceptado mi constante invitación. Debo alegrarme de que pueda dedicarnos ese tiempo... ya que es un hombre muy ocupado ahora y ya no vive en Maragua. De hecho —musitó—, no creo que haya vuelto desde que partió en busca de fortuna.
—¿Qué lo hizo cambiar de idea? —preguntó una de las madres que residía allí.
—No lo sé —fue la respuesta sencilla.
«¿Por qué diablos le había dicho que sí al anciano?».
Hizo remolinear el brandy alrededor de la copa y miró con expresión sombría en dirección al otro extremo de la habitación. El hotel era nuevo y no guardaba recuerdos, pero éstos se agolpaban de todos modos en su cabeza. Trató de desterrarlos, pero no pudo.
Habían invadido su mente desde el momento en que había bajado del avión con el que había cruzado el Atlántico, en un viaje que no había pensado que volvería a hacer. Que nunca había querido hacer.
Pero algo lo había llevado de vuelta. Después de tantos años, algo lo había impulsado a hacer lo que había prometido no hacer nunca más. Volver a Maragua.
Después de cerrar la puerta en la cara de Mercedes de Carvello, jamás había regresado. Se había marchado al día siguiente para no volver. No había tenido necesidad de hacerlo. Podía invertir su dinero en comercio justo y realizar sus amplios donativos de caridad con la misma facilidad desde Ginebra o Nueva York como si estuviera en San Cristo.
Entonces, ¿por qué había vuelto? ¿Por la invitación de un sacerdote mayor?
El padre Tomaso lo había invitado cientos de veces... y siempre se había negado. Igual que se había negado a leer los informes que le enviaba el padre en los que le exponía lo que conseguían sus donativos. Se había negado a hacer cualquier cosa que no fuera la salida más fácil para él... dar su dinero.
Bebió un trago de brandy. Le quemó la garganta.
Igual que la verdad.
Alzó la cabeza y miró en el espejo que tenía del otro lado de la habitación.
Unas palabras le aguijonearon la mente. Desdeñosas.
«¡Mírate en el espejo y dime si estás orgulloso de lo que ves!».
La culpa lo abrasó.
Y algo peor.
La pérdida. La pérdida de algo que ni siquiera había llegado a tener. Porque nunca había tenido a Portia... jamás había tenido a la mujer a la que había perseguido de forma implacable, decidido a poseer por el simple hecho de desearla, recurriendo a métodos despreciables para conseguirlo.
Y había tratado de justificarse por emplearlos.
Y eso era lo más amargo de todo. No había habido justificación alguna para lo que le había hecho.
Retorció la boca. Ella creía que había nacido rico... perteneciente a esa clase que él tanto despreciaba.
«Y pensé que Portia era igual... que estaba podrida y corrompida. Que sólo se interesaba por el dinero. Dispuesta a venderse para proteger su riqueza».
Pero se había vendido para proteger a su hermano... había pagado por el privilegio. Un millón de libras. Para recuperar algún vestigio de lo que él le había arrebatado.
¡No! No debía pensar en eso. No debía pensar en el peor tormento de todos.
Observó la cara que lo miraba y se burlaba de él con expresión amarga.
La había perdido para siempre.
Y su vida ya no tenía ningún sentido.
—¡Diego! ¿Qué debo decirte? ¿El regreso del hijo pródigo?
La bienvenida en la voz del padre Tomaso no ocultaba el tono seco.
Diego le dedicó una sonrisa al sacerdote. El padre Tomaso había envejecido, lo cual no era de sorprender, pero no había cambiado.
—Entonces, tiene que dejar que pague yo por el becerro cebado, padre —repuso con igual sequedad.
—Estoy seguro de que podrías pasarlo como gastos deducibles —fue la réplica.
Diego se reafirmó en que el anciano no había cambiado ni un ápice.
Las emociones bullían en su interior. El pasado y el presente se fundían. Los recuerdos se convertían en una realidad. El tiempo se desplomaba sobre sí mismo.
Miró alrededor. El lugar se veía igual... las mismas flores, las mismas paredes blancas, la misma puerta de pintura brillante.
Los años se disolvieron.
El sacerdote continuó con su andar vivo en dirección al patio central. Diego lo siguió. En ese momento debían estar preparando la comida. Al pasar por delante del bloque de aulas, oyó unas risas, infantiles y adultas, y luego, desde la siguiente aula, unas plegarias.
En ese momento había muchas más cosas en el refugio que cuando él había vivido allí. Todo era más grande, con una segunda planta y ampliaciones. Empezó a escuchar el comentario que le ofrecía el padre Tomaso, indicando con movimientos de los brazos lo que se había hecho con el dinero que le había dado Diego.
Rodearon el extremo del bloque de enseñanza. Más allá del muro del perímetro, vio una nueva construcción.
—Ésta es la clínica. No sólo atenderá a los niños, sino a sus familias y vecinos. Con los médicos y enfermeras que pagas, podremos ofrecer los tratamientos más básicos. Para algo más complejo, podremos convencerlos de ir a ese hospital moderno que has construido para la ciudad.
—Dígame, padre —comentó con la misma voz seca que seguía empleando el cura—, ¿hubiera preferido que no le hubiera dado al pueblo de San Cristo un hospital gratuito?
El sacerdote cruzó el camino.
—Preferiría que entregaras desde el corazón, no desde la cartera... ¡esa cartera a la que dedicas la vida a llenar y llenar sin cesar! Tu cartera ya está bastante gorda, Diego. Pero tu corazón... está tan flaco como un niño famélico.
Diego sintió una punzada de emoción. Podía ser ira... u otra cosa.
Agarró la manga negra del padre Tomaso y lo detuvo junto al camino.
—¡Mi cartera paga esto! ¡Paga cientos de sitios como éste! —indicó con un gesto del brazo—. Paga un hospital en la ciudad y en otra media docena de ciudades de Maragua. Paga para evitar que talen los bosques, para que no contaminen nuestros ríos. Para que los granjeros puedan comprar la maquinaria que necesitan, y que los comerciantes de los pueblos se abastezcan. Su peso incluso nos ayuda a recordarle a nuestro estimado presidente que sería poco inteligente si escuchara demasiado los gemidos de aquéllos que piensan que los impuestos que pagan se desperdician en las escuelas para educar a los campesinos que no tienen otra función que la de matarse en sus fábricas y ranchos.
Unos ojos viejos se alzaron para mirarlo con tristeza.
—Has llegado muy lejos, Diego. Muy lejos. Has logrado mucho. El mundo es tuyo. Entonces, ¿por qué tienes la cara demacrada de un anciano y los ojos acosados de un animal? ¿Por qué has vuelto, Diego? ¿Por qué ahora? ¿Por qué has dejado atrás, aunque sea momentáneamente, tu vida de fulgor?
Soltó la manga de la sotana del padre Tomaso. En su interior había roca, tan pesada como los bloques de cemento cuidadosamente apilados más allá de lo que iba a ser la entrada a la clínica que su dinero estaba financiando.
—¿Cuándo estará operativa? —preguntó, indicando el sitio donde se alzaría la nueva clínica.
—Bueno, eso depende de la mano de obra de la que dispongamos —repuso el sacerdote—. Por suerte, al menos para hoy, tenemos un trabajador adicional —miró al hombre cuya riqueza se contaba por miles de millones—. Me alegra ver, hijo, que esos gimnasios de cuotas exorbitantemente caras de los que eres socio en todo el mundo te han mantenido en forma. Y ahora dame tu chaqueta y corbata, y esos gemelos elegantes, y manos a la obra. Los demás te dirán lo que debes hacer.
Diego lo miró, sin creerse lo que acababa de oír.
—¿No te parece una vergüenza —murmuró el padre Tomaso— ser un adulto temeroso de realizar un trabajo honesto cuando aquí hay niños a los que no les da miedo acometerlo?
Durante un momento, mantuvo la mirada del hombre más joven, y entonces, con expresión sombría, Diego Sáez se quitó la chaqueta a medida, la corbata de seda y los gemelos de oro, y en silencio se los entregó al padre Tomaso.
El sacerdote los aceptó con la misma expresión inocente en la cara. Pero por primera vez desde que viera al niño dormido en un portal, Diego Sáez podía mirarlo con una intensidad capaz de quitar pintura de las paredes, pero sus ojos ya no parecían los de un animal acorralado.
Sólo los de uno indignado.
Mientras contemplaba a su antiguo pupilo dirigirse hacia el lugar de la construcción, subiéndose las mangas de su camisa blanca inmaculada, esperaba haber hecho lo correcto. La salvación nunca era fácil... pero si alguna vez alguien la había necesitado, ése era Diego Sáez.
El diablo iba sobre su espalda.
Y le consumía el alma.
Diego fue hasta el edificio a medio construir. La cadena de niños detuvo sus relevos y lo miró.
—¿Eres nuestro nuevo ayudante? —preguntó uno de los pequeños—. El padre Tomaso nos dijo que hoy tendríamos uno.
—¿Sí? —inquirió Diego con expresión lúgubre—. Debí imaginarlo.
Una niña, de unos once, doce años, habló:
—Pareces demasiado rico para trabajar. Tus zapatos están muy limpios.
—No te preocupes... no tardarán en ensuciarse. Dime, ¿dónde van estos azulejos?
Se agachó para recoger unos cuantos.
—Llévalos al otro lado, donde están trabajando los adultos. No sueltes ninguno... cuestan mucho dinero —le advirtió el primer niño.
—Lo intentaré —se puso de pie.
Uno de los niños más jóvenes lo miraba fijamente.
—Hablas como uno de nosotros.
Diego se quedó quieto. Les había respondido con su propio acento callejero. Y ni siquiera se había dado cuenta.
Miró a los niños. Ellos lo estudiaban. —Hace años viví aquí —explicó con voz pausada. Las miradas de curiosidad se transformaron en expresiones de incredulidad.
—Pero eres rico —comentó la niña que había hablado.
—No lo era cuando viví aquí.
—El padre Tomaso dice que todos somos ricos —expuso otro niño—. Comemos todos los días, tenemos una cama en la que dormir y ropas limpias que ponernos. Dice que eso nos hace ricos.
Diego los miró... su pelo bien cortado, sus ojos brillantes, no embotados por el hambre, el alcohol o el pegamento.
—Sí —asintió—. Creo que el padre Tomaso tiene razón.
—Él siempre tiene razón... eso nos dice —indicó el niño que le había advertido que no tirara ningún azulejo—. ¿Vas a llevar esos azulejos donde los necesitan o quedarte ahí todo el día? Hay que trasladarlos todos hoy.
—Lo que digas, jefe —se marchó. No pareció ser una carga tan pesada como había creído.
Portia oyó la llamada para la comida y concluyó la lección. Despidió a los niños con la orden de que fueran a lavarse las manos antes de dirigirse al comedor. Dejó los libros y fue a su pequeño dormitorio. Necesitaba refrescarse y cambiarse la camiseta, pegajosa por el calor.
Las habitaciones de los voluntarios se hallaban en un bloque lateral frente al patio trasero. Al salir a la brillante luz del sol, parpadeó, momentáneamente cegada. Cuando los ojos se le despejaron, vio a los adultos y niños que regresaban de la construcción.
Parpadeó otra vez.
Y entonces se quedó helada.
Sintió una oleada de debilidad. La negación le marcó el cerebro.
«¡No! No es verdad! ¡No puede ser!».
Diego Sáez entraba en el patio.
Sintió que el cuerpo se le aflojaba y tuvo que sujetarse a la puerta. Los pulmones se le vaciaron.
«¡No puede ser él! ¡No puede ser!».
Pero era. Su altura, sus hombros anchos, su pelo oscuro, sus facciones. Él. Diego Sáez.
Se apoyó contra la puerta.
El sudor le corría por la espalda, le empapaba la camisa y la cintura de los pantalones. También tenía el pelo húmedo. Alzó la vista para observar los edificios que lo rodeaban y la aplastante sensación del tiempo colapsándose sobre sí mismo lo invadió otra vez, como si el pasado chocara con el presente.
Durante un segundo, sintió que los años se disolvían como láminas de cobre en ácido, marcando los contornos del niño que una vez había sido, hace mucho tiempo, en una vida diferente.
Sintió el corazón martillearle en el pecho... y no sólo por el esfuerzo físico realizado.
Y entonces, al pasar la vista por la puerta abierta que conducía a las aulas, se le paró.
Portia Lanchester estaba de pie en el umbral.
Se quedó clavado en el sitio, y lenta, muy lentamente, alzó el brazo para secarse el sudor que le coma por los ojos.
Veía cosas. Alucinaciones. Visiones.
Recuerdos.
Fantasmas que lo acosaban, lo atormentaban.
No podía ser Portia. Era imposible. Estaba a nueve mil kilómetros de distancia, en aquella hermosa casa del siglo XVIII. Tan alejada de él como si estuviera encerrada detrás de una jaula de cristal... como una joya para siempre fuera de su alcance.
Entonces, mientras miraba fijamente, vio que la figura del umbral que tanto se parecía a Portia pero que no podía serlo se daba la vuelta y desaparecía.
Y en ese instante entró en acción.
Trastabilló hacia el interior. ¡Santo Dios, era él!
Ni una visión ni un espejismo. Sino Diego Sáez. Ahí. En ese mismo instante.
A ciegas, regresó por el pasillo que corría en paralelo con la hilera de aulas. El corazón le latía con fuerza y el aliento le escaseaba.
La incredulidad le dominaba todo el cuerpo.
—¡ Portia!
Frenó en seco.
Era su voz.
Dura, imperiosa.
Volvió a pronunciar su nombre, en esa ocasión no fue dura, ni exigente, sino extraña... muy extraña.
Como si también él estuviera dominado por la incredulidad que corría por su torrente sanguíneo. Despacio, se volvió.
Y al hacerlo y encontrarse con él, sintió como si el corazón le fuera estrujado por una prensa cruel.
—¿Cómo puedes estar aquí? —preguntó.
Ella sintió que las rodillas le cedían y estiró una mano para estabilizarse con la pared.
Lo miró fijamente.
Era Diego Sáez... pero no era él.
Iba sin chaqueta y llevaba la camisa blanca manchada de tierra. Y empapada por el sudor, igual que su pelo.
Lo miró desconcertada, tanto por su aspecto como por su presencia.
Y entonces, en el silencio, irrumpió un sonido de pisadas vigorosas.
El padre Tomaso rodeó una esquina.
La escena con la que se encontró lo impulsó a detenerse.
Después de estudiar a las figuras paralizadas, habló con una voz suave en conflicto con su evaluación penetrante.
—Ah, Portia, permite que te presente a nuestro último, aunque temporal, voluntario. De esta persona os hablaba anoche.
Ella suspiró y abrió mucho los ojos.
Desvió la vista hacia el sacerdote.
—¡No puede ser! Conozco a este hombre. ¡Tiene millones! Él... Él...
—Solía vivir aquí —intervino el padre Tomaso con sencillez.
Ella movió la cabeza.
—No. No puede ser. Es imposible.
—Lo encontré en un portal cuando tenía doce años —afirmó el padre Tomaso, sin dejar de mirarla—. Dormía. Yo llevaba algo de comida conmigo. Diego despertó, percibiendo peligro, quizá oliendo también la comida. Se la ofrecí, pero no quiso aceptarla. Huyó, suspicaz, cauto. Lo vi correr. No tenía zapatos; los huesos le sobresalían por el hambre. A la noche siguiente volví a encontrarlo en otro portal. Otra vez le ofrecí comida y le dije que sólo era un sacerdote, nadie que fuera a hacerle daño. En esa ocasión comió los alimentos que le ofrecí... los devoró. Y luego huyó de nuevo. Tardé semanas en poder traerlo aquí. Y varias veces huyó. Pero al final, se quedó. Hasta... —hizo una pausa y miró a Diego—. Hasta que huyó por última vez. Al mundo que terminó por conquistar —lo miró a los ojos—. Pero ¿conquistaste el mundo, Diego? ¿O el mundo te conquistó a ti?
El rostro de Diego estaba tenso como el acero. No contestó.
Se dio la vuelta, como para irse.
—¿Huyendo otra vez, Diego? —sonó la voz a su espalda.
—No —respondió con voz dura—. Sólo me uno a las filas de los condenados.
—No estás condenado, Diego.
El sacerdote habló con una certeza serena que enfureció a su objetivo.
Diego se volvió con una mueca feroz en la cara.
—¿Usted qué sabe? Está ahí provocándome, pero no sabe nada. Pregúntele a ella si estoy condenado. ¡Pregúnteselo! —la voz pareció desgarrar la garganta.
Portia se quedó pálida como la muerte.
La luz en los ojos de Diego era despiadada.
—Pregúntele lo que le hice —murmuró.
El sacerdote se volvió hacia Portia, estudiando la cara conmocionada.
—¿Está condenado? —le preguntó casi con tono coloquial.
Ella clavó los ojos en Diego Sáez. El corazón le martilleaba el pecho y respiraba de forma entrecortada. La cara de él estaba dominada por la tensión.
Era él... y no era él.
En su mente apareció una imagen del Diego que conocía. Poderoso, rico... alargando los brazos para desnudarla, depositarla debajo de él en la cama...
Poseyéndola. Comprándola.
Otra imagen cobró protagonismo. La del niño dormido en la calle que, por algún motivo que nunca había podido entender, la afectó tanto como para hacerle dejar todo lo que una vez había creído tener y presentarse allí. A un mundo de distancia del que ella conocía. De todo lo que daba por sentado.
Un mundo que Diego Sáez había destruido.
Las dos imágenes chocaron y luego se disolvieron la una en la otra.
El hombre y el niño.
La prensa alrededor de su corazón apretó de forma insoportable.
Algo le llenó el espacio alrededor del corazón con una emoción tan poderosa que no pudo bloquearla.
—Portia... —Diego pronunció su nombre con voz baja y quebrada—. No me mires de esa manera. ¡Por Dios, no me mires de esa manera! ¡Después de todo lo que te hice, no merezco tu compasión! ¡Sólo tu desprecio!
Ella no podía hablar. Únicamente fue capaz de mover despacio la cabeza.
Él cerró los ojos, y luego los volvió a abrir.
—No pongas excusas por mí. Te hice lo que te hice con plena conciencia... pensé que lo merecías. Pensé que eras como...
La voz se le quebró.
—Como Mercedes de Carvello —continuó con voz inexpresiva y ojos muertos—. Era la esposa del propietario de la hacienda en la que nací... donde trabajaban mis padres. Envenenaron a mi padre. Ella mató a mi madre. Estando ebria, con su coche deportivo la atropello como a un perro. La acusé de asesinato y me hizo expulsar de su propiedad. Fui a San Cristo a pie. El padre Tomaso me encontró viviendo en las calles. Años después, una vida después, cuando gané el dinero que había jurado ganar, le compré la hacienda a Esteban de Carvello... quien se había quedado en la ruina. Su esposa se presentó en mi hotel para ofrecerse a mí, el hijo de su criada, para convencerme de que la dejara seguir viviendo en la hacienda. La eché de allí.
La voz le tembló y calló unos momentos.
—Pensé que eras como ella... que te entregabas por voluntad propia para proteger tu riqueza. Pensé que tu renuencia se debía, como en el caso de Mercedes de Carvello, a que te considerabas demasiado buena para mí... a que no querías mancharte las manos en mí. Así que... hice que quisieras manchártelas. La voz de Diego le llegaba desde muy lejos. —Dicen que los actos provocan su propia justicia. Puedo atestiguarlo —le clavó los ojos oscuros y vacíos—. Siéntete satisfecha, Portia, en tu desprecio por mí. Debes saber que se ha hecho justicia. Tengo mi castigo por lo que te hice.
Su rostro era como una máscara de muerte.
—Me enamoré de ti, Portia. Me enamoré de la persona que sólo puede despreciarme, odiarme y maldecirme por lo que le hice. Y cada día de mi existencia, despierto sabiendo que me odias... que sólo puedes odiarme. Toda mi vida. Ésa... —miró el rostro inmóvil del padre Tomaso— ésa es mi maldición. De modo que haga lo que haga ahora con el resto de mi vida, aquí o en cualquier otra parte, no significa nada para mí. Nada.
Dio media vuelta.
Un sonido salió de la garganta de Portia. Un grito tenso, quebrado.
El padre Tomaso la miró.
—Y ahora —le dijo—, depende de ti. Tú tienes la llave de su celda. ¿Lo liberarás? ¿O lo mantendrás en el infierno. La elección... —su voz sonó aún más serena— es tuya.
Elección. No tenía elección. Cuando Saltón se vio amenazado, cuando el hogar de su hermano se vio amenazado, no había tenido elección. Sólo hacer lo que hizo para salvarlo.
Y cuando él la había desnudado y llevado a su cama, no había tenido elección... ninguna salvo aceptar la vergüenza, la humillación de descubrir que Diego Sáez, quien la compraba, la poseía, podía encender en ella un fuego que ella misma era incapaz de apagar.
El silencio se extendió a su alrededor. El sonido de los pasos del padre Tomaso se había desvanecido. El tiempo se había paralizado hasta llegar a ese punto.
«La elección es tuya...».
Las palabras reverberaron en su mente.
Miró a Diego. Él seguía de espaldas a ella, con los hombros encorvados, la mano apoyada en la puerta. Fue a abrirla, a avanzar.
La elección era suya. En ese lugar. En ese momento.
Podía dejarlo marchar, dejar que viviera el resto de su vida maldiciéndose, odiándose.
O...
Pensó en lo que había sido... en aquel niño perdido, solo. Sin familia, sin hogar. Sin nada. Ni siquiera zapatos. Durmiendo en los portales. Como la foto del niño que la había llevado hasta allí.
En ese lugar. En ese momento.
Cuando comenzó a alejarse, alargó una mano hacia él. Trémula. Y al tocarle la camisa sucia, Diego se paralizó.
Portia avanzó un paso.
—Diego.
La voz le sonó ronca. Pudo ver la tensión en cada músculo de la espalda de él...
Habló otra vez.
—Diego... yo...
No pudo continuar. Se ahogaba, tenía la garganta tan contraída que era como una banda alrededor de su aliento.
Emitió un leve grito quebrado.
Él se volvió. La miró. Portia dejó caer la mano y permaneció allí de pie.
Los ojos de él estaban muertos.
Dio un paso vacilante hacia Diego, con las manos extendidas.
Había hecho su elección.
Y al hacerlo, la emoción que había fluido alrededor de su corazón pareció anegarla con una ola de purificación. Llevándose todo.
La vergüenza. La culpabilidad. La ira. El odio.
Fue hacia él. Lo rodeó con los brazos, lo apretó con fuerza contra ella y apoyó la mejilla en la camisa sucia.
Durante un momento tan largo que pareció una eternidad, Diego permaneció paralizado, inmóvil. Y entonces, despacio, muy despacio, sintió que también él la rodeaba con los brazos. Al principio con cierto titubeo, y de pronto con una desesperación que la aplastó contra su pecho.
Lo sintió temblar, estremecerse con un profundo suspiro. Lo abrazó con más fuerza. No supo cuánto tiempo lo mantuvo así. Sólo supo que jamás lo dejaría ir. Que nunca podría.
Sintió que las lágrimas caían de sus ojos.
—¡Portia! No... no llores. ¡Santo cielo, no llores!
Pero lloró más, un océano de lágrimas.
La mano de él subió y con gentileza le acarició el pelo.
—No llores, Portia. Por favor, no llores.
Ella alzó la cabeza y de forma instintiva lo buscó.
Él no pudo evitarlo.
La besó con todo su ser.
Saltón estaba bañado por el sol y el sol resultaba un arco iris deslumbrante que penetraba por la miríada de ventanas.
Portia se hallaba en el jardín sur, rodeada por el brazo de Diego. Se apoyó en él, ladeando la cabeza para que no se le aplastara la pamela. La embargaba una felicidad tan profunda que le resultaba imposible medir.
No había ningún dosel de tela. El clima de finales de verano era tan agradable, que el desayuno nupcial se había preparado en mesas distribuidas a la sombra de los robles. Bebió un sorbo de champán de la copa que sostenía en la mano.
Una visión enfundada en un amarillo resplandeciente avanzaba hacia ella en línea recta.
—Lo ves... te lo dije, ¿no? —dijo una exuberante, aunque levemente embriagada, Susie Winterton al acercarse a ellos—. ¿No te dije que él era exactamente lo que necesitabas? —le sonrió a Diego—. Se lo dije, ¿sabes?, justo después de la ópera. Le dije que eras justo lo que el médico había recetado... ¡y le dije que te casarías con ella y te la llevarías a tu fantástico rancho con campo de polo en la Argentina!
Suspiró con expresión romántica.
—Es en Maragua, Susie. Y está en América Central, no en Sudamérica —corrigió Portia.
—Donde sea —se encogió de hombros, sin dejar de sonreírle a ambos mientras bebía otro sorbo de champán.
—Y tampoco hay campo de polo —añadió Diego.
Susie se mostró imperturbable.
—Estoy segura de que es fantástico, donde sea que esté y sea lo que sea que tenga, y también estoy segura de que seréis tan absoluta y ridiculamente felices, que la gente se pondrá de pie y os aplaudirá. Y —añadió— tendréis hijos maravillosos y hermosos. Montones y montones de hijos.
Portia sintió que el brazo de Diego la apretaba más.
—Sí —corroboró—. Tendremos muchos, muchos hijos, Susie.
—Ya tenemos algunos estupendos —indicó Portia—. Y vendrán muchos más —en su voz sonó algo profundo que no pudo disimular.
Los ojos de Susie se abrieron como platos, confusos.
—Diego va a convertir su hacienda en Maragua en un hogar para niños, Susie —explicó Portia—. Ya financia refugios para niños abandonados, pero este será un lugar fuera de la ciudad, con aire limpio, sin polución ni marginalidad.
En los ojos de Susie ardió admiración.
—¡Oh, eso es maravilloso! —aseveró. Volvió a emitir otro suspiro romántico—. ¡Lo tienes todo, Portia! Un hombre que es sexo andante, al que le sobra el dinero y que también es generoso. No cabe ninguna, ninguna duda de que lo tienes todo.
Se estiró para darle un beso a Portia en la mejilla, y luego, con sonrisa feliz, también a Diego. La observaron alejarse y Portia se apoyó en Diego.
—Lo tengo todo —confirmó—. Todo... ¡y mucho más! Más de lo que jamás supe que existía.
Diego le alzó el rostro hacia él.
—Entonces, somos iguales —musitó, dándole un beso suave en los labios—. Porque contigo tengo todo lo que mi corazón puede desear.
Durante un largo y atemporal momento, se miraron, y entonces, en la comunión silenciosa, entró el sonido de un cuchillo contra una copa. Una voz pidió atención.
—¡Los novios!
Se alzaron copas y se brindó. Portia también bebió. Y de pie junto a la enorme tarta de boda, su hermano y la novia, resplandecientes con chaqué de mañana y metros y metros de encaje y satén blancos, aceptaron el brindis.
Diego la miró con curiosidad.
—Ésta debería haber sido tu boda. Éste es tu sitio. Su voz sonaba atribulada. Ella movió la cabeza.
—Mi sitio está contigo —dijo con sencillez—. En ninguna otra parte. Y ya he tenido mi boda... y fue perfecta. En todos y cada uno de sus detalles.
Como si hubiera sido el día anterior, recordó la pequeña capilla en el refugio y se vio avanzar por el estrecho pasillo con un vestido nupcial que las pequeñas habían hecho para ella, seguida de todos los adolescentes que hacían de pajes y que la acompañaron hasta llegar al hombre que la esperaba ante el al—tai. A.1 arrodillarse, miraron los ojos sabios del sacerdote que iba a casarlos.
—Has elegido bien —le musitó a Portia. El recuerdo quiso provocarle unas lágrimas. Sí, había elegido bien... porque había elegido su corazón, junto con su alma y su cuerpo. Todos los elementos de su ser. Miró a Diego, el hombre al que amaba y que la amaba. A pesar de todo lo que había sucedido.
¿O debido a ello? No importaba.
Lo único que contaba era que habían salido adelante.
Hasta alcanzar ese estado de perfecta felicidad y comprensión.
Perfecto amor.
Él le mantuvo la mirada y el corazón de Portia se inflamó.
Ella le tomó la mano y la apretó con fuerza.
—Por los novios —musitó Diego, alzando la copa... para su novia.
Su verdadero amor.