Capítulo 3
LA ESTABA obsesionando. No había otra palabra para ello. No era cierto. Diego Sáez la estaba cazando. A pesar de haber crecido en un ambiente donde se practicaba ese deporte, por primera vez en su vida sentía lo que era ser la presa del cazador.
Diego Sáez era implacable. La tenía en su punto de mira y su intención era abatirla. Otros hombres ya la habían perseguido, pero ninguno de esa manera. En cualquier caso, desde lo sucedido con Geoffrey, se había ceñido a hombres seguros, como Simón y un par de amigos de Tom, cuando necesitaba ir a alguna cena acompañada. Pero siempre se cercioraba de que entendieran con claridad meridiana que el sexo no figuraba en el menú.
Pero cuando se trataba de Diego Sáez, quedaba perfecta y evidentemente claro que el sexo era lo único que había en el menú. Un hombre como ése no iba a ejercer la más mínima contención.
Tampoco había tenido que esperar mucho hasta que Susie la informó de que las mujeres se mostraban encantadas de captar su atención de esa manera. No sólo era fabulosamente rico y exóticamente sudamericano, le había confiado Susie al presentarse al día siguiente para llevársela a almorzar, sino que tenía fama de exhibir a una mujer tras otra.
—Deberías sentirte halagada de que se muestre tan encantado contigo —le reprochó su amiga al ver la expresión de desdén de Portia—. Quiero decir, comparado con Simón Masters, ¡es Míster Sexo en persona! —Simón es muy dulce —replicó ella. Susie gimió.
—Oh, dulce... tú no quieres a alguien dulce en la cama. Quieres a alguien como Diego Sáez. ¡Chorrea sexo por todas partes! —tembló de forma deliciosa—. ¡Dios, Portia, hasta tú deberías sentirlo!
¿Sentirlo? Apretó el tenedor. Sentía esos ojos reservados, evaluándola... esperando.
Ese leve contacto en la ópera había bastado para que comprendiera lo peligroso que podía ser para ella Diego Sáez.
La ira que despertó su insolencia al tocarla, al atreverse a preguntarle si era fría, había sido un alivio.
Un refugio.
Se afanaba por mantener viva esa furia. Tenía que hacerlo, porque daba la impresión de que allí adonde iba, aparecía él.
De pronto, Diego Sáez había desarrollado interés en ser un mecenas. El mundo artístico de Londres estaba encantado. Era demasiado rico como para obviar su interés.
Empezó a verlo en todas partes... en exposiciones, en subastas artísticas, en acontecimientos patrocinados y, lo peor de todo, en fiestas privadas. La espantaba que irrumpiera en su propio circuito social, aunque no podía hacer nada al respecto.
No importaba que no volviera a invitarla, que nunca la apartara para conversar. Simplemente, estaba ahí... en todas partes. No podía esquivarlo.
Aunque no la mirara directamente, hacía que fuera hipersensible a su propio cuerpo. Sentía el movimiento de su cabeza en su cuello fino al volverse a hablar con alguien, el roce del vestido contra los pechos, la presión de los muslos, uno contra el otro... Era un tormento constante.
¿Cómo podía hacerle eso? ¿Cómo podía hacer que fuera tan consciente de sí misma? Y lo que era mucho peor, tan consciente de él.
Nunca en la vida había sido tan consciente de un hombre. Y no quería serlo... no quería sentir el torrente desbocado de su sangre al acelerarse por sus venas siempre que lo veía, no quería sentir el rubor invadiéndole las mejillas al darse cuenta de que volvía a estudiarla.
¿Por qué no podía controlar la reacción que despertaba en ella? Ni siquiera era el tipo de hombre con el que quería reaccionar.
Era demasiado rico, arrogante, directo, demasiado... demasiado todo. ¡Odiaba a esa clase de hombres! Ésos que se creían dueños del mundo y que podían servirse lo que les apeteciera. Incluidas las mujeres que desearan.
Y sabía exactamente el tiempo que permanecería con una mujer... un par de semanas, un mes, o dos como mucho. Durante la breve aventura, su amante sería vista en todas partes con él, y luego, cuando se aburriera... la dejaría. Punto final.
Y pasaría a la siguiente.
Sin que se lo pidiera, Susie le había hecho una narración detallada de las mujeres con las que se lo había visto en Europa y América sólo en el último año. Para empezar, había habido una cantante de ópera, una modelo y una famosa jugadora de tenis.
Todas mujeres asombrosamente hermosas, con figuras fantásticas y personalidades llamativas.
« ¿Por qué muestra este interés en mí?», pensó con amargura.
Susie repitió su pregunta, pero desde un ángulo diferente.
—¡De verdad, Portia, deberías sentirte halagada de que se muestre tan encantador contigo! ¡Puede elegir donde le plazca!
—¡Pues que lo haga con otra, entonces! —respondió.
Susie la miró fijamente.
—¿Sabes? Te vendría bien que contigo se saliera con la suya.
Portia no pudo creer lo que oía.
—¿Qué?
—Lo digo en serio —insistió Susie—. Necesitas un hombre, Portia. No has salido con nadie desde que te separaste de Geoffrey.
Se puso rígida.
—He salido con Simón Masters...
Susie la interrumpió sin piedad.
—¡Hablo de un hombre de verdad, no de un felpudo! ¡Este Diego Sáez sería ideal para ti!
—¿Ideal? ¿Estás loca?
—No, sólo soy realista. Sé que lo de Geoffrey te hizo daño, pero no puedes aislarte el resto de tu vida. ¡Es ridículo! Por eso alguien como Diego Sáez sería estupendo para ti. ¡Él sí que te curaría!
—Gracias —repuso con labios tensos—, pero no considero que necesite una cura.
—Sólo un hombre bueno y duro... perdona la expresión, pero es verdad. ¡Alguien que barra todas esas inhibiciones y haga que te reencuentres con el sexo femenino.
—Créeme, Susie, cuando «me reencuentre con el sexo femenino», como tan encantadoramente lo expones, no será con un implacable donjuán latino como Diego Sáez. Susie ni se inmutó. —¿Por qué no?
—¿Por qué no? ¿Es que te has vuelto loca? ¿De verdad crees que una mujer inteligente querría humillarse de esa manera? ¿Entregarse para que ese hombre se divierta con ella y dos semanas más tarde la abandone cuando pase a su siguiente conquista? Tembló. Susie rió.
—¡No seas tan negativa! Piensa en lo mucho que te divertirías esos quince días. Además... ¿quién sabe? Diego Sáez podría perder la cabeza por tu elegancia británica y llevarte a su rancho de un millón de acres en la Argentina, donde te mantendría con sus póneys de polo el resto de tu vida.
—Qué divertido —indicó Portia sin humor. No veía ningún humor en la situación. Y se esforzó al máximo en alejarlo de ella. Si no podía evitarlo, y al parecer no podía, al menos intentaría ser lo menos conspicua posible. Y nada deseable.
Intentó ocultar su cuerpo. A la siguiente exposición privada a la que asistió, se puso un vestido con un cuello alto, de estilo chino, mangas largas hasta el dorso de las manos y que le llegaba a los tobillos, con unas sandalias planas que no le elevaban las caderas.
Cuando llegó su torturador, recibido con alegría por todos, posó unos momentos la vista en Portia, quien alzó el mentón y miró a través de él como si fuera invisible... pero no lo suficiente como para no captar la expresión burlona de la boca al observar su aspecto suprimido.
Llegada la oportunidad, pasó a su lado.
—Muy erótica —murmuró—. Algún día debes ponértelo para mí... en privado.
Entonces, antes de que ella pudiera pronunciar una palabra, volvió a marcharse.
Portia lo miró con ojos furiosos.
Hasta que se obligó a girar la cabeza para no tener que verlo.
Desesperada, pensó que no entendía por qué la afectaba de esa manera.
¿Por qué no podía largarse? Regresar a Wall Street, Ginebra, Buenos Aires... ¡de dónde procediera!
Y dejarla en paz.
Era lo único que quería. Que la dejaran en paz.
Sintió cierto alivio cuando Susie la informó, con tono de reproche, de que habían empezado a verlo con una actriz muy conocida que en ese momento disfrutaba de un éxito con una obra que representaba en el West End.
—Bien —comentó Portia.
Ella misma aprovechó la oportunidad para marcharse de Londres. Ya se había tomado dos días para visitar Yorkshire en busca de la elusiva señorita Maria Colding. En ese momento reservó un billete a Ginebra. Quería comprobar una pintura vendida treinta años atrás a un suizo rico, que sólo figuraba como «Escuela de Teller» y que, con un poco de suerte, resultaría ser del propio artista.
Esa noche le mencionó sus planes a Tom. Compartían una casa en Kensington, que había sido dividida en dos apartamentos generosos, con uno de invitados en el sótano. La distribución les satisfacía a ambos, ya que les brindaba suficiente intimidad y, al mismo tiempo, la compañía del otro cuando lo deseaban.
Tom parecía haber superado la gripe, pero se lo veía demacrado y ojeroso.
—Necesitas tomarte un descanso —le aconsejó—. ¿No puedes dejar el banco para bajar unos días a Saltón? Te sentaría bien. Sabes que odias Londres.
—Ahora no puedo irme —fue la respuesta de su hermano.
Lo miró. Todo acerca de Loring Lanchester la aburría mortalmente, pero el pobre Tom tenía que dirigirlo, le gustara o no. Como hijo y heredero, no tenía otra opción que ocupar el puesto de su padre. Ella, siendo la mujer, había disfrutado de la libertad de ir en pos de su pasión, la historia del arte.
—¿Va todo bien? —preguntó de repente—. Me refiero al banco.
Tom desvió los ojos grises.
—La típica recesión económica, nada más. Afecta a todos.
«No a Diego Sáez», pensó con mordacidad. El hombre acababa de establecer un récord en la subasta de un bodegón holandés. Había dejado a todo el mundo boquiabierto.
Pero no iba a pensar en él más de lo que fuera necesario.
—Bueno, de todos modos, no trabajes tanto —le dijo—. ¿Quieres que invite a Felicity a quedarse unos días? Ella te animará. Sabes que ya deberías fijar una fecha para la boda. ¿Qué diablos te retiene?
La expresión de Tom cambió.
—No hay prisa. Además... —hizo una pausa antes de continuar—. Quizá no estemos hechos el uno para el otro.
Portia lo miró fijamente.
—¿Qué? ¡Jamás he visto a dos personas más hechas la una para la otra! Felicity está loca por ti... eso me dice cada vez que voy a Saltón —de pronto frunció el ceño—. ¿Has conocido a alguien más, Tom?
Él pareció incómodo.
—Le tengo... mucho cariño... a Fliss, pero... bueno... probablemente podría hacer algo mucho mejor que casarse conmigo. ¡Rupert Bellingham no dudaría en casarse con ella en un abrir y cerrar de ojos!
—Sí, pero ella no ama a Rupert Bellingham... ¡te ama a ti!
—Le iría mucho mejor si se casara con él —insistió Tom—. ¡Y tiene un título!
—Felicity no quiere ser lady Bellingham... quiere ser la señora Lanchester. ¡Así que no veo por qué no acuerdas una fecha para la boda y acabas de una vez!
De repente Tom pareció acosado.
—¡Por el amor de Dios, deja de fastidiarme! —espetó.
Ella lo miró atónita y conmocionada. Tom jamás perdía los nervios con ella, ni con nadie. Pero al verle la expresión a su hermana se mostró apesadumbrado.
—Lo siento... es que... bueno, como he dicho, en este momento tengo muchas cosas pendientes en el banco.
Ella de inmediato proyectó simpatía... e indignación.
—Deberías permitir que el tío Martin se encargara de su parte. Después de todo, sigue siendo el presidente... como le gusta manifestar. No debería dejarte todo a ti.
Tom no respondió, simplemente pareció más cansado. Sin querer hostigarlo más, y menos acerca de la inercia del amigo y socio de su difunto padre, Martin Loring, le dio las buenas noches y se marchó a su apartamento.
El viaje a Ginebra resultó ser una pérdida de tiempo. El cuadro no era más que una obra procedente del estudio de Teller.
Al regresar, sólo le apetecía darse un buen baño e irse a la cama temprano. Pero le había prometido a Hugh Mackerras que lo acompañaría a una selecta recepción para promocionar una nueva exposición en una de las prestigiosas galerías de arte privadas de Londres.
Se preguntó si asistiría Diego Sáez. Por las dudas, se vistió con cuidado. No cometió el error de volver a ponerse el vestido que ocultaba demasiado. En esa ocasión eligió un vestido de cóctel de color verde, cuya compra había sido un error. Desde entonces, había languidecido en un rincón de su armario. El color la apagaba y las mangas le cortaban el brazo en el punto equivocado. Pero la había hecho sentirse segura.
La galería se hallaba en una mansión de estilo georgiano a una calle de Piccadilly, y las habitaciones donde se celebraba la recepción ya estaban atestadas de caras familiares. Su avance hacia Hugh, en el otro lado de la sala, fue inevitablemente lento al saludar y recibir saludos. Con rapidez, estudió el lugar en busca del hombre al que no deseaba ver allí, y para su alivio, no vio su silueta alta y de hombros anchos. Comenzó a relajarse y, después de saludar a una conocida, giró para continuar el camino hacia Hugh.
Y vio que Diego Sáez estaba a su lado.
Después de experimentar unas sensaciones que empezaban a ser habituales cuando lo veía, luchó por recuperar la serenidad.
Era tan evidente que había estado dirigiéndose al encuentro de Hugh, que no podía cambiar de curso. Con una ominosa sensación de impotencia, aceptó lo inevitable y prosiguió.
Adrede no miró al hombre que estaba con Hugh.
Pero tuvo que luchar consigo misma para no hacerlo. Algo en su interior quería mirar, posar la vista en esa boca sensual que tanto la perturbaba...
Hugh la saludó como siempre y de inmediato dijo:
—El señor Sáez expresaba su interés en los retratistas del período Regencia. Le dije que eras algo así como una especialista.
Alzó la barbilla para mirarlo, porque así lo exigía la etiqueta social.
No obstante, tuvo que esforzarse para mantener la voz ecuánime.
—En absoluto. Me especializo en Benjamin Teller, un artista menor en comparación con los Lawrence y los Romney.
—¿Su valor se incrementa?
El tono profundo y marcado la sacudió. Lo mismo que la pregunta. Pensó con desdén que era típica de un financiero.
—Para alguien de sus medios, señor Sáez, Benjamín Teller no es más que un pintor insignificante. Del todo alejado de su radar.
Pudo ver que la respuesta improvisada había sorprendido y desagradado a Hugh.
—Teller sería una inversión astuta —contribuyó éste con suavidad—. Creo que está considerablemente infravalorado.
La mirada de Portia se iluminó con una expresión cáustica.
—Suenas como un marchante, Hugh —comentó con sequedad. Miró a Diego Sáez—. Los marchantes... —añadió con ligera malicia— sólo ven el arte en signos de libras esterlinas... o dólares o euros. Igual que los inversores, desde luego —sonrió con gesto mordaz—. Cuyo valor sólo radica en el dinero.
Miró directamente a su torturador a los ojos.
En su expresión, captó algo extraño. Y otra cosa.
Peligro...
Desterró el pensamiento. ¡Ridículo! Claro que Diego Sáez era un hombre peligroso y acostumbrado a conseguir todo y que quería llevarla a la cama. ¡Pero le había dejado bien claro que ella no lo deseaba!
—Entonces, ¿considera que el dinero es algo de poco valor, señorita Lanchester? —la voz profunda la tanteó.
—En comparación con el arte, sí —fue la seca respuesta.
Él sonrió y Portia sintió que algo se le contraía en las entrañas. Pero cuando volvió a hablar, notó que la expresión de sus ojos no encajaba con la de la cara.
—Pero a usted nunca le ha faltado el dinero, ¿verdad? Ni, tampoco... —añadió con sarcasmo— el arte. He visto que dos de los cuadros de la exposición los ha prestado su familia.
Se alegró de que el tema fuera sobre los cuadros de la campiña inglesa. Si tenía que mantener una conversación con él, al menos que fuera algo inocuo.
—Sí... mi hermano ha prestado un Gainsborough y un Robert Wilson.
—Muéstremelos.
En su voz sonó una orden. Pero antes de que pudiera replicarle, su mano la tomó por el codo y con una breve sonrisa de despedida a Hugh, la alejó de allí.
Quiso soltarse al instante, pero supo que no podía. No allí. Controló su expresión y dejó que la guiara, deseando que el contacto de la mano en el codo desnudo no le provocara esa oleada de calor.
—El Wilson está por aquí —indicó con voz tan indiferente como podía falsear.
—Preferiría ver el Gainsborough —indicó Diego, y cambió la dirección con una leve inclinación del cuerpo.
Portia se sintió reacia a mostrárselo. Era de Saltón, y de pronto, no supo por qué, no quiso que lo viera.
Pero salvo que montara una escena inaceptable, no tenía opción. Con paso rígido, fue con él hasta la sección donde colgaban los Gainsborough.
—¿Cuál es el tuyo?
—De mi hermano —corrigió Portia, percatándose de que había vuelto al tuteo—. Allí, en la pared del extremo, el tercero de la izquierda.
Le soltó el codo y fue hasta allí. Ella lo siguió. Se detuvo a un metro del cuadro y lo estudió. Portia experimentó una emoción familiar. Fue tan poderosa, que incluso durante un momento, anuló la presencia perturbadora del hombre que tenía al lado. Contempló con placer conocido el cuadro, que por lo general colgaba en la entrada al vestíbulo de Saltón. Muy poco había cambiado desde que uno de los grandes artistas ingleses hubiera capturado la fachada de color miel de Saltón. Algunos de los árboles que enmarcaban el lago ya habían desaparecido, y otros eran mucho más poderosos que doscientos años atrás. Pero, quitando algunos toques ínfimos, sentía como si pudiera entrar en el cuadro.
La expresión se le suavizó. Aunque nunca viviría en Saltón, había crecido allí, y era un lugar que amaba tanto como su hermano.
En cuanto a Tom... él era Saltón. Era su hogar, el lugar que le correspondía. Y de él lo heredaría su primogénito y luego su nieto. Pertenecía a futuras generaciones de Lanchester, igual que las generaciones pasadas se lo habían legado a Tom. Una herencia ininterrumpida durante más de cuatrocientos años. —¿Está en venta?
Giró la cabeza, completamente aturdida. —¡Claro que no! —manifestó conmocionada—. ¡Ni lo está el Wilson! —añadió, antes de que pudiera preguntárselo—. Es una exposición de cuadros, una exposición temporal aportada por museos y colecciones privadas de todo el mundo... ¡no una sala de subastas!
—No me refería a los cuadros. Sino a la casa... a Saltón.
El rostro de él había recuperado la expresión sarcástica, pero no le prestó atención, ocupada como estaba en mirarlo con absoluta incredulidad.
—¿Saltón?
—Sí.
Respiró hondo.
—Comprendo que al no ser inglés, ni europeo, puede que no entiendas que las casas de campo por lo general continúan con la misma familia a menos que unas circunstancias adversas dicten lo contrario. Por ejemplo, a mediados del siglo XX, se produjo una venta casi masiva de propiedades por ese motivo, y muchas de éstas en la actualidad cambian de manos con bastante regularidad... estoy seguro de que cualquier inmobiliaria especializada en ese campo podrá ayudarte a comprar una propiedad si te interesa —concluyó.
—Gracias por la información —la voz profunda sonó incluso más sardónica y vio que ella se ruborizaba—. Sin embargo, el concepto de propiedad ancestral no es desconocido en Sudamérica... ni tampoco los sentimientos que acompañan dicho concepto.
Sintió que se ruborizaba. ¡Por supuesto que un hombre de su entorno, la megaplutocracia sudamericana, conocería el significado de heredar vastas haciendas! Pero ella lo desconocía.
—En cuyo caso, sólo me asombra que se te pasara por la cabeza formular una pregunta tan extraordinaria.
—¿Extraordinaria? —de pronto en su voz hubo un deje cortante—. Tú misma acabas de conceder que «circunstancias adversas» pueden lograr que la venta sea una propuesta plausible.
Lo miró fijamente.
—No hay ninguna circunstancia adversa en torno a Saltón —espetó—. Y, por lo tanto, ninguna posibilidad de que alguna vez pueda salir al mercado. No está a la venta, ni lo estará... ¡puedes desterrar esa idea!
—Todo está en venta, Portia. Todo. ¿Es que aún no lo sabes?
En su voz se manifestó una burla abierta. Y algo más... desdén.
Durante un momento, ella sintió como si algo se arrastrara por su piel.
Pero se recobró y alzó el mentón.
—En tu trabajo, es posible. ¡Pero no en el mío!
Algo extraño brilló en los ojos de él.
—¿Crees que no? —hizo una pausa—. ¿De verdad eres tan inocente como pareces? Se te ve tan extraordinariamente inmaculada... y, sin embargo, tengo entendido que estuviste prometida dos años.
Alargó la mano y con el dorso de los dedos le acarició el cuello, la mandíbula. Portia no pudo respirar. Sólo fue capaz de sentir el martilleo del corazón. Quiso moverse, pero no pudo... no pudo.