Capítulo 10
SU APARTAMENTO estaba tal como lo había dejado. Sin embargo, ella había cambiado por completo. Era una persona diferente.
Al dejar la maleta en el dormitorio, se vio en el espejo del tocador. Apartó la vista lo más rápidamente posible, pero no antes de haber visto el reflejo flaco y demacrado.
Giró y miró a su alrededor.
No sabía qué hacer.
Su mente parecía no funcionar. Seguía envuelta en la misma manta embotadora que la había rodeado desde que había salido de la terraza de la suite de Hong Kong y se dio cuenta de que Diego se había ido.
En busca de algo que hacer, fue a la cocina, abrió el grifo y llenó la tetera.
Una taza de té. Eso era lo que tomaba la gente que volvía después de un viaje. Una taza de té.
Con un esfuerzo enorme, realizó los movimientos mecánicos de preparar la infusión y luego se llevó la taza al salón. Encendió la lámpara lateral y se dejó caer en el sofá. Se sentía tan cansada, que creía que nunca volvería a moverse.
Era casi la medianoche. El vuelo la había dejado en Heathrow poco después de las nueve.
Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.
Quería sentir algo. Cualquier cosa.
Pero a su alrededor sólo sentía ese manto de indiferencia.
Estaba en casa.
Después de un viaje que la había llevado más allá del otro lado del mundo. Un viaje del que no podía haber regreso.
Ya no era la persona que había sido.
Diego Sáez se había encargado de eso.
Cerró los dedos en la superficie caliente de la taza, deseando que la presión interior cesara.
Siguiendo un impulso, dejó el té en la mesilla y se puso de pie. Con pasos bruscos y urgentes, fue hacia la puerta y se dirigió al cuarto de baño. Se quitó la ropa, abrió la puerta de la ducha y entró.
El agua corrió por su cuerpo, fría al principio, luego templada y al final caliente. Agarró el jabón y comenzó a lavarse.
Pero no logró limpiarse.
Sonó el timbre.
Durante un instante, se quedó paralizada, con las manos sobre el teclado en medio de la difícil, imposible, carta que le estaba escribiendo a Hugh. Apartó la silla y salió al vestíbulo. Abrió la puerta al vestíbulo exterior que compartía con el apartamento que tenía su hermano arriba, y ahí estaba Tom, listo para volver a llamar.
—¡Portia! —entró—. ¿Dónde diablos has estado? ¿Has desaparecido de la faz de la Tierra?
Sonó exasperado y ansioso.
Estaba preparada para eso. Sabía que en algún momento Tom se daría cuenta de que se hallaba en casa e iría a verla. Aunque respetaban mucho el espacio personal de cada uno, no solía desvanecerse durante un período de tiempo tan largo sin dejar un mensaje en el buzón de voz.
—Me tomé unas vacaciones —indicó—. Fueron repentinas.
No lo miró, simplemente abrió el camino hacia el salón. Le resultaba duro verlo... muy duro.
Él la siguió.
—¿Unas vacaciones? —la miró fijamente—. Santo Dios, hermana, ¿has estado enferma? ¡Tienes un aspecto horrible! ¿Has pillado algún virus?
No le respondió.
—¿Te apetece un café? ¿O tienes prisa? —preguntó en su lugar.
Él movió la cabeza.
—Llamé a Hugh para preguntarle si él sabía algo más, y me dijo que lo único que había recibido era un mensaje, el mismo que me dejaste a mí. Y como a mí, también a última hora de la noche.
—Sí, bueno, como te he dicho, fueron repentinas.
Tom la miraba. Deseó que no lo hiciera. En sus ojos había preocupación, incertidumbre.
—Portia, ¿te encuentras bien?
Se puso tensa.
—Estoy bien —repuso de forma automática. La voz le sonó demasiado frágil. Toda ella se sentía frágil.
Pero funcionaba, eso era lo importante. Se había levantado esa mañana y había ido de compras para reabastecer la despensa. Era un día con una lluvia suave, muy inglés para el verano. Normal. De hecho, todo era normal. Las casas, las calles, el supermercado, los autobuses rojos, la gente con prisa.
Salvo que todo acontecía a través de una pared de cristal grueso, impenetrable, transparente.
También Tom se hallaba del otro lado de la pared. Podía verlo, pero se encontraba muy lejos.
O quizá era ella la que se encontraba muy lejos.
—No se te ve bien —afirmó sin rodeos—. Creo que deberías ir al médico... algunos virus en esos países extranjeros pueden ser desagradables. ¿Dónde has dicho que has estado? ¿En algún sitio del trópico? Ahí están los peores.
—Estoy bien —repitió. Luego, para conseguir que dejara de mirarla de esa manera, cambió de tema—: ¿Cómo van las cosas por aquí?
Nada más preguntarlo, deseó no haberlo hecho.
—Bien —respondió él—. De hecho, jamás han estado mejor. La adquisición va en marcha y ya sólo se trata de papeleo. El hombre de Sáez es el que dirige el espectáculo... y yo estoy de permiso. Lo único que he de hacer es aparecer de vez en cuando, sólo por las apariencias... obviamente, sigo siendo el director, ¡pero, gracias a Dios, ya no tomo decisiones! El tío Martin está fuera... bastante enfadado, te lo aseguro. Me soltó un discurso acerca de los financieros extranjeros, de mi incompetencia e irresponsabilidad, y se largó. No me importa. No se queda en la pobreza y aún tiene muchos puestos de consejero donde poder jugar.
»¿Sabes? Me alegro de que Sáez se fijara en nosotros. Quizá Loring Lanchester no sea más que un trampolín para él... algo que le permita conseguir otra cosa —se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Yo ya estoy fuera y me siento increíblemente agradecido. A punto estuve de perder Saltón. Me faltó esto. De toda la situación, lo único que me importa es que Saltón no cayera. He tenido un respiro que no merezco, y por Dios, hermana, no pienso estropear otra vez las cosas. He logrado mantener Saltón y ahora sé que algún día lo heredará mi hijo.
Miró a su hermana con expresión tímida.
Portia experimentaba unas oleadas heladas por su cuerpo. «Un trampolín para conseguir otra cosa».
Loring Lanchester no era más que eso para Diego Sáez. Un trampolín para llevársela a la cama.
La enormidad del asunto la mareó.
—Sé que probablemente quieras volver de inmediato al trabajo, pero ¿por qué no te tomas unos días libres para ir a Saltón? La señora T te alimentará y...
—¡No! —la palabra salió como una bala de su boca—. Lo... lo siento, Tom, pero quiero estar sola. No... no puedo ir a Saltón.
Jamás podría volver a Saltón. Lo había salvado para Tom, para sus hijos, para su futuro con su esposa, pero el precio que había pagado significaba que ya nunca podría volver allí.
La invadió el pesar, enorme y negro. Pero sabía que se había exiliado de Saltón.
Se dio la vuelta. Quería que Tom se marchara.
La voz de su hermano le llegó desde muy, muy lejos.
—Sólo quiero estar sola, Tom —le dijo en voz baja, tensa—. Sólo quiero estar sola.
Pero eso no le aportó ningún consuelo. Fue mucho peor. Sola día y noche, tenía que enfrentarse a su demonio. El demonio que la atormentaba.
La culpabilidad.
Por haber entregado su cuerpo para salvar Saltón.
Por desear al hombre que lo había comprado.
Y, lo peor de todo, lo que le desgarraba las entrañas, por desearlo todavía...
Porque eso era lo peor, la culpabilidad última... que después de todo lo que le había hecho, aún lo deseaba.
El tormento la convulsionaba. Desear a un hombre que la había tratado de esa manera. Que podía tomarla, noche tras noche, con sólo lujuria en el corazón.
El recuerdo la recorrió. Caliente, húmedo y humillante.
Humillante porque había respondido a él, temblado con su contacto, ardido bajo sus caricias. Un hombre que la había chantajeado para llevarla a la cama, porque de ningún otro modo habría ido.
Pero, poco a poco, de la aplastante carga de la culpa que la agobiaba comenzó a agitarse otra emoción.
Aplastada por la necesidad. Reprimida en lo más hondo de su ser. Porque airearla sería perder aquello mismo por lo que se había vendido. Una emoción tan peligrosa, que ni una sola vez había permitido que emergiera. Pero estaba ahí, como una presión lenta y creciente en el mismo núcleo de su ser.
Y en ese momento comenzaba a salir a la superficie.
Y al hacerlo, supo con aplastante certeza que debía darle voz.
O volverse loca.
La furia lo consumía. Una furia fría, dura. Le rugía como un jaguar enfadado.
Con todo el mundo.
Pero, principalmente, con dos personas. Él mismo. Y Portia Lanchester.
La furia consigo misma era absoluta. Imperdonable.
Al meterse en el coche con chófer que lo esperaba ante la entrada de Tencorp, el rostro se le ensombreció.
¿Cómo podía hallarse en esa condición? ¿Cómo diablos había pasado?
Después de regresar de China y de ponerse en contacto con su cuartel general de Europa en Ginebra, había tratado de estar con otras mujeres, pero cada vez las había enviado a casa o él se había marchado.
No le habían hecho nada. Nada. Ninguna mujer lo conseguía. Sólo el recuerdo de una. La furia volvió a recorrerlo. ¿Por qué demonios aún deseaba a Portia Lanchester? Ya la había tenido, ¡y de qué manera!, entonces, ¿por qué la deseaba todavía?
¿Por qué únicamente quería su cuerpo debajo de él, encima de él... de cualquier manera siempre y cuando fuera ella?
¿Por qué sólo seguía viendo su cara, de día, de noche, en las reuniones de negocios, en sueños? ¿Cómo podía desearla todavía? A una mujer a la que despreciaba. A una mujer que se consideraba demasiado buena para su contacto.
Salvo cuando ese contacto podía salvar la riqueza de su familia...
La furia se retorció en su interior.
¿Cómo podía desear todavía a una mujer así?
El coche se detuvo delante del Park Lañe Hotel. Pasaría una noche allí y al día siguiente volaría a Nueva York. La propuesta de Tencorp por la que había regresado había sido una pérdida de tiempo. No era una empresa con la que quisiera hacer negocios. Su historial medioambiental era terrible. Lo había sabido, pero, no obstante, se había detenido en Londres. Había sido una debilidad hacerlo. No se preguntó por qué era una debilidad a la que había sucumbido.
Desde luego, no tenía nada que ver con Loring Lanchester. En ese momento, el banco era llevado por alguien que sabía de finanzas, y, con cierta dirección competente, podía dejar un beneficio decente cuando se lo vendiera a uno de los bancos multinacionales por un precio competitivo.
Entró en la suite y dejó el maletín sobre la mesa de centro. Necesitaba ejercicio. Quizá un rato en el gimnasio del hotel le permitiera quemar la ira que lo consumía.
Más que la ira.
La frustración.
No estaba acostumbrado a pasar sin sexo tanto tiempo.
Las tres semanas desde que se había deshecho de Portia.
Tres semanas de celibato forzado por su propia incapacidad de mostrar interés en otras mujeres.
Se preguntó cuánto tiempo iba a pasar desde que se liberara de desear a Portia Lanchester.
Con gesto impaciente, se aflojó la corbata y fue al dormitorio.
En ese momento sonó el teléfono.
—¿Sí? —contestó desde la mesilla con tono seco.
—La señorita Lanchester está en la recepción, señor Sáez —explicó la voz deferente de un empleado del hotel.
Se quedó quieto. ¿Había oído bien?
Reinó una pausa muy larga. El recepcionista aguardó con paciencia.
—Dígale que suba —se oyó decir luego.
«Déjá vu», pensó Portia mientras apretaba el botón de la última planta. Aunque en esa ocasión hacía algo completamente diferente.
La primera vez que había subido en ese ascensor, había estado a punto de venderse a un hombre.
En esa ocasión...
Apretó los labios con fuerza.
En esa ocasión iba a tener lugar una transacción diferente.
El ascensor aminoró la velocidad y las puertas se abrieron. Salió al corredor. Diego Sáez aún tenía la misma suite.
No había sabido cuándo iba a regresar a Londres. Pero le había pedido a la secretaria de Tom que la informara de cuando lo hiciera. Y así lo había hecho.
Se había vestido con cuidado. Llevaba un traje de trabajo impecable y unos zapatos lustrosos. El pelo recogido. El maquillaje reducido al mínimo.
Llamó a la puerta.
Se abrió a la primera.
Durante un momento largo y horrible, se quedó ahí quieta, hasta que con un esfuerzo hercúleo, entró.
La presencia oscura de Diego Sáez pareció dominar su visión.
Sintió que la invadía la debilidad, como si cada hueso de su cuerpo fuera incapaz de mantenerla erguida.
—Portia —comentó Diego—. Qué... inesperado.
Su voz era tan profunda como siempre. Pero en ella había algo más.
Un matiz afilado, mantenido bajo estricto control.
No se permitió mirarlo a la cara al entrar. Oyó que la puerta se cerraba con un sonido final.
Abrió el bolso y extrajo un papel, que depositó sobre la superficie de cristal de la mesa de centro.
En esa ocasión sí que lo miró. — Su rostro era como una máscara.
—Esto es para ti —manifestó con voz firme. Cerró otra vez el bolso.
Lo vio recoger el papel y asimilar que se trataba de un cheque. Y quién era el beneficiario.
Se quedó quieto. Luego, inexpresivamente, alzó la vista del papel y la miró.
—¿Y esto es...?
La voz fue tan inexpresiva como la cara.
Portia se sentía completamente serena.
—Para ti —repuso—. Has sido bueno. Ciertamente muy bueno. Me temo que desconozco cuál es la tarifa para los servicios de un semental, pero estoy segura de que coincidirás conmigo en que esa cantidad representa una recompensa generosa por tu tiempo.
Se volvió para irse. Una mano se cerró sobre su hombro, haciéndola girar otra vez.
La cara de él era una máscara salvaje.
—¿A qué diablos crees que estás jugando?
Ella sintió la burbuja de presión en su interior. Empezaba a crecer.
—Te estoy pagando por todo el sexo que tuve —explicó—. Hubo tanto y fue tan... inventivo. Y, desde luego, educativo.
—¿Tú me pagas a mil
Podría haber reído en voz alta. La expresión de él era de indignación, furia, incredulidad... y algo más en lo que no quiso pensar.
Pero no tenía tiempo para reír. Ni inclinación para hacerlo. El sentimiento que crecía en su interior no dejaba espacio para nada, salvo para su crecimiento imparable e inexorable.
La otra mano de él se cerró sobre su hombro, aplastándole los huesos. El cheque flotó hasta posarse en el suelo.
—¿Tú te atreves a hacer esto? Te vendes a mí como una prostituta y luego te atreves a ofrecerme dinero. La presión estalló en ella.
Alzó las manos y le apartó los brazos, retrocediendo.
—¡Canalla! —exclamó—. ¿Qué te he hecho alguna vez para merecer que me trataras de esa manera, que me hicieras lo que me hiciste? ¡Lo único que hice fue decirte que no! ¡Que no me iba a la cama contigo! Pero no fuiste capaz de aceptar un «no» por respuesta, ¿verdad? ¡Tuviste que cazarme por el simple hecho de que tú me deseabas y yo no te deseaba a t! ¡Y por ese delito terrible de no querer irme a la cama contigo, de no querer la aventura sin sentido, barata y sórdida que tú pretendías, por el imperdonable delito de decir que no, tuviste que recurrir al chantaje!¡Jugaste con la vida de mi hermano sólo para llevarme a la cama!
El rostro de él estaba negro como el trueno. La ira lo recorría.
—¡Tú recurriste a mí... te ofreciste para que lo salvara!
—¡No tenía elección! ¡No me ofreciste elección! ¡Lo dejaste bien claro al decirme que podrías llegar a comprar Loring Lanchester! Recibí el mensaje alto y claro. ¡Tenías que conseguir lo que querías de mí o no seguirías adelante con la adquisición! ¿Qué elección me dejaba eso? ¡Dímelo! ¿Qué pensaste que iba a hacer? ¿Pensaste que me iba a quedar quieta a observar cómo mi hermano perdía Saltón? ¿Crees que habría podido vivir conmigo misma si no hubiera pagado el precio que marcaste? Hice lo que hice por el bien de Tom. No quería hacerlo. ¡Dios sabe que no quería! —la voz se le entrecortó.
Él soltó una carcajada... un sonido duro y burlón.
—No. Dejaste bien claro eso. Pensaste que te ibas a librar echándote de espaldas a pensar en tu herencia ancestral. De haber podido, te habrías dejado puestos los guantes... ¡para evitar tocarme!
Los ojos de ella soltaron un desprecio lleno de veneno.
—Tienes razón. Lo habría hecho. Tu contacto me contaminó. No llegué siendo una prostituta... ¡pero me marché como una! ¡Tú te encargaste de ello! Tuve que aceptar lo que entregaste o la vida de mi hermano habría quedado destruida... ¡pero ahora saldo mi cuenta contigo! ¡No la suya! ¡Y mi cuenta es ese cheque!
—¿Un millón de libras? —preguntó con mordacidad.
—¿Por qué no? ¡Para ti mi cuerpo tuvo un valor aun mayor! ¡Compraste Loring Lanchester para forzarme a meterme en tu cama! Pero un millón es todo lo que puedo reunir en efectivo. Para ti no es nada, por supuesto. Lo sé, con todo el dinero que tienes. Y me corroe darte incluso eso, ¡porque si yo me considero privilegiada, entonces eso no es nada comparado contigo! ¡Mírate en el espejo y dime si estás orgulloso de lo que ves! Puede que yo haya nacido en una cuna de plata, ¡pero tú naciste en una de oro!
»Sólo Dios sabe de cuánto de tu pobre país eres propietario, cuántos hombres se matan para ti por un salario mísero mientras tú te diviertes por el mundo, ganando cantidades obscenas de dinero... lo suficiente como para comprar bancos como si fueran juguetes y favores sexuales. Para eso es el cheque. Puedes cobrarlo, romperlo o tragártelo. ¡No me importa! ¡Compraste Loring Lanchester, pero no me compraste a mil ¡Y ahora acabo contigo de una vez por todas!»
Dio media vuelta. Sin ver nada. La habitación dio vueltas a su alrededor. La bilis subió por su garganta. Alargó la mano hacia la puerta y la abrió.
Él la observó marcharse. Inmóvil, los músculos paralizados.
La puerta se cerró detrás de ella.