La orfandad
A estas horas, los periódicos estarán preparando mi biografía o la tendrán ya lista y quizás hayan llamado, hace un momento, preguntando cómo sigo, aunque, en realidad, para saber si estoy peor que esta mañana y si, por fin, voy a morir, hoy. Sé que estoy condenado, que el vómito de sangre se repetirá, en cualquier momento, y ahí está la sala de estar, llena de gentes, que lo esperan. No hay más que escuchar el silencio, el cuidado con que hablan o se mueven, las toses de hastío, las preguntas: ¿duerme?, ¿descansa?, ¿está tranquilo?, ¿toma algo? A la puerta del dormitorio la han puesto un felpudo porque sonaba un poco, al rozar con el remate metálico del linóleo y la abren de vez en cuando, discretamente, para contemplarme. Son todos los tics de quienes están en la sala de espera de una estación o de un aeropuerto y el tren o el avión se hacen esperar demasiado.
Y, sin embargo, ese nuevo vómito del que el médico ha asegurado, sin duda, que no podré reponerme o que será la señal del fin, en todo caso, puede tardar aún unos días y no ser tan decisivo. Quizás incluso llegue a levantarme de nuevo, pero no estoy seguro de ello y quizás ha llegado ya la hora de descubrir la verdad de mi vida antes de morir, es decir, hacer aparecer un barco en la estación o el aeropuerto, navegando sobre los raíles o la pista de aterrizaje ante los ojos de los que esperan. Porque algo así es lo que tengo que decirles: que yo, el biólogo afamado, paradigma del científico católico, que ha sido manejado como un ariete triunfante contra el ateísmo y que, a la vez, he ganado el respeto de mis colegas científicos no-creyentes, he vivido sin fe los últimos diez años de mi vida y he estado haciendo la comedia de la fe solamente por no decepcionar a los demás.
Muchos dirán, ahora, que he sido un farsante, pero no creo que sea justa esta acusación, he tenido piedad solamente. O quizá ni siquiera piedad, he seguido viviendo sin cambio externo alguno, como un jumento sigue a su amo: con la carga de los demás sobre mis pobres espaldas, sin rechistar y, aun hoy, no sé si tengo derecho a devolvérsela. Me imagino bien su estupefacción, primero, y, quizá, luego, su horror. Primero, echarán todavía sobre mí el horror de su vacío, pero eso no les librará de que, a renglón seguido, tengan que enfrentarse con él.
Ahí, en la sala está, por ejemplo, el Padre Duffit. Él ha escrito que, gracias a mi concepción científica, absolutamente inatacable, el problema de Dios ante la ciencia interpela a ésta, la muestra su debilidad y sus límites. Pero el Padre Duffit sabrá, ahora, el «parti pris» de los datos científicos, que yo seleccionaba entonces, sin percatarme de ello, desde el subsconsciente religioso, y mis colegas sospechaban, sospechan seguramente todavía, pero no se han atrevido, ni se atreverán nunca a poner en cuarentena esos datos, mientras yo viva al menos, porque mi autoridad en bioquímica es absoluta y su atrevimiento podría costarles un buen zarpazo.
Y ahí está, en la sala también, el Padre Smeling, un joven biólogo, discípulo mío, que abandonó el laboratorio por la Compañía de Jesús, tras una crisis filosófica, que superó gracias a mis libros. Y pienso luego en todos esos otros curas, que, en sus sermones, me han citado como una gloria cristiana de la ciencia, como un segundo Pasteur, que une ciencia y fe y demuestra con su existencia de cristiano y hombre de ciencia que ambas cosas no solamente son compatibles, sino hasta inseparables realmente, que ya no estamos en los tiempos del Determinismo y que Le Dantec sólo tuvo un ojo como los cíclopes, que le simplificaba la visión y a la vez le agrandaba con desmesura los problemas.
Ha habido incluso un Instituto Católico que, después del Concilio, ha publicado juntos en un mismo volumen El ateísmo de Le Dantec, El azar y la necesidad del doctor Monod y mi libro El teísmo con una introducción y notas en las que continuamente se explica que es suficiente leer estos tres libros, uno tras otro, para percatarse de que, al progresar la ciencia, no hace otra cosa que abrir camino a la fe o a algunos fuegos pirotécnicos como los del doctor Monod cuando se la quiere forzar por otro lado. Y allí se concluye que el profesor Mauling —es decir, yo— es en este aspecto mucho más contundente y radical y, desde luego, mucho menos metafísico y poeta que Teilhard de Chardin.
Ahora acaba de entrar mi pobre mujer, que apenas si se tiene en pie ya, después de maldormir tantos meses, aquí, a mi cabecera, en una tumbona. No la quedará ni siquiera el consuelo de rezar, sabiéndome rechazado por la Iglesia o quizá la tranquilicen pronto. Ciertos clérigos saben utilizar muy bien la fe o hasta el dolor humano como el láudano, la belladona y otras consoladoras e incluso como el L.S.D. y otros alucinógenos, para producir paraísos brillantes y las esperanzas más imposibles. Lo que ella no sabrá nunca es que si yo, ahora, volviese sobre mi testamento para modificarlo, significaría en él mi deseo más vivo, el de que me enterrasen en esta misma finca de vacaciones, junto al nogal viejo, a cuyo amparo he leído tanto, y tanto he reflexionado. Una tarde de agosto, agonizante y tórrida, fue a la umbría de su follaje bajo la que vi con toda lucidez que yo ya no tenía fe en Dios, ni en Cristo. Y respiré hondamente, feliz, libre por fin. Más libre que los pájaros que se refugiaban en sus ramas religiosamente recogidos, silenciosos, como en oración por el sol implacable que no podían soportar.
Y ahora les diré cómo fue todo, aunque sea, para ellos, como un mazazo en la cabeza y en el corazón. Estos cristianos, sin embargo, se repondrán, en seguida, de esto. Están un poco acostumbrados, desde el principio, a que su fe quede sin fundamento, pero se aferran a ella y les es suficiente una peanita de barro sobre la que apoyarla. Los más ligeros, los más acostumbrados a la hermenéutica fácil dirán que era la enfermedad, el sufrimiento de las últimas semanas los que me trastornaron. Los más sofisticados alegarán que he pasado por una noche oscura de la fe y que, como Teresita de Lisieux, me he enfrentado al agujero negro de la muerte en la ausencia de Dios, que Cristo mismo pasó por este trance de abandono. Y habrá también quienes pretendan echar tierra sobre esta confesión para que no sea conocida o, por el contrario, quienes divulgarán desde los púlpitos y las hojitas piadosas el ejemplo de mi apostasía como advertencia y saeta contra los que tanto hablan ahora de diálogo con la ciencia y el mundo moderno: «Ved en qué acaban estas ilusiones», gritarán, triunfantes. Y los más realistas se morderán las uñas, pero aceptarán que otro más les haya abandonado, y se aferrarán un poco más a la cruz para no ser, a su vez, devorados por la poderosa corriente del abandono. En realidad, todos harán esto: agarrarse a su fe con las dos manos como a un áncora después de un naufragio, gritar que creen, a pesar de todo. Y así se irán tranquilizando. Todos los desesperados se tranquilizan siempre. Kierkegaard mismo cantó, en su agonía casi, unos versos llenos de dulzura y piedad, como una píldora con que pasar el gran trago; y Unamuno se murió, de repente, y pensó que era España la que peligraba de muerte y no él.
Pero el que me inspira auténtica piedad, el que más pena me da de todos, quien sentirá más la orfandad en que le dejó será el doctor Kirler, la gran eminencia en Biología, ateo convencido. Ya debe de estar ahí, en la sala, con el médico, y entrará dentro de unos minutos en esta habitación. ¡Qué solo se va a quedar! Cuarenta años hemos estado batiéndonos, el uno contra el otro, él de parte del ateísmo y yo de parte de Dios. Cuarenta años ha estado refregándome en la cara la ciencia que niega a Dios, pero ahora viene a verme morir, no sólo al colega y al amigo, sino a ver morir al cristiano, sobre todo. Y, si yo muriese en la fe que tenía, sé que, para él, moriría en el engaño, tan dulce —diría— para este tránsito, pero, en cuanto haga la confesión de mi apostasía se derrumbará, en cuanto sepa que hace diez años estoy derribado por sus argumentos, quedará él mismo derribado, porque verá confirmadas sus tesis, que yo ahora suscribo: no hay nada más que la materia y las ilusiones que ésta produce en su incesante bullir; y sé que le gustaría, sin duda, seguir dudando. Sabe que lo que profesa es la verdad, pero le ha gustado siempre que alguien dudase de esa verdad para así sentirse seguro y a salvo: dudar él mismo. Porque todos necesitamos la duda y no esta certidumbre que yo tengo, esta espantosa lucidez, que ni siquiera me conmueve: no hay espíritu, no hay nada, nada.
¿Voy a reír? No, ya está aquí otra vez el vómito, lo siento acercarse, toco el timbre.
—Llamad al Padre Duffit y decidle que me absuelva —exclamaré en seguida.
Y todos se sentirán aliviados, todos, y más que nadie el doctor Kirler. Y claro es que no te dejará huérfano, amigo. Te dejará mi muerte aparentemente cristiana para que no te hieles en tu verdad. No podrías soportarlo, tan sensible como eres. Te dejo a Cristo muerto, pero tú no sabes que lo está. A ti no tengo valor para desalentarte en tu ateísmo. Eso es lo que haré, ésta será mi confesión: la misericordiosa mentira, la duda que necesitan los ateos. Yo, ahora, soy uno de vosotros y no puedo negárosla. Os asesinaría más que a los otros, te dejaría en total orfandad, amigo, hermano Kirler. Y vosotros tenéis que seguir viviendo y teorizando.