El pintor leproso
Hace tres meses que fui segregado como leproso, y he tenido que contarlos con ayuda de la memoria. En realidad me parecen siglos de ignominia y, a la vez, un breve sueño. Me acuerdo bien, eso sí, de aquel domingo de Ramos, cuando fui sacado a rastras de la iglesia hasta el atrio, después de la misa. Allí, ante el Cristo del altar viejo, dijo el obispo al pueblo que yo era un leproso. Las gentes retrocedían espantadas, con sus ramos en las manos, abrían unos ojos descomunales, se subían a las arcadas del claustro hasta convertirse en gárgolas ridículas o llenas de horror y muchos huyeron despavoridos a encerrarse en sus casas. Me echaron una toca blanca sobre la cabeza y después de que me arrodillé con una vela amarilla en las manos, el obispo extendió las suyas enguantadas sobre mi cabeza, aunque a distancia, naturalmente, y dijo: «Amigo mío, le ha placido a Nuestro Señor que hayas sido contagiado con esta enfermedad, que pone la carne blanca como la nieve o el lino o como el fuego da blancura de purificación al hierro candente, y te hace Nuestro Señor una gran merced al castigarte, ahora, por los males que has hecho».
Luego, con una caña, me puso una esquila al cuello y me dieron también una carraca, y añadió: «Y aunque seas separado de la Iglesia y de la compañía de los santos, sin embargo no estás separado de la Gracia de Dios. Vete en paz». Pero, cuando iba a levantarme, sentí que tiraban de mí con el mismo dogal al cuello con que me habían sacado de la iglesia, y yo iba tocando mi carraca para espantar a las gentes por la calle, aunque algunos no se espantaban, sino que el odio vencía al miedo y me escupían, y una muchacha muy hermosa, asomada a un mirador, me echó, al pasar yo bajo éste, un orinal de excrementos en la cabeza, y estuve luego, mucho tiempo, oyendo su risa burlona. Cuando llegamos a la puerta de la muralla me empujaron con una viga y caí por un despeñadero, casi de golpe. Sólo que la tierra fue más misericordiosa y sólo me magullé, un poco, una pierna. Y, cuando me puse en pie, vi allá arriba, en las murallas, a la gente que reía como la muchacha del orinal y luego, en seguida, el humo de una gran hoguera y la cabeza luminosa de las llamas, que desafiaba al sol: estaban quemando las vestiduras del obispo y de los clérigos o de los sacristanes y de todos aquellos que habían estado a dos varas de distancia de mí, y la punta del dogal, es decir, el extremo de cuerda con que se quedaron, al cortar el dogal, para empujarme fuera, y la caña con que me alcanzaron la esquila y la carraca, y la viga con que me tocaron. Y también hierbas olorosas y retamas.
Pero yo no estaba leproso, y el obispo lo sabía, quizás el único, y los médicos que testificaron en falso. Claro que lo sabían. Sabían muy bien que me expulsaban porque hacía pinturas con cristos sangrantes y Muertes con el ataúd bajo el brazo, y esta ciudad no quiere que la mienten la muerte, ni que la muestren la agonía de Cristo y la muerte de Dios, porque es rica y feliz y pasa los días y las noches en el placer y la seguridad. Dicen misas y sacan procesiones maravillosas de color, pero es que esto también gusta a la gente y pone como sal y pimienta en sus negocios carnales y de dinero. En el atrio, antes del pontifical, los domingos, se escuchan los comentarios de las hazañas de la cama de la noche anterior, y, después de la misa, suena el dinero de los contratos. Los cristos son muy bonitos y misericordiosos y tranquilizan a las gentes, así que comprendo que el obispo no pudiera permitir que yo acabase el calvario que estaba pintando en la catedral, donde Cristo realmente estaría muerto. Muerto de verdad, frío, incluso con un poco de ese olor dulce de los cadáveres, que ya no resisten mucho y ese color casi de oro viejo que es en el que luego se incrustan los animales del sepulcro como mordiscos verdes y grises o perlas liquidas, sin color. No, ellos le quieren vivo, a su Cristo, sin llegar a esta frontera de la verdad en que aparece seguro que ya no habrá resurrección y se necesita mucha esperanza. Ellos dicen que las heridas de Cristo fueron rubíes; y rosas, sus clavos; y laurel, la corona de espinas; que este lenguaje del amor y de las queridas no se les va de la boca.
—¿Qué? ¿Ya te convenciste? —me dijo anoche el obispo, cuando me presenté, de improviso, en su palacio.
Ni siquiera se asustó. Parecería que me esperase.
—Proclamaré que te has curado —añadió—. Y regresarás entre nosotros y pintarás el triunfo de Venus en mi alcoba, y una Virgen bella en mi oratorio, y un Cristo amable en el calvario de la catedral: que nos acoja a todos, que esté vivo y nos proteja y nos conceda larga vida y nos libre de todos nuestros enemigos.
—Sí —respondí.
Pero ya no necesitaré pintar nada. Mañana, en la catedral, en la fiesta de San Juan, cuando el obispo me presente al pueblo como sano y salvo y la gente grite: «¡Viva el maestro Güelfi, el mejor pintor del mundo!», yo dejaré caer mi túnica y me mostraré desnudo, con el sexo y las piernas roídas por la lepra. Ahora sí, por la lepra. Porque estoy leproso, desde el día en que me echaron de la ciudad y me junté con ellos, con los malditos. Con todos esos hombres y mujeres de carne blanca y regazo caliente, que, cuando yo deje caer mi túnica en la iglesia, entrarán en ella como un ejército asaltante con sus esquilas y sus carracas, más terribles que catapultas, cerrarán las puertas y besarán, con el ósculo del amor de una boca sin labios, a jóvenes y viejos, hombres y mujeres, clérigos y laicos, a feas y a hermosas, al obispo y a sus queridas, que siempre se hallan entonando «Tedeums» en el coro.
Es mi secreta venganza, la de los malditos, que nos moriremos de risa, cuando desde el obispo al alguacil comiencen todas estas gentes felices, y ahora desesperadas, a llamar a Cristo y miren a sus bellos Cristos, que se ríen también desde la cruz, como damiselas desde la cama, porque no están crucificados y sus bocas son de coral, o de marfil sus lágrimas, y de jazmín su palidez. Nada podrá salvarles, y será una fiesta como la del Último Juicio.