El licenciado Pachón

Cuando el médico llegó, dijo que no había remedio, que cómo era que no le habían avisado antes, aunque estos males del corazón o grandes causones no dan tiempo a prevenir las artes de la ciencia para su aplicación. Y entonces avisaron al licenciado Ximénez para que viniera con la Unción, y se la dio.

La viuda lloraba sobre la cama y el licenciado decía:

—No llore, mi señora doña Ana, que buen cristiano era y a buen puerto habrá llegado.

Y preguntó por las hijas, y doña Ana dijo que allá dentro estaban llorando su orfandad, pero que como ella iba a amortajar el cadáver quería estar sola para que las hijas no vieran las vergüenzas de su padre.

—Yo os puedo ayudar.

—Llegará en seguida mi hermana, la mujer viuda del sedero Bustos, señor licenciado.

Y ya estaba allí y entraba ya en la alcoba jesuseando, y el licenciado Ximénez rezó una oración y preguntó a qué hora las misas y el entierro.

—Como Vuestra Reverencia quiera, que yo no acierto.

Se oyó luego bajar las escaleras al licenciado Ximénez hasta su cuarto del primer piso, desde este tercero, y doña Ana y su hermana desnudaron entonces al cadáver y trajeron agua y lo lavaron.

—Primero, las manchas de la Unción de estos perros cristianos, y quita de ahí al Engañador —dijo doña Ana, señalando al crucifijo que estaba sobre la cama. Y entraron las hijas con la ropa nueva y ayudaron a lavar al padre y rezaron el Talmud y las oraciones de los muertos: «Oh Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, que este siervo tuyo duerma el eterno sueño con sus padres, en tu seno». Y cantaban bajito, sorbiéndose las lágrimas:

 

Muerte que a todos convidas
dime qué son tus manjares
Son tristezas y pesares
altas voces doloridas
Yo soy la muerte, que aparto
entre los que bien se quieren
los recojo con mi manto
y los llevo donde ver no se pueden.

 

Y Sara, la hija pequeña, estaba guardando la ropa y las alhajas en maletas y sacos de viaje.

—¡Ah, mi señor y mi dueño! —decía doña Ana—. No te dejaremos en manos de infieles, aunque tengamos que huir de esta ciudad y de estos Reinos. ¡Ah, día maldito el que vino a vivir a esta casa el licenciado Ximénez, canónigo y calificador de la Inquisición malvada! Ya nunca reposaste, pensando en ser descubierto, pero, ahora, que estás en el seno de Abraham, descansa de la persecución canina. Mas ¿qué será de nosotros, cuatro pobres mujeres?

Pero ya estaba en el patio Benjamín con la galera. Bajaron el cadáver y las maletas y partieron con ánimo de llegar hasta Medina donde el hermano del muerto las ocultaría. La noche era fría y la galera retumbaba por las calles de Valladolid, al romper la película de hielo que la escarcha iba formando. Pasaron bien las rondas y ya se alejaban de las últimas casas cuando una cuadrilla de corchetes dio el alto.

—¿Quién vive?

—Gente cristiana, que va al funeral del nuestro señor esposo y padre y hermano, que ha muerto en Medina por la voluntad de Dios.

Y Benjamín iba a arrear ya de nuevo las mulas, cuando se presentó, como salido de entre la noche, el licenciado Ximénez.

—¿A qué hora la misa y el entierro, mi señora doña Ana?

Los corchetes tomaron de su mano a las mulas y la galera dio la vuelta hacia la ciudad escoltada por ellos, hasta la calle del Obispo donde estaba el Santo Oficio.

—Cuando le di la Unción tenía la camisa limpia, recién puesta y todavía no estaba amortajado, pero era sábado. Y el Cristo de encima de la cama estaba cara a la pared —iba diciendo el licenciado a los alguaciles desde su mula.

—Aunque la casa entera hubiera olido a tocino, os hubiera descubierto —seguía diciendo, ahora a las cuatro llorosas mujeres y al muchachito Benjamín, que tiritaba—. Mi olfato, mi olfato.

Y se reía.

Porque sabía que en cuanto amaneciera y corriera la noticia, toda la ciudad diría: «Otra presa y descubierta del licenciado Pachón», como le llamaban con este nombre de perro de busca. Y a él esto le gustaba. Aunque esta presa se le había resistido, en verdad, y no la había podido coger viva. Ahora podía volverse a vivir a su casa de siempre; aquí, a la calle de Orates sólo había venido a buscar a esta liebrecilla, en cuanto se olió que era de la raza. Sólo a esto, y el muerto lo sabía. Y ahora también estas cuatro mujeres convictas de judaísmo, que, ya, ni lloraban siquiera, abrazadas al muerto y llamándole ahora por su verdadero nombre: no Francisco Sánchez, el platero, sino Isaac querido, queridísimo.