La indemnización
Ya ves lo que son las cosas, Manuel. ¿Viste que vino el alguacil esta mañana a mi casa? Pues vino a traerme tres mil duros, y no lo entiendo, porque ¿tú has visto, alguna vez, traer dinero a la casa de los pobres? Y ese dinero ha sido por lo del verano del año pasado, cuando aquel auto me mató el burro y me mandó al hospital. Tú no fuiste al juicio, pero uno de aquellos hombres vestidos de negro, como los curas y los muertos, el señor abogado, dijo que yo no iba por mi sitio, que iba por la izquierda. Yo le dije que por la derecha. Y él decía: ¿Por qué derecha? ¿Por donde se va o por donde se viene? ¿Quién está, ahora, a su derecha? ¿Y si se da la vuelta?
Bueno, esto fue antes del juicio, en casa de ese señor abogado y allí estaban los que me atropellaron y van y dicen: ¿es que no sabe usted que la carretera es para los coches? ¿Es que no oyó usted que pitamos? ¿Es que es usted idiota? Y tú sabes, Manuel, que yo no sé leer ni nada y que mi madre estuvo de loca, que se reía en la iglesia y decía que veía al ángel San Gabriel rezando el rosario con mi abuela. ¿Qué iba a hacer yo?
Firme aquí, usted, y en paz, dijo el señor abogado. Y firmé, pero no se acabó todo porque los polis vieron el accidente y como si no hubiera usted firmado nada, dice el más alto, y fíjate, entonces, el día que vino el Diego, el alguacil para decirme que tenía que ir a juicio, que no te acordarás porque estabas en el hospital a operarte de almorranas. Pero yo las tenía en el alma las almorranas y dije al Diego: que no quiero nada, Diego, que quien compró el carro y el burro podrá comprar otro y lo de los médicos pues en paz. Pero el Diego dijo que era la ley y al día siguiente fui a la Audiencia, y, de repente, te meten en una sala y allí estaba el señor abogado, pero los que me atropellaron no estaban. ¿Es que no firmó usted un papel?, dijo el señor abogado, y, luego, otro abogado, que decían que era el mío, volvió con que si por la derecha o por la izquierda, y yo no sabía, y va y dice: es imposible, con usted es imposible. Causa perdida. ¿Iba usted por su derecha? ¿A qué velocidad vendría el coche? ¿Qué marca era? ¿Quién lo conducía? Y yo dije: ¿y yo qué sé?
Y me acordaba de mi padre, ya ves, que tampoco sabía. ¿Para qué quería saber? La herencia que me dejó fue que dijese siempre: ¡mande usted!, y que fuese bien mandado. Y así he ido tirando, que bien mandado lo soy, ya lo sabes. Pero me temblaban las piernas, Manuel. Y entramos allí y se sentaron aquellos señores y yo también y empiezan a hablar y dice el del medio, el de la mesa a la que todos mirábamos: ¿Es usted Pedro García? Sí, señor, a mandar. Y dice: ¿jura usted decir la verdad? Y entonces ¿qué iba a decir yo, Manuel? Era mi sentencia de muerte, así que me puse de rodillas. Y el del medio se enfadó, encima. Póngase de pie, dice, que ¿quién lo entiende?, porque don Juan ya ves cómo le gustaba que nos pusiésemos de rodillas, para que te perdonase cuando se te escapaba la potra, la Estrella aquella. Y va y dice otra vez el del medio: conteste a lo que le pregunten. Y digo: sí, señor. Pero volvieron otra vez con que si por la derecha o por la izquierda, que, ahora, te parece fácil, pero allí no lo es, que se me borraba la carretera de la imaginación y dijo: ¡Bueno, cállese! Con usted es imposible. Sólo porque iba a contarles que yo no quería nada, que en paz. Y al final el señor abogado que era el mío, decía, dijo: Ya le avisarán.
Y de esto hace un año casi y cuando esta mañana llegó el Diego, mi mujer se echó a llorar: te llevan a la cárcel, dice. Pero no, ya ves. He llevado la carta al cura y me ha dicho: te indemnizan, Pedro. ¿Qué dice usted? Que te dan tres mil duros por lo del burro y tus heridas. ¿Y así porque sí, don Anselmo? Contigo es imposible, dice también el cura. Y por eso vengo a ti, Manuel, que tú tienes un chico empleado en la Vía que sabrá qué es esto, por qué esta lotería. ¿Desde cuándo dan dinero a los pobres, ya te digo? ¿No será un enredo, Manuel? Porque entre el burro, el carro y yo, aun perdido lo que he perdido: el ojo tuerto que tenía y lo de abajo que ya ¿para qué lo quería a mis setenta?, no valemos tanto, coño. Y a mí me escama y de esa gente de abogados, ni tampoco del cura, no me fío. La Petra, mi mujer, y yo pedíamos justo cuatrocientos duros para arreglar el tejado de la casa, que se nos viene encima, y ¿cuánto te dan más de lo que pides? Así que pregúntale a tu chico, el de la Vía, Manuel: es imposible que valgamos tanto el burro y yo, tú lo sabes. Y yo se lo regalo todo al señor abogado, a los que me atropellaron y al del medio de la mesa, con tal de no tener líos. Que la Petra y yo, con el patatar tenemos de sobra para comer y luego pues en invierno te vas a por algún haz de leña, crías unos conejos y en paz. Anda, escríbele a tu Urelio y pregúntaselo de parte del tío Pedro, el hortelano, que, le daba un nabo, de pequeño, cuando yo los vendía y me encontraba al Urelio en la calle. Y que te conteste pronto, le dices, para dormir tranquilos, si no es cosa de enredo o de broma, porque allí se reían mucho cuando me preguntaban lo de la derecha y la izquierda y se reían más cuando me arrodillé para que me mandasen lo que quisiesen. Hasta que se enfurruñó el del medio. Que tu Urelio entenderá estas cosas, porque tiene buena colocación en lo de la Vía.