8. LOS POSIBLES RESPONSABLES DEL «DESAGUISADO».

Lo oscuro y complejo de este informe de Smith y Callagan sobre la imagen de la Virgen —al menos para los profanos como yo en materia de técnicas pictóricas y de restauración— a punto estuvo de hacerme desfallecer. Me faltó el canto de una peseta para retirarlo del presente trabajo. Como he mencionado en páginas anteriores, sólo el afán por ofrecer un máximo de información sobre el misterio de la Señora de Guadalupe me ha forzado a transcribirlo casi en su totalidad. Espero que el paciente lector sabrá comprenderlo…

Es precisamente ese carácter angosto y farragoso del estudio de los norteamericanos lo que me ha movido a tratar de sintetizar en cuatro palabras el referido y polémico análisis «al infrarrojo».

Si no he comprendido mal, Smith y Callagan afirman que la figura de la Virgen —mejor dicho, parte de la figura— no tiene explicación. Su origen, en otras palabras, podría ser encajado dentro de lo «milagroso» o «sobrenatural».

Esa parte misteriosa e inexplicable —según los investigadores— abarca la cabeza, manos, túnica, manto y el pie derecho. El resto —rayos, orla de la túnica, las cuarenta y seis estrellas, los dibujos o arabescos de la túnica rosada, el broche que aparece al cuello, las pulseras, el moño o lazo del ceñidor, la línea negra que perfila el dorado, el pliegue inferior horizontal de la túnica, el ángulo verdoso del manto y que cuelga en el lado derecho, la luna y el ángel— fueron añadidos por manos humanas. Y los científicos se arriesgan, incluso, a señalar al «culpable»: el padre Miguel Sánchez.

En mi modesta opinión —y después de consultar a no pocos especialistas mexicanos— creo que Smith y Callagan se equivocan a la hora de citar al presunto retocador. El padre Miguel Sánchez —que, dicho sea de paso, no fue franciscano, como apuntan los norteamericanos, sino sacerdote del clero diocesano— escribió el libro que citan Smith y Callagan en el año 1648. Es decir, poco tiempo después de la catastrófica inundación de 1629 y que, como ya he comentado, hizo que la tilma que se guardaba en la ermita del Tepeyac fuera trasladada hasta la ciudad de México. Aquí permaneció varios años y, posteriormente, en 1634, devuelta al cerro.

Como muy bien afirma el padre Cervantes Ibarrola, «es innegable que el padre Sánchez da pie para pensar que puso mano en la imagen, retocándola o pintándola sobre el modelo de la Mujer del Apocalipsis».

En el referido libro de M. Sánchez pueden leerse, por ejemplo, párrafos como los siguientes que, efectivamente, resultan sospechosos:

… yo me constituí Pintor devoto de aquesta santa Imagen, Escriviéndola; he puesto el desvelo possible. Copiándola; amor de Patria, Dibujándola; admiración cristiana, Pintándola; pondré también la diligencia, Retocándola…

Sin embargo, tres grandes escritores guadalupanos que conocieron personalmente al padre Sánchez —Becerra Tanco, Lasso de la Vega y el padre Florencia— no hacen la menor alusión a los supuestos retoques. Si el padre Sánchez hubiera sido el autor del desaguisado, en las crónicas de la época aparecería como tal. En este sentido, el citado padre Florencia, refiriéndose al libro de Sánchez, nos da ya una pista: «… su lectura —dice— es enmarañada y difícil, por lo cual se hizo necesario entresacar lo verdaderamente histórico de entre la entretenida y curiosa amenidad de floridas erudiciones».

En otras palabras: que el amigo Sánchez no era muy de fiar como historiador…

Descartado entonces el padre Miguel Sánchez como verdadero autor de los añadidos y retoques a la imagen de la Virgen, ¿quién o quiénes pudieron llevar a cabo el trabajo? Y, sobre todo, ¿cuándo?

No fue fácil despejar ambas incógnitas. En realidad, ni los más eruditos autores tienen seguridad absoluta sobre la personalidad de dicho personaje o personajes. Hay sospechas, nada más.

Lo que sí parece claro —y pude confirmarlo durante mi estancia en México a través de numerosas obras y de las opiniones de los historiadores— es que los añadidos se practicaron en dos épocas muy distintas y distantes en el tiempo.

En primer lugar, en el siglo XVI y poco tiempo después de la misteriosa aparición de la imagen en el ayate de Juan Diego.

Por último, en el siglo XX.

En aquel primer momento —y según todos los indicios—, las manos humanas llevaron a cabo la mayor parte de los retoques.

Basta con estudiar los más antiguos y destacados testimonios escritos, pictóricos y escultóricos que se conservan por el mundo sobre la imagen de la Guadalupana para deducir que tales añadidos tuvieron que ser realizados poco después de la enigmática “impresión” de la imagen en capa del indio.

Y por aquello de no fatigar al lector con otro aluvión datos sobre el particular, me limitaré a enunciar —por orden cronológico— aquellos documentos principales en los que se describe a la Virgen tal y como hoy la conocemos; es decir, y según los descubrimientos de los científicos norteamericanos, con los añadidos incluidos:

1) El propio Nican Mopohua, del sabio indígena Antonio Valeriano. Fue escrito poco después del gran acontecimiento. Más o menos, hacia los años 1560 según algunos autores y entre 1545 y 1550, según otros. Como se aprecia en el capítulo del Nican dedicado a la descripción de la imagen, ésta se presentaba ya a la vista de todos con los rayos, luna, ángel, lazo, estrellas, etc., que, repito, son fruto de los pinceles humanos.

2) La célebre imagen que se venera en la actualidad en la localidad italiana de Aveto. Dicho estandarte fue regalado por Felipe II a Andrés Doria, que lo tuvo a su lado en la batalla de Lepanto. El hecho nos sitúa en 1571. Si tenemos en cuenta que en la confección de la imagen y en su traslado a España pudieron transcurrir, como mínimo, dos años, la “descripción pictórica” que nos presentan de la venerada Virgen de Guadalupe, en Aveto, se remonta a unos treinta y ocho años después del suceso de “las rosas de Castilla”.

En esta Virgen de Aveto aparecen los mismos detalles que vemos en el original, con una excepción: los rayos o resplandor que nace a lo largo de todo el cuerpo de la Señora se prolongan por encima de la cabeza, cerrándose en pico[50].

3) El grabado de madera que suele reproducirse en el libro del eminente historiador Becerra Tanco —Felicidad de México—, y en el que se nos presenta la ya conocida imagen de la Guadalupana, con todos los retoques en cuestión. Según los expertos, el grabado pudo ser ejecutado en España entre los años 1590 y 1620. Con excepción de la corona, las tres imágenes de la Virgen que reúne el libro son exactas a la que han analizado Smith y Callagan.

4) La imagen guadalupana del magnífico mosaico en pluma, que se conserva en el Museo Michoacano de Morelia y que fue elaborada —según los especialistas en la materia— hacia 1590. Salvo las lógicas excepciones de las cuarenta y seis estrellas del manto y de los dibujos o arabescos de la túnica, el resto de la imagen es igual al que hoy se venera en la basílica del Tepeyac.

5) Pocos años más tarde, en 1612, fray Alonso de la Oliva hizo pintar una pequeña copia —no muy galana— con el fin de situarla en su misión de San Francisco de Conchos, en el actual estado mexicano de Chihuahua. Era una imagen idéntica —yo diría que “gemela”— a la actual[51].

6) Las llamadas Informaciones de 1666. No voy a extenderme ahora en tales documentos, que constituyen una pieza básica a la hora de demostrar la realidad física e histórica del indio Juan Diego, puesto que dedico un amplio “informe” a tales hechos en mi segundo libro.

Sí diré —a título puramente informativo— que en dichas Informaciones, que no fueron otra cosa que una serie de encuestas e interrogatorios entre los indios, españoles y criollos sobre el “milagro de las rosas”, los ancianos indígenas de Cuautitlán (pueblo natal de Juan Diego) declararon a los “investigadores” eclesiásticos que, desde siempre, habían conocido la imagen de la Señora de la misma forma y manera como se conservaba en las fechas de las mencionadas Informaciones de 1666.[52]

Entre estos indios, uno de los más ancianos —Gabriel Xuárez, de 110 años— certificó que «de la mesma manera que la vido (hace) ahora ochenta, y noventa años la vido hace dos años, sin perder punto de sus colores, y hermosura».

Este dato nos traslada, aproximadamente, a 1580.

De semejante manera, los siete testigos indios restantes declararon también ante los responsables de la «información» que debía ser remitida a Roma sobre el suceso del Tepeyac. Y afirmaron textualmente: «… la imagen se conserva con las mismas colores de su Rostro, Manos, Ropage y Túnica, y Manto, Nubes blancas, Estrellas y Rayos».

Estos testigos no mencionan la luna ni el ángel.

Los otros once declarantes —letrados o notables, mexicanos los más y varios de ellos nacidos y criados en la Ciudad de México— respondieron de idéntica forma que los testigos indios. Diez de ellos, además, afirmaron que el «seraphin» que está a los pies de la imagen se conservaba muy bien.

Tres de estos criollos y españoles hacen, incluso, en las Informaciones de 1666 una puntualización que resulta de suma trascendencia para aquellos que niegan que la imagen de la Virgen haya sido retocada jamás.

Este Testigo —afirman— no ha sabido, oído, ni entendido de persona alguna, que desde la aparición de dicha Santa Imagen, se le hayan renovado por ningún artificio de Pintor los colores de su Sacratíssimo Rostro, Cuerpo y todo lo demás de que está adornado su Santíssimo Retrato.

Las últimas investigaciones de Smith y Callagan no dejan en muy buen lugar a estos tres testigos del siglo XVII. Aunque también es más que probable que los retoques y añadidos fueran hechos en el más riguroso de los secretos. Ello justificaría las declaraciones de estos notables del lugar. Pero dejemos para el final de este capítulo las teorías sobre las posibles razones que movieron a los eclesiásticos del siglo XVI a retocar la imagen inicial…

7) A la hora de «reforzar» las Informaciones de 1666, los encargados de la investigación solicitaron también el concurso de especialistas. Y entre los primeros que acudieron a «dar fe» de la realidad de la sagrada imagen se encontró un equipo de «médicos». Los tres galenos en cuestión fueron Luis de Cárdenas Soto, Jerónimo Ortiz y Juan de Melgarejo, todos ellos catedráticos de la Real Universidad.

Como buenos científicos, lo primero que hicieron fue establecer, con meticulosa metodología, el objeto y razón de sus investigaciones. (El doctor Melgarejo, precisamente, era catedrático de Metodología).

Pues bien, los tres «protomédicos» de la «Nueva España» —que examinaron el lienzo por ambas caras— declararon el 28 de marzo de 1666 «que es inexplicable su conservación, en un ambiente tan corrosivo, que no ha sido suficiente a apagar lo brillante de las estrellas que la adornan, ni a ofuscar la luna… sólo logrando la porfía en lo sobre puesto que algún devoto afecto quiso por adornar con el arte de añadir a los rayos del Sol oro, y a la luna Plata, haciendo presa en éstas poniendo la plata de la luna, negra, y el oro de los rayos desmayarlo y deslucirlo con hacerlo caer por sobre puesto. Pero el original de las estrellas, a el oro propio de su vestido, a el colorido de su rostro, y a la viveza del colorido de sus vestiduras, los ha venerado…».

Por último —y por no alargar más la lista de testimonios en los que las descripciones de la imagen coincide con la que hoy se venera en el altar mayor de la gran basílica mexicana— me referiré a las doce hojas que escribió el licenciado Luis Becerra Tanco en este mismo año de 1666 y que presentó al cabildo de la catedral de México. Once años más tarde, una vez fallecido, el documento —titulado Felicidad de México en el principio y milagroso origen del santuario de la Virgen María de Guadalupe— fue publicado por su amigo Antonio de Gama. En este trabajo, Becerra Tanco describe la imagen tal y como hoy podemos contemplarla en el Distrito Federal. El libro, por cierto, alcanzó hasta dieciséis ediciones; dos de ellas en España y en el propio siglo XVII.