Graue: el médico que le habló a la imagen.
Desplazarse por México capital —por el gigantesco Distrito Federal—, con sus casi diecisiete millones de habitantes, es, cuando menos, angustioso. Y si uno se ve en la necesidad de hacerlo durante la noche, todas las recomendaciones son pocas. Al margen del alto índice de delincuencia existente en algunas áreas de la gran ciudad, las distancias resultan ya tan largas[108] que, a pesar de los tres millones de «carros» o vehículos que suman el parque automovilístico de la capital federal, en numerosos barrios o colonias, tropezar con un taxi libre es soñar. Así que, cuando el doctor Graue me citó, bien entrada ya la tarde, en su casa de la colonia de Las Lomas de Chapultepec, no tuve más remedio que alquilar los servicios de un amigo taxista. Tal y como yo suponía, mi conversación con el prestigioso oftalmólogo se prolongaría hasta bien entrada la noche.
Don Enrique Graue no disimuló su curiosidad al ver a aquel periodista español, armado de sus cámaras fotográficas, magnetófono y cuaderno de notas, dispuesto a «saber cosas» sobre el supuesto prodigio en los ojos de la Virgen de Guadalupe. Y encajó el intenso interrogatorio con tanta paciencia como amabilidad.
—Doctor, han pasado más de seis años desde su última exploración de los ojos de la imagen de la Señora de Guadalupe. ¿Qué opina ahora, en 1981, sobre ese enigma?
—En primer lugar debo aclararle que yo era un incrédulo. Es decir, soy cristiano, apostólico y romano, pero también soy un científico… Durante mucho tiempo estuvieron pidiéndome que fuera a ver los ojos y que diera mi opinión, pero siempre rehusaba.
—¿Porqué?
—Ya le digo que, sobre todo, me considero un científico y esas extrañas historias de un «hombre con barba» en los ojos de la imagen me parecieron insostenibles. Decían, incluso, que podía tratarse del indio Juan Diego. Por aquellas fechas se levantó en México una cierta corriente para tratar de canonizar al vidente del Tepeyac y yo pensé que la imagen en los ojos de la Virgen, entonces no se hablaba de córneas, podía obedecer precisamente a ese afán por lograr la citada canonización. Total, que mis amigos seguían insistiendo y yo rechazaba una y otra vez la propuesta para analizar el lienzo. Me daba pena desilusionarles…
«Hasta que un buen día, aquella gente insistió y me cercó de tal forma que no tuve más remedio que aceptar. Pero lo hice con una condición: debería examinar la imagen sin el cristal que la protege. De esta forma podría evitar reflejos y comprobar la naturaleza y contextura del ayate. No le voy a negar que sentía una profunda curiosidad. Jamás me había acercado de esta forma a la imagen de la Virgen…
»Les pedí, además, que instalaran un pequeño andamiaje y que la observación pudiera hacerse durante la noche.
—¿Por qué razón?
—Yo llevaba aparatos eléctricos y, sobre todo, porque los oftalmólogos trabajamos mejor en un cuarto oscuro. Así se evitan los posibles reflejos exteriores y conseguimos que la pupila se dilate. Como usted sabe, la pupila del ojo, ese «agujero» que aparece rodeado por el iris, está contrayéndose constantemente. Cuando hay luz se contrae y en la oscuridad o en la penumbra se dilata. Entonces, para poder examinar el fondo del ojo sin necesidad de utilizar un colirio[109], es mejor el cuarto oscuro.
»Me citaron a las nueve de la noche y acudí acompañado de un ayudante del hospital donde soy director[110].
—¿Recuerda qué instrumental llevó en aquella ocasión?
—Oftalmoscopios, un microscopio de mano y una pequeña cámara fotográfica.
—¿Acopló usted la cámara al oftalmoscopio?
—Bueno, verá usted lo que pasó. Para mí, aquella primera visita a la basílica fue una completa desilusión. El armazón que me habían puesto se encontraba en muy malas condiciones. Era hasta peligroso subirse allí. Le estoy hablando, claro, de la antigua basílica. Pero, en fin, conseguí situarme en lo alto del andamio y, ¡oh sorpresa!, la urna estaba cerrada a piedra y lodo… No habían retirado el cristal, tal y como yo había solicitado.
»Total, que me bajé muy enojado. Había allí un sacerdote y me preguntó: “¿Por qué se baja tan pronto, doctor?”. Le respondí que aquéllas no eran las condiciones que había pedido y que me parecía una burla. Y que se lo comunicase así al abad de la basílica, el señor Schulenburg.
—¿Y se marchó?
—Sí, claro. Me fui volando. Al día siguiente empezaron a telefonearme y a rogarme que volviera. Pero yo, muy digno, me negaba. Hasta que a los quince días me llamaron nuevamente, asegurándome que todo estaba tal y como yo quería. La verdad es que con aquella primera visita me di cuenta que los aparatos que yo había llevado hasta el templo resultaban inútiles. La explicación era muy simple. Los oftalmoscopios eran eléctricos, de gran potencia, y allí no había enchufes. Así que no hubiera podido utilizarlos.
»Esto me sirvió para corregir el problema y en la segunda visita a la basílica todo estaba en orden: alargadores para conectar a la red eléctrica, un andamiaje como dios manda, etc. Y comencé mi exploración de los ojos…
—¿Le quitaron el cristal?
—Sí y me emocioné al ver tan cerca a la Guadalupana…
—¿Por qué? Usted me ha dicho hace unos minutos que no creía demasiado en el «milagro» de los ojos…
—En ese sentido tiene usted razón, pero la Virgen de Guadalupe, al menos para nosotros, los mexicanos, es mucho más que una Virgen: es una bandera.
—Estamos hablando de 1974…
—En efecto. Después, en 1975, la analicé de nuevo y años más tarde acompañé a la imagen en su traslado a la nueva basílica.
—Bien, ¿y qué fue lo que vio?
—Todo y nada.
Don Enrique Graue me miró divertido. Y prosiguió
—… Empecé a examinarlo todo, pero no quise ver los ojos. Me interesaba primero saber cómo estaba el ayate y cuál era su grado de conservación. Yo había leído que, a pesar de sus 450 años, el tejido se mantenía muy bien y como científico, necesitaba constatarlo por mí mismo.
—¿Y cuál fue su impresión?
—La conservación es magnífica. Me he interesado mucho por el arte y puedo asegurarle que, después de mirar y remirar el ayate durante una hora, resulta incomprensible que un pintor pudiera llevar a cabo una pintura así en un tejido tan tosco. Si usted se aproxima a la tilma como yo lo hice se dará cuenta que allí no existe aparejo. Aquello, sinceramente, me maravilló.
—¿Y no exploró los ojos?
—Sí, eché un vistazo, pero fue en la segunda visita cuando me dediqué de lleno a ellos. Y comprobé varias cosas, a cual más sorprendente. Por ejemplo, las imágenes que aparecen en el ojo derecho están perfectamente enfocadas. Las del izquierdo, en cambio, están desenfocadas. ¿Por qué?, me preguntará usted. Pues muy sencillo: porque el ojo izquierdo de la Virgen estaba en aquellos instantes un poquito más atrás que el derecho, respecto a la persona o personas que estaba contemplando. Esos milímetros o centímetros de diferencia son más que suficientes como para que el objeto que se observa quede fuera de foco. Y yo le pregunto: ¿a qué pintor se le hubiera ocurrido una cosa así, en el caso de que ese supuesto falsificador hubiera decidido colocar una miniatura en el interior de los ojos de la Señora?
—Entonces, ¿usted vio algo en los ojos de la imagen?
—Sí. Allí hay una figura humana. Eso está claro.
—¿Qué clase de figura?
—Bueno, la de un hombre barbado…
—¿Y no puede ser una ilusión óptica o el resultado de la casualidad?
—No. Yo he investigado después cientos de pinturas y en casi todas he visto cómo el artista ha tratado de darle vida a los ojos de sus personajes, pintando en la zona de las córneas una comita blanca que sigue precisamente la curvatura de dicha córnea. Pero lo curioso de estos reflejos en los ojos de la Virgen de Guadalupe es que se presentan en la cara anterior de la córnea y en el cristalino. ¿A qué pintor se le hubiera ocurrido hacer algo así en el siglo XVI o XVII? Entonces no se había descubierto la triple imagen de Purkinje-Samson…
—¿Esto lo «descubrió» usted en la segunda visita?
—Efectivamente. En la primera exploración, como le digo, centré mi atención en la naturaleza del tejido y de la pintura.
—¿Y no sintió la tentación de examinar los ojos?
—Sí. Y lo hice para comprobar una cuestión que alguien me había comentado. Tomé el oftalmoscopio y lancé el haz de luz al interior del ojo. Y quedé atónito: aquel ojo tenía y tiene profundidad. ¡Parece un ojo vivo!
—Pero eso es inexplicable en una supuesta pintura…
—Totalmente inexplicable.
—Permítame que insista: ¿está usted seguro que en los ojos de la imagen aparece un busto humano?
—Absolutamente seguro. No he sido yo el único que lo ha visto. En el ojo derecho, y en un espacio aproximado de cuatro milímetros, se ve con claridad la figura de un hombre con barba. Ese reflejo se encuentra en la cara anterior de la córnea. Un poco más atrás, el mismo busto humano queda reflejado en las caras anterior y posterior del cristalino, siguiendo con total precisión las leyes ópticas. Más concretamente, la llamada «triple imagen de Samson-Purkinje». Este fenómeno, repito, es lo que proporciona profundidad al ojo.
—¿Y en cuanto al izquierdo?
—Allí pude ver la misma figura humana, pero con una ligera deformación o desenfoque. Este detalle resulta muy significativo porque, como le citaba antes, ello concuerda plenamente con las leyes de la óptica. Sin duda, ese personaje se hallaba un poco más retirado del ojo izquierdo de la Virgen que del derecho.
—¿Qué oftalmoscopio utilizó usted en aquella oportunidad?
—Un Keeler de gran potencia. Aproximadamente, de unas doce dioptrías de aumento. Pero le diré algo que comprobé en las sucesivas exploraciones. Cuantos más aumentos utilizaba, más diluida salía la imagen. Se perdían los colores y la trama quedaba muy visible Lo ideal, desde mi Punió de vista, era utilizar unos cuatro aumentos.
—¿Qué fue lo que más le llamó la atención en las distintas investigaciones sobre el ayate original?
—Yo le diría que, más aún, incluso, que la presencia de esa figura humana en las córneas, lo que me animó a seguir fue la luminosidad que se aprecia en la pupila.
—¿En ambos ojos?
—Sí, pero todo se ve con mayor precisión en el derecho. He efectuado infinidad de pruebas en pinturas y jamás he observado ese fenómeno. Uno pasa el haz de luz en los ojos de la Virgen de Guadalupe y ve cómo brilla el iris y cómo el ojo adquiere profundidad. ¡Es algo que emociona!
»Fíjese hasta qué punto le recuerdan a uno los ojos de una persona viva que, en una de aquellas exploraciones, y estando yo con el oftalmoscopio en plena observación, inconscientemente comenté en voz alta, dirigiéndome a la imagen: “Por favor, mire un poquito para arriba…”.
»Como usted habrá visto, la Virgen tiene los ojos ligeramente inclinados hacia abajo y hacia la derecha y yo, ensimismado con aquella luminosidad y profundidad, me olvidé que se trataba de una imagen y le hice aquel comentario, pensando que estaba ante un paciente…
—En suma: ¿diría usted que parecen los ojos de un ser vivo?
—Si no fuera porque sé que se trata de una imagen, si.
—¿Y qué explicación le encuentra a todo esto?
—Ninguna. ¿Por qué ese brillo? ¿Por qué la triple imagen de Purkinje-Samson en los ojos? ¿Por qué esa sensación de profundidad?
—Algunas personas afirman que ese «hombre con barba» es el indio Juan Diego. ¿Cuál es su opinión?
—En cierta ocasión, uno de los representantes del abad de la basílica se acercó a mí y me pregunto: «Doctor, ¿ya vio usted a Juan Diego?». Recuerdo que le respondí: «Mire usted, mi querido amigo, yo he visto a un hombre. Parece el retrato de un hombre barbado, pero no lleva ningún cartel que diga “Juan Diego»…”. Y le dije más: «… Sinceramente, no creo que ese busto humano sea el del indio Juan Diego». «¿Por qué?», me preguntó el sacerdote. «Muy sencillo: los indios no tenían barba. Eran lampiños».
—¿Tiene usted alguna idea de quién podía ser ese personaje?
—No.
—Pero el «hombre con barba» está ahí…
—Sí, eso es indiscutible. Y estaba muy cerca de los ojos de la Señora.
—¿Cómo lo sabe?
—Usted mismo puede hacer la prueba. Ilumine fuertemente el rostro o el busto de una persona y sitúela a 30 o 40 centímetros de sus ojos. Si una tercera persona se aproxima a su cara o le saca una foto a sus ojos, allí se verá, reflejado por tres veces, el busto de esa persona que está intensamente iluminada. Se han hecho muchas pruebas fotográficas y en todas ellas surgen las conocidas imágenes de Purkinje-Samson.
—¿Y es preciso que la persona o cosa iluminada esté a 30 o 40 centímetros?
—Sí. En caso de hallarse más retirada, difícilmente quedará reflejada en las córneas y cristalinos. Por eso este personaje con barba ha quedado en los ojos de la Virgen: porque estaba muy cerca de sus ojos.
—Hay algo que no entiendo, doctor…
—¿Qué es?
—Si ese personaje con barba quedó misteriosamente reflejado en los ojos de la Virgen en 1531, y si tales reflejos pueden ser observados casi a simple vista o con la ayuda de una lupa, ¿por qué nadie los vio en los siglos pasados?
—No sé decirle. Lo que sí está claro es que la triple imagen de Purkinje no fue descubierta hasta finales del siglo XIX.
—Como científico, ¿defendería usted esa triple imagen de Purkinje-Samson en los ojos de la imagen?
—En cualquier parte… Desde el punto de vista de la física óptica, en el ojo derecho de la Virgen de Guadalupe se está reflejando la figura de un hombre con barba. Y en el izquierdo, esa misma imagen, también de acuerdo con las leyes ópticas, aparece ligeramente desenfocada.
—Doctor, ¿cree usted en los milagros?
Fue la primera vez que el prestigioso oftalmólogo dudo.
—Mire, estimado amigo, como médico me cuesta trabajo…
—Le haré la pregunta más directamente: ¿piensa usted que la presencia de ese busto humano en las córneas de la imagen de Guadalupe puede ser un milagro?
—Un milagro va contra las leyes físicas y naturales. Y esto no rompe dichas leyes. Lo que ocurre es que un fenómeno así no resulta fácil de asimilar por una mente racional y académica como la mía…
—Entonces, ¿de qué podemos hablar?
—Humildemente le digo que no lo sé. Es un hecho inexplicable.
Preferí dejar ahí esta primera entrevista con el doctor Graue. Muchas de mis dudas, sinceramente, parecían disueltas.