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UNA RADIACIÓN SALIÓ DEL CADÁVER
Confieso que me costó entender el proceso de la «tridimensionalidad». A estas alturas de mis investigaciones en torno a los hallazgos de la NASA sigo dudando…
Los norteamericanos, tal y como adelantaba en el arranque de esta recopilación, habían quedado aturdidos cuando las computadoras «ventilaron» la cuestión con una imagen. Pero «aquélla» no era una imagen cualquiera…
Se trataba de las huellas de la Síndone… ¡En relieve! A pesar de tener dicha imagen en mis manos, y de escrutarla hasta el cansancio, seguía sin comprender…
Luego supe —y no oculto que ello me consoló lo suyo— que a muchos de los científicos de Pasadena y Colorado les había sucedido tres cuartos de lo mismo.
Intentaré, pues, explicar dicho proceso de «tridimensionalidad», tal y como tuvieron que enseñármelo a mí mismo.
Quizá el ejemplo más gráfico lo tenemos en una simple fotografía.
Si nos sacan una foto corriente, vestidos con chaqueta negra y camisa blanca, la blancura de la camisa y la negrura de la chaqueta en el retrato no dependen de su mayor o menor distancia al objetivo de la cámara. Está claro.
Esa fotografía, en suma, no tiene «tridimensionalidad». En la imagen que aparece en la Sábana de Turín no pasa esto.
Según los técnicos que trabajan para la NASA, en el lienzo, el grado de intensidad de la imagen está en función de la distancia del cuerpo al lienzo.
Esta imagen, en fin, sí es tridimensional.
Y adelantemos la «clave» del descubrimiento: según los científicos, el grado de intensidad de esa imagen que ha quedado impresa en la sábana es inversamente proporcional a la distancia del cuerpo a dicha tela. O, lo que es lo mismo, cuanto más pegado o próximo se encontraba el lino al cadáver de Jesús de Nazaret, menos registró la huella.
Pero sigamos, porque el misterio no ha hecho más que empezar…
Las pruebas que desarrollaron los cow-boys, como podrá comprenderse, fueron tantas, que no quedó cabo suelto.
Y la definitiva volvió a protagonizarla el para mí simpático VP-8.
Aplicaron el analizador de imagen a una fotografía de tamaño natural del lienzo, y, por enésima vez, el resultado fue el mismo: «aquello» era tridimensional.
En cambio, no ocurrió lo mismo al aplicar este ingenio técnico a unas simples fotografías del papa Pío XI, tanto en positivo como en negativo.
Al «pasar» el VP-8 sobre dichas placas, éstas arrojaron unas vistas desastrosas del pontífice.
Los ojos aparecían hundidos; la nariz, achatada, y el brazo, como aplastado dentro del pecho. En otras palabras, allí no había «tridimensionalidad» ni nada parecido…
Y aunque, en este caso particular, no soy muy amante de entrar en detalles técnicos y matemáticos, dada la extrema complejidad de los mismos, haremos, sin embargo, una rápida «incursión» a la trama sobre la que se ha tejido la investigación.
El estudio —principalmente a cargo de John P. Jackson, Eric J. Jumper, Bill Mottern y Kenneth E. Stevenson— se prolongó en esta primera fase por espacio de tres años. Tres largos años de silencio y meditación. Nadie supo lo que ocurría en aquellos laboratorios de Colorado y California…
Hoy, estos científicos han revelado que en el análisis de dicha tridimensionalidad «trabajaron» muy activamente…, las mejores computadoras de los Estados Unidos. Nada más y nada menos.
«Y mediante el uso de esos ordenadores —de la última "generación"— se ha revelado que la imagen de la Síndone está impresa en relieve, en el sentido de que la información que define los contornos espaciales del cuerpo de Jesús están codificados en los niveles variables de intensidad de la imagen».
Sigamos intentando «traducir» estos tecnicismos:
Para empezar —y puesto que el lienzo original no sería facilitado por la Iglesia a los expertos de la NASA hasta finales de 1978—, los norteamericanos hicieron sus experiencias y análisis sobre una fotografía, a tamaño natural, de la conocida imagen. Pero fue suficiente.
Con la ayuda de este VP-8 —orgullo, dicho sea de paso, de los norteamericanos—, la totalidad de la imagen fue descompuesta en millones de puntos. Y a cada punto —de un diámetro microscópico (un micrón)— se le asignaron tres coordenadas. Las dos primeras son las cartesianas, que sitúan o localizan dicho punto en el conjunto del lienzo. La tercera corresponde al grado de intensidad luminosa de la imagen de Jesús en ese punto concreto.
Todo este material, así codificado, fue absorbido por una computadora. Y ésta se encargó —primero— de individualizar los del tejido: trama y urdimbre quedaron así reconstruidas y aisladas del resto. Y se vio, además, que eran idénticas a las usadas en la Palestina del siglo I.
A continuación, el ordenador ignora tales imágenes y se concentra sobre las correspondientes a la figura.
De esta forma, las fotografías resultantes arrojan una nitidez insuperable hasta el momento.
La experiencia —resumiendo— abarcó tres capítulos claves:
1. Medición de la distancia entre el cuerpo y la sábana.
2. Cálculo de la intensidad de la imagen.
3. Comparación de la distancia entre el cuerpo y la tela con la intensidad de la imagen en diversos lugares de la Síndone.
Para el primer apartado —¡Cómo saber qué distancia podía haber entre el lienzo y el cadáver de Jesús!—, los hombres de la NASA reconstruyeron la configuración del enterramiento, tal y como lo sugería el propio lino.
Y lo lograron, ¡Cómo no…!
Para ello cubrieron a un voluntario de altura y proporciones similares a la del Cristo con un paño similar al empleado por José de Arimatea.
Sobre el cuerpo de este voluntario se trazaron —con exquisito cuidado— las heridas y señales que aparecen en la sábana.
«… Una de nuestras máximas preocupaciones —explicaron los científicos— fue la más exacta colocación de la tela sobre el cuerpo del voluntario. Teníamos que asegurarnos de que todas las características y rasgos de la imagen fuesen situados sobre la parte correspondiente al cuerpo. Después obtuvimos dos fotografías: una, con la tela en posición, y la otra, sin dicha tela.
»A continuación —a partir de estas fotografías— se preparó un dibujo similar al cuerpo yacente. Utilizando este dibujo, constituía un procedimiento sencillo medir la distancia entre cuerpo y sábana, a partir de la línea de arrugas del modelo de sábana».
Para la segunda fase —es decir, la medición de la intensidad de la imagen que vemos en la Síndone—, los técnicos se valieron de un aparato llamado «microdensitómetro». De esta forma exploraron las huellas, a lo largo del recorrido de la «línea de arrugas». Esta «línea» señala los puntos más altos de contacto del cuerpo con el lienzo.
«Por último —concluyeron los cow-boys con gran satisfacción— representamos gráficamente la intensidad de la imagen con respecto a la distancia entre sábana y cuerpo y establecimos una relación entre los dos.
»Por tanto, resulta manifiesto que la imagen existente en la Sábana de Turín debe de ser equivalente a una superficie tridimensional del cuerpo de Jesús».
Esta aseveración tiene una enorme importancia. Como saben los profesionales y aficionados de la fotografía, las imágenes fotográficas ordinarias no pueden convertirse generalmente en relieves tridimensionales verdaderos. El proceso fotográfico no hace que los objetos filmados sean expuestos por la luz en relación inversa a la distancia de la cámara.
Por tanto, en la película no se registra información tridimensional.
Pero los norteamericanos —dispuestos a todo— sometieron al VP-8 dos fotografías de otros tantos cuadros famosos (copias de la imagen de la Sábana de Turín).
Todos los que trabajaban en este proyecto eran conscientes de que ningún falsificador podría haber codificado en pleno siglo I la información necesaria para conseguir esta imagen tridimensional. No tenía sentido…
Y los resultados sobre las copias fueron rotundamente negativos. El retrato de Cussetti señalaba —una vez sometido al analizador— una clara distorsión.
Por su parte, el del pintor Reffo se mostró igualmente descompuesto. El rostro quedó hundido, y la totalidad de la composición, claramente plana.
Si la ansiada tridimensionalidad no había sido lograda por dos reconocidos artistas del siglo XX, ¿Cómo aceptar que lo hubiera conseguido algún pintor o «mago» de los primeros siglos de nuestra Era?
Y de esta forma nació el gran reto a la tecnología espacial.
¿Cómo y quién pudo haber «colocado» esta misteriosa imagen tridimensional, y en negativo, de un cuerpo humano sobre un tejido de lino y en pleno siglo I?
Este hallazgo asombró y animó a los científicos de Pasadena. Aquella sábana, realmente, era algo «fuera de serie».
Habían demostrado —y era evidente— que la imagen contenida en un lino de hace dos mil años estaba en «negativo».
Y habían demostrado —y las fotografías posteriores lo terminaron de aclarar— que, además, esas huellas, de un cadáver, eran tridimensionales…
Personalmente necesité semanas para empezar a asimilar el problema.
Pero mis «circuitos cerebrales» saltaron en su totalidad cuando —para colmo— los hombres del Laboratorio de Propulsión de Pasadena y los capitanes y técnicos de la Academia de las Fuerzas Aéreas de Colorado Springs aseguraron públicamente —y lo demostraron, claro— que esa imagen del «hombre de la sábana» no pudo formarse por contacto.
Aquello era ya demasiado…
Y, naturalmente, medio mundo se hizo la misma pregunta. Si las huellas que todos conocemos no se formaron por contacto, ¿Cómo demonios están ahí?
Por pura lógica, lo primero que se le ocurre a uno es que la tela quedó manchada con la sangre, sudor u otros elementos químicos y orgánicos.
Pero no.
Según los hombres de la NASA, esa idea del «contacto» tiene que ser… absoluta… y definitivamente descartada.
No hubo contacto directo, pero sí una radiación o energía desconocidas para nosotros que «chamuscó» (scorching para los mencionados «vaqueros» USA) el lienzo, y uniformemente.
«Y esto es así —explican— porque, si el mecanismo se hubiera producido por contacto directo, la imagen de relieve creada por el "analizador de imagen" (VP-8) aparecería aplanada en la parte superior, en donde las zonas de contacto tendrían la misma elevación vertical».
Y como plataforma de esta afirmación mostraron un sinfín de cálculos matemáticos y físicos que habían desarrollado durante tres años y que ni siquiera me atrevo a sintetizar, dada mi proverbial nulidad en el planeta de las Matemáticas…
La revolucionaria hipótesis de los norteamericanos venía a coincidir, por otra parte, con las observaciones apuntadas por el médico inglés David Willis, que fue uno de los pocos admitidos el 22 de noviembre de 1973 por la Iglesia para contemplar «en vivo» el lienzo de Turín.
A raíz de aquella observación «sobre el terreno», el doctor escribía:
«Un detalle del que me di cuenta tan sólo a la vista en directo del lienzo, fue la importancia que adquiere el color de sus chamuscamientos, al compararlo con el de la imagen del cuerpo: ambos se difuminan imperceptiblemente en la porción de lienzo que los rodea…».
(Como se sabe, la sábana se vio afectada —a lo largo de su peregrinaje durante varios siglos— por incendios que llegaron a derretir parte del marco de plata en el que está encerrada, chamuscando una parte del lino).
Y la pregunta clave —a pesar de mis constantes intentos por esquivarla— volvía a presentarse ante mí, como si de un juego se tratase:
«Entonces, ¿Cómo y de qué manera se chamuscó aquella sábana?».
Y yo, una vez más, la evité. Y me distraje con otros asuntos.
Por ejemplo, con los innegables restos de sangre que cualquiera puede apreciar en la tela.
Si los científicos aseguraban que las huellas no se habían debido a un contacto directo, ¿Qué pintaban allí las clarísimas heridas, regueros y reguerillos de sangre?
Al poco de investigar sobre este particular, pude darme cuenta de que las manchas de sangre no tenían nada que ver con el resto de las huellas del cuerpo del Nazareno…
Me explicaré.
Si uno observa atentamente las heridas y plastones de sangre, caerá en una apreciación desconcertante:
Mientras las huellas del cuerpo forman un negativo fotográfico —tal y como ya hemos explicado—, las manchas de sangre son impresiones directas por contacto. Es decir, son positivas, desde el punto de vista óptico.
Mi cerebro volvió a desfallecer…
Además, los hematólogos más eminentes habían dictaminado categóricamente que allí no quedaban restos orgánicos de tal sangre. «Aquello» había sido sangre. Eso era evidente. Pero ya no había el menor vestigio químico u orgánico que pudiera demostrarlo…
Total, un manicomio.
Algunos médicos, incluso, a quienes consulté, me aportaron otro dato desconcertante.
Siempre resulta prácticamente imposible separar o despegar un solo coágulo de sangre de un pedazo de lienzo sin estropear la impresión dejada en él por la sangre.
¿Cómo habían permanecido entonces esas señales absolutamente nítidas sobre el lino de Turín?
¿Cómo era posible que después de más de 30 horas, en las que la sangre coagulada estuvo materialmente pegada a la sábana, los dos reguerillos en el dorso de la mano izquierda, los de los antebrazos, el gran manchón del costado derecho, los coágulos y regueros sobre las cejas, cabellos, etc., hayan quedado intactos?
Pero, aunque supusiéramos que todo ello se consiguió una vez levantada la mitad frontal de la sábana, quedaba aún la mitad dorsal, con sus meandros en la región occipital, la sangre de la zona solar, los dos reguerillos que se entrecruzan a lo largo de la cintura…
Y, por si esto fuera poco, ¿Cómo explicar que las señales registradas en la espalda no hayan aparecido aplastadas? Jesús, según los estudios médicos, pesaba unos 80 kilos. Tumbado sobre su espalda, aquel cuerpo —por mucha rigidez cadavérica que fijara sus músculos— tenía que gravitar sobre el lienzo subyacente con una presión que debería acusarse en una impronta sobre éste. La diferencia respecto a la impresión frontal tendría que haber sido más que notable.
Sin embargo —¡Oh sorpresa!—, los varios músculos dorsales no están aplastados sobre la sábana. Las huellas son uniformes. Ligerísimas. Tenues y casi difuminadas.
¿Cómo explicar esta «uniformidad» de impresión, tanto en la zona superior como en la inferior?
«Parece en verdad —reproduzco las opiniones de la Comisión de Expertos de Turín— como si el cadáver se hubiera "esfumado" o "vaporizado".»
Era como si aquel cuerpo se hubiera evadido del tejido al igual que un rayo de luz atraviesa un cristal: sin desgarrar los coágulos ni deformar las imágenes. Y era lógico sospechar que aquel lienzo —después de 36 horas— estuviera materialmente encolado al cuerpo…
Pero seguían naufragando mis deseos de hallar una explicación «lógica» y «razonable».
Y aquella interrogante volvía a materializarse:
«Una misteriosa radiación… Pero ¿Cómo?».
¿Cómo aceptar que un cuerpo muerto —con unas 36 horas sin vida— haya podido emitir (?) una energía o radiación? ¿Cómo…?
El sepulcro, además, debía de encontrarse en el instante de la radiación en la más absoluta oscuridad…
Un prestigioso arquitecto italiano, Nicola Mosso, realizó un interesante informe sobre este capítulo. Y afirma:
«El "hombre de la sábana", en el instante en que quedó impreso en el tejido —y misteriosamente en negativo— se encontraba en oscuridad absoluta. Efectivamente, no se observa en ninguna de las dos figuras traza alguna de sombras directas o indirectas, proyectadas por ningún foco luminoso externo».
Entonces, si no había una fuente externa de luz, ¿Dónde hay que localizar ese innegable foco de energía, radiación, calor o lo que fuera?
Sólo queda un camino. Al menos por ahora:
La radiación tuvo que partir del interior del cadáver.
Y llegan, como digo, los hombres de Pasadena y remachan el clavo:
«… Esa radiación desconocida para la Ciencia tuvo que ser igual en todos los puntos del cuerpo. Sólo así se habrían podido impresionar con la misma intensidad luminosa partes tan diferentes y distantes como la nuca y los pies.
»Y esa energía —prosiguen— sólo pudo arrancar del interior del cuerpo. De otra forma, ¿Cómo explicar que la espalda y pecho, por ejemplo, hayan sido "radiados" de idéntica forma y con la misma fuerza?
«Más claramente: todo el cuerpo del Nazareno fue foco…».
Y ante el asombro y —¿Por qué ocultarlo?— la irritación de los hipercríticos y agnósticos, los científicos de la NASA concluyen:
«Es muy posible que en el instante —quizá una décima de segundo— de la emisión de esa fuerza o radiación, el cuerpo del "hombre de la sábana" permaneciera ingrávido y radiante».
Eso quería decir que el Nazareno había levitado en el momento mismo de la radiación. Pero ¿Cómo alcanzar a entender…?
¿Fue ése entonces el instante preciso de lo que se ha dado en calificar como «resurrección»?
¿Pudo ser ésa —la enigmática y formidable radiación que emitió el cadáver— la que catapultó incluso la gran piedra redonda que cubría y sellaba el sepulcro?
Lo «infinitesimal» del momento del desprendimiento (?) de la radiación ha quedado demostrado también a finales de 1978, en el último Congreso celebrado por los expertos y científicos en Turín.
Por fin, una legión de sabios pudo chequear el lienzo original, sometiéndolo a cientos de pruebas e investigaciones. Y una de esas experiencias vino a demostrar que la radiación sólo había chamuscado una de las caras de la sábana y de forma totalmente superficial. Algo así como cuando a nuestras abuelas o madres se les olvidaba retirar las viejas planchas y aparecían los típicos chamuscados sobre el paño.
Unas investigaciones —dicho sea de paso— que, en breve, arrojarán nueva luz sobre este apasionante misterio.
Y aunque los científicos no hayan localizado todavía la explicación de esa fortísima radiación en el interior de una cueva herméticamente cerrada, no parecen, sin embargo, disconformes con la posibilidad real de que un cuerpo —por procedimientos que todavía desconocemos— «desaparezca» materialmente y «reaparezca» más tarde. Al margen de la fe religiosa y de la intención espiritual de la Resurrección, semejante fenómeno, insisto, es científicamente posible. La transferencia de la materia desde un punto a otro es posible a través de la desintegración de la propia materia, con la transformación de la masa en energía.
Se han llevado a cabo experimentos de este tipo con reacciones nucleares, y las radiaciones emitidas por el bombardeo atómico han impresionado imágenes, de forma muy similar a las de la Sábana de Turín.
Naturalmente, si admitimos la realidad de esa radiación —como así lo han probado los expertos de la NASA—, cabe imaginar también que la presencia de semejante y desconocida energía o fuerza pudo alterar los restos orgánicos y químicos de la sangre, sin empañar en absoluto las formas de los regueros, heridas, etc., que estaban ya impresos en el lienzo. La sangre —en otras palabras— había perdido su naturaleza, pero seguía grabada en el lino.
Llegados a este extremo —con la demostración científica de que la imagen de la Sábana de Turín no pudo surgir por contacto—, ¿Qué podía pensar de las diversas teorías, actualmente en vigor por el mundo, y que intentan «descafeinar» el hecho físico de la Resurrección?
Resumiré algunas de esas hipótesis, y el propio lector juzgará lo que considere más prudente:
1.a La Resurrección es objeto de fe y, por tanto, está fuera de la Historia: no hablemos de ella.
2.a Los discípulos sufrieron una alucinación patológica.
3.a Las apariciones del Resucitado son visiones neumáticas.
4.a La Resurrección no es más que el Kerygma: olvídense ustedes de la tumba vacía.
5.a Una resurrección es un mito transhistórico: la Historia no tiene nada que ver con eso.
6.a La resurrección de Cristo es una interpretación subjetiva.
7.a Cristo es la «Palabra». Anunciarla: eso es la Resurrección.
Para mí, como para todos aquellos que han empezado a bucear en estas investigaciones sobre el Nazareno, «algo» se distinguía ya con claridad en el horizonte:
En el interior de aquel sepulcro judío —hace dos mil años— se había registrado un acontecimiento que jamás ha vuelto a repetirse en toda la historia de esta Humanidad. «Alguien», con un poder poco común, había resucitado físicamente, en el más literal de los sentidos…
Y ahora, con la llegada del hombre a los primeros astros de nuestro Sistema Solar, empezamos a disponer de datos y pruebas científicas para corroborarlo.
Lo trágico es que, durante casi veinte siglos, muy pocos llegaron a darse cuenta de ello y —lo que es más importante— nadie pudo demostrarlo a la luz de la Ciencia o de la Razón.
Y a esta situación —incierta para los que carecían de fe— hubo que sumar, además, tan lamentables errores como las pésimas traducciones, que, sobre los Libros Sagrados, nos han ido legando.
Ahí tenemos —todavía en vigor— las desastrosas transcripciones de algunos de los párrafos de los Evangelios, que hacen alusión, precisamente, a la resurrección de Jesús de Nazaret…
Unos errores —como veremos en el próximo capítulo— que, involuntariamente, por supuesto, nos han mantenido sumidos en una triste oscuridad.