28
Aila lloró, gruñó y maldijo a todos y cada uno de ellos. Recorrió
el bosque sin rumbo fijo. Los árboles fueron testigo de su
desdicha, el viento intentó secar sus lágrimas, la tierra absorbió
la ira de sus pisadas y la oscuridad la abrazó para ofrecerle
consuelo. Nunca había sentido tanto dolor, nunca creyó sentirse tan
abandonada. Hasta ese momento.
Ninguno de los seres a los que había amado se había acercado a ella por amor: esa idea se repetía una y otra vez en su cabeza. A veces la expresaba a través de gruñidos, otras veces en silencio. Todos buscaban algo a cambio, todos la habían utilizado para sus propios fines. Su abuela la necesitó como arma contra el despecho que le había provocado su hija; su madre se desentendió de ella, pues su presencia le impedía codearse con la comunidad como una más; su padre apenas conocía el significado de la palabra «paternidad», y Daimh… ¡Daimh! Rugió furiosa para sí. Le había entregado su corazón sin pedir nada a cambio, pero se lo había devuelto hecho trizas. En su unión tan solo vio una alianza con un clan fuerte como el que dirigía su padre. Conocía de sobra a Daimh para saber que era tan leal a sus gentes que haría cualquier cosa para hacer fuerte a su clan, para mantenerlo unido y seguro. Le había escuchado hablar de estabilidad para las Highlands a través de alianzas como las que crearía de una vez por todas con los Mcleod de Lewis, en cuya cabeza se encontraba su tío Alistair. Lo que Aila nunca creyó es que esa alianza incluiría, en un futuro, a los Mcleod de Harris.
Cuando sintió que sus fuerzas comenzaban a flaquear, se derrumbó sobre un saliente que coronaba la montaña. Allí se abrazó las rodillas y dejó que sus ojos vacíos vagaran por el cielo que comenzaba a oscurecer y a inundar de estrellas la noche despejada. No supo cuánto tiempo llevaba allí cuando escuchó una respiración a su espalda. Se volvió con rapidez para toparse con Yvaine Mcleod. Su madre.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —le espetó, pues nadie podía encontrarla en el bosque si ella así lo deseaba.
—Olvidas de quién heredaste el don —le respondió sin resuello.
Al captar el agotamiento en su hija, creyó que podía sentarse a su lado sin ser rechazada. Aila se volvió hacia la oscuridad.
—Después de muchos años aprendí que, por mucho que haya abrazado la fe cristiana, una no puede dejar de ser lo que es.
—¿Egoísta?
—Aila, es posible que lo veas así —le respondió Yvaine abrazándose a su vez las rodillas e intentando que el dardo que le había lanzado Aila no minara su decisión de hacerse entender—, pero me gustaría que creyeras que todo lo que he hecho ha sido por amor. He preferido sufrir yo antes de que lo hicieran mis seres queridos.
—Estoy segura de que la abuela Nimue se sintió muy amada cuando decidisteis endosarle a vuestra hija y la mandasteis a vivir a las montañas. —La voz de Aila sonó débil pero clara como el mediodía.
—Amo a tu padre, Aila, es posible que ya hayas conocido la intensidad de ese sentimiento. Es un hombre con cierta tendencia a perderse. Yo soy su guía, no pude hacer otra cosa que quedarme a su lado, pues el amor que por él sentí fue el lazo que los elementos crearon para que no me desviara de mi objetivo. Los dioses así lo han querido —confesó—. Mi madre aceptó mi decisión a regañadientes. Me sorprendió que una mujer con su carácter permaneciera en Duvengan durante el tiempo que lo hizo. Cuando naciste, entendí el porqué. Te esperaba a ti. Yo me negaba a aceptar lo que parecía ser evidente. Intenté alargar la separación lo más que pude; hasta que el don que habías heredado, este don tan sumamente sobrenatural y fuerte que dominas, se hizo evidente. Tu padre, a pesar de su insensibilidad, es inteligente.
Aila bufó ante sus palabras, pero eso no amedrentó a Yvaine, que había deseado confesarse desde hacía más de una década.
—Entendió que poco podía hacer en contra de la Iglesia, y por eso me obligó a renunciar a mis creencias. No porque nos tema, sino porque teme lo que nos puedan llegar a hacer. El sacerdote del clan le aconsejó enviarte a las monjas. Los dos estuvimos de acuerdo en que no era lo mejor para ti. Fingimos enviarte a la isla de Iona, renunciando a ti para que pudieras crecer libre con tu don y que cumplieras los designios que los dioses te tenían guardados. Siempre te he querido, hija. No te dejé marchar por egoísmo, como puedes llegar a pensar, te dejé marchar por amor. Al igual que el amor, el miedo a perjudicarte hizo que permaneciera en Duvengan y no saliera a verte cada cierto tiempo. Renuncié a ti y me quedé junto a tu padre por el mismo motivo. Cuando nos llegó el mensaje que decía que un sacerdote iba a ajusticiarte por brujería, creí que moriría contigo. Ni tu padre ni yo dudamos en venir en tu busca. Si habíamos hecho tantos sacrificios, era justamente para evitar tu muerte. Nunca nos alejamos del todo. Los Mackenzie siempre han contado con ayuda de los Mcleod, éramos vuestros mayores suministradores y en un principio tu padre tuvo que amenazar a los Donald para que los dejara vivir en paz. Después os ganasteis el cariño de la mayor parte de los habitantes de la isla. Tanto, que Lean tuvo que discutir con los otros lairds que querían sumarse a la marcha. Los soldados que nos acompañan son muestra de la lealtad de los clanes de Skye hacia ti.
Aila comenzó a notar el calor de nuevas lágrimas que sus ojos volvían a generar. Quería desconfiar de las palabras de aquella mujer, quería mantenerse imperturbable a la dulzura que transmitía, deseaba que el cariño que la voz de Yvaine traslucía no lograra ablandarla. Pero lo hizo. Aunque no podía verla como una madre, pues nunca había mantenido ese lazo con nadie, entendió sus razones.
—Yo jamás me hubiera convertido en una cristiana si esa religión marginara a mi madre y a mi hija —la acusó Aila, esgrimiendo sus últimas recriminaciones—. Jamás amaría a alguien que me obligara a renunciar a mis dones.
—Es posible —suspiró Yvaine escuchando en las palabras de su hija la voz de su madre.
Aquello la hizo reír por lo bajo, reacción que sorprendió a Aila. Ella no pretendía hacerla reír, sino todo lo contrario.
—Tu abuela te crio muy bien, mucho mejor que a mí. Estoy convencida de que es lo que añadiría ella. Ella pensaba igual que tú, pero ya son muchos los años que llevo viviendo con la incomprensión. ¡Nadie me entiende! —En lo que en un principio podía tomarse como un lamento, Aila captó diversión al confesar aquello—. No te preocupes, cielo, soy hija de Nimue. Por mis venas corre sangre de mujeres fuertes y cabezotas. Mi madre no pudo doblegar mi voluntad, como dudo mucho que yo pueda convencerte de hacer lo contrario a lo que deseas.
—En eso sí estamos de acuerdo —aceptó Aila, que comenzaba a suavizar su ánimo.
El recuerdo de su abuela y el hecho de que la mujer sentada a su lado compartiera el mismo cariño por ella lograron que se relajara. Entendió que podía encontrar una aliada para recordar a su abuela y rescatar anécdotas.
—Tenéis razón. A veces era una mujer insufrible. ¿A vos también os castigaba recitando, una y otra vez, las variedades de plantas por aspecto, función medicinal y…?
—¿… preparación en ungüentos, cataplasmas o infusiones? —recitó Yvaine, riendo ante el recuerdo de tremenda tortura.
Aila la acompañó en la risa.
—¡Sí! Era terrible —se quejó la mujer, que, tras dejar de reír, concluyó—: ¡Ay, ni te imaginas cómo la echo de menos!
—Yo también —confesó Aila.
Tras mantenerse varios minutos en un relajado silencio, donde sus mentes volaron a días pasados, Aila quiso saber más.
—Lady Yvaine, ¿no habéis tenido más hijos con nuestro don?
—Cuando puedas, intenta no tratarme con tanta formalidad —le pidió Yvaine—. En cuanto a tu pregunta, tienes dos hermanos varones. El mayor es Evan y pronto cumplirá catorce años. Es la viva imagen de Lean. Duncan es el pequeño: con sus ocho años se ha convertido en la pesadilla de los habitantes del castillo. Tiene tus mismos ojos. Pero ninguno de ellos posee el don, parece que los dioses lo reservaron solo para ti.
Antes de continuar preguntando, un terrorífico bramido se expandió por el bosque. Por encima de las copas de los árboles se elevó una gran nube de humo iluminada por la luz anaranjada de un inmenso fuego. Aila se asustó sin comprender qué sucedía, pues el fuego y los gritos provenían del castillo de Coill. Yvaine suspiró con cansancio a su lado sin apenas inmutarse por el estruendo.
—Eso me temía —se quejó Yvaine alisándose las cejas con cansancio antes de ponerse en pie—. Otra de las muchas aficiones de tu padre es la guerra. Adora un combate y nunca deja escapar la oportunidad de sumarse a una incursión o ataque. Por lo que se escucha, tu esposo le ha permitido acompañarlo en el asalto.
—¡Por el amor a la Madre Tierra, si parece que es el bosque quien se lamenta! —exclamó Aila—. ¡Hay que detenerlos, será una masacre!
—Es la justicia del hombre —contestó, resignada—. Será mejor que nos pongamos en marcha. Necesitarán nuestra ayuda. Si queremos paliar los daños que nuestros esposos infligirán a los Mackenzie, debemos ir a cuidar de los heridos y salvar las vidas que podamos.
—No puedo creer que te tomes con tanta calma un hecho tan violento como es la guerra. Esos, los de un solo Dios, te han comido la cabeza —la acusó alzando un dedo amonestador—. ¡Aceptas la violencia con naturalidad!
La risa cansada que surgió de la garganta de Yvaine mientras comenzaba el camino de descenso desconcertó a Aila. Las palabras que le siguieron aún más.
—No fue la palabra de Cristo lo que me enseñó a buscar el equilibrio entre la luz y la oscuridad —le explicó Yvaine—. Ellos matan, nosotras sanamos. ¡Vamos! Portemos luz a esta noche tan oscura.
—¿Pero no habías renunciado a nuestras artes? —Aila la siguió cuesta abajo más por curiosidad que por querer llegar al castillo.
—Renuncié a conectar con Elphame y a dar consejos a través de los espíritus —le contestó Yvaine—. Ya te dije que tu padre es inteligente: mis conocimientos en sanación son una de sus armas. Jamás me impidió trabajar como partera o sanadora, siempre que me congraciara con la Iglesia.
Aila arrugó la nariz al comprender que la astucia de su madre podía llegar a ser superior a la suya. Estuvo a punto de echarse a reír al convencerse de que su madre había logrado mantener la esencia de su don, camuflándola entre las palabras de Cristo. Se deslizaron a través del bosque compartiendo confidencias y recuerdos.
Hasta que llegaron al lugar de la batalla.
Yvaine se puso a organizar a los heridos, dando órdenes concretas y
directas a los soldados aturdidos que llegaban con sus compañeros a
cuestas. Aila se parapetó en su caseta, atendiendo a los heridos
más graves mientras suministraba a su madre lo necesario para
auxiliar al resto. Las llamas prendidas en aceite derramado desde
las torretas del castillo ofrecían la luz suficiente para poder
trabajar. Cuando los soldados consiguieron superar la barrera y
adentrarse en la fortaleza, Aila e Yvaine cargaron con alforjas
llenas de lo necesario para acercarse a la batalla que pronto
llegaría a su fin.
Cuando atravesaron las murallas se dedicaron a atender a todo tipo de heridos. Sin importar si eran de un bando o de otro. Sus escurridizas y pequeñas figuras sobrevolaban los cuerpos, valorando su estado y protegiéndolos de los ataques de los demás. Aila se acercaba a las caballerizas cuando se topó con un anciano que atendía a un joven malherido. La hechicera no dudó en agacharse junto a él y ayudarlo. El anciano y ella se compenetraron con rapidez y lograron entre los dos arrastrar los cuerpos de los soldados inconscientes al interior de las caballerizas.
El amanecer los recibió ofreciéndoles la imagen de la devastación. Rostros sangrientos cansados por las horas de batallas, cuerpos inertes, columnas de humo negras y quejidos de todo tipo los rodeaban. Aila observó cómo su padre, Lean Mcleod, arrastraba a lady Moira fuera del castillo. El anciano, que siguió la dirección de la mirada de Aila, le respondió.
—La llevarán ante el rey. Su Majestad decidirá su castigo.
Cuando Aila posó los ojos en él, reaccionó de forma involuntaria alejándose del hombre. La luz del nuevo día le revelaba que llevaba trabajando codo con codo con un sacerdote. El anciano de mirada bondadosa vestía una túnica raída y lucía una cruz de madera sobre el pecho.
—¡Sois un cura! —Aila lo acusó con la voz áspera por la inhalación de humo.
—Sí, querida —aceptó, sonriendo, el sacerdote—. Mi nombre es Murdock. Suelen llamarme padre Murdock. Y, si no me equivoco, vos debéis de ser lady Aila.
—Solo Aila. —La amabilidad que mostraba el sacerdote desconcertó a la joven, que seguía siendo renuente a fiarse de un hombre de la Iglesia.
—He escuchado hablar de vos. Siento mucho por lo que habéis tenido que pasar —le dijo el sacerdote—. Comprended que no todos llevamos la palabra de Cristo al extremo que la lleva el padre Henry.
Aila, confundida, no pudo responder a aquel extraño hombre. Archie la llamaba a voz en grito. La urgencia en su voz le hizo recogerse las faldas y correr hacia el patio de armas. Allí se topó con la imagen de Daimh tumbado en el suelo e inconsciente. De un solo golpe sintió el corazón en la garganta. Sus pies volaron a su lado. Lo que encontró la hizo gemir.
—Maldito seas, maldito seas —siseaba Aila mientras analizaba el estado de Daimh sin saber a quién maldecía realmente.
Buscó respuestas a su alrededor, que recayeron en el cuerpo de Evander, sin vida, a pocos metros. Archie le explicó con rapidez que la lucha entre el amante de Moira y Daimh había sido larga. Antes de darle la estocada que arrancaría la vida al traidor, este viajó al Otro Mundo intentando que el nuevo laird lo acompañara. Consiguió que la hoja de su espada abriera una herida profunda y sangrante en el pecho y el brazo de Daimh. Este, una vez comprobó que había ganado y sin apenas sangre en el cuerpo, se derrumbó hacia atrás, y su cabeza golpeó con el filo de los escalones de entrada.
—Puedes salvarlo. —Aquellas palabras provenían de Irvyng.
El guerrero la miraba con sus ojos fríos como el hielo, apretando la mandíbula mientras la adrenalina comenzaba a abandonar su cuerpo. No le preguntaba, no trataba de saber si existía la posibilidad de que ocurriera lo que todos pensaban: sus palabras le recordaban que ella era la única que podía arrebatárselo a la muerte. Nada tan simple como complicado. Debía alejar los sentimientos que albergaba hacia Daimh para que no la entorpecieran en su trabajo.
Aila se recompuso de la impresión, cogió su daga y rasgó la poca tela que le quedaba a su falda. Daimh tenía una herida abierta en el antebrazo y el pectoral izquierdo. Tras taponar la herida con una cataplasma de hierbas, realizó un rápido vendaje. Sus manos temblaron cuando rozaron la herida de la cabeza que deformaba el cráneo del guerrero. Era la más peligrosa de todas. No era la primera vez que se enfrentaba a ese tipo de lesiones, y pocos eran los que lograban sobreponerse sin grandes secuelas.
Minutos más tarde recorrían los pasillos del castillo para acomodar a Daimh sobre una cama. Sin separarse de su cuerpo, Aila comenzó a dar órdenes para que le acercaran todo lo necesario. Envió a varios soldados a transportar los enseres que guardaba en su caseta a los aposentos donde se habían instalado. Varias sirvientas cargaron cubos de agua que calentaban en la chimenea de la habitación. Yvaine apareció a su lado para ayudarla en el manejo del cuerpo. Lavaron y limpiaron las heridas e intercambiaron conocimientos en cuanto a bajar la inflamación de la cabeza y detener la hemorragia.
Horas más tarde el castillo volvía a la calma. Entre los cuerpos hallaron sin vida el de Brian: el clan había quedado sin jefe hasta que los dioses dictaran sentencia sobre Daimh. Los Mcleod se unieron a Lean para organizar el castillo; mientras, Yvaine tomó las funciones de castellana para dejar que Aila se ocupara del herido. La joven pasó las horas de los días que sucedieron en la misma alcoba que su inconsciente, pálido y febril esposo.
Después de obedecer a su madre, que la obligó a tomar un baño, ponerse ropa limpia y trenzarse la melena, Aila encontró todos sus enseres bien ordenados en la habitación que compartía con Daimh. Este seguía tumbado, sin abrir los ojos y sin responder a ningún estímulo. Se acercó a él para sentir cómo su piel ardía por la fiebre. Salió al pasillo con urgencia.
—¡Ajo, necesito mucho ajo, ya! —gritó antes de desaparecer en el interior cuando una sirvienta corrió a por lo que le pedía.
Machacó una cantidad ingente de este bulbo para colocar su masa en la planta de los pies y en las axilas de Daimh. Había aprendido que esas zonas tenían la capacidad para absorber las propiedades de la raíz. El ajo desinfectaría y reduciría la fiebre. Con cuidado vertió un líquido entre los labios del nuevo laird que contenía extractos de abedul, fresno, sauce, jengibre y ortiga, todos ellos con una gran capacidad antiinflamatoria. Después de asear el vigoroso cuerpo de su esposo y arreglar las mantas, comenzó a solicitar la ayuda de los espíritus que habitaban en los distintos elementos. Cuando terminó de aplicar todos y cada uno de los conocimientos que sabía para rescatar a Daimh de las garras de la muerte, solo le quedó una cosa por hacer: enfadarse con él.
—¡Daimh Mackenzie, hijo de Glheanna y Dristan Mackenzie, nieto de Lorna Mcleod! —se dirigió, con los brazos en jarras, al cuerpo tendido sobre la cama—. ¡Te prohíbo que te mueras! ¿Me has oído?
Una de las jóvenes del servicio, que respondía al nombre de Lesley, entraba en ese momento en la estancia. Al toparse con su nueva señora enfadada con su moribundo marido, decidió volver a salir sin hacer ruido.
—¡No pienso decirle todo lo que tengo guardado a tu espíritu! ¡Voy a decírtelo a ti, maldito bruto, traidor e insensible! Quiero que despiertes para poder pegarte, lanzarte piedras y, si puedo, quemarte con un hierro candente. ¡Daimh! ¡Abre los ojos! No es justo esto que haces, no es justo que después de ocultarme la verdad sobre mis padres decidas morirte antes de que te haya odiado lo suficiente. ¡No es justo, Daimh!
La tensión acumulada de varios días velando a su esposo logró que comenzara a realizar aspavientos con las manos mientras continuaba con su amenazante súplica.
—¡Tendrías que estar bien! Tendrías que haber ocupado tu puesto. Todos, allí fuera, están esperando que te proclames el nuevo laird de los Mackenzie. ¡Vive, por favor! Manda de vuelta a mi padre a la isla de Skye, me ha dicho que no se irá hasta que no despiertes. ¡Haznos ese favor a todos, nadie lo aguanta! Irvyng acabará con su vida si no despiertas antes. —Aila continuó con su ruego y comenzó a llorar de impotencia—: ¡Y yo, yo tengo que irme! Tengo que alejarme de ti y esperar a que vengas con las rodillas desolladas por arrastrarte al suplicar mi perdón. ¡¿Es que no te das cuenta?! Estoy muy enfadada contigo, y no es justo que sea yo la que esté aquí llorando como una idiota por ti. ¡No te lo mereces, maldito hombre testarudo!
Aila se encabritó como una niña pequeña y caprichosa. Lanzó todo tipo de improperios antes de tumbarse junto a él y empapar la manta con sus lágrimas.
Horas más tarde, Yvaine asomó la cabeza para comprobar que Aila se había sumido en un profundo sueño, con su mano agarrada a la del guerrero. Después de refrescar la frente de Daimh con un paño de agua fría, dejó a la pareja descansar.