15
Aila continuó con su nueva rutina. Había llegado a un acuerdo con
los soldados que la escoltaban al amanecer y al atardecer. Ellos la
acompañaban hasta las lindes del bosque y se comprometían a no
preguntar por las sombras ocultas bajo los tartanes que se
deslizaban al interior del bosque. Solicitó que sus escoltas fueran
personas de confianza como Clarion, Archie e Irvyng. Al parecer,
Daimh creyó que eran suficientes como para sumarse también él. La
desilusión inundó a Aila. Desde su llegada Daimh se había
distanciado de ella, apenas cruzaban palabras; era evidente que el
guerrero la rehuía.
En su incursión a la frontera, Daimh no solo había tenido que lidiar con las amenazas de los Mackenzie, también tuvo que batallar con el recuerdo de Aila. Noche y día le atormentaban su imagen, su preocupación por posibles problemas entre la gente del clan, su constante anhelo por saborear de nuevo sus labios o el deseo de volver a observar aquellos ojos verdes que amarilleaban según su estado. Eran demasiadas las cosas que no permitían que se olvidara de ella. Las palabras de Lynnet, que en un principio desechó como ridículas, poco a poco fueron calando en él. ¿Estaría en lo cierto y estaba siendo víctima de los hechizos de Aila? No quería aceptarlo como una posibilidad real, por lo que se convenció de que su relación con ella debía terminar. Creía que no le hacía bien a Aila y que ella tampoco le hacía bien a él. El impacto que sufrió al verla en aquel estado fue decisivo para tomar la firme decisión de alejarse. Hasta el momento solo su servicio al clan centraba su atención en cuerpo y alma. Se había fijado como proyecto vital proteger a los Mcleod de los Mackenzie. Hasta que conoció a Aila y se sumó la angustia de proteger a aquella cándida mujer que con su noble corazón pretendía cambiar el mundo. Un mundo corrompido, lleno de maldad, donde reinaban la traición y la violencia.
En sus horas de ejercicio su cuerpo lograba calmar sus ansias de seguirla. Sus ojos parecían detectar su presencia desde el momento en que aparecía en su campo de visión, y se irritaba por ello. Le molestaba sobremanera toparse con el bamboleo de sus caderas cuando salía de la forja del herrero, no soportaba que su estómago diera un vuelco cuando le sonreía desde la distancia preguntándole con la mirada el motivo de su distanciamiento, se enfurecía al no poder impedir que soñara con sus ojos y creía que debía fustigarse por excitarse ante el olor a romero que estaba irremediablemente ligado a ella. Observaba desde la distancia cómo se alejaba hablando con desenvoltura con los compañeros que la escoltaban al bosque. Algo se estremecía en su interior cuando la risa espontánea cargada de luz llegaba hasta él. Cada día que pasaba se sentía más hechizado, y la rabia de sucumbir a su magia lo mantenía sumido en un mar de sentimientos encontrados.
Por su parte, Aila seguía su rutina, ocultando su tristeza. Desde que Daimh apenas le dirigía la palabra, se había dado cuenta de sus sentimientos hacia él. No podía entender que el hombre más bruto, insufrible, malhumorado y cabezota del mundo fuera el único que despertara en ella el anhelo de encontrarse entre sus brazos y ser besada como solo él sabía.
Intentó centrarse en su trabajo en el clan, donde iba siendo aceptada. Nadie quedó indiferente ante los cambios en la actitud de lady Meribeth. Cada vez con más frecuencia se la veía acompaña de Lorna, participando en las tareas de organización del castillo y redecorando el salón, volviéndolo más acogedor. Los niños empatizaron con ella enseguida. Muchas tardes se la podía encontrar ante el hogar del castillo contando cuentos a los pequeños. Aunque continuaba dedicándole varias horas al día a la oración junto al padre Henry, buscaba tiempo para comenzar a enseñar a leer y escribir a Kenza. La joven pelirroja, con su espontaneidad habitual, le propuso que construyera una pequeña escuela y enseñara a leer y a escribir a los niños del clan. Aunque la propuesta fue desechada desde el principio, no se le escapó la ilusión que la idea había despertado en lady Meribeth.
Meribeth comenzó a destinar sus vestidos de ricas telas y elaborados bordados a las cenas, prefiriendo lucir vestidos más sencillos bajo el tartán de los Mcleod, de tonos amarillos y negros. Aquel gesto logró que todos la reconocieran como su señora no solo de palabra, sino de corazón. Por primera vez desde que había llegado, se dignaba a lucir los colores del clan. Aila seguía con emoción los avances de Meribeth y reía ante las confidencias que compartía con Kenza y Lorna.
Días después, Kenza animó a Aila a ponerse los vestidos que le
había enviado desde Skye su amigo Gilmer. Aila aceptó lucirlos solo
en las cenas, después de que Kenza esgrimiera el mejor argumento
posible: tentar a Daimh. La joven pelirroja comenzaba a destacar
por su memoria y por su habilidad como sanadora, pero sobre todo
por su perspicacia. No podía más que enfurruñarse cuando observaba
el anhelo en Aila y las esquivas miradas de Daimh cuando ella
aparecía. Desde que se había convertido en la ayudante de Aila, ya
no servía en las cenas, y ocupaba un lugar a su lado. Desde allí
podía presenciar las conductas de las personas que se reunían todas
las noches en el salón.
Lo que a Aila le pareció una noche de celebración el día de su llegada, con el tiempo comprobó que en las cenas todos en el castillo tenían por costumbre reunir a una multitud de personas. Todos los invitados pertenecían al clan. Muchos soldados como Archie, Irvyng y Clarion empezaron a sentarse en la mesa de Aila y Kenza. Poco a poco, aquellos que habían sido curados por ellas o llevaban tiempo queriendo conocer a la joven hechicera se sumaban a sus compañeros sentándose en la mesa contraria. Todos salvo Daimh, que comenzaba a sentarse de espaldas a todos en el lado que era originariamente de los soldados. Kenza captó los comentarios que intercambiaron Archie e Irvyng en una de las cenas.
—No le servirá de nada huir, es el destino —comentó Archie.
—No sé si es el destino o no, pero estoy deseando que ocurra de una vez para que nos deje en paz —contestó Irvyng con un gruñido—. Me tiene harto con su mal humor.
Kenza comprendió que no era la única que captaba la atracción que existía entre su amiga y el sobrino del laird. Los ojos de Aila, después de intentar ignorar a Daimh, terminaban por dirigirse a la espalda de este, y su sonrojo aumentaba cuando Lynnet aparecía para sentarse a su lado. La joven belleza tendía a apoyarse en él mientras compartían confidencias. El día que Kenza logró que Aila se pusiera uno de sus vestidos nuevos, maquinó para que de una vez por todas Daimh se dejara de tonterías. Para ello necesitó contar con la ayuda de los amigos del guerrero.
—¿Me ayudaréis?
—Qué peligro tenéis, Kenza —respondió Clarion—. Pero claro que os ayudaremos; no debe de faltar mucho para que la castellana quede encinta de nuevo y Aila regrese a su isla. Tenemos que intentar que Daimh le dé una buena razón para que no abandone el castillo. Nos gusta tenerla por aquí.
—¡Perfecto! —aplaudió Kenza—. Pero sed discretos.
Nunca creyó que varios elementos lograrían ablandar la firme decisión de Daimh Mcleod.
Kenza seleccionó el vestido color violeta, pues había aprendido que aquel color representaba la trasmutación, el cambio. Aila quedó algo abrumada al no estar acostumbrada a lucir telas tan bonitas. El sobreveste tenía un escote cuadrado rodeado por un bordado dorado de símbolos celtas. Las mangas, ligeramente acampanadas, también lucían un bordado igual. Kenza trenzó varios mechones de pelo, entrelazándolos entre sí, logrando un peinado que despejaba la frente de Aila. Cuando ocuparon sus asientos, la hechicera observó algunos cambios. Para comenzar, Daimh se encontraba en la mesa contraria, pero esta vez frente a ella. No se le escapó la sensación de estar siendo observada por él. El juego de Kenza comenzaba a hacerle gracia, pues era quien le narraba la reacción del hermético guerrero. Ella, por orden expresa de su amiga, no podía dirigirle ni una sola mirada.
Irvyng, Archie y Clarion habían organizado el complot que se desarrollaría en la mesa de los soldados. Buscando algunos aliados más, ocuparon los asientos que daban la espalda a la mesa donde se ubicaba Aila. Otros tantos soldados se encargaron de ocupar sus anteriores puestos haciendo reír a las jóvenes de la mesa, entre las que se encontraban Aila y Kenza, y conversando con ellas. Ninguno contó con que tal organización desplazaría al hermano Albert y a Lorna, haciendo que estos tuvieran que acompañarlos en la mesa con Daimh. Alistair y Meribeth, cada vez más compenetrados, observaban con curiosidad la escena que se representaba ante sus ojos haciendo discretos comentarios.
Daimh no pudo evitar sentarse en el lugar que siempre había ocupado, como tampoco pudo evitar que sus ojos siguieran a Aila. Tuvo que tomar un buen trago de su copa de vino cuando notó el calor que su silueta, destacada por aquel tejido violáceo, y su melena suelta decorada con trenzas provocaban en él. Su mandíbula se tensaba al no poder dominar su mirada, que siempre terminaba por recaer en ella. Nunca la había visto tan bella: su sonrisa brillaba traviesa, aquel colmillo algo torcido lo torturaba y el sonido de su risa se le clavaba como espinas. Irvyng tomó la tensión que la imagen de Aila generaba en su amigo como señal para comenzar con el juego.
—Me la voy a quedar —comentó.
—Está tan bonita que hasta Irvyng quiere quedársela —se mofó Clarion dándole un codazo a Archie.
—No sé, amigo —participó Archie tras echar un vistazo a su espalda y comprobar que Aila estaba entretenida prestando atención a alguna anécdota—, creo que hay más de uno interesado en ella.
—Ya he dicho que me la voy a quedar yo —volvió a afirmar Irvyng.
Los dientes de Daimh rechinaban mientras daba buena cuenta de la comida, servida por una seductora Lynnet. Tras engullir con mal humor los bocados de pollo, notó que comenzaban a sentarle mal. No podía evitar escuchar la conversación de sus compañeros, que le causaba cierta indigestión. No sabía si hablaban en serio o no, pues ninguno parecía reparar en su presencia. Desde su vuelta apenas se relacionaba con el resto, solo se acercaba a sus amigos para comentar asuntos del clan.
—Irvyng, querido —intervino la mujer de un soldado, aliada de Kenza—, me temo que hay alguien que se la llevará antes que tú. Por lo que he podido escuchar, un tal Gilmer de los Mcleod de Harris ha sido quien le ha enviado tres vestidos, a cada cual más bonito.
—Y por lo que se ve, sabía bien sus medidas —bromeó Clarion, haciendo que todos rieran e Irvyng gruñera fingiendo estar contrariado—. Nosotros conocimos a Gilmer.
—No es mal hombre —repuso Archie.
—Dirás «mal chico», apenas tenía barba —se quejó Irvyng, ofendido.
—Cierto —aceptó Archie-—, y si mal no recuerdo, Aila aún conserva la paloma mensajera en sus aposentos. No ha querido ponerla con las nuestras.
—Ya os lo había dicho —intervino de nuevo la mujer, insistiendo en su teoría—: Aila ya tiene el corazón comprometido. Si guarda esa paloma no es para mandar que la vengan a buscar en cuanto termine aquí, sino más bien como recuerdo.
—No se irá —volvió a gruñir Irvyng. El guerrero se giró para mirar a Aila como quien se asegura de que la montura está bien y tras asentir continuó—: Pero como el estúpido ese siga haciéndola reír, será el primero en salir volando lejos de ella.
Daimh intentaba que aquellas palabras no le afectaran, pero una furia visceral se estaba apoderando de él. ¿Aila con Gilmer? La imagen de la despedida de ambos vino a su memoria. Recordó que aquel abrazo no fue nada fraternal. Dejó el plato medio lleno al no poder seguir tragando nada sólido; el nudo que lo engarrotaba no se lo permitía. Cuando Irvyng terminó de confesar su intención de tomar a Aila como esposa, comprendió que su amigo no estaba bromeando, pues parecía decirlo muy en serio. Quiso mandarlo callar, pero se recordó que su interés de la última semana se había centrado en el entrenamiento y en Lynnet. No podía ladrarle todo lo que su boca le pedía, pues en ningún momento había mostrado interés en Aila.
Lorna, creyendo que su nieto, sentado a su lado, conseguiría reventarse todas las muelas de tanto apretar la mandíbula, lo tomó de una mano para que le prestara atención. Debía alejarlo de aquella maliciosa conversación que no era difícil de adivinar que tenía como objetivo lograr que Daimh declarara sus verdaderos sentimientos. Aunque se estaba divirtiendo con las argucias de aquellos jóvenes, se compadeció de su nieto. Cuando este le clavó sus oscuros ojos azules, ella le sonrió.
—Creo que hay algo que debes saber.
—¿De qué hablas, abuela? —le preguntó Daimh, debatiéndose entre si seguir atento a los detalles de los pretendientes de Aila o a lo que su abuela quería decirle.
—Hasta ahora he mantenido el secreto —le comentó Lorna, posando su mirada en el otro lado del salón. Cuando Daimh siguió la dirección que le marcaba, se topó con Aila. Se giró hacia su abuela con el ceño fruncido. Tenía toda su atención—. Prométeme que no se lo contarás a nadie, aun menos a ella.
—Lo prometo —contestó Daimh con rapidez.
—Como sabrás, todos en el clan hemos oído hablar de la visión de Aila. —Un gruñido cansino surgió de la garganta de Daimh—. Unos lo creen imposible, pues no tienes opciones de ser el laird del clan, y menos posibilidades de serlo de los Mackenzie.
—Abuela Lorna, ¿qué crees tú? —preguntó Daimh intentando que la tranquilidad con la que parecía sopesar las palabras no acabara con su poca paciencia.
—No importa lo que yo crea, querido —le contestó, desechando esa idea—. Lo que pasa es que no me engañas, Daimh, sé que te sientes atraído por Aila. Te conozco bien. —Rio por lo bajo al escuchar el bufido de su nieto—. Y como creo que tus sentimientos son tan nobles como son los de ella hacia ti, creo que debes saber que mantengo correspondencia con la madre de Aila. —Daimh había estado a punto de levantarse del banco para alejarse de todos ellos cuando las últimas palabras de su abuela lo detuvieron—. Es posible que la visión de Aila se tratara del castillo de Duvengan, pues es la hija de Lean e Yvaine Mcleod de Harris. El jefe del clan.
Daimh se quedó petrificado ante aquella revelación. «¿Hija del jefe de un clan?», se preguntó conmocionado.
—Y Aila lo desconoce…
—No, por eso no dejo de pensar en lo cierta que puede llegar a ser esa visión si la tomaras por esposa y un buen día los Mcleod de Harris se quedaran sin líder. Si sientes algo por esa muchacha, no luches en contra. Deja que los dioses nos muestren el camino. ¿Quién puede imaginar a dónde nos llevará?
Lorna se levantó con cansancio; los huesos cada vez le dolían más, cada año que pasaba solía esperar con ansias el calor del verano. Al percibir que el padre Henry, el hermano Albert y Meribeth comenzaban a abandonar el salón, aprovechó para dar las buenas noches a su nieto y retirarse ella también. Si sus amigos continuaban hablando sobre los pretendientes de Aila, Daimh no lo supo. Su mente estaba cavilando mientras digería la valiosa información que su abuela le había ofrecido. Sus ojos recayeron en Aila mostrando un brillo distinto, entendiendo la elección de sus padres de alejarla de la vida del castillo para otorgarle una existencia donde poder explotar su don. En aquel momento la joven apoyaba un codo en la mesa mientras reposaba una mejilla en una mano. Daimh admiró cómo sonreía, siempre de aquella forma cargada de pureza.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por los sedosos cabellos rubios de Lynnet al ocupar el asiento de su abuela. Esta le lanzó provocadoras promesas a través de su ardiente mirada. Lynnet se enfadó al comprobar que Daimh apenas reparó en ella y al presenciar cómo Daimh clavó sus ojos en Aila. La ninfa apoyó los codos sobre la mesa, fulminó con la mirada a la bruja y aprovechó para recordarle a Daimh que estaba siendo hechizado. Aquello hizo que Daimh se esforzara en complacer a Lynnet, intentando que la joven dejara de temer por la competencia de Aila.
La hechicera observó la imagen de Daimh conversando con Lynnet. Con aquella joven Daimh mostraba tener más paciencia, y Aila siempre trataba de paliar la sombra de los celos que despertaba en ella. Las punzadas de dolor lograron que desviara su atención hacia la gran chimenea, donde se encontraba el laird junto a su sobrino Cormag. Intuyó que le comentaba las últimas novedades sin darse cuenta de que Alistair lanzaba miradas furtivas hacia la escalera por la que se había marchado Meribeth. Aquel joven lograba ser la sombra de su tío la mayor parte del día. Tan enfrascado estaba en su discurso que no apreció que la atención de su interlocutor se había esfumado. Cormag por fin decidió volver a la mesa para tomar un trago después de un duro día. Y Aila se sorprendió al captar la orden implícita en el gesto del laird, que le indicaba que se acercara a la chimenea. La joven habría jurado que en cuanto hubiera terminado de escuchar el parte de Cormag, iría tras su esposa.
—Aila —la saludó Alistair, tomando sus muñecas tras la espalda—. Meribeth quiere que la visitéis esta noche.
—Qué buena señal, mi señor —se alegró Aila. No pudo evitar abrir mucho los ojos en busca de la razón por la que el laird dudaba mientras se alargaba el silencio.
—¿Debo ir? —preguntó carraspeando mientras escondía su duda tras su ceño fruncido.
—Podéis hacerla esperar y despertar así su anhelo con un toque de indiferencia —le sugirió en vistas de que no parecía muy convencido de acudir a la cita.
—¡No soy de piedra, Aila! —exclamó Alistair, que llevaba días alelado con su esposa, ofreciéndole besos que encendían a ambos, pero que continuaba sin recordar los consejos de Aila.
La joven rio incomprensiblemente ante su rugido.
—Id, pues. En una semana celebraremos Walpurgis. Debéis ir entrenándoos para el día de la fertilidad.
Aila se mordió el labio para evitar lanzar una carcajada ante el alivio que observó en el laird. Alistair dio media vuelta sin despedirse. Aila se dirigió a la mesa sumida en sus pensamientos y contenta por ver que el trabajo que estaba realizando con esa pareja parecía llevar la felicidad a muchos. Decidió que esa noche brindaría con whisky a la salud de Alistair y Meribeth. No percibió que Cormag tomaba asiento a su lado ni que Daimh se daba cuenta de ello. En el salón apenas quedaban unos pocos formando pequeños grupos.
—Esta noche estáis preciosa —le dijo Cormag.
—Gracias. —Aila agradeció el cumplido tras beber el ardiente licor y sin mirarlo a la cara.
—Parece que habéis obrado un milagro —continuó el gestor del clan repantigándose en la silla y bebiendo de su copa mientras recorría el salón con su mirada. Cuando Aila por fin lo miró, arqueó las cejas con inocencia—. Todos hablan de los cambios en lady Meribeth y en la promesa de un futuro heredero. Al parecer, todo gracias a vuestra magia.
—No me gusta cómo utilizáis por aquí la palabra «magia» —le contestó Aila captando las energías de Cormag, siempre tan escurridizo para ella. Se cruzó de brazos y los apoyó sobre la mesa girando el rostro para observar a su interlocutor, sentado a su derecha—. Ojalá la Dama Verde colme de fertilidad a lady Meribeth.
—Ojalá —respondió Cormag sonriendo. Aila observó las mismas facciones de Alistair en el rostro casi dos décadas más joven que él. En los ojos de Cormag no brillaba el azul, sino el negro, que le otorgaba una profunda mirada—. La Dama Verde y vos.
—Si estoy aquí es para ayudar al laird y a la castellana —respondió Aila intentando ahondar en él.
Cormag desvió con rapidez su mirada, posándola en los presentes. El hombre había heredado la altura de su tío, pero sus espaldas no eran tan anchas como las de Alistair por falta de trabajo al aire libre. Los ojos de Cormag captaron la mirada de Daimh al otro lado del salón. Su primo parecía estar interesado en la hechicera, y Cormag sonrió al saber que su cercanía molestaba a Daimh. Decidió jugar al juego de siempre: la provocación. Se acercó a la mesa, apoyó sus codos en ella, tal y como Aila hacía, y se aproximó a la joven luciendo una sonrisa seductora. Daimh no pudo ver si Aila lo correspondía, pues ante el acercamiento de Cormag Aila había vuelto a apoyar la mejilla en la mano para mantenerle la mirada.
—Por lo que he oído, os mueven otros motivos —comentó Cormag—. ¿Es cierto eso que dicen de que Daimh será laird algún día?
—El tiempo nos dirá, por ahora nada hace presagiar algo así, solo mi visión —respondió Aila, que comenzaba a captar sensaciones. Supo que el interés de Cormag en ella era falso.
—¿Lo decís por mi primo? ¿Creéis que no está interesado en vos? —preguntó, y chascó la lengua—. No miréis, pero en estos momentos os puedo asegurar que está ardiendo en deseos de patearme el culo por osar estar sentado a vuestro lado. Pobre Lynnet, nada tiene que hacer ante una hechicera tan bella como vos.
—No me engañáis, señor. —Aila aprovechó la cercanía para cerciorarse de lo que sus sentidos le decían.
Las palabras de Cormag la habían desconcertado unos segundos, pues era consciente de que Daimh le lanzaba miradas, pero en ningún momento captó otra cosa que no fuera enfado. El mismo enfado que llevaba días mostrando. Cormag no le gustaba, y la verdad que estaba descubriendo en él se deslizó entre sus labios.
—No entraré en vuestro juego. Estáis dominado por la envidia, es lo que mueve cada uno de vuestros pasos. Si hoy estáis sentado aquí, creyendo provocar los celos en vuestro primo, se debe a que la bella Lynnet ya ha yacido con vos, por lo que os complace que Daimh utilice vuestras sobras. Yo os supongo un reto. No solo por el interés que creéis que despierto en vuestro primo, sino porque queréis averiguar si eso que comenta la gente es cierto. ¿Teméis por vuestro puesto a la derecha del laird? ¿O hay algo más? ¿Buscáis en mí algún remedio para aliviaros?
—Estaría encantado de aliviarme con vos. —Cormag había tensado la sonrisa tras las palabras de Aila, pero necesitaba silenciarla, pues comenzaba a desestabilizar la seguridad tanto tiempo trabajada.
Inclinó la cabeza con lentitud, sin importarle la sorpresa que su mensaje había provocado en la joven. Esta no sabía si tomarlo como un halago o como un insulto. Ella en ningún momento había querido ofrecerle ese tipo de alivio. Le ofrecía alivio a su tormento.
Sus labios se encontraban a pocos centímetros de los de Aila en el momento en el que una daga se clavó con violencia en la madera de la mesa, lo cual hizo que ambos dieran un respingo ante la sorpresa. Cuando volvieron el rostro, el mango del arma se balanceaba debido a la fuerza y la precisión con las que se hundió. Aila se topó con Daimh, que se había levantado con furia tirando el banco donde estaba sentado mientras abría y cerraba las manos, controlando la ira que se extendía por cada fibra de su cuerpo. Lynnet había lanzado una exclamación y lo agarraba del brazo. La carcajada de Cormag logró que Aila hallara al dueño de la daga, que, para su sorpresa, no era Daimh.
Todos murmuraban sobre la reacción de Irvyng, quien había lanzado su daga desde el otro lado del salón y se aproximaba con el entrecejo fruncido. Su enorme figura se cernió sobre ellos, dejando pasmada a Aila. Arrancó la daga después de inclinarse hacia Cormag, clavarle su mirada helada y enseñar los dientes.
—No vuelvas a acercarte a ella, porque la siguiente vez que te atrevas, mi amiga no se clavará en la madera, sino en tu maldita cabeza. —Apretando la mandíbula mientras abría mucho los ojos y mostraba su violenta naturaleza y su poca cordura, alzó la daga para presentarle a «su amiga»—. Y juro que no he errado el tiro en años —concluyó, para advertirle de que había incrustado la daga justo donde quería.
Aila, asustada por la violencia que percibió en Irvyng, sintió cierto alivio cuando el guerrero suavizó su mirada cuando la posó en ella.
—Aila, ve a dormir —le ordenó con un movimiento de cabeza.
En esta ocasión, Aila no quiso discutir, consciente del límite al que se estaba llegando en aquel momento. Se levantó, cruzó el salón y se recogió las faldas para subir las escaleras con saltos presurosos. No miró a nadie. Sentía cómo la sucesión de acontecimientos la mantenían alterada, necesitaba salir de allí.
Irvyng se alejó seguido de uno de sus rugidos. Al volver junto a la mesa donde lo esperaban sus amigos, el rubicundo guerrero se irguió en toda su estatura arrojando una gélida mirada a Daimh.
—Es la última vez que te salvo el culo —le dijo—. No volveré a molestarme en velar por tus intereses. Si decides despreciar el regalo que los dioses te han concedido, no seré yo el que impida que otro se lo lleve. ¡Abre los ojos de una vez, maldito imbécil!