27
El asedio continuó durante varios días. La desconfianza de los
Mackenzie que se encontraban fuera del castillo fue menguando en
cuanto Daimh comenzó a dar caza a los asaltantes. Su método, en un
principio implacable, llegaba a ser en muchos casos muy violento.
Una vez había reducido a los rebeldes, Daimh mostraba piedad
ofreciéndoles los cuidados de Aila. Así, su joven esposa se ganaba
la lealtad de los Mackenzie mientras él se conformaba con su
respeto. Daimh disimulaba una sonrisa cuando observaba cómo sus
hombres empezaban a aceptar las costumbres de Aila como naturales,
tanto, que llegaba a toparse con soldados frotándose palos contra
los dientes.
En ocasiones, en la tienda donde trabajaba su esposa se solían escuchar gruñidos de todo tipo, de entre los que sobresalía la voz aguda de Aila al despotricar por las malas acciones de su esposo y la desobediencia de los Mackenzie. Después de varios días, nadie se libraba de los sermones de la hechicera. Mucho menos su propio marido.
—¡Daimh! —lo llamó Aila con un grito.
El nuevo laird entrecerró los ojos al contemplar a su esposa a lo lejos, y suspiró cansado mientras se dirigía hacia ella.
—¡Lo has hecho otra vez! —lo acusó ella colocando sus brazos en jarras y fulminándolo con la mirada cuando llegó a su lado.
—¿Qué he hecho? —Daimh contestó con voz pausada y cargada de paciencia al conocer la respuesta.
—Ya te lo dije una vez. —Aila alzó un dedo amonestador, lo que hizo que Daimh alzara una ceja advirtiéndole sobre ese gesto. Para no variar, Aila pasó por alto la absurda norma de mostrarse sumisa en público para continuar diciendo—: No voy a seguir recomponiendo lo que tanto te empeñas en destrozar. ¡Por el amor al cielo, Daimh, son personas! Ahí dentro tengo a un muchacho que tendrá el hombro inutilizado durante meses. O comienzas a tener más cuidado con tu gente o me uno a los rebeldes.
—No te atreverías.
Daimh estuvo a punto de soltar una carcajada ante la amenaza de su esposa. En cambio, se cuidó de mantener un rostro inescrutable y un brillo amenazador en su mirada.
—Ponme a prueba —lo retó la joven cruzándose de brazos.
—Si el chico hubiera obedecido cuando le ordenamos que se quedara quieto, su hombro estaría intacto —claudicó, dando una explicación a su protectora castellana. Le gustaba ver cómo se había ganado el cariño de los Mackenzie más allá de sus excéntricas ideas y comportamientos—. Le acabo de enseñar una lección que tú aún no has aprendido.
—¿Qué lección es esa? —Aila se irguió ofendida recorriéndolo con la mirada.
—Obedecer al laird. —Daimh no pudo evitar mostrar una sonrisa ladeada al ver cómo Aila reía por lo bajo mientras sus ojos sonreían traviesos. De pronto sintió deseos de besarla—. Anda, recoge tus cosas, que nos vamos al bosque.
—Apenas ha pasado el mediodía —respondió Aila tras buscar la posición del sol.
—Obedece a tu laird —le recordó Daimh tomándola por los hombros y volviéndola de espaldas. Acercándose a su oído le susurró—: ¿Acaso no puedo pasar un momento a solas con mi esposa? Ve, hoy te llevaré a un lugar que te gustará.
Con un pequeño empujón mandó a Aila hacia su caseta. Ella lo miró por encima del hombro, contenta. Desde hacía varios días tan solo se veían al anochecer, cuando Daimh la acompañaba al bosque. Por las mañanas se conformaba con varios soldados como escoltas y el resto del día se mantenía ocupada preparando ungüentos y brebajes y curando las heridas que su esposo infligía a los rebeldes. Solía escuchar las quejas de los soldados e intentaba convencerlos, a veces con más o menos sutileza, de que vieran las grandes cualidades que Daimh tenía como líder. Aila acababa frustrada al no tener argumentos para defender la barbarie de su esposo, por lo que terminaba por culpar de desobedientes a los soldados que caían en sus manos.
Poco tiempo después observó cómo muchos parecían complacidos, incluso alardeaban ante los demás de haber recibido más golpes o heridas por parte del laird. Comprendió que su orgullo se mantenía intacto al haberse enfrentado a Daimh. Una vez habían sido vencidos, decidían aceptarlo como jefe y mostraban sus heridas a modo de explicación: claudicaban tras haber puesto a prueba la fuerza y autoridad de Daimh. Gruñidos complacidos llegaban hasta Aila cuando se reunían en torno a un fuego para discutir sobre la nueva situación del clan. La joven solía tacharlos de inmaduros, y no dudaba en hacerles ver la opinión que le merecían. Aila terminaba defendiéndolos y atacándolos a partes iguales. Inmune al desconcierto que solía generar, continuaba con sus labores sin captar los asentimientos por parte de los Mackenzie ante la brava castellana.
Tardó más de la cuenta en vendar el hombro del chico que tenía en la tienda. Cuando por fin estuvo lista para partir junto a Daimh, este la miraba como siempre que se retrasaba. Ella le dedicó una sonrisa de disculpa encogiéndose de hombros. Durante el camino conversaron sobre el asedio y su duración. Daimh estaba convencido de que en un par de días podrían asaltar el castillo de Coill sin recibir demasiadas resistencias. Le dijo que esperaba que sus compañeros Mcleod no se demoraran mucho más en llegar.
Cuando se encontraron en el lugar que Daimh quería mostrarle, Aila se ausentó de la realidad para conectar con el embalse que formaba el agua del río en aquella zona. Una perezosa caída de agua resbalaba entre varias rocas. El día era lo suficientemente cálido para animar a Aila a introducirse en sus aguas. Daimh la siguió, hipnotizado por la joven, que lo llamaba desde el embalse cual hada encantada.
Hicieron el amor largamente. Sus besos ardientes les calentaron la piel, por donde resbalaban las frías aguas, sorbiendo el líquido placer. Una vez en la orilla se tumbaron cubriéndose con el plaid. Daimh, con suma facilidad, colocó a Aila sobre él, convirtiendo su tórax en un caliente y confortable lecho. La estrechó entre sus brazos mientras dejaba que el sopor lo dominara. Aila, envuelta en el calor de su esposo, suspiraba satisfecha sintiendo cómo la calidez del abrigo le hacía cerrar los ojos. Ella no durmió, aunque su mente se alejó acunada por el piar de los pájaros y el movimiento de las hojas de los árboles para integrarse como un elemento más de la naturaleza.
El sonido de un cuerno le hizo levantar la cabeza del pecho de Daimh. Este la mantuvo apretada contra él. Abrió sus azules ojos para observar la sorpresa pintada en el rostro de Aila. De nuevo, el cuerno resonó entre las montañas llegando hasta ellos. Ella sonrió ampliamente cuando lo miró.
—¡Gilmer! —exclamó—. ¡Es Gilmer!
—¿Qué diantres iba a hacer ese muchacho aquí? No puede ser él.
—Shhh. —Aila le tapó la boca con sus pequeñas manos para continuar escuchando la llamada del cuerno—. ¡Es Gilmer, estoy segura! —Aila comenzó a levantarse presurosa, riendo de algo que solo ella encontraba gracioso.
—No me gusta que te alegres tanto por la llegada de otro hombre que no sea yo. —El ceño fruncido de Daimh le dijo a Aila que hablaba en serio—. Ya te he dicho que no puede ser ese Gilmer.
La joven, que continuaba desnuda, se lanzó a sus brazos, se sentó a horcajadas sobre él y tomó el duro rostro de su marido entre sus manos. Daimh suavizó el gesto sin poder evitarlo, pues aquel contacto tan íntimo hizo que se excitara al instante. Cuando Aila asaltó su boca para acallar sus celos, la tomó de los glúteos y la penetró. Gruñó satisfecho cuando observó la inmediata respuesta de su esposa. Si era Gilmer o no, iba a tener que esperar.
Tras el encuentro sexual, Aila suspiró satisfecha. La llamada del cuerno les llegaba cada pocos instantes. Cuando sus respiraciones se normalizaron, la hechicera empujó a Daimh para que se apartara, carcajeándose de nuevo.
—¿De qué te ríes, mujer? —preguntó Daimh con voz grave mientras se alejaba.
—Es Gilmer, estoy segura —volvió a decir Aila sonriendo—. En Skye solía utilizar distintos tipos de llamadas para advertirme de algo o buscarme. El muy sinvergüenza lleva todo este tiempo haciendo sonar el cuerno diciendo: «Si no vienes ya, haré que el bosque arda». Solía llamarme así cuando llevaba tiempo esperando. Escucha —se detuvo la joven, alzando la cabeza para captar el número de llamadas y su duración. Estalló en carcajadas—. Este Gilmer no cambia. Dice que tiene varios cerdos para cenar. Creo que no se refiere al animal. A saber cómo lo habrán recibido.
—Le hayan hecho lo que le hayan hecho, se lo tiene merecido. Nadie te manda llamar si no soy yo.
Daimh no se inmutó ante el bufido que lanzó Aila tras la tela del vestido que se deslizaba por su cuerpo. Rascándose la barbilla, se levantó a su vez para acudir a la llamada.
—Si estás en lo cierto de que es Gilmer, tendré que pedirle ese cuerno y sus códigos. Así podré mandarte llamar cada vez que me tengas plantado esperándote.
–¡Sería horrible, no! —exclamó Aila divertida—. Conociéndote, lo utilizarías a todas horas.
—Eso es lo que pretendo. Al código habrá que sumarle la llamada de: «Tu esposo desea hacerte el amor en este momento, ven».
Daimh extendió una sonrisa desde sus ojos burlones hasta su boca, dejando a Aila paralizada ante aquel esporádico gesto. Algún día controlaría el cosquilleo de su estómago; solo había concluido que su esposo hacía bien en no sonreír a menudo, pues lograba que atesorara cada una de sus sonrisas como sumo celo. Había descubierto que sonreía con ella y para ella, convenciéndose de que en algún momento lograría que Daimh la amara.
Continuaron bromeando durante el camino de vuelta. Seguían sin ponerse de acuerdo sobre los beneficios de utilizar un cuerno para llamarse. Sus risas flotaron en el aire hasta que se toparon con la imagen de la base de la ladera donde se encontraba el campamento. Un gran ejército de soldados desconocidos inundaba cada superficie de terreno. Gilmer no había llegado solo. En cuanto se acercaron, reconocieron los tartanes de los tres clanes que habitaban la isla de Skye. Entre los más numerosos se encontraban los Mcleod de Harris.
Daimh decidió dar un rodeo para alcanzar la base de la montaña. En la linde que separaba los ejércitos observaron que los Mackenzie no los habían dejado avanzar, mostrándose firmes hasta que su laird apareciera. Una vez se escabulleron en el interior del campamento base, encontraron a Irvyng, a Clarion y a Archie. Estos, metidos en su papel de guerreros, apenas saludaron con la cabeza a la efusiva Aila. Clarion meneó la cabeza ante la falta de consciencia de la joven. El guerrero llegó a la conclusión de que la hechicera era incapaz de percibir la gravedad de lo que acontecía.
—Qué bien acompañados venís —comentó con ironía Daimh, refiriéndose a los clanes de la isla de Skye—. Decidme que están de nuestro lado.
—No pudimos hacer otr… —respondió Archie, interrumpido por el gruñido disconforme de Irvyng— otra cosa que no fuera dar nuestras vidas a cambio si hubiéramos seguido los deseos de Irvyng de enfrentarnos a ellos —completó, fulminando con la mirada a su violento amigo.
Como respuesta obtuvo otro gruñido de disconformidad.
—Amigo, es lo más insólito que hemos vivido —continuó Clarion—. Yo que tú no me demoraba en aparecer ante esa gente. Llevan tiempo esperando ver a Aila.
Clarion transmitió mucha más información de la que sus palabras dieron. Cuando Daimh se puso al frente de la comitiva, tomó a Aila de la cintura y la sentó sobre su propia montura. Un soldado solícito se alejó con el caballo de la castellana. Atravesaron la arboleda hasta llegar a la base de la montaña, donde infinidad de soldados esperaban alerta. Antes de continuar acercándose, Daimh tomó de la barbilla a Aila para que lo mirara a los ojos. La joven alzaba la mano mientras saludaba a los rostros conocidos que atisbaba a lo lejos, recibiéndolos con una amplia sonrisa.
Enseguida captó la seriedad en su esposo.
—No te enfades —le susurró, sin entender por qué Daimh parecía protegerla colocándola sobre su montura—. Son todos amigos, ¿no lo ves? Allí está…
—Aila, van armados —la interrumpió—. Están muy lejos de Skye, y no creo que su presencia en las tierras de los Mackenzie haya pasado desapercibida a los clanes vecinos. Si tuvimos problemas por un puñado de Mcleod que nos ayudaron a llegar hasta aquí, imagínate con más de ochocientos hombres pertenecientes a distintos clanes.
Daimh no quiso advertirle de que aquellos rostros hostiles venían a pelear por ella. La condenada isla de Skye se había enterado de lo sucedido a la hechicera y habían venido a vengarla. Necesitaba más que nunca que Aila demostrara su lealtad hacia él y hacia los Mackenzie. La duda hizo que su corazón se encogiera. Moriría antes de que alguno de ellos se la arrebatara. Cuando tuvo la atención de su esposa puesta en él, continuó diciéndole:
—Aila, esto es un asunto serio. Debo solucionar este problema antes de que llegue a oídos del rey. Debo detener lo que puede llegar a convertirse en una auténtica guerra entre clanes. Mantente callada, déjame hablar a mí y todo saldrá bien. ¿Has entendido?
—Sí, no hablaré —respondió Aila mirando con otros ojos a todos los presentes.
Tragó saliva, pues no quería que tantos rostros amigos se pelearan entre ellos. Sabía que sería incapaz de hacer entrar en razón a todos a la vez. Por algún motivo que no entendía, parecían muy enfadados.
—Pero son amigos, Daimh. Intenta ser buen anfitrión.
—Ahora mismo son tus amigos, no los míos. Y no vienen a festejar nada con nosotros. —Daimh apretó la mandíbula, intensificando con su mirada sus palabras—: Déjame hablar y todo saldrá bien.
Aila asintió emocionada al comprender que todos aquellos hombres habían recorrido infinidad de kilómetros para ir en su busca. La idea de que era muy posible que la creyeran muerta caló en Aila. Intuyó que todo fue a raíz de las noticias sobre su juicio y el castigo impuesto. La joven no habló, pero sonrió a todos de nuevo, agradeciéndoles su lealtad. Ante ellos se encontraban los fieros soldados Donald, Mckinnon y Mcleod de Harris.
Antes de avanzar, Archie puso sobre aviso a Daimh. Al parecer, cuando Alistair llegó al castillo de Creag, se topó con el ejército que reclamaba a Aila tras saber que los Mcleod de Lewis habían puesto en peligro su vida. Alistair intentó calmarlos explicándoles lo ocurrido. La boda de Daimh y Aila fue el detonante para que los defensores marcharan rumbo al norte. Todos querían ver y escuchar a Aila. Todos, en su absoluta totalidad, querían asegurarse de que no la habían coaccionado para casarse con Daimh. Cuando Aila tomó aire para responder, notó la presión de la mano de su esposo sobre su cintura. No necesitó volver el rostro para saber que debía ser él quien respondiera.
—Hay algo más —añadió Archie—. Los dirige un solo laird. Lean Mcleod de Harris. Dice que es el…
—Suficiente —le interrumpió Daimh, desconcertando a sus compañeros—. Acerquémonos y terminemos de una vez con todo esto.
Daimh espoleó su caballo seguido por los demás. Entre los soldados intrusos apareció montado a caballo Lean Mcleod. El padre de Aila. En aquel momento deseó haber hablado con su esposa antes, pero ya era tarde. El padre estaba dispuesto a reclamarla como hija después de tantos años, y no sabía cómo iba a responder ella.
Aila sonrió ampliamente cuando reconoció la cabeza llena de cabellos rojizos de Gilmer. Alzó la mano para saludarlo. Daimh, con un rápido movimiento, se la bajó gruñendo ante su gesto. Ella se volvió con el ceño fruncido.
—Dijiste que no hablara, no mencionaste nada de saludar —le recriminó—. Y ves, es Gilmer. Te lo dije.
—Pues ahora soy tu esposo y te prohíbo dirigirte a ellos sin mi consentimiento —le advirtió Daimh— con palabras o gestos. Aila, lo has prometido.
—¿Qué he prometido? —preguntó, airada.
—Prometiste obedecer mis órdenes cuando te esté advirtiendo de un peligro ¿Recuerdas? Fueron tus votos de matrimonio. —Aila observó el pétreo rostro de Daimh y sus ojos azul oscuro—. En este momento estamos en peligro. Obedece.
Aila cuadró los hombros, inspiró hondo y se volvió hacia los visitantes. Mantuvo una serena sonrisa, cumpliendo su promesa. Se dijo que debía confiar en Daimh si tanta gravedad percibía en la visita. Gilmer le guiñó un ojo y ella acentuó su sonrisa antes de que su mirada recayera en el acompañante de su amigo. O, más bien, a quien escoltaba Gilmer. El laird Lean clavaba su mirada en ella. Poseía un pelo aleonado veteado de canas. Su frente amplia permitía apreciar unos ojos ambarinos que exudaban fuerza. Vestía con el plaid de camuflaje, pero el gran broche que lucía sobre un hombro mostraba la riqueza de su material, tanto en el escudo de los Mcleod de Harris como en las letras grabadas en él. Pudo leer el lema: «Agárrate fuerte». Aila sintió que debía tomar esas palabras como suyas, pero la señal no le aclaró por qué.
Era la primera vez que Aila se encontraba ante el laird Lean. Había escuchado hablar de él y de su antipatía hacia la Gente de Astucia. Su abuela siempre evitó encontrarse con el jefe del clan, a pesar de la ayuda que solía ofrecerles. El hombre debía de rondar los cuarenta años, sin que el tiempo hubiera debilitado su cuerpo curtido en batallas. Aila percibió preocupación por ella sin saber a qué se debía, pues nunca había solicitado sus servicios. Concluyó que era un buen hombre si había movilizado todo ese ejército por ella. Inclinó la cabeza a modo de saludo al igual que había visto hacer a Meribeth. Deseó mostrar la misma elegancia que ella.
—¿Qué os trae a tierras Mackenzie, laird Lean? —preguntó Daimh.
—Recibimos una paloma mensajera, nos advertían del peligro que corría Aila —contestó el laird tras situarse sobre su montura frente a ellos—. No nos gustó saber que los Mcleod de Lewis maltrataban a la muchacha. No nos gustó nada. Aila está más segura con nosotros en Skye que aquí entre vosotros los Torquil. Allí ningún sacerdote se hubiera atrevido a tocarla. Quiero hablar con ella para conocer sus deseos.
—Soy su esposo, ahora respondo por ella —respondió Daimh con voz grave—. Aila está bien. Podéis partir.
—Por un año y un día —le contestó Lean con dureza—. En cambio, yo soy su…
—… su nadie —lo interrumpió Daimh—. Ella nunca ha pertenecido a un clan, su única familia fue su abuela Nimue y sus padres decidieron repudiarla.
—¡No fue repudiada! —rugió Lean, sorprendiendo a Aila con su rudeza. La joven dio un respingo sobre la montura.
El jefe supo que Daimh sabía de su paternidad en aquel momento. Pensó que el muy maldito se había casado con su hija sin su consentimiento.
—Ahora es mi esposa, una Mackenzie, y pronto la castellana del clan —continuó diciendo Daimh sin importarle la respuesta del laird.
—Por un año y un día —insistió Lean antes de dirigirse a Aila—. Contesta libremente, muchacha. Estamos aquí para defenderte. Si lo deseas, Aila Mcleod de Harris, podrás volver con nosotros. No me resultará difícil anular el matrimonio.
Aila no sabía si enfadarse o estar agradecida. No le gustaba el tono que Lean había usado para dirigirse a Daimh y mucho menos que no tomara en serio la unión bendecida por los elementos. Por otro lado, a pesar de sus formas, debía reconocer que podía entender que la creyera en apuros. Se volvió hacia Daimh para solicitar permiso para hablar. Él le guiñó un ojo. Quiso reír ante la falsa impresión de esposa sumisa que Aila estaba mostrando. Cuando acabaran de expulsar a los intrusos, le recordaría que era capaz de comportarse como le pedía.
—Mi nombre es Aila Mackenzie, esposa de Daimh Mackenzie, nieta de Nimue. —Recalcó su nombre al escuchar cómo se había dirigido Lean a ella—. Nunca he pertenecido a un clan, pero recibía el cariño y apoyo de todos vosotros. Os agradezco vuestra preocupación, pero soy feliz. Aquí me respetan, aquí estoy tan segura como podría estarlo en Skye.
La voz de una mujer se alzó sobre todos. Lean se volvió para otear entre las cabezas de sus soldados y comprobar que su mujer no lo había obedecido.
—Dejadme pasar, imbéciles, abrid paso —decía una voz aguda y furiosa—. ¡Apartaos, quiero ver a mi hija!
Yvaine se zafó de los brazos que la agarraban y comenzó a dar manotazos a todo aquel que se interponía en su camino sin importarle las formas. Recompuso su falda y su pelo cuando llegó junto a su esposo. Aila creyó escuchar las palabras de la mujer, pero su mente no llegó a procesar la información hasta minutos más tarde. La castellana del clan Mcleod era una mujer delgada, de mediana estatura, con rasgos celtíberos que le resultaron familiares.
—¡Yvaine, vuelve a donde te he ordenado! —rugió Lean.
—¡No! Llevo demasiado tiempo sin negarte nada —le respondió alzando la barbilla sin importarle ser fulminada por su marido—. Si he realizado este viaje ha sido para ver con mis propios ojos que ella está bien. No pienso quedarme al margen, Lean. Si Aila ha estado a punto de perder la vida ha sido por tu culpa. Nunca debimos dejarla con mi madre.
Aquellas palabras golpearon a Aila con la misma fuerza que un mazo. Sus ojos se agrandaron por la sorpresa y volvieron a reparar en los dos rostros que se volvían hacia ella. No podía creer que su padre fuera el jefe del clan Mcleod y su madre, la mujer que decía ser hija de su abuela Nimue. Observó cómo Yvaine Mcleod fulminaba a su marido con su mirada de ojos rasgados, apretaba la mandíbula y hacía que su nariz aleteara. Sí, había cierto parecido entre ellas. Aila recordó que Lorna le había asegurado que se parecía a su madre. La mujer que posaba sus ojos inundados en lágrimas en su rostro era bella. Lucía ricas telas, su pelo trenzado tendía a rizarse en las sienes, que comenzaban a vetearse de gris, y la comisura de sus ojos se había arrugado ligeramente.
—Tiene a quién salir —escuchó que decía Irvyng.
—Se parecen, ¿no es cierto? —preguntó Clarion.
—Se refiere a su mal genio —le aclaró Archie.
—Hija, mi niña —comenzó a decir Yvaine dando tímidos pasos hacia su montura—. Perdóname.
—Yvaine, déjame hablar —intervino Lean, enfurecido.
Aila nunca creyó que tendría la oportunidad de conocer a sus padres. Su abuela le había dicho que habían tenido que alejarse para que ella pudiera explotar sus dones, pues su madre había decidido renegar de ellos para mantenerse junto a su padre. La respiración comenzó a acelerársele al intentar controlar las lágrimas.
—Hemos venido a buscarte, estábamos muy preocupados por ti —se explicó Lean—. No me perdonaré en la vida haber puesto tu vida en peligro. Eso también lo sabes, Yvaine. Hija, puedes venir con nosotros si así lo deseas.
—¿Tanta preocupación a qué se debe después de tantos años? —preguntó Daimh, percibiendo cómo Aila temblaba entre sus brazos—. Cuando fui a por Aila no estabais para velar por su seguridad. Más bien vuestra esposa se carteó con mi abuela para que nos encargáramos de ella. Primero la dejasteis en manos de Nimue. Tras su muerte no teníais con quién dejarla, por eso no os importó que se viniera con los Mcleod de Lewis. ¿Y ahora ofrecéis vuestra protección?
Aila sintió cómo los oídos le pitaban al escuchar las palabras de Daimh. Se volvió lentamente para observar el rostro de su esposo, quien parecía conocer sus orígenes mejor que ella. Daimh no bajó la mirada hacia Aila, a pesar de querer consolarla. En cambio, la joven sí se topó con la mirada de Archie, quien se compadecía de ella. Aila se dijo que todos parecían haber decidido por ella sin preguntar antes. Sus seres más queridos la habían traicionado. Desde su querida abuela Nimue hasta Daimh. Todos habían decidido mantenerla en el más absoluto engaño.
—¡Maldito seáis! —rugió Lean—. ¡Sabíais que Aila era mi hija, y por ello la desposasteis! ¡Jamás permitiré que mi sangre se mezcle con la vuestra!
Aila, que estaba pendiente de descifrar el rostro de su esposo, se volvió, roja por la ira.
—¡Jamás volváis a llamarme hija, no soy de vuestra sangre, dejé de serlo en el mismo momento en el que decidisteis alejarme de vos!
—Aila, tenemos mucho de lo que hablar —intervino Yvaine, que no había dejado de observar a su hija, captando cada detalle en su rostro, sufriendo por el daño que le estaba causando la verdad.
Aila apenas le prestó atención; mostró su desprecio con la mirada antes de volverse hacia su esposo.
—Daimh, ¿es cierto lo que ese hombre dice? —preguntó Aila tomándole de la barbilla para que conocer la verdad por sus ojos—. ¿Desde cuándo sabes quiénes son mis padres?
—Desde la noche que Irvyng te separó de Cormag —contestó, sintiendo cómo Aila parecía quemarse ante su contacto. Se apartó de él asqueada; su rechazo le dolió a Daimh más que cualquier daga—. Tu padre miente en cuanto a mis intenciones: no me casé contigo por saber que eras hija de un laird.
Aila pestañeó; una infinidad de recuerdos se agolparon en su mente. La actitud de Daimh hacia ella había cambiado desde aquella noche. Pensó, con decepción, que no había sido gracias a las argucias de Kenza. En aquel momento nadie podía adivinar que el futuro devolvería al guerrero a los Mackenzie. Aila concluyó que Daimh entendió que la premonición hacía referencia a ocupar su lugar como laird de los Mcleod de Harris, como yerno de su padre. Su boca comenzó a saborear la bilis, la verdad le producía asco. La traición por parte de todos terminó por romperla por dentro. Intentó deslizarse hacia el suelo, quiso alejarse de todos. Daimh se lo impidió agarrándola con fuerza.
—No es lo que estás pensando, Aila, créeme.
—Te creo, nunca has hablado de amor; solo me ocultabas la verdad, mi verdad. —Aquellas palabras se clavaron como puñales en el pecho del guerrero: había perdido la confianza que Aila tenía en él—. Ahora suéltame. Te lo ordeno.
Aila apretó la mandíbula mientras lanzaba todo el rencor que sus ojos pudieron expresar. Daimh supo que lo estaba provocando a propósito; por esa vez la dejó marchar. Fue el primero en apartar la mirada: tenía que aprender a pedir disculpas. Se obligó a esperar, pues no podía declarar sus sentimientos ante el resto. La joven necesitaba digerir la verdad. Sufriendo por su esposa, observó cómo se alejaba de él en el plano físico y espiritual. Quiso aniquilar a los padres de Aila, y su mirada así se lo dio a entender a Lean.
Una vez en el suelo, Aila se colocó entre los lairds. Se irguió todo cuanto pudo y los desafió con la mirada.
—¡No soy una Mcleod! ¡Nunca lo he sido! —le dijo a su padre—. ¿Ahora me queréis cerca? ¿Ya no os doy miedo? ¿Ya no os repulsa mi don? —le espetó con los ojos ardiendo de rencor—. Pues ahora soy yo la que no quiero saber nada de mi familia. ¡Marchaos, no pienso ser moneda de cambio para vuestro clan! Si no os ha gustado la alianza que se ha podido crear a través de mi matrimonio con los Mackenzie, podéis ignorarla. Es algo que se os da bastante bien.
—Aila, por favor… —comenzó a suplicar Yvaine, con el rostro marcado por el dolor.
—¡Callaos! —ordenó Aila posando su mirada sobre ella—. Ahora podéis sentir lo que mi abuela Nimue sintió cuando renegasteis de vuestro don y de vuestro origen. —La joven se dirigió a Lean sin tener nada más que decirle a su madre—. Reunid a vuestras tropas y marchaos. ¡Haced como hasta ahora, olvidad que existo! —Aila alzó la voz recorriendo con la mirada a todos los presentes, incluido al centenar de soldados que presenciaban la escena—. ¡Oíd todos! ¡A partir de este momento no seré más que Aila! Olvidad mi parentesco con estas personas, nunca lo he tenido, no lo quiero ahora. ¡No tengo familia, no pertenezco a ningún clan! ¡A ninguno! —Sus ojos rasgados se posaron en Daimh, que clavaba la mirada en ella.
Acababa de renunciar a todo, incluida su unión con él. Aila escuchó las exclamaciones de muchos y los gruñidos de otros. Pestañeó para que las lágrimas cargadas de dolor no brotaran todavía. No quería llorar ante ellos. Podía conformarse con vivir junto a Daimh sin su amor, pero jamás podría convivir con la mentira y la traición. El guerrero se mantenía en su montura, firme, inescrutable. Nadie podía adivinar la agria sensación que lo recorría al recibir el rencor y la decepción que Aila exudaba. La joven continuó en un tono más bajo.
—Partid vos también, tenéis un castillo que asaltar —le ordenó antes de volverse en busca de su fiel, sincero y leal refugio: el bosque.
—¡Aila, espera! —Esta vez fue Gilmer quien intentó detener su marcha.
Ella se volvió ligeramente, con la mirada serena, con el aplomo que da ser golpeada por la verdad. Alzó una ceja interrogante.
—¿Tú también eras cómplice de la mentira?
—Yo lo supe cuando el laird nos convocó, no antes. —La mirada de Gilmer era sincera.
Aila sonrió aceptando su verdad. El joven se separó de las filas para acercarse a ella. Los ojos azules de Gilmer mostraron preocupación.
—Me tienes para lo que necesites, sabes que siempre seré tu guardián.
Ante aquel insulto Daimh no pudo controlarse. Con un rápido movimiento colocó su caballo entre ambos. El animal bufó acompañando el gruñido de Daimh. El guerrero podía aceptar el desplante de su esposa, en aquel momento se lo permitía todo, pero jamás se quedaría de brazos cruzados si alguien pretendía acercarse a ella para ofrecer consuelo. Nadie la cuidaría mejor que él, nadie la amaría como él llevaba tiempo haciendo y mucho menos nadie podría hacerla feliz como él sabía que podía hacerlo.
—¡No tiene más guardián que yo! —rugió—. No necesita más hombre en su vida que su esposo, lo quiera ella o no. —Su voz sonó tan amenazadora como la hoja de un puñal en la yugular.
—Poco la conocéis si creéis que podéis dominar a un ser como ella —la defendió Gilmer—. Ella lo ha dejado claro, no os quiere a su lado. Y todos nosotros hemos venido a hacer que se respete su voluntad. —Los soldados gruñeron, corroborando las palabras del joven guerrero.
Cuando se volvieron en busca de la respuesta de Aila, no la encontraron. La joven había continuado su camino hacia el bosque. Los más rápidos pudieron verla introducirse en la espesura. Sin mirar atrás, con paso firme y con la convicción de que no podía formar parte de la misma especie que ellos.
—¿Y ahora a dónde demonios va? —preguntó exasperado Lean.
—¿Y vos os erigís como su padre? —se mofó Daimh—. Cualquiera que haya pasado dos días con ella sabe a dónde va.
Lean Mcleod, ajeno a las costumbres de la Gente de Astucia, habiendo prohibido hablar de cualquier cosa relacionada con las artes que manejaba su hija, frunció el ceño mostrando confusión. Irvyng, Clarion, Archie, Gilmer e Yvaine respondieron al unísono.
—¡¡Al bosque!!
Ante la contundencia de la supuesta obviedad, no quiso mostrar su incomprensión. Su esposa fue tras los pasos de Aila, y él no se lo impidió; llevaba mucho tiempo observando la tristeza en el rostro de su mujer. Sabía que no podía negarle un encuentro a solas con su hija, a pesar del odio que esta había mostrado hacia ellos. Volviendo a su lado práctico, se encogió de hombros y se dirigió a Daimh.
—Aunque Aila no lo crea, siempre he velado por ella.
Sus palabras carecían de la vergüenza que las acompaña cuando no se tienen sentimientos más profundos hacia una hija que la responsabilidad por cuidar de su seguridad. La misma responsabilidad que le despertaba cualquier miembro de su clan.
—Es posible que sea la última vez que la vea. Si conseguís convencerla de que permanezca a vuestro lado, me gustaría que podáis ofrecerle algo más que vuestra espada. —Sonrió provocadoramente cuando observó cómo su yerno apretaba la mandíbula conteniendo la ira mal disimulada que le despertaban sus palabras. A Lean le gustaron las cualidades de Daimh, por lo que añadió—: ¿Cuándo asaltamos el castillo?