16
Harry Baker estaba hablando con un inspector uniformado en el vestíbulo de la entrada posterior, cuando Katherine Riley le encontró. Estaba visiblemente trastornada y le agarró de los brazos.
— ¡Eh! ¿Qué pasa?
— Asa —explicó ella—. Está aquí, en algún lugar del edificio. Mikali lo sabe. Le vio en la sala, momentos antes del descanso.
— ¡Santo Dios! —exclamó Baker—. ¿Dónde está ahora Mikali?
— Se ha reunido con el grupo del embajador griego, para escuchar la segunda parte.
Él la hizo sentar en una silla.
— Bien, no se mueva de aquí.
Tuvo una brevísima conversación con el inspector y desapareció corriendo escalera arriba.
Ferguson y Deville volvían a estar en el asiento de atrás del automóvil del brigadier, en la zona de aparcamiento, cuando un sargento se apeó de la camioneta del puesto de mando y llamó a Ferguson. Al cabo de un rato, éste volvió a su coche.
— ¿Algún contratiempo? —preguntó Deville.
— ¡Y que lo diga! Parece que Asa Morgan anda suelto por el edificio.
— Por lo visto, el arresto domiciliario no bastó para detenerle. Pero usted contaba ya con esto, ¿no?
Ferguson dijo:
— El Cretense y John Mikali. Todo saldría a la luz. Forzosamente. ¿Ya qué le condenarían? No a la horca, sino a cadena perpetua, porque vivimos en una Era ilustrada y liberal. ¿Puede usted imaginarse lo que sería esto para un hombre como él?
— Por consiguiente, usted prefiere que Morgan haga de verdugo.
— Asa representó siempre bastante bien el papel de ejecutor oficial. En todo caso, Mikali, vivo, nos serviría de poco. Usted sí que puede sernos útil, y la prematura desaparición de aquél simplificaría enormemente su posición.
— Eso está muy claro —dijo Deville—. Salvo en un punto bastante importante que parece haber olvidado.
— ¿Y es?
— Que su coronel Morgan corre el mismo riesgo de acabar con una bala en el entrecejo.
Harry Baker bajó la escalera del vestíbulo de la entrada posterior del edificio. Katherine se levantó, y él le dijo:
— No hay rastro de él en el palco del embajador de Grecia. Lo he comprobado.
Se volvió al inspector y empezó a hablar con él en voz baja y apremiante. Katherine Riley quedó olvidada de momento, y lo aprovechó para deslizarse sin ruido escalera arriba y echar a correr al doblar la primera esquina.
Se detuvo en el rellano de debajo del «Salón del Príncipe Consorte», donde se había celebrado la recepción, sin saber qué hacer ni a dónde ir.
Desde la sala de conciertos llegaban débilmente hasta ella los excitantes acordes de Pomp and Circumstance, de Elgar, y entonces, de pronto y para su total asombro, oyó el sonido de un piano que seguía la melodía desde arriba.
Mikali sabía que, esta vez, no podía ir a parte alguna. No tenía escapatoria. De pie en la sombra de su última barricada, escuchando los ecos de Pomp and Circumstance, recordó Kafsa, el olor de las llamas, los cuatro fellagha avanzando sobre él, que, sentado en el suelo y apoyado de espalda a la pared, se aferraba a la vida, negándose a abandonar. Desde entonces, había pasado mucho tiempo. Muchísimo tiempo.
— Está bien, Morgan —murmuró—. Te facilitaré las cosas.
Subió la oscura escalera a su derecha. Abrió con cuidado la puerta de arriba y echó un vistazo al «Salón del Príncipe Consorte», donde se había celebrado la recepción. Tal como esperaba, estaba vacío, sin más ocupante que su otro yo reflejado en el alto espejo del fondo. La sombría y elegante criatura que le había perseguido durante tanto tiempo.
— Bueno, viejo amigo —gritó—. Por ser la última vez, hagamos las cosas bien.
Había un gran piano de concierto, un «Schiedmayer», en el rincón del salón junto a la ventana. Se acercó a él, sacó la pitillera de oro del bolsillo, eligió un cigarrillo griego y lo encendió. Después, levantó la tapa del «Schiedmayer» y se sentó. Sacó la «Ceska» de la pistolera y la dejó en el extremo del teclado.
— Bueno, Morgan —dijo, a media voz—, ¿dónde estás?
Y empezó a tocar Pomp and Circumstance con gran maestría, siguiendo los lejanos acordes de la orquesta.
Sonaron pisadas en la escalera, pero no apareció Morgan, sino Katherine Riley. Se apoyó en la jamba de la puerta, para recobrar aliento, y entró.
— Esto es una locura. ¿Qué estás haciendo?
— Recordando un poco a Elgar. Había olvidado lo divertido que es.
Ahora tocaba con brillantez y gran maestría, inclinado sobre el piano, colgando el cigarrillo de la comisura de sus labios.
El sonido se deslizó por la escalera y por los curvos pasillos, y Asa Morgan, que esperaba en las sombras del pasadizo que llevaba al «Cuarto Verde», se volvió rápidamente y empezó a subir la escalera, asiendo la culata de la «Walther» que llevaba en el bolsillo derecho de su trinchera.
El sonido llegó incluso hasta Baker, que estaba con el inspector en el vestíbulo de atrás. Y, al oírlo, aquél echó a correr escalera arriba, con el inspector y dos guardias pisándole los talones.
— Por favor, John, si alguna vez signifiqué algo para ti…
— ¡Oh! Claro que sí, ángel mío. —Mikali sonrió—. ¿Recuerdas aquella mañana en los Backs de Cambridge, junto al río? Fue un encuentro preparado, porque necesitaba conocerte para asegurarme de que Lieselott no era una amenaza para mí.
— Ahora ya lo sé.
— Pero eso no importa. La verdad es que eres la única mujer a quien aprecié de veras. ¿Podrías explicármelo?
Y entonces, Asa Morgan salió de la sombra y ocupó todo el umbral.
Mikali dejó de tocar.
— No te has dado mucha prisa, ¿verdad? A lo lejos, la orquesta empezó a tocar la Fantasía on British Sea Songs. Morgan dijo:
— Pero ahora ya estoy aquí, bastardo, y esto es lo único que importa.
— El campo de batalla es una tierra de cadáveres en pie —citó Mikali, sonriendo—. Un estratega militar chino, llamado Wu Ch'i, dijo esto hace bastante tiempo. Yo diría que esto nos define perfectamente a los dos. En definitiva, no hay mucho que escoger entre nosotros.
Levantó la mano, empuñando la «Ceska». Katherine Riley gritó y se interpuso entre los dos, con los brazos abiertos.
— ¡No, John!
Mikali vaciló un momento y, cuando empezaba a levantarse, Morgan hincó una rodilla en el suelo y disparó dos veces su «Walther». Las dos balas atravesaron el corazón de Mikali, y éste cayó de espaldas sobre el taburete del piano. Su muerte fue instantánea.
Entonces aparecieron Baker y los tres policías. Morgan se quedó en pie junto a la puerta, con la «Walther» colgando sobre el muslo. Katherine Riley esperaba, con las manos apoyadas en los costados, mientras Baker se inclinaba sobre Mikali.
— Pudo haberte matado, Asa —dijo, con voz ronca—. Pero yo me interpuse. Vaciló, porque me interpuse entre los dos.
Baker se irguió y se volvió, sosteniendo la «Ceska».
— Se equivoca, querida. Él no iba a matar a nadie, al menos con esta arma. Está descargada. Véalo usted misma —dijo, extrayendo el cargador.
El inspector se dirigió al teléfono interior, colgado en la pared del bar, y habló en voz baja:
— Póngame con el vehículo del puesto de mando. Con el brigadier Ferguson.
Katherine Riley se adelantó y se arrodilló al lado de Mikali. La pechera de la blanca camisa de éste estaba manchada de sangre; pero su cara permanecía incólume, con los ojos cerrados y una débil sonrisa entre los labios.
Ella le apartó los cabellos de la frente y, con mucho cuidado, desprendió la rosa roja de su ojal. La rosa que él le había arrojado al palco. La rosa que ella había besado y le había devuelto.
Se volvió y salió, pasando por delante de Morgan sin decir palabra.
— ¡Kate! —la llamó él, disponiéndose a seguirla.
Baker le asió de un brazo.
— Déjala marchar. Asa. Y dame esa pistola.
Morgan le tendió la «Walther» y Baker la descargó.
— ¿Te sientes mejor ahora? ¿Has recuperado a Megan?
Morgan se acercó al cadáver de Mikali.
— ¿Por qué hizo esto?
— Bueno, yo diría, Asa, que debió de ser algo así. Tú eres bueno en el oficio, pero él sabía que era mejor que tú y, esta vez, no pudo hacerlo. No tenía escapatoria.
— ¡Que se vaya al infierno! —exclamó Morgan.
— No es más que una opinión. A propósito, Asa, ¿has leído el Daily Telegraph de hoy? Publica una lista de ascensos en el Ejército. Al fin lo has conseguido. Eres brigadier. Ahora puedes mandar incluso a Ferguson al diablo.
Pero Morgan ya no le escuchaba. Se volvió y salió corriendo al pasillo. Estaba desierto, salvo por Katherine Riley, que desaparecía detrás de la curva del extremo.
— ¡Kate! —gritó, y echó a correr, mientras sonaba en la sala una salva de aplausos al terminar la Sea Songs Fantasía.
Cuando llegó a la escalera que descendía al vestíbulo principal, Kate había desaparecido. Bajó los peldaños de dos en dos y salió por la puerta de cristales. Detrás de él, la orquesta y el coro y todo el público entonaron los acordes gloriosos de Jerusalén.
Llovía con fuerza, y el tráfico de la calle era muy intenso. Al bajar la escalinata, Ferguson le salió al paso, sosteniendo un paraguas abierto sobre su cabeza.
— Enhorabuena, Asa.
— Lo que tú querías, ¿eh? Lo supe desde el principio. Fue cosa de los dos. Como en los malditos viejos tiempos; como siempre.
— Muy bien expresado.
Morgan miró furiosamente a su alrededor.
— ¿Dónde está ella?
— Por allí. —Ferguson señaló al otro lado de la calle—. Si estuviese en tu lugar, me daría prisa, Asa.
Pero Morgan, sorteando el tráfico bajo la fuerte lluvia, se retrasó demasiado, pues, al llegar al otro lado, ella había rebasado ya el Albert Memorial y desaparecido en la oscuridad del parque.