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El Servicio Secreto Británico de Información, conocido más correctamente por DI5, no existe oficialmente; ni siquiera está establecido por la ley, aunque en realidad ocupa un gran edificio blanco y rojo en el West End de Londres, no lejos del «Hilton Hotel».

Sus empleados son hombres sin rostro, anónimos, que pasan su tiempo en una incesante batalla de ingenio, con el fin de controlar las actividades de los agentes de potencias extranjeras en Gran Bretaña y de resolver un problema aún más grave: el creado por las fuerzas del terrorismo europeo.

Pero el DI5 sólo puede investigar. No tiene facultad de practicar detenciones. Su eficacia depende, en último término, de la colaboración de la Rama Especial de la Policía Metropolitana en Scotland Yard. Son ellos quienes practican las detenciones, por lo que los hombres anónimos del DI5 no tienen nunca que aparecer ante los tribunales.

Esto explica que, la noche del asesinato de Maxwell Cohén, fuese el superintendente jefe Harry Baker quien se apeó del «Jaguar» de la Policía delante del depósito de cadáveres de Cromwell Road, exactamente a las nueve dadas, y subió apresuradamente la escalera.

Baker era oriundo de Yorkshire, nacido en Halifax, del Condado de West Riding. Hacía veinticinco años que era policía. Tiempo suficiente para granjearse la antipatía del público en general y para tener que trabajar en un sistema de tres turnos que sólo le daba un fin de semana de cada siete para poder pasarlo en casa con su familia. Circunstancia que su esposa no comentaba ya, por la sencilla razón de que había hecho los bártulos y se había largado cinco años atrás.

Baker tenía los cabellos grises y la nariz aplastada, recuerdo de sus días de jugador de rugby, que le daba el aspecto de un afable campeón de boxeo. Lo cual era engañoso, pues disimulaba una de las mentes más astutas de la Rama Especial.

Su ayudante, el inspector detective George Stewart, esperaba en el vestíbulo, fumando un cigarrillo. Tiró éste al suelo, lo pisó y dio un paso al frente.

— Bueno, cuénteme —le pidió Baker.

— Una muchacha de catorce años, Megan Helen Morgan. —Había abierto su libreta de notas—. Su madre es Mrs. Helen Wood. Esposa del reverendo Francis Wood, rector de Steeple Durham, en Essex. Hablé por teléfono con él hace una hora. Ahora estarán en camino.

— Espere un momento —dijo Baker—. Estoy empezando a hacerme un lío.

— La patrona de la chica está aquí, señor. Una tal Mrs. Cárter.

Abrió la puerta marcada con el rótulo de Sala de Espera, y Baker entró. La mujer sentada junto a la ventana era robusta, de edad madura, y llevaba un impermeable color castaño. Tenía la cara enrojecida e hinchada de llorar.

— Le presento al superintendente jefe Baker, Mrs. Cárter —dijo Stewart—. Está encargado del caso. ¿Quiere repetirle lo que me ha contado a mí?

— Megan se alojaba en mi casa —explicó, en voz baja, la mujer—. Su madre vive en Essex, ¿sabe?

— Sí, lo sabemos.

— Ella estudiaba en la escuela «Italia Conté». Ya sabe. Canto, baile, declamación, cosas así. Quería ser actriz. Por esto vivía aquí, y se alojaba en mi casa —repitió, pacientemente.

— ¿Y esta noche?

— Estuvieron ensayando toda la tarde una comedia musical. Y le dije que tuviese cuidado. —Se volvió a mirar vagamente a través de la ventana—. Nunca me gustó que fuese en bicicleta después del anochecer.

Calló. Baker apoyó una mano en su hombro y, después, hizo una seña con la cabeza a Stewart, y salieron ambos.

— ¿Ha llegado ya el doctor Evans?

— Está en camino, señor. ¿Quiere ver el cadáver?

— No; dejaré para más tarde este mal trago. Recuerde que yo tengo dos hijas. En todo caso, Evans no podrá empezar la autopsia hasta que la madre la haya identificado formalmente.

— ¿Alguna noticia de Mr. Cohén, señor?

— Lo único que puedo decirle es que aún vive, con una bala en el cerebro. Lo están operando ahora.

— ¿Esperará usted aquí a Mrs. Wood?

— Sí, creo que sí. En la oficina saben dónde estoy. Vea si puede encontrar un poco de té.

Stewart salió y Baker encendió un cigarrillo, se volvió y miró a través de la puerta de cristal. Hacía años que no se sentía tan inquieto. Entre otras tareas, la Rama Especial tenía siempre que actuar de guardaespaldas de los jefes de Estado y de los grandes personajes que visitaban el país. El Departamento se enorgullecía de no haber fracasado nunca en esta labor particular.

Pero el caso de Max Cohén de esta noche…, era algo singular. Terrorismo internacional de la peor especie, y aquí, en Londres.

Stewart volvió con dos vasos de cartón llenos de té.

— Anímese, señor. Pillaremos a ese bastardo.

— No, si es quien yo me imagino —repuso Harry Baker.

En aquel momento, John Mikali volvía a salir al escenario para recibir otra estruendosa ovación. Después, bajó por el pasillo llamado Bullrun por los artistas. El director de escena le esperaba allí y le ofreció una toalla. Mikali se enjugó el sudor de la cara.

— Se acabó —dijo—. Si quieren más, tendrán que comprar entradas para el martes.

Su voz era simpática, llena de carácter; la voz que algunos dirían típica de un buen norteamericano de Boston, y que contrastaba con el tono de perezoso encanto que podía darle en un instante, si lo creía necesario.

— La mayoría de ellos lo han hecho ya, Mr. Mikali. —El director de escena sonrió—. Le han preparado champaña en su camerino. ¿Recibirá visitas?

— De nadie que tenga menos de veintiún años, George —respondió Mikali, sonriendo—. Ha sido una semana muy joven para mí.

En el «Cuarto Verde» se despojó del frac y de la camisa y se puso un albornoz. Después, conectó la radio portátil de encima del tocador y cogió la botella de champaña: «Krug», reserva. Echó un poco de hielo triturado en la copa y llenó ésta.

Mientras saboreaba el primer sorbo, delicioso y frío, la radio interrumpió la música para dar una noticia. Mr. Maxwell Cohén, víctima de un criminal desconocido aquella misma tarde, había sido operado con éxito. Ahora estaba en la unidad de cuidados intensivos, bajo severa custodia de la Policía. Había grandes probabilidades de recuperación total.

Noticias del extranjero informaban de que la responsabilidad de la agresión había sido reivindicada por Setiembre Negro, el reivindicativo grupo de Al Fatah, fundado en 1971, para la eliminación de todos los enemigos de la revolución palestina. Daban, como móvil, el gran apoyo prestado al sionismo por Maxwell Cohén.

Mikali cerró un momento los ojos y volvió a ver el camión en llamas, los cuatro fellagha deslizándose hacia él, la sonrisa del jefe, el que llevaba un cuchillo en la mano. Y entonces cambió la imagen y apareció la oscuridad de un túnel, y la cara blanca y aterrorizada de una niña, fugazmente percibida.

Abrió los ojos, apagó la radio y levantó la copa.

«No ha sido perfecto, amigo. No ha sido perfecto, y esto no me gusta».

Llamaron a la puerta. La abrió, y el pasillo apareció lleno de jovencitas, en su mayoría estudiantes, a juzgar por sus chalinas universitarias.

— ¿Podemos pasar, Mr. Mikali?

— ¿Por qué no? —John Mikali sonrió, con su insolente encanto pintado de nuevo en su semblante—. Aquí todo es vida, con el gran Mikali. Entrad, pero tened cuidado.

Baker estaba en el vestíbulo del depósito de cadáveres, con Francis Wood. No había nada clerical en el aspecto de éste. Baker calculó que tendría unos sesenta años, y era un hombre alto y cortés, de barba gris que necesitaba un arreglo con urgencia. Llevaba un abrigo oscuro de automovilista y un suéter de cuello alto.

— ¿Su esposa, señor? —preguntó Baker, señalando con la cabeza a Helen Wood, que estaba hablando con Mrs. Cárter junto a la puerta—. Aguanta muy bien el golpe.

— Es una mujer de mucho carácter, superintendente. Es pintora, ¿sabe? Sobre todo, acuarelas. Fue bastante famosa, con su apellido anterior.

— Morgan, ¿verdad? Sí; esto me había llamado la atención. Supongo que Mrs. Wood sería viuda.

— No, superintendente. Divorciada. —Francis Wood sonrió débilmente—. Esto quizá le sorprenda, dado el Punto de vista de la Iglesia anglicana. Pero la explicación es bastante sencilla. Para emplear un término anticuado, yo poseo medios propios. Puedo apañarme solo Cuando nos casamos, me quedé sin empleo durante un par de años, y entonces mi obispo actual me escribió, habiéndome de Steeple Durham. No es la capital del Universo, pero la gente de allí estaba sin párroco desde hacía seis años y me aceptó de buen grado. Debo añadir que mi obispo es conocido por sus ideas liberales.

— ¿Y el padre de la niña? ¿Cómo podemos ponernos al habla con él? Hay que comunicárselo.

Antes de que Wood pudiese responder, Mrs. Cárter se marchó y la esposa de aquél se acercó a los dos hombres. Tenía treinta y siete años, según sabía Baker por la información facilitada por Stewart, pero parecía diez años más joven. Tenía los cabellos de un rubio ceniciento, recogidos sobre la nuca, y una cara de belleza extraordinaria, y los ojos más serenos que hubiese visto él en su vida. Llevaba una vieja trinchera militar, que había sido antaño usada por un capitán, según demostraban tres agujeritos en cada hombrera, que no podían pasar inadvertidos a sus ojos de policía.

— Lamento tener que pedirle esto, Mrs. Wood, pero debemos proceder a la identificación.

— Tenga la bondad de enseñarme el camino, superintendente —dijo ella, en voz baja y suave.

El doctor Evans, patólogo, esperaba en la sala de autopsias, acompañado de dos practicantes, todos con bata blanca y botas y guantes largos de goma y de color verde pálido.

La habitación estaba iluminada por unas lámparas fluorescentes tan brillantes que dañaban la vista, y había allí media docena de mesas de operaciones de acero inmaculado.

La niña yacía boca arriba en la más próxima a la puerta, cubierta con una sábana blanca y con la cabeza apoyada en un madero. Helen Wood y su marido se acercaron, seguidos de Baker y Stewart.

— Sé que no será agradable, Mrs. Wood —dijo Baker—. Pero hay que hacerlo.

— Por favor —dijo ella.

Evans levantó la sábana, descubriendo solamente la cabeza de la víctima. La niña tenía los ojos cerrados e indemne la cara; pero el resto de la cabeza estaba envuelto en una caperuza de goma blanca.

— Sí —murmuró Helen Wood—. Es Megan.

Evans cubrió de nuevo la cara, y Baker dijo:

— Bueno, podemos salir.

— ¿Qué van a hacer ahora… con ella? —preguntó la mujer.

Francis Wood le respondió:

— Tienen que hacerle la autopsia, querida. Es la ley. Para establecer la causa de la muerte a efectos del sumario.

— Quiero quedarme —dijo ella.

Baker supo, por instinto, lo que tenía que hacer.

— Quédese si quiere, pero dentro de cinco minutos pensará que está en una carnicería. No creo que le guste recordar este espectáculo.

Fue una actitud brutal, directa, pero que dio resultado, pues la mujer cedió en seguida, apoyándose en Wood, medio desmayada, mientras Stewart se apresuraba a ayudarle. Juntos la sacaron de la habitación.

Baker se volvió hacia Evans y sólo vio conmiseración en su semblante.

— Lo sé, doctor. Es un trabajo muy duro.

Salió. Evans se volvió e hizo una seña con la cabeza. Uno de los practicantes puso en funcionamiento el magnetófono, mientras el otro quitaba la sábana de encima de la niña muerta.

Evan empezó a dictar, con voz inexpresiva:

— Once y quince de la noche del 21 de junio de 1972. Patólogo encargado, Marvyn Evans, profesor de Patología Forense de la Escuela de Medicina de la Universidad de Londres. Sujeto: Megan Helen Morgan, hembra, de catorce años y un mes. Fallecida aproximadamente a las siete y quince del día de hoy, como resultado de atropello de automóvil, cuyo conductor se dio a la fuga.

Asintió con la cabeza y uno de los practicantes retiró la caperuza de goma, quedando de manifiesto una tremenda fractura de cráneo.

Evans continuó su relación, describiendo con todo detalle cada una de sus acciones mientras tomaba un bisturí y hendía la piel alrededor del cráneo.

Francis Wood entró por la puerta giratoria y encontró a Baker y a Stewart, que le esperaban en el vestíbulo.

— Se pondrá bien. Está en el coche.

— ¿Qué van a hacer ustedes, señor? ¿Ir a un hotel?

— No; ella quiere volver a casa.

— Un poco peligroso, conducir a estas horas de la noche por las carreteras de Essex.

— Yo estuve como capellán con la Artillería Real, en Corea, en el invierno del cincuenta, cuando un millón de chinos salieron de Manchuria y nos empujaron de nuevo hacia el Sur. Yo conduje un camión «Bedford» durante cuatrocientas millas, bajo una fuerte nevada, y con los perseguidores pisándonos los talones. Faltaban conductores, ¿sabe?

— Un duro aprendizaje de conductor —comentó Baker.

— Un aspecto interesante de la vida es que algunas experiencias son tan terribles, superintendente, que todo lo que ocurre después parece una bendición.

Hablaban por hablar, y ambos lo sabían. Entonces, Baker dijo:

— Sólo una cosa más, señor. Mis superiores me han telefoneado. Parece que, por razones de seguridad, no se publicará la relación existente entre la muerte de su hija y el caso Cohén. Confío en que usted y su esposa estarán de acuerdo.

— Francamente, superintendente, creo que mi esposa preferiría que este asunto se lleve con la mayor discreción posible.

Se volvió hacia la puerta, pero se detuvo.

— Olvidábamos algo. Me preguntó usted por el padre de Megan.

— Así es, señor. ¿Dónde podríamos ponernos en contacto con él?

Baker hizo una seña a Stewart y éste sacó su libreta.

— Creo que será un poco difícil. Está fuera del país.

— ¿En el extranjero?

— Según cómo se mire. En este momento se encuentra en Belfast, superintendente. Es el coronel Asa Morgan, del Regimiento de Paracaidistas. Supongo que el Departamento correspondiente del Ministerio de Defensa podrá ayudarle a ponerse en contacto con él. Pero sin duda sabe usted de esto más que yo.

— Sí, señor; déjelo en nuestras manos.

Empujó la puerta y salió. Stewart dijo:

— Coronel Asa Morgan, del Regimiento de Paracaidistas. Me imagino cómo se pondrá cuando se entere de esto. Un hombre así…

— Un típico producto de nuestra Era sangrienta —dijo furiosamente Baker.

— ¿Le conoce usted, señor?

— Sí, inspector. Le conozco.

Baker se dirigió a la conserjería, telefoneó a Scotland Yard y pidió que le pusieran en comunicación con el comisario Joe Harvey, jefe de la Rama Especial, el cual, según sabía, se habría instalado en su despacho para pasar la noche en una litera de campaña.

— Soy Harry Baker, señor —dijo, cuando Harvey se puso al aparato—. Estoy en el depósito de cadáveres. La niña atropellada en el túnel de Paddington por nuestro amigo, al escapar, ha sido identificada por su madre. Una tal Mrs. Helen Wood.

— Pensaba que el apellido de la joven era Morgan.

— Su madre se divorció, señor, y se casó con un pastor un poco raro. —Baker vaciló—. Escuche, señor voy a decirle algo que no le gustará en absoluto. El padre de la chica…

Vaciló de nuevo, Harvey dijo:

— ¡Escúpalo ya, Harry, por el amor de Dios!

— Es Asa Morgan.

Hubo un momento de silencio, y Harvey exclamó:

— ¡Santo Dios! ¡Lo que nos faltaba!

— Lo último que supe de él fue que estaba en Trucial Omancan el Servicio Especial del Aire. ¿Sabe lo que es éste?

Baker estaba en pie junto a la ventana de su despacho. Era un poco más de medianoche y la lluvia repicaba en los cristales. Stewart le dio una taza de té.

— No lo sé, señor.

— Es lo que los militares llaman una unidad de elite. El Ejército prefiere guardar sobre ella la mayor reserva posible. Cualquier soldado en activo puede ofrecerse como voluntario. Creo que lo normal es un periodo de tres años.

— ¿Y qué hacen exactamente?

— Todo lo que es demasiado duro para los demás. Es lo que tenemos más parecido a la SS en el Ejército británico. En este momento se hallan en Omán, contratados por el sultán, atizándoles de lo lindo a los rebeldes marxistas de las montañas. También sirvieron en Malaya durante la crisis. Fue allí donde me tropecé con ellos.

— No sabía que hubiese estado allí, señor.

— Fue accidentalmente. El movimiento subterráneo comunista chino les causaba muchos quebraderos de cabeza, y por esto decidieron pedir ayuda a algunos policías de verdad. Allí conocí a Morgan.

— ¿Y cómo es él, señor? —preguntó Stewart—. ¿Qué hay de especial en él?

— Ciertamente, ha elegido usted la palabra adecuada. —Baker llenó lentamente su pipa—. Asa debe tener ahora casi cincuenta años. Hijo de un minero galés de Rhondda. No sé lo que hizo al principio de la guerra, pero sí que fue uno de aquellos pobres tipejos a los que lanzaron sobre Arnhem. Entonces era sargento. Después le nombraron suboficial en campaña.

— ¿Y después?

— Palestina. Su primera experiencia en guerrilla urbana, solía decir. A continuación fue destinado a los fusileros del Ulster cuando éstos fueron a Corea. Capturado por los chinos los muy bastardos lo retuvieron un año. Conozco algunas personas que pensaron que el lavado de cerebro que aquéllos solían hacer a nuestros muchachos produjo verdadero efecto en su manera de pensar.

— ¿Qué quiere usted decir, señor?

— Cuando regresó, escribió un tratado sobre el que llamaba nuevo concepto de la guerra revolucionaria. Citaba continuamente a Mao Tsétung como si fuese la Biblia. Supongo que el Estado Mayor Central pensó que, o se había vuelto comunista, o conocía muy bien el paño; por consiguiente, le enviaron a Malaya, que es donde le conocí. Trabajamos juntos bastante tiempo.

— ¿Con provecho?

— Ganamos, ¿no? La única insurrección comunista que fue aplastada con éxito, después de la Segunda Guerra Mundial, fue la de Malaya.

— ¿Y Morgan?

— Volví a verle en Nicosia, cuando lo de Chipre. Le habían enviado allí para la misma clase de trabajo. A propósito, ahora recuerdo que acababa de casarse cuando salió del Reino Unido; por consiguiente, la edad de la niña concuerda. También recuerdo que oí decir que estuvo en Aden en el sesenta y siete, y que le dieron la medalla de Servicios Distinguidos por salvar el pellejo a un puñado de Highlanders de Argyle y Shuterland, al que habían tendido una emboscada en el distrito de Cráter.

— Parece un hombre de armas tomar.

— ¡Oh, sí! Bien puede usted decirlo. El típico guerrero. El Ejército lo es todo para él. Familia y hogar, en una pieza. No me sorprende que su esposa le dejase.

— Me pregunto lo que hará, señor, cuando se entere de lo de su hija.

— Dios lo sabe, George; pero yo puedo imaginármelo.

El viento sacudió la ventana, y, fuera, la lluvia procedente del Támesis azotó los tejados.