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Todo se desarrolló como por encanto al salir ellos de la ciudad por la carretera de Antrim. La Policía Militar les saludó y les hizo pasar sin vacilación por tres puestos de control, y, en un cuarto puesto, donde había una cola de vehículos para ser inspeccionados, Seumas se limitó a tocar el claxon y adelantarlos por el carril en dirección contraria.

En las afueras de Ballymena, O'Hagan ordenó al muchacho que se detuviese delante de una cabina telefónica pública. No estuvo en ella más de tres minutos. Cuando volvió, sonreía.

— Nos está esperando. Carretera de Glenarrif, en los montes de Antrim.

— ¿Qué le dirás de mí? —preguntó Morgan.

O'Hagan le hizo un guiño.

— Todavía hablas galés, ¿verdad? A Brendan le gusta practicar su irlandés. Lo aprendió cuando estuvo con McStiophan en la cárcel. Galeses e irlandeses…, deben tener algo en común, diría yo.

Después de rodar veinte millas a través de los montes, llegaron a una señal que indicaba Coley a la izquierda. Seumas hizo girar el vehículo y se adentró en una estrecha y serpenteante carretera entre paredes de piedra y que subía más y más entre los montes.

A la primera luz grisácea de la aurora, llegaron a una pequeña meseta en cuyo fondo crecían unas hayas. Había allí un henil, con las puertas abiertas, y un viejo jeep. Dos hombres estaban junto a éste. Ambos vestían como labradores; uno de ellos, chaqueta de pana y gorra de tela, y el más joven, mono de algodón y botas «Wellington».

— El de la gorra es Tim Pat Keogh, brazo derecho de Tully —dijo O'Hagan—. El otro es Jackie Rafferty. Éste está un poco chiflado. Generalmente, hace todo lo que le dice Tully, y le gusta.

Seumas detuvo el vehículo, y los dos hombres se acercaron.

— Buenos días tenga usted, Mr. O'Hagan —saludó Tim Keogh—. Si deja el «Land-Rover» en el henil, les llevaremos a la granja en el jeep.

O'Hagan asintió con la cabeza, y Seumas puso el vehículo a cubierto. Se apearon los tres y, cuando hubieron salido, Keogh y Rafferty cerraron la puerta del henil. O'Hagan se había colgado de un hombro una metralleta «Sterling», y Morgan llevaba un «Smith & Wesson» del 38 en su funda de reglamento.

Keogh dijo:

— Una visita amistosa, ¿verdad, Mr. O'Hagan?

O'Hagan le respondió:

— No sea estúpido, Tim Pat. Y ahora, vayamos a la granja. No me vendrá mal desayunar un poco. Ha sido una noche muy pesada.

La granja era bastante mísera, situada en una pequeña hondonada y adosada a la falda del monte para protegerse del viento. Los edificios exteriores necesitaban urgentemente una reparación, y el patio estaba lleno de barro.

Brendan Tully era un hombre alto y guapo, de rostro enjuto y con un lado de la boca torcido en una ligera y perpetua sonrisa, como si siempre le divirtiesen el mundo y sus habitantes. Les recibió en la puerta. Sin duda, acababa de levantarse de la cama, pues llevaba una vieja bata sobre el pijama.

— ¡Liam! —exclamó—. Dichosos los ojos que te ven, aunque sea en ese maldito uniforme. ¡Adelante!

Le siguieron hasta la cocina, donde ardía un fuego de leña en un hogar abierto. Una vieja, con un pañuelo negro sobre los hombros para resguardarse del frío de la mañana, estaba junto al fogón preparando el desayuno.

— No os inquietéis por ella; está sorda como una tapia. Seumas, muchacho —dijo, dándole una palmada en el hombro—, todavía tengo un puesto para ti, si te interesa una acción de verdad.

— Estoy contento donde estoy, Mr. Tully.

Tully se volvió y miró con curiosidad a Morgan.

— ¿Quién es ése?

— Un viejo amigo. Dai Lewis, del Ejército de Gales Libre. Nos ayudaron con sus fusiles en el otoño del sesenta y nueve, ¿recuerdas?, cuando las cosas se pintaban mal.

— Entonces, ¿habla galés?

— ¡Menudo galés sería, si no supiese hablarlo! —respondió Morgan, en su lengua natal.

Tully se entusiasmó.

— ¡Magnífico! —exclamó—. Lástima que no he entendido una sola palabra. Y ahora, empecemos bien el día, mientras la vieja prepara la comida.

Sacó una botella de whisky y unos vasos.

— Un poco temprano, incluso para ti —observó O'Hagan.

— La vida es corta y hay que aprovecharla. —Tully estaba visiblemente de buen humor—. A propósito, ¿qué os trae por aquí?

— ¡Oh! Las cosas se pusieron un poco difíciles la noche pasada, y, además, Dai vino de Cardiff para verme. Pero será mejor que te lo explique él mismo.

Tomó el vaso que Tully le ofrecía, y Morgan dijo, con un acento muy galés:

— Hemos resuelto pasar a la acción, Mr. Tully. Hablar con los malditos ingleses sobre la independencia de Gales es perder el tiempo.

— Nosotros estuvimos setecientos años hablando con esos tipos, y, ¿qué hemos conseguido? —preguntó Tully.

O'Hagan dijo:

— Dai y los suyos están buscando algunas pistolas con silenciador. Pensó que yo podría ayudarle, y entonces me acordé de aquellos dos muchachos tuyos que murieron el año pasado. Terry Murphy y el joven Phelan. ¿No llevaban precisamente unos «Mauser» con silenciador?

— Cierto —admitió Tully—. Y nos costó poco encontrarlos.

— ¿Podemos preguntar dónde los consiguieron?

— Los hermanos Jago, dos de los más grandes bellacos de Londres. —Se volvió hacia Morgan—. No sé si todavía tienen lo que anda usted buscando; pero tenga cuidado con ellos. Por dinero serían capaces de desenterrar a su abuela y vender el cadáver.

De pronto, mostró una extraña inquietud nerviosa y le brillaron los ojos. Bebió un trago de whisky y dijo a O'Hagan:

— Me alegro de que hayas venido. Tenemos que hablar. Sobre algo de mucha importancia para el movimiento.

— ¿De veras? —preguntó O'Hagan, interesado y receloso al mismo tiempo.

— Pasemos al cuarto de estar y te lo explicaré. Tendremos tiempo, antes del desayuno. —Ahora estaba muy nervioso—. Sólo es cuestión de unos pocos minutos. Ellos pueden esperar.

Se volvió y se dirigió al cuarto de estar. O'Hagan miró a Morgan y a Seumas, y le siguió de mala gana.

— Cierra la puerta, hombre —le dijo Tully, con impaciencia.

Abrió el cajón de la vieja mesa de caoba, sacó un mapa y lo desplegó.

O'Hagan se acercó a él y vio que el mapa correspondía a la costa occidental de Escocia e incluía las islas Hébridas Exteriores.

— ¿Qué es eso?

— Esta isla de aquí es Skerryvore. —Tully señaló un punto del mapa—. Es una base de prueba de misiles. Uno de mis muchachos, Michael Bell, estuvo allí como cabo técnico. Conoce el lugar como la palma de la mano.

— ¿Y bien?

— Parece que cada quince días, precisamente el jueves, un oficial y nueve soldados van por carretera desde el aeropuerto de Glasgow hasta Mallaig. Después, van por mar a Skerryvore. Supongamos que un jueves su camión es detenido en el camino de Mallaig, y que yo estoy allí con nueve hombres para ocupar su puesto; incluido Michael Bell, naturalmente.

— Pero, ¿por qué? —preguntó O'Hagan—. ¿Cuál es tu juego?

— Lo que están probando en aquella isla es un misil de mediano alcance llamado «Hunter». No lleva carga atómica, pero sí un explosivo capaz de producir enormes daños. Bien dirigido, podría volar una milla cuadrada de Londres.

— ¡Estás loco! —exclamó O'Hagan, con irritación—. ¿Cohetes sobre Londres? ¿Qué pretendes con ello? ¿Perder todo aquello por lo que luchamos?

— Es la única manera, ¿no lo entiendes? Llevar la lucha a la misma puerta del enemigo.

— Y matar a miles de personas de un solo golpe, poniendo a toda la opinión mundial contra nosotros. —O'Hagan meneó la cabeza—. Ahora, Brendan, a los ojos de muchos extranjeros, somos un puñado de hombres valientes que luchan contra un Ejército. Por eso venceremos en definitiva. No porque derrotemos al Ejército británico, sino porque las cosas se les pondrán tan difíciles que acabarán retirándose por propia decisión, como hicieron en Aden y en Chipre y en otros lugares. Pero eso… —Volvió a menear la cabeza—. Eso es una locura. El Consejo Militar no aprobaría nunca este plan. Sería como matar a la reina… Contraproducente.

— ¿Quieres decir que hablarás de esto al Consejo Militar?

— Claro que se lo diré. ¿Qué quieres que haga? Soy jefe de información en el Ulster, ¿no?

— Está bien —dijo Tully, poniéndose a la defensiva—. Por lo visto, me equivoqué. Es evidente que si el Consejo no me respalda, no podemos hacerlo. Veré si está preparado el desayuno.

Entró en la cocina, donde hallábanse sentados Morgan, Seumas y Keogh. De allí pasó a la puerta principal, salió y se acercó a Rafferty, que estaba dentro del jeep, engrasando el pedal del freno. Rafferty se irguió y se volvió a él.

El semblante de Tully estaba contraído de furor.

— Liquídalos, Jacky. A los tres. Y no falles, ¿comprendido?

— Sí, Mr. Tully —dijo Rafferty, sin dar la menor muestra de emoción—. Con uno de esos lápices rusos y un poco de plástico será bastante.

— Entonces, manos a la obra.

Tully volvió a la cocina en el momento en que O'Hagan salía del cuarto de estar. Llevaba el mapa debajo de un brazo y la metralleta «Sterling» preparada en la mano derecha.

— De pronto se me ha quitado el apetito —dijo, y, al oír el ruido del jeep que arrancaba y se alejaba, añadió—: ¿Adónde diablos va ése?

— A buscar leche —explicó Tully—. Aquí no tenemos vacas. Sé razonable, Liam.

— Pero no te acerques. —O'Hagan hizo una seña con la cabeza a Morgan y al chico—. Salid los dos. Y tú, Seumas, vigila mi espalda.

Salieron al patio. Cuando llegaron a la verja, Tully gritó:

— ¡Liam, escúchame!

Pero O'Hagan se limitó a apretar el paso. Morgan le preguntó:

— ¿Qué demonios significa todo esto?

— Nada que te interese —dijo O'Hagan—. Un asunto de la competencia del Consejo Militar. —Sacudió la cabeza—. ¡Ese lunático! ¿Cómo pudo imaginar que aceptaría su plan?

Cruzaron el montículo y descendieron al henil. Las puertas seguían cerradas y no había señales del jeep.

O'Hagan dijo a Morgan y a Seumas:

— Cubrirme, mientras saco el «Land-Rover» de ahí. Sólo por si quisieran gastarnos una broma —añadió, arrojando la «Sterling» a Morgan.

Abrió la puerta del henil, y Morgan se apartó y le vio moverse en el interior de aquél. O'Hagan subió al «Land-Rover» y cerró la portezuela. Hubo una explosión colosal, salió una ráfaga de aire muy caliente y Morgan cayó de bruces en el suelo.

Se incorporó sobre las rodillas, se volvió y vio que Seumas trataba de levantarse, sujetándose un brazo, en el que un trozo de metal se había incrustado como un casco de metralla.

El henil era un infierno, donde ardían furiosamente los restos del «Land-Rover».

Morgan oyó el ruido de un motor, ayudó a Seumas a ponerse en pie y lo empujó hacia los árboles, y ambos se agacharon. Llegó el jeep, se detuvo y Rafferty se apeó de él.

Avanzó, resguardándose la cara del calor con una mano, y se acercó al henil lo más que pudo. Morgan se levantó y salió de la espesura.

— ¡Rafferty!

Al volverse Rafferty, Morgan vació la «Sterling» en tres ráfagas, haciéndole caer en el horno del henil. Después, arrojó la «Sterling», agarró a Seumas y lo hizo subir al jeep.

Mientras se ponía al volante, preguntó:

— ¿Sabes dónde podemos encontrar un médico? Un médico que sea de confianza.

— En el Asilo de Ancianos Hibernina. Está a dos millas antes de llegar a Ballymena —respondió Seumas, y se desmayó.

Morgan se quitó el uniforme de campaña en el lavabo y lo metió en un cubo de ropa sucia. Debajo de aquél había conservado su ropa ordinaria. Comprobó que llevaba la cartera, se lavó la cara y las manos y volvió al pequeño quirófano.

El viejo doctor Kelly, que parecía dirigir la institución, y una monja muy joven, estaban inclinados sobre Seumas, que tenía ahora el brazo y el hombro vendados, y cerrados los ojos.

El doctor Kelly se volvió hacia Morgan.

— Ahora dormirá. Le he puesto una inyección. Dentro de una semana, estará como nuevo.

Seumas abrió los ojos.

— ¿Se marcha usted, coronel?

— Vuelvo a Londres. Tengo cosas que hacer allí. A propósito, no me has dicho tu apellido.

El muchacho sonrió débilmente.

— Keegan.

Morgan anotó su número de teléfono en Londres en el bloc de recetas del médico y arrancó la hoja.

— Si crees que puedo ayudarte en algún momento, llámame a este número.

Se dirigió a la puerta.

— Dígame, coronel, ¿por qué lo hicieron?

— Por lo que pude colegir, Tully tenía algún plan que no fue aprobado por Liam. Éste iba a informar al Consejo Militar. Supongo que Tully quiso impedírselo.

— Arderá en el infierno por eso —dijo Seumas, y cerró los ojos.

Desde la primera cabina telefónica pública que encontró, Morgan llamó a la jefatura del Servicio de Información del Ejército, en Lisburn, y, en el mejor acento del Ulster que pudo dar a su voz, indicó el lugar donde podían encontrar a Brendan Tully y a los Hijos de Erin, aunque temía que se hubiesen marchado ya.

Después, tomó un tren en Ballymena con destino a Belfast y se dirigió inmediatamente al «Europa». Pagó la cuenta y, a las tres, se hallaba en el aeropuerto de Aldergrove para tomar el avión de Londres.

John Mikali, volando a veinticinco mil pies sobre Suecia, con rumbo a Helsinki, repasaba el historial de Asa Morgan. El hombre del GRU en la Embajada rusa en Londres había dado unos informes muy completos. No sólo figuraban en ellos, detalladamente, todos los aspectos de la carrera de Morgan, sino también pormenores de sus asociados conocidos, con fotografías de los mismos. Entre ellos destacaban Ferguson, jefe del antiterrorista Grupo Cuatro, y Baker, aunque Mikali conocía ya al hombre de Yorkshire. Deville tenía un legajo sobre el personal de la Rama Especial, y Mikali había pasado muchas horas estudiando sus caras. Y lo propio había hecho con los que ejercían funciones parecidas en París, Berlín y la mayor parte de las otras ciudades importantes que solía visitar.

Estudió de nuevo, durante un buen rato, la fotografía de Asa Morgan, y después se retrepó en su asiento, reflexionando. No era que estuviese preocupado. Morgan no tenía manera de llegar hasta él. Ninguna pista, ni el más leve indicio. Las huellas habían sido borradas perfectamente.

Una azafata rubia, atractiva muchacha de excelente figura realzada por el uniforme azul marino de la «British Airway», se inclinó junto a él.

— ¿Va usted a dar un concierto en Helsinki, Mr. Mikali?

— Sí. El Concerto de Brahms, con la Orquesta Nacional, mañana por la noche.

— Me encantaría asistir, si pudiese encontrar una localidad —dijo ella—. Estaremos dos días allí.

Realmente, era muy bonita. Mikali sonrió perezosamente.

— Dígame dónde se aloja, y haré que le envíen una. Y después habrá una fiesta, si no tiene algo mejor que hacer.

Ahora tenía ella el rostro arrebolado, y suspiró profundamente bajo la fina blusa blanca de nilón.

— Sería maravilloso. ¿Desea que le sirva algo?

— Media botella de champaña, por favor.

Permaneció sentado, mirando por la ventanilla. Se sentía bastante cansado, pero lo cierto era que no estaba de humor para aquel concierto. Necesitaba unas vacaciones. No era preciso volver a Londres. Volaría a Atenas desde Helsinki, después del concierto. Aunque no hubiese un vuelo directo y tuviesen que hacer escala en París o en Munich, podría estar en Atenas por la tarde. Después, iría a Hydra.

Era una idea muy satisfactoria, y volvía a sentirse animado cuando la azafata le trajo el champaña. Lo sorbió despacio, paladeando su frío saber, y volvió a abrir el legajo de Morgan para repasarlo una vez más.