13

Morgan subía la cuesta en dirección a casa, corriendo a trechos para adelantarse a la tormenta con que amenazaban las negras nubes en forma de yunque que llenaban el horizonte.

Y, en efecto, la lluvia descargó con tanta fuerza, que en un momento le dejó calado hasta los huesos. Y el frío pareció meterse en su cerebro, de modo que empezó a gritar, angustiado, mientras bajaba la cuesta.

Cuando él llegó, tambaleándose, por el sendero, ella había abierto la puerta de la casita de campo y llevaba un pañuelo negro envolviéndole la cabeza de tal manera que no pudo verle la cara.

Le rodeó con sus brazos y le condujo al cálido interior de la casa.

— Madre —dijo él—, tengo frío. ¡Oh, qué frío!

Yació boca arriba, apoyada la cabeza en la almohada, y sólo cuando ella se inclinó sobre él y el pañuelo resbaló hacia atrás, vio que era Katherine Rilev quien le estaba mirando.

— Bueno, Asa. Estoy aquí. Ahora, duerme.

— Sí, madre —repuso él, y cerró los ojos y se quedó dormido.

Morgan despertó de un sueño sin sueños y se quedó mirando el techo de zarzo y de yeso. Se había recobrado; su piel estaba fresca, y solamente el dolor sordo del brazo y del hombro le recordaba las peripecias pasadas. Era de día, y el sol entraba a raudales por la ventana.

Oyó cantar a alguien, muy cerca, y el rítmico martilleo de un hacha partiendo leña; apartó las mantas y se puso en pie. Ya no sentía aquel vacío en la cabeza. Ahora sólo sentía el dolor de las heridas, y eso era buena cosa. Le mantendría despierto.

George estaba cortando leña para el fuego y María estaba sentada en el banco, tomando el sol y cosiendo un desgarrón de la chaqueta de Morgan, en la que aún se veían manchas de sal. Su cartera estaba sobre el banco, al lado de la mujer, secándose al sol, junto con su pasaporte y una hilera de billetes de Banco en dracmas.

Ella alargó una mano y le tocó la frente.

— Bueno, la fiebre se ha ido, ¿eh? —Llamó a George—. Y ahora, viejo estúpido, ¿dirás que no sé más que los médicos?

George se apoyó en el hacha.

— Es una hechicera —explicó—, como lo fueron antes que ella todas las mujeres de su clan. No hay que darle más vueltas.

— Bueno, ¿te sientes mejor? —preguntó ella.

— Mucho mejor.

— Bien. Has dormido muchas horas. Así debía ser, después del brebaje que te di.

Él miró su «Rolex» y vio que eran las ocho. Se sentía curiosamente animado, y echó a andar entre los pinos hacia la loma. Hizo pantalla con la mano y contempló la villa de Mikali sobre la bahía. El viejo George se plantó a su lado.

— ¿Se han ido?

— ¡Todos!

— ¿Y la mujer?

El viejo señaló con un dedo.

— Ahora viene por allí.

Ella salió de entre los árboles a un claro situado a unos setenta metros debajo de ellos y siguió el sendero que discurría en zigzag entre los viejos terraplenes invadidos por la vegetación. Llevaba gafas de sol, camisa deportiva y una vieja falda de algodón, y una bolsa colgada del hombro.

— Creo que ella se preocupa mucho por ti —dijo el viejo, en griego—. Ha pasado muchas horas junto a tu cama.

Morgan se sentó con cuidado sobre un tocón, sin perder de vista a Katherine, y el viejo dejó un paquete de cigarillos griegos y algunas cerillas a su lado.

— Voy a decirle a María que haga más café —comentó, y se alejó.

Diez minutos más tarde, ella salió del pinar y le encontró sentado sobre el tocón, fumando. Se detuvo un momento a mirarle, extrañamente anónima con sus gafas oscuras.

— Conque has vuelto al mundo de los vivos, ¿eh?

— Así me lo han dicho.

Ella se sentó en la hierba, delante de él, apoyó la espalda en el tronco de un árbol y dejó su bolsa en el suelo.

— ¿Qué traes ahí? —preguntó Morgan.

— Bocadillos y una botella de vino. Constantino cree que cada mañana voy de excursión a la montaña.

— ¿Y la vieja y el chico?

— ¡Oh! Están en Hydra, en la casa que tiene Mikali en la población. En esta época del año, hay días en que permiten visitarla a los turistas. Es una especie de museo. Lleno de reliquias de las guerras turcas y cosas Por el estilo.

Había entre ellos un raro distanciamiento, imposible de salvar con una conversación de esta clase. Por fin, él preguntó:

— ¿Por qué te quedaste?

— Fue algo superior a mí —respondió ella, quitándose las gafas de sol. Su cara estaba muy pálida, y había inquietud en sus ojos—. Le dije que estaba cansada. Le pregunté si le importaba que me quedase un par de días.

— ¿Y accedió?

— A condición de que llegase a tiempo para el concierto en el «Albert Hall».

— Comprendo. Él tomó el avión de la noche pasada, ¿eh? Y Deville se fue con él.

— ¿La noche pasada? —repitió ella, moviendo lentamente la cabeza—. Has pasado un día por alto, Asa. Hoy es sábado, la mañana del sábado. Se marcharon anteayer por la noche.

Él la miró fijamente, aturdido, incapaz de comprender.

— ¿Quieres decir que he estado treinta horas sin conocimiento?

— Algo así. Bueno, te moviste mucho; pero María sabía ciertamente lo que hacía. Estas hierbas suyas son realmente maravillosas.

— Pero eso significa que el concierto es esta noche. —Se puso en pie de un salto y cerró los puños—. ¿No lo oyes? El muy bastardo podría volver mañana a las andadas.

— Me telefoneó anoche —dijo ella—. Me dijo que había estado con Previn en el «Albert Hall» y que estaría allí durante casi todo el día de hoy, ensayando el concierto de esta noche. En realidad, la cosa es muy sencilla. Todo lo que tienes que hacer es telefonear a Baker a Scotland Yard.

Hubo un largo silencio.

— Sí, podría hacerlo —admitió Morgan.

— Pero no lo harás, ¿verdad?

Él volvió a sentarse en el tocón y encendió un cigarrillo.

— Mira, deja que te explique. Hay una sección de DI5 llamada Grupo Cuatro, con poderes directos del Primer Ministro para coordinar la lucha contra el terrorismo, la subversión, etcétera. Lo dirige un hombre llamado Ferguson. Baker trabaja para él. Ferguson y yo nos conocemos de antiguo. Es todo un carácter. ¿Te sorprendería si te dijese que me alentó en este asunto desde el principio? Me empleó como instrumento. Confiaba en que yo podría triunfar donde ellos habían fracasado, porque tenía algo a mi favor: ¡el odio!

— En esto no andaba equivocado.

— Sólo que, ahora que lo he encontrado, quiero a Mikali para mí.

— Ojo por ojo. ¿No es así como lo ves? ¡Sangre por sangre!

— ¿Y por qué no? Si lo denuncio en Grecia, se reirán de mí. Es un héroe nacional. Si hago que le detengan en Inglaterra, le condenarán a quince años de prisión por disparar contra Cohén, si es que pueden probarlo. Todos los otros crímenes los cometió en otros países, recuérdalo. Los alemanes y los franceses tendrán que esperar a que les llegue el turno.

— ¿Y bien?

— Al cabo de un tiempo, Setiembre Negro o las Brigadas Rojas u otra organización cualquiera secuestrarán un avión de la «British Airways» el día menos pensado. El precio de la liberación de los rehenes será la puesta en libertad de Mikali y su envío a Libia o a Cuba o a algún lugar parecido.

— Y tú quieres verle muerto, ¿eh?

— Cuando me plazca.

— Podría hablar yo misma con Baker.

Él meneó la cabeza.

— Pero no lo harás.

— ¿Por qué?

— Porque estás en deuda conmigo, jovencita. —Se tocó el brazo y el hombro, e hizo una mueca—. A estas horas, tendría que estar muerto. Si no lo estoy, no es gracias a ti. Y 110 me hables de Jago. Aquello fue diferente, y tú lo sabes.

Ella se levantó rápidamente.

— Muy bien. Asa. Puedes irte al infierno como mejor te parezca.

— ¿Y tú?

— Hoy volveré a Londres. Desde allí, seguiré hasta Cambridge. Estoy harta de esto. De ti y de John Mikali. Sois tal para cuál.

— ¿Y no telefonearás a Baker?

— No —respondió ella—. Pero si habéis de seguir con vuestro violento y sanguinario juego, procurad hacerlo lo más lejos posible de mí.

Dio media vuelta y se alejó rápidamente. Morgan se levantó y la siguió con la mirada; después se volvió y regresó a la casa de campo. El viejo George, que seguía partiendo leña, interrumpió su labor.

— ¿Se ha ido?

— Sí. ¿A qué hora sale el próximo hidroala para el Pireo?

— A las diez y media. No podemos alcanzarlo en mi barca.

— ¿Y el siguiente?

— A la una de la tarde.

— ¿Me llevará?

— Si tú lo quieres…

Morgan se acercó a la casa, donde María seguía cosiendo su chaqueta.

— ¿Y mi camisa?

— Secándose al sol. Te la he lavado. —Al mirarle, sus ojos bizquearon en el viejo y curtido rostro—. Pero esto, ni siquiera mi magia puede arreglarlo.

Le dio el pasaporte. Empapado por su inmersión en el mar, se había doblado y retorció bajo el calor del sol. Cuando él trató de abrirlo, se partió en sus manos.

— ¡Jesús! —exclamó en galés—. ¡Lo que me faltaba!

— ¿Es muy malo esto, hijo? —preguntó ella.

— Podría serlo, madre. Podría cambiarlo todo. Ya veremos.

En la villa, Katherine Riley acababa de hacer su equipaje cuando sonó el teléfono. Levantó el auricular y oyó la voz de Mikali.

— ¡Cómo! ¿Todavía estás ahí? Tendrías que estar ya en Londres.

— No te preocupes —respondió ella—. Salgo ahora mismo con Constantino. Emplearemos la lancha rápida. Esto quiere decir que podré tomar el hidroala de las diez y media hacia el Pireo. Con un poco de suerte, llegaré a tiempo de tomar el avión de la una y media. —Su tranquilidad era asombrosa—. ¿Cómo van las cosas por ahí?

— Estupendamente —respondió él, rebosante de entusiasmo—. Previn es un genio, el mejor director de orquesta con quien he trabajado; pero necesitaremos casi todo el día para ponerlo todo a punto, ángel mío. Por consiguiente, si no estoy en casa cuando tú llegues, no te preocupes. Tienes la llave. Asegúrate solamente de estar en el palco esta noche.

El teléfono enmudeció. Ella se quedó un momento inmóvil, sosteniendo el auricular, y después colgó. Cuando se volvió, vio que Constantino estaba en la puerta, observándola. Había algo en su cara, en sus ojos negros, que Kate hubiera dicho que podía leer en su interior. Lo sabía todo. Pero esto eran tonterías.

Señaló las dos maletas y cogió su impermeable.

— Muy bien —dijo—, estoy lista.

Y salió delante de él.

Deville, resguardándose de la lluvia debajo de un árbol, en el borde de Hyde Park lindante con Park Lane, observaba a Mikali, que venía corriendo muy de prisa de la dirección de la Serpentine. Llevaba ropa de carreras negra, con una raya escarlata en cada pernera del Pantalón. Se detuvo a pocos metros de Deville, con los brazos en jarras.

— No se rinde nunca, ¿eh? —dijo Deville.

— Ya sabe lo que dicen —replicó Mikali—, sobre los viejos hábitos y demás monsergas. —Se colocó a su lado, y los dos echaron a andar en dirección a la calle—. Ya veo que, a fin de cuentas, no pudo mantenerse apartado. Menos mal que reservé otro asiento en el palco de Katherine.

— ¿Está ella aquí? —preguntó Deville.

— En camino. Hablé con ella por teléfono esta mañana. Estaba a punto de partir de Hydra.

— ¿Ah, sí? —Deville asintió con la cabeza y prosiguió tranquilamente—: Entonces, será mejor que dejemos las cosas claras. No he venido para asistir a su concierto, John. He venido por usted.

Mikali se detuvo, se volvió de cara a él y su mano se deslizó hasta la culata de la «Ceska» que llevaba en la pistolera «Burns & Martin», debajo del chándal.

Deville levantó una mano, en ademán defensivo.

— No, mi querido amigo; no me interprete mal. —Sacó un sobre del bolsillo—. Pasajes para los dos. En el avión de París que sale a las once y quince de Heathrow. Tiempo de sobra para su actuación en el «Albert Hall». Tengo entendido que la última noche de los Proms, el concierto de piano se interpreta en la primera parte de la función.

— ¿Y después?

— Llegaremos a París con tiempo suficiente para enlazar con el vuelo de «Aeroflot» con destino a Moscú. Todo está preparado. Hoy apareció en Paris Soir una noticia anunciando que se dispone usted a dar un curso superior en el Conservatorio de Moscú.

Mikali se detuvo y miró en la dirección a Park Lañe; después, se volvió y miró hacia la Serpentine. Respiró profundamente y levantó la cara para recibir la lluvia.

— Londres, a primera hora de la mañana, es maravilloso —dijo—. No hay nada que se le pueda comparar. Salvo que prefiera usted el olor de los castaños mojados de París. —Apoyó una mano en el hombro de Deville— Lo siento, viejo amigo, pero no hay nada que hacer.

Deville se encogió de hombros.

— Tiene todo el día para cambiar de opinión.

— Todo un día de ensayo —repuso Mikali—. Tengo que darme prisa. Si Previn llega antes que yo, se empegará en hacer el té. Siempre quiere hacerlo, y le sale fatal.

— ¿No le importa que utilice el apartamento?

— Claro que no. Aunque dudo de que tenga tiempo de volver allí antes del concierto. Si se decide a asistir, encontrará su localidad en la taquilla.

Ahora estaba en la acera, esperando a que cambiase la luz del semáforo. Mikali dio una palmada en el hombro de Deville.

— Una gran noche, Jean Paul. Creo que la más grande de mi vida.

Al iniciar el «Trident» su descenso sobre Heathrow, bajo el sol declinante de la tarde, Katherine Riley obedeció la orden de ceñirse el cinturón y se retrepó en su asiento.

Estaba cansada, más cansada de lo que había estado nunca en su vida. Cansada, irritada y frustrada. Como buena psicóloga, conocía perfectamente el síndrome. Era como hallarse en un bosque oscuro, en un sueño infantil, sin saber el camino que había de seguir y acosada por un mal desconocido que se le echaba rápidamente encima.

Cerró los ojos y no vio a John Mikali, sino la cara morena y macilenta de Asa Morgan, con el dolor pintándose en su mirada, y de pronto comprendió, con absoluta claridad, que se había equivocado.

Morgan le había dicho que estaba en deuda con él. Si esto era verdad, tenía que preocuparse honradamente por él, y esto sólo podía expresarlo de una manera.

Fue como si le hubiesen puesto una inyección en el brazo, que la hubiese llenado de energía. Se apeó del avión a toda prisa, fue una de las primeras en presentar su pasaporte en Inmigración, y pidió que la pusieran con el primer agente de la Rama Especial que pudiesen encontrar.

Eran las dos y media cuando el capitán Charles Rourke volvió a su oficina de la Embajada británica, en la calle de Plutarchu, 1, de Atenas. Su teléfono sonó casi inmediatamente. Descolgó el auricular y oyó la voz de Benson, uno de los subsecretarios con responsabilidades consulares.

— Hola, Charles. Dije a los de la puerta que me avisaran en cuanto volvieses. Tengo aquí a un hombre muy impaciente, desde hace casi una hora. Quiere un pasaporte temporal para volver a casa. Su pasaporte oficial está hecho trizas.

— Eso no corresponde a mi departamento, chico.

— En realidad, Charles, esto no me gusta nada. Cuando entró parecía un vagabundo, pero al examinar los restos de su pasaporte, he visto que se trata de un oficial en activo y nada menos que coronel. Se llama Morgan.

Pero Rourke había colgado ya el teléfono y salía corriendo de su oficina.

Morgan tenía un aspecto horrible, con sus cabellos negros con hebras de plata revueltos como los de un gitano y con su cara sin afeitar. El traje blanco, manchado de sal, se había encogido y le tiraba en los hombros, y las costuras empezaban a ceder.

— ¡Ah! Es usted —dijo, cuando Rourke entró en la sala de espera—. ¿No me dio bastante trabajo el otro día en el aeropuerto?

Rourke se espantó al verle.

— ¡Dios mío! ¿Está usted bien, señor?

— ¡Claro que no! —exclamó Morgan—. Me sostengo en pie por puro milagro, pero eso no importa ahora. Lo único que quiero es un pasaporte temporal y un pasaje en el primer avión de esta tarde con destino a Londres.

— En realidad, no sé si podré complacerle, señor. Tendré que preguntar primero. Recibí órdenes estrictas con respecto a usted.

— ¿Del brigadier Ferguson?

— Sí, señor.

— Entonces, ¿pertenece usted a DI5? Me alegro. Quizá las lecciones que le di en la Academia, en el sesenta y nueve, sirvieron a fin de cuentas para algo.

— ¿Me recordó usted, señor?

— Naturalmente. Nunca olvido una cara. Y ahora, basta de charla y haga su llamada telefónica.

— Un momento, señor. —Rourke se acercó, con una expresión preocupada en el semblante—. ¿No es sangre lo que veo en su manga?

— Supongo que sí, dado que cierto caballero trató de matarme con una «Walthe PPK». Y, ya que hablamos de esto, quizá no me vendría mal que me viese un médico. Pero que sea alguien que sepa mantener cerrado el pico. No quisiera perder ese avión por nada del mundo.