8.
Cocacolonización

En 1947, en un viejo patatal a doce kilómetros de la ciudad de Nueva York, un ingeniero naval jubilado empezó a construir lo que acabaría siendo la colonia residencial más famosa del mundo. La innovación que introdujo Levitt fue sencilla. En un sistema clásico de fabricación en serie, las piezas avanzan sobre una cadena de montaje ante una fila de trabajadores altamente cualificados que cumplen una tarea concreta necesaria para completar el proceso de producción. Es obvio que un sistema como éste sirve para fabricar coches, pero no puede usarse para construir casas por el simple motivo de que una casa es demasiado grande para poder ponerla sobre una cadena de montaje. Por lo tanto, Levitt creó el equivalente a una cadena de montaje portátil. En vez de transportar el producto y dejar la maquinaria quieta, dejó el producto en su sitio y transportó la maquinaria. Formó unos equipos humanos capaces de realizar tareas altamente especializadas, de una en una, y empezó a fabricar casas sistemáticamente.

Con este sistema, Levitt inventó un fenómeno que tendría una enorme influencia en la mentalidad norteamericana: la casa prefabricada del extrarradio. Para beneficiarse de la fabricación en serie, todas las casas de la primera urbanización (llamada Levittown) eran idénticas. Construyó más de seis mil de las genuinas casas estilo Cape Cod antes de diversificar el producto con la introducción del llamado «estilo rancho», que era ligeramente distinto. La razón de esta uniformidad era obvia: le permitía producir casas a una velocidad vertiginosa. En una época en que el constructor medio sólo lograba hacer cinco casas al año, Levitt conseguía hacer treinta casas al día. Y los precios eran imbatibles. Cuando las puso a la venta en el año 1949 (por sólo 6.999 dólares cada una, incluido un aparato de televisión gratis y una lavadora), Levitt vendió 1.400 unidades el primer día.

En poco tiempo, su método de construcción y su estilo arquitectónico empezaron a propagarse por toda Norteamérica. De hecho, si Levittown nos resulta tan familiar es porque todos hemos estado alguna vez en uno de sus dos modelos de casa (al evocar mi niñez en Saskatoon, recuerdo que dos de mis amigos vivían en casas calcadas de las Cape Cod de Levittown). Varias generaciones de niños se criaron en casas exactamente iguales a las de sus amigos. Y hoy en día, cuando vamos de visita a uno de esos «chalés» de las afueras, casi todos sabemos perfectamente dónde está el cuarto de baño.

Huelga decir que los enemigos de la sociedad de masas se indignaron. Lewis Mumford resumía la opinión más común sobre las urbanizaciones como Levittown al describirlas como «una multitud de casas uniformes e imposibles de distinguir unas de otras, inflexiblemente alineadas y equidistantes sobre calles idénticas que atraviesan un erial desarbolado de uso común, habitadas por personas de la misma clase social, que ganan el mismo sueldo, ven los mismos espectáculos televisivos, comen la misma comida insípida y prefabricada sacada de los mismos congeladores, todos cortados exactamente por el mismo patrón». Una generación de cómicos se ganó la vida haciendo bromas sobre el «hombre-empresa» que llegaba a su casa después de un largo día en la oficina, aparcaba delante de una casa que no era la suya, hacía el amor con una mujer que no era la suya, etcétera.

Para críticos como Mumford, Levittown representaba el pacto fáustico inherente a la sociedad de consumo. Aunque las casas eran baratas, también eran cutres. El precio parecía estar en consonancia con la calidad. Pero el asunto no afectaba sólo a las casas. Al extenderse la franquicia como modelo comercial, todas las parcelas de la vida se fueron homogeneizando bajo la apisonadora del capitalismo. Cincuenta años después, estos problemas se han agudizado aún más. Con la progresiva globalización, muchos temen que la uniformidad cultural estadounidense se expanda por el mundo entero, fagocitando las culturas no occidentales y envolviéndolo todo en el nudo uniformador del rampante consumismo capitalista.

Sin embargo, queda una pregunta importante sin contestar. ¿El capitalismo tiende realmente a la homogeneidad? ¿Levittown es la norma o la excepción?

*

Pese a que las urbanizaciones basadas en el modelo de Levittown son parte fundamental de la cultura popular estadounidense, una gran parte de los análisis urbanísticos están totalmente desconectados de la realidad urbana periférica. Al fin y al cabo, la mayoría de los intelectuales viven en los centros de las ciudades (no sólo porque quieran, sino porque su profesión les obliga a ello). La crítica anticapitalista equipara la periferia urbana a la muerte cerebral, así que resulta difícil ser un sabio respetado si uno no vive en el centro de la ciudad o en el campo. Por eso coincide que quienes tanto critican la rutina de las urbanizaciones residenciales normalmente no han vuelto a poner los pies en ninguna de ellas desde su más tierna infancia.

Lo constaté en persona el día en que mi cuñado, orgulloso de haber comprado una parcela en una urbanización recién construida a las afueras de la ciudad, me pidió que le ayudara a elegir entre las distintas «posibilidades» existentes para su futura casa. Desde que me compré una casa victoriana en el centro de Toronto, me he convertido en una especie de experto en decoración rudimentaria, es decir, sé pintar, recubrir con escayola, arreglar los rodapiés, poner baldosas, cambiar los puntos de luz y ese tipo de cosas. Soy uno de esos que en las tiendas de bricolaje preguntan al encargado qué anchura de contrachapado conviene usar para reparar un subsuelo centenario de abeto veteado. Así que parecía la persona adecuada para echar una mano a mi cuñado. Acepté con la cabeza llena de imágenes de Levittown y El show de Truman. Elegir entre varios modelos de casa tampoco sonaba muy complicado. Estaba convencido de que sería como elegir los elementos optativos de un coche, es decir, habría que seleccionar entre unas cincuenta opciones enumeradas en una hoja de papel y quizá entre tres o cuatro ofertas especiales.

Cuál sería mi sorpresa cuando llegué a la «sede central» y el representante de la empresa constructora nos soltó una carpeta de unos cinco centímetros de grosor que incluía todas las opciones posibles. Obviamente, el extrarradio ya no es lo que era. Las ideas preconcebidas que pudiera tener sobre casas cortadas por el mismo patrón desaparecieron rápidamente. El número de posibilidades era verdaderamente abrumador. Y las opciones no eran todas decorativas. Cada componente básico de la casa se podía modificar. En primer lugar, la urbanización tenía veinte modelos de casa diferentes, con superficies desde 470 hasta 1.140 metros cuadrados, y cada uno de ellos se ofrecía con tres «alzados» distintos: ladrillo, piedra o madera. Cada alzado determinaba la configuración de las terrazas y las ventanas. El constructor se negaba a construir dos casas contiguas del mismo modelo, precisamente para evitar la uniformidad. Esto implicaba que tras elegir el tipo de casa, había que encontrar una parcela donde estuviera permitido construirla.

Una vez seleccionada la casa y la parcela, empezaba la cosa en serio. ¿Qué altura se quería para los techos? ¿Dos metros y medio o tres metros? ¿Se iban a poner claraboyas? ¿Cuántas? ¿Dónde? ¿El sótano iba a ser habitable? ¿Con qué tipo de suelos? ¿Madera, parqué, baldosas o moqueta? ¿Qué tipo de barandilla en las escaleras? ¿Techos lisos o estriados? ¿Molduras de escayola? ¿Escurreplatos incorporado? ¿Qué tipo de sistema eléctrico, normal o con doble potencia? ¿Una mesa central en la cocina? ¿Con o sin pila? ¿Y el recubrimiento del mobiliario de cocina? ¿Contrachapado, granito o formica? Sólo después de haber elegido estos componentes estructurales podía uno dedicarse a la cuestión decorativa, donde el número de posibilidades pasaba de cientos a miles. Para facilitar la toma de decisiones, las opciones se agrupaban por precios en distintos «grados», cada uno de los cuales contenía múltiples estilos y, finalmente, cada estilo se desglosaba en una amplia gama de colores. Por ejemplo, había cinco grados de baldosa, cada uno de ellos con veinte estilos diferentes; cuatro grados de moqueta, con diez estilos cada uno; seis grados de rodapiés; y un número casi infinito de armarios de cocina. Por último, había que elegir el número y localización de las conexiones de teléfono, televisión y red informática local.

Evidentemente, sería imposible tomar todas estas decisiones de una sola sentada. Hice un par de comentarios sobre las ventajas de gastarse el dinero en rodapiés y poner un buen suelo de madera de roble, y dejé que mi cuñado y su mujer se devanaran los sesos en cuanto a los tipos de suelo, las muestras de materiales y la carpeta llena de posibilidades. Lo que estaban haciendo, de hecho, era supervisar la construcción de una casa hecha a su medida. Pero el precio que iban a pagar era inferior al precio medio de una casa antigua en el centro de Toronto. Es decir, iban a obtener todas las ventajas de la producción en serie y ninguno de los inconvenientes.

Al observar la construcción de la casa durante los siguientes meses, fuimos descubriendo los trucos del constructor. Las técnicas de fabricación en serie han mejorado enormemente desde la década de 1950. Levitt usaba materiales de construcción genéricos y empleaba la mecanización para construir casas completas. A partir de entonces las casas se fueron desglosando en una serie de componentes modulares que se fabrican por separado. La construcción a menudo consiste simplemente en encajar estas piezas para formar los distintos modelos posibles. Por ejemplo, las vigas del tejado son prefabricadas y se montan usando unos corchetes metálicos. El revestimiento de vinilo se empotra sin clavos ni tornillos, después de montar la estructura de sujeción. Los suelos laminados se ensamblan sin clavos ni pegamento.

La segunda característica llamativa de la técnica constructiva es el empleo de la técnica japonesa de «producción mínima», que consiste en no tener un inventario permanente. Un día aparecen todos los ladrillos con los obreros necesarios para instalarlos en las casas indicadas. Al día siguiente serán varias toneladas de tablillas para el tejado, que quedarán instaladas antes de que anochezca. Es más, el constructor no participa directamente en la edificación. No sólo es modular el material; también lo es el tipo de labor. Todo el proyecto de construcción estaba fraccionado en tareas discrecionales subcontratadas a una empresa independiente. El contratista sólo tenía cuatro empleados para supervisar y coordinar la construcción de más de doscientas casas.

El resultado de esta técnica de construcción flexible queda bien patente en el producto acabado. Ya sólo las urbanizaciones pobres constan de un modelo único de edificación. Los avances tecnológicos aplicados a la construcción permiten eliminar la uniformidad industrial y seguir obteniendo beneficios. Este sistema de producción avanzado se está aplicando también en otros sectores. Las fábricas de automóviles modernas producen simultáneamente coches diferentes en la misma cadena de montaje.

Esto plantea la sospecha de que la homogeneidad asociada a la fabricación en serie no sea una característica intrínseca de la «sociedad de masas», sino sólo una etapa en el desarrollo del sistema de producción. De ser esto cierto, sería un duro golpe para la teoría contracultural. Según esta teoría, el capitalismo requiere un consumidor conformista para crear un sistema de necesidades homogéneas que le permita deshacerse del «excedente» de productos idénticos creados por la fabricación en serie. Pero si la mecanización ya no elabora productos necesariamente idénticos, no habrá ningún motivo para pensar que el sistema capitalista se nutre exclusivamente del conformismo.

Obviamente, esto no aborda la cuestión fundamental, es decir, ¿qué tiene de malo la homogeneización? Si la gente elige voluntariamente vivir en casas parecidas, llevar una ropa parecida y participar en actividades parecidas, ¿quiénes somos los demás para criticarlo? Mientras realmente quieran hacerlo, será muy difícil argumentar en su contra. Por otra parte, si la producción en serie les da acceso a unos bienes que de otra manera no habrían podido pagar, sería una maldad negárselos simplemente porque no nos gusten estéticamente. Esto es algo que los buenos críticos de la sociedad de masas como William Whyte (autor de The Organization Man)[34] tardaron poco en descubrir. En el texto denominado «El individualismo de la periferia urbana», Whyte reconoce que aunque «las filas interminables de bungalows idénticos sean un espectáculo descorazonador», este tipo de construcción es «el precio que conlleva la vivienda de bajo coste. Y no es un precio tan elevado; quien no piense que la pobreza ennoblece admitirá que estas nuevas urbanizaciones son mucho menos antitéticas para el desarrollo del individuo que las filas y filas de siniestros bloques de apartamentos a los que han sustituido».

En otras palabras, si se puede elegir entre reducir la pobreza y reducir la homogeneidad, la mayoría de las personas eligen la primera opción. Y si esto conlleva un mar de casas prefabricadas, habrá que aceptarlo como una consecuencia de la decisión tomada. La homogeneidad sólo es nociva cuando es obligada en vez de voluntaria, es decir, cuando se trata de una trampa elegida sin querer o cuando se impone como castigo por algún supuesto fallo cometido.

Pero lo importante no es establecer si la economía de mercado fomenta la homogeneidad, ya que es innegable que sí, al menos hasta cierto punto. Lo que interesa saber es si se trata de un proceso ilegítimo o no, y si refleja decisiones tomadas voluntariamente. Una serie de personas pueden tener muchos motivos para querer consumir productos similares. Por ejemplo, determinados artículos generan lo que los expertos denominan «economías de red». Un aparato de fax sería un ejemplo típico de este fenómeno. Es imposible mandar un fax si la persona a quien se envía no tiene el correspondiente aparato para recibirlo, de forma que cada individuo que compra uno de estos aparatos creará un ligero beneficio positivo para los demás dueños de aparatos de fax al incrementar el número de personas a las que todos podrán, en teoría, enviar un fax. Por eso los aparatos de fax baratos, que se empezaron a comercializar en 1984, no acabaron de «cuajar» hasta 1987. Al principio a la gente lo consideraba caro, sencillamente porque había pocas personas a quienes se pudiera mandar un fax. Por lo tanto, en 1984 se vendieron sólo 80.000 unidades. Pero al aumentar el número de usuarios, el sistema alcanzó el punto de «masa crítica» en que el número de aparatos vendidos hacía que mereciera la pena comprarse uno. En el año 1987 se vendieron un millón de aparatos de fax (la implantación del correo electrónico y el teléfono móvil ha sido parecida).

Siempre que existan economías de red, se generarán beneficios asociados a la normalización. Gracias a que un teclado es un objeto estándar, todos podemos ponernos a escribir en cualquier ordenador. Gracias a que las tuercas y tornillos vienen en tamaños estándares, sólo nos hace falta tener un juego de llaves inglesas en casa. Gracias a que un coche tiene una configuración estandarizada, sabemos qué pedal corresponde al acelerador y cuál al freno. Gracias a que los restaurantes de comida rápida tienen un funcionamiento estandarizado, en cualquier ciudad del mundo podemos comer en cinco minutos. Gracias al protocolo estandarizado que regula la comunicación entre unos ordenadores y otros, todos podemos disfrutar de la magia de Internet.

Pero las ventajas de la estandarización no sólo se aplican a los bienes materiales. El atractivo de ciertos productos culturales procede de las ventajas derivadas de formar parte de un gran público. El placer de ver una película, un programa de televisión, o leer un libro tiene mucho que ver con la posibilidad de comentarlo después con los amigos o compañeros de trabajo. Esto explica el fenómeno del «taquillazo». Una película puede llegar a su «masa crítica» en el momento que tantas personas hablan de ella que los demás se sienten obligados a verla sólo para poder participar en la conversación (o porque quieren saber de qué está hablando todo el mundo). El mercado del libro funciona de la misma manera, lo que explicaría por qué existe una brecha tan gigantesca entre las cifras de ventas de un libro normal y las de un best seller. Precisamente porque los libros se consumen en un contexto social y no de forma aislada, sucede que muchas personas a menudo quieran consumir lo mismo que otras.

El éxito de los reality shows, por ejemplo, no está relacionado sólo con el contenido. El público ve estos programas para poder hablar de ellos: quiénes son los mejores pretendientes y por qué; qué concursantes merecen ganar o perder; y cómo han funcionado o fallado sus estrategias. Cuando la televisión estaba recién inventada, a la gente no le quedaba más remedio que ver «los mismos espectáculos televisivos» (como decía Mumford). Esa limitación tecnológica ya no existe. Sin embargo, lo que descubrimos en un universo de quinientos canales es que una gran parte del público está deseando ver los mismos programas. De hecho, estos espacios son los únicos temas de conversación que comparten las personas de distintas clases sociales.

Obviamente, cuando se trata de productos asociados a una economía de red, el resultado no siempre es el mejor. Puede suceder que todos se estanquen en un equilibrio local por debajo de lo óptimo. En concreto, el público a menudo elige un artículo de mala calidad en vez de otro igual de disponible sólo porque es el que más se está vendiendo (el vídeo VHS frente al Betamax es el ejemplo más clásico). Los productos innovadores y con estándares teóricamente superiores a los anteriores pueden tardar en hacerse con el mercado, porque no se valorarán adecuadamente hasta que alcancen una masa crítica.

El mismo fenómeno afecta a la literatura, la televisión y el cine. Incluso aunque la gente odie el cine taquillero de verano, quizá vaya a verlo sólo por tener un tema de conversación. También se puede producir un efecto de compensación voluntaria cuando el público compra un producto por creer que va a ser el más vendido. Es el caso de una persona que compra una casa lo más discreta posible con miras a poder revenderla mejor. Si esto lo hace un número suficientemente amplio de personas, se convertirá en una especie de profecía autocumplida, es decir, la mayoría de la gente comprará la casa sólo porque parece la que va a comprar la mayoría de la gente.

Obviamente, los enemigos de la masificación han proporcionado un arsenal de argumentos publicitarios a las empresas que venden productos no estandarizados. Por ejemplo, un sistema operativo informático se parece mucho a un teclado, es decir, el usuario obtiene un enorme beneficio de la estandarización y la compatibilidad. Dos empresas como IBM y Microsoft se hicieron con el mercado al establecerse desde el primer momento como el producto estándar. A partir de entonces, las empresas competidoras como Apple han intentado implantarse sugiriendo que quienes usan el producto estándar son unos conformistas víctimas del pensamiento único. Recordemos el famoso anuncio «1984» de Apple. En una pantalla gigante, ante una multitud de trabajadores alineados en filas, aparece la imagen de Gran Hermano, que se dirige al público con las siguientes palabras: «Hoy celebramos el primer glorioso aniversario de la Ley de Purificación de Información. Hemos creado, por primera vez en la historia, un jardín de ideología pura, donde cada trabajador podrá desarrollarse libre de la plaga de las confusas y contradictorias verdades. Nuestra Unificación del Pensamiento es un arma más poderosa que cualquier tropa o ejército terrestre. Somos un solo pueblo, con una sola voluntad, una sola resolución, una sola causa. Nuestros enemigos morirán de un exceso de verborrea y los enterraremos inmersos en su confusión. ¡Venceremos!».

Las imágenes son todas en blanco y negro, excepto una mujer rubia vestida de rojo chillón, que corre perseguida por la implacable policía antidisturbios. La mujer grita y lanza un enorme martillo hacia la pantalla, que explota en un destello de luz. Desde un lateral se desliza un texto informativo sobre el nuevo ordenador Macintosh. Nos anuncia que gracias a la Apple Computer Corporation, el año 1984 no será como 1984 [de Orwell] (el anuncio, dirigido por Ridley Scott, recibió el premio Advertising Age al mejor anuncio de la década).

Es difícil encontrar un ejemplo más perfecto de rebeldía contracultural. Sin embargo, el anuncio pasa por alto que en nuestro mundo no existe ningún Director de Purificación de Información. En el mundo informático existen estándares porque el público ha tomado una serie de decisiones y porque determinados sectores han acordado voluntariamente una serie de pactos. En general, la uniformidad no es siempre mala, ni siempre represiva. No todos nosotros, cuando nos dan libertad para hacerlo, queremos ser totalmente individualistas (es decir, que una conducta aleatoria no es obligatoria). Hacer lo que hacen los demás puede ser muy beneficioso. Expresar nuestro individualismo poniéndonos una corbata original para ir a trabajar no es lo mismo que expresarlo usando programas informáticos incompatibles con los de nuestros compañeros.

*

Quien conozca la historia de la agricultura norteamericana sabrá perfectamente lo que es una cosecha de altamisa, cenizo, cien nudos o magarza.

Ah, ¿no? ¿Seguro que no? Bueno, pues es normal. Aunque estas plantas fueron durante siglos el sustento de los nativos norteamericanos, cuando los europeos llegaron al continente ya habían dejado de producirse, fundamentalmente por la llegada del maíz y las judías de México.

Como sabrán los lectores de Armas, gérmenes y acero, de Jared Diamond, hubo que injertar y crear muchos híbridos para obtener una producción agrícola decente en Norteamérica. La altamisa, por ejemplo, que crece espontáneamente, no es precisamente un cultivo ideal. Está emparentada con la venenosa ambrosía y produce un «polen que puede ocasionar fiebre del heno en las zonas donde crece en abundancia». Además, «tiene un fuerte olor que a algunas personas les resulta desagradable» y «puede producir erupciones cutáneas». Los granjeros nativos la cultivaban a falta de algo mejor.

Por otra parte, un alimento como el maíz procede de varios siglos de experimentos y cruces de especies. De hecho, ha sido un proceso muy largo y prolongado de ingeniería genética (el producto final es tan artificial que no se ha llegado a un consenso científico sobre la planta ancestral de la que procede). Al descubrirse su evidente superioridad sobre el resto de plantas autóctonas, en su México natal fue adoptada prácticamente como cultivo único.

Este fenómeno se dio en el mundo entero, al propagarse el cultivo de arroz, mijo, ñame, taro, trigo, cebada, etcétera. El resultado fue un enorme detrimento de la biodiversidad. Cultivos que en principio eran autóctonos de una pequeña región se difundieron por el mundo entero y sustituyeron a un amplio abanico de especies. Sin embargo, todo ello sucedió antes de desarrollarse la ciencia, la tecnología, el capitalismo o la globalización, que al ir surgiendo contribuyeron a acelerar el proceso, pero no lo iniciaron. El maíz sustituyó a la altamisa porque es una planta de mejor calidad. Si hay que elegir entre ambos, un granjero siempre optará por el maíz. La única diferencia entre ayer y hoy es que los siglos que antes tardaba un cultivo en propagarse de una zona a otra son hoy casi una cuestión de segundos gracias a la velocidad de las comunicaciones y a la reducción de las barreras arancelarias en el mundo actual.

Por tanto, la tendencia a la homogeneización de los mercados actuales es una consecuencia directa de la demanda. Cualquier canadiense que haya comprado últimamente una patata o una mazorca de maíz habrá contribuido a fomentar esta tendencia. La patata Yukon Gold de pulpa amarilla, producida en la universidad de Guelph, en la provincia canadiense de Ontario, se ha introducido en el mercado a una velocidad extraordinaria. Y cada vez resulta más difícil comprar maíz que no sea de la variedad bicolor. En ambos casos, los consumidores están dispuestos a pagar la diferencia de precio con tal de comprar ese tipo concreto de verdura. En cualquier caso, al no haber ninguna campaña de publicidad relacionada con estos productos, no puede hablarse de influencia indebida sobre el consumidor. Si las patatas Yukon Gold se venden tanto será porque son muy buenas y al público le gustan. Si esto implica una homogeneidad generalizada, ¿por qué nos vamos a quejar? Al fin y al cabo, para evitarlo a alguien le iba a tocar comer patatas malas.

Es cierto que para proteger la biodiversidad habría que impedir que las plantas menos favorecidas se extinguieran. Pero lo que ya resulta más complicado es sacarles una rentabilidad comercial. La altamisa se abandonó no sólo porque es venenosa, sino por su poca rentabilidad y sabor desagradable. Es decir, la producción resulta cara y laboriosa, pero el resultado no es demasiado apetecible. Aunque pueda hacernos ilusión que alguien en algún lugar del mundo consuma suficiente altamisa para mantener la biodiversidad, la mayoría de nosotros no tenemos ningún interés en ser esa persona (y, por supuesto, si obligamos a un grupo de individuos a hacerlo, impidiéndoles que accedan a otros productos, será verdaderamente injusto para esas personas). Por tanto, la pregunta sería ¿a quién le toca la china? Todos estamos a favor de la diversidad, pero a menudo son nuestras propias preferencias las que fomentan la homogeneización.

Esto es especialmente obvio en los mercados que los economistas describen como de «todo o nada». Es decir, el consumidor medio sólo quiere lo mejor y como la tecnología actual ha hecho posible llevar lo mejor a la totalidad de los consumidores, la diferencia entre el primer puesto y el segundo se ha vuelto gigantesca. Un producto que sea ligerísimamente mejor que el de la competencia puede hacerse con el mercado a una velocidad nunca vista, por el efecto conjunto de las preferencias de los consumidores. Las actuales «superestrellas» son un ejemplo clásico (los famosos de Hollywood, las supermodelos, los músicos pop y demás). Aunque se les acusa constantemente de ser entes prefabricados y productos mediáticos sin talento, inflados por el autobombo y la mercadotecnia, las superestrellas existen en muchos sectores donde la manipulación y el marketing son mucho menores. En el mercado de la música clásica, por ejemplo, el factor determinante sigue siendo el talento y, sin embargo, también hay una tendencia hacia el «todo o nada». Como argumenta el economista Sherwin Rosen: «El mercado de la música clásica nunca ha sido tan amplio como hoy; sin embargo, el número de instrumentistas profesionales sólo ronda el centenar (y mucho menos si el instrumento es la voz, el violín o el piano). Los músicos de primera fila constituyen un grupo diminuto dentro de estas cifras ya de por sí pequeñas y, por supuesto, ganan mucho dinero. Hay una diferencias tremenda entre [sus ingresos y los ingresos de] los músicos de segunda fila, aunque la mayoría de los consumidores serían incapaces de detectar la más mínima diferencia en una prueba con los ojos vendados».

Huelga decir que cuando un cantante de ópera se abre un hueco en el mercado, los enemigos de las masas establecen su distinción expresando el odio que les produce el artista en cuestión. Por eso los auténticos connoisseurs hace años que desprecian a Luciano Pavarotti, no porque no tenga talento, sino por ser demasiado «popular» o, mejor dicho, demasiado «populachero» (no puede ser bueno precisamente por tener un público tan amplio). Este afán de distinción asegura una rotación constante de artistas dentro del mercado cultural, donde el ídolo de hoy será la vieja gloria de mañana. Pero todo depende de las preferencias del consumidor y se da de modo natural, sin manipulación ni presión alguna. Las empresas intentan guiar el proceso en una u otra dirección, pero el proceso no está en absoluto en sus manos.

Esto no significa que el mercado siempre tenga razón. Los mercados no siempre reflejan las preferencias del consumidor medio, sobre todo en el terreno cultural e intelectual, donde resulta muy difícil ejercer el derecho de propiedad. Pero tampoco significa que el mercado siempre se equivoque. Por otra parte, los críticos tienden a despreciar el gusto popular, porque no les entra en la cabeza que a nadie le pueda gustar en serio comer en McDonald’s o escuchar un disco de Celine Dion. Por eso ni se plantean la posibilidad de que la homogeneización venga determinada por las preferencias del consumidor medio.

*

Entre los incontables productos alimentarios que han aparecido durante la última década destinados al sector «burgués bohemio», uno de los más curiosos es indudablemente el pollo «de corral». Este concepto nació del horror que produce el hacinamiento de las granjas avícolas industriales, donde los pollos pasan la vida encerrados en jaulas diminutas. Los consumidores empezaron a exigir unas condiciones de vida más humanas, aduciendo que estaban dispuestos a pagar la diferencia de precio. A alguien se le ocurrió la brillante idea de llamar pollos «de corral» a esta modalidad supuestamente asilvestrada, con la consiguiente subida de precio. El nuevo producto tuvo un éxito inmediato. La idea evoca imágenes de una pradera por la que corretean los pollos alegremente con las plumas al viento. Pero esta estampa bucólica sólo la creerá quien jamás haya visto ni tocado un pollo vivo.

Cualquiera que haya pasado algo de tiempo en una granja sabe que un pollo «criado en libertad» es igual de absurdo que un gusano que pase mucho tiempo al sol. El típico día soleado de verano, los pollos siempre se refugian en el rincón más oscuro del gallinero. Se suben unos encima de otros, amontonados de diez en diez, y así se duermen, formando una especie de bola compacta. Sencillamente no son aves dadas a salir de paseo (un estudio reciente afirma que sólo un quince por ciento de los pollos de corral aprovecha la posibilidad de salir al exterior). La idea del pollo asilvestrado es una proyección de un deseo humano insatisfecho. Pero por mucho que nos empeñemos, los pollos nunca serán esos tercos individualistas que queremos que sean.

Esto nos lleva a pensar que la obsesión con la masificación y el conformismo también pueda ser una proyección aplicada al consumidor. La crítica tradicional de la sociedad de masas asume que los consumidores tienen unos deseos tan heterogéneos que a los publicistas no les queda más remedio que engañarles para que consuman todos los mismos productos fabricados en serie. El sistema debe producir una «conciencia masificada» para facilitar la «producción masificada». Sin embargo, hay una explicación mucho más sencilla. Los bienes producidos en serie son más baratos que los personalizados y los clientes son sensibles al precio. Pudiendo elegir entre un producto que satisfaga sus necesidades perfectamente pero sea caro y un producto que no satisfaga sus necesidades del todo pero sea barato, es muy posible que opten por el barato. Depende de la importancia que concedan al precio (los pobres presumiblemente consumen más productos industriales que los ricos).

Sin embargo, algunos críticos han intentado demostrar que el mercado fomenta esta tendencia al procurar expulsar a los competidores menores. El economista Tibor Scitovsky, por ejemplo, plantea el argumento de la siguiente manera:

Las economías de escala no sólo abaratan la producción a gran escala, sino que al aumentar los salarios también aumentan los costes y disminuyen los beneficios de la producción a pequeña escala. Esto a su vez aumenta el volumen de ventas mínimo para obtener unos beneficios y reduce constantemente el abanico de productos ofrecidos, además de obviar las necesidades y gustos de las minorías en cuanto a la naturaleza y el diseño de los bienes generados y distribuidos. La creciente desatención a las necesidades de las minorías no es buena, porque es intolerante, fomenta la uniformidad y destruye hasta cierto punto la gran ventaja de la economía de mercado: su capacidad para satisfacer por separado y simultáneamente las distintas necesidades y gustos del público.

Todo esto está muy bien, pero es algo precipitado. Supongamos que en un principio se encarga puntualmente el pedido de turno a un pequeño proveedor que fabrica productos personalizados para cada cliente individual. Entonces llega un proveedor mayor que fabrica el mismo tipo de producto, pero sólo en tres estilos, pongamos por caso. Al limitar el número de estilos, este proveedor podrá vender su mercancía por un precio mucho más bajo. Scitovsky sugiere que el proveedor mayor acabará por desbancar al pequeño.

Pero esto no es necesariamente así. Debemos asumir, dada la variedad de bienes fabricados por el proveedor pequeño, que las tres variedades producidas en serie no gustarán a algunos de los consumidores. Por tanto, esta minoría verá mermado su bienestar si compra los productos industriales. Es decir, si cambian será porque prefieren ahorrarse un dinero, pese al inconveniente de comprar algo que no se adapta perfectamente a sus necesidades. El pequeño proveedor no se arruinaría si las personas con gustos minoritarios estuvieran dispuestas a pagar más por conseguir lo que quieren y las personas con gustos mayoritarios estuvieran menos dispuestas a adaptarse a lo más razonable. La homogeneización surge sólo porque determinadas personas no están dispuestas a pagar un elevado precio para satisfacer sus preferencias cuando existen alternativas de menor precio. Aquí no interviene en absoluto la represión ni la intolerancia.

Obviamente, las personas con un gusto menos popular pueden quejarse de estar recibiendo un trato injusto. ¿Por qué van a tener que pagar más simplemente por tener un gusto menos vulgar? Hay una respuesta clara a esta pregunta. Los bienes industriales son más baratos que los artesanales porque se necesita menos tiempo, energía y trabajo para producirlos. Si vamos a una barbería a que nos corten el pelo, sólo serán quince minutos. Si no nos gustan los cortes de pelo tradicionales y queremos expresar nuestra individualidad con un estilismo más original, tendremos que ir a una peluquería donde tardarán una hora y nos cobrarán cuatro veces más. Pero es lógico que sea más caro ir a un estilista que invierte más tiempo en nosotros.

De hecho, aquí se puede aplicar una norma general. Siempre que pensemos que la sociedad nos ha convertido en unos conformistas o nos trata como un número y no como una persona, deberíamos hacernos la siguiente pregunta: «¿Para mantener mi individualidad es necesario el trabajo de otras personas?». Si la respuesta es afirmativa, entonces lo lógico es que paguemos más. Muchas de las instituciones y empresas de nuestra sociedad tienen un mismo sistema de funcionamiento. En un restaurante de comida rápida, en un banco, en un hospital, existe un sistema estandarizado que permite interactuar con los clientes y atenderles. Este sistema suele estar diseñado para maximizar el servicio que se proporciona por un determinado precio (o dados ciertos recursos presupuestarios). Los individuos que se niegan a seguir el sistema no sólo encarecen todo el proceso, sino que a veces fastidian a todos los demás. En este contexto, el individualismo a menudo se convierte en desprecio narcisista de las necesidades ajenas.

Al comienzo del libro Culture Jam, de Kalle Lasn, aparece un ejemplo maravilloso de este fenómeno narcisista. El autor está describiendo su «momento de la verdad» en que se dio cuenta de que el capitalismo consumista era fundamentalmente inmoral. Había ido a hacer la compra al supermercado de su barrio y estaba a punto de meter una moneda en la ranura de un carrito «cuando de repente vi claro lo idiota que era. Ahí estaba, pagando con una moneda de veinticinco centavos el privilegio de poder gastar mi dinero en una tienda donde voy todas las semanas, pero que odio, una cadena estancada que casi nunca tiene productos frescos y donde siempre tengo que hacer cola para pagar. Y al acabar de hacer la compra tendría que volver a dejar el carrito exactamente en el sitio decretado por los expertos en eficacia comercial y después encajarlo en la fila del resto de los carros, volver a engancharlo con la cadena y empujar el botón rojo para recuperar mi maldita moneda de veinticinco centavos».

Lasn acaba este relato más bien agotador sobre las peripecias del laberinto consumista con un final triunfal: coge la moneda, la mete en la ranura y la golpea con el llavero hasta que logra dejarla atascada dentro. No es tan gráfico como lo de Michael Douglas perdiendo la chaveta en la película Un día de furia, pero ambos son claros ejemplos de esa rebeldía del Hombre Auténtico que todos llevamos dentro. Lo malo del asunto es que los dueños del supermercado tendrán que pagar a alguien para que arregle el mecanismo roto y mientras tanto los demás clientes tendrán que dedicar una parte de su precioso tiempo a ver si por casualidad hay algún carrito abandonado en el aparcamiento. Es decir, que el individualismo no tiene nada de malo en sí, pero es importante no mantener nuestra individualidad a expensas del tiempo y el esfuerzo de los demás. Al fin y al cabo, Lasn vive en Vancouver, una ciudad abarrotada de tiendas donde venden productos orgánicos frescos, café con garantía de comercio justo y quiche casera, todas ellas atendidas por amables estudiantes que nunca hacen esperar a los clientes y donde no hay carritos con mecanismo de moneda. Lo malo de estas tiendas es que son muy caras, porque tienen que contratar al doble de personal («Por favor, señor Lasn, permítame que le acerque un carrito»), Pero es absolutamente lógico. Si para mantener nuestra individualidad es necesario que otras personas nos atiendan primorosamente, entonces tenemos que pagarlo bien caro.

*

La franquicia es la práctica que más se relaciona con la homogeneización, hasta el punto de llegar a producir cierto pánico. Al viajar por Estados Unidos es imposible no fijarse en lo igual que es todo. Todos los centros comerciales tienen las mismas tiendas y todos los accesos a las autopistas tienen los mismos carteles que anuncian las mismas gasolineras, restaurantes y tiendas de donuts. La «marcación» del paisaje es tan uniforme que a muchas personas les sorprendería descubrir que las franquicias y cadenas comerciales tienen sólo un 35 por ciento del mercado minorista estadounidense.

El defecto que más se achaca al sistema de franquicia es que anula la personalidad regional y cultural del país. Y la empresa más duramente criticada en este aspecto ha sido McDonald’s (de hecho, algunos gremios han convertido el término «macdonalización» en un sinónimo de todos los males del mundo moderno, y ya existen expresiones como «la macdonalización de la sociedad», «la macdonalización de la educación superior» y «la macdonalización de la Iglesia»). Según George Ritzer (autor del libro La McDonalizadón de la sociedad), el proceso de homogeneización que produce el sistema de franquicias pone en peligro la mismísima esencia de nuestra alma. Si el mundo estuviera menos «macdonalizado», «la gente sería mucho más amable, mañosa, creativa y culta de lo que es hoy en día».

La trayectoria del pensamiento de Ritzer está muy clara. En su análisis histórico del nacimiento de la macdonalización, organiza los acontecimientos básicos del siguiente modo (es una enumeración de los epígrafes de un capítulo de su libro):

El Holocausto: la muerte fabricada en serie

La investigación científica: el único camino

La cadena de montaje: cómo convertir a los trabajadores en robots

El sistema de construcción Levittown: el abracadabra

Los centros comerciales: la tiendificación de Estados Unidos

McDonald’s: la gran fábrica de la comida basura

Esta mentalidad de «Auschwitz, no te olvidamos» demuestra una vez más lo profunda que es la influencia del Holocausto en la crítica de la sociedad industrial. Por absurdo que parezca, el hecho de que los arcos dorados de McDonald’s se estén multiplicando por el mundo entero basta para traer a la memoria los sucesos de Nuremberg. En opinión de Ritzer, las personas que hacen cola para comprar un Big Mac tienen el cerebro tan «lavado» como las Juventudes Hitlerianas cuando saludaban al Führer brazo en alto.

Pero Ritzer no parece querer complicarse demasiado la vida cuando opta por centrarse exclusivamente en McDonald’s. Al ser la cadena de comida rápida más antigua, tanto el menú como la organización se han quedado anticuados en muchos aspectos. Por eso la crítica del sistema de franquicia a menudo se desvía hacia la defensa del medioambiente y los efectos de la actividad ganadera sobre la selva tropical brasileña; o hacia los problemas de salud y la epidemia de obesidad que afectan a Estados Unidos en la actualidad. Aunque son sin duda asuntos interesantes, sólo están tangencialmente relacionados con la homogeneización que ha hecho surgir la crítica de la macdonalización. Para centrar el asunto, quizá resulte útil olvidarse momentáneamente de McDonald’s y centrarse en Subway, la segunda cadena de comida rápida más importante del país. Aunque es igual de «fábrica de comida basura» que McDonald’s, no parece haber motivos para quejarse de la calidad de la comida, de la variedad del menú ni de las consecuencias de sus prácticas comerciales. Claro, que también resulta menos inquietante hablar de la subwayización de Estados Unidos.

Centrarse en McDonald’s contribuye a oscurecer otro punto importante. La mayoría de los miembros de la élite cultural dicen odiar la comida de McDonald’s. De hecho, como las franquicias sirven a las clases bajas hasta un punto desproporcionado, es inevitable que sus productos hieran la elevada sensibilidad estética de los intelectuales. Pero si entramos con la mente abierta en una conocida cadena comercial o franquicia, es fácil dar con las razones de su éxito. En la mayoría de los casos ofrecen un producto claramente superior por un precio inferior. Los supermercados Wal-Mart tienen productos de marca a precios de oferta y cuentan con una excelente organización. Además, aplican descuentos a los medicamentos para personas de la tercera edad y tienen aparcamiento gratuito para las caravanas de los turistas. Las tiendas de bricolaje Home Depot tienen un personal altamente cualificado, cortan la madera a la medida, con rapidez y eficacia, y ofrecen la posibilidad de alquilar una camioneta para transportar el material. Los bocadillos de Subway se hacen con pan reciente, a menudo aún caliente del horno, y el cliente puede elegir personalmente los ingredientes que prefiera. En Tim Hortons preparan el mejor café hecho en cafetera con filtro. Y a menudo olvidamos que las patatas fritas de McDonald’s son mejores que las que se venden en la mitad de los bistrós de París.

Estas empresas hacen grandes campañas de promoción hoy en día, pero no deben su éxito a la publicidad. Cuando han logrado establecerse en un determinado sector del mercado, normalmente ha sido porque estaba mal abastecido. Las librerías independientes podían haber ofrecido la posibilidad de tomar un café en una silla cómoda hace años; sencillamente no se les ocurrió hasta que vieron hacerlo a Barnes & Noble o Chapters. Los dependientes de las tiendas de bricolaje podían haber dejado de ser unos memos insoportables y despectivos con las mujeres hace tiempo, pero no empezaron a hacerlo hasta que tuvieron que competir con la tienda de Home Depot más cercana. Las gasolineras podían haber dejado de engañarnos cuando les diera la gana, pero no empezaron a hacerlo hasta que la cadena Midas se hizo con una buena parte del mercado. Las cafeterías podían haber invertido en comprar máquinas de café exprés en cualquier momento, pero no se les ocurrió la idea hasta que llegó la cadena Starbucks. Las tiendas medianas podían haber adoptado una buena política de cambio y devolución desde el primer momento, pero no empezaron a hacerlo hasta que tuvieron que competir con las grandes cadenas. Y así sucesivamente.

Si la mayoría de estas cadenas tan conocidas son estadounidenses es porque los comerciantes de este país han dedicado enormes cantidades de tiempo y esfuerzo a investigar métodos comerciales que gusten al cliente. ¿Cuántas veces hemos entrado en una tienda donde los empleados parece que nos están haciendo un favor al atendernos? ¿Cuántas veces hemos pensado que el mecánico del taller nos estaba tomando el pelo? ¿Cuántas veces no nos hemos atrevido a preguntar algo al dependiente de una ferretería por miedo a parecer imbéciles? ¿Cuántas veces nos ha recitado un camarero la lista de platos del día sin decirnos ninguno de los precios? Este tipo de experiencia negativa hace perder clientes. Una cadena que funciona bien suele tener un sistema que elimina todas las contingencias que deterioran el funcionamiento de cada sucursal y punto de venta.

Por último, existe una importante diferencia entre una franquicia (como McDonald’s) y una cadena (como Starbucks). Los guionistas de la serie Affluenza[35], por ejemplo, diferencian entre las «franquicias grandes, desasistidas» y las pequeñas tiendas locales: «En las paredes de una cafetería local podemos disfrutar de los cuadros de algún vecino que viva en la misma calle. Nos da la sensación de que la cafetería es nuestra. En una librería independiente tenemos muchas más posibilidades de encontrar los libros de esas editoriales pequeñas que ofrecen una variedad mucho mayor que las casas más comerciales». Aparte de que estas afirmaciones empíricas sean más que dudosas (en todos los locales de la Great Harvest Bread Company hay dibujos de los niños del barrio), la supuesta diferencia entre una franquicia y una tienda local se basa en un error. Al contrario de lo que sucede en las cadenas, cuyas tiendas pertenecen y obedecen a la empresa madre, en un sistema de franquicia la casa central autoriza a un comerciante independiente para que use su modelo comercial y su marca, y permite organizar la tienda con cierta libertad. Las grandes empresas de comida rápida como McDonald’s, Subway y Kentucky Fried Chicken funcionan con un sistema de franquicia, es decir, que en su mayoría están en manos de comerciantes locales.

La franquicia permite al negocio desarrollarse más rápidamente, porque la casa matriz no tiene que invertir dinero para ampliar la operación. Además, limita los cruces entre empresas filiales y otro tipo de «negocios sucios» que la competencia suele considerar injustos. Como todas las tiendas de la cadena Starbucks pertenecen a la empresa madre, ésta puede estar dispuesta a perder dinero durante un año para eliminar a la competencia de una zona concreta (la pérdida se compensaría con las ganancias de otras sucursales, como parte de una estrategia global), Pero las franquicias suelen ser propiedad de una sola persona y el dinero, en cualquier caso, sale directamente de su bolsillo. Es decir, en realidad funciona como una empresa pequeña y no puede usar esas sucias tretas competitivas que sus rivales a menudo le achacan. En resumen, las franquicias no suelen tener medios para implementar una estrategia global.

Obviamente, este tipo de empresas obtienen ciertos beneficios al aplicar una economía de escala a la publicidad. Pero su mejor arma competitiva es el modelo comercial que adopta el beneficiario local de la franquicia. Este tipo de negocio suele ser tremendamente competitivo. En un año en cualquier ciudad grande nacen y mueren miles de empresas. Este monumental esfuerzo producirá una o dos empresas rentables, capaces de «enlatar» y vender su formato comercial. Este fenómeno en sí no parece demasiado siniestro. Veamos, por ejemplo, el caso de la empresa Marvelous Market, con sede en la ciudad de Washington D.C., que Ritzer cuenta en una de las secciones más (involuntariamente) amenas de La McDonalización de la sociedad. La empresa se fundó en la década de 1960 con el objetivo concreto de combatir el monopolio de la panificadora Wonder Bread. «Somos lo que comemos», decía uno de los folletos de la compañía, y «la comida provoca estados de ánimo y convoca recuerdos, revela necesidades y deseos, libera tensiones y estimula la creatividad».

Ritzer describe con enorme satisfacción lo mal que salió toda la operación. «Los productos alimentarios que vendía no parecían de fiar. El cliente trataba con personas en vez de autómatas o robots». Por supuesto, la empresa también hacía un pan muy bueno. Y, por tanto, Marvelous Market tuvo un éxito inmediato. Las ventas se dispararon de tal manera que la empresa tuvo que limitar la compra a dos hogazas de pan por persona. Con el tiempo, el dueño empezó a ampliar el negocio, es decir, construyó una fábrica de pan y empezó a distribuirlo a supermercados y restaurantes. La demanda de su pan siguió en aumento, pero la atención al cliente en su única tienda era increíblemente lenta. Finalmente no tuvo más remedio que abrir un segundo local. En una carta abierta dirigida a sus clientes se disculpaba profusamente por esta operación, haciendo hincapié en el hecho de que la nueva maquinaria «no es automática; el pan de la tienda nueva se hace igual que siempre, despacio y a mano».

Esta historia puede interpretarse como un ejemplo del buen funcionamiento del sistema capitalista, donde el pan bueno acaba con el pan malo. Ritzer, por otra parte, lo cuenta como una fábula moderna, como un ejemplo dramático de lo seductor que puede ser el canto de sirena de la macdonalización. Pero hay una cosa que no termina de explicar. En realidad, ¿qué más da que haya una tienda Marvelous Market, o dos, o veinte, con tal de que el pan sea bueno? Lo que hace Ritzer es idealizar lo errático, impredecible e insólito frente a lo sencillo, predecible y normal. Sin embargo, esto es sencillamente una preferencia individual, no una queja legítima en cuanto a la forma organizar la sociedad. Ritzer, igual que otros muchos rebeldes contraculturales, concibe al individuo ideal como una especie de «individuo aleatorio» que, al negarse a seguir ninguna norma ni aceptar ningún código, acaba por tener fobia a cualquier tipo de comportamiento que implique una regularidad. Dicho sea en su honor, Ritzer es coherente con su propia teoría de la homogeneización, que le lleva a esta conclusión lógica. En una sección que detalla una serie de estrategias para resistirse a la macdonalización, ofrece varias sugerencias para evitar convertirnos en robots y autómatas. Éstas incluyen vivir en una casa construida por nosotros mismos (o hecha de encargo); cambiar personalmente el aceite al coche; negarnos a hablar con contestadores automáticos; usar dinero en efectivo en vez de tarjetas de crédito; hacernos amigos de los lugareños cuando estamos de vacaciones; odiar los estadios cubiertos y, sobre todo, evitar cualquier tipo de rutina diaria; «Intentar variar todo lo que se pueda la forma de hacer las cosas de un día para el siguiente», recomienda.

Es difícil distinguir cuáles de estas sugerencias pretenden ser serias y cuáles no. Sin embargo, es fácil identificar el estilo de vida que Ritzer recomienda: la de un respetado profesor de universidad con costumbres excéntricas, un buen sueldo y mucho tiempo libre. Quienes tengan un trabajo igual de comodón apoyarán encomiásticamente sus sugerencias, pero ¿es razonable exigir al resto de la sociedad que lo haga? De nuevo surgen dos preguntas que debemos hacernos antes de adoptar el modelo de conducta aleatoria. En primer lugar, «¿para mantener mi individualidad es necesario el trabajo de otras personas?»; y en segundo, «¿qué pasaría si todos hiciéramos lo mismo?».

*

La progresiva homogeneización que vemos en nuestra sociedad también existe a escala mundial. El proceso de globalización comercial, unido al turismo y la emigración masiva, está produciendo lo que podría denominarse un estado de «diversidad uniforme». El incremento del comercio exterior que ha tenido lugar durante los últimos veinte años ha estado en gran parte relacionado con la diversificación comercial, no con la intensificación. Por ejemplo, Canadá podría importar de Francia todo el vino tinto necesario, dejando morir su propia industria vinícola y Francia podría importar todo el trigo necesario de Canadá, dejando morir ese segmento de su sector agrícola; sin embargo, el aumento de la actividad comercial ha permitido a Canadá seguir fabricando la misma gama de productos. El comercio se usa sobre todo para acceder a unos bienes que antes no llegaban al país en cuestión. Es decir, Francia importa sirope de arce canadiense, mientras Canadá importa ahora cerámica provenzal.

En consecuencia, los mercados internos de cada país se han diversificado. Si antes había ciertos tipos de cerámica francesa que sólo se encontraban en unos pueblos franceses muy concretos, hoy se pueden comprar prácticamente en cualquier ciudad grande (para desgracia de su fabricante). Cuando yo era joven, en los supermercados no había cebolletas ni pan de pita (y queso importado mucho menos todavía). Desde 1970, el promedio de artículos que se venden en los supermercados norteamericanos ha pasado de 3.000 a 8.000. Cuando mi suegra viene a visitamos desde Taiwán (y naturalmente se empeña en cocinar) no tiene que hacer ningún esfuerzo de adaptación. Todo lo que compraría normalmente en Taipei se puede conseguir en Toronto. Quizá sea verdad que en ciertos sectores económicos ha disminuido el número de empresas, pero cuesta pensar en un sector donde no haya aumentado el número de productos que se venden.

Sin embargo, como este proceso se está produciendo en el mundo entero, cualquiera que viaje se dará cuenta de que todos los sitios se parecen cada vez más entre sí. Da bastante angustia pasear por un país exótico en cuyas aceras vemos la misma artesanía guatemalteca de siempre (y donde, aparentemente, están tocando el mismo grupo de músicos guatemaltecos de siempre). Y nadie quiere encontrarse con un cartel de McDonald’s en mitad de Pekín (aunque es un buen sitio para colarse y usar el cuarto de baño). Pero si los chinos quieren comer Big Macs, ¿quiénes somos nosotros para impedírselo? Estaría bien que China hiciera un mayor esfuerzo para mantener la pureza e integridad de su cultura, pero ¿quiénes somos nosotros para dar lecciones? Al fin y al cabo, nos encanta que haya tantos restaurantes chinos en nuestro país (por no hablar de la comida rápida asiática como los tallarines, el sushi y el té de tapioca[36]). También nos gusta comprar en cadenas comerciales extranjeras como Ikea, Zara, The Body Shop, Benetton y H&M. Norteamérica se está convirtiendo en un gigantesco batiburrillo cultural de influencias y estilos que nos gusta a casi todos sus habitantes. Pero eso implica que no podemos andar criticando a los demás por seguir el mismo camino.

Por supuesto, muchos estadounidenses opinan que su país ha tenido una enorme influencia en todo este proceso, es decir, que no se trata de una globalización cultural sino de una americanización. Irónicamente, esta opinión demuestra el provincianismo de quienes la apoyan. En primer lugar, los estadounidenses tienden a creer que todo es «americano», a no ser que se demuestre lo contrario. Huelga decir que la diferencia entre la cultura canadiense y la estadounidense se ignora por completo. Como la mayoría de los canadienses hablan inglés con un acento parecido al del Medio Oeste estadounidense, es fácil cometer ese error. Pero en otros casos, no hay semejante excusa. Recuerdo haber leído una crítica de un videojuego en el New York Times lo tachaba de etnocéntrico porque aparecían «personajes asiáticos estereotipados». La autora daba por hecho que estaba fabricado en Estados Unidos. Ni se le pasaba por la cabeza que el juego en cuestión —como casi todos los que se venden en el mercado estadounidense— fuese un producto japonés, creado para un público japonés. El supuesto estereotipo era una característica propia de la cultura japonesa, pero la autora no sabía lo suficiente sobre culturas extranjeras como para poder identificarlo.

El segundo problema es que la mayoría de los estadounidenses son capaces de notar la influencia de su propia cultura en el extranjero, pero no saben lo suficiente sobre el resto de las culturas como para reconocer hasta qué punto influyen en la vida diaria de Estados Unidos. Nadie parece saber que las culturas extranjeras —la asiática en particular— han tenido una influencia enorme en el cine, la televisión y la moda norteamericana. Hoy en día, casi todas las películas de acción se ruedan al estilo de Hong Kong. La televisión está totalmente dominada por los reality shows, que son otra importación cultural. Toda la estética rave norteamericana es una imitación del estilo japonés. Los cómics y los videojuegos japoneses tienen una influencia enorme entre las generaciones más jóvenes. Por supuesto, estas tendencias se han difundido ampliamente por Internet. La moda de las faldas escocesas en las discotecas estadounidenses es por influencia de la pornografía japonesa. Y la lista es interminable. Aunque la cultura estadounidense sigue muy presente en el resto del mundo —sobre todo a través del hip-hop— es complicado saber qué país será el más influyente en la evolución de la cultura global.

Tanto si nos gusta la creciente convergencia cultural como si no, no parece que a estas alturas se pueda detener. Para mantener la diversidad de una cultura tradicional hay que vivir inmersos en ella, e intentar frenar toda influencia externa. Hacer esto resulta tremendamente costoso. Bután, por ejemplo, ha iniciado una intensa campaña de aislamiento que, entre otras cosas, restringe la entrada de turistas extranjeros, a quienes cobra 200 dólares diarios por el privilegio de permanecer en el país. Sin embargo, privados de la entrada de divisas extranjeras, recortan voluntariamente su acceso a la tecnología agrícola, fabril y médica. A cambio tienen pobreza, desnutrición y una corta esperanza de vida. Pese a todo ello, la población parece dispuesta a aceptarlo, ayudados en parte por su profunda religiosidad. Pero este comportamiento no se puede exigir al resto del mundo.

De nuevo hay que hacerse la misma pregunta, si queremos mantener la diversidad, ¿a quién le toca la china? Esto se ve claramente en el caso del lenguaje. Actualmente hay unos 6.000 idiomas en el mundo, pero están desapareciendo a un ritmo de unos 30 anuales (ésta es una estadística algo engañosa, porque más de 1.500 se hablan en Papúa Nueva Guinea, donde sólo los domina un número reducido de personas). Sin embargo, hay quienes los tratan como especies en peligro que deben conservarse a toda costa. Pero para mantener vivo un idioma se precisa un número elevado de hablantes monolingües concentrados en una zona geográfica.

Esto puede ser difícil de conseguir, ya que el valor de un idioma viene determinado en gran parte por el número de personas con las que uno se puede comunicar usándolo. En otras palabras, hablarlo genera una economía de red para los demás usuarios de dicho idioma (del mismo modo que comprar un aparato de fax genera una economía de red beneficiosa para todos los demás propietarios). Determinados idiomas, como el inglés, llegan a un «punto álgido» en que los hablan tantas personas que merece la pena pagar por aprenderlos. En este caso, se convierten en hiperlenguas. Los demás idiomas se quedan atrás, y tendrá que producirse un fenómeno insólito para que sigan usándose.

Por tanto, aunque pueda entristecernos la inminente desaparición del kristang, el itik o el lehalurup, debemos reconocer que para conservarlos sería necesaria una comunidad de hablantes monolingües (o al menos nativos). No basta con imponer cualquiera de ellos como segundo idioma, porque siempre tendrán que enfrentarse a la hiperlengua. Sin embargo, renunciar a un dominio fluido de una hiperlengua a cambio de hablar uno de estos idiomas minoritarios puede reducir seriamente las posibilidades de un individuo. Quizá no suponga un problema mientras haya suficientes personas dispuestas a hacerlo, pero no podemos culpar a los que no muestren el menor interés.

*

Como hemos visto, la tendencia hacia la homogeneización —o, más concretamente, hacia una «diversidad uniforme»— tiene un origen muy complejo. En parte refleja los gustos del consumidor, pero también las economías de escala, las distorsiones del mercado y las tendencias humanas más eternas y universales. En ciertos casos, quizá no se pueda hacer nada para remediarlo; en la gran mayoría, quizá no se deba hacer nada para remediarlo. Lo más importante, sin embargo, es que este efecto no lo produce ningún «sistema» aislado. Se trata de un conjunto de fuerzas muy variadas y a veces contradictorias.

La teoría contracultural, por otra parte, apoya y fomenta la posibilidad de que exista un único motivo para esta homogeneización. Mantiene que la economía de mercado se basa siempre en un sistema de represión y conformismo. La uniformidad cultural se impone para asegurar el funcionamiento disciplinado de la maquinaria industrial y la cadena de montaje. Cuando cada mercado tenía sólo un alcance nacional, esto producía una erosión de la individualidad dentro de cada cultura local. Hoy en día, la incipiente globalización comercial está eliminando las diferencias entre las culturas locales.

Esta mentalidad ha llevado a muchos políticos de izquierdas a cometer el desastroso error de luchar contra los efectos culturales de la globalización oponiéndose al comercio entre los países desarrollados y los subdesarrollados. En su opinión, si el gran culpable es el mercado, la mejor solución es poner límites a la extensión del mercado. De ahí que los activistas enemigos de la globalización intenten boicotear todos los congresos de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y las cumbres de los jefes de Estado. Al hacerlo, se enfrentan directamente a los representantes de los países del Tercer Mundo cuyos intereses dicen defender. La mayoría de los países en vías de desarrollo se plantea constantemente el modo de integrarse en la economía global, y casi ninguno contempla la posibilidad de no hacerlo. Hoy en día, nadie cree en la autarquía económica (como la que defendían Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru en India). La única cuestión que se plantea es si se debería conseguir primero la liberalización y la inversión extranjera, como forma de estimular el desarrollo económico, o si se debería establecer antes un cierto nivel de desarrollo endógeno, como preludio a la liberalización.

A muchos representantes de los países en vías de desarrollo les desconcierta el espectáculo de los «activistas antiglobalización» protestando contra el comercio. Entienden su beligerancia ante la política medioambiental, las condiciones laborales, la especulación monetaria, los reajustes estructurales del Fondo Monetario Internacional y la injusticia del reparto comercial mundial, pero no consiguen entender la propuesta de limitar el comercio en general (ni el boicot a los actos de la OMC, cuyos miembros democráticamente elegidos por sus países se reúnen para hablar precisamente de estos temas). Una vez más, el origen del problema es el carácter totalizador de la teoría contra-cultural. En vez de oponerse a determinadas políticas comerciales verdaderamente dañinas para el Tercer Mundo, como el proteccionismo de la agricultura estadounidense y europea, los enemigos de la globalización se oponen al comercio mundial. Por ejemplo, critican el comercio de productos agrícolas con el argumento de que fomenta el «pensamiento único». Y así se producen espectáculos tan estrambóticos como que varios países en vías de desarrollo usaran como cauce la OMC (en la reunión de Doha) para presionar a Europa y Estados Unidos sobre el asunto de las subvenciones a la agricultura mientras los activistas antiglobales boicoteaban la reunión desde la calle.

Esta tendencia totalizadora se plasma claramente en el rotundo best seller académico Imperio, de Michael Hardt y Antonio Negri, que se limitan a aplicar la teoría de la hegemonía de Gramsci a escala mundial. «El sistema», tras conquistar al proletariado nacional, se ha globalizado, convirtiéndose en el «Imperio». ¿A quién le importa que no haya ni rastro del susodicho Imperio? En opinión de los autores, el hecho de que las culturas del mundo se parezcan cada vez más implica que existe un poderoso trasfondo represivo. El caos, la confusión y la ilegalidad que dominan el mundo son una clara señal de la profunda maldad del «sistema»: «Todos los conflictos, todas las crisis y todas las disensiones fomentan decisivamente el proceso de integración, y por ello fortalecen el poder centralista. La paz, el equilibrio y el cese de cualquier conflicto son los grandes objetivos. El sistema global (y obviamente imperialista) se desarrolla como una máquina que impone continuos procedimientos contractuales para lograr el equilibrio del sistema; pero para gobernar la máquina es necesario ejercer un poder autoritario. El sistema parece predeterminar el empleo de la autoridad y la fuerza en todo el ámbito social».

Además, la máquina produce un desorden ilusorio para engañarnos y obligamos a aceptar el creciente conformismo represivo. En opinión de Hardt y Negri, la única solución posible es la resistencia anárquica de «la multitud», que para oponerse a las formas de subjetividad impuestas por el Imperio debe constituir la «nueva horda nómada» integrada por los «nuevos bárbaros». A los autores no parece preocuparles la forma concreta que adopte esta oposición; si emplea la violencia, vale (así describen los disturbios de Los Angeles: «El robo de bienes y la quema de propiedades no son sólo metáforas, sino que constituyen las verdaderas condiciones globales de la movilidad y volatilidad de la mentalidad social del postfordismo». Este fragmento del texto es bastante revelador. ¿A quién se le habrá pasado por la cabeza que los disturbios sean sólo metáforas?).

Sin embargo, Hardt y Negri no explican por qué el supuesto Imperio es tan malo. Simplemente equiparan el orden con la represión y el desorden con la libertad. Pero todos reconocemos que la ley es esencial para asegurarnos la libertad personal en un contexto doméstico. Entonces, ¿por qué íbamos a oponernos a su instauración en el contexto internacional? ¿Qué tienen de malo la «paz, el equilibrio y el cese de todo conflicto»? ¿Y quién demonios quiere vivir en la «nueva barbarie»?