5.
La rebeldía radical

«La Revolución Industrial y sus efectos han sido un desastre para la humanidad. Han aumentado enormemente la esperanza de vida de los países “desarrollados”, pero han creado sociedades inestables formadas por individuos insatisfechos con sus vidas; han sometido a los seres humanos a todo tipo de humillaciones; han producido un sufrimiento psicológico generalizado (en el Tercer Mundo el sufrimiento también es físico); y han dañado seriamente nuestro planeta. El progreso ininterrumpido de la tecnología empeorará la situación. Someterá a los seres humanos a mayores indignidades y deteriorará aún más la naturaleza; probablemente traiga mayores trastornos sociales y psicológicos; y quizá incremente el maltrato físico, incluso en los países “desarrollados”.

»Por lo tanto, abogamos por una revolución contra el sistema industrial. Ésta podría emplear la violencia o no, como podría ser repentina o consistir en un proceso relativamente gradual que abarque un par de décadas. Es imposible predecir nada. Tan sólo somos capaces de bosquejar las medidas generales que deben tomar quienes odian el sistema industrial para ir preparando una revolución contra una sociedad semejante. No será una revolución social. Su objetivo no será acabar con el gobierno, sino con la base económica y tecnológica de la sociedad actual».

Estas líneas son de los primeros párrafos del «manifiesto de Unabomber». En las décadas de 1980 y 1990, Unabomber se hizo famoso en Estados Unidos porque enviaba paquetes bomba a conocidos científicos, ingenieros y políticos de todo el país, es decir, a los responsables de la perpetuación de la «base económica y tecnológica» de la sociedad. Las bombas iban cuidadosamente ocultas, a menudo en objetos de uso cotidiano, como cajas de puros o libros, con detonadores que las hacían estallar al abrirse. En uno de los casos, la bomba tenía un dispositivo sensible a la presión para hacerla explotar cuando el avión en que viajaba alcanzara una cierta altura.

La policía pasó quince años sin lograr dar caza a Unabomber. Cuando parecía que todo estaba perdido, en 1996 el terrorista contactó anónimamente con la policía, ofreciéndose a interrumpir su cadena de atentados si el New York Times o el Washington Post publicaban su manifiesto. Curiosamente, ambos periódicos aceptaron la propuesta, por lo que recibieron un aluvión de críticas. Cuando el texto se hizo público, el hermano de Unabomber lo reconoció y llamó a la policía. Gracias a los datos que aportó, los agentes se presentaron en una pequeña cabaña cerca de Lincoln, en el estado de Montana, donde Theodore Kaczynski vivía desde 1979 como un ermitaño, sin suministro eléctrico, alimentándose de las verduras de un huerto y de los conejos que cazaba y preparando bombas caseras.

Al publicarse el manifiesto de Unabomber, un sector de la izquierda descubrió, para su gran sorpresa, que estaba de acuerdo en casi todo. Obviamente, cómo no, aparecían muchos elementos de la teoría contracultural. ¿Es verdad que la tecnología moderna ha creado un sistema de dominación total? Claro que sí. ¿Estamos destruyendo sistemáticamente la naturaleza? Pues sí. ¿La sociedad industrial proporciona sólo placeres compensatorios? Correcto. ¿La gran masa está formada por conformistas compulsivos y ultrasociales? Noticias frescas.

A la hora de la verdad, la diferencia entre la filosofía de Kaczynski y la doctrina de la izquierda era más táctica que conceptual (en Internet se hizo muy popular un test que consistía en distinguir entre las citas de Al Gore publicadas en su libro La tierra en juego: ecología y conciencia humana y los fragmentos del manifiesto de Kaczynski, cosa que al parecer era increíblemente difícil). La izquierda compartía sus ideas; lo que no aceptaba era el envío de paquetes bomba. Pero incluso en eso, los dogmas de Kaczynski sobre la violencia se parecían bastante a los que defendían en la década de 1960 personajes como Jean-Paul Sartre y Frantz Fanon[21] y, por supuesto, Malcolm X.

En resumen, el «caso Unabomber» puso sobre el tapete un asunto que los partidarios de la contracultura habían evitado cuidadosamente durante décadas. ¿Dónde se traza la línea divisoria entre la transgresión y la patología? ¿Cuándo se convierte la «filosofía antisistema» en una enfermedad mental? ¿Cuál es la diferencia entre la conducta antisocial y la oposición a la sociedad de masas? ¿En qué momento lo «alternativo» se transforma en pura demencia?

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Todo grupo político radical tiene su cuota de majaras e inadaptados. Aun así, los movimientos contraculturales parecen haber tenido más de la cuenta. Desde la secta de Jonestown hasta la familia Manson, pasando por la Nación del Islam y la Sociedad para Triturar a los Hombres de Valerie Solanas, los «rojeras de los años sesenta» siempre han sido muy sensibles a los cantos de sirena que entonaban los lunáticos y los perturbados. Los libros como El retomo de los brujos, los alienígenas, las teorías sobre dioses galácticos, los rituales druídicos, la Atlántida, la teosofía, la Cienciología, la Orden Rosacruz… La credulidad de los rebeldes contracultúrales parece no tener fin.

La explicación parece sencilla. Aunque la contracultura no cuente entre sus filas con más chalados que el resto de los grupos, está poco preparada para enfrentarse a ellos. Esta torpeza se debe a su incapacidad para distinguir entre desviación y disensión social. Como la cultura se considera un gigantesco sistema de represión, cualquiera que desobedezca una norma, por el motivo que sea, podrá alegar que está participando en un acto de «resistencia». Por otra parte, quien critique esta reivindicación será tachado de marioneta del «sistema», otro fascista opresor que intenta imponer sus normas al individualista rebelde.

Por este motivo, la contracultura siempre ha tendido a idealizar el comportamiento delictivo. Desde Bonnie y Clyde hasta American Psycho, la tentación ha sido reinterpretar (e intelectualizar) el crimen, el secuestro y el asesinato, que se consideran formas de hacer crítica sociológica. La legislación antidroga estadounidense exacerbó esta tendencia. Si era fácil pensar que los traficantes de cocaína de Easy Rider luchaban por la libertad, entonces ¿por qué no iban a estar haciendo lo mismo Mickey y Mallory en Asesinos por naturaleza? Hubo quien dijo que Dylan Klebold y Eric Harris estaban haciendo una crítica de la masificación educativa cuando mataron a varios de sus compañeros del colegio Columbine (¡se negaban a someterse a la tiranía de los estudiantes veteranos!). Lo que hizo Lorena Bobbit fue un alegato feminista (¡se negaba a ser una víctima!). Mumia Abu-Jamal[22] se estaba enfrentando al racismo de la policía (¡planta cara al poder!). Y, por supuesto, a O.J. Simpson le tendieron una trampa.

En cada uno de estos casos, un crimen corriente (o sorprendente) se interpretó desde un punto de vista político y después se defendió o justificó como un acto de protesta contra el «sistema». El modelo de esta estrategia interpretativa se forjó al final de la década de 1960. Esto lo demuestra la indulgencia con que se trataba a los Ángeles del Infierno (que desembocó en el infausto concierto de los Rolling Stones en Altamont en 1969). Pero tuvo una mayor importancia política la reacción popular ante los disturbios ocurridos en cientos de «barrios negros» (sobre todo Watts y Detroit) a finales de la década de 1960. Los izquierdistas de raza blanca tendieron a incluir estas revueltas en el movimiento pro derechos civiles, y se negaron a considerarlas un fenómeno aislado. Según su versión, los estadounidenses de raza negra sólo querían protestar pacíficamente, encabezados por Martin Luther King, pero no habían conseguido el cambio que pedían. Cada vez más frustrados, acudieron a líderes radicales (como Malcolm X y Stokely Carmichael) y decidieron expresar su indignación de forma más violenta, con disturbios. Según un defensor de los derechos civiles, las revueltas de Watts demostraron que los estadounidenses de raza negra se negaban a «encaminarse pacíficamente hacia la cámara de gas». Fueron una respuesta «a la atrocidad del desempleo y la miseria del gueto».

Esta interpretación la han canonizado directores como Spike Lee. El problema es que carece de un fundamento empírico. Cuando se produjeron los catastróficos disturbios de Detroit, por ejemplo, la industria del automóvil estaba en pleno auge y el desempleo de personas de raza negra era sólo del 3,4 por ciento. La renta media de una familia de raza negra era sólo un seis por ciento inferior a la de una de raza blanca, y los estadounidenses de raza negra tenían una de las tasas de vivienda propia más altas del país. Las conocidas imágenes del gueto de Detroit —kilómetros de solares vacíos y edificios abandonados— fueron una consecuencia de los disturbios, no una de sus causas.

Por otra parte, no es cierto que las revueltas coincidieran con una búsqueda de «líderes negros» más radicales. Las ideas extremistas defendidas por hombres como Malcolm X y Bobby Seale siempre tuvieron más apoyo de los rebeldes contraculturales blancos que de la comunidad negra. A lo largo de toda su vida, Malcolm X nunca tuvo un apoyo superior al 10 por ciento entre las personas de su misma raza (ni siquiera en su cuartel general de Nueva York), en cambio las opiniones negativas llegaban al 48 por ciento. Un posterior informe sobre la población negra indicaba que los líderes Carmichael y Rap Brown tenían ambos un apoyo del 14 por ciento, con cifras de desaprobación del 35 por ciento para Carmichael. Pero la imagen de los militantes negros entrando en la asamblea de California armados con rifles MI fue irresistiblemente atractiva para muchos radicales blancos que querían una revolución total contra el orden social. Por el contrario, la integración de Martin Luther King era sólo un ejemplo más de la capacidad del sistema para asimilar la disensión.

De este modo, la contracultura reinterpretó el desarrollo de las relaciones raciales estadounidenses y las adaptó a sus preferencias políticas. En vez de considerar la defensa de los derechos humanos como una batalla para conseguir unas leyes más justas, la interpretaron como el disparo inicial de una rebelión total contra la cultura y la sociedad estadounidenses. Pero al hacerlo, sentaron un precedente de aceptación de la conducta antisocial en los barrios de raza negra que, en muchos sentidos, empeoró las condiciones de los guetos del país.

Hoy en día, la izquierda progresista estadounidense sigue sin saber dónde se debería trazar la línea divisoria entre la desviación y la disensión en la cultura afroamericana. Una parte considerable de la cultura hip-hop, por ejemplo, es una clara defensa de la conducta antisocial, pero hay quienes sólo se animan a criticar este mensaje cuando procede de un rapero de raza blanca (tiene razón el músico Eminem al llamar hipócritas a quienes le critican por unas letras que a menudo son blandas en comparación con las habituales del hip-hop «negro»).

Incluso cuando la conducta delictiva no se disfraza de protesta, a menudo la politizan quienes la consideran un rechazo de la represión social. Sostendrán que aun cuando un altercado callejero no proteste abiertamente contra la pobreza y el racismo, éstas son claramente sus causas. Aunque los protagonistas no hablen de política conscientemente, su revuelta sólo podrá tratarse como un asunto político.

Ésta es la famosa teoría de que para entender una conducta delictiva hay que acudir a las «raíces» del individuo. Como la mayoría de las teorías, tiene su parte de verdad. El problema surge cuando se aplica a rajatabla, dando por hecho que todo delito o conducta antisocial puede eliminarse si se toman medidas políticas contra la injusticia social. Esto ignora las tentaciones libertarias inherentes a todo orden social. En una gran parte de los casos, el crimen es rentable. Quienes lo practican se lucran con él. Por tanto, siempre habrá necesidad de imponer un castigo social a quienes han elegido perjudicar a los demás para beneficiarse ellos; y siempre habrá que adoptar algún criterio para diferenciar la conducta antisocial de la protesta social.

Pero la teoría contracultural hace prácticamente imposible distinguir entre la represión «buena» —que aplica unas normas para asegurar una cooperación mutuamente beneficiosa— y la represión «mala» —que hace víctimas de la violencia gratuita a los débiles y desfavorecidos—. Y si encima se aplica la teoría de las raíces de la conducta delictiva, los resultados pueden ser intelectualmente extenuantes. Si la sociedad es un gigantesco sistema represivo, entonces cada acto, por violento o antisocial que sea, puede considerarse una forma de protesta o una «revancha». De este modo, la culpa de todo suceso malvado la tendrá el «sistema», no cada individuo responsable de sus actos.

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La nefasta influencia de la teoría de las raíces individuales como explicación de la conducta delictiva queda clara en el documental Bowling for Columbine, por el que Michael Moore ganó un Oscar. La matanza del instituto Columbine fue un acto delictivo al menos en un sentido. Todos los adolescentes que no logran integrarse en el instituto han soñado con poner una bomba y matar a unos cuantos deportistas cachas. A todos nos divirtió la escena de la película La escuela en que el personaje que interpreta Christian Slater mata a dos jugadores de fútbol de su instituto y, cuando su novia se escandaliza, le explica que, al haber terminado la temporada deportiva, ninguno de los dos «tenía nada que ofrecer más que violaciones y chistes sobre el sida». La diferencia entre los autores de la masacre de Columbine y los demás estudiantes que están en su misma situación no es haber tenido esas fantasías violentas, sino haberlas llevado a cabo. En esto se parecen a todos los demás delincuentes, que lo que hacen es poner en práctica lo que la mayoría de nosotros sólo soñamos con hacer.

Sin embargo, para Moore la matanza de Columbine no fue simplemente un acto delictivo, sino una denuncia de toda la estructura social y la historia de Estados Unidos. El documental empieza de una manera bastante previsible, mostrando las armas que usaron Klebold y Harris, y explicando lo fáciles que son de conseguir en este país. Pero, lentamente, el argumento da un extraño giro. La inexistencia de unas leyes que regulen la adquisición de armas, según parece, tiene sólo una importancia superficial. Según Moore, los canadienses pueden adquirir una enorme cantidad de armas, pero apenas cometen crímenes con armas de fuego. Por tanto, tenemos que bucear a mayor profundidad para hallar las «raíces» del problema. La explicación, nos dice Moore, está en la «cultura del miedo» que afecta a la población estadounidense.

Al llegar a este punto, el director cree necesario repasar toda la historia de Estados Unidos, desde los peregrinos del Mayflower hasta la actualidad. Nos cuenta la historia de la esclavitud, los linchamientos de Ku Klux Klan, la guerra contra España, los golpes de Estado organizados por la CIA en Hispanoamérica, la invasión de la isla de Granada y no para hasta llegar a las tropas de la OTAN en Serbia. Al final resulta que la «cultura del miedo» procede del profundo temor de los estadounidenses a la población negra, que es un reflejo del miedo que tenía el terrateniente secesionista a una rebeldía de sus esclavos, ampliado por el complejo militar-industrial, el empeño paranoide de lograr la hegemonía nuclear estadounidense y los programas televisivos de entrevistas con un sesgo conservador. Todo ello, además, guarda una relación con el desempleo y la pobreza.

Finalmente, Moore dice estar contra el control de la venta de armas. Lo considera demasiado superficial. Es lo que Roszak llamaría una solución «meramente institucional» para el problema de los crímenes cometidos con armas de fuego en Estados Unidos. No busca las verdaderas raíces del problema. Moore exige una transformación total de la cultura y la conciencia estadounidense, y no se conforma con menos. Y aquí es donde comete el pecado capital de la contracultura. Descarta una solución perfectamente aplicable al problema que tiene entre manos —una solución que mejoraría claramente las vidas de sus compatriotas—, por no ser suficientemente radical o «profunda». No sólo insiste en una transformación revolucionaria de la cultura, sino que rechaza cualquier otra alternativa. Es un caso prototípico de rebeldía radical.

Analizado con mayor detenimiento, el argumento de Moore contra el control de la venta de armas es totalmente engañoso. La violencia cometida con armas de fuego es un ejemplo clásico de la «carrera hacia el abismo» de Hobbes. Un individuo puede comprar una pistola para aumentar su seguridad personal, pero hacerlo también implica convertirse en un peligro potencial para los vecinos. El efecto global es colectivamente contraproducente, porque todos corren un mayor peligro y al final disminuye el nivel medio de seguridad personal. Cuando hay varios individuos implicados, debe aplicarse la misma solución que en una carrera armamentista. Habrá que llegar a un pacto de no proliferación para mitigar la competencia. Esto es precisamente lo que hace la legislación que regula la venta de armas.

Moore afirma que esta regulación no es importante, porque en Canadá existen millones de armas y casi no se cometen delitos con ellas. Este argumento es falaz, por no decir deshonesto. Moore no menciona que en Canadá la venta de armas está sometida a un control legal muy estricto. Podrá haber ocho millones de armas de fuego en el país, pero la mayoría son rifles y escopetas manuales guardados bajo llave en las cabañas de los cotos de caza. Hay muy pocas pistolas, ningún arma semiautomática y absolutamente ningún fusil de asalto. Las pistolas TEC 9 empleadas en la matanza de Columbine no se pueden comprar en Canadá. Está terminantemente prohibido llevar un arma cargada en cualquiera de las ciudades del país. Moore muestra imágenes de un campo de tiro en Sarnia, en la provincia de Ontario, pero omite el dato de que las armas sólo pueden usarse dentro del recinto.

Es decir, la desigualdad fundamental entre Canadá y Estados Unidos no es cultural, sino institucional. Las diferencias culturales, en caso de existir, son una consecuencia de las diferencias legales e institucionales. Los canadienses se han librado de la «cultura del miedo» no gracias a ver programas de televisión distintos ni a carecer de un pasado esclavista, sino gracias a no estar siempre pensando que les van a pegar un tiro.

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Si la teoría contracultural ha pecado de una cierta ingenuidad en lo referente a la conducta delictiva, ha fomentado una idealización casi desmesurada de la enfermedad mental. Desde Alguien voló sobre el nido del cuco hasta la Historia de la locura de Michel Foucault, pasando por La política de la experiencia de R. D. Laing, los teóricos de la rebeldía nos repiten una y otra vez que los locos en realidad no están locos, sino que son diferentes. No están enfermos, sino que son unos inconformistas a los que se ha drogado y encarcelado para impedirles hacer demasiadas preguntas.

Norman Mailer ya hablaba de esta idea en 1957, con el argumento de que el hipster,[23] con su desprecio de los convencionalismos sociales, era de hecho una especie de psicópata. En el mundo de hoy, la aceleración de la vida diaria ha creado una situación en la que «el sistema nervioso está tan tenso que no consigue aceptar los compromisos habituales como la sublimación». En consecuencia, conforme el sistema de control social va perdiendo poder sobre el individuo, esta represión neurótica de la energía instintiva dará lugar a una psicopatología. La única diferencia entre el hipster y el psicópata común es que el primero «extrapola desde su condición particular con la certeza interna de que su rebeldía es justa y le proporciona una visión radical del universo que le aparta de la ignorancia general, los prejuicios reaccionarios y la inseguridad del psicópata más convencional».

La conexión que ve Mailer entre la rebeldía contracultural y la locura procede directamente de las premisas básicas de la teoría contracultural. Todas las normas son restricciones represivas que limitan la libertad y creatividad del individuo, pero la racionalidad es también un sistema de normas. Para Mailer sólo existen dos tipos de personas: los Auténticos («rebeldes») y los Carcas («conformistas»). No sorprende, por tanto, que la racionalidad acabe asignada a los Carcas. ¿Qué es la coherencia más que una norma social que modera nuestra libertad de expresión? ¿Qué son los datos científicos más que creencias con el sello de aprobación de la burocracia oficial? ¿Qué es el significado lingüístico sino la mano muerta de los prejuicios y las convenciones que nos lastran, coartando cuanto pensamos y decimos? ¿Qué es la gramática, también, más que una camisa de fuerza que limita nuestra espontaneidad, creatividad y libertad?

Todo esto lo vemos en la obra de aquellos artistas que, para poder expresarse verdaderamente, desobedecen voluntariamente todas estas normas. Pero si la racionalidad no es más que un sistema de normas y la libertad depende de la espontaneidad de la expresión individual, entonces la libertad debe de ser una especie de irracionalidad. Si la razón es Apolo, entonces la demencia debe de ser Dionisos. Como escribió Foucault, la locura «gobierna todo cuanto hay de sencillo, feliz y frivolo en el mundo. Es la locura, el desatino, lo que hace a la humanidad retozar y disfrutar».

Para que la razón establezca su hegemonía, primero deberá «subyugar a la no razón». Tendrá que eliminar la locura para poder establecer el orden y el control. En la Edad Media, la Iglesia quemaba a los herejes en la hoguera para conseguir controlar los corazones y las mentes de las personas. En estos tiempos laicos, la razón ha sustituido a la religión como sistema hegemónico cultural. Por eso son los lunáticos, no los herejes, quienes suponen un mayor peligro para el sistema.

Foucault afirma que la era moderna empezó con lo que él llama «el gran encierro», que reunía a los inadaptados sociales de todos los pelajes para distribuirlos por cárceles, manicomios, talleres y hospitales. En su opinión, estas instituciones se convirtieron en los pilares básicos de la sociedad moderna. Sin embargo, prisiones y manicomios tendrían una función análoga: las prisiones castigan a quienes se niegan a portarse como los demás; los manicomios controlan a quienes se niegan a pensar como los demás. La sociedad represiva que George Orwell imaginó en su libro 1984, donde la «policía mental» controla a quienes cometen «crímenes mentales», ya ha llegado, en opinión de este autor. Pero no nos damos cuenta porque las cárceles se llaman «hospitales» y los policías se llaman «médicos».

Conviene recordar que en la Unión Soviética se encerraba sistemáticamente a los disidentes políticos en instituciones psiquiátricas, igual que el gobierno comunista chino envió a un elevado número de personas a «colonias de reeducación». Además, hasta hace bien poco, la psiquiatría occidental contenía una serie de diagnósticos muy poco fiables (por ejemplo, la clasificación de la homosexualidad como enfermedad mental). Pero esto no justifica la conclusión de que los manicomios sean simplemente prisiones bajo un nombre distinto. Hay una enorme diferencia entre no aceptar que la homosexualidad sea una enfermedad mental y no aceptar que lo sea la esquizofrenia. Sin embargo, en los años sesenta fue precisamente lo que empezaron a hacer muchos intelectuales prominentes. En su popular libro de 1967 titulado La política de la experiencia, Laing afirmaba que los esquizofrénicos habían emprendido un «viaje iniciático» para anular todas las estructuras normalizadoras impuestas por la socialización. No negaba que el viaje pudiera ser muy doloroso, pero creía que los esquizofrénicos acabarían por descubrir su yo más humano. Si cualquier proceso de socialización es esencialmente represivo, entonces la libertad debe anular todos sus efectos. Esto implica un rechazo de la diferenciación social entre el yo interno y el mundo externo, el presente y el pasado, lo real y lo imaginario, el bien y el mal. La sociedad «normal» percibe esto como una alteración mental precisamente porque establece una ruptura con el orden social convencional. Pero lo que realmente revela es la imposibilidad de conseguir una libertad auténtica dentro de los límites de una sociedad «normal».

La teoría de la antipsiquiatría fue acogida con entusiasmo por los hippies y demás rebeldes contraculturales. Aparece reflejada en Alguien voló sobre el nido del cuco y se expone claramente en una película de 1972 llamada La clase dirigente, donde Peter O’Toole interpreta a Jack, el decimocuarto conde de Gurney, un lunático que cree ser Jesucristo. Al protagonista le dejan salir del manicomio cuando hereda la fortuna familiar, pero tortura a sus parientes con la predicación del amor fraternal y la amenaza de donar sus bienes a los pobres. La familia contrata a un curandero que tras aplicar una serie de tratamientos poco ortodoxos como el electrochoque, consigue reorientar el delirio del conde, que a partir de entonces se creerá Jack el Destripador. Pero con su nueva personalidad, Jack se integra plenamente en la sociedad inglesa. Cuando consigue un escaño en la Cámara de los Lores, su locura pasará inadvertida.

El mensaje de la película está claro: la locura está en la mirada de quien la ve. ¿Quiénes somos nosotros para decidir lo que es verdad y lo que no, o lo que está bien y lo que no? Si Jesucristo llegara al mundo en nuestros tiempos, le internarían. Sin embargo, un maniaco homicida puede codearse sin problemas con los más poderosos. Los científicos, los burócratas y las compañías farmacéuticas conspiran entre sí para controlar a la población valiéndose de ungüentos y pociones. Engatusados por la falsedad y el artificio de la vida moderna, los individuos consumirán todo tipo de productos. Si eso falla, siempre les queda el Prozac para evitar el sufrimiento. Y quienes no consigan disfrutar ni entender el significado de la vida, pueden probar el Haloperidol[24]. Siempre hemos admirado en secreto al paciente que finge tragarse la pastilla y al cabo de unos minutos se la saca de la boca, donde la había ocultado cuidadosamente bajo la lengua (por eso nos escandalizó ligeramente que en Inocencia interrumpida el personaje de Angelina Jolie resulte ser una auténtica «sociópata», en vez de una mujer indomable oprimida por una sociedad patriarcal).

En resumen, la idea de que la locura es una forma de subversión ha calado hondo, y las ideas locas, sea cual sea su contenido, se consideran subversivas. Del mismo modo que un psicoanalista interpreta la furia y el rechazo de un paciente como una señal de que la terapia «funciona», el sociólogo decide que si le llaman loco es porque sus preguntas y teorías han sacado a la luz ciertas verdades desagradables. La reacción adecuada sería ahondar más en esos mismos temas, en vez de dejarse achantar.

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Para comprobar hasta qué punto la idealización de la locura es una parte importante del pensamiento contracultural, basta con ojear algunas de las publicaciones de Disinformation Company, un clásico ejemplo de empresa contracultural que podría definirse como una distribuidora al por mayor de la cultura alternativa. Un informe reciente describe a Richard Metzger, el fundador de la empresa, como un hombre que «quiere llegar lejos en el mundo empresarial: el Ted Turner del periodismo alternativo y contracultural». Además, «se gana la vida vendiendo contracultura o, mejor dicho, vendiendo la emoción deslumbrante que algunas personas sienten cuando presencian un ataque frontal contra los tabúes de nuestra sociedad». El objetivo de Metzger es nada menos que vender el concepto de subversión etiquetado con una marca comercial.

Las publicaciones de Disinformation Company suelen ser como un cajón de sastre del «pensamiento alternativo». Esta categoría incluye todo lo que se oponga al «pensamiento convencional», desde la sociología radical hasta los delirios de una tropa de chalados. Así sucede que autores como Noam Chomsky y Arianna Huffington (que, pese a su estridencia, son serios) comparten espacio con un revoltijo de artículos sobre la supuesta existencia de la clonación humana, la toxicidad de los edulcorantes, los pigmeos que poblaban la primitiva Norteamérica y la certidumbre de que el universo es consciente. Obviamente, toda idea válida se pierde entre tanta morralla.

Este coleccionismo de lo estrafalario se dispara en el programa de televisión Disinformation, producido por Metzger y emitido en el Reino Unido. En la actualidad, el espacio consiste en una celebración de la rareza en estado puro combinada con una fascinación al estilo de la cadena Fox por la «conducta patológica televisada». Se ofrecen «imágenes transgresoras» de tipos quemándose entre sí a lo bonzo, una mujer a la que le cosen los labios vaginales, una entrevista con un miembro de la CIA adicto al control mental, debates con el inventor de una máquina del tiempo, etcétera. Por supuesto, también se incluye la vaca sagrada del negocio de la Disinformation Company: el mundo extraterrestre. La fascinación que produce el tema de los ovnis ha generado tanto dinero en el negocio de la cultura alternativa que el asunto está llegando a oídos del público convencional.

Las imágenes de Disinformation son igual de raras o asquerosas que las de la televisión convencional, donde es normal ver a un concursante comerse un ciempiés vivo o meterse en una urna llena de cucarachas y donde las abducciones alienígenas son ya un tema tan trillado como el de la prostitución de lujo. Pero, en contraste con los reality shows, la Disinformation Company se toma a sí misma muy en serio. Creen estar haciendo una labor política sin límites, con el fin de plantear un reto a la sociedad convencional y trastocar el sistema. Sus productos se reciben también con la máxima seriedad. En un artículo titulado «Disinformation: The Interviews» (Desinformación: las entrevistas), la publicación LA Weekly insistía en que, pese al despligue de tipos chalados y bichos raros, el programa tiene una intención seria: «El énfasis en la alteración mágica de la realidad por pura fuerza de voluntad puede parecer caprichoso a primera vista, pero nos pone en contacto con un elemento esencial de la estructura de la desinformación. Si el análisis de la publicidad y la investigación de teorías alternativas ponen al individuo en contacto con la red de falsedades que le rodea, la aproximación a una serie de personajes gamberros y grotescos les permite incorporar y contrastar sus propias ficciones. Al más puro estilo de Burroughs, aprovechan la tecnología que resulte más útil pará imponer el bloqueo cultural, la publicidad kamikaze o el pirateo informático en el actual consenso social».

Aquí es inevitable ver una conexión con Guy Debord y Jean Baudrillard. Vivimos en la sociedad del espectáculo, un mundo donde todo es una mera representación, una ilusión. La «red Matrix» es real; nos rodea por todas partes. ¿A quién le importa la diferencia entre lo verdadero y lo falso? En esta lucha de poder, el ganador será quien defina la realidad.

El problema es que este tipo de «subversión» existe desde hace cuarenta años sin haber logrado producir ningún resultado aparente. A la hora de la verdad, nada de lo que haya salido en Disinformation es más extraño que la oferta habitual de la televisión por cable. Y lo que ayer era «alternativo», hoy es mayoritario. Dicho esto, conviene señalar que el mundo del fanzine —la gran cantera donde se nutre Disinformation— lleva desde comienzos de la década de 1960 dando documentación gratuita al mundo literario. Y desde su nacimiento ha hecho gala de una rebeldía que también pretende atacar al «actual consenso social». En 1968, Douglas Blazek escribía que «la literatura es una rueda de fuego con una impronta cada vez mayor, sobre todo en la gente joven que sabe mejor lo que es un campo de concentración que un parque de atracciones». Después hacía un repaso de los fanzines más importantes: «“Entrails” [Entrañas] […] es un arsenal de demencia, lucha contra el aburrumiento y charlatanería. Temas tratados: un nuevo proceso de identificación criminal llamado “huella de la polla”; un juez que condenó a un tío a pasar entre 1 y 3 años cantando en Sing Sing; una monja que se atreve a decir “joder”; un repaso al catálogo primavera-verano de los grandes almacenes Sears».

¿Cuántas veces se puede atacar el sistema sin producir ningún resultado evidente antes de que empecemos a plantearnos la eficacia del ataque? Si es cierto que la demencia repite una y otra vez lo mismo con la intención de obtener un resultado diferente, entonces debe de ser una locura pensar que todo este radicalismo pueda minar el sistema. ¿Cuántas décadas tienen que pasar para que nos demos cuenta de que una monja que dice «joder» no es rebeldía, sino puro espectáculo?

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Ésta es una breve lista de las cosas que a lo largo de los últimos cincuenta años se han considerado tremendamente subversivas: fumar, dejarse el pelo largo un hombre, llevar el pelo corto una mujer, dejarse barba, la minifalda, el biquini, la heroína, la música jazz, el rock, la música punk, la música reggae, el rap, los tatuajes, dejarse crecer el pelo de las axilas, el grafiti, el surf, el monopatín, el piercing, las corbatas estrechas, no llevar sujetador, la homosexualidad, la marihuana, la ropa rota, la gomina, el pelo cortado en cresta, el pelo afro, tomar «la pildora», el posmodernismo, los pantalones de cuadros, las verduras orgánicas, el calzado militar, el sexo interracial. Hoy en día, todos los elementos de esta lista salen en el típico vídeo de Britney Spears (con la posible excepción del pelo bajo las axilas y las verduras orgánicas).

Los rebeldes contraculturales han acabado siendo como esos agoreros del día del juicio final, que se ven constantemente obligados a retrasar la fecha vaticinada, conforme van pasando los días uno detrás de otro. Cada vez que el sistema «asimila» un símbolo de rebeldía, los muchachos de la contracultura se ven obligados a avanzar un paso más para establecer esa pureza de su credo alternativo que les permite diferenciarse de las odiadas masas. Al principio, los punks se agujereaban las orejas de arriba abajo. Cuando eso se popularizó, empezaron a perforarse la nariz, la lengua y el ombligo. Cuando las colegialas empezaron a imitarles, se pasaron a los estilos llamados «primitivos», como los pendientes incrustados en la oreja o los piercing ampallang genitales.

Huelga decir que esta autotransformación radical es característica de los movimientos contraculturales. El problema fundamental es que la rebeldía contra la estética y la vestimenta tradicional no es verdaderamente subversiva. El hecho de que la población decida llevar piercings, se vista de una manera determinada o escuche un estilo de música concreto carece de importancia para el sistema capitalista. Los gobiernos tienen una actitud esencialmente neutra ante los trajes de franela gris y las cazadoras de ciclista. Sea cual sea el estilo, siempre habrá fabricantes dispuestos a producirlo y venderlo. Todas las modas rebeldes tienen un elemento de distinción que automáticamente atrae a los imitadores. Como en realidad no conllevan una verdadera subversión, el gran público puede imitar el estilo sin problemas. Cualquiera puede ponerse un piercing o dejarse el pelo largo. De este modo, todo lo que sea «alternativo» o tenga un «toque especial» se «popularizará» inmediatamente.

Esto al rebelde le plantea un problema. Las modas que en tiempos fueron un símbolo de distinción han perdido todo su significado. Por eso tiene que elegir entre dos opciones: aceptar lo inevitable y dejarse engullir por la gran masa o resistir un poco más hasta encontrar un estilo nuevo, radical, que no tenga tantos imitadores y pueda servirle como símbolo de distinción. Lo que el rebelde busca, en realidad, es una subcultura no asimilable por el sistema. Como le sucede a ese jugador del que habla Leonard Cohen en una de sus canciones, quiere que le salga una carta tan alta como para no tener que seguir jugando. El rebelde contracultural busca un camino cerrado a todos los demás transeúntes, una senda que la gran masa nunca consiga pisar.

El problema es que cuando desaparecen los imitadores, suele ser por un buen motivo. Pongamos como ejemplo la música. Ahora está de moda ir a escuchar unos grupos «alternativos» estupendos. Hal Niedzviecki se lamenta largamente de este asunto, diciendo que «todos queremos liberarnos de las ataduras de la televisión, o la comida rápida, o los alimentos envasados y la ropa obligatoria». Pero «en el mediocre mundo de las radiofórmulas de bazofia musical, en nuestro universo de productos hechos en Taiwán […] al individuo prácticamente no le queda más remedio que convertirse en un consumidor». Y para rebelarnos contra la tiranía de la máquina, buscamos la originalidad y la expresividad, luchando contra una «economía de mercado rígida y obsesionada con los beneficios, capaz de convertir toda la capacidad creativa en tonterías alineadas sobre la cinta de una cadena de montaje».

Niedzviecki parece pasar por alto que aunque todos queramos rebelarnos así, no todos podemos hacerlo. Si todos abandonamos las «radiofórmulas de bazofia musical» y empezamos a escuchar música alternativa, entonces la música alternativa se convertirá en la última lista de éxitos radiofónicos. Eso fue lo que le pasó a Nirvana. Además, dada la estructura del negocio musical, donde cuesta mucho producir un disco, pero muy poco hacer copias, esto sería enormemente rentable para los músicos que tengan más éxito. La noción de que el negocio de la música es rígido o produce «cualquier cosa» sólo encaja, con mucho empeño, en una teoría preconcebida. ¿Es que Niedzviecki nunca ha oído hablar de la compañía Death Row Records[25]? ¿Nunca ha visto el vídeo «Dirrty» de Christina Aguilera? ¿Quién está llamando tonto a quién?

Impávido, Niedzviecki emprende una cruzada en pos del santo grial de la música alternativa: un sonido que sea imposible de «asimilar». Lo encuentra, al menos temporalmente, en un grupo de Toronto llamado Braino. Se convierten en los héroes de la narración, con su «lamento de sorda rebeldía», su «elegía melancólica que deja entrever una profunda desesperación». Claramente satisfecho, nos describe la actuación del grupo en la fiesta de lanzamiento de su disco, donde sus «ráfagas de claroscuro desconciertan a los idiotas charlatanes y asustan a los profanos».

Sin embargo, al leer entre líneas el texto de Niedzviecki, por fin logramos entender el motivo por el que Braino nunca será asimilado por el sistema. Está claro que jamás se populizarán, sencillamente porque son un asco. Hacen una música imposible. Esto lo sospechamos ya desde el principio, cuando Niedzviecki describe el sonido como «una mezcla tímida e irónica de jazz vanguardista, rock, punk, banda sonora y música de peluquería». Francamente, no es un buen augurio. Después nos cuenta que el grupo produce un «estruendo insólito y doloroso». Al final ya confiesa que «es una música indignante. Dan ganas de marcharse».

Así son las cosas. Al intentar evitar la tiranía de la sociedad de masas, el rebelde acaba en un bar medio vacío oyendo una música que él mismo considera «indignante» y sintiéndose superior a los imbéciles (la presencia de los imbéciles es fundamental en el relato de Niedzviecki: el buen gusto tiene que ver con la distinción, que a su vez implica separarnos a «nosotros» —los enterados— de ellos —los que nos sirven como objeto de mofa y befa—. Para los enterados, los imbéciles son el equivalente a los judíos o negros que intentaban «integrarse» en la década de 1950).

Lo peor de Niedzviecki es su incapacidad para reconocer que lo suyo ya está muy visto. El disco más alternativo de la historia salió allá por 1975. Se llama Metal Machine Musicy es un álbum doble de Lou Reed que consiste en sonidos de guitarra y zumbidos como los de una interferencia radiofónica (el indignante toque final es que la cara B del segundo disco tiene un surco cerrado, de forma que la última secuencia se repite indefinidamente, hasta que alguien se tome la molestia de levantar la aguja del vinilo). La mayoría de la gente que lo compró exigió que le devolvieran el dinero y muchos críticos musicales lo siguen considerando el peor disco de todos los tiempos. Sin embargo, existe una elite de críticos y fans que lo encuentran «fascinante», una «explosión contenida de murmullos altisonantes cargados de energía sobre trémolos sordos y profusos punteos sinuosos de textura líquida» y, quizá más sinceramente, «un placer difícil».

Quien ande buscando música verdaderamente alternativa, ahí lo tiene. A su lado, todo lo demás suena a gloria.

Tras examinar todas estas tendencias contraculturales, quizá resulte más sencillo entender cómo una persona puede acabar viviendo en mitad del monte en una cabaña sin electricidad. La mayoría de las medidas que se venden como «anticonsumistas» son inútiles. Es más, a menudo producen el efecto contrario de fomentar el consumo competitivo. La industria panadera es un buen ejemplo de ello. En la década de 1960, se puso de moda el pan hecho en casa, como reacción frente a la uniformidad alienante que había producido la empresa Wonder, el gran líder del sector. Sin embargo, es lógico que a lo largo de la historia la gente haya comprado el pan en las panaderías. Preparar y cocinar pan en pequeñas cantidades es improductivo, caro y laborioso (además de nocivo para el medioambiente). En otras palabras, preparar y hornear el pan en casa es una actividad necesariamente reservada para una minoría privilegiada (personas con abundante dinero y tiempo libre). Como consecuencia de ello, nació una demanda de pan «casero», con los correspondientes fabricantes dispuestos a proporcionarlo. La caída de ventas del pan blanco coincidió con el auge de las llamadas panaderías artesanales y la implantación de poderosas franquicias como la Great Harvest Bread Company. Estas empresas no empleaban técnicas de fabricación en serie, de modo que su pan era mucho más caro que el de la marca Wonder. Pero no faltaban consumidores dispuestos a pagar un alto precio para evitar caer en las garras del consumismo y la masificación. Una vez más, la contracultura marcaba las tendencias consumistas.

Las personas que detestan la sociedad de masas se ven obligadas a tomar medidas cada vez más drásticas para dar el esquinazo al «sistema». En primer lugar, como ya hemos mencionado, es inútil reducir el consumo propio si no se reducen también los ingresos personales. Todo lo que ganamos lo ahorramos o gastamos, y todo lo ahorrado «caerá» tarde o temprano, en forma de compras propias o inversiones ajenas. Alterar las costumbres de consumo servirá para disminuir la cantidad consumida sólo si nos permite reducir nuestros ingresos.

Una de las grandes partidarias de este «autocontrol» de consumo y sueldo es Juliet Schor, que en La excesiva jornada laboral en Estados Unidos: la inesperada disminución del tiempo de ocio hace un retrato del prototipo de compradora disciplinada. Una fotografía nos muestra una mujer joven cargada con bolsas de la compra cubiertas de flechas que indican los puntos en los que centra su lucha contra el consumismo. Al repasarlos, observamos lo difícil que es la cruzada que ha emprendido. A continuación ofrecemos un posible modelo de este comportamiento:

  • «Comprar alimentos orgánicos». ¿Sirve esto para combatir el consumismo? Nuestra compradora autocontrolada tendrá que ganar mucho más dinero si pretende pagar un precio dos o tres veces más alto por cada producto. La comida orgánica es lo último que ha salido al mercado en la categoría de artículos «de primera calidad». Tiene un proceso de producción laborioso, como sucede con el pan artesanal, el café de calidad y las alfombras hechas a mano. Todos los supermercados estadounidenses se están beneficiando de esta moda. La alimentación orgánica ha contribuido a restablecer una estructura social arcaica, en la que los ricos ya no comen lo mismo que los pobres.
  • «Llevar encima The Time Dollar,[26] un libro que defiende la economía del trueque». Pensar que una economía de trueque local pueda ser menos «consumista» que la economía monetaria nacional es absurdo. Todos los bienes se intercambian por otros bienes. La única ventaja del trueque es que permite librarse de los impuestos, cosa que no deberían defender precisamente las personas de izquierdas.
  • «Abandonar el gimnasio y sustituirlo por un paseo a última hora del día con el cónyuge o equivalente». Por eso las tiendas de productos de ocio han vendido enormes cantidades de botas especiales para andar, a precios carísimos, en vez de las típicas zapatillas de deporte más baratas, pero menos «campestres». Las personas que eran socias de un gimnasio han creado pequeñas agrupaciones en las que se comparte el equipo de entrenamiento gimnástico. Los entusiastas del ejercicio al aire libre, que son grandes individualistas, inevitablemente se compran su propio material. Por eso ha aumentado tanto la demanda de productos para practicar el ocio al aire libre. Practicar actividades «virtuosas» es una de las técnicas psicológicas que emplean los consumidores para permitirse el lujo de gastar más de la cuenta.
  • «Vivir el presente». Esto suena muy bien, pero ¿de qué sirve? ¿Los que viven el presente no serán precisamente los más dados a comprar cosas por impulso, cosas que realmente no necesitan? ¿Vivir el presente no consiste en gastarlo todo sin pensar en el futuro?
  • «Arreglar las cosas en vez de volver a comprarlas» (por eso la mujer de la foto lleva un martillo). Genial. Lo malo de la filosofía del «hágalo usted mismo» es que se necesita una caja de herramientas. Y libros que expliquen cómo se hace. Y acudir a cursos para aprender los métodos. Esto es precisamente lo que ofrece la empresa Home Depot, entre otras.
  • «Hacerse la ropa en casa, esquilando ovejas para fabricar la lana». Esto, obviamente, es una broma. Pero después de soltar una carcajada, pensamos que de todos los elementos de la lista, éste es el único que podría realmente contribuir a reducir el consumismo. Y si vivir como los miembros de una comunidad Amish es lo único que se puede hacer para evitar el consumismo, entonces habría que plantearse qué tiene de malo el consumismo.

Todos estos consejos sobre la contención se basan en la noción contracultural de que cambiar la sociedad consiste, en última instancia, en transformar nuestra conciencia. Como resultado, esto produce una serie de estrategias altamente individualizadas. En Estados Unidos, el número medio de horas laborales ha ido aumentando constantemente durante las últimas décadas. Y, dadas las cifras de personas que afirman no poder compaginar el trabajo con la familia, no hay duda de que este exceso parece involuntario. En gran parte se debe a la estructura competitiva del lugar de trabajo. Si todos los demás trabajan sesenta horas semanales, una persona que se marcha puntualmente a las cinco para ver a sus hijos tiene unas posibilidades de ascenso mínimas. Schor tiene toda la razón cuando dice que los estadounidenses trabajan demasiado, pero existen remedios sencillos y «superficiales» para este problema. Uno de ellos consiste en restringir legalmente la semana laboral, en imponer vacaciones obligatorias y en prolongar la baja materna y paterna bien retribuida (en Norteamérica ya existe el «viernes informal», un día en que el trabajador puede optar por no llevar traje ni corbata, para crear un ambiente más próximo al fin de semana; en Francia han hallado una solución mucho mejor: lo llaman «no trabajar los viernes»). Estos cambios institucionales serían mucho más útiles para combatir el consumismo que cualquiera de las estrategias de autocontrol recomendadas por Schor.

*

Veamos el caso de Michelle Rose, una madre estadounidense de cuarenta y un años que vive en Vermont y ha sufrido una serie de tragedias personales que incluyen un fracaso matrimonial y una situación de maltrato. Pero ahora las cosas han cambiado. Rose ha conseguido recomponer su vida. El momento crucial fue cuando perdió todo lo que tenía en un fuego que redujo su casa a escombros. Esta fue la llamada de atención que le hacia falta. Fue cuando descubrió (según la revista Real Simple) que para vivir «sólo necesitaba lo que la tierra pudiera darle».

Esto parece el comienzo de una edificante historia sobre una mujer que aprendió a trascender los valores materialistas y huir del salvaje consumismo que domina nuestra cultura. Una foto a doble página muestra a Michelle trabajando en su jardín: «Con mucho cuidado, mete las plantas en sus agujeros y lentamente los rodea de tierra. Sus movimientos son tiernos, casi maternales. Aquí, entre el barro, se siente ella misma».

Sin embargo, al ir avanzando la historia se complica. Resulta que el «barro» del norte del estado de Vermont no es todo lo bueno que Rose esperaba. Su pequeño jardín, al que acude para relajarse de sus preocupaciones, está nada menos que en Kauai, «una de las islas menos pobladas y más frondosas de Hawaii». Para llegar hasta allí, Rose tiene que ir en coche a Burlington, en avión a Chicago, coger otro par de aviones más y hacer un trayecto final de una hora hasta llegar a su terreno. Varias veces al año acude a «limpiar y preparar sus cuatro hectáreas de tierra para el té, el sándalo y el bambú que ha empezado a cultivar». Cuando sus hijos acaben el instituto, tiene pensado «simplificar su vida», es decir, mudarse a vivir en la isla.

Así es el nuevo consumismo. En un momento dado se puso de moda irse al norte de Vermont para huir de todo. Y, claro, el norte de Vermont está abarrotado de gente. Entonces, ¿qué es lo siguiente? Una isla perdida en mitad del Pacífico. Por supuesto, ese tipo de islas son escasas. Pero, de momento, Rose ha logrado adelantarse a las masas. El artículo nos lo explica: «Al contrario que los turistas de multipropiedad que vienen a la isla a tomar cócteles Mai Tai e ir a fiestas luau, a Michele lo que le atrae es el barro». Por si a alguien no le ha quedado claro, Michelle aporta más datos. «Casi todos los que vienen de vacaciones van al sur de la isla», nos dice, donde hace un clima más soleado. Además, su parcela está en plena selva tropical. «Nos gusta el aire húmedo», explica. Claro que sí. Rose no va al otro lado de la isla por la peculiar sensación de superioridad moral que le produce aislarse de los turistas. Lo hace exclusivamente por la humedad.

¿Y la idea de plantar té? Eso tampoco es capitalismo auténtico. «En cuatro hectáreas se pueden obtener varias toneladas de té… Para la empresa Lipton no será mucho, pero para un negocio local de infusiones orgánicas, supone una cantidad considerable». Además, el proyecto no es que sea precisamente barato. Resulta que Michelle tiene un empleado a tiempo completo, dedicado a cuidarle el «barro» cuando ella no está. También ha contratado los servicios de un constructor para que le haga tres edificios de «cedro veteado con madera de teca», uno de los cuales va a destinar al té orgánico que pretende cultivar. El estilo es una mezcla de «primitivo y elegante». Pero ¿cómo demonios va a pagar todo eso? Resulta que ha recibido un buen pellizco de dinero al divorciarse. Y su marido, que es arquitecto y catedrático (nos informan en un apartado adicional), ha diseñado amorosamente los futuros edificios. ¿No es maravilloso lo que puede aprender uno cuando pierde todos sus bienes materiales en un incendio?

Obviamente, aquí hay algo que falla. Para ser una persona poco materialista que ha optado por vivir de una manera «sencilla», Michele se está gastando una enorme cantidad de dinero. Su actitud se podría llamar «la paradoja del antimaterialismo». Durante los últimos cuarenta años, la filosofía antimaterialista ha sido uno de los mejores negocios del capitalismo consumista estadounidense. El fallo es que no todo el mundo tiene tiempo para ponerse a cultivar té orgánico. Lo normal es que la gente tenga que trabajar. Pero aunque no tengan tiempo ni dinero para vivir como Rose, sí pueden apoyar su filosofía y admirar su sentido estético. Basta con que compren su té orgánico. Sólo hay un fallo: la ideología que defiende la revista Real Simple tiene prestigio precisamente por que se opone al materialismo. Cultivar té, en vez de comprarlo más barato y fabricado en serie, nos hace mejores personas, más apegadas a la tierra. Pero «salirse» del mercado del té para producirlo por cuenta propia no destruye los cimientos del consumismo. Lo que hace es crear un mercado de té orgánico más caro y «cien por cien natural» destinado a quienes no tienen tiempo para cultivarlo. En otras palabras, en vez de reducir el consumismo competitivo, lo que hace es aumentarlo.

Por eso no hizo falta que los hippies se «vendieran al sistema» para convertirse en yuppies. Y el sistema tampoco «asimiló» su disensión, porque, en realidad, nunca habían disentido. Como han demostrado Michelle Rose y compañía, rechazar la filosofía materialista y la sociedad de masas no implica rechazar el capitalismo consumista. Quien realmente quiera «salirse del sistema» tendrá que hacer lo de Kaczynski y marcharse a vivir en mitad del monte (sin un Range Rover). Como los actos de resistencia simbólica que caracterizan la rebeldía contracultural no logran desestabilizar el «sistema», quien siga a rajatabla la lógica del pensamiento contracultural acabará por protagonizar formas de rebeldía cada vez más radicales. La rebeldía sólo resulta perjudicial si se convierte en genuinamente antisocial. Y en este caso el individuo en cuestión no es un rebelde, sino un pelmazo.