Introducción
Septiembre de 2003 fue un momento decisivo en la historia de la civilización occidental. Fue el mes en que la revista Adbusters empezó a aceptar pedidos de Black Spot, las zapatillas de deporte «subversivas» que fabrican ellos mismos. A partir de ese día, nadie con dos dedos de frente siguió pensando que existiera un enfrentamiento entre la cultura convencional y la cultura alternativa. A partir de ese día quedó claro que la rebeldía cultural, tal y como la plantea la revista Adbusters, no supone una amenaza para el sistema, sino que es el sistema.
Creada en 1989, Adbusters es el buque insignia del movimiento contracultural. Su filosofía mantiene que la propaganda y la mentira imperantes en la sociedad actual, sobre todo como consecuencia de la publicidad, han convertido la cultura en un gigantesco sistema ideológico diseñado para «vender el sistema». El objetivo de estos kamikazes es «atascar» la cultura, bloquearla trastocando los mensajes que reproducen sus dogmas y obstruyendo sus canales de propagación. El movimiento pretende producir un levantamiento político radical. En 1999, Kalle Lasn, director de Adbusters, mantenía que el bloqueo cultural «será lo que los derechos civiles fueron en la década de 1960, el feminismo en la de 1970 y la protección medioambiental en la de 1980».
Pero hoy, cinco años después de su proclama, está usando la marca Adbusters para comercializar su propia línea de zapatillas deportivas. ¿Qué le ha pasado? ¿Se ha «vendido al sistema»?
En absoluto. Es esencial tener esto muy claro y, sobre todo, entenderlo. La revista Adbusters no se ha vendido, para empezar porque no tenía nada que vender. Nunca tuvo una doctrina revolucionaria. Lo que defendía era sencillamente una versión recalentada de la teoría contracultural que la izquierda ha abanderado desde la década de 1970. Y esta doctrina, lejos de ser revolucionaria, ha sido uno de los motores del capitalismo consumista durante los últimos cuarenta años.
En otras palabras, lo que nos ofrece la revista Adbusters es, y siempre ha sido, el verdadero espíritu del capitalismo. El caso de las zapatillas de deporte es una mera constatación de ese hecho.
Lasn describe su proyecto de las deportivas como «una rompedora técnica de marketing que quitará puntos a Nike. Si funciona, sentará un precedente que revolucionará el capitalismo». Pero ¿cómo exactamente se supone que va a revolucionar el capitalismo? Reebok, Adidas, Puma, Vans y otra media docena de compañías llevan décadas intentando «quitar puntos» a Nike. Eso se llama competir por hacerse con el mercado. Es decir, capitalismo en estado puro.
Lasn defiende su proyecto de las deportivas alegando que su calzado, frente al de sus rivales, no se va a fabricar con mano de obra ilegal, aunque se importe de Asia. Eso está muy bien. Pero el comercio justo y el marketing ético no son ideas revolucionarias ni mucho menos, y desde luego no suponen ningún tipo de amenaza para el sistema capitalista. Si el consumidor está dispuesto a comprar más caros unos zapatos fabricados por trabajadores felices —o unos huevos puestos por gallinas felices—, entonces comercializar ese tipo de productos puede ser rentable. Esta técnica ya la han usado con enorme éxito The Body Shop y Starbucks, entre otros.
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Los kamikazes de la cultura no son los primeros que intentan destruir el sistema alterando las pautas de consumo. La contracultura lleva cuarenta años jugando a lo mismo, y obviamente no funciona. Los hippies expresaban su rechazo del consumismo de la sociedad estadounidense con collares largos, sandalias y zuecos Birkenstocky el Volkswagen Escarabajo. Pero a partir de 1980 esa misma generación —la del «amor universal y el poder de las flores»— protagonizó la reaparición del consumo conspicuo más flagrante de la historia de Estados Unidos. Los hippies se hicieron yuppies. Y nada representaba mejor la filosofía yuppie que el monovolumen, el coche que un locutor describió adecuadamente como «una comunidad particular con ruedas». Pero ¿cómo se pasa del Volkswagen Escarabajo al Ford Explorer? Parece ser que no es tan difícil.
Resulta que los hippies no habían claudicado (por mucho que lo pareciera). La explicación es más sencilla. Lo que sucede es que la ideología hippie y la yuppie es la misma. Nunca hubo un enfrentamiento entre la contracultura de la década de 1960 y la ideología del sistema capitalista. Aunque no hay duda de que en Estados Unidos se produjo un conflicto cultural entre los miembros de la contracultura y los partidarios de la tradición protestante, nunca se produjo una colisión entre los valores de la contracultura y los requisitos funcionales del sistema económico capitalista. Desde el momento en que nació, la contracultura siempre tuvo un espíritu empresarial. Reflejaba, como Adbusters, la auténtica esencia del capitalismo.
Los hippies se compraban el Volkswagen Escarabajo por una razón fundamental: para demostrar que rechazaban a la sociedad de masas. Los tres grandes fabricantes de coches de Detroit llevaban más de una década soportando duras críticas por sacar al mercado vehículos deliberadamente obsoletos. Se les acusaba de renovar los modelos y diseños continuamente, obligando al consumidor a cambiar de coche para estar a la altura del vecino. El coqueto pero inútil alerón pasó a encarnar lo peor del depravado derroche consumista. Ante semejante panorama, Volkswagen abordó el mercado estadounidense con una pregunta muy sencilla: «¿Quieres demostrar a los demás que no formas parte del sistema? ¡Compra nuestro coche!».
Cuando los hippies empezaron a procrear, descubrieron que el viejo Escarabajo no daba la talla. Lo malo era que no estaban dispuestos a comprar una ranchera familiar como la de sus padres. Habían tenido hijos, pero seguían considerándose unos inconformistas. Y el monovolumen tenía precisamente esa «rebeldía chic» que buscaban. Su rasgo más comercial era la versatilidad del todoterreno. Hasta el grupo de rock The Grateful Dead alababa su tracción a las cuatro ruedas. Es decir, todos estaban de acuerdo en lo esencial: el «sistema» obliga al individuo a avanzar en línea recta por el «carril de la humanidad», pero el rebelde no puede sentirse atado. El rebelde necesita su libertad. Tiene que saber que en cualquier momento puede desviarse y empezar a seguir su propio camino.
Y, teniendo esto en cuenta, el monovolumen es perfecto. Comunica un mensaje muy contundente: «Yo no soy un fracasado con hijos que vive en el extrarradio. Mi vida es una aventura». Proclama que su dueño no es un «carca», ni una pieza del engranaje.
Si a la generación de 1960 le obsesionaban los coches, la Generación X parece haber tenido una fijación con el calzado. Los zapatos siempre fueron una prenda básica de la estética punk, desde las botas militares y las deportivas Converse hasta las botas Doc Martens y Blundstone. Por eso el papel del «malo de la película» pasó del sector del automóvil al del calzado y quedó en manos de la empresa Nike. Para los detractores de la globalización, Nike representaba todo lo malo del naciente capitalismo mundial.
Como era de rigor, la campaña contra esta empresa tuvo momentos bochornosos. Durante las famosas revueltas de Seattle en 1999, los manifestantes destrozaron la tienda de Nike en el centro de la ciudad, pero las imágenes de los asaltantes hundiendo a patadas el escaparate muestran que varios de ellos llevaban calzado de la marca que tanto odiaban. Parece redundante opinar que quien considere a Nike el origen de todos los males no debería llevar calzado de esa marca. Por otra parte, si miles de jóvenes se niegan a comprar Nike, constituyen un mercado potencial para el calzado «alternativo». Atentos a este fenómeno, Vans y Airwalk lograron aprovechar parte de la «rebeldía chic» asociada al monopatín para vender millones de dólares en calzado deportivo. Nada nuevo bajo el sol. Es lo mismo de siempre. Y Adbusters sólo quiere llevarse una parte del pastel.
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Pero ¿cómo va a ser transgresor vender calzado deportivo? Para comprender la respuesta, conviene fijarse bien en la primera entrega de la trilogía Matrix, Se ha escrito mucho sobre la «filosofía Matrix», casi siempre erróneamente. Para entender la doctrina central hay que acudir a la escena de la primera película en que el personaje Neo ve al conejo blanco. Cuando da un libro a su amigo, en el lomo aparece el titulo Simulacra and Simulation,[1] de Jean Baudrillard.
Muchos críticos creyeron ver ahí la idea central de Matrix. La película retrata un complejo mundo ilusorio que engaña a nuestro cerebro mediante unas máquinas sensoriales que nos convencen de que vivimos e interactuamos en un mundo de objetos físicos, es decir, un experimento mental que sería una versión actualizada del escéptico «¿Cómo sabemos que no lo estamos soñando?», de René Descartes. Esta interpretación es errónea. Matrix no pretende ser una representación de un dilema epistemológico. Es una metáfora de una idea política que tiene sus orígenes en la década de 1960. Parte de una idea que tuvo su máxima expresión en la obra de Guy Debord, el fundador no oficial de la Internacional Situacionista, y en la de su discípulo Jean Baudrillard.
El marxista radical Debord escribió La sociedad del espectáculo y fue uno de los principales instigadores de mayo del 68 francés. Su tesis era sencilla: el mundo en que vivimos no es real. El capitalismo consumista fagocita todas las experiencias humanas auténticas, las transforma en un producto consumible y nos las revende a través de la publicidad y los medios de comunicación. Convierte todos los componentes de la vida humana en un «espectáculo» en sí mismo, es decir, un sistema de símbolos y representaciones gobernado por su propia lógica interna. «El espectáculo sufre tal grado de acumulación que se convierte en una imagen», escribió Debord. En otras palabras, vivimos en un mundo de ideología total en el que estamos totalmente alienados de nuestra naturaleza esencial. El espectáculo es un sueño que se ha hecho necesario, es «la pesadilla de la sociedad moderna, prisionera de sí misma, que finalmente expresa tan sólo su necesidad de dormir».
En semejante mundo, la tradicional preocupación por la igualdad y la abolición de la sociedad de clases se queda pasada de moda. En la sociedad del espectáculo, el nuevo revolucionario debe buscar dos cosas: «la conciencia del deseo y el deseo de la conciencia». Es decir, debemos hallar formas de placer independientes de las necesidades que nos impone el sistema y debemos despertar de la pesadilla del «espectáculo». Como hace Neo, tenemos que elegir la pildora roja.
En resumen, tratándose de rebeldía y activismo político, es inútil intentar cambiar los pequeños detalles del sistema. ¿Qué importa quién sea rico y quién sea pobre? ¿Qué importa quién tenga derecho al voto y quién no? ¿Qué importa quién tenga un mayor acceso a los empleos y las oportunidades? Todo ello es sólo una ilusión efímera. Y si los productos son sólo imágenes, ¿a quién le importa que unas personas tengan más y otras menos? Lo importante es reconocer que toda la cultura, toda la sociedad, es una pesadilla que debemos rechazar por completo.
Evidentemente, esta idea tiene poco de original. Es una de las más antiguas de la civilización occidental. En La República, Platón comparaba nuestra vida terrenal con una cueva llena de prisioneros que, encadenados al suelo, sólo ven sombras reflejadas en la pared a la luz de una hoguera. Cuando uno de los prisioneros escapa y sale a la superficie, descubre que el mundo en que había vivido era una pura ilusión. Regresa a la cueva para dar la buena nueva a sus compañeros, pero éstos siguen enzarzados en sus mezquinas discusiones. Desconcertado, al recién liberado le resulta difícil tomarse en serio todos estos tejemanejes «políticos».
Siglos después, los primeros cristianos se valdrían de esta historia para explicar la crucifixión de Jesús. Antes de este suceso, se daba por hecho que la llegada del Mesías supondría la creación del reino de Dios en la Tierra. Como es de suponer, la muerte de Jesucristo acabó con estas expectativas. Por tanto, algunos de sus seguidores optaron por reinterpretar estos hechos como una señal de que el verdadero reino no debía de estar en este mundo, sino en el más allá. Mantenían que Jesucristo había resucitado para comunicar esta noticia, como el prisionero de Platón que regresaba a la cueva.
Así que la idea de que vivimos en un mundo ilusorio no es nueva. Lo que sí cambia, sin embargo, es la mentalidad popular a la hora de afrontar este engaño. Platón no tenía ninguna duda de que liberarse implicaba décadas de estudio y reflexión filosófica. Para los cristianos era aún más difícil: sólo la muerte nos daba acceso al «verdadero» mundo ulterior. Sin embargo, Debord y los situacionistas opinaban que el velo de la ilusión se podía traspasar mucho más fácilmente. Bastaría con una ligera disonancia cognitiva, una señal de que algo no funcionaba en el mundo que nos rodea. Esto lo podía producir una obra de arte, un acto de protesta o incluso una prenda de ropa. Según Debord, «las alteraciones con el más bajo y efímero de los orígenes son las que finalmente han trastocado el orden del mundo».
Y precisamente de aquí surge la idea del bloqueo cultural. El activismo político tradicional es inútil. Equivale a intentar reformar las instituciones políticas incluidas en la trama de Matrix. ¿Qué sentido tendría? Lo que realmente tenemos que hacer es despertar a las personas, «desenchufarlas», liberarlas de la tiranía del espectáculo. Para lograrlo tenemos que producir una disonancia cognitiva. Mediante actos simbólicos de resistencia, debemos sugerir que en el mundo hay cosas que no funcionan.
Uno de estos actos es el de la zapatilla deportiva Black Spot.
Dado que la cultura no es más que ideología, la única manera de liberarse y liberar a los demás es resistirse a la cultura en su totalidad. De ahí nace la idea de la contracultura. En la película Matrix, los habitantes de Sión son la versión actual del rebelde contracultural de la década de 1960. Son ellos los que han «despertado», los que se han liberado de la tiranía de las máquinas. Y, desde este punto de vista, el enemigo es todo aquel que se niegue a despertar, que insista en someterse a la cultura. En otras palabras, el enemigo es la sociedad convencional.
El personaje Morfeo resume perfectamente la teoría contracultural al describir la «matriz»: «La matriz es un sistema, Neo. Y ese sistema es nuestro enemigo. Pero cuando estás dentro y echas un vistazo a tu alrededor, ¿qué ves? Empresarios, profesores, abogados, carpinteros. Justo las personas cuyas mentes queremos salvar. Pero hasta que lo consigamos, siguen formando parte del sistema y por eso son el enemigo. Tienes que entender que la mayor parte de esta gente no está preparada para que la desenchufemos. Y muchos de ellos están tan acostumbrados, son tan patéticamente dependientes del sistema, que lucharán por defenderlo».
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En la década de 1960, los hippies declararon su implacable oposición al «sistema». Renunciaron al materialismo y la avaricia, rechazaron la censura y estandarización del macartismo y se propusieron crear un mundo nuevo basado en la libertad individual. Pero ¿qué sucedió con tan buenas intenciones? Cuarenta años después, el «sistema» no parece haber cambiado mucho. En todo caso, el capitalismo consumista no sólo ha sobrevivido a varias décadas de rebeldía contracultural, sino que ha salido fortalecido. Si Debord pensaba que el mundo estaba saturado de publicidad y medios de comunicación a principios de la década de 1960, ¿qué hubiera opinado del siglo XXI?
En este libro mantenemos que varias décadas de rebeldía «antisistema» no han cambiado nada, porque la teoría social en que se basa la contracultura es falsa. No vivimos en la «matriz», ni tampoco vivimos en el «espectáculo». Lo cierto es que el mundo en que vivimos es mucho más prosaico. Consiste en miles de millones de seres humanos —cada uno de ellos con su propio concepto del bien— intentando cooperar con mayor o menor éxito. No hay ningún sistema único, integral, que lo abarque todo. No se puede bloquear la cultura porque «la cultura» y «el sistema» no existen como hechos aislados. Lo que hay es un popurrí de instituciones sociales, la mayoría agrupadas provisionalmente, que distribuyen las ventajas y desventajas de la cooperación social de un modo a veces justo, pero normalmente muy injusto. En un mundo así, la rebeldía contracultural no sólo es poco útil, sino claramente contraproducente. Además de malgastar energía en iniciativas que no mejoran la vida de las personas, sólo fomenta el desprecio popular hacia los falsos cambios cualitativos.
Según la teoría contracultural, el «sistema» se organiza sobre la base de la represión del individuo. El placer humano es inherentemente anárquico, indisciplinado, salvaje. Para tener controlados a los trabajadores, el sistema debe infundir necesidades manufacturadas y deseos prefabricados, que a su vez pueden satisfacerse dentro de la estructura de la tecnocracia. El orden existe, pero a expensas de la infelicidad, la alienación y la neurosis generalizada. Por tanto, la solución está en recuperar nuestra capacidad de sentir placer espontáneo mediante, por ejemplo, la perversidad múltiple, o el teatro alternativo, o el primitivismo moderno, o las drogas experimentales, o cualquier otra cosa que nos ponga las pilas. La contracultura considera la diversión como el acto transgresor por excelencia. El hedonismo se transforma en una doctrina revolucionaria.
¿Resulta extraño, entonces, que este tipo de rebeldía contracultural haya servido para consolidar el capitalismo consumista? Si es así, ha llegado el momento de dar un repaso a la realidad. Divertirse no es transgresor, ni socava ningún sistema. De hecho, el hedonismo generalizado entorpece la labor de los movimientos sociales y hace mucho menos atractivos los sacrificios en nombre de la justicia social. En nuestra opinión, la izquierda progresista tiene que diferenciar su interés por los problemas sociales de su teoría contracultural, abanderando lo primero y abandonando lo segundo.
En cuanto a la justicia social, todos los grandes logros obtenidos en Norteamérica durante el último medio siglo proceden de una reforma sistemática llevada a cabo dentro del sistema. Tanto los movimientos pro derechos civiles como el feminismo han beneficiado enormemente a determinados sectores desfavorecidos, al tiempo que la protección social proporcionada por el Estado del bienestar mejoraba las condiciones de vida de todos los ciudadanos. Pero estas mejoras no se han conseguido «desenchufando» a las personas de la red de ilusiones que gobierna sus vidas. Se deben a un laborioso proceso de política democrática basada en el debate, la investigación, la coalición y la reforma legislativa. Éste nos parece el camino que hay que seguir.
Puede que sea menos ameno, pero potencialmente es mucho más útil.