Conclusión

El poder que el mito de la contracultura ha ejercido sobre la conciencia política del último medio siglo es un legado del trauma que produjo la Alemania nazi a la civilización occidental. Después del Holocausto, lo que sólo era una cierta aversión al conformismo propia de artistas y románticos, se convirtió en un odio hipertrofiado hacia todo lo que tuviera el menor atisbo de rutina u obviedad. La conformidad alcanzó la categoría de pecado capital y la sociedad de masas se convirtió en la imagen de una distopía moderna. Quienes habrían sido ídolos populares en el siglo anterior empezaron a temer al pueblo por su violencia y crueldad latentes. En el caso de la izquierda progresista, la herida fue aún más profunda. A muchas personas les empezó a dar miedo no sólo el fascismo, sino la propia sociedad en sí. La izquierda perdió la confianza en muchos de los pilares básicos de la sociedad, tales como la cortesía (incluido el protocolo), la ley y la burocracia. No obstante, sin estas bases es imposible organizar una convivencia social a gran escala.

Este miedo exagerado al conformismo ha impedido a una mayoría de grupos progresistas emplear estos pilares sociales como herramientas eficaces, por miedo a los fantasmas de la asimilación y el fascismo. Como resultado, la izquierda se ha enfangado en irresolubles conflictos de acción colectiva, sin avenirse a aplicar los métodos básicos que deben emplearse en casos semejantes. La elección de un activo consumismo individual como respuesta a los problemas medioambientales, en vez de una regulación gubernamental de las externalidades es un ejemplo claro. El éxito de la autoayuda y la espiritualidad individual, junto con la exagerada confianza en la reforma educativa o la producción artística son otras variantes de la misma tendencia.

La pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿Qué es más probable, que surja una dictadura fascista en una de las democracias liberales occidentales, o que la creciente liberalización económica combinada con el libre comercio global revierta la sociedad hacia un estado natural al estilo de Hobbes? Parece obvio que la segunda posibilidad es mucho más probable, sobre todo en Estados Unidos. Pero esto equivale a admitir que el desorden es mucho más peligroso para nuestra sociedad que el orden. Y si esto es así, habría que dejar de preocuparse por el fascismo. A nuestra sociedad le haría falta tener más normas, no menos.

Quizá sea el momento de reconciliarse con las masas. En este planeta viven más de 6.000 millones de personas con esperanzas, sueños, planes y proyectos muy parecidos a los nuestros, pero con las mismas necesidades de alimentación, vivienda, educación, asistencia médica, integración familiar, acceso laboral y adquisición del coche o la bicicleta de turno. ¿No es inevitable una cierta pérdida de individualidad en un mundo semejante? ¿Cuántos de los elementos de la llamada sociedad de masas son producto de la presión demográfica —del hecho de que tengamos que compartir el planeta con tantas otras personas— y cuántos proceden de la flagrante ineficacia de nuestras instituciones sociales? ¿No se está convirtiendo el individualismo por momentos en un lujo? Si pretendemos vivir en armonía en un mundo cada vez más poblado, la insistencia en el individualismo a cualquier precio no parece un buen punto de partida. Habría que empezar a distinguir entre los compromisos inevitables y los evitables.

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Decir que debemos hacer las paces con las masas no quiere decir que debemos admirar rendidamente todos los elementos de la sociedad industrial. Es obvio que resulta tremendamente deprimente andar dando vueltas en coche rodeados de la misma arquitectura impasible, viendo las mismas marcas agotadoras de siempre y comiendo los mismos comistrajos de siempre en todos los pueblos y ciudades de Norteamérica. Este lamento es un lugar común desde hace un siglo. Sin embargo, es absurdo relacionar estos defectos de nuestra sociedad con todos los demás problemas sociales que vemos a nuestro alrededor, como la pobreza, la desigualdad, la alienación y la delincuencia.

Sin embargo, esto es precisamente lo que hace la teoría contracultural. Los capítulos precedentes demuestran que los teóricos de la contracultura tienen la costumbre de achacar los problemas sociales concretos, de una forma u otra, a una gigantesca tecnocracia conformista y represora. Por ejemplo, los ecologistas afrontan un problema concreto como la contaminación y lo atribuyen a una ignota estructura occidental (contrapuesta al imperfecto sistema de derechos de la propiedad). Los partidarios de la antiglobalización afrontan una cuestión como la homogeneización derivada del comercio mundial y se la endosan a un naciente «Imperio» capitalista, sin tener en cuenta que esta tendencia es inherente al comercio desde el comienzo de la historia. Los anticonsumistas afrontan el espectáculo terriblemente deprimente de la obsesión con las marcas comerciales y lo convierten en un requisito fundamental del sistema de producción en serie, en vez de explicarlo como la explotación comercial de un ansia generalizada de distinción.

Es fácil ver la pauta que surge del análisis contracultural. Todos los problemas sociales se imputan a algún elemento fundamental de la sociedad de masas, ya sea la producción industrial, los medios de comunicación, el dominio tecnológico de la naturaleza o incluso la represión y la necesidad de conformismo. Sin embargo, estas explicaciones, que son empíricamente falsas, lo que hacen es relacionar cada uno de estos problemas con alguna característica de la sociedad moderna que ninguno de nosotros se plantea cambiar. En otras palabras, se empeñan en convencernos de que el «sistema» es el gran culpable y la única solución es aniquilarlo por completo. Esto a su vez impide solucionar una cantidad considerable de problemas relativamente sencillos.

La gran ironía, por supuesto, es que estos planteamientos erróneos a menudo han llevado a los políticos de izquierdas a adoptar «soluciones» que han empeorado los problemas que pretendían resolver. Esto es especialmente evidente en la crítica contracultural del consumismo, que insiste en tratar la conducta del cliente como una especie de conformismo industrial, olvidando la importancia que tienen los bienes posicionales y el ansia de distinción en la sociedad capitalista. Por tanto, la solución propuesta —una rebeldía estilística individualizada— lo que hace es avivar el fuego al ofrecer una serie de bienes posicionales por los que deberán competir estos «consumidores rebeldes» de nuevo cuño. La lucha por destacar socialmente ha sido sustituida por la necesidad de ser cool, pero la estructura básica de la competición no se ve alterada.

Con mucha frecuencia, sin embargo, los rebeldes contraculturales se quedan a medio gas. Una gran parte de lo que se considera radical, revolucionario, subversivo o transgresor no lo es en absoluto. (En cada década surge una palabra nueva para explicar lo alucinante que es el último gesto revolucionario y lo tremendamente subversivo que es respecto al sistema). Por otra parte, los teóricos culturales han perfeccionado el arte de producir cualquier elemento de la cultura popular en versión subversiva. Basta con ver diez minutos el canal MTV para comprobar lo absurda que es esta teoría. La llamada música urbana, concretamente, se ha convertido hoy en un puro culto a la desviación social. Sin embargo, este tipo de transgresión no supone una amenaza para el sistema. A la hora de la verdad, es un grupo de gente que reclama su derecho a divertirse.

En esto consiste el negocio de la contracultura. Es una estrategia de marketing que se ha usado no sólo para vender productos comerciales normales y corrientes, sino para vender un mito sobre el funcionamiento de nuestra cultura. Si queremos librarnos de su influencia debemos aceptar que el orden social consiste en un sistema de normas que, necesariamente, se imponen mediante la coacción. Naturalmente, las normas requieren una legitimidad y el sistema no funcionará sin la rotunda conformidad popular. Sin embargo, todo sistema de cooperación incita a determinadas minorías a desobedecer las normas, cosa que debe castigarse. Esto no es un acto de represión generalizado. Por lo tanto, oponerse a estas normas no constituye una disensión, sino una desviación social. Será divertido, pero no es lo más conveniente para sacar adelante una opción progresista mínimamente seria.

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¿Qué significa exactamente hacer las paces con la sociedad de masas? La consecuencia más importante es que debemos aprender a vivir con lo que el filósofo político John Rawls denominaba «el hecho del pluralismo». Las sociedades modernas son tan inmensas, superpobladas y complejas que sería ridículo pretender que todos «bailen al mismo son». Nuestra sociedad fomenta la experimentación individual. Cada individuo debe hallar su camino y el modo de ser más feliz. Pero esto tiene consecuencias importantes. A la hora de responder a preguntas sobre «el significado de la vida» y demás, este sistema de libertad individual resulta más controvertido de lo que podría parecer.

En general, esto es positivo. Casi nadie quiere vivir en una sociedad que nos imponga una mentalidad, unos sentimientos, una profesión o unas aficiones. Sin embargo, la libertad individual implica aceptar el enfrentamiento de unos con otros en cuanto a los temas más importantes de la vida, como la importancia de la familia, la existencia de Dios o las bases de la ética. Debemos aprender a aceptar la discrepancia, no sólo una discrepancia superficial, sino una discrepancia profunda en cuanto a las cosas que más nos importan. Por otra parte, no podemos organizar nuestras instituciones sociales en torno a la idea del consenso general. Un gobierno debe tratar de igual modo a todos los ciudadanos y esto significa, en esencia, mantener una neutralidad en cuanto a los temas individuales más controvertidos.

Sin embargo, esto limitará enormemente los proyectos de sociedad utópica que puedan acometerse. Al revisar los modelos de sociedad utópica que surgieron en la década de 1960, salta a la vista que todos presuponían un nivel extraordinariamente alto de ideales y compromisos compartidos. Tomemos como ejemplo la novela Ecotopia, publicada en 1975 por Ernest Callenbach, que imagina un futuro (muy próximo) en que el norte de California, Oregón y Washington se han separado de Estados Unidos para crear una sociedad ecológicamente sostenible. Este malabarismo literario reconcilia su filosofía contracultural antiautoritaria con el deseo de crear un sistema ecológico sostenible. Pero ¿cómo se va a conseguir esto último sin un sistema de control generalizado?

La solución que ofrece Callenbach combina la utopía tecnológica con la cultural. Los habitantes de Ecotopia se trasladan en coches eléctricos y trenes elevados, todos hechos de plástico biodegradable. Estos milagrosos plásticos nuevos tienen «fecha de caducidad» y «se autodestruyen al cabo de un determinado periodo de tiempo o bajo ciertas condiciones». (Ecotopia no necesita tener leyes sobre la eliminación de residuos, porque todo lo que se tira a la basura es biodegradable). Pero más importante que el voluntarismo tecnológico es la fantasmagoría cultural que permite imponer medidas completamente utópicas mediante un autocontrol derivado de la profunda transformación cultural. Por ejemplo, la población entera siente un repentino interés por el bienestar de las generaciones venideras. ¿Y qué sucede con los cristianos que esperan el día del Juicio Final? Si el mundo puede acabarse en cualquier momento, ¿qué más les da? Al autor esto no le plantea ningún problema. La religión cristiana desaparecerá pocos años después de la secesión de Ecotopia y será sustituida por un culto semipagano cuyo objeto de devoción son los árboles. De igual modo, cree que la población dejará de ver la televisión repentina y simultáneamente, y se dedicará a montar obras de teatro familiares o a reunirse para cantar canciones. La alimentación industrial se eliminará gracias a unas listas de «mal comportamiento» que circularán entre los clientes. Las listas en cuestión no serán un mecanismo legal, sino un «mecanismo de convicción moral». Las emitirán de modo totalmente descentralizado unos «grupos pertenecientes a las cooperativas de consumistas» con la correspondiente «asesoría científica».

Obviamente, ésta es la idea contracultural de la armonía espontánea. Los conflictos de acción colectiva desaparecen como por arte de magia gracias a una profunda transformación de la cultura. Lo que hace Callenbach es imaginar una situación en la que todos los habitantes de tres estados estadounidenses adoptan repentinamente los principios de la filosofía hippie. Huelga decir que esto elimina una gran parte de los problemas sociales. Sin embargo, como sistema político es un engaño, como lo es la utopía tecnológica. Por supuesto que el mundo será un lugar mejor si sustituimos todas las centrales de gas y carbón por instalaciones geotermales que produzcan cantidades milagrosas de energía limpia. Parece evidente que el mundo sería un sitio mejor si todos fuésemos a trabajar en bicicleta y nos negásemos a comprar alimentos industriales, pero lo cierto es que una cantidad enorme de personas no se plantea las consecuencias de sus actos sobre el medioambiente y no van a empezar a hacerlo de la noche a la mañana. Es absurdo esperar que vayan a desarrollar una repentina conciencia ecológica. Tampoco se puede minimizar el conflicto social que generaría la imposición de semejantes medidas.

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Una de las consecuencias básicas del pluralismo es la inevitable economía de mercado. En el siglo anterior se hizo un desmesurado esfuerzo intelectual para intentar hallar una alternativa al libre mercado. Sin embargo, por muchos cálculos que se hagan, el resultado siempre es el mismo. Existen básicamente dos formas de organizar una economía moderna. Se puede implantar un sistema centralizado de producción burocrática (como el de la antigua Unión Soviética) o un sistema descentralizado en el que los productores coordinan sus esfuerzos mediante el intercambio comercial. Por desgracia, la primera posibilidad es incompatible con el pluralismo económico. El centralismo funciona muy bien en una organización militar cuyos miembros están dispuestos a aceptar asignaciones concretas de ropa, una alimentación racionada, una vida austera y una serie de tareas obligatorias. Pero en una sociedad cuyos individuos quieren poder elegir entre un amplio abanico de posibilidades, la necesidad de un mercado es inevitable.

Pensemos en un sencillo planteamiento de «qué le corresponde a quién». Vamos a suponer que un año, gracias a una afortunada combinación de lluvia y sol, los cultivadores de caucho obtienen una abundante cosecha, es decir, que habrá más caucho del habitual. ¿A quién le corresponde? Existen, literalmente, millones de maneras de emplear el caucho. ¿Se usará para hacer ruedas de bicicleta? ¿Pelotas de tenis? ¿Botas katiuskas? ¿Sistemas de antichoque? Lo más razonable sería destinar el caucho a la necesidad más urgente o perentoria. Es decir, debería utilizarse allí donde sea más provechoso. Por desgracia, en una sociedad plural no existe un modo de medir «el provecho». No hay un sistema para determinar si es más importante que una persona quiera arreglar la rueda de su bicicleta o que otra quiera cambiar la arandela del grifo de su lavabo. La única manera de enfocar el asunto es pedir a la persona en cuestión que valore la situación, es decir, que calcule lo que estaría dispuesta a dar a cambio del caucho. En otras palabras, esa persona debe decirnos cuánto estaría dispuesta a pagar por ello (si no se requiere ningún sacrificio, es casi seguro que la mercancía se desperdiciará al pedir los clientes cosas que realmente no necesitan. Basta con ver la diferencia psicológica entre comprar algo y apuntarlo en una cuenta o pagarlo en efectivo).

Por lo tanto, el sistema de precios inherente al mercado parece una respuesta necesaria a la incapacidad que tiene la sociedad de juzgar cuáles son los proyectos más o menos importantes. (Obviamente, un procedimiento democrático no sería una solución. En caso de no existir un sistema de precios, el problema se convierte en algo demasiado complejo). Como hemos visto, lo que una persona debe entregar a cambio de un bien o un servicio concreto debería medirse en función de las molestias que ese consumo produzca a terceros. Si yo insisto en desayunar huevos revueltos con tocino en vez de cereales, debo estar dispuesto a pagar más debido a que mi consumo exige un mayor esfuerzo no sólo al cocinero, sino al dueño de la granja de cerdos. Pero hay una manera sencilla de solucionar este asunto: organizar la transacción con un precio que resulte agradable tanto para el comprador como para el vendedor. Y esto es sencillamente un mecanismo de intercambio comercial.

Obviamente, debemos reconocer que algunas personas nacen con más ventajas que otras, por lo que están en una posición injustamente ventajosa a la hora de conseguir lo que quieren. Para ellos, pagar más representa un sacrificio menor. Sin embargo, conviene saber que criticar la distribución de la riqueza o de otras «ventajas» como la educación no es lo mismo que criticar el capitalismo, que tiene suficiente amplitud como para permitir una redistribución. De igual modo, se pueden criticar determinados fallos del mercado (como la contaminación, que determinadas personas producen sin pagar el coste que supone para la sociedad), o la estructura jerárquica de una empresa. Pero tenemos que saber distinguir entre este tipo de crítica y la crítica del mercado en sí. Lo que la mayoría de los críticos de izquierdas identifican como grandes males del capitalismo son de hecho un fallo del mercado, no una consecuencia de su buen funcionamiento.

Veamos un ejemplo. El tremendo aumento de sueldo de los directivos de empresa a lo largo de la última década, junto con los escándalos surgidos en las cúpulas corporativas de grandes compañías como Enron, Tyco y WorldCom no se debe al mecanismo rutinario de la economía de mercado. Los culpables son unos individuos que saben sacar partido a la debilidad estructural de determinados mercados (en este caso, perjudicando a los accionistas). Igualmente, la fortuna de Bill Gates no es producto de un mercado competitivo, sino del monopolio natural que Microsoft ejerce en el sector de los sistemas operativos informáticos (en este caso, perjudicando a los consumidores). Recomendar la abolición del capitalismo como solución para este tipo de abuso es como querer abolir el impuesto sobre la renta porque algunos millonarios no pagan a Hacienda. En ambos casos, lo que falla no es el sistema, sino las lagunas que contiene. La solución es acabar con las lagunas, no eliminar el sistema.

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Nadie negará que vivimos en un mundo cada vez más «globalizado», pero a partir de ahí, nadie se pone de acuerdo. Existe un desacuerdo básico en cuanto a las razones de la globalización, los valores políticos y éticos subyacentes, y las consecuencias que pueda tener sobre la distribución. El debate mundial en torno a la globalización está inmerso en la ignorancia, la falta de información y las motivaciones ocultas. Además se han entremezclado los pegajosos tentáculos de las ideologías rancias (tanto de izquierdas como de derechas) y el enfrentamiento de los países desarrollados, subdesarrollados y en vías de desarrollo.

Sin embargo, en medio de todos estos requisitos y complicaciones hay un grupo que se ha declarado categóricamente opuesto a la globalización en todas sus formas. Se trata del batiburrillo de anarquistas, estudiantes, ecologistas y kamikazes culturales que componen la contracultura contemporánea global. Este movimiento antiglobalización tomó su actual forma a finales de la década de 1990, y su puesta de largo fue el hoy famoso boicot de la reunión de la Organización Mundial del Comercio en Seattle.

Su programa político se desarrolla claramente en el libro No Logo, de Naomi Klein.

Dos elementos del libro de Klein evidencian la estructura esencialmente contracultural de su forma de pensar: su crítica de las marcas comerciales y su rechazo de la política democrática representativa. En el contexto antiglobal, estas dos tramas se enlazan de la siguiente manera: durante la última década, las empresas multinacionales se han valido de las marcas comerciales para obtener una prosperidad, un poder y una influencia sin precedentes. Al confinar la producción en talleres ilegales de países tercermundistas que explotan a sus trabajadores, las grandes compañías ya no tienen que producir bienes reales ni servicios auténticos. Es decir, se han convertido casi exclusivamente en una imagen dedicada de lleno a construir el valor de su marca comercial. Por tanto, una gran parte del valor de estas empresas depende del valor de sus marcas.

El poder económico derivado del poder de su marca correspondiente proporciona a estas empresas una enorme influencia, que emplean para manipular a los países a su antojo. Los gobiernos políticamente débiles o ideológicamente complacientes se avienen a eliminar determinados aranceles y permiten a las empresas usar organizaciones como el Fondo Monetario Internacional y la OMC para aprobar leyes globales que atenazan a los gobiernos nacionales. En esta economía global altamente liberalizada y desregulada, los países acaban enzarzándose en una carrera hacia el abismo. Obligados a competir unos contra otros para fomentar el empleo y la inversión, acaban teniendo que reducir los impuestos, desregular los mercados y eliminar la protección medioambiental. La globalización dominada por la «mafia de la marca» nos reserva un mundo regido por las empresas, no los gobiernos, y en el que la máxima expresión de nuestros valores e identidades es el consumismo, no la ciudadanía.

Esta historia ya nos resulta familiar, y demuestra las conexiones que subyacen entre el anticonsumismo y la antiglobalización en general. Pero ¿cuánto es cierto de todo esto? ¿Las marcas comerciales sirven realmente para explicar el enorme poder de las compañías multinacionales? ¿Nos hemos convertido, como diría Klein, «en siervos dominados por unos “marcatenientes” de estilo feudal»? ¿Y ha sustituido el consumismo a la ciudadanía y la lealtad? Existen sobrados motivos para el escepticismo.

El problema más evidente de No Logo es que pese a su retórica sobre los males del consumismo y su arenga a favor de «una alternativa a la dictadura internacional de las marcas que sea más sensible con la ciudadanía», el libro ofrece muy pocas soluciones positivas. De hecho, una de las grandes ironías del movimiento antiglobalización en general es que, pese a su oposición al consumismo, reduce la ciudadanía a actos esencialmente consumistas. La razón de que No Logo haya tenido un éxito tan enorme es que sirve como manual de uso para el comprador rabiosamente moderno pero concienciado y contiene muchos consejos prácticos para que los consumidores intenten cambiar la conducta corporativa. El libro se basa en las campañas de concienciación corporativa, boicots al consumidor, protestas callejeras y bloqueo cultural, pero ignora por completo el papel que hacen los ciudadanos que trabajan a través del gobierno.

Por supuesto, Klein rechaza la clasificación de las campañas contra Shell y Nike como simples «boicots al consumo». Afirma que «es más adecuado describirlas como campañas políticas que emplean los bienes de consumo como metas accesibles, objetos dignos de una campaña de relaciones públicas y herramientas de una educación popular». Por lo tanto, los activistas se ven obligados a centrarse en la conducta de las empresas y a ejercer su poder como consumidores, precisamente porque los gobiernos ya no tienen poder y el poco que les queda está bajo el yugo de la mafia global de las marcas.

Como prueba, Klein nos indica que en muchos países los ciudadanos ya han intentado trabajar desde el gobierno para contrarrestar el daño producido por el neoconservadurismo de la década de 1980. Muchos países europeos eligieron gobiernos democráticos de izquierdas mientras los votantes de Gran Bretaña, Estados Unidos y Canadá reaccionaban contra los años de Thatcher-Reagan-Mulroney al elegir a Tony Blair, Bill Clinton y Jean Chrétien. ¡Y no sirvió de nada! Según Klein, estos gobiernos se doblegaban todavía más obsequiosamente a las necesidades de las compañías multinacionales, promoviendo aún más privatización, desregulación y libre comercio. Pero el público aprendió la lección: «¿De qué servía un Parlamento o un Congreso accesible y responsable si las empresas opacas estaban tomando una gran parte de las decisiones políticas en la trastienda?».

A pesar de ello, Klein dice estar dispuesta a dar una última oportunidad a la política normal y corriente. En el último capítulo de No Logo (titulado «Consumismo frente a ciudadanía»), parece admitir que el activismo no es suficientemente eficaz contra las marcas: «Las soluciones políticas —nacidas de las personas y defendidas por sus representantes electos— merecen una última oportunidad antes de tirar la toalla». No lo dice con convicción, sin embargo, y no aporta ningún dato sobre cuáles podrían ser las mencionadas soluciones políticas. De hecho, dedica el resto del capítulo a elogiar no la democracia parlamentaria, sino los boicots antiglobales de las cumbres del G7, la OMC y el APEC. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, es muy divertido, porque en estas manifestaciones «los actos alternativos contra la globalización toman las calles de día y las fiestas de “Reclaim the Streets” [Reclama las Calles] duran toda la noche».

Lo cierto es que el movimiento antiglobalizarión tiene un concepto de la política democrática fundamentalmente hostil hacia los organismos representativos nacionales e internacionales. Resulta conveniente atribuir esta hostilidad a un sano escepticismo («¡Los gobiernos nos han vendido!»), pero de hecho es tan antiguo como la contracultura de la que procede el movimiento antiglobal. Klein declara que su intención es ayudar a crear una modalidad de democracia «profunda» y descentralizada. Sin embargo, la política que se plantea consiste de hecho en una visión utópica de «democracia participativa» o «democracia de las bases» al estilo de los años sesenta. El pedigrí contracultural se ve en el profundo odio por la jerarquía, la burocracia y la tecnocracia que caracterizan a esta variante democrática. El objetivo de este sistema político es eliminar las barreras institucionales y los intereses creados que se interponen entre los ciudadanos y su participación activa. Pretende pasar de la representación a la deliberación, es decir, invertir la estructura política descendente de la democracia representativa y establecer el sistema decisorio ascendente de la democracia de las bases. Esto requiere una política radicalmente descentralizada, con el poder disgregado en las comunidades o municipios locales.

Ésta sería la organización política que piden los ecologistas cuyo lema es «Piensa globalmente, muévete localmente», que confían igualmente en sus virtudes. En el fondo, todos confían en el poder de la armonía espontánea y asumen que mientras cada comunidad local defienda sus propios intereses, se logrará automáticamente el bien común. Por otra parte, al reducir el abanico de responsabilidades políticas de la ciudadanía, la democracia participativa espera reducir considerablemente el nivel de conflicto y complejidad, y solucionar los problemas inherentes a una sociedad plural. Cuanto más local sea la política, menor será la población a la que afecta y menor la necesidad de acomodarse a mentalidades diferentes. Los partidarios de la democracia participativa incluso han empezado a defender la «política exterior local». Este sistema permite a pequeñas organizaciones (como las universidades, iglesias y municipios) implantar determinadas normativas que los gobiernos provinciales, estatales y federales ni se plantean. La universidad californiana de Berkeley fue (cómo no) una de las primeras en prohibir a las empresas con inversiones en Birmania la venta de sus bienes o servicios a los organismos municipales. Al cundir el ejemplo, las empresas con inversiones en Indonesia y Nigeria se han visto en la picota, y se han implantado leyes que exigen a las empresas con un contrato municipal pagar a sus empleados un sueldo razonable y una serie de ventajas.

A la hora de la verdad, esta utopía es la que aparece en el libro Ecotopia, de Callenbach. Si esta democracia profunda y descentralizada realmente funcionara, nos sobrarían los gobiernos. Pero los problemas políticos más serios a que nos enfrentamos son esencialmente conflictos de acción colectiva, y una democracia local descentralizada no puede solucionarlos, ya que frecuentemente los origina. El calentamiento global es un buen ejemplo. Ninguna compañía individual tiene interés en reducir la emisión de gases invernadero, porque los costes inherentes al calentamiento global repercuten en todos los habitantes del planeta. De igual modo, ningún país se ve incentivado para regular individualmente sus empresas productoras de energía, sin tener constancia de que el resto de los países vayan a hacer lo mismo. El calentamiento global sólo se solucionará con un acuerdo general que afecte a todas las empresas del mundo que produzcan gases invernadero. Lo que necesitamos no es una política exterior local, sino una política doméstica global que regule la emisión de gases invernadero.

En un momento dado, la antiglobalización se estanca en un círculo vicioso. Según sus detractores, ha debilitado a los gobiernos hasta tal punto que hoy son irrelevantes. No podemos exigir a nuestros gobiernos que traigan la paz, el orden y la justicia al planeta, porque es precisamente su impotencia la que hace necesario potenciar la política local. Sin embargo, estos activistas se niegan a participar en la política nacional y niegan la legitimidad de sus representantes elegidos democráticamente. Esta retirada de la política democrática debilita a los gobiernos aún más y les resta legitimidad a ojos de sectores importantes de la población. En otras palabras, la antiglobalización debilita el único instrumento capaz de enderezar la situación.

Para acabar con este círculo vicioso habría que acabar con el mito del gobierno débil. Los gobiernos (sobre todo los occidentales) no están en vías de desaparición ni son esbirros de las grandes multinacionales. Por otra parte, no se ha producido una «carrera al abismo» en cuanto a los impuestos, la normativa empresarial y la política medioambiental. De hecho, ha sucedido todo lo contrario. El porcentaje del PIB que constituye la recaudación fiscal del gobierno es más alto que nunca, y la tendencia es ascendente, no descendente. Tras los escándalos económicos de Enron, WorldCom y Parmalat, parece que va a implantarse un mayor control internacional de la política corporativa privada. Por último, no parece ser cierto que la presión de la competitividad global debilite la eficacia de la normativa medioambiental.

¿Qué quiere decir sacar partido del capitalismo global? Significa buscar todos los defectos posibles a la economía de mercado y, una vez encontrados, pensar creativamente en la forma de resolverlos. La historia del estado del bienestar en el siglo XX debería interpretarse no como una serie de batallas contra la lógica del mercado, sino como una serie de triunfos sobre los distintos fallos del mercado. En consecuencia, la retórica antimercantilista de los partidos de izquierdas es, en el mejor de los casos, inútil y, en el peor de los casos, intelectualmente extenuante. Tendríamos que procurar perfeccionar el mercado, no abolirlo. Sólo tenemos que mirar un libro de texto de introducción a la economía para ver cómo sería un mercado ideal. No habría monopolios, ni trabas para introducirse en ninguna industria. No habría publicidad; la competitividad se basaría totalmente en el precio y la calidad de los bienes. No habría asimetrías informativas; los consumidores sabrían perfectamente lo que estaban comprando. Las empresas no serían oportunistas con sus clientes o proveedores y no habría beneficios inesperados. Pero lo más importante de todo es que todas las externalidades se internalizarían; las empresas tendrían que valorar el coste social de cada decisión que tomaran.

Esta es la dirección en que deberíamos movernos. También es la situación ideal a que aspiran las recomendaciones hechas en este libro. Eliminar la desgravación de la publicidad como gasto empresarial, tal como se propone en el capítulo sexto, sería un avance. Hacerlo sería poner un impuesto a una externalidad negativa. Los bonos de descontaminación y los denominados «impuestos verdes» funcionan del mismo modo. Estos gravámenes ecológicos sólo constituyen el 2 por ciento del PIB en Canadá y el 0,9 por ciento en Estados Unidos, frente al 5 por ciento de Dinamarca y el 3,6 por ciento de Holanda. Obviamente, existen muchas posibilidades en este terreno. Por otra parte, los impuestos sobre el tráfico rodado constituyen una importante fuente de ingresos en un elevado número de países industrializados. El peaje que se cobra para entrar en Singapur y más recientemente en el centro de Londres son iniciativas interesantes. Queda mucho por hacer.

Parece obvio, por tanto, que en una economía cada vez más global será necesario un control gubernamental mayor, no menor. Por supuesto, el Estado no tiene por qué ser el encargado de corregir los fallos del mercado, pero siempre será el organismo más importante, pues define y defiende el derecho a la propiedad que es la base de la economía liberal. Si se trata de modificar esta ley, lo normal es que sea responsabilidad del Estado. Por otra parte, para un correcto funcionamiento del Estado es importante eliminar las estrategias irregulares ajenas a la contratación voluntaria, es decir, imponer una autoridad mayor que la del simple ciudadano privado. En las polémicas relacionadas con la globalización, los conflictos de acción colectiva que antes solucionaban los Estados en un ámbito nacional, resurgen en un contexto internacional carente de normativas. Esto demuestra lo limitada que es nuestra capacidad organizativa cuando no podemos recurrir al control estatal.

Todos los fallos más obvios de la sociedad actual son conflictos de acción colectiva no resueltos. En consecuencia, un «pacto de no proliferación» será el modo más útil de intentar solucionarlos. Lógicamente, estos acuerdos deben imponerse autoritariamente. Sin embargo, la izquierda suele negarse a hacerlo, aduciendo que representa una forma de represión. Una vez más, resulta obvia la influencia de la mentalidad contracultural. El uniforme escolar, en nuestra opinión, es un pacto de no proliferación dentro de la batalla que libran los adolescentes en el mundo de la marca comercial. De un modo más general, los economistas sugieren que un sistema de impuestos más progresista puede servir como pacto de no proliferación en la competición adulta basada en el consumo de bienes posicionales. Deberíamos seguir el ejemplo de Francia e imponer una semana legal de 35 horas laborales. Quizá deberíamos plantearnos imponer un control en otros sectores como la cirugía cosmética, el tamaño de los vehículos urbanos privados o las tasas universitarias. Todas ellas regularían las formas antisociales de competitividad.

Todo esto restringirá aún más la libertad individual. Sin embargo, mientras los ciudadanos estén dispuestos a ceder su libertad a cambio de que los demás ciudadanos hagan lo mismo, no hay nada de malo en ello. A fin de cuentas, la civilización consiste en nuestra buena voluntad, en nuestra capacidad de aceptar las normas y restringir nuestros propios intereses para favorecer las necesidades e intereses de los demás. Es profundamente entristecedor descubrir que un desafortunado compromiso con los ideales de la contracultura ha llevado a la izquierda a abandonar su filosofía política —el origen de nuestra civilización— justo en el momento de la historia en que tiene una mayor importancia.