OCHO
A la mañana siguiente, Elliot se reunió con Joey y Cindy para el desayuno. Vin todavía estaba en la cama. Joey y Cindy tenían gran curiosidad por saber lo que había pasado la noche anterior y Elliot se los contó.
—Estoy casi seguro de que Radnitz es nuestro hombre —concluyó—, pero antes de acercarme a él tengo que averiguar exactamente por qué C. I. A. tiene interés en estas estampillas Tener a la C. I. A. detrás podría ser serio.
Miró a Cindy.
— ¿Puedes recordar quién firmaba la circular que encontraste junto a las estampillas?
—Lee Humphrey —dijo Cindy—. Era una firma de sello.
—Correcto. Tú y yo vamos a ir a Miami esta mañana. Iremos en el Alfa. Si tú manejas tenemos la posibilidad de que nadie me ubique a mí
— ¿Por qué Miami, Don?
—Voy a llamar por teléfono a Washington y puede estar intervenida la línea —dijo Elliot—. Cuando se trata de la C. I. A. nunca es demasiada la precaución que se tome Llamaré desde un hotel.
Todo esto le preocupaba a Joey, pero no dijo nada. Por lo menos, se dijo a sí mismo, parecía que Elliot sabía lo que hacía.
Poco después de las diez, Elliot y Cindy salieron del bungalow. Le dijeron a Joey que no le dijera a Vin adonde iban. Hasta las diez y media Vin no apareció.
Había pasado la mayor parte de la noche pensando. Si se le podía creer a Elliot, él (Vin), sabía ahora el nombre del comprador y dónde conectarse con él, También sabía que las estampillas estaban en una caja de seguridad en un banco. Estaba seguro de que Cindy y Joey sabían en qué banco. Entró al living y encontró a Joey preparándose para salir. Se detuvo, mirándolo con sospecha.
— ¿Adónde va?
—A comprar el almuerzo.
Joey le tenía un poco de miedo a Vin Ya habían pasado los días en que podía sentirse tranquilo con él.
— ¿Te puedo traer algo?
— ¿Dónde están los otros dos?
—Salieron. ¿Te gustaría un bife para el almuerzo?
— ¿Salieron? —los ojos de Vin se achicaron—. ¿Adónde han ido?
—Se tomaron un día libre en la playa —dijo Joey y luego empezó a caminar hacia la puerta.
Vin lo agarró de un brazo y lo sacudió. La expresión cruel de su cara asustó a Joey.
—No me haga tragar ese cuento —gruñó—. ¿Adónde han ido?
—Dijeron que a la playa y que no volverían a almorzar —dijo Joey débilmente.
Su forma de mentir no hubiera convencido ni a una criatura.
Vin señaló una silla.
— ¡Siéntese!
—Ahora no, Vin. Tengo que comprar el almuerzo —dijo Joey desesperado—. Ya estoy atrasado.
— ¡Siéntese! —repitió Vin, con una mirada en los ojos que le hizo flaquear las piernas. Se sentó.
— ¿Dónde están las estampillas, Joey?
Joey se pasó la lengua por los resecos labios.
—No sé. Don anduvo con ellas. No me dijo nada a mí.
—Mejor que lo sepa, Joey —dijo Vin con maldad—. ¿Dónde están?
—Todo lo que sé es que están en un banco —dijo Joey, acobardado por la expresión de la cara de Vin
— ¿Cuál banco?
—No me lo dijo.
—Escuche, viejo reptil, Elliot no llevó las estampillas al banco. Tiene demasiado miedo como para mostrar la cara por la calle principal. Una de dos, o usted o Cindy las llevaron —gruñó Vin—. ¿Usted cree que soy estúpido? Ahora escuche, quiero esas estampillas y las voy a conseguir. Le voy a mostrar algo.
Sacó de su bolsillo una pequeña botella azul con tapón de goma.
— ¿Sabe qué es esto?
Joey miró la botella de la misma forma en que una víbora mira a una langosta
—No.
—Se lo diré —dijo Vin—. Es ácido sulfúrico.
Joey no sabía que la botella contenía inofensivas gotas para los ojos. La miró fijo, con ojos que se iban poniendo más redondos.
—Usted me va a dar esas estampillas —siguió Vin—. Va a ir al banco ya mismo y las va a traer de vuelta acá. Ya he soportado bastante, me voy a separar de ustedes tres, estúpidos. Quiero las estampillas o Cindy perderá la cara. No se engañe, Joey. Ni usted ni Elliot la pueden proteger. Muy bien, por unos días, pero usted no puede estar con ella todo el tiempo y, tarde o temprano, la voy a alcanzar. Un golpe de muñeca y ella recibirá esta pequeña cantidad en la cara. ¿Ha visto alguna vez quemaduras de ácido?
Joey sintió que le subía un malestar frío. Lo miró fijamente, su corazón latía tan fuertemente que se sintió ahogado.
—No estoy fanfarroneando, Joey. Vaya a buscar las estampillas. Yo esperaré aquí. Le daré dos horas. Si no vuelve dentro de dos horas yo me voy, pero andaré por los alrededores. Le prometo una cosa, si no las trae de vuelta, Cindy recibirá esto dentro de una semana, más o menos. ¡Ésta es una promesa! ¡Ahora salga!
Joey sintió de repente que le corría una ola de alivio. Cuando Vin tuviera las estampillas, abandonaría el bungalow y se librarían de él. No sólo esto, sino que la Operación abortaría. No quería todo ese dinero. Nunca quiso correr ese riesgo. Le explicaría a Cindy exactamente por qué había entregado las estampillas y ella comprendería. Con algo de suerte se librarían de Elliot también y entonces podrían volver una vez más a la vida de antes. Era una linda vida, Joey se dijo a sí mismo. Tal vez en el lapso de unos pocos años, Cindy encontraría un hombre decente y se casarían. Muy bien... ella había dicho que estaba enamorada de Elliot, pero una vez que éste desapareciera del escenario, lo olvidaría.
—Voy —dijo Joey—. Las traeré. Usted espere aquí.
Con paso casi elegante, abandonó el bungalow.
Vin lo observó por la ventana cuando se iba. El cambio repentino de la actitud de Joey lo desconcertó.
"El viejo torpe está loco —pensó—, ¡maldito! Parece estar casi feliz."
Encogiéndose de hombros, cruzó el cuarto y tomó la guía telefónica. Encontró el número del hotel Belvedere y disco
—Comuníqueme con el señor Radnitz —dijo cuando apareció la recepcionista en la línea.
Hubo una demora, luego Holtz, que atendía todos los llamados de afuera dijo:
—Habla el secretario del señor Radnitz.
—Déme con el señor —dijo Vin.
— ¿Quién le habla?
—No importa. Tengo que hablar de negocios con él.
—Por favor formule su negocio por escrito —dijo Holtz y cortó.
Por un largo rato, la cara roja de rabia, Vin miró fijo el teléfono, luego volvió a llamar al hotel.
Nuevamente apareció Holtz en la línea.
— ¡Quiero hablar con el señor Radnitz! —gruñó—. Dígale que se trata de las estampillas.
Del otro lado de la línea Holtz concentró la atención.
— ¿Su nombre?
— ¡Apúrese, maldito estúpido!—chilló Vin—. ¡Dígale!
—Espere— poniéndose en marcha, Holtz salió a la terraza.
Radnitz estaba tomando una última taza de café.
—Hay un hombre que quiere hablarle por teléfono, señor —dijo Holtz—. No quiere dar su nombre pero dice que se trata de estampillas.
Radnitz dejó la taza.
—Comuníqueme con él y ubique el llamado —dijo.
Un momento después Vin oyó una voz gutural que decía:
—Habla Radnitz. ¿Quién es?
—No importa —Vin transpiraba por la excitación—. Un tipo importante como Radnitz no hubiera venido al teléfono si no fuera el que quería las estampillas. Esto significaba que Elliot había adivinado.
— ¿Está usted interesado por ocho estampillas rusas?
Hubo una pausa, luego Radnitz dijo:
—Sí, estoy interesado.
Vin se quedó callado. No sabía bien cómo manejar esto.
—Dije que estaba interesado —dijo Radnitz en forma cortante al no oír más que un suave zumbido en la línea— ¿Las tiene?
—Las tengo.
Vin se secó la transpiración de la cara
— ¿Qué valor tienen para usted?
—Estamos hablando por una línea abierta —dijo Radnitz con voz tranquila—. Le sugiero que venga a verme. Ahora mismo.
Vin se tranquilizó de golpe. Así que éste era el adinerado y poderoso tipo, tan vehemente, pensó.
—Lo llamaré nuevamente. Estoy ocupado ahora. Puede ser que lo pueda hacer en algún momento esta noche —dijo y cortó.
Reclinándose sobre la mesa, mirando fijo el teléfono, tuvo una sensación de poder. ¡Un millón de dólares! ¡Tal vez podría sacarle a este tipo un millón y medio! ¡Así que lo llamaba al presidente por su nombre de pila! ¡Así que era el mayor comerciante en neumáticos del mundo! Bueno, pensó Vin. ¡Le enseñaré! Si quiere tan desesperadamente estas estampillas, entonces tendrá que transpirar por ellas.
Holtz vino por la terraza hasta donde estaba sentado Radnitz observando el mar a lo lejos.
—El llamado era del bungalow Seagull, señor.
— ¿Sería ese hombre llamado Pinna?
—Si.
— ¿Tiene el informe de Lessing de esta mañana?
—Sí, señor. Elliot y la señorita Luck salieron del bungalow a las diez. Los están siguiendo. Luck salió a las diez y cuarenta y cinco. También lo siguen.
Radnitz asintió.
—Téngame al corriente —dijo y le hizo un ademán con la mano para que se fuera.
En el hotel Excelsior, Elliot se encerró en una cabina telefónica con aire acondicionado y esperó su comunicación con las oficinas de la C. I. A. en Washington.
A través del vidrio pudo ver a Cindy, sentada al fondo del salón que lo miraba con ansiedad
Él le hizo una seña con la mano cuando lo comunicaron.
Pidió hablar con el señor Lee Humphrey. Pasó por las palabras de rutina en esos casos; habló con la subsecretaría, luego con la secretaria y finalmente apareció Humphrey en la línea.
—Señor Humphrey, quiero permanecer en el anonimato —dijo Elliot—. Tengo entendido que su organización está interesada en ocho estampillas rusas.
No cabía ninguna vacilación en la voz resonante de Humphrey cuando dijo:
—Correcto. Si tiene alguna información relacionada con las estampillas es su deber para con el Estado dar esa información aquí mismo y ahora.
Elliot hizo una mueca.
— ¿Mi deber para con el Estado? ¿Podría explicar más sobre eso?
—El Estado quiere esas estampillas. Todo filatelista del país ha sido notificado al respecto. Hay un castigo de tres años de cárcel y treinta mil dólares de multa para el que tenga las estampillas y no me las mande inmediatamente a mí.
— ¿Puede decirme exactamente por qué son tan importantes esas estampillas para el Estado?
—No le puedo contestar a eso. ¿Usted las tiene?
—Sería diferente si yo supiera —dijo—. Si usted es franco conmigo y me dice por qué son tan importantes, yo le contestaré a su pregunta.
—No se lo puedo decir por una línea telefónica abierta. Si usted las tiene o sabe dónde están o tiene alguna información, es su deber ir a la oficina de la C. I. A. más cercana y entregarlas o dar la información.
—Usted sigue hablando de deber, señor Humphrey. Me han ofrecido un millón de dólares por esas estampillas. ¿El Estado hace alguna oferta?
—Eso lo podemos discutir, ¿Así que las tiene?
—Lo llamaré más tarde nuevamente —dijo Elliot consciente de que ya había hablado bastante tiempo por ese teléfono. Cortó.
Sacando su pañuelo, limpió cuidadosamente el auricular, luego la manija de la puerta de la cabina. Satisfecho de haberse librado de todas las impresiones digitales, se dirigió hacia adonde estaba sentada Cindy.
Ella pudo darse cuenta por la expresión de la cara que estaba preocupado.
— ¿Qué pasa, Don?
Le contó la conversación que había tenido con Humphrey.
— ¿Deber para con el Estado?
Puso su mano sobre la de él.
— ¿Qué quiere decir eso?
—La gente de la C. I. A. no tiene nada de dramática —dijo Elliot—. Me da la impresión de que vamos a tener que darles a ellos las estampillas. Lo último que deseo es que la C. I. A. nos persiga.
—Vamos a casa y desde allí las mandamos —dijo Cindy—. ¿Qué crees que quiere decir... deber para con el Estado?
Elliot codeó suavemente a Cindy al ver a dos hombres corpulentos, sencillamente vestidos, que entraban al hotel. Uno de ellos se dirigió a la chica que controlaba el conmutador, habló con ella y luego fue a la cabina telefónica desde donde Elliot había hecho su llamado.
—La C. I A. —dijo Elliot—. Ten cuidado. Quiero ver qué hacen.
Uno de los hombres estaba cerca, empolvando el auricular para tomar impresiones digitales mientras el otro se dirigía al portero de la entrada y comenzó a hacerle preguntas.
—Muy bien, Cindy, vamos.
Elliot se puso de pie.
El hall de entrada del hotel estaba como un enjambre de turistas y caminando lentamente, abriéndose camino entre el gentío, no llamaron la atención.
—Tengo que hablar con Humphrey nuevamente —dijo Elliot—. Iremos a Dayton Beach.
Entraron en el Alfa Romeo y Elliot tomó para el norte. Cindy lo miraba ansiosamente mientras él manejaba. Ahora tenía una expresión amarga en la cara que la asustó.
—Don... volvamos —dijo—. No importa. Podemos arreglarnos. No necesitamos ese dinero. Si te quedas con papá y conmigo.
—Olvídalo —dijo Elliot brevemente—. Te he dicho cómo va a ser, Cindy. Hay algo de fatal con respecto a mí. Nos hemos conocido... nos hemos gustado mutuamente... lo hemos pasado bien juntos... esto es lo más lejos que llegaremos. Tranquilízate... quiero pensar.
Cindy calló, con los puños fuertemente cerrados entre las rodillas
Mientras Elliot manejaba por la amplia autopista, su mente se debatía en el problema. Por alguna razón importante esas estampillas tenían prioridad. La C. I. A. no hubiera dicho eso si no fuera la verdad. "Su deber para con el Estado." En oposición a esto estaba Radnitz que le ofrecía un millón. Radnitz hacía negocios con la Unión Soviética. Esto tiene que significar que los rusos están tan desesperados por conseguir las estampillas como la C. I. A. Si se las daba a Humphrey en la esperanza de que le pagarían una recompensa, estaba seguro de que éste iba a querer saber quién se las había dado y esto envolvería a Radnitz, lo cual era peligroso. La única forma era enviarlas por correo a Humphrey y despedirse del millón con un beso.
"El dinero no importa", había dicho Cindy, y lo podía creer. Ella y Joey habían vivido con poco dinero, robando, viviendo sencillamente y podrían volver a su viejo estilo de vida. Vin no importaba. Siempre iba a pensar en sí mismo.
Elliot apuró el Alfa y pasó a un Cadillac mientras volvía los pensamientos hacia su persona. Éste era el final del camino, pensó. Bueno, ¿qué importaba? Se había divertido durante ocho o nueve días: algo que no recordaba que hubiera sucedido en mucho, mucho tiempo. A pesar de todo era un buen guión para una película. Lo había sobrepasado a Vin en astucia, sin la ayuda de los guionistas. Lo llamaría nuevamente a Humphrey y le diría que las estampillas estaban en camino. La llevaría a Cindy de vuelta a Paradise City.
Le diría a Vin que la operación se había frustrado. Tenía confianza en que se las arreglaría con él si se ponía peligroso. Luego, se iría, subiría al Alfa y manejaría hasta Hollywood. Los somníferos se encargarían del resto de la historia. El pie que le faltaba empezó a dolerle. "Estaría mucho mejor, —pensó—, sin futuro." Recordaba lo que le había dicho a Cindy: "Sin dinero, a ninguna parte." Le dirigió una mirada. Estaba sentada, inmóvil, mirando por el parabrisas, los labios entreabiertos, la cara, una máscara de la desgracia "Por un tiempito pensó, ella sufriría, pero era joven. Dentro de un año o menos, él sería sólo un recuerdo romántico." Estiró la mano y acarició la de ella.
—Saldrá bien, Cindy —dijo—. Siempre es así.
Ella no lo miró, pero movió la mano y tomó fuertemente la de él.
Más tarde estacionó frente al hotel en Dayton Beach.
—Espera aquí, Cindy —dijo—. No tardaré mucho.
Durante el camino apenas si habían hablado y Cindy estaba desesperada. Sentía ahora que había perdido a este hombre que significaba tanto para ella. Una barrera se había levantado entre ellos y tenía temor de lo que intentara hacer.
Nuevamente dentro de una cabina telefónica con aire acondicionado, Elliot llamó a Humphrey.
—Señor Humphrey —dijo Elliot apenas lo comunicaron—, despache a sus hombres. No trate de encontrarme. Le envío las estampillas por carta certificada. Las tendrá pasado mañana. La única condición es que no trate de encontrarme. Si usted ordena que me agarren, le aseguro que nunca las conseguirá ¿Entendido?
—Si las estampillas no llegan a mi escritorio pasado mañana —dijo Humphrey con voz brusca—, lo seguiremos. Y tengo una cinta grabada de su voz. Usted estará en medio de la mayor cacería de hombres que se haya efectuado jamás en este país. Le doy tiempo hasta pasado mañana y luego, si no las ha entregado, se encontrará en problemas.
"Esto podía ser el guión de una película de James Bond, —pensó Elliot—. Bueno, las estampillas llegarían y él no tendría que verse en esa clase de dificultades."
—Esperemos que no haya una huelga de correos —dijo y cortó.
Tan pronto como Vin terminó la conversación con Radnitz, fue a su cuarto e hizo su equipaje. Estaba tan excitado con la idea de que en muy poco tiempo tendría un millón de dólares, que casi se sintió tentado de dejar toda su ropa vieja, pensando que pronto se podría comprar un nuevo guardarropa. Una vez que tuvo lista la valija, echó una mirada al cuarto, se aseguró de que no había dejado nada y luego, metiendo en su bolsillo la 38 automática, llevó la valija al living.
Encendiendo un cigarrillo fue hacia la ventana. Le llevaría una buena hora a Joey llegar al centro, recoger las estampillas y volver. Bueno, Vin no tenía inconveniente. Podía esperar... mientras Joey volviera. Vin se dijo a sí mismo que aquél era tan pusilánime que las traería. Se sonrió sarcásticamente al pensar que había asustado a Joey con una botella de gotas para los ojos.
Mientras estaba de pie junto a la ventana, pensó en Radnitz. Tal vez fuera un tramposo. ¿Suponiendo que lo hubiera engañado? Un millón era una enormidad de dinero. Radnitz no le iba a dar esa suma en efectivo.
Vin se frotó la mandíbula mientras pensaba. ¿Cómo llevar adelante esto?
Después de un rato, decidió que él y Radnitz se encontrarían en el banco de éste. Delante de un testigo. Vin entregaría las estampillas a cambio de un cheque certificado. Ésta parecía ser la más segura y única forma de bloquear una traición. Radnitz tendría que quedarse en el banco hasta que el dinero fuera transferido por télex al de Vin en Nueva York. Satisfecho de haber resuelto este problema, continuó esperando, divagando sobre el futuro. ¡Hombre! ¿Qué haría con tanto dinero? Siempre había querido tener un yate. Muy bien, se compraría un yate. Compraría una de esas grandes estancias en Bermuda, de las que había visto imágenes tan a menudo en las postales en colores. Llenaría la casa de complacientes chicas lindas. ¡Hombre! ¡Se iba a dar una vida! Después cuando quisiera variar, subiría a bordo de su yate con alguna chica especial y saldría al sol. ¡Ésa era la manera de vivir! Vin se sonrió de satisfacción. Dos días... ¡después tendría la llave que abría las puertas a una nueva, rica y excitante vida!
Siguió-soñando y esperando mientras las agujas de su reloj avanzaban lentamente. No le importaba la espera. ¿A quién le podía importar esperar, cuando un futuro tan colmado de todo lo que quería, proyectaba películas en colores en su cabeza? Entonces divisó a Joey, que venía caminando por el sendero que llevaba al bungalow. Vin lo observó. El paso airoso y ligero, y la expresión tranquila y casi feliz de la cara de Joey desconcertaron a Vin. Era como si estuviera por recibir un millón de dólares, en cambio de perderlo. Vin se dirigió a la puerta de adelante y la abrió de golpe, mientras Joey llegaba a los escalones.
— ¿Las trajo? —preguntó, consciente de que tenía la voz insegura.
—Las traje —dijo Joey y pasando al lado de Vin, entró al living.
Vin lo siguió.
— ¡Démelas!
Tomó a Joey del brazo, la cara iluminada por la codicia y la excitación.
Joey le entregó un sobre Vin se lo arrebató y lo rasgó. Sacó otro sobre de plástico que contenía las ocho estampillas. Las miró fijo con ojos fulgurantes.
—No parecen gran cosa, ¿no?
Joey se apartó y lo observó.
—Hay muchas cosas que no tienen gran apariencia —dijo tranquilamente—. Usted y yo no tenemos gran apariencia.
Vin no estaba escuchando, estaba regocijándose con las estampillas. Finalmente se las puso en el bolsillo.
—Bueno, estoy en camino, Joey —dijo—. ¡Imagínese yo, rico! ¡Hombre! ¡Me voy a divertir! ¡Dígale a ese estúpido actor de cine que se vaya al diablo, de mi parte! Él creía que era astuto. Dígale que yo soy más astuto que él.
Fue a buscar la valija mientras Joey lo observaba sin decir nada.
—No dice demasiado, ¿no, Joey?
—Qué puedo decir excepto que estoy contento de verlo irse —dijo Joey con calma—. Espero que disfrute el dinero. Salga. Podría volver Don.
—Sí.
Vin empezó a caminar hacia la puerta y luego se detuvo nuevamente.
—Hasta la vista, Joey. Si nos encontramos, cuando sea, le compraré un cigarro.
Caminó con rapidez por el sendero hasta el Jaguar que lo estaba esperando.
Joey respiró larga y profundamente. "De este modo, todo el peligro, el riesgo y la amenaza de la policía se habían terminado ahora —pensó—. Tendría que tener cuidado en la forma que se lo decía a Cindy. Tal vez si se lo explicaba directamente, ella razonaría y vería que su manera de vivir era la mejor."
Se sentó en un sillón flácidamente, sintiéndose de golpe deprimido y muy cansado, pero sabía (estaba seguro) que había hecho lo que correspondía. ¿Quién quería todo ese dinero? No había que tener dinero para ser feliz, se aseguró a sí mismo. Cerró los ojos y empezó a ensayar lo que le diría a Cindy.
—Siendo un escritor, señor Campbell —dijo Barney mientras terminaba la que debía haber sido la decimosexta cerveza—, no tengo necesidad de decirle que toda historia tiene algún cabo suelto. Ahora, esto le va a sorprender, pero cuando yo cuento una historia me gusta ser claro. Me gusta unir todos los cabos sueltos que pueda.
Le dije que ése era el sello de todo buen escritor y que lo acreditaba como tal. Me miró de soslayo, desconfiadamente, no muy seguro de que no le estuviera tomando el pelo, pero finalmente decidió que yo hablaba seriamente.
—Contar una historia es como pintar un cuadro —siguió —. Finalmente uno lo termina, se aleja, lo mira y encuentra que todavía hay que hacerle algunos retoques para que quede perfecto... ¿correcto?
Asentí.
—Bueno, voy a volver a un rincón del cuadro que usted pensará que he descuidado.
Miró, con el ceño fruncido, el bar lleno de gente y de humo e hizo señas urgentes con la mano.
Sam se abrió paso entre el gentío, llevando la decimoséptima cerveza y otra dañina hamburguesa.
— ¿Va a comer nuevamente? —pregunté, no porque me molestara pagar ese horrible aborto, sino porque me costaba creer que alguien, de una sola vez, pudiera tolerar esos menjunjes esponjosos y además dos docenas de salchichas que hacían estallar la boca.
—Mi bocadillo de medianoche —dijo Barney solemnemente—. Si no como bien, no duermo bien. Si hay algo que me gusta, aparte de la cerveza y de hablar, es dormir bien.
Le dije que comprendía.
—Bueno, ahora —dijo mientras empezaba a cortar la hamburguesa—, cambiaré de escenario sólo por un momento y traeré a los dos hippies de los que le hablé al principio: Larry y Robo.
Masticó, luego me miró interrogativamente.
— ¿Usted los recuerda?
Le dije que los recordaba. Eran aquellos dos con los que se había topado Vin cuando se encontró por primera vez con Judy Larrimore: con los que había peleado y había discutido, destrozándole la nariz a Larry.
Barney hizo un gesto de aprobación.
—Eso es lo que me gusta del profesional —dijo—. Usted sigue los pasos. ¿Sabe una cosa? A menudo les cuento historias a mocosos y cuando trato de recordarles algo que ya les he dicho, encuentro que están dormidos.
Dije que siempre se corría ese riesgo cuando uno contaba historias a la gente
—Sí —se quedó cavilando sombríamente durante un largo rato, luego siguió: —Larry y Robo: dos estúpidos mocosos que perseguían a las chicas, fumaban marihuana, se aprovechaban de los más débiles y generalmente hacían el papel de tontos. No digo que haya nada insólito en esto. Simplemente se dejaban llevar por la corriente —Barney hizo dar vueltas la cerveza en el vaso y sacudió la cabeza—. El problema de hoy, señor Campbell, es que es demasiado fácil para estos mocosos ganar dinero. Cuando lo consiguen entran en el mal. Estos dos- hicieron dinero en una fábrica de cueros de víbora de cascabel. Su trabajo consistía en sacarles la piel a las víboras mientras otros las ponían en latas. No parece un gran trabajo, ¿no? Pero se sorprendería. Con la "Union" y las demás cosas, hacían alrededor de ciento veinte dólares por semana. Es una linda suma, ¿no?
Yo le dije que nada me podría persuadir de que tocara una víbora de cascabel, viva o muerta.
Barney entró los labios.
—Eso es por culpa de su temperamento artístico, señor Campbell. Estos mocosos no están hechos como usted.
Le dije que sentía lo mismo en el caso de la fábrica de enlatado de esos productos.
—Si.
Barney comió un poco más de la grasosa hamburguesa.
—Bueno, estos dos fueron dados de alta en el hospital, al mismo tiempo que Vin estaba entrando al Jaguar para ir a ver a Radnitz. La nariz de Larry había sido arreglada, pero todavía le dolía. Y Robo había dejado de orinar sangre. La trompada de Vin en el riñón le había perturbado el sistema del surtidor. Habían tenido un solo pensamiento en la mente y éste era hacerle un gran daño a Vin para vengarse. No sólo habían pasado un mal rato en el hospital (la caba los había hecho lavar), sino que perdieron dinero porque dejaron de cuerear víboras. De modo que estaban en un estado de ánimo bastante malo... Luego de discutirlo en el hospital, habían llegado a la conclusión de que Vin era demasiado fuerte para que ellos lo vencieran. No iban a arriesgar otra estadía en el hospital. Decidieron averiguar dónde vivía, esperar a que se fuera, luego entrar a la casa y destrozarla: romper todo y echarle ácido a sus ropas. Les gustaba la idea porque no implicaba ningún riesgo para ellos y haría que Vin se volviera loco de rabia. El primer movimiento era averiguar dónde vivía.
El hospital está a un paso del hotel Belvedere En el momento en que estos dos bajaban los escalones del hospital observaron el Jaguar azul de Vin en la playa de estacionamiento que estaba fuera del hotel y vieron que Vin cerraba con llave el auto y subía los escalones que llevaban a la imponente entrada. Se miraron mutuamente. Los dos habían tenido la misma idea y sin vacilar cruzaron la calle y se acercaron al hotel.
Al entrar, Vin se dio cuenta de que no se sentía tan seguro como debía sentirse. Recordó que Elliot le había advertido: es importante y peligroso. "Lo podría levantar con la yema del pulgar y dejar de usted sólo una mancha en la pared." A pesar de que Vin se había burlado de esto, lo había impresionado y ahora que tenía que encontrarse frente a frente con Radnitz se sentía inseguro. "Sería una locura, se decía a sí mismo mientras manejaba hacia el hotel Belvedere, llevar las estampillas allí. Radnitz podía tener un pistolero cerca que se las sacara y luego lo echara." Ésta hubiera sido la forma de actuar de Vin de haber estado en el lugar del otro. Estacionó al borde de la acera y sacando de su bolsillo el sobre de plástico con las estampillas, levantó la alfombra del auto y lo deslizó por debajo de ésta para que quedara fuera de la vista. Volvió a acomodar la alfombra, diciéndose que nadie pensaría mirar en ese escondite. Aquí Barney se detuvo para mirar despreciativamente.
—Estoy seguro de que una persona de su inteligencia, señor Campbell, nunca dejaría estampillas que valen un millón de dólares en su auto. Usted, consideraría la posibilidad de que el auto pudiera ser robado, pero Vin, como ya lo he señalado, tenía poca inteligencia y era de pensamiento lento De modo que eso es lo que hizo.
—Y ahora —dije— ¿me va a decir que le robaron el auto?
Barney me dirigió una mirada vidriosa Se movió con dificultad hacia adelante y pasando por alto mi interrupción siguió.
—Vin preguntó por el señor Radnitz y dio su nombre. No lo hicieron esperar y esto ayudó en algo a su seguridad debilitada. Radnitz lo recibió en su gran living.
Apenas Holtz cerró la puerta, dejando a los dos hombres solos, Radnitz dijo abruptamente:
— ¿Tiene las estampillas'
—Las tengo. Usted ofrece un millón de dólares por ellas... ¿correcto?
Radnitz asintió.
—Antes de desprenderme de ellas —dijo Vin, todavía muy inseguro de sí mismo—, quiero que se acredite el dinero en mi banco en Nueva York.
—Eso se puede arreglar —dijo Radnitz y extendió la mano—. Muéstreme las estampillas.
—No imaginará que las llevo encima —dijo Vin forzando una sonrisa—. No confío en nadie. Nos encontraremos en su banco esta tarde. Esto me dará tiempo de sacar las estampillas de donde las tengo guardadas. Delante de un testigo se las mostraré, entonces usted ordenará a su banco que mande un télex al mío en Nueva York, diciendo que me acrediten un millón de dólares, y sólo entonces las tendrá, pero no antes
Radnitz lo miró y la frialdad de sus ojos saltones lo hizo sentir incómodo.
—Muy bien —dijo—. Vaya al California and Mutual Bank a las tres. Pregunte por el señor Sanderson.
Se detuvo y luego siguió:
—Descríbame las estampillas.
Vin las describió.
—Hay ocho, ¿no? —preguntó Radnitz.
—Sí.
Vin no podía creer que este hombre pareciera tan despreocupado, teniendo que pagar esa enorme cantidad, sin discutir. Se preguntaba si se animaría a tratar de levantar el precio, pero había algo en Radnitz que lo asustaba. Después de todo, se dijo, transpirando por la excitación, un millón, ¡al diablo, era un millón!
—Le debo decir que si usted no me entrega las estampillas y me está haciendo perder tiempo —siguió Radnitz con su tranquila voz gutural—, le haré desear no haber nacido nunca
Esta amenaza hizo estremecer a Vin.
—Usted déme el dinero y yo le daré las estampillas.
—Entonces, a las tres de la tarde hoy —dijo Radnitz e hizo un gesto de despedida.
Vin tomó el ascensor expreso a planta baja. "¡Qué papanatas era Elliot!", pensó. "¡Todo ese lío! Este desgraciado lleno de plata no había vacilado, ni siquiera había discutido el precio de las estampillas." Estaba tan exaltado que tenía ganas de bailar. Cuando las puertas del ascensor se abrieron sonoramente, le echó una mirada a su reloj. Eran las doce y cincuenta y cinco Tenía que matar dos horas de tiempo. ¿Qué haría un hombre que vale un millón de dólares para matar el tiempo? Vin se preguntó y sabía la respuesta: un hombre así se pagaría un trago y una comida especial, y eso era lo que iba a hacer. Sacó la billetera y verificó la plata que tenía. Veinticinco dólares: eso era todo su capital. Los haría volar en una comida de primera. No tenía que preocuparse. ¡En dos horas tendría un millón!
Sin darse cuenta de que Larry, medio escondido detrás de un diario, lo observaba, cruzó el bar a grandes trancos y pidió un whisky doble con hielo. Mientras esperaba, le hizo señas al mozo y le dijo que quería una mesa en el restaurante. Éste le contestó que no habría inconvenientes.
Larry se había corrido hasta la entrada del bar y había escuchado la conversación. Fue caminando rápido, atravesó el hall del hotel y salió al rayo del sol, en busca de Robo que estaba esperando.
—Se va a llenar el estómago —dijo Larry—. Tenemos mucho tiempo. Hay una farmacia en esta misma calle. Ve y compra un rollo de venda de gasa y apúrate.
Robo se sonrió con sarcasmo y salió corriendo.
Después de la bebida, Vin entró pavoneándose al restaurante y fue conducido a una mesa para uno. Los clientes ricos que estaban engullendo la comida, lo miraron y levantaron las cejas. Este hombre que vestía descaradamente y con ropa gastada, no pertenecía a su clase, pero a Vin no le importaba un rábano.
Se sentó y observó el restaurante lleno de gente con una sonrisita despectiva. "Él valía tanto como cualquiera de estos gordos asquerosos," se dijo a sí mismo. ¡En dos horas sería dueño de un millón de dólares! Dentro de un mes, más o menos, tendría su propia casa y su yate. Ésta iba a ser la última vez que comería solo. Todas las chicas existentes en un radio de cinco millas se pelearían por sus favores, una vez que se corriera la voz de que era tan rico.
Se sintió un poco frustrado al ver que el menú estaba escrito en francés, pero el maitre d'hotel amablemente se colocó al lado para ayudarlo. Finalmente dejó que le eligiera la comida: anguila ahumada y pechuga de pollo con salsa de langosta.
Mientras comía, Robo volvió de la farmacia y se acercó a Larry, que estaba esperando en la playa de estacionamiento del hotel.
Como estos dos habían estado en el hospital y los habían obligado a lavarse el largo pelo y las barbas, ahora tenían el aspecto de cualquier muchacho de vacaciones en la ciudad, y nadie les prestó atención cuando se acercaron al Jaguar de Vin. Mientras Robo protegía sus movimientos, Larry sacó la tapa del tanque de nafta, rápidamente desenrolló la venda y colocó el extremo de ésta dentro del tanque. Luego dejó un buen largo de venda afuera y lo escondió debajo del auto. Todo esto fue un trabajo de segundos. Encendiendo un fósforo, le prendió fuego a la gasa, que empezó a arder y la llama corrió a lo largo de la venda hasta el tanque.
Tenían alrededor de dos minutos para escapar, lo cual era tiempo suficiente. Para cuando llegaron a un grupo de palmeras que estaba distante, el tanque de nafta del Jaguar, junto con el millón de dólares en estampillas, estalló con un estrépito que hizo añicos algunas de las ventanas del hotel.
—Bueno, ahora, señor Campbell —dijo Barney— esto es más o menos toda la historia. Miró su vaso vacío y luego el reloj que estaba enfrente. Las agujas señalaban las dos y quince de la madrugada.
—Ya se me está pasando la hora de ir a dormir.
—Todavía hay algunos cabos sueltos que atar —dije. ¿Qué le parece si tomamos algo para el camino de vuelta? Yo tomo un whisky. ¿Y usted?
La pequeña boca de pescado de Barney se movilizó con una sonrisa.
—Nunca me negaría a una gota de Scotch —dijo y aleteó las manos en dirección a Sam.
—Primero, ¿qué le pasó a Judy? —pregunté.
La cara gorda de Barney mostró su desaprobación.
—La encontrará en el club Adán y Eva en cualquier momento que vaya por allí. Sigue igual... buscando muchachos con dinero, tal vez un poco más gorda, un poco menos atractiva, pero todavía en la misma vieja rutina.
Sam se acercó y tomó el pedido.
— ¿Y Vin?
—No necesito decirle que Vin se volvió loco cuando el portero entró al restaurante preguntando si alguien era el propietario de un Jaguar azul con chapa de Nueva York. La forma en que salió corriendo superó todos los records en carreras de cien metros. La escena que encontraron sus ojos lo convirtió en piedra. El auto estaba deshecho y se dio cuenta de que su sueño del millón de dólares era nada más que eso: un sueño. Se quedó allí de pie, pálido, respirando penosamente, mientras desde una distancia prudencial era observado por Larry y Robo que se retorcían de alegría. Después, una mano que le tomó el brazo lo hizo dar vuelta. Holtz, a su lado, preguntó con calma:
— ¿Las estampillas estaban en el auto?
Vin asintió sin decir palabra.
—Entonces lo siento por usted —dijo Holtz y volvió al hotel para informar a Radnitz.
Más tarde, la policía lo agarró cuando estaba haciendo dedo para ir a Jacksonville. Sin dinero, sin siquiera sus pocas pertenencias, estaba en apuros. La policía había recibido un llamado anónimo y no tengo necesidad de decirle de quién había sido el llamado. El detective del hotel de Miami lo identificó a Vin entre otros que se le presentaron y fue a la cárcel por cinco años: robo con violencia.
Sam vino con los whiskies. Con borracha dignidad, Barney se inclinó hacia adelante, chocando su vaso con el mío.
—A su salud, señor Campbell —dijo—. Usted tiene muy buena salud.
— ¿Y Elliot?
Me preguntaba si con el whisky lo ponía demasiado a prueba a Barney y no oiría el final de la historia, pero no había necesidad de preocuparse: la capacidad de Barney parecía no tener límite.
— ¿Elliot?
Barney levantó los pesados hombros.
— ¿No leyó nada sobre él en los diarios?
Cuando Joey le dijo a Cindy lo que había hecho, y cuando Elliot se dio cuenta de que no le llegaría más dinero de ninguna parte, hizo una mueca, se encogió de hombros y le dijo a Joey que había hecho lo correcto.
A éste no le interesaba lo que pensaba Elliot. Lo único que le importaba era ver cómo iba a reaccionar Cindy. Estaba allí sentada, mirando a Elliot, y la expresión de sus ojos lo hizo sentir mal, pero se repetía a sí mismo que era joven y que dentro de un año, tal vez menos, se habría olvidado de Elliot.
Éste dijo que iría a Hollywood. Todavía había una posibilidad de que su agente le encontrara trabajo. Ni Cindy ni Joey le creyeron, pero no dijeron nada. Elliot le dio la mano a Joey y le deseó buena suerte. Le dijo que nunca había gozado de una compañía tanto como de la de él. Esto le agradó a Joey porque Elliot lo dijo como si lo sintiera de verdad. Luego se dirigió a Cindy
—Te lo dije, Cindy —replicó—, no estamos hechos el uno para el otro. Olvídate de mí...
Le sonrió.
—Hasta la vista.
Dejó el bungalow y sin tocar a Cindy, ésta, en su desesperación, escondió la cara entre sus manos y se echó a sollozar.
Joey no intentó consolarla. Fue hacia la ventana y observó a Elliot subir al Alfa y alejarse. Recordó lo que Cindy le había dicho: sin dinero, a ninguna parte. Cuando el Alfa desapareció por la esquina, Joey le dijo adiós para siempre a Elliot.
Barney terminó su whisky y soltó un suspiro de satisfacción.
—Camino a Hollywood, el Alfa de Elliot fue chocado por un auto manejado por un borracho. Quedó muerto instantáneamente.
Barney inspiró y se limpió la punta de la nariz con el dorso de la muñeca.
—El borracho juró ante la policía que Elliot había tenido suficiente lugar en el camino como para evitarlo, pero, ¿quién le va a creer a un borracho?
De todos modos, el choque lo salvó de quitarse su propia vida, y si vamos a creer lo que se decía de él, esto era lo que tenía proyectado hacer.
Barney se detuvo, luego sacudió la cabeza.
—El destino es curioso, ¿no?
—Se podría decir eso —dije—. Y Cindy y Joey... ¿todavía trabajan la ciudad?
—Oh, no.
Barney sacudió la cabeza.
—Cindy y Joey están en Carmel. Tienen un pequeño y lindo chalet y no roban más. Ahora son lo que se llama gente respetable. Joey cuida la casa, corta el césped dos veces por semana y hace las compras. Cindy tiene un trabajo en un hotel muy decente: es recepcionista, creo que lo llaman así. Por lo que oigo (y usted sabe ya a esta altura, señor Campbell, que soy un tipo con el oído pegado al suelo), está tan contenta como lo puede estar cualquier chica linda sin marido.
Esto no me convencía del todo.
— ¿Cómo llegaron a ser propietarios de un chalet en Carmel? —pregunté.
Barney contuvo un eructo. Miró su vaso vacío y suspiró.
—Tómese uno más para el camino, Barney —dije—.
Vamos a atar los cabos sueltos para que podamos llamarla a ésta, una gran noche.
—Es una buena idea, señor Campbell —dijo Barney y palmeó las manos.
Sam trajo dos whiskies más.
—Es casi otra historia —dijo Barney acariciando el vaso y moviendo la cabeza.
Una hora después de que Elliot se fuera, Cindy llorando y Joey ahora tratando de consolarla, un auto manejado por un chofer estacionó frente al bungalow, un hombre maduro salió de él y tocó el timbre.
Asombrado, Joey abrió la puerta.
—Mi nombre es Paul Larrimore —dijo el hombre—. Aquí vive una jovencita, tengo entendido... quiero verla.
El pobre Joey sintió que le corría un frío por la espina dorsal. Tenía visiones de la policía llevándose a Cindy y a él a la cárcel.
Cindy se acercó a la puerta. Tristísima, trató de sonreír a Larrimore.
—Lo siento —dijo—. Yo tomé sus estampillas. Sé que no debía haberlo hecho.
Joey se sintió bastante mal al ver que Cindy podía ser tan tonta, pero Larrimore simplemente se sonrió y preguntó si podía entrar. Lo dejaron pasar y Joey vio que llevaba el viejo álbum que Cindy le había dejado.
—No me pida disculpas —dijo Larrimore una vez que se sentó—. Usted me salvó de una cantidad de problemas. Nunca hubiera tenido el coraje de desprenderme de esas estampillas y tarde o temprano me hubieran dado disgustos. Llevándoselas usted, como lo hizo, me ha salvado de una posible sentencia de prisión. Espero que usted no las tenga más.
—No, señor Larrimore. Alguien las vendió —dijo Cindy.
—No envidio a la persona que las compró.
Larrimore se encogió de hombros.
—Pero no importa, en tanto ustedes no se vean en problemas.
Se detuvo y luego colocó el viejo álbum sobre la mesa.
—Le he traído de vuelta su álbum. Mirándolo más detenidamente, he encontrado una estampilla rara: un error de imprenta. La quiero y le pagaré doce mil dólares por ella y el álbum.
Barney terminó su trago.
—Así es como compraron el chalet en Carmel, señor Campbell. Curioso como terminaron las cosas, ¿no?
Bostezó y se estiró.
—Bueno, adivino que es hora de irme a dormir.
Bajando sus grandes brazos, me miró de soslayo.
—Permítame recordarle que no hay casi nada (si hay algo), que yo no sepa sobre esta ciudad. Cuando quiera otra historia, ya sabe dónde encontrarme.
Me quedé sentado, pensando, luego le agradecí.
—Triste lo de Elliot —dije.
Barney frunció la gorda nariz.
—Está mejor allá, muerto, señor Campbell. La gente que no sabe manejar su dinero no tiene mi simpatía.
Me escudriñó con la mirada.
— ¿Usted dijo otros veinte dólares, señor Campbell? Eso es lo que me dio la última vez.
— ¿Sí?
Le di un billete de veinte dólares.
—Bueno, no podrá decir que no sabe manejar su dinero, Barney, ¿no?
—Correcto.
Metió el billete en el bolsillo de atrás del pantalón y se puso de pie.
—Buenas noches, señor, que duerma bien.
Lo observé caminar pesadamente a través del bar y salir afuera a la noche calurosa, iluminada por las estrellas. Luego fui a arreglar la cuenta con Sam.