CAPÍTULO 17
María escuchaba los sonidos provenientes de la sala de música. Al principio se había oído un tumultuoso aluvión de notas, pero lo que se oía en ese momento sonaba en clave menor, suave como el llanto, y le oprimía el corazón. No era tan insensible para no darse cuenta de que Emma no era la misma desde que habían vuelto de Stevenage. Estaba tensa y susceptible, y, en reposo, su rostro adoptaba una expresión que a ella le parecía a la vez triste y confundida. Sin embargo, nada tan triste como la música que estaba interpretando. María no poseía el don de la elocuencia, pero creía estar escuchando la expresión de un alma atribulada.
Ella no tenía la menor idea de a dónde había ido Emma aquella mañana pero había vuelto como un torbellino, dando portazos y se acabó encerrando en la sala de música sin decirle una palabra a nadie. La música llenaba la casa con su desesperada tristeza y la pobre mujer se sentía impotente. La sala de música era sacrosanta. Sólo Alasdair entraba en ella mientras Emma estaba tocando.
Emma tocaba para sacarse los pensamientos de la cabeza. No había ido a ver a Alasdair para poner fin a su relación de forma irrevocable, por más que eso fuera lo que le había dicho. Había ido a hablar con él, a pedirle que comprendiera su ansiedad. Había ido a verlo con la esperanza de que le diera algo que le permitiera amarlo sin reservas.
Pero ya no había lugar para la esperanza. Sólo ahora se daba cuenta de que todo estaba total e irremediablemente dicho y de cuánto había perdido. La primera vez había sido doloroso, pero la segunda era casi insufrible. Se había estado atormentando con la posibilidad de ser feliz, y finalmente esa posibilidad se le había escapado entre las manos.
Alasdair llegó a la casa con su cabriolé mediada la tarde. Le tendió las riendas a Jemmy y subió los peldaños de la entrada principal con un paso algo menos ligero y ágil que de costumbre.
Harris le abrió la puerta.
—Espero que os hayáis recuperado del accidente, lord Alasdair.
El joven aludido hizo una mueca. Hasta los sirvientes estaban al corriente de las habladurías.
—Estoy mejor, gracias, Harris.
Se quedó en el vestíbulo escuchando el mensaje que transmitía la música de Emma desde la parte trasera de la casa. Tenía la boca rígida y la mirada grave. De modo que había desistido. Sólo una gran infelicidad podía alimentar aquella manera de tocar. Tendría que valerse de ello para lograr su propósito.
Pasó junto al mayordomo haciendo un gesto con la cabeza. Ante la puerta de la sala de música, vaciló un instante. Por fin, la abrió y entró. Al cerrar pasó el pestillo.
—Márchate —ordenó Emma por encima de la música, irritada ante la idea de que alguien hubiera violado la regla no escrita de no entrar mientras estuviera tocando.
—No —contestó Alasdair.
Las manos de Emma cayeron sobre el teclado produciendo un acorde estremecedor.
—Ponte la capa —dijo colocándose detrás de ella y levantándola por las axilas. Se adelantó a sus protestas diciendo simplemente—: Y no discutas conmigo, estoy al límite de mi paciencia.
Ella se giró y se quedó mirándolo anonadada.
—Pero ¿qué haces?
—Te vienes conmigo —contestó él impasible. Se dio la vuelta y cogió la capa, que había sido arrojada sin cuidado sobre una silla—. Póntela. El camino es largo y cuando oscurezca hará frío.
Emma sacudió la cabeza.
—Yo no voy a ninguna parte contigo. Se acabó, Alasdair, ¿es que no lo entiendes?
—No —dijo él sujetando la capa—. Ni lo entiendo ni lo acepto. Y ahora ponte esto, por favor.
Emma creía que nunca lo había visto comportarse de aquella manera. Estaba calmado, la voz era serena, pero había una severidad tensa en su gesto, en la expresión de la boca y en la gravedad de la mirada. No era furia, sino una determinación absoluta. La clase de determinación desesperada que hace que un náufrago se aferré a un madero a la deriva.
Sin ser muy consciente de lo que hacía, se puso la capa. Alasdair le acercó los guantes y esperó con el sombrero de ella en las manos hasta que hubo acabado de ponérselos. Entonces él le puso el sombrero, de color azul oscuro, y le ató las cintas de terciopelo azul claro bajo la barbilla.
Emma intentó resistirse de nuevo, con una nota de desesperación en la voz.
—Alasdair, esto es ridículo. Estás perdiendo el tiempo. Nada va a cambiar. No puedes obligarme a que me vaya contigo.
—Ven —dijo él abriéndole la puerta.
«Es como si me llevara sujeta con una correa invisible», pensó Emma, incapaz de creer que estuviera yéndose con él contra su propia voluntad y sin que Alasdair empleara la fuerza. Salió al vestíbulo.
—Oh, ¿vais a salir otra vez? Alasdair, os he visto desde la ventana —dijo María, que bajaba corriendo las escaleras, claramente aliviada de que la música hubiera cesado—. ¿Os lleváis a Emma a dar una vuelta? ¿Ya os habéis recuperado? Qué cosa tan terrible. Y justo después del accidente de Emma... qué coincidencia tan curiosa.
—No esperéis a Emma para cenar —dijo Alasdair sin molestarse en contestar a la avalancha de preguntas de María.
—Santo cielo, ¿y por qué no? ¿Adónde vais? —preguntó María mirándolo fijamente, reparando por fin en su expresión y en el rostro pálido y agarrotado de Emma y la palpable tensión que había entre ambos—. ¿Pasa algo? —preguntó temerosa.
—No —dijo Alasdair tranquilamente—. No pasa nada. Vámonos, Emma. —Y poniéndole la mano en la parte baja de la espalda la llevó hacia la puerta.
Emma, cual marioneta a merced de los hilos, obedeció sin rechistar. Igualmente en silencio, consintió en que la ayudara a subir al cabriolé.
Jemmy la saludó alegremente, pero al momento también él se dio cuenta de que las cosas no marchaban como debían. Calló, saltó a su puesto en la parte de atrás y los caballos arrancaron.
—¿Adónde me llevas? —preguntó Emma al fin.
—A un sitio al que debía haberte llevado hace tiempo —contestó Alasdair en tono uniforme—. Tendrás que perdonarme, pero no estoy de humor para mucha conversación.
Aquél era un comentario tan sumamente arrogante dadas las circunstancias, y por lo demás tan propio de Alasdair, que Emma por poco se arremanga las faldas y se baja del carro en marcha.
Como si le leyera el pensamiento, Alasdair alargó una mano y la sujetó del muslo con firmeza. Emma dejó la mirada perdida hacia delante y apretó los labios.
Cuando llegaron a la tranquila villa de Kensington, Emma estaba intrigada aun contra su voluntad.
De repente Jemmy se puso muy recto sobre su plataforma.
—Bueno, ahora sí que la vamos a tener —dijo para sí, consciente ya de su destino.
Dejaron atrás Hammersmith y atravesaron el río en Chiswick. Emma miró a Alasdair. Parecía que por fin se había relajado, tenía la mandíbula menos rígida. «Claro, que no le interesa trasmitirles la tensión a los caballos», pensó Emma. Lo más probable era que no se hubiera relajado en absoluto.
Doblaron en el arco de entrada de una posada que lucía como enseña las palabras El león rojo. Alasdair se apeó y tendió la mano para ayudar a Emma, que bajó y miró a su alrededor. El león rojo no tenía nada de especial. ¿Qué estaban haciendo allí?
—¿Os espero aquí, señor? —preguntó Jemmy tomando las riendas de Alasdair.
Alasdair asintió con la cabeza y tomó a Emma por el brazo.
—Tenemos que caminar un poco.
—Suerte que las ampollas no me duelen mucho —dijo ella en tono mordaz.
—Esta mañana, desde luego, tampoco —replicó él—, a juzgar por la manera en que te has marchado corriendo por Albermarle Street.
Emma lo miró como si quisiera acuchillarlo y vio por un momento que su expresión se suavizaba, que sus ojos recobraban el brillo habitual, aunque al poco volvió a desaparecer y su semblante se tornó de nuevo circunspecto.
Dejaron el patio de la posada y recorrieron un estrecho callejón de pequeñas casas hasta que llegaron al final. La última vivienda era mayor que las otras y Emma vio una pequeña granja en el terreno adyacente.
Alasdair abrió la verja y con un gesto le indicó a Emma que lo precediera en el camino hasta la puerta principal. Llamó a la puerta, que abrió inmediatamente un muchacho alto y desgarbado que miró a Emma con curiosidad.
—Emma, te presento a mi hijo —dijo Alasdair con calma—, Tim. Tim, te presento a lady Emma Beaumont.
La cabeza empezó a darle vueltas. ¿Por qué no se lo había advertido? Por supuesto, cómo iba a hacerlo. Era muy propio de Alasdair. Era su forma de castigarla por haberlo obligado a hacer eso. Pues muy bien, estaría a la altura del reto. ¡Señor, cuánto le recordaba el aspecto de aquel muchacho al joven Alasdair!
Emma le tendió la mano al chico.
—Tim, me alegro mucho de conocerte —dijo sonriendo sinceramente.
El muchacho hizo una reverencia pero no podía disimular que tenía la cabeza en otro sitio. Le lanzó a su padre una mirada inquisitiva.
—Mamá ha ido a verte.
—Así es, esta mañana —asintió Alasdair—. ¿Está en casa?
—Está en la cocina con Sally. Están preparando el picadillo.
—Bien, ¿por qué no vas a pedirle que...?
—¡Alasdair! —el grito de júbilo procedía del interior de la casa—. He oído tu voz. Qué bien que hayas venido tan rápido.
En la puerta apareció la mujer que Emma había visto por la mañana. Lucía una amplia sonrisa. Llevaba un delantal sobre el vestido de muselina y sostenía en la mano un gran cucharón de madera.
—Oh, santo cielo —dijo al ver a Emma. Se limpió la mano que tenía libre con el delantal, parecía turbada—. No me has avisado de que ibas a venir acompañado, Alasdair.
—No, él nunca avisa de nada —dijo Emma dando un paso al frente y tomando la iniciativa del encuentro. Le tendió la mano—. Tú debes de ser Lucy... Oh, por favor, perdonadme, qué maleducada. ¿Señora...?
—Hodgkins —dijo Lucy, estrechándole la mano. Miró intrigada a Alasdair.
—Permíteme que te presente a lady Emma Beaumont —dijo Alasdair—. Tengo intención de casarme con ella.
Emma se quedó con la boca abierta ante tamaña desfachatez. Ese hombre era imposible. Lucy sonreía. Tim movía los pies, estaba incómodo.
—Vaya, me hace muy feliz... Madre mía, es una noticia estupenda —dijo Lucy—. Entrad, entrad. Esto merece celebrarse con un vaso de vino de saúco. Mike está en el campo. Timmy, vete a buscarlo... vamos. Entrad, lady Emma. Perdonad el desorden. No esperaba ninguna visita.
«Lucy, como la mayoría de las personas, no parece inclinada a cuestionar las pretensiones de Alasdair», pensó Emma entrando en el pequeño vestíbulo. No se le habría ocurrido preguntarse si Emma deseaba convertirse en la esposa de Alasdair.
Sin embargo, habría sido una grosería por su parte estropear el encuentro. Todo el mundo parecía alegrarse por la noticia de Alasdair y nadie encontraba extraño que hubiera llevado a Emma a conocerlos. ¿Sería distinto el Alasdair que ellos conocían? ¿Un Alasdair menos reservado? Saltaba a la vista que el personaje urbano y sardónico que interpretaba en sociedad no encajaba en aquel entorno doméstico y acogedor.
Mike Hodgkins, que no tardó en llegar con Tim, tenía el mismo aire feliz que su esposa. Le dio la mano, la felicitó y luego, con escrupulosa formalidad, hizo lo mismo con Alasdair, a continuación soltó una gran carcajada, besó a su mujer y sirvió unos vasos de vino.
Emma notó que Tim parecía no querer moverse del lado de su padrastro. Lo escuchaba cuando hablaba, se reía cuando él se reía y se apresuraba a rellenarle el vaso cuando se le vaciaba. Pensó que no parecía estar muy cómodo en presencia de Alasdair, pese a que éste lo trataba con un afecto y una sencillez que rara vez profesaba en compañía de otros. Era la parte de él que a Emma le gustaba. Y la que le gustaba a Ned.
Tim, sin embargo, era hijo de Mike Hodgkins en todo menos en la sangre. ¿Sería eso una molestia para Alasdair? Él sabía muy bien lo que era ser separado de los padres... No sentir lazos afectivos con la propia familia. ¿Qué sentiría su hijo?
Mientras miraba, escuchaba y cumplía con su papel, Emma pensó en el mucho tiempo que ella y Alasdair habían perdido porque él no había querido mostrarle aquella faceta de su vida. Era ésa una cuestión que debía ser solventada. Ella lo amaba. Y si una persona ama a otra, ¿cómo no va a comprender una parte tan importante de la vida de la otra persona? ¿Y cómo era posible que él no se diera cuenta de ello?
Se quedó mirándolo fijamente, pensando en su terquedad. En ese momento él la miró y lo que Emma vio en sus ojos le cortó la respiración. Había en ellos una interrogación y una súplica. Entonces entendió lo mucho que Alasdair se había jugado aquella tarde.
Ella le sonrió y le tendió una mano. Él se levantó y cruzó el pequeño salón. Le tomó la mano y se la acercó a los labios. La habitación estaba en un silencio que parecía envolverlos.
A continuación Alasdair le soltó la mano y con voz serena le dijo:
—Tim, Mike y yo tenemos que hablar de un asunto. ¿Nos disculpáis un momento?
Emma hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Le pareció que Tim se ponía nervioso, aunque creía que no tenía ninguna razón para estarlo.
Lucy fue a sentarse junto a Emma en la ventana.
—No sé qué es mejor —le confió—. Alasdair quería mandar a Tim a su antigua escuela, sería muy bueno para Tim. Pero él no quiere ir.
—¿A Eton? —dijo Emma arrugando la nariz—. Mi hermano y Alasdair nunca dijeron una palabra amable sobre ese sitio.
—Pero allí harían de Tim todo un caballero —dijo Lucy.
—No, si él no quiere —dijo Emma—. Sólo harían que se sintiera desdichado.
—Pero tiene que ir al colegio —insistió Lucy—. Ni siquiera quiere ir a la escuela del pueblo... ni con el rector, que le enseña latín y griego. Esta mañana he ido a preguntarle a Alasdair qué puedo hacer.
Emma movió la cabeza. Aquella mañana parecía muy lejana. Como si entre medio hubiera transcurrido toda una vida de errores, confusiones y desconciertos.
—¿Y qué es lo que quiere Tim?
—Quiere ser granjero, como Mike —dijo Lucy jugando con los deditos del bebé—. Mike es un buen granjero... y un buen cabeza de familia. No podría querer un marido mejor. Pero Tim podría llegar más lejos, tiene más oportunidades.
—Pero quizá Alasdair podría buscarle oportunidades que sean más de su gusto —dijo Emma dubitativa. No quería interferir. Toda aquella situación le venía tan de nuevo que hablar por boca de Alasdair le parecía a la vez peligroso e inadecuado—. Si lo que quiere es ser granjero, siempre será mejor granjero si sabe leer y entender las cosas. Hoy en día hay muchísimo que aprender sobre el trabajo del campo: rotaciones de cultivos, construcción de cercados... —Calló, dándose cuenta de que se estaba dejando llevar por el entusiasmo. Ella estaba hablando de gestión de grandes explotaciones y Lucy y Mike eran pequeños agricultores.
Lucy parecía impertérrita. Asentía con la cabeza con aire pensativo.
—¡Mamá, no voy a volver con el rector nunca más! —Tim entró en el salón dando botes con la cara enrojecida y los ojos brillantes—. Y no tendré que ir a ningún colegio cuando sea demasiado mayor para ir con la señorita Baldock. Cuando Mike lo crea adecuado, iré a aprender cómo se mantiene una gran granja.
«Bien hecho, Alasdair.» Emma asintió en silencio. Tanto Alasdair como Mike parecían satisfechos con la decisión.
Alasdair se agachó para besar a Lucy.
—Espero que estés contenta, Lucy. Es lo mejor.
—Sí —dijo ella sonriendo—. Eso mismo estaba diciendo lady Emma.
Alasdair dirigió una mirada extrañada a Emma y dijo:
—Bueno, creo que no debemos interferir más en vuestra vida. Vámonos, Emma —dijo ofreciéndole el brazo.
Emma lo cogió, se despidió y salió con él. Mientras caminaban, Alasdair hizo una observación.
—Me alegra ver que pensamos lo mismo sobre Tim. Claro que tú y yo, futura esposa, siempre hemos estado de acuerdo en casi todo.
—Todavía no sabes qué pienso respecto al matrimonio —apuntó Emma con ligera aspereza.
—Dímelo pues, cariño.
Emma respiró hondo.
—¡Eres un arrogante, un intolerante y un embustero, deberías pudrirte en el infierno!
—Nunca había oído piropos como éste en tu boquita de miel, ángel mío.
—Pues esto no es más que el principio —dijo Emma—. Pienso llenarte los oídos de insultos todos los días durante el resto de tu miserable existencia.
—Querida, voy a ser el hombre más feliz de la tierra —dijo él alegremente, y añadió—: Además, el día que me canse de oírte, sólo tengo que hacer una cosa.
—¿Ah, sí?
Se detuvo entre las sombras del callejón. Sus ojos relucían como esmeraldas bajo la luz del atardecer. Lentamente selló los labios de Emma con los suyos.
—¿Lo dudas, Emma, amor mío? —murmuró desplazando la boca por la suave curva de su cuello.
—No —susurró Emma—. Ya no me queda ninguna duda... ninguna en absoluto. —Con el pulgar le resiguió la línea de los labios—. Ya nada puede hacerme dudar.