CAPÍTULO 01

Grantley Manor, Inglaterra

Diciembre de 1810

—¡Es un escándalo! ¡Es intolerable! De ninguna manera pienso permitirlo.

Emma Beaumont apretaba entre las manos un pañuelo con encajes y caminaba de un lado a otro por el elegante salón. El dobladillo de su vestido de crepé gris paloma ondeaba a su paso.

—Oh, Emma, querida, no puedes hablar así —dijo una dama de mediana edad ataviada con un vestido de seda negra y polisón. Negaba vehemente con la cabeza y, al hacerlo, los extremos de la papalina le tocaban las mejillas.

—¿Acaso no tengo derecho, María? —exclamó furiosa lady Emma—. Señor Critchley, hay que hacer algo al respecto. Insisto. No puedo imaginarme lo que pensaría Ned.

Siguió un silencio embarazoso. Critchley, el abogado, tosió tapándose la boca y manoseó con impaciencia unos documentos. La dama de mediana edad se abanicaba vigorosamente. En un sofá ornado con volutas doradas estaba sentada una pareja de edad más avanzada con la mirada perdida en el vacío. El varón daba monótonos golpes de bastón sobre la alfombra de Aubusson, mientras su esposa fruncía los labios y movía ligeramente la cabeza, como si pretendiera justificar algo.

—Emma... ¡Emma! —dijo una voz desde el otro extremo de la estancia—. Estás haciendo que todos se sonrojen.

Era Alasdair Chase, que estaba apoyado en la librería con las manos hundidas en los bolsillos de sus bombachos de gamuza. El barro de las botas indicaba que había pasado el día de caza. Se podía distinguir un brillo malicioso en aquellos ojos verdes y un gesto sardónico en los labios.

—Todos menos tú, Alasdair, si no me equivoco —dijo Emma volviéndose hacia su interlocutor—. Dime, ¿con qué argumentos convenciste a Ned para que se prestara a esta... mofa intolerable?

El golpeteo del bastón se hizo más perceptible; el anciano tosió con fuerza tapándose la boca.

—¡Emma! —protestó María oculta tras su abanico—. Piensa en lo que estás diciendo.

—Tiene razón, Emma... piensa un poco —murmuró afligido el abogado.

Emma se ruborizó y se llevó las manos a las mejillas.

—Yo no quería...

—Si tienes algo que recriminarme, Emma, hazlo en privado —dijo Alasdair apartándose de la pared y avanzando hacia ella. Caminaba con paso ágil; su cuerpo esbelto era flexible como un estoque y daba la impresión de sinuosidad y velocidad más que de fuerza muscular. Tocó con una mano el codo de Emma—. Ven —ordenó con voz suave, y se la llevó hacia una puerta en la pared del fondo.

Emma lo acompañó sin protestar. Todavía estaba sonrojada y seguía apretando el pañuelo, ya rasgado, pero pese a todo había recuperado el control de sí misma y volvía a ser consciente de en presencia de quién estaba y de lo impertinentes que habían sido sus palabras.

Alasdair cerró la puerta detrás de ella. Estaban en una pequeña sala de música en la que había un elegante piano y un arpa dorada. Alasdair se sentó al piano, levantó la tapa y tocó una escala. La vibración de las notas llenó todo el cuarto.

Emma fue a la ventana. Era invierno, las tardes eran cortas, los árboles, ya sin hojas, se mecían bajo el viento del nordeste que soplaba desde el estuario del Solent.

Las notas se extinguieron y Emma oyó el delicado sonido de la tapa del piano al cerrarse. Se dio la vuelta. Alasdair estaba de pie, de espaldas al instrumento y con las manos apoyadas detrás, sobre la tapa de madera de cerezo.

—¿Y bien? —dijo enarcando una ceja—. A solas puedes decir lo que te plazca. No me ofenderé.

—Tampoco tendrías derecho —replicó Emma—. Todo esto lleva tu firma, Alasdair. ¿Crees que ignoro que eras capaz de manipular a Ned cuando te venía en gana?

La enjuta mejilla de Alasdair se puso a temblar y sus ojos se cerraron imperceptiblemente.

—Si eso es lo que crees, es que no conocías a tu hermano tan bien como todos creíamos —dijo sin expresar emoción.

—Si no fuiste tú, ¿quién fue? —gritó ella—. No me creo que Ned me hiciera una jugarreta así por iniciativa propia.

—¿Por qué te parece una jugarreta, Emma? —preguntó Alasdair encogiéndose de hombros—. ¿No puede ser que Ned creyera estar actuando en tu interés?

—¡Por favor! —exclamó Emma llevada por un arrebato de furia. Se puso a caminar nuevamente. Alasdair, cuyos ojos volvían a brillar, miraba cómo iba de un lado a otro de la pequeña habitación.

Lady Emma Beaumont medía un metro y setenta y cinco centímetros descalza y tenía una figura generosa. Alasdair Chase, que la conocía íntimamente, sabía que su altura disimulaba las sinuosas curvas de su cuerpo; se quedó, como a menudo le sucedía, ausente imaginando la figura oculta bajo aquel elegante vestido: el maravilloso y abundante busto, la larga curva de la espalda, las torneadas caderas, la tersa ondulación de las nalgas.

De repente volvió a sentarse al piano y levantó la tapa. Tocó otra escala.

Emma se quedó quieta.

—Cariño, deberías haber aceptado de buen grado —dijo distraídamente Alasdair por encima del hombro, sin dejar de tocar las teclas—. Comportándote así no consigues más que ponerte en evidencia.

Vio que la boca de Emma se tensaba, que los ojos, más dorados que pardos, bullían con un destello de rabia. Entró un poco de viento por la rendija que había entre el cristal y el marco de la ventana. El fuego crepitó en el hogar y se levantó una llama; unas velas de cera ardían en los brazos de un candelabro situado sobre la consola de debajo de la ventana. La luz le iluminó el pelo. Alasdair siempre había pensado que tenía un pelo precioso. Un pelo en el que el ónice se mezclaba con el caoba entre mechas doradas como el trigo en verano. Recordaba que de niña dominaban los colores más claros, pero a medida que fue creciendo aumentaron las vetas oscuras.

—No me digas eso —dijo Emma en voz baja pero con firmeza.

—Como quieras —contestó Alasdair dándose la vuelta y encogiéndose de hombros ligeramente.

Tras un instante de duda, Emma se dirigió hacia la puerta que conducía al salón. Tenía los hombros tensos. Abrió la puerta y salió de la sala de música.

El escenario no había cambiado desde su abrupto mutis de hacía diez minutos. Los cuatro ocupantes de la estancia seguían sentados en la misma posición, como congelados por un toque de varita mágica. Se revolvieron nerviosos al verla llegar con Alasdair a su espalda.

—Señor Critchley, ¿tendría la amabilidad de releer el testamento de mi hermano? —preguntó con un tono de voz más moderado, aunque en su cuerpo todavía era palpable la tensión—. Desde el principio, por favor.

El abogado se aclaró la garganta, desenrolló los documentos y empezó a leer aquella jerga legal que, según el parecer de Emma, confirmaba la muerte de Ned con más rotundidad que la notificación formal de la Guardia Montada, la carta personal del duque de Wellington y el aluvión de mensajes de amigos y colegas; con más firmeza incluso que el desgarrador relato que Hugh Melton había hecho de la herida y muerte de Ned durante la estéril persecución entre Torres Vedras y Lisboa.

—Puesto que su hermano ni estaba casado ni tenía herederos directos, el título, Grantley Manor y la mansión Grantley de Londres quedan vinculados a su tío, lord Grantley. —El abogado levantó la cabeza y miró al anciano, que estaba sentado muy recto en el sofá.

El sexto conde hizo un solemne gesto de asentimiento con la cabeza y la condesa se alisó la falda de seda negra.

—No hay prisa, querida —dijo el conde con humor—. No hay ninguna prisa.

—En absoluto, no queremos que pienses que queremos echarte de la casa, querida Emma —dijo la condesa—. Es una verdadera lástima que no hayas encontrado marido todavía. Creo que haremos muy pocos arreglos, así que puedes quedarte el tiempo que quieras como invitada, hasta que te instales a tu gusto.

—No temas, no tengo pensado buscar cobijo bajo vuestras faldas —dijo Emma secamente—. Por favor, continúe, señor Critchley.

El abogado estaba incómodo. Había sido a esta altura del testamento cuando lady Emma había perdido los estribos en la lectura anterior.

Alasdair había vuelto a su antigua posición junto a la librería, con las manos en los bolsillos. Parecía divertido, cuando no indiferente, pero no dejaba de observar a Emma con los ojos entrecerrados. Le pareció que no había por qué temer otra demostración pública de furia.

—Lady Emma, usted es la heredera de su hermano, por lo tanto hereda usted todos los bienes no vinculados —dijo el señor Critchley—. Es decir, el grueso de su fortuna. —Miró al sexto conde y a la condesa como si quisiera disculparse.

—Debo decir que parece muy impropio de Edward —declaró lady Grantley—. Mira que no dejarle nada a su tío... sobre todo teniendo cuenta que lord Grantley será el responsable de administrar las propiedades.

—Las rentas bastarán para administrarlas —apuntó Emma apretando los labios.

—Seguro que sí... seguro que sí —dijo lord Grantley haciendo un gesto de aceptación con la mano, pues tenía un temperamento mucho más conciliador que el de su esposa.

—Lord Grantley comprobará que las propiedades se administran solas si las deja en las capaces manos de Dresden y sus ayudantes —dijo Alasdair sacudiéndose una mancha de barro del puño de la chaqueta.

—Lord Grantley hará lo que crea oportuno. Nombrará a su propio administrador y a sus ayudantes —contestó sentenciosamente la señora.

—Entonces es que es más necio de lo que creía —murmuró Alasdair tan bajo que sólo lo oyó Emma. Sus ojos se encontraron y él le guiñó un ojo con complicidad.

En un momento la tensión desapareció de la mirada de Emma y sus labios insinuaron una sonrisa. Luego recordó sus agravios y se dio repentinamente la vuelta. Alasdair siempre se las arreglaba para hacerle olvidar sus enfados con él. Era una de sus cualidades más exasperantes. Con Ned hacía lo mismo. De chiquillos, cuando dejaban el internado por vacaciones, Alasdair terminaba siempre por meterle el diablo en el cuerpo a Ned, que por lo común era un muchacho muy pacífico. Luego, en un visto y no visto, le gastaba una broma y lo engatusaba de tal forma que a Ned no lo quedaba otra opción que echarse a reír.

—¿Podemos seguir, señor Critchley? —preguntó Emma, de nuevo con voz afilada.

—El difunto conde nombró a lord Alasdair su albacea testamentario y fideicomisario de la fortuna de lady Emma, hasta el momento en que ésta se case.

Emma contuvo la respiración, dejando oír un silbido.

—¿Y cuáles serían exactamente las atribuciones de lord Alasdair en tanto que fideicomisario de mi fortuna?

El señor Critchley se sacó del bolsillo un pañuelo blanco y bien doblado, lo desplegó y se sonó ruidosamente.

—Su hermano, lady Emma, le ha conferido a lord Alasdair poderes para administrar su fortuna. Lord Alasdair goza de control absoluto. —Se tapó la cara otra vez con el pañuelo y añadió tímidamente—: Su hermano, señora, también previo compensar a lord Alasdair por las molestias que esto pueda representarle. El señor recibirá una asignación anual de... —Rebuscó entre los papeles—. Cinco mil libras... sí, eso es. Cinco mil libras.

Emma dio una vuelta al salón con paso agitado y ruborizándose por momentos.

—Es intolerable —dijo, pero todos los presentes vieron que se contenía.

—Oh, Emma, ¡no irás a molestarte por tan mísera suma! —se quejó Alasdair enarcando una ceja—. No te darás ni cuenta, querida. Además, te aseguro que me haré merecedor de ella.

—¿Y cómo piensas hacerte merecedor de ella? —preguntó ella dándose la vuelta para mirarlo.

—Asegurándome de que tu fortuna se incremente. Tengo un don para esas cosas, como muy bien sabía Ned —contestó sonriendo.

—¿Y qué sabes tú de inversiones, cotizaciones, porcentajes o comoquiera que se llamen —dijo Emma—, si en tu vida has tenido un penique?

—Muy cierto —dijo él cruzándose de brazos y mirándola con una media sonrisa—. Mi querido padre, como todos sabemos, no era lo que se dice un hombre ahorrador.

—Mala sangre —murmuró lord Grantley—. Le viene de la madre. Todos los Bellingham tienen mala sangre. La mayoría son jugadores empedernidos. Una vez vi perder a tu abuela seis mil guineas de una sentada. Y tu padre era igual.

—Así se explica mi penosa situación —asintió Alasdair sin entusiasmo—. El hijo menor de un jugador empedernido... —Se encogió de hombros—. De todos modos, creo que nos estamos desviando de la cuestión.

Emma callaba. El padre de Alasdair, el conde de Chase, había sido un tirano despiadado. Aficionado a la bebida y al juego, una noche, regresando de una partida de cartas, se cayó del caballo y se rompió el cuello, dejando una propiedad hipotecada hasta los cimientos y más deudas de las que fuera posible pagar con cualquier fortuna. «Alasdair, el menor de tres hermanos, no tiene ni un penique a su nombre, aunque viéndolo nadie lo diría», pensó Emma. «Vive desahogadamente, pero no se sabe cómo.»

—No me molestaría si Ned te hubiera dejado veinte mil libras —dijo molesta—. Eras su amigo más íntimo... más íntimo que un hermano. Pero me niego rotundamente a aceptar tu autoridad sobre mis gastos. ¿Es que voy a tener que pedirte mi asignación trimestral? ¿Y si quiero renovar las caballerizas? ¿Tendrás que dar el visto bueno a todos mis gastos cotidianos? —Se quedó mirando fijamente a Alasdair y a continuación al abogado.

—Querida Emma, estoy segura de que lord Alasdair te complacerá en todo —dijo María levantándose de una silla—. Además, no querrás tener que controlar tus finanzas tú misma. Sería tan... tan impropio de una dama. Es mucho mejor dejar esos sórdidos detalles en manos de un hombre. Los hombres tienen una mentalidad más adecuada para esa clase de asuntos. Estoy segura de que Ned lo hizo pensando en tus propios intereses... hasta que te cases. —Se acercó a Emma y le puso una mano en el hombro—. Tal vez deberías echarte en la cama y descansar un poco antes de la cena.

—¿Desde cuándo necesito descansar antes de cenar, María?

—Bueno, la verdad es que nunca lo haces —dijo la dama—. Pero la de hoy ha sido para ti una tarde agotadora.

—¿Sólo agotadora? —cortó Emma, y dirigiéndose al abogado agregó—: Y bien, señor, ¿tiene respuesta a mis preguntas? ¿Qué grado de autoridad le ha conferido mi hermano a lord Alasdair?

El abogado se frotó los labios con la punta de los dedos.

—En virtud de la naturaleza del fideicomiso, señora, el fideicomisario deberá revisar todos los gastos —dijo vacilante—. Sin embargo, no tiene jurisdicción en ningún otro ámbito.

—Vaya, soy afortunada. ¿No debo pedir su consentimiento para casarme, por ejemplo? —preguntó con sarcasmo—. ¿O para decidir adónde voy a vivir?

—No, en absoluto, lady Emma. Sois mayor de edad —dijo con indignación el abogado meneando la cabeza.

Emma frunció el ceño y bajó la mirada a la alfombra que tenía a los pies. Resiguió el dibujo con la punta de su zapatilla de satén azul.

—Me imagino que no hay manera de anular el testamento.

—Ninguna, lady Emma.

Emma asintió sin prestar atención.

—Si me disculpan —dijo con una voz que sonaba distante, y se fue hacia la puerta de la sala de música, por donde desapareció cerrando la puerta tras de sí.

—Siempre dije que tenía unas maneras muy extravagantes —dijo lady Grantley poniéndose en pie. Hizo un ruido con la nariz—. Claro que con su fortuna esto no será óbice para que le lluevan las ofertas. Lo único que podemos hacer es rezar para que no la dilapide en un cazafortunas.

—Siempre ha dispuesto de una gran fortuna y nunca ha sucumbido a ellos, señora —apuntó Alasdair con delicadeza.

Lady Grantley le lanzó una mirada de menosprecio.

—Una vez, que yo recuerde, corrió serio peligro de hacerlo. —Se acercó a la puerta—. Me voy a mis dependencias. María, ¿serías tan amable de mandarme al ama de llaves? Quisiera revisar el menú de la semana.

—Me parece que Emma ya lo ha hecho, lady Grantley —dijo María.

—Emma ya no es la señora de la casa —contestó Lady Grantley saliendo de la habitación. El marido miró a María como pidiéndole disculpas, murmuró algo acerca de una copa de clarete y siguió a su mujer.

—Pero bueno —exclamó María con las mejillas sonrosadas—. ¡Pero bueno!

—Y que lo digas, María —dijo Alasdair apartándose de la librería—. Cuanto antes os instaléis Emma y tú en otro lugar, mejor para todos. —Sonrió y sus facciones más bien duras se suavizaron de inmediato. Los ojos perdieron el brillo sarcástico y se volvieron cálidos; la boca adoptó una forma menos indiferente. Le puso una mano en el hombro—. No tienes por qué acatar órdenes de la condesa. Si quiere hablar con el ama de llaves, que la llame ella misma.

—Sí... sí, creo que es lo que voy hacer —dijo María asintiendo con la cabeza—. Señor Critchley, estoy segura de que le gustaría tomar una copa de vino antes de marcharse. Si me acompaña... —Se dirigió a la puerta. El abogado recogió sus papeles, hizo una reverencia a lord Alasdair y siguió a la mujer con paso ligero.

Alasdair se dejó caer sobre un sillón orejero y cerró los ojos, esperando. «Beethoven», pensó. No tuvo que esperar mucho. Las primeras notas del piano fueron suaves, casi inseguras, hasta que Emma dio paso a sus sentimientos. Luego el sonido creció, se reforzó y empezó a oírse la Sonata a Kteutzer.

Alasdair asintió satisfecho. Seguía conociéndola tan bien como siempre. Se levantó y entró en la sala de música. Si la intérprete había percibido su presencia, no lo dejó notar. Alasdair sacó un violín de un armario lacado de marquetería y se colocó detrás de ella. El dulce sonido del violín se unió al del piano, pero Emma no reparó en él hasta que terminaron la pieza.

Tenía las manos aún sobre el teclado, las notas de la sonata se diluían poco a poco en el aire.

—Oh, ojalá no tocáramos tan bien juntos. —Lo decía de todo el corazón.

Alasdair iba a contestar algo, pero se calló. Dejó el violín sobre una mesa con la superficie de mármol y patas doradas.

—¿Tienes la más mínima idea de lo que vales, Emma?

Ella se dio la vuelta sobre el taburete.

—No. Bastante, lo sé, pero ¿de verdad importa la cifra?

—Sí —dijo tajante—. Y si crees que no importa, debo decir que no eres la más indicada para hacerse cargo de tu fortuna.

Emma se sonrojó, reconocía que tenía razón. Sin embargo contestó:

—Esa no es la razón por la que Ned dispuso así las cosas.

—Vales más de doscientas mil libras —dijo Alasdair sin hacer pausas y haciendo caso omiso de las palabras de ella—. Eres una mujer extraordinariamente rica.

—Y supongo que tú vas a hacerme todavía más rica. —Se levantó del taburete—. Pero ésa no es la razón por la que Ned dispuso así las cosas, ¿verdad?

—Desconozco los motivos de Ned —dijo él, displicente—. Lo que sé es que las cosas son así. Entonces, ¿por qué no empezamos a hablar en serio? ¿Dónde piensas instalarte?

—En Londres, ahora que empieza la temporada. ¿Dónde, si no?

—Claro, ¿dónde, si no? —asintió él—. ¿Quieres que te busque una buena casa de alquiler?

—Preferiría que fuera de propiedad —dijo Emma bruscamente.

—No me parece una decisión muy sensata —dijo él con la misma brusquedad.

—¿Y por qué no, si puede saberse? —preguntó ella levantando el mentón y lanzándole una mirada desafiante.

—Porque vas a casarte —dijo él.

—¡No contigo! —Se le subieron los colores sin que pudiera evitarlo.

—No... si mal no recuerdo, ya lo dejaste bien claro una vez —contestó Alasdair con un gesto de la cabeza—. Aunque en realidad, no te estaba haciendo proposiciones.

Emma hizo un esfuerzo por controlarse. Era muy propio de Alasdair darle la vuela a las cosas de aquella manera... dejarla en desventaja. Lo miró fijamente a la cara.

—Me parece que es eso mismo lo que pretendía Ned con esta diabólica disposición.

—Sí, eso es lo que crees. Pero Ned no confiaba en mí. —Aferró el tirador de la campanilla—. ¿Jerez o madeira?

Emma vaciló, pero acabó aceptando que Alasdair no admitiría lo que ambos sabían que era verdad. En cualquier caso, ¿qué importaba? El acaloramiento del enfado ya había desaparecido y la cabeza le decía que tenían que encontrar la forma de dejar atrás sus diferencias y su pasado común si querían afrontar aquella situación. Fueran cuales fueran los motivos de Ned.

—Jerez —contestó Emma acercando las manos al fuego para calentárselas mientras Alasdair daba órdenes al lacayo que había aparecido a la llamada de la campanilla. Se hizo un gran silencio. Emma se quedó junto al fuego. Alasdair se acercó a la ventana. Las cortinas no se habían corrido todavía y podía oírse el débil sonido de las olas rompiendo en la playa que quedaba al pie del acantilado sobre el que se levantaba la casa.

El lacayo volvió con una bandeja, que dejó sobre la mesa de mármol, y se retiró.

Alasdair sirvió el vino y le acercó una copa a Emma.

—Tienes que guardar luto... ¿o piensas saltarte las convenciones?

—Ned tuvo poco tiempo para convenciones —dijo ella.

—Muy cierto —dijo él, dando un sorbo al vino y observándola detenidamente—. ¿Bailarás?

De pronto Emma sonrió.

—Nada de valses —dijo—. Ned detestaba los valses. —Los ojos se le mojaron de lágrimas y se las enjugó—. También detestaba las lágrimas. —La voz le salía entrecortada, dejó la copa—. Maldita sea, Alasdair. ¿Por qué tenía que morirse?

Alasdair se acercó a ella y la abrazó. El cabello de Emma se movía con el ritmo de su respiración. Durante un minuto, todo fue como había sido tantas veces en el pasado. Él consolándola a ella... porque se había arañado la rodilla, o porque se había caído del caballo, o porque la habían castigado en la escuela. Sin embargo, en esa ocasión también Alasdair estaba triste y recibía consuelo a su vez.

Se aferraron el uno al otro. Ya no era un pasado remoto, sino un pasado reciente. Un pasado que ella había jurado no recordar jamás. Pero ahora sentía el latido de su corazón, el aroma de su piel, su pelo... Todo su suave cuerpo se apretaba contra el de ella. Sus manos bajaban por su espalda y la abrazaban muy fuerte.

Todo empezó a dar vueltas. Tenía pensamientos y sensaciones confusas. Se apartó de sus brazos, ya se le habían secado las lágrimas.

—Entonces alquílame una casa —dijo con voz desafinada, cogió la copa de vino y bebió—. Quiero estar en Londres antes de año nuevo.

—Como mandéis, mi señora —dijo Alasdair inclinándose irónicamente—. Discutiremos los detalles de tu situación económica cuando estés instalada en la ciudad. —Sus finos labios dibujaron una sonrisa—. Prometo no ser muy severo con las cuentas.

Emma se quedó muy quieta hasta que por fin se dio la vuelta y salió de la sala como una exhalación dejando que la puerta se cerrara lentamente detrás de ella.

Alasdair se sentó al piano y tocó una serie de acordes, cada uno más estridente y discordante que el anterior.