CAPÍTULO 02
—Esta casa es ideal, Emma. —María se desató el lazo del sombrero y asintió satisfecha mientras contemplaba el amplio salón del primer piso—. Las habitaciones tienen buen tamaño y los muebles son de mejor calidad que muchos de los que se ven por ahí. Querida, me daba mucho miedo de que te encontraras con unas condiciones precarias y te hundieras en la melancolía por no estar acostumbrada. La mansión Grantley es un edificio muy distinguido y Grosvenor Square, una zona perfecta. —Suspiró levemente y dejó el sombrero sobre una silla—. Pero esta casa es muy agradable y Mount Street es una buena zona.
—Con tal de escapar de tía Hester, viviría en el cobertizo de las gallinas —dijo Emma quitándose los guantes de color ocre de York—. Esa mujer es puro veneno.
—Debo decir que no me parece una persona con buenas intenciones —añadió María, algo más moderada.
Emma le sonrió.
—Tú en cambio eres una santa, María. Aún no sé cómo pudiste morderte la lengua cuando te habló de aquella manera. Ojalá yo hubiera sido capaz de hacer lo mismo —dijo en un tono que se podía interpretar como de ligero arrepentimiento—.Hubiera sido mucho más digno mantener la serenidad y guardar silencio en vez de emprenderla con ella. Además, el pobre tío Grantley lo pasa mal.
—Bueno, querida, tú siempre has sido muy temperamental —dijo María a modo de consuelo— y también el pobre Ned. Nunca se quedaba callado cuando consideraba que se había cometido una injusticia.
—No. —La sonrisa de Emma se había teñido de melancolía. Para distraerse, se acercó a las altas ventanas que daban a la calle—. ¡Menuda confusión! La diligencia sigue bloqueando la calle mientras descargan el equipaje, y el hombre que va en el carro de detrás está que se sube por las paredes. —Se puso a reír a carcajadas—. No sé que estará gritando, pero estoy segura de que nada muy cortés. El cochero parece querer hacerlo picadillo.
—Oh, querida, que escena tan vulgar —dijo María sacudiendo la cabeza—. En Londres no hay más que tumultos y porquería.
Emma rió pero no dijo nada. A María le encantaba la ciudad para poder quejarse. Era una criatura muy social, que se nutría de las visitas, compras, fiestas e incluso de las insulseces del club Almack's. Era familia lejana del padre de Emma, su marido la había dejado en mala posición al morir, de todo punto insuficiente para mantener el estilo de vida al que estaba acostumbrada. La madre de Emma había muerto cuando su hija tenía catorce años, y el padre le propuso a María Whiterspoon que fuera la asistente y la acompañante de su hija cuando a los dieciocho años hizo su ingreso en la sociedad londinense. María se mostró encantada ante tan generosa oferta y ante la perspectiva de volver a mezclarse con personas acaudaladas y de buena cuna. Al morir el padre de Emma, se convirtió en la acompañante permanente de la muchacha.
El arreglo les convenía a ambas. María no era muy avispada, pero conocía a todo el mundo y tenía buenos contactos, era la carabina perfecta para una heredera joven y rica. Además era una persona bondadosa y serena, y como no pretendía influir en las opiniones y decisiones de Emma, se llevaban muy bien.
—Iré a asegurarme de que dejen las cajas y los baúles en las habitaciones correctas —dijo María—. Tú te quedarás el dormitorio grande de la parte de atrás, querida, y yo me quedaré el de delante.
—Ni hablar. Eres tú la que se despierta con nada. No pegarás ojo si te quedas el que da a la calle —dijo Emma—. Yo duermo como un tronco, quédate tú el de atrás.
María vaciló un momento.
—Es muy generoso por tu parte, Emma —dijo al fin—. Muy considerado. Y salió.
Emma se quedó ante la ventana. El altercado entre su cochero y el hombre del carro iba subiendo de tono y la gente comenzaba a formar corro en torno a ellos. El cochero era un hombre fornido, pero el conductor del carro parecía un luchador profesional. Emma estaba a punto de enviar a Harris, el mayordomo, para que templara los ánimos antes de que alguien resultara herido, cuando desde Audley Street llegó un cabriolé a galope tendido.
El cochero detuvo sus dos caballos blancos justo a tiempo para no estrellarse contra los vehículos parados. Parecía una maniobra sencilla, pero Emma, que también era una buena cochera, sabía que para llevarla a cabo se requería templanza, firmeza y precisión. No habría esperado menos de Alasdair Chase, que tras cederle las riendas a su mozo de cuadra bajó del cabriolé.
Llevaba puesto el codiciado chaleco a rayas azules y amarillas del club Four Horses. El látigo sobresalía del abrigo. Se acercó a las partes en conflicto y aunque Emma no pudo oír lo que les dijo, los resultados fueron instantáneos. El cochero volvió a la caja de la diligencia, el hombre del carro hizo dar media vuelta a sus caballos y Alasdair, tras decirle algo a su mozo, se dirigió a la puerta principal.
Se detuvo un momento para levantar la vista hacia la casa. Vio a Emma en la ventana y se levantó el sombrero de castor de ala curva para saludarla. Luego desapareció de la vista de Emma y subió la escalera.
La joven lo esperó. Oyó los pasos rápidos y ligeros por la escalera y se prometió que durante la charla que seguiría ni lo provocaría ni se dejaría provocar.
Alasdair entró en el salón, y con él una oleada de aire fresco. Le brillaban las mejillas y tenía los ojos resplandecientes.
—Cielo santo, Emma, no puedo creerme que lleves tanto equipaje. ¿Cómo pueden necesitar tantas cosas dos mujeres? Hay varias docenas de sombrereras y baúles. En el salón he tropezado con un baúl de vestidos y casi me rompo el cuello. —Dejó el sombrero y el látigo sobre una mesa aparador de madera satinada y se quitó los guantes. Todo ello con gestos suaves, ágiles y sólo los imprescindibles.
—Entonces, ¿te gusta la casa? ¿Tendrás bastante?
—María está encantada —dijo Emma—. Yo todavía no he tenido tiempo de verla bien.
Si aquella respuesta evasiva decepcionó a Alasdair, no lo dejó ver.
—Hay una sala de música —dijo él—. En la parte trasera de la planta baja. Creo que el piano será de tu gusto. Es un Pleyel parisino, y suena bien.
—Gracias —dijo Emma. Si Alasdair había elegido el instrumento, sabía que no tendría motivos de queja, pero no quería mostrarse efusiva—. Lo probaré más tarde, cuando nos hayamos instalado —añadió a modo de indirecta, incapaz de controlarse a pesar de su decisión—. Para entonces será un placer recibir visitas.
—Si estás intentando deshacerte de mí, querida Emma, no estás siendo muy sutil —dijo Alasdair con satisfacción. Tomó asiento en un hondo sofá frente a la chimenea y cruzó las piernas como si intentara ponerse cómodo—. Soy tu fideicomisario, por si no lo recuerdas. Y como tal, poseo privilegios de los que carece una visita ordinaria. —Le sonrió, ella seguía junto a la ventana—. Por no hablar de los privilegios de un antiguo... muy antiguo... amigo de la familia.
—Eso pertenece al pasado —dijo Emma—. Apenas te he dicho dos palabras en privado en los últimos tres años. ¡He aquí por qué esta situación es tan desagradable! —añadió apasionadamente, pese a haberse dicho que se mostraría tranquila, educada y distante. Había luchado por contenerse, pero le parecía imposible. Cada vez que pensaba que había aceptado el diabólico legado de Ned, el mero hecho de pensar en lo que suponía echaba por los suelos la poca paz de espíritu que pudiera haber conseguido.
—A mí no me parece desagradable en absoluto —dijo alegremente Alasdair—. Me hace muy feliz que podamos dejar a un lado nuestro distanciamiento.
—¿Cómo puedes esperar que me olvide...? —Calló y se dio la vuelta hacia la ventana; tenía los hombros tensos y la espalda erguida.
—Creía que era yo la parte agraviada —observó Alasdair, esta vez en un tono más ácido—. Fue a mí a quien dejaron plantado en el altar.
Imposible, ya no podía aguantar más.
—Si no te marchas tú, me iré yo —dijo Emma encaminándose hacia la puerta—. Harris te acompañará a la salida.
Alasdair alargó lentamente la mano y la cogió por la muñeca cuando ella pasó junto al sillón. Era casi tan alta como él, pero Emma sabía que no podía competir con la fuerza que escondía su esbelta figura. No iba a poder deshacerse de aquellos dedos que aprisionaban su muñeca, y tampoco intentó hacerlo.
—Creía que habíamos acordado que aceptarías esta situación con buen talante —dijo Alasdair—. Lo único que consigues es ponerte en ridículo.
—A ti todo esto te va muy bien para hostigarme, ¿verdad? —dijo ella con amargura.
—Olvidas, querida Emma, que en el pasado fui yo el que quedó en ridículo y que sé muy bien cuáles son las consecuencias. Lo único que quiero es prevenirte; sólo eso. —Sus ojos se encontraron, los de él irradiaban amargura y rabia, el bigote le temblaba sobre la fina boca.
—¿Cómo te atreves a culparme de aquello? —exclamó Emma—. Después de lo que hiciste... Pretendías que tolerara... que fingiera... —Las palabras se le atascaban en la boca, empezó a tirar de la muñeca aprisionada.
Para su sorpresa, se la soltó en seguida. Alasdair se apartó de ella, recogió el sombrero, los guantes y el látigo, y con voz serena y pausada dijo:
—Al margen de lo que te parezca esta situación, lo cierto es que las cosas son así. Tengo ciertas responsabilidades con respecto a tu bienestar y tú vas a tener que aceptar que soy una figura importante en tu vida. Yo esta tarde venía a ver si la casa era de tu agrado... y si habías tenido buen viaje... para asegurarme de que no hubieras tenido ningún percance con bandoleros, pues últimamente hay muchos salteadores de caminos por Finchley Common, y para ver si tenías algún recado que darme. Era, en definitiva, una visita de cortesía y amistad. —Hizo una reverencia con fingida formalidad e hizo un movimiento histriónico con el sombrero.
Emma se frotaba la muñeca, seguía notando la cálida impronta de sus dedos. Alasdair se quedó mirándola en silencio, con sus verdes ojos medio cerrados. Emma sabía lo que se proponía: intentaba hacerle perder la compostura con sus apelaciones a la amistad y la cortesía, que se sintiera como una niña malcriada porque no sabía o no quería enfrentarse con madurez a una situación inevitable.
—No me interesa tu amistad —dijo con frialdad—. Pero la cortesía se paga con cortesía. Si me disculpas, tengo que ayudar a María a deshacer el equipaje. —Hizo una reverencia tan fingidamente formal como la de él.
Alasdair se encogió de hombros como si el asunto hubiera dejado de interesarle.
—Como desees. —Se puso los guantes y ajustó su suave piel a los dedos—. Como veo que estás ocupada, volveré por la mañana para que discutamos cómo quieres que se te pague la asignación, si mensual o trimestralmente. Como te plazca.
—Todavía no hemos discutido qué voy a necesitar —dijo Emma con frialdad—. Deberíamos empezar por eso.
Alasdair se detuvo de camino a la puerta.
—Yo ya lo he decidido. Mañana lo comentamos. Que tenga usted buen día, señorita.
La puerta se cerró tras de él. Emma, roja de rabia, fue hacia la ventana. Lo vio salir de la casa, subir al cabriolé y cogerle las riendas del mozo. La calle ya estaba despejada y dio a los caballos orden de partir con un movimiento algo brusco. Los caballos se pusieron en marcha a una velocidad excesiva para una calle estrecha como aquella. Los frenó en seguida, pero a Emma le quedó claro que estaba tan irritado como ella.
Ya no podían estar en la misma habitación sin que se manifestara su antagonismo. Se habían hecho demasiado daño en el pasado para fingir serenidad en presencia el uno del otro. Ned lo sabía. ¿Por qué habría dictado una disposición como aquélla? Quería a su hermana lo mismo que a su amigo. ¿Por qué habría decidido ponerlos en ese compromiso?
Sólo había una respuesta. Ned debió de pensar que poniéndolos en aquel brete volvería a activarse la química que siempre había existido entre ambos. Se había alegrado mucho al saber de su compromiso y la ruptura lo dejó destrozado. Nunca les había reprochado nada a ninguno de los dos y siempre se había mantenido cercano a ambos, negándose rotundamente a tomar partido por uno, y sin embargo nunca fue capaz de ocultar el pesar y la decepción que el suceso le había ocasionado.
Emma salió del salón y se dirigió al piso de arriba, al dormitorio de enfrente. La criada ya estaba deshaciendo el equipaje. Había vestidos sobre la cama, sobre los respaldos de los sillones y en los brazos de la chaise longue que había junto a la ventana. Los zapatos, abanicos y pañuelos ocupaban casi toda la superficie.
—Que el Señor nos ayude, lady Emma, jamás pensé que habíamos traído tantas cosas —dijo Mathilda guardando un juego de cama en uno de los cajones del ropero—. Además, apuesto a que no se pondrá usted ni uno de estos paños después de visitar los almacenes de sedas, a los sombrereros y a los zapateros.
—Tal vez tengas razón, Tilda —dijo Emma—. Todo esto debe de estar ya pasado de moda.
No habían sabido de la muerte de Ned hasta noviembre. Los despachos desde Portugal tardaban en llegar. Había pasado en Hampshire el verano y el comienzo de la temporada de eventos londinense, mientras los abogados se ocupaban de los trámites testamentarios. Apenada como estaba, no se había fijado en las publicaciones de moda que leía María, ni se había interesado por los chismes de sociedad; en vez de ello, se había contentado con ir con ropa de montar y el discreto luto al que estaba obligada en presencia de las visitas qué acudían a darle el pésame.
Pero ya estaba harta del luto, del lavanda y del gris paloma. Era hora de ponerse al día. Más de uno se escandalizaría al ver lo poco que le había durado el luto, pero a Emma, como a su hermano, nunca le importó lo más mínimo la opinión pública; por lo demás, Emma tenía la sospecha de que se le disculparía la falta de decoro en cuanto la vieran aparecer con su fortuna. Su desacato de las convenciones sería visto como una interesante excentricidad.
Dejó a Tilda deshaciendo el equipaje y se fue al tocador, que estaba en el cuarto de al lado. El estuche estaba sobre el secreter y uno de los lacayos estaba encendiendo unas velas sobre la repisa de la chimenea. El fuego ardía en el hogar y el cuarto parecía un remanso de paz y orden en comparación con el resto de la casa.
Se sentó a la mesa y abrió el estuche. Sus dedos se dirigieron, como de costumbre en los últimos días, a la carpeta de piel donde guardaba la correspondencia privada. Sacó el paquete envuelto en pergamino y se sentó con él en las manos, observando las manchas resecas de la sangre de Ned.
Sacó el pliego de papel del envoltorio y lo abrió con cuidado. Aquella carta no se parecía a ninguna que Ned le hubiera enviado antes. Era una especie de poema, estaba claro que lo había escrito él mismo, y Ned no tenía madera de poeta, hasta una hermana, pese a su parcialidad, tenía que admitirlo. Era una composición horrenda. ¿Sería una broma de su hermano? ¿Por qué no lo acompañaba ninguna carta?
Emma se frotó los ojos con la mano. Volvió a plegar la hoja de papel, la introdujo de nuevo en el envoltorio y la guardó en el estuche. Fuera cual fuera el propósito de aquella carta, ya nunca lo sabría. No obstante, era todo lo que le quedaba de él, la última cosa tangible que poseía de su hermano. Había en ella la sangre de Ned. Estaba dispuesta a guardarla como un tesoro.
Tal vez Alasdair sabría verle el sentido al poema. Tenía un concepto de Ned distinto del que tenía Emma. Además, siempre tenía respuestas para todo. Era otra de sus cualidades más exasperantes. No siempre tenía razón, pero siempre estaba convencido de que la tenía, tanto era así que muchas personas tendían a creerlo también. Ned y ella eran dos raras excepciones. Claro que eran los que conocían a Alasdair Chase mejor que nadie.
«Por lo menos Ned», se corrigió Emma. Ella se había engañado pensando que lo conocía... que podía confiar en él sin reservas.
Emma se levantó del secreter y se acercó al fuego. Puso las manos sobre la repisa y se quedó contemplando las llamas, recordando el día que conoció a Alasdair Chase. Tenía ocho años el verano que Ned trajo a su amigo de Eton por vacaciones. Ella se enamoró al instante de aquel joven de catorce años y corrió tras él todo el verano como una devota cachorrita. Ya entonces tenía sus idiosincrasias, como esa temeridad que siempre lo había caracterizado y que lo hacía tan atractivo... tan peligroso.
Alasdair animó a Ned a hacer toda clase de diabluras. Entraron en el bosque de noche para observar a los tejones y los zorros; navegaron en barca por el estuario del Solent, con buen tiempo y con mal tiempo, tanto de día como de noche. Cogieron los caballos de caza del conde y sus escopetas de la armería y desaparecieron durante horas para ir a cazar, sumiendo a los de la casa en el pánico y la angustia. Con todo, gracias a su carisma y a sus indudables habilidades, Alasdair siempre evitó consecuencias drásticas. Acabó domeñando los caballos de caza del conde; era un gran tirador y nunca volvía a casa sin la bolsa llena; nadaba como un pez y navegaba como un marinero. Y parecía no temerle a nada.
El conde, como todos, sucumbió a su encanto. La indiferencia y la anarquía de Alasdair quedaron sin castigar y Ned, por imitar a su amigo, se volvió más descarado. Después de aquel verano, Alasdair se convirtió en visitante habitual de Grantley Manor. Parecía ser que su padre no mostraba ningún interés por él, ni sus hermanos, que eran mucho mayores que él; su madre estaba algo desequilibrada y probablemente no se daba cuenta de si su hijo pequeño volvía a casa por vacaciones o no. Nadie supo con certeza quién decidió que Alasdair se quedara a vivir con la familia de Ned, aunque Emma tenía la sospecha de que había sido el propio Alasdair.
Emma se pegaba como una lapa a su hermano y a su amigo, y las más de las veces ellos la aceptaban con la altiva indiferencia con que los mayores tratan a los chiquillos que los adoran.
Uno de los leños cayó en el hogar, arrancando a Emma de su ensueño. Se agachó para atizar el fuego y sintió el calor en la cara. Fue la música lo que señaló un cambio en su relación, lo que hizo que Alasdair la tratara como un igual. Había seguido burlándose de ella y tratándola con la confianza de las viejas amistades, pero en algún momento, aun antes de que ella empezara a recogerse el pelo, comenzó a tomarla en serio.
Una tarde la oyó tocar; ella ya había descubierto que la música no era práctica anodina y escalas, sino una fuente de placer. Hasta entonces, Alasdair sólo tocaba para sí mismo, por la noche, cuando la casa estaba en silencio. Nunca había revelado su don. Ned era el único que lo conocía y que sabía que su amigo usaba la música para calmar los malos humores y los accesos de soledad que le asaltaban de vez en cuando. Aunque ni siquiera Ned comprendía cómo conseguía Alasdair expresar todas sus emociones a través de la música.
Emma lo comprendió en seguida. Alasdair y ella compartían aquella pasión y aquella necesidad. Se compenetraban bien. Durante el periodo de su noviazgo tocaban juntos, a veces por simple placer; otras, las más, para el placer de los demás.
Se convirtieron en la atracción habitual de las veladas y las fiestas en las casas de campo. Hasta que todo se estropeó...
¿Quién sería ahora el amor de Alasdair?
Emma se apartó del fuego al plantearse aquella desagradable pregunta. Sin duda, tendría a alguien. Siempre había habido una mujer en la vida de Alasdair. «Más de una, a decir verdad», pensó con amargura. La última de la que había tenido noticia era una tal lady Melrose, una mujer de cierta edad y buena reputación. Los galanteos de lord Alasdair estaban con frecuencia en boca de todos. Se decía que no tenía un penique, pero que vivía como si tuviera una inmensa fortuna. Era un vividor. Un vividor empedernido, inconsciente, decidido y terriblemente encantador. Y por ello la sociedad lo tenía en gran estima.
La casa de Half Moon Street era un complejo laberinto de estrechos corredores de techo bajo y pequeñas habitaciones. El fuego del saloncito del piso de arriba humeaba y las velas titilaban mientras el viento de enero se abría paso por debajo de la puerta mal ajustada y por entre los cristales.
En el salón había dos hombres con sobretodo acurrucados junto al fuego. Uno de ellos tenía una áspera tos a la que ningún bien hacía el humo de la habitación.
—¡Qué tiempo infernal! —dijo—. No entiendo cómo puedes vivir aquí, Paolo. —Hablaba inglés pero con fuerte acento. Se dirigía a un hombre mucho más joven que iba vestido a la moda, con bombachos gris claro, abrigo de fina tela azul y chaleco de seda gris. Sus botas con borlas doradas brillaban a la luz de la hoguera.
—Se acostumbra uno, Luiz —dijo el joven encogiéndose de hombros y con un deje de aburrimiento. No tenía ni rastro de acento, aunque algo en sus facciones, quizá el color aceitunado de su piel y sus ojos oscuros, le confería un aire exótico.
—Claro, tú naciste aquí —dijo Luiz—, supongo que ahí está la diferencia —añadió sin convicción. Luego cogió un monóculo y observó a su compañero—. Desde luego das el pego. Pareces uno de esos distinguidos caballeros londinenses. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Claro que podré —dijo Paolo con el mismo aire de aburrimiento—. Puedo ser tan dandi como cualquiera de ellos. —Rió haciendo una mueca—. Me juego lo que sea a que nadie sospechará en ningún momento de mis orígenes.
La puerta se abrió y ambos se dieron la vuelta. Apareció ante ellos una figura alta e imponente que cerró tras de sí dando un portazo. Iba envuelto en un sobretodo.
—Aquí dentro hace un frío que pela —dijo con un acento apenas perceptible—. Aviva el fuego, Luiz.
El aludido obedeció en seguida y arrojó leña a las llamas. Por desgracia, la madera estaba verde y salieron ráfagas de humo, lo que le provocó a Luiz un ataque de tos.
El recién llegado no le dio importancia, dejó el sombrero sobre un taburete y se acercó a la mesa, donde había una jarra de vino y vasos. Levantó uno de los vasos y lo examinó a la luz de una vela, luego lo frotó cuidadosamente con un pañuelo y lo llenó con el contenido de la jarra. Como si de una señal se tratara, sus compañeros se apresuraron a hacer lo mismo.
Bebieron en silencio. El recién llegado se colocó también un monóculo y examinó detenidamente a Paolo.
—Sí, lo harás muy bien —dijo. Se llevó una mano al interior del sobretodo y sacó un fajo de papeles—. Esta es tu biografía, no te será difícil memorizarla.
Paolo cogió los papeles.
—Será más fácil, creo, que el diplomático italiano —dijo hojeando los documentos—. No es fácil dominar la intrincada política italiana, gobernador.
El hombre al que así se había dirigido se limitó a asentir y a beber vino.
—Esa mujer frecuenta los círculos más selectos. Tu condición de emigrado francés y tus impecables credenciales te permitirán acceder a los escalafones más altos de la sociedad. La princesa Esterhazy se encargará de que te dejen entrar en el Almack's. Ha sido informada de tu llegada, cree que desciendes de una rancia familia lejanamente emparentada con la de su marido. Le harás una visita en cuanto te sepas bien la biografía. Estaría bien que fingieras algo de acento francés. Tu dominio del inglés, por supuesto, se explica por tu condición de emigrado. Te criaste en la Inglaterra rural pero ahora te has decidido a ocupar tu lugar en la sociedad. —El gobernador se encogió de hombros y dejó su vaso sobre la mesa—. Encontrarás buena compañía. Además, ir en busca de una esposa rica, por más que suene vulgar —dijo haciendo una mueca de disgusto—, se considera una ocupación legítima, y hasta loable, para los jóvenes entre cuyas filas vas a ingresar.
—Todavía no me ha dicho en qué consiste mi misión —dijo Paolo, mirando a su superior por encima del borde del vaso—. ¿Qué debo hacer con esta joven rica?
El gobernador fue hacia el fuego y se agachó para calentarse las manos con las llamas.
—Tenemos razones para creer que posee algo que nos interesa: los planes para la campaña de primavera de Wellington, que fueron enviados a sus superiores de Londres. Su hermano era uno de los correos de Wellington. Sabemos que llevaba un mensaje con los detalles a Lisboa para despacharlo. Cuando lo capturamos no llevaba el documento, y murió antes de darnos una pista útil. Sin embargo, algo sabemos, como que él y su hermana estaban muy unidos. Y sabemos que murió diciendo su nombre. —Se puso en pie y se dio la vuelta para calentarse la espalda—. Tenemos fuentes que nos han informado de que el documento nunca llegó a la comandancia militar de la Guardia Montada. Nadie sabe por qué. Si le llegó a la muchacha, es posible que ya lo haya destruido por no saber qué era. No podemos estar seguros de si era confidente de su hermano. Sabemos muy poco, querido Paolo, excepto que se trata de una cuestión de vital importancia. Te corresponde a ti averiguar qué sabe lady Emma, si posee lo que buscamos y, si es así, obtenerlo. Cómo lo hagas es asunto tuyo. —Hizo una pausa con la mirada como perdida—. Si es necesario fingir un accidente, o si tiene que ocurrir algún suceso fatal, tendrás que procurar hacerlo con la máxima discreción.
—Por supuesto, gobernador —dijo Paolo haciendo una reverencia, y llevándose un dedo a los labios añadió—: Creo que mi reputación no deja lugar a dudas.
—Por eso te hemos elegido para un asunto tan delicado —dijo el gobernador con resolución—. Luiz será tu intermediario... y hará tareas de reconocimiento o lo que sea necesario. —Hizo un gesto con la cabeza al hombre de más edad, que había permanecido en silencio todo el tiempo—. Luiz se quedará en esta casa mientras dure la operación y estará a tu disposición a cualquier hora.
La habitación se había llenado otra vez de humo y Luiz tosió molesto. Temblaba pese a estar enfundado en su sobretodo. Miró por la pequeña ventana, cuyo cristal arañaba una rama deshojada. No era un ruido agradable.
—Te instalarás en un apartamento de alquiler en Albermarle Street —dijo el gobernador sacando otro papel del bolsillo—. Aquí está el contrato. No es nada lujoso pero es correcto. Las habitaciones del piso inferior las ocupa un noble de linaje impecable, aunque su situación económica es algo dudosa. Se da el caso de que es familia cercana de la muchacha en cuestión, además de amigo y confidente de su hermano. Trabarás amistad con él.
—Ya veo —dijo Paolo asintiendo mientras leía el contrato—. Parece ser que voy a estar más cómodo que el pobre Luiz.
—Sin duda —dijo cortante el gobernador, y a continuación recogió su sombrero dispuesto a marcharse.
—Tal vez me sería de ayuda saber qué estoy buscando —dijo Paolo enarcando una ceja.
—No lo sabemos con certeza. Edward Beaumont era un correo muy ingenioso. Sabía cómo disimular sus mensajes. —Se encogió de hombros—. Es imprescindible que nos apoderemos de ese mensaje, si existe todavía. El desenlace de la campaña de la península depende de ello. Puedes estar seguro de que el emperador te recompensará por la información... lo que me recuerda... —Buscó en el bolsillo y sacó una bolsita de piel. La lanzó sobre la mesa y cayó haciendo un ruido metálico—. Si necesitas más financiación, se te entregará.
Diciendo esto el gobernador saludó a ambos hombres y se marchó.
Luiz seguía temblando.
—Ya sabes quién cobra las recompensas —murmuró—. No las personas como tú y como yo, amigo mío.
Paolo cogió la bolsa. La sopesó en la palma de la mano.
—Parece que es una misión cara —dijo con voz grave—. No temas, Luiz, me cobraré mi parte.
Sus ojos negros eran duros como el ágata. Se pasó la mano por la boca en un gesto que le dio un aspecto a la vez siniestro y depredador.
Luiz le evitó la mirada. Él no tenía los privilegios de Paolo, y mucho menos los del gobernador. Ni siquiera estaba seguro de si deseaba tenerlos. Una habitación fría y gris y el papel de intermediario era todo lo que sus talentos e inclinaciones merecían. Y no le gustaba oír hablar de accidentes.