CAPÍTULO 13
Llegaron a La gaviota negra de Potters Bar algo después de mediodía. Sam desenganchó los caballos y Emma entró en la posada a pedir un tentempié para cuando llegara María con la berlina. Según las previsiones que había hecho Alasdair, llegarían poco después de la una. El viaje desde Potters Bar a Stevenage, donde se quedarían a pasar la noche, duraría unas dos horas. Un viaje sencillo para que María no se cansara demasiado.
Emma dejó la comanda hecha en la posada y fue al establo. Alasdair estaba de pie bajo el arco que daba entrada al patio, mirando en dirección a la calle.
—¿Los ves? —preguntó poniéndose a su lado.
—Aún no.
—Vamos a dar un paseo. Necesito estirar las piernas.
Alasdair asintió con la cabeza y le ofreció el brazo.
—He estado pensando —dijo Emma.
—Otra vez no —refunfuñó Alasdair—. Cada vez que lo haces surgen problemas.
—Hablo en serio.
—Créeme, yo también.
Emma hizo caso omiso.
—¿No crees que a los hombres de anoche les habría ido mejor si no me hubiera despertado en ese momento?
Alasdair aflojó el paso.
—¿Qué quieres decir? Emma se encogió de hombros.
—No acabo de saber adónde quiero llegar, pero el caso es que por regla general yo nunca me quedo dormida de esa manera a mitad de un baile. Yo pensaba que... —Vaciló, luego siguió—: Pensaba que mi indisposición se debía a lo que había oído. Pero no estaba indispuesta. Simplemente me cogió sueño.
Alasdair se paró ante un muro bajo que recorría la estrecha calle. Se apoyó contra él y miró hacia los campos mientras pensaba en lo que acababa de oír.
—¿Qué comiste y qué bebiste en el Almack's?
—Nada. No había nada apetecible. —Se dio la vuelta y se recostó en el muro junto a él, balanceándose sobre sus largas piernas.
—Es verdad —dijo él arrugando el ceño—. Tú y yo bebimos el mismo vino durante la cena. Comimos de los mismos platos.
—Sí —dijo ella meneando la cabeza—. Bueno, da igual; lo que pasa es que se me había ocurrido que... que si no eran simples cacos, tal vez hubieran sido ellos quienes me hubieran inducido el sueño.
—No sé cómo no se me había ocurrido —dijo él mirando por encima del muro—. Pero no sé cómo lo habrían hecho. —Se dio la vuelta y la cogió de la cintura con las manos—. ¡Vaya una sinvergüenza estás hecha, sentada sobre un muro como si fueras una mocosa! Me extraña que ya no lleves las enaguas rotas. —La ayudó a bajar sacudiendo la cabeza—. Este muro está lleno de musgo, date la vuelta.
La hizo girarse y le sacudió vigorosamente la parte trasera de la falda naranja, luego la mano se quedó quieta, le resiguió la curva de las nalgas y palpó las tersas carnes que se ocultaban bajo la ropa.
—¡Alasdair, estamos en medio del pueblo! —susurró apartándole la mano—. ¡No hagas eso!
—Es que me gusta —dijo él simplemente.
—¡Sátiro! —dijo Emma. Luego su atención se centró en el sonido de unas ruedas de carro—. ¡Ahí llega la berlina! Por el amor del cielo, compórtate.
Alasdair dejó escapar una risita.
María bajó del carruaje hablando a toda velocidad.
—Qué amortiguadores tan buenos, sí señor. Nunca había hecho un viaje tan agradable. No hemos tenido el menor sobresalto al atravesar Finchley Common, y eso que yo tenía mucho miedo de los salteadores de caminos. ¿Has disfrutado del trayecto, Emma, cariño? —preguntó dirigiéndoles una sonrisa a Emma y Alasdair.
—Sí, ha sido encantador —mintió Emma entre dientes. Había sido uno de los viajes más incómodos de toda su vida—. Estos caballos tienen un bocado muy suave.
María sintió como si supiera perfectamente lo que le estaba diciendo, a pesar de que nunca en su vida había cogido unas riendas.
—Esta tarde iremos hasta Stevenage a caballo —dijo Emma alegremente—. Así los zainos podrán descansar. Pero ahora entremos en la posada. Ya te he pedido un tentempié. Y también tienes una habitación para que puedas refrescarte antes.
—Oh, qué maravilla. Qué pueblo tan encantador —dijo María entrando en la posada, dispuesta como siempre a encontrarlo todo de su agrado—. Me gustaría lavarme las manos y peinarme. Ven conmigo, cariño.
Alasdair se quedó en el patio de los establos.
—¿Todo en orden, Jemmy?
—Sí, señor —dijo Jemmy desmontando de Phoenix—. Aunque hemos encontrado algo de tráfico. Nos ha costado atravesar Barnet, estaba de bote en bote.
—Todo irá mejor ahora que hemos salido de Londres. Sam está en la cocina, ve con él cuando hayas acabado con Phoenix y Swallow. Y asegúrate de que nos dan buenas postas para el próximo tramo.
—Yo sólo acepto los mejores caballos, señor —afirmó Jemmy escupiendo sobre la paja del suelo.
—Cierto —asintió Alasdair con media sonrisa. Entró en la posada.
Al mismo tiempo cuatro jinetes dejaban atrás la horca de Fallow Córner.
—¿Estás seguro de que se dirigen al norte, Paolo? —dijo Luiz, sentado sobre su silla como un saco de patatas. Era un jinete pésimo y no soportaba montar por largo rato.
—Los he seguido hasta el peaje de Islington. Han comprado pases para las tres próximas paradas —dijo Paul en tono irascible. Había previsto terminar con todo aquel asunto por la mañana y en esos momentos se encontraba cabalgando campo a través tras una procesión más larga que el séquito de un emperador romano.
Luiz gruñó y se hundió aún más sobre la silla.
—Corremos más que una berlina —dijo—. Además, ellos tendrán que parar a cambiar postas.
—Seguramente paren en Barnet —murmuró Paul, casi hablando consigo mismo—. Ahí daremos con su rastro.
Miró de soslayo a los otros dos hombres, que montaban en silencio con gesto impasible. Hablaban un inglés elemental y tenían instrucciones estrictas de mantenerse en silencio excepto cuando estuvieran solos. En el momento en que abrieran la boca, se delatarían. Por lo demás, a Paul le gustaba su aspecto. Sabía que eran el tipo de hombres indicados para esa clase de trabajo. Tenían el porte macizo y brutal de quien carece de imaginación y escrúpulos. Si se les ordenaba matar, matarían; si se les ordenaba hacer daño, lo infligirían sin reparos.
Barnet bullía de actividad. En ella convergía el tráfico procedente de Holloway y de la carretera de Great North. Paul entró en los establos de El Hombre Verde para hacer unas preguntas.
Un palafrenero con cara de rata se lo quedó mirando con aire compasivo.
—No, aquí no ha parado a cambiar caballos nadie que fuera al norte. —Dio unas chupadas a una paja, como meditando—. Aquí nunca para nadie que vaya al norte. El Hombre Verde no trabaja con las rutas del norte, sólo con las del sur. —Se quitó con cuidado un trozo de paja de la lengua y añadió en tono condescendiente—. Pensaba que todo el mundo lo sabía.
Paul tuvo que controlarse para no contestar a la insolencia del hombre a latigazos. Montó de nuevo en su caballo para salir del patio.
—Eh, señor... —dijo una voz.
Bajó la mirada y vio a un muchacho escuálido con aspecto de golfo que se acercaba corriendo.
—Yo puedo deciros adónde han ido —dijo el muchacho levantando una mano mugrienta.
Paul sacó un penique.
—¿Y bien?
—Han ido a El león rojo, señor —dijo el muchacho levantando la mano para que le diera otro penique.
Paul tiró una moneda al suelo y volvió a la calle.
En El león rojo dio con la pista que necesitaba. Los trabajadores de la posada no recordaban ninguna berlina con dos pasajeras, pero sí un cabriolé conducido por una dama vestida de naranja acompañada de un caballero. Se habían quedado una media hora en la posada para comer algo antes de continuar hacia Potters Bar.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Luiz relajando su dolorida espalda—. ¿Descansamos aquí un rato?
Paul miró el sol. Empezaba a declinar hacia el oeste.
—No —dijo—. Nos llevan cierta ventaja. Seguimos.
Luiz masculló algo y cogió la jarra de cerveza que le ofrecía un muchacho. Se bebió el contenido de un trago.
—¿Cuánto más crees que aguantarán estas bestias?
—Las cambiaremos en Potters Bar. —Paul estaba impaciente, pero Luiz había pedido que le volvieran a llenar la jarra, y lo mismo sus compañeros. También Paul estaba sediento, pero se negaba a saciar su sed. Tenías las miras fijas en su misión, el orgullo no le permitía tomar en consideración trivialidades como el hambre, la sed o la fatiga.
—Eh, Paolo, no te amargues —dijo Luiz—. La atraparemos... no será difícil. Sea donde sea que paren, nos la llevaremos.
Paul ensanchó los orificios de la nariz y cerró la boca. Sabía que Luiz tenía razón. Cosas más difíciles habían logrado. Además ni su mozo ni su protector podían saber que les perseguían.
—¡Limonada! —dijo Emma de repente. Hizo girar a Swallow por un camino y se volvió a Alasdair, que montaba a su lado—. La limonada.
—¿Limonada? —preguntó él—. ¿Qué pasa con la limonada?
—Bebí limonada... anoche... en el Almack's —dijo con impaciencia—. Mientras el duque de Clarence se me declaraba... o por lo menos eso me pareció. No se expresó con mucha claridad, pero sin duda me estaba proponiendo algo.
—Espero que supieras frenarle los pies —dijo Alasdair con sequedad.
—Por supuesto. Lo dejé... pero no me estás escuchando.
—Sí, te escucho. Limonada —dijo enarcando sinuosamente una ceja—. Dime.
—Paul Denis me trajo un vaso... justo antes le había dicho que no iba a casarme con él... Lo que dije en verdad era que no iba a casarme con nadie, por no ser brusca, ya me entiendes.
—Te entiendo —dijo aún más secamente que antes—. Parece que estuviste muy ocupada rechazando pretendientes. ¿Le rompiste el corazón?
—No —dijo Emma lanzándole una mirada hostil—. ¿Me vas a dejar que te lo explique?
—Perdona —dijo haciendo una discreta reverencia—. Denis te trajo un vaso de limonada. ¿Te lo bebiste?
Emma frunció el ceño.
—Me lo estaba bebiendo cuando la princesa Esterhazy se lo llevó y apareció el duque. Creo que entonces dejé de beber. Luego me fui al cuarto de baño para dar esquinazo al duque y... bueno, lo que ocurrió después ya lo sabes.
—Mmm. De primera mano.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—¿Qué pasa con qué?
—Alasdair, cómo puedes hablarme así —exclamó visiblemente exasperada—. ¡Una panda de forajidos intentan torturarme para que el duque de Wellington no venza en la campaña de primavera y tú te limitas a hacer mofa y befa!
Espoleó a Swallow y la ruana dio un salto hacia delante y se puso al galope.
Alasdair no la siguió. Sus burlas eran pura apariencia. Las piezas del rompecabezas encajaban tan perfectamente que no lograba entender cómo no lo había visto antes. Charles Lester le había advertido de que el enemigo sabía que Emma poseía el documento. Paul Denis había entrado en su vida y desde ahí había ido directo a por Emma mientras él, ciego de celos como corresponde a un hombre, había ignorado la posibilidad de que ese supuesto caballero francés persiguiera algo más que fortuna.
Le entraban ganas de golpearse por ser tan estúpido. Por estar tan ciego. Estaba tan obcecado en Emma que no había sabido ver más allá de sus narices.
Cuando Emma se dio cuenta de que no la había seguido, tiró de las riendas e hizo dar media vuelta a Swallow. Volvió junto Alasdair y adivinó por su expresión que algo lo preocupaba.
—¿Estás enfadado contigo mismo?
—Estoy furioso como una bestia —asintió él.
—Ahora ya no importa. Anoche fracasó, y ahora ya estamos muy lejos.
—Lo dudo, Emma —dijo suavemente Alasdair—. Lo dudo de verdad.
—¿Crees que nos puede estar siguiendo?
—Creo que monsieur Denis, o como quiera que se llame, es demasiado inteligente y audaz para dejarte escapar sin pelear. Hay demasiado en juego.
—Pero hemos salido de Londres sin llamar la atención... —dijo ella con voz trémula.
Alasdair tenía una expresión sombría en el rostro.
—Esperemos que sí.
Era evidente que no tenía muchas esperanzas. Cabalgaron en silencio durante unos minutos, hasta que Emma, despreocupada pero decidida, dijo:
—Bueno, tendrás que asegurarte de que esta noche nos den habitaciones contiguas en la posada. Necesitaré tener cerca a mi guardaespaldas.
—Yo iba a sugerirte que María compartiera la cama contigo y Tilda durmiera en el catre —dijo en tono grave.
Emma lo miró horrorizada.
—¿Y ellas de qué pueden protegerme— Ni siquiera servirían para entretenerme —añadió.
A Alasdair no le hizo gracia.
—¿Todavía te acuerdas de cómo manejar una pistola?
—Era casi tan buena tiradora como tú y como Ned —dijo ella, siempre dispuesta a sacar a relucir su espíritu competitivo.
—No estoy yo tan seguro... Sea como sea, lo que me importa es si aún disparas bien.
—Hace tiempo que no lo hago —confesó Emma, viendo que no conseguía que Alasdair se relajara.
Alasdair hizo que Phoenix se apartara del camino y se adentrara campo a través. Desmontó y buscó el par de pistolas debajo de la silla.
—Muy bien, veamos de qué eres capaz.
Emma desmontó.
—Aunque disparara como una campeona, no tengo pistola.
—Eso tiene arreglo. —Se sacó un pañuelo blanco de los pantalones y lo ató a una rama baja de un sicómoro. Quedó ondeando al viento.
—Prueba a diez pasos —dijo tendiéndole una de las pistolas.
Emma miró con recelo el pañuelo ondeante.
—Es un blanco en movimiento —protestó.
—Dudo mucho que Denis se quedé quieto —apuntó Alasdair secamente—. Los objetivos vivos suelen ser algo más difíciles que los blancos de la galería de tiro de Mantón.
Emma tuvo que darle la razón. Examinó la pistola un momento. Hacía tiempo que no empuñaba una. Podía oír la voz de Ned diciéndole cómo calibrar el peso, cómo distribuirlo en la mano.
—Separa un poco los pies —dijo Alasdair, detrás de ella. Le cogió las caderas con las manos para estabilizarla—. Ahora, inténtalo.
Emma levantó la pistola y apuntó. El pañuelo iba y venía en la rama. Apretó el gatillo despacio, se oyó la detonación y Emma dio un salto hacia atrás por el retroceso.
El pañuelo, intacto, seguía ondeando alegremente.
—¿Por qué has dado ese respingo? —preguntó Alasdair con un deje de aspereza, quitándole la humeante pistola de la mano—. Creía que habíamos corregido eso hacía años.
—Me falta práctica, ya te lo he dicho —respondió ofendida—. Además, el blanco no deja de moverse. Me gustaría ver si tú lo haces mejor.
—¿De verdad? —dijo él escépticamente enarcando una ceja—. Por mí, encantado.
—Eso seguro —murmuró Emma—. Déjame probar con la otra pistola.
Alasdair se la alargó, retrocedió y se cruzó de brazos para examinar sus movimientos. Aunque volvió a errar el tiro, por lo menos no dio ningún salto.
—Bueno, esperemos que si tienes que dispararle a alguien, se ponga lo bastante cerca para que no yerres el blanco. —Alasdair cogió la pistola y se puso a recargarla.
—Eso dando por hecho que soy lo bastante fuerte para decidirme a disparar —dijo Emma con un ligero sarcasmo.
—Confío en tu instinto de supervivencia —dijo él—. Recoge el pañuelo. —Volvió a esconder las pistolas bajo la silla.
Emma desató el pañuelo y lo examinó con cuidado.
—Oye, ¡le he dado! —exclamó—. Mira la quemadura de la esquina. —Blandió la prueba con aire triunfador—. ¡Mira!
—Habrá sido el viento, que lo habrá puesto en la trayectoria de la bala —dijo Alasdair con gesto inexpresivo.
—Eres... eres un... un miserable y un mezquino... ¡No te rías de mí! —Sin dejarse amedrentar por su aparente solemnidad, Emma lo miró y logró resistir las ganas de dar un pisotón en el suelo—. A veces creo que sería capaz de pegarte un tiro sin sentir ni pizca de remordimiento.
—Pero qué grosería —murmuró él apartándose de Phoenix. Se veían destellos de fuego en la superficie de sus ojos verdes, y a Emma se le cortó la respiración. De pronto, la atmósfera volvió a llenarse de esa tensión que tan a menudo surgía entre ellos, por lo general en los momentos menos apropiados.
—Apártate de mí —dijo ella retrocediendo y levantando las manos como queriendo ahuyentarlo—. Estamos en medio del campo a mediados de invierno.
—Te deseo —dijo él con voz queda.
—¿Ahora? —Lo miró impotente, consciente de que, una vez arraigaba en ella, era incapaz de soportar la fuerza de la lujuria.
—Ahora. Aquí —dijo él.
—¿Cómo? —dijo ella mirando en torno con el mismo aire de impotencia que antes—. Te lo advierto, Alasdair, no pienso echarme de espaldas sobre este suelo helado.
—No tocarás el suelo, te lo juro. —Le cogió las manos. Llevaba la determinación pintada en el rostro y la tempestad de la pasión en los ojos.
Emma sintió que se derretía como la mantequilla al sol. Tenía una voluntad de gelatina. Tendones, huesos y músculos parecieron disolverse. Sin voluntad, entrelazó sus manos con las de Alasdair. Los dedos se cerraron cálidamente y él la atrajo hacia sí, poco a poco, hasta tenerla en frente, con los ojos a la misma altura.
Sin soltarle las manos, le hizo levantar los brazos para separarlos del tronco y que sus cuerpos estuvieran en contacto desde el pecho a las rodillas. La besó en la boca.
Emma sentía todo su cuerpo en contacto con el de Alasdair. Senos, pezones, vientre, caderas, muslos, rodillas. Podía sentir también el cuerpo de Alasdair. Era presa de su fragancia, de su olor a hombre y almizcle. Empezaba a excitarse, era una sensación que se subía a la cabeza. Se apretó aún más contra su cuerpo y notó la erección clavada en su pubis. Un suave gemido escapó de sus labios.
Sin separar sus bocas y sin soltarle las manos, Alasdair la hizo retroceder. Dieron unos pasos en perfecta sincronía y sin dejar de tocarse, como si ejecutaran un elaborado pas de deux. Emma se detuvo al notar el sicomoro en la espalda.
Alasdair apartó la cara un segundo. Su expresión era extrañamente severa. Le soltó las manos, y los brazos cayeron a cada lado del cuerpo de Emma.
—Te deseo —repitió—. Tengo que poseerte.
La voz de Emma sonó algo ronca.
—Me parece perfecto, pero ¿piensas poseerme contra un árbol como si fuera una furcia de los muelles? —dijo ensayando una risita.
La risa se desvaneció al ver que el rostro de él seguía igual de severo.
—Ésa es la idea, pero dime: ¿qué sabes tú de las furcias de los muelles?
—Sólo lo que me enseñaron mi hermano y sus amigos —contestó. Por un momento la tensión había disminuido, pero aquellas palabras volvían a exacerbarla.
Las profundas y expectantes cavidades de su cuerpo se llenaban de humedad y sufrimiento. Sus manos desabotonaban los pantalones de Alasdair. Buscó su sexo con un apetito incontenible y comenzó a sacudir y apretar su carne dura y palpitante. Él le había levantado la falda naranja y con un tirón salvaje le había bajado las enaguas de napa.
Emma separó las piernas poniéndose de puntillas al mismo tiempo que lo hacía entrar en su cuerpo impaciente y acogedor. Alasdair la cogió por las nalgas.
—Rodéame la cintura con las piernas, cariño.
Lo hizo al mismo tiempo que se abrazaba a su cuello mientras él seguía sosteniéndola por las nalgas. Alasdair entró en ella y Emma se apretó contra él para que penetrara entero, hasta sentirlo llenando su vientre. Sus músculos internos respondieron estremeciéndose y tensándose, y el vientre se le contrajo de pura excitación.
Alasdair exhaló un gran suspiro de placer.
—Oh, estar dentro de ti es como estar enterrado en miel —susurró—. Es dulce casi hasta lo intolerable.
Emma pegó su boca a la de él e hizo fuerza con los brazos. Hundió la lengua en la húmeda caverna de su boca como si fuera el único modo de poseerlo como él la poseía a ella. Se aferraba a él como si fuera un tablón a la deriva en medio de una vorágine que la zarandeara de un lado para otro hasta depositarla en la orilla, llorosa y casi sin aliento.
Alasdair la dejó hundirse en su cuerpo hasta tocar el suelo con los pies. Cuando la tuvo a la altura del hombro, le acarició la mejilla.
—Santo cielo —murmuró él—. Haces milagros.
—Hoy es día de cumplidos —dijo ella con una sonrisa—. Antes era adorable, ahora hago milagros. ¿Qué es lo siguiente?
—También tienes un don diabólico para estropear los buenos momentos —replicó él apartándose de ella para ponerse bien la vestidura. No obstante, su voz era afable y su mirada di-vertida.
Emma se secó con el pañuelo antes de arreglarse la ropa.
—A estas alturas seguramente la berlina ya nos habrá adelantado. Se estarán preguntando qué nos ha pasado. —Lo prosaico del comentario sirvió para volver a centrarse en las cuestiones prácticas.
—Muy bien, en marcha, pues —dijo Alasdair con tono de eficiencia—. En Stevenage te compraré una pistola pequeña, una que puedas llevar en el bolsillo sin problemas. —Puso las manos para ayudarla a montar.
—¿De verdad crees que la necesitaré? —dijo montando de un salto gracias al impulso de Alasdair. En realidad, no sabía hasta qué punto tomarse en serio las preocupaciones de Alasdair. Casi parecía mentira que alguien pudiera estarla persiguiendo por la campiña inglesa sólo por un poema malo de Ned. Aunque más imposible aún era imaginarse a Ned cifrando algo tan vital para su país en forma de mal poema.
—No me tomaría tantas molestias si no lo creyera —dijo Alasdair. Montó en su silla e hizo que Phoenix retomara el camino—. Pasar las próximas semanas en un pabellón de caza medio destartalado no me entusiasma especialmente. Además, tenía asuntos muy importantes a los que atender en la ciudad.
—¿Qué clase de asuntos? —preguntó Emma mirándolo con curiosidad.
—Financieros. Algunos relativos a tu fortuna y otros de tipo personal —dijo él—. Esta semana salen a bolsa unos títulos del estado sumamente interesantes. Tenía pensado hacer algunas transacciones.
—¿Así es como te las arreglas para vivir tan bien? —preguntó ella, con creciente interés—. Siempre me he preguntado qué hacías para vivir como un señor cuando parecías no tener un penique. —Soltó una risa entrecortada y confesó—: Daba por hecho que estabas plagado de deudas. Esperaba que cualquier día me dijeran que te habían detenido por no pagar a tus deudores.
—Me halaga que te preocupes tanto por mis asuntos —dijo secamente—. Si me lo hubieses preguntado, te lo habría dicho. Ned supo siempre de mi interés por los mercados financieros.
—No seas así, Alasdair. Era normal que me preguntara... y no —añadió—, nunca he creído que quisieras casarte conmigo por mi dinero. Sé que lo dije una vez, pero me habías provocado y solté lo primero que me pasó por la cabeza.
Alasdair recordaba perfectamente aquella discusión. De todos modos, aquélla era una acusación que no le había importado mucho. Se hacía cargo de que Emma había querido hacerle daño, pero había elegido para ello un arma tan ridícula que no lo había perturbado lo más mínimo.
—Bien, no vamos a abrir viejas heridas —dijo él—. Recuperemos el tiempo perdido. —Espoleó a Phoenix y el caballo se puso al galope.
Emma pensó en las viejas heridas y se quedó vacilando. Finalmente, se encogió de espaldas y fue tras él.
Llegaron a la posada de El cisne de Stevenage poco después de las cuatro. La berlina no había llegado todavía, pero llegó al cabo de media hora.
María no podía ocultar su satisfacción por haber llegado al final de la jornada de viaje.
—Me crujen todos los huesos —se quejó—. No es que la berlina no tenga una buena amortiguación, pero necesito echarme media horita en una cama antes de cenar.
El cisne era una posada muy grande. En el patio era constante el ir y venir de palafreneros y mozos y no dejaban de llegar coches para cambiar postas.
—Como no sé si por la noche hay el mismo alboroto —dijo Emma señalando el ajetreo que las rodeaba—, te hemos cogido una habitación en la parte trasera, alejada del comedor. Si no te importa, Tilda dormirá en un catre en tu habitación.
—Oh, pero ella debería dormir contigo —dijo María cogiendo del brazo a Emma según entraban—. Por si te hace falta cualquier cosa por la noche.
—No voy a necesitarla esta noche —dijo Emma con firmeza—. Además, a mí no me importa dormir sola. Así que si no es molestia...
—Oh, no, en absoluto. Más cómoda estaré —dijo María al instante—. No me gusta dormir en posadas, ya lo sabes, cariño. Normalmente las sábanas huelen a humedad y una nunca sabe quién anda rondando por ahí fuera.
—Las sábanas estarán bien aireadas —la tranquilizó Emma—. Ya he hablado de eso con la posadera, y me ha garantizado que no tienes nada que temer. Le ha enseñado a una de las camareras a airear las sábanas con un calentador, por si acaso.
—Oh, gracias por todo. —María parecía mucho más contenta.
—Bueno, y ahora por qué no subes con Tilda a la habitación, así ella te ayuda a desvestirte y tú puedes descansar antes de la cena. Alasdair ha reservado un comedor privado y la cena se servirá a las seis. Costumbres de gente rústica, ya lo sé, pero ha sido un día largo.
—Ay, pobre de mí, ya lo creo... ¡y después de lo de anoche! —dijo María levantando las manos con ademán horrorizado—. Apenas hemos pegado ojo. Cenar temprano e irnos a la cama es justo lo que necesitamos.
Mientras hablaban llegaron a la parte trasera del tercer piso de la posada, a una estancia donde uno de los sirvientes había dejado ya la maleta de María.
—Oh, sí, me parece estupenda. —Se quitó el sombrero con un gesto de alivio y se dejó caer sobre la cama—. ¿Y tú dónde duermes, Emma, cariño? No muy lejos, espero.
—Eh... bueno, no mucho —dijo Emma—. No quedaban habitaciones en este piso, así que me han puesto en el de abajo.
—¡Oh, cielos, no! En pisos separados... ¡y tú sola! No... no, querida, ¡no voy a permitirlo!
—Alasdair tiene el cuarto en el mismo piso —dijo Emma—. De hecho, está en la habitación de al lado.
—Oh. —María se quedó pensando mientras se desabrochaba la pelliza—. Creo que Tilda debería dormir contigo, cariño.
—No —dijo Emma con firmeza—. No voy a dormir con Tilda.
María la observó en silencio por unos segundos con una suspicacia poco habitual en ella. Luego dijo:
—Supongo que tú sabes lo que te conviene, querida.
—Sí, María, lo sé —dijo Emma sonriendo.
—Aunque no me parece lo más decoroso —dijo María—. Lord Alasdair y tú juntos en habitaciones contiguas. Estaría faltando a mi deber si no te lo dijera.
—Nadie va a enterarse —apuntó Emma. Si María no tenía intención de disimular, tampoco ella lo haría—. ¿Con quién íbamos a encontrarnos en Stevenage?
—Tienes toda la razón —asintió María, y añadió con desconfianza—: Me haría muy feliz que tú y lord Alasdair pudierais... en fin, que pudierais llegar de nuevo a un acuerdo. Siempre me ha parecido que estabais hechos el uno para el otro. Nunca llegué a entender lo que ocurrió.
Emma dejó escapar una risa nerviosa.
—Nos peleamos a todas horas, María. Lo sabes muy bien. ¿Cómo íbamos a estar hechos el uno para el otro?
—No lo sé —dijo María meneando la cabeza—. Estoy de acuerdo en que todo esto es un rompecabezas, pero, con todo y con eso, es la verdad.
Tilda llegó en ese momento y Emma, que no sabía si alegrarse o apenarse de poner fin a la conversación, las dejó solas.
Los cuatro jinetes pasaron por El cisne poco después de las seis en punto. No se detuvieron, sino que siguieron cabalgando hasta un establecimiento algo más modesto en Danestrete.
—Ya sabes lo que hay que hacer, Luiz —dijo Paul desmontando en el patio de La liebre y el sabueso.
Luiz asintió con un gruñido. A punto estuvo de caerse del jamelgo y blasfemó entre dientes mientras se frotaba la espalda dolorida y estiraba las piernas.
—Maldita la hora en que nos pusimos en marcha —murmuró.
—Nosotros esperaremos aquí —dijo Paul haciendo oídos sordos a sus lamentos—. Nos la llevaremos pasada la medianoche, así que tendrás que encontrar la manera de entrar sin hacer ruido. ¿Serás capaz?
—No lo sabré hasta que me ponga en situación —contestó Luiz. Se caló el sombrero, se levantó el cuello del sobretodo y salió del patio medio encogido, en dirección a El cisne.
Paul hizo una señal a los otros dos hombres.
—Y vosotros desapareced... haced lo que queráis pero pasad desapercibidos. Volved a medianoche.
Se marcharon sin decir palabra y Paul se puso manos a la obra. Alquiló una berlina y seis caballos veloces en la posada y dio instrucciones para que estuvieran a punto y esperando en la plaza de la iglesia a medianoche. Como tenía cochero propio, no necesitaba a nadie de la posada. La berlina y los caballos serían devueltos a La liebre y el sabueso en el plazo de una semana. Pagó una buena suma por esa licencia. Hecho esto, se fue a cenar.
Luiz entró en el comedor de El cisne y tomó asiento en una esquina apartada. Pidió una cerveza e hizo lo que mejor sabía hacer. Mirar y escuchar.
Se fijó en que en un comedor privado del piso de arriba se estaban haciendo los preparativos para una cena de aristócratas. Oyó las conversaciones de las camareras, que hablaban sobre cuánto les habían insistido en que airearan bien las sábanas con calentadores y sobre la calidad del vino que el caballero quería que se sirviera con la cena.
Cenó en una de las mesas del comedor en compañía de un grupo de locuaces viajeros que, viéndolo poco proclive a la charla, lo dejaron tranquilo con su cordero y su cerveza.
Después de cenar dio un paseo alrededor de la posada. Su figura oscura se mimetizaba con las sombras y con el ir y venir de trabajadores y clientes. Al final de la velada, nadie habría sabido dar una descripción de ese cliente gris y taciturno.