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El palacio sigue vacío. Fue inútil la presteza de consejos y alcaldes, recogiendo, salvando muebles, ropas y alhajas con sus manos, los frailes enviados por las distintas religiones para apagar el fuego, lavar y reparar los residuos y estragos de las llamas. Tampoco sirven, no alcanzan los grandes donativos, los doscientos mil ducados recibidos para poner en pie de nuevo tramoyas y telares, hachas, músicas y luminarias para góndolas, carrozas, demonios de cartón y soles de papel pintado.

El teatro continúa cerrado, mudas sus celosías, vacío el aposento del rey.

Porque en el viejo alcázar, en el extremo opuesto de la villa, se ha hecho subir a la cámara de la reina, la flor de lis con un pedazo de lignum crucis, propiedad del más antiguo convento de la corte. Ya va para dos semanas que está enferma. A las primeras calenturas hubo consulta de los seis médicos de palacio. La sangraron, pero el mal fue subiendo del cuerpo a la cabeza, entorpeciendo la garganta, enrojeciendo las mejillas, obligando a repetir una y otra vez las sangrías en los pies y los brazos.

Ha salido en procesión la imagen milagrosa de Atocha, aquella que muda de color el rostro en vísperas de guerra o peste, en cualquier calamidad pública, y han llevado a la cámara el cuerpo de san Isidro, a la sorda, en total silencio, con muchas luces y gran devoción.

Mas a pesar de recibir los óleos, el mal ha ido en aumento, el pulso ha huido definitivamente. El mayordomo de Su Majestad, tras correr las cortinas, se apresura a despachar un correo en su propio coche, para avisar de la muerte al rey que se halla fuera de la ciudad, a fin de que apresure cuanto pueda su vuelta.

Han vestido a la reina un hábito de san Francisco sobre la misma camisa que tenía; la han calzado y puesto, sin embalsamar, en su ataúd de brocado de nácar; la cabeza en la almohada con la corona y cetro.

A un lado de la cama de plata, donde el cuerpo reposa, se hallan las damas y señoras de honor. Enfrente, al otro lado del dosel, rodeados de los siete altares que adornan la gran sala, duques, grandes y condestables. Tras el oficio y responso, los grandes han tomado el cuerpo y lo han bajado por la escalera secreta del alcázar hasta el jardín que cae sobre la villa, acompañado de las damas y princesas con alaridos y llantos. Han clavado la caja en las andas y rompiendo marcha alguaciles y ministros, tras la sordina fúnebre y el guía, va el cuerpo de la reina camino del panteón nuevo que tanto temió en vida, rodeado de pajes, guardias viejas con alabarda en mano, monteros afligidos y señores de honor arrastrando sus lutos.

Atrás queda en silencio el jardín, el palacio nuevo y su salón de comedias, pequeño paraíso alzado por su gusto en el parque.

Y aquella misma tarde, a aquella misma hora, estando muy sereno el cielo, se vio una negra nube que venía de Levante, dilatada y angosta, cruzando entre Mediodía y Poniente. Estuvo mucho tiempo fija sobre el palacio y aún añade el cronista: «Prodigio otras veces repetido con esta pérfida nación y tantas olvidado. Así corre esta voz, no sé qué fundamento tenga».