Los caracoles
Voy siguiendo tus huellas por los senderos donde el césped se acaba y la arena guarda tantas señales de pisadas. Alguna será tuya, puede que mía, puede que por aquí pasáramos, que por aquí estuviéramos un día, incluso en esas sillas que ahora aguantan la lluvia, sobre su asiento tieso y pardo, sobre sus retorcidas patas y brazos. Aquí estuvimos un día, cierto día, muchas tardes a solas, escuchando un concierto que nadie interpretaba, que no se oía, que tan sólo en verano, los domingos, tocan bajo ese techo monumental que hace de tornavoz, repartiendo cadencias y compases sobre ese público de jubilados y padres de familia con los hijos mayores, sobre todo viejos y horteras.
Pero en noviembre, con el cielo bajo y los plátanos a punto de perder sus erizos de púas, con la nuez dura y apretada dentro, cuando la tierra se esponja y se vuelve cenicienta, las sillas quedan abandonadas en su gran semicírculo como el lugar del público en los teatros griegos, tal como las dejaron la última vez, con quién sabe qué música prendida aún a sus delgados esqueletos, desnudos ya como los árboles en torno, muertas, petrificadas, inmóviles, a pesar de la lluvia y las ráfagas de viento que barren la glorieta, viento frío, ligero, que trae murmullos de voces llamándose a lo lejos.
Imposible aguardar, esperar quieta, al raso, sin un mal abrigo bajo el alero del templete que ahora vomita por sus canalillos todo ese manto oscuro que corre sobre el parque. Sigo tu paso hasta el pequeño teatro de muñecos, también tan solo, abandonado, rodeado de castaños, donde los niños vienen a asombrarse en verano y ahora mustio, sombrío, de cartón, a punto de ser barrido por el agua. ¿Cuánto te falta aún? ¿Qué queda hasta que empiece de verdad la tarde? ¿Dónde irás si no vienes, no apareces? Ya va para un buen rato que ese reloj solemne descolgó sus redondas campanadas a través de la marañas de hojas que rezuman, a través del opaco rumor del agua, por encima del par de solitarias notas que un pájaro repite, lamentándose.
Al fin llegabas. Tal como todo está, nadie lo impedirá, ni el tiempo, ni otro afecto, ni el amor, ni los hijos. Nada te importa, nada tienen que ver contigo. Es tonto asustarse ahora, volverse atrás, después de tanto tiempo. Sigo tus pasos hasta aquel día de la nieve, tanta nieve como lluvia ahora, con el cansancio desgarrándonos las piernas, las dos tendidas en las dos literas, mientras fuera la nieve parpadea en los cristales y la luz, desordenadamente, casi a la vez, se apagaba y se encendía. Final de un día, una mañana memorables, almuerzo entre cien mesas, confusión y murmullos, unidas, apretadas, juntas las dos en aquel maremagno de esquís, bocadillos y siluetas torpes, macizas, envueltas en jerseys de brillantes colores. La tarde melancólica y fugaz cerca de la ventana, sin romper aún las nubes, silenciosas, escuchando el viento, los murmullos dentro que se rompen en risas, en idas y venidas hasta los pisos altos, una guitarra, un coro, una canción, la ginebra que ya pega en la cabeza, un opaco cristal ante los ojos que lloran que es preciso limpiar una y otra vez hasta que acaban irritándose.
Sigo mis pasos hasta ti aquella tarde en que miras la nieve desde la ventana de aquella habitación con el suelo y paredes de madera. Sigo mi huella sobre ti, sobre tu piel, tu cuerpo un poco sonrosado y blando, un poco avergonzado temblando más allá de tus ojos cerrados, antes abiertos, brillantes y mezquinos. Sigo tu voz hasta lo hondo de un cerrado suspiro, de tu aliento que silba o murmura, de la nieve, tan sucia cerca, de tu sombra crispada que va creciendo según la tarde cae, que después amenaza, se derrumba y perdura. Es la hora de seguir ese camino oscuro que baja de tu cuello por canales que tiemblan cerrándose a mi paso como puertas de sueño, que se quedan atrás, que me hacen nacer de ti, de tu boca mezquina, de tus manos tan torpes y menudas, hasta la tibia aureola de tu pecho. Es como este lago grande, opaco, profundo en la noche, a la mañana áspero y hosco, luego admirado, humillado, muerto; es como ese aliento grave y cálido que a todo alcanza, que todo invade, que a todo llega. Vivo canal, sendero de mis labios y mis manos por donde voy y espero esa humedad sombría que me recuerda al resplandor pesado de la nieve. Allí tu cuerpo está, en la luz que rodea tu cintura, en las sombras que mis manos y tus manos tejen en torno a ti, asustada, llorosa, estremecida, sintiendo que tus dedos crecen, vecinos a los míos hasta ese ciego corazón de espuma que late al fondo, al final de ese sendero parecido a los que dejan los caracoles tras la lluvia.
Voy siguiendo ese sendero de humedad donde ya amarillean, revueltas en el barro, las hojas de los plátanos, el camino que bordea el estanque frente al Palacio de Cristal, donde cuelgan los cuadros en otoño, dentro de un mes, frente al agua marcada por la presencia inmóvil de los cisnes.
El mismo reloj solemne descarga sobre el parque una nueva campanada, solitaria esta vez. Es preciso detenerse, aprovechar la pausa de la lluvia. ¿Dónde estás? ¿Cuándo llegas? ¿Es pronto o tarde? ¿A qué hora fue? ¿A qué hora nos citamos?
Ya vienes, llegas, pasas por esa puerta de piedra recién lavada ahora, bajo ese arco de latón, bronce dorado, oxidado de lluvia, comido por el sol; vienes subiendo la escalera de piedra que va hasta ese estanque pequeño, vacío casi siempre, que ni aún hoy se llenará, dominado por un busto de barba enmohecida. Ya llegas con tu bolso de mano, como quien va a un deporte, a un breve viaje, maciza, infantil, pequeña, blanda, mayor, miedosa, dudando siempre, suspirando siempre, luchando por no volverte. Vienes con ese pelo horrible, con esa falda larga como de reina, con esa blusa torpe que encierra la vaga ilusión tuya de gustar a los hombres. Llegas, subes arrastrando casi los pies; el miedo te los vuelve de piedra, te descubre cien ojos acechando desde los chopos que coronan los cerros tapizados de espliego y cantueso.
Miran tu pelo maltrecho por el agua, tu cara lavada, limpia, los arcos cenicientos que escondes bajo las gafas negras. «¿Qué le sucede? ¿Se encuentra mal? ¿Duerme mal? ¿Tiene usted problemas en su casa? Ya sabe cómo son los niños de crueles. ¿No salió este verano fuera? ¿No está mejor su madre? La verdad es que tiene cara de fatiga. Ahora en diciembre, cuando llegue ese mes de vacaciones, salga, distráigase, debería tomárselas de veras. Usted es joven pero la salud no dura eternamente; hay que cuidarse, sobre todo en esto de los nervios. Si necesita algo, dígalo, dígamelo con toda confianza. Todas tenemos nuestros momentos malos, pero los niños no tienen por qué notarlo. No es preciso chillarles. Es mejor guardar los nervios para nosotras, aunque yo sé que no es fácil, desde luego. Vamos, concéntrese, haga un esfuerzo hasta diciembre. Ya verá cómo usted misma se encuentra mejor y los niños se lo acaban agradeciendo.»
Pardos caminos ceñidos de laureles, suaves lomas en torno a aquellas ruinas donde, ateridos, intentan sacudirse la lluvia los pájaros. Tú creías que aquellas piedras eran ruinas de verdad, que aquella iglesia o capilla había sido construida allí para acechar tú y yo la caída de la tarde.
Largos silencios y al fin «Ya lo conocerás; te lo presentaré; un buen chico en el fondo; a mi familia seguro que les gusta».
Yo no soy tu familia, nada, peor, quizás menos que nada. Tu porvenir, tu boda, no quisiste acabar la carrera, luchar un poco, ese empujón final, sólo escuchar, pasear, dejar hacer, leer un poco durante el curso, mirar el techo del hotel desde la cama, en aquel breve viaje, con los otros compañeros.
Los ojos siempre en nosotras, maliciando, estudiando cada gesto, bromeando, sin atreverse a más de lo que ellos mismos temen, sin dar un paso más, tan cobardes a veces son los hombres. Tú inquieta sin razón, temiendo que a la noche escuchasen tras la puerta tal como debió suceder. Tú que no los conoces, que no sabes que todo queda en nada, en palabras, sonrisas tristes y ese tedio en los ojos con que ellos amanecen. Ellos tratando de imaginar lo que no saben, lo que nunca conocerán, ellos tan diferentes, tan torpes, y tan lejos.
Aquella habitación con su montante mal encajado, con aquella abertura y tu obsesión, si llegarán a entrar, si serán capaces de asomarse, de darnos ese susto, algo, hacer notar de algún modo su desazón y también su despecho. Las camas tan separadas, tan blandas, tan sombrías. Hundirse en ellas era también como entrar en el mar, en un agua helada en un principio, en esa baba amarga que recubre las hojas en otoño. Aquellas risas un poco deformadas, forzadas, rotas adrede, despechadas y a la vez luchando por llamar la atención como las de esos grupos interminables de criadas que invaden estos mismos paseos los jueves y domingos por la tarde.
Toda la noche allí, aguantando el aliento, las palabras, esa voz, que no sientes pero que nace cualquiera sabe dónde, dentro de ti cada vez que los círculos de luz roja, radiante, crecen hasta rozar donde tus ojos muertos, cerrados, adivinan. Esa luz, esas voces tantas horas luchando por dividirnos, por meterse a la fuerza entre nosotras.
Y a la vuelta, a pesar de nuestras precauciones, otra vez allí los dos, en nuestro vagón, con más curiosidad aún, investigando, riendo falsamente otra vez, intentando descubrir ¿qué?, adivinando ¿qué?; en el fondo, otra vez ofendidos.
Su tonta, inútil venganza de aquella conversación, de aquellas bromas sobre gusanos, hongos, algas sin órganos sexuales, vagas fiestas nupciales cada cual encerrado en sí mismo, fecundado en sí mismo, de dos en dos, caracoles, babosas y limazas. Larga disertación a propósito de enfermedades de viudas y jóvenes, remedios, preguntas, opiniones. No contestar, hacerlo vagamente, sonreír: lo que más puede ofender, mirarles a los ojos, aguantar toda aquella serie de torpezas aprendidas en manuales, en novelas, en horas mucho más tristes que las nuestras.
Voy siguiendo ese camino tuyo donde los hongos amarillos crecen hasta estallar, al pie de los alisos. Camelias como tú, blancas, rojas, rosadas, apenas olorosas, como recién lavadas por la lluvia. Igual que tú, sin forma en apariencia, pero delicadas, blandas, olvidadas desde la primavera, lacias, rotas bajo los mirtos, tiesos en cambio, como lanzas.
Ahora vienes por el desierto aquel de las dos cabañas como chozas africanas. Vienes atravesándolo bajo ese sol de agosto que parece derretir las bicicletas. Vienes, veo cómo te acercas con tu gran sombrero, al amparo de tu horrible pamela, vacilando, intentando buscar un camino más fresco, dudando aún si volverte o no, luchando por encontrar tus gafas negras en el bolso de paja, dando bandazos sobre tus zapatos planos, cuadrados, sujetos al tobillo por una horrible pulsera.
«Es un buen chico. Nada va a cambiar o puede que tal vez, nunca se sabe. Yo le aprecio. No mucho, lo bastante para vivir decentemente. Papá está viejo. Mi hermano, como todos, egoísta. Nada se acaba, todo sigue. Tú no acabas, tú no tienes por qué preocuparte. Mi padre no nos deja ni un céntimo, no miente. Jubilado, qué palabra tan fea. Suena a pupila y a joroba a la vez. No lo tomes así, no veo por qué no vamos a seguirnos viendo.»
Ahora no llueve. Bajo flotando como esos pájaros que ahora cruzan sobre las ramas del parterre, llego flotando en grandes círculos a través de la maraña de ese jardín, buscándote, esperando que esa gran burbuja redonda y sonora estalle, se rompa sobre mi cabeza, sobre las copas de los árboles, salpicándolo todo, reyes y broza, estatuas y animales.
Pero esa hora no suena, no va a sonar, no llega. Vuelve a llover. ¿Cuánto falta para que vivan los cristales, para que el día vuelva a aplastar esas nubes hinchadas sobre su cara tan sucia como ellas? Todos los huecos aparecen negros, ciegos, salvo aquél de allá al fondo que vigila el dormitorio, que espía como siempre. En el centro de la gran cabina de cristales opacos y pulidos hay uno tras del que el ojo espía en la noche, vive en la noche, más allá de una postal que lo tapa cuando duerme, que se mueve y le descubre a veces. Una postal de colores viejos ya, un paisaje de verano, un pedazo de cartón con un trozo de mar cada vez más sucio y apagado. Nunca se sabe cuándo comenzará a deslizarse, unas veces súbitamente, otras despacio hasta dejar libre la mitad del ojo líquido, cuadrado. Hay semanas en las que queda inmóvil gran parte de la noche porque el gran ojo duerme, otras, si el ojo vela, va y viene de cuando en cuando, sin extinguirse apenas, sin descanso, bajo la tenue luz de la única bombilla, resbalando sobre las veinte camas hasta llegar al fondo, donde está la gran imagen coronada.
El ojo vela, escucha, tienta, recoge las tenues voces, los cerrados suspiros, los movimientos crispados o solemnes de las sábanas, los viajes desde el lecho, bajo la luz, camino de la secreta puerta que se esconde tras un biombo de cretona, en uno de los rincones cargados de humedad y ropas.
Según el día crece y se extiende sobre los grandes rectángulos listados, el gran ojo se va apagando en su guarida de cristales hasta quedar inmóvil definitivamente, cuando el rumor vibrante de un timbre hace saltar a las chicas de entre las sábanas para hacer cola a la puerta del lavabo.
Voy siguiendo el camino de tus pasos, esa estela de arena ardiente, a punto de crepitar bajo el sol allí donde no alcanzan las sombras aserradas de los plátanos. Haces blancos, duros, que se disparan desde arriba sobre las cercas de aligustre, que se abren paso alumbrando la sombra soñolienta de los peces, los mantos de detritus que el navegar de insectos invisibles apenas estremecen. ¿Cuánto tiempo sentadas aún, charlando, callando, escuchando ese pájaro, tal vez este mismo de ahora, que canta lejos con su grito tonto, repetido; esas voces que vienen del paseo de coches, soportando miradas, rechazando esos pasos que se acercan? Cuánto tiempo sin decir apenas unas palabras, sin atrevernos a sentir siquiera, tú, pobre, recelosa, tú: «Dejarlo, quedar soltera, sola, a pesar de que para entonces no estarás y papá se habrá muerto y mi hermano tampoco vivirá conmigo. Pedro casado, yo sola en casa, aunque a veces —eso espero—, contigo. Pero tú no estarás por fin, acabarás marchándote, te irás al extranjero, me lo devuelves todo, te devuelvo aquel anillo que me diste. Y otra vez a distancia, sin hablarnos, sin conocernos. Trabajar siempre, como cada semana, hasta el sábado y los domingos ir a comer, comprarles caramelos a los niños que para entonces ya tendrá mi hermano. Tenerlos, verlos crecer, envejecer como cualquiera, de tiempo, no de miedo y disgustos. No despertar sobresaltada, sudando, mirar a todos lados, y verte tranquila, inmóvil dentro de tu pijama azul, planchado, desdoblado, abrochado de la cintura al cuello igual que si acabaras de acostarte».
«Son las cinco y no duermo. Amanece o todavía no. “¿Quién va a cortar el cuello a la niña esta noche?” Bueno, pues aquí está, gordo y todo, fofo y todo, lo mismo que otras cosas. Ven, córtalo y en paz, acabamos de sufrir, conseguiremos dormir, descansar definitivamente.»
«Mientras tanto no puedo. La red de hierro, maldita ésta, atraviesa el colchón, los nudos se me hunden en la espalda desnuda, en los riñones y hasta la sábana se diría que pesa. Tú duermes, con tu aspecto de día, tranquilo, reposado creo yo, como si no existiera nada en el mundo salvo tú y yo, salvo esas manos tan largas y tan duras que se unen sobre el embozo y esa cabeza inmóvil que ni ve ni oye, que se parece a la de papá muerto en su alcoba, después, cuando todos rezábamos o aparentábamos hacerlo.»
Lo mejor de esa hora, a pesar del calor: el vacío total de los paseos. Nadie se acerca, no se aventura nadie a traspasar la verja defendida ahora del rumor de los coches, de niños y criadas por esa luz que hace reverberar los árboles lejanos y los estanques secos.
Solas las dos, pero no tanto. A veces aparece ese guarda que no llega a acercarse, que sólo mira, eso sí, con descaro, lo mismo que si el parque fuera suyo, o que cruza dejando, tras de sí, el rastro de sus labios. Ése cuya cara nunca se ve, que apenas asoma bajo la penumbra del sombrero, que como tantos otros sus hermanos, espera, fingiendo, recelando desde esa línea parda, ese paseo que vibra en la calina, acechando cómo te sientas, qué dices, cómo miras o ríes, cómo apoyas el pie, las piernas, dónde pones las manos.
Desde los cauces ciegos, mustios de agosto viene ese rumor que a la noche se alzaba tras la puerta. Llegaba con la luz, resbalando también, acompañándola, un rumor de estrofas unidas unas a otras por la resonancia prolongada de los cánticos. Cantos que no entendías, ni el murmullo, aquel otro rumor que en las pausas no entendías, ni el murmullo, aquel otro rumor que en las pausas se alzaba, chasquidos apresurados, sordos, que juntos todos caían como tormenta sobre cinturas, caderas, muslos y piernas.
Al día siguiente, tan de mañana, resultaba extraño ver todos aquellos rostros normales, razonables, a veces hinchados por el sueño, a ratos sonrientes. ¿Dónde estaba la noche? ¿Dónde aquel agrio golpear, aquellos cánticos? Allí deben continuar con la puerta del cerrojo descabalado que era preciso correr sin rechinar sobre la sobada madera, antesala del helado comedor con sus platos rebosantes de agua oscura y salada y pastas a medio hacer y las tres galletas en el plato de postre, cuando no un caramelo.
Allí ha quedado desde el día en que el ojo, al otro lado de los cristales, se hizo claro del todo. «Tú ven conmigo, vístete. No contestes. Vístete aprisa. Vístete y te sientas en la silla. Allí hasta que amanezca. Te vistes y te sientas en la puerta.»
No contestar, no hablar. Tú al otro lado de la habitación y en medio, entre las dos, las veinte camas acechando, en silencio. Te veo a lo lejos, bajo la imagen coronada, como otra estatua más grande de escayola, tan derecha en tu trono de madera, inmóvil en la sombra aunque sé que tú tiemblas, lloras, igual que un saco blanco, sin cintura, sin forma.
Y otra vez esa campana que empuja o que retiene el tiempo, que aprieta esta espera absurda, bajo el verde brillante de los fresnos. Es la misma campana que allá dice que debemos levantarnos las dos y seguirla quién sabe al encuentro de qué castigo desconocido. La campana suena, se enreda en sí mismo su repique pero tú no estás, no apareces con tu maletín, tal como prometiste, bajo esa bóveda que conoces tan bien, donde sobre la piedra se derrumban los mirtos. Voy buscando tus huellas camino de la puerta y el agua cae, se desploma en mis espaldas con sólo rozar un poco los rosales. «Ya está todo arreglado. No queda otro remedio. Él lo sabe entender. Hoy ya nadie se muere por eso. Se vuelven a casar y en paz. Si no, no adelantamos nada. No vamos a pasarnos la vida así, haciéndola imposible. Hoy mucha gente lo hace. Es distinto ahora. Si papá y mamá vivieran ya sería otra cosa. En sus tiempos no existía el divorcio. ¿O sí? Puede que sí. Tampoco ahora, pero la gente se separa, vive su vida en paz. Ni mi hermano, ni mi cuñada me importan. Únicamente los niños que no los veré más.»
Te detienes, te callas. Allí está el guarda mirando desde la sombra de los plátanos. Escarba bajo las hojas como buscando las raíces o algún registro del agua enterrado, perdido. Luego, si se le mira fijamente, mira a su vez en torno, como si lo que busca se hallara aún más lejos de nosotras, deja pasar un rato y al fin desaparece.
«Tú no tienes nada que ver con esto. Ellos no saben nada, desde luego. Puede que él se imagine algo porque nadie da un paso así, por nada, en balde. ¿Que con quién viviré? ¿De qué? Ya se verá; cualquiera que se marcha hace lo mismo. Él encuentra una chica antes de un año. Sin hijos y con halo de mártir, yo creo que ni un mes, tal como queda, con la casa puesta.»
Pero todo se quedará en palabras. Esas palabras huecas, torpes, un poco vacilantes como tú, como la boca que se arrepiente apenas las pronuncia. Volverán las dudas, las noches grises, pesadas, los largos paseos en silencio, ese lento vagar sin musitar palabra, largos días de cielo ceniciento, el pensamiento herido, quizás allá en la casa, lejos de mí que voy andando, vagando también por entre estas solitarias farolas colocadas sin convicción, nacidas con la lluvia, arrancadas, colocadas aquí, mortecinos relámpagos inmóviles, para alumbrar estas tardes tan tristes.
El paseo mayor se funde con el cielo tan bajo y el estanque con el andén de pinos que empujan a ambos lados a los furtivos coches, haciéndoles huir del silencio que van sintiendo cerrarse a sus espaldas. Voy camino de ti, buscando la salida de este jardín tan lleno como tú de caminos perdidos, de leves cerros tan suaves, coronados de cimas donde la hiedra trepa al norte de los pinos. Bajo su mole enorme va esa senda desconocida que me lleva hasta ti, más allá de esa fuente que mana rezumando, más allá del gran cerco de arena que encierra los columpios y toboganes, más lejos de los bares sonámbulos de color insolente, en torno de la estatua en que un hombre desnudo cae a los pies del otro y muere, mata, grita, hace el amor, quién sabe.
Mejor no vuelvas, seguiré caminando hacia la puerta, contando, soportando sobre mi espalda todas esas remotas campanas, el blando abrazo de los castaños y la garra apagada de los rosales. Seguiré, cruzaré hasta la verja de las fieras, por el andén donde detienen los coches las parejas, y ya sin apartarme, llegaré hasta esa puerta. Hoy no hay coches, puede que por el frío o la humedad o la lluvia, hoy no existen aquellas bocas, piernas, muslos, manos pequeñas, puntas rojas, sombras inmóviles y faros apagados. Volverán las tardes en que el dolor gotea, penetra como un clavo en la cabeza; vendrán de nuevo esas horas que dan de sí, que crecen dentro de ti a cualquier hora, sin dar tregua, cuando crees que has vencido, terminado. Crecen dentro, en lo más profundo. Le volverás a odiar tanto como decías, más; llorarás; cada día será un esfuerzo por borrar en ti misma, recuerdos como los de aquel día de la nieve.
Abajo, alivio, seguridad de que la litera de encima te defiende. Arriba, flotar, sensación de vacío, navegar bajo ese techo oscuro de madera, temor a hacer crujir todo el gran armazón, a despertarte; no sé si duermes o lo mismo que yo, dudas, velas, esperas. Dejo caer mi mano. «¿Qué haces?» «Nada. Intentar dormir.» «Hace frío.» «Aquí debajo, no.» «Aquí arriba en cambio, se sienten más los ruidos. Debe ser la pareja del gorro de colores. Los que venían en el telesilla delante de nosotras.»
La mano se desliza por el borde de la litera, cuelga como una de esas sillas metálicas que a la tarde peregrinan silenciosas, vacías. Va y viene, como ellas, se detiene, va y viene otra vez sobre los cerros blancos, sobre la helada carretera donde los coches se hielan poco a poco, donde, de cuando en cuando, se abren paso los faros entre la niebla.
Va y viene despacio también, hasta que se detiene definitivamente. Las dos se toman, se acarician; se diría que cuentan cada una los dedos de la otra y los dedos se juntan, trenzan, estrechan, complementos solidarios de sí mismos.
Con miedo nos conocimos y con miedo te vas. Todo aquello, por miedo lo perdiste. Voy siguiendo, me alejo de tus pasos. Cuando vuelvas, que volverás, mira bien los caminos y el estanque, pregunta al rey que todo lo domina, a ese guarda cuyos labios murmuran. Serás tú quien vendrá a buscar mis huellas y todo el parque entero no será capaz de llenar un solo instante de tu vida. Ni siquiera te quedará el remedio de llorar; ni siquiera te quedará el recurso de la melancolía.