El pez de nieve

Aquel año nevó mucho sobre el parque. Los senderos se acabaron borrando, igualando con el césped, el estanque se volvió duro, opaco y las lanchas quedaron inmóviles, presas en él, junto al embarcadero, como a punto de iniciar el viaje a un remoto país de los hielos. Un silencio húmedo y blando como las pisadas de los guardas sobre el manto de nieve se extendió sobre los árboles, por encima de sus penachos deslumbrantes, de sus oscuras ramas desde las que bandadas de gorriones se dejaban caer sobre el patio del almacén de la casa de fieras, en busca de comida.

Apenas llegaba el rumor del tráfico de fuera y, con el paseo de coches cortado, podía oírse a lo lejos el desgajarse quedo de la nieve, la fatiga, en su jaula, del gran oso polar y el chillido tembloroso, hiriente, de la vecina jaula de los monos.

Fue aquel año, por aquella nevada, cuando uno de los monos más pequeños, aterido, rompió el techo de paja y madera, y saltando hasta las ramas del castaño gigante que servía de dosel a las celdas, resbaló con tan mala fortuna que fue a caer sobre la otra de barrotes gruesos, donde el gran oso blanco iba y venía con silencioso paso. El oso blanco pareció despertar y en un instante lo había devorado; el mismo oso que años después deshizo de un zarpazo al mozo que limpiaba su jaula.

El libro decía, allí en el cuarto tan frío también, de la pequeña casa de los guardas, sobre el hule cuadriculado de la mesa, que los osos tan sólo se alimentan de bayas, frutas y raíces silvestres, pero aquel libro recién comprado, apenas iniciado el curso, podía equivocarse cuanto quisiera, pues a causa de la nieve cerraron las escuelas y sus páginas quedaron aquel día inéditas, cerradas, pegadas unas a otras como las de los plátanos bajo el manto de nieve.

Y el muchacho, a su vez, pudo quedarse todo el día vagando por el parque.

A mediodía había visto ya patinar a los autos en el gran paseo de coches, ensayar sus cubiertas de clavos, sus cadenas, a los que luego participaban en los rallyes. El conductor aceleraba, alcanzaba una cierta velocidad y, al llegar al andén de las dos direcciones, frenaba, procurando dar media vuelta completa, hasta colocar el coche en sentido opuesto. Era un juego que al principio interesaba pero aburrido a la larga, de mayores.

Aún antes de comer había asistido a dos o tres peleas de muchachos, poca cosa, poca guerra, muchos gritos, voces que la nieve apagaba, actitudes heroicas y alguna que otra caída en la gran escalinata de piedra, mullida ahora, por encima de la cual relucía la estatua del rey y su monumental caballo, los dos recubiertos por igual de brillantes ropajes de carámbanos.

Fue a la tarde, cuando el parque se iba quedando gris y en los jardines se hacían más negros los troncos de los sauces, cuando el muchacho se decidió a acercarse hasta la mancha del estanque, liso, macizo, como una enorme lápida de mármol. El libro aseguraba que debajo del hielo apenas había vida, pero el libro allí estaba en la casa, cerrado, de modo que fue contando las horas que aquel reloj ajeno al parque iba dejando resbalar sobre la nieve de los árboles y, ya tarde, se acercó hasta el embarcadero.

Allí en la habitación, bajo la gran terraza desde la que se controlaban las maniobras de las barcas, guardaba el encargado los reteles de sus grandes excursiones dominicales. Aún quedaban residuos de la hoguera encendida a la mañana cuando estuvo revisando el motor de la gran lancha inmóvil de los niños, pero ahora el frío cuarto y la terraza de cemento con su reloj enorme aparecían desiertos. En un rincón, bajo los sauces, el desagüe del estanque suspiraba, rezongaba, gruñía, cada vez que un pedazo de hielo se atravesaba en su boca defendida con hierros como la jaula de los osos. El muchacho esperó a que su boca quedase limpia y luego, cuando ya comenzaba a brillar el azul de las luces del parque, sujetó con cuidado la red dentro del agua, sin hacer mucho caso de los profundos murmullos de la corriente.

Al día siguiente, volvió temprano, antes que el encargado de las barcas y alzó con gran esfuerzo el aparejo lleno de broza, minúsculos carámbanos y residuos de insectos entre el barro y la arena. Y en el fondo de heces y limo apareció una mancha pequeña y brillante, un blanco pez no mayor que una moneda, de escamas plateadas. Lo metió en una bolsa de plástico que llenó de agua limpia y, luego en casa, en un gran vaso que colocó a la cabecera de su cama.

Era un pez visible apenas de día, apenas una sombra inmóvil, diminuta, en el fondo del vaso, pero a la noche, a medida que la tarde se apagaba en las ventanas, él se encendía como los últimos destellos de la tarde. Como aquellas estrellas tan altas que el viento boreal hacía estremecer arriba, así temblaba su luz, creciendo poco a poco, en el fondo del vaso. Era la suya una luz difusa, total, sin sombras, como la de las estrellas en las noches más limpias, o la luz de la nieve en los días cubiertos.

Cuando al otro lado de los cristales el parque era ya sólo las grandes manchas del parterre y los pinos, las paredes de la pequeña alcoba se iban borrando, haciendo transparentes, transformándose. Sobre la cual surgían paisajes desconocidos, ciudades de tejados grises, puntiagudos, campanarios enhiestos, rebaños de animales de piel oscura y penachos sedosos. Eran tierras distintas de aquellas que el muchacho conocía, montañas grises de hielo, árboles arañando el cielo entre la niebla, liquenes, musgos y glaciares. Y ya de madrugada, cuando la luz sobre el parque renacía, el pez se iba apagando en el agua del vaso, para quedar, a la mañana, tan mezquino y tan negro como siempre. Ya con la primavera encima y el sol amenazando, el pez de nieve cayó enfermo. Le nacieron heridas en los flancos y una suave pelusa fue creciendo, devorando sus escamas que finalmente dejaron de brillar. A medida que el sol cobraba fuerza, se veía que el pez caminaba hacia su muerte. En la habitación, ahora a oscuras durante la noche, se le oía subir a la superficie del agua, quizás buscando el aire que dentro le faltaba. El muchacho le bañó en sal, según el guarda mayor le recomendó, mas la luz de nieve no volvía. Y el día en que puntualmente vino la primavera, vio el muchacho que su pez ya no estaba en el vaso. Como otras noches le había oído saltar en el agua, supuso que había vuelto otra vez al estanque. Nunca más volvió a ver aquellos ríos de hielo, ni los pueblos de tejados de escamas, ni rebaños de animales de pesados cuernos. Y al cabo de los años enviaron al padre a cuidar otro jardín y fue preciso transportar los muebles de la casa. Al quitar la mesilla de la alcoba vio el muchacho que el pez estaba allí. A pesar del tiempo, allí se conservaba negro, pegado a la pared como las hojas de los eucaliptus que en otoño recogía, como esos fósiles que a veces le enseñaban dibujados.

Ya no era un pez de luz, sino una sombra. Y el muchacho también había cambiado. Ya nunca se acercaba hasta el estanque, ni escuchaba el correr del agua en los canales de piedra o el lamento agrio de los zorros esperando el almuerzo. Como el gran oso blanco, su voz había cambiado. Se hizo más profunda y ronca. Como el pelícano dorado a la puerta de su choza, pasaba grandes ratos inmóvil. Como las cebras pesadas y rotundas, apenas asomaba los ojos, más allá de su ventana, sin apenas ver otra cosa que los castaños rojos y los blancos penachos de las nubes. Ya no era un muchacho. Había crecido mucho y cuando el padre decidió aceptar el traslado a aquel otro jardín, apenas pareció sentir nada por ello, al contrario que los demás, accedió a marchar sin discutir apenas, sin volver una sola vez la cabeza cuando el coche dejó a sus espaldas, para siempre, la gran mole coronada de la puerta.