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Al filo de las ocho, cuando ese sol rojizo va resbalando desde el cielo sobre las fachadas aún cenicientas de las casas fronteras a la verja, se abren, una tras otra, las diferentes puertas. Primero la grande, principal, de triple arcada negra, con sus hierros trabajados, retorcidos, enhiestos en forma de lanzas, rosas o palmas con su rótulo que lleva el nombre de la villa; se abre la de la escalinata que pone fin al paseo de las estatuas blancas, alineadas unas frente a otras, hablándose, gritándose o dirigiéndose rotundos versos; se abre la de las solemnes y un poco misteriosas farolas azules con sus grandes penachos que son coronas cuyas ánimas lucen como faros remotos en el mar de follaje que bulle y se estremece tras ellos; se abre la pequeña, barroca toda de piedra blanca lo mismo que los reyes, con sus blancos jarrones y cestas que derraman frutas sobre el arco que encierra el escudo de España.
Todo lo abre la mano de ese guarda que surge cada mañana de la niebla, que no tiene ni rostro, ni pies, ni manos, sólo ese manojo de llaves enormes y pesadas cuyo rumor se viene acercando desde el fondo del bosque, antes de que las puertas crujan, suenen, rechinen hasta quedar abiertas como si, más que dejar entrar, dejaran partir algo que la noche, la poblada y húmeda oscuridad del invierno, el tibio palpitar de mayo o el vacío solar de los veranos hubiera encerrado, engendrado, en aquella masa cercada, sofocada y a la vez defendida, de aguas invisibles, monumentos rotos, estanques venenosos, palacios encendidos y animales que rugen, cantan o caminan.
El guarda cruza dormido a medias, con su cigarro consumido a medias por caminos de arena o piedra, junto a estanques donde duermen, bajo las pérgolas, los pájaros. Deja atrás perdidos monumentos y mira sin ver sus caballos de bronce a punto siempre de iniciar su corveta. Lleva el cigarro perennemente entre los labios y su penacho de humo va quedando atrás, fundido con las blancas fumarolas de la niebla. Sus pasos y el golpear de su bastón resuenan en el lecho de grava que el agua hace nacer cada vez que riegan los paseos. También se escucha el rumor intermitente del cuclillo y el monótono despertar de las palomas y el gotear perpetuo de canales y depósitos ocultos, antes de que, una vez las puertas abiertas, entre de fuera, de la ciudad que todo lo rodea, el rumor intermitente de sus horas, un rumor de agua grande, de continuo caudal, fluir que no tiene principio ni fin, ni oleaje tampoco como el mar, que crece con las horas, según el día avanza, y que encierra el jardín mucho más que esa verja tantas veces a punto de ser arrancada.
Con las puertas de par en par, ya cruzan los primeros autos, las primeras sombras, gente madrugadora que trata de abreviar, por los senderos del jardín, su camino al taller o la oficina. También hay quien va a pie por ejercicio y algunos que madrugan para entrar, esperando hallar aún, entre la luz que rompe los flecos de la niebla, las secretas migajas de la noche. Ya el sol va arrancando destellos en los lejanos miradores de las casas, en los macizos pinos, ya se vuelve amarillo en la estatua de bronce que domina a las demás, en el rostro del rey que domina el mayor de los estanques. A sus pies las barcas crujen y chocan entre sí cada vez que el agua se mueve al compás del canal que la alimenta. El rey, arriba, mira y sus ojos ven la explanada donde las bicicletas inmóviles esperan, los pabellones de cristal azul ahora, apagados ahora, rodeados de hileras de castaños que bajan hasta el agua, y el jardín de las rosas que guarda su secreto para mayo. Ve la iglesia traída, trasladada, reconstruida aquí, rodeada de cipreses, toda ruina en lo alto de su colina diminuta, el agua que comienza a animarse bajo los puentes, en inútiles cascadas, en fuentes que no manan, en multitud de pasos, llaves, acequias y canales. Ve ese humo que se alza cada mañana, casi al tiempo que el sol, en el invernadero; una columna blanca o azul, según la leña venga verde o seca.
El rey oye, escucha los golpes secos en el embarcadero, donde con el buen tiempo se repasan las barcas, oye, escucha el golpe del bastón del guarda que es uno solo, el más viejo y principal, y descubre su rostro del color de la tierra del parque y sus manos y pies tan lentos y pesados. Escucha el compás de su bastón y sus llaves. A medida que los caminos empiezan a poblarse, poco a poco se aleja y finalmente desaparece más allá del estanque hasta la hora del crepúsculo, cuando todo el jardín es una mancha silenciosa y vacía encerrada en su verja, envuelta en el primer relente de la noche.