PRÓLOGO
CARMEN MARTÍN GAITE
El 5 de marzo de 1954 —es decir, dos años antes de la aparición de El Jarama de Sánchez Ferlosio, que ha venido señalándose insistentemente por la crítica como el arranque el del realismo social en la novela española— se acabó de imprimir, en los talleres valencianos de la editorial Castalia, el libro que hoy se ofrece aquí al lector y que hacía, con aquella, su primera salida pública.
«En la época en que yo empecé a escribir —ha dicho años más tarde, en una entrevista, el propio Jesús Fernández Santos—, eso de publicar un libro en España era para Azorín, Baroja y gente así».
No existían, efectivamente, grandes estímulos para los futuros prosistas, ni la opinión del público estaba favorablemente dispuesta a escuchar voces nuevas, aun cuando la creación de ciertos premios literarios importantes como el Nadal hubiese empezado a significar algo en este sentido. Los dos primeros brotes originales de la prosa joven de la posguerra (Cela y Carmen Laforet) no habían conseguido, con todo, a comienzos de la década de los años cincuenta, pasar de ser dos ejemplos aislados y excepcionales, y de hecho, Baroja y Azorín seguían detentando entre los vivos, de forma indiscutible, el título de maestros de la novela española. Aunque recluídos en sus respectivas casas y adentrándose fatalmente y cada día un poco más en el reino de los fantasmas, recibían de cuando en cuando el homenaje de algún entusiasta y reverente que se acercaba a conocerlos o a llevarles la ofrenda de su primer libro.
Pero ni la natural distracción del uno ni la fría y aséptica cortesía del otro facilitaban cualquier tipo de comunicación o simpatía —de participación, en suma— que enlazara subterráneamente, a través del bache de la guerra, a aquellas dos distantes generaciones.
Más compañía que estos consagrados, a pesar de que se pudiera llegar a estar sentado con ellos en una camilla con faldas de terciopelo, hacían los autores vivos o muertos de fuera del país, sobre todo por lo que el descubrimiento de cada uno de ellos tenía, para el futuro novelista español, de encuentro personal, difícil y furtivo. Y esto ocurría así a causa de dos razones principales, la una de carácter económico, de orden político la otra. Es decir, ni los jóvenes universitarios de los primeros años cincuenta tenían casi nunca más dinero en el bolsillo que el justo para tomar café y el autobús —obstáculo fundamental para que la adquisición de libros se llegara a convertir en hábito—, ni, por otra parte, existía la tendencia a la apertura que apareció más tarde y en virtud de la cual se fueron incorporando al acervo de la industria cultural española nombres de autores extranjeros que, entonces, aunque estuvieran en el candelero en otros países, en el nuestro o no habían llamado la atención o no habían logrado ser mirados sin recelo. Este hecho, de signo negativo en sí mismo, llevaba aparejada, con todo, una consecuencia bastante positiva, a mi modo de ver, y es la de que los libros se venían a convertir, para el joven aspirante a escritor —que, además no estaba rodeado de demasiadas diversiones—, en algo que deseaba, en un bien codiciable y precioso que no se atrevía a desperdiciar cuando caía en sus manos.
Jesús Fernández Santos ha comentado posteriormente esto mismo en varias ocasiones, ha dicho concretamente —con esa agudeza suya para penetrar los mitos, aspavientos y novedades de los hombres y ponerlos en tela de juicio— que los jóvenes de ahora tienen demasiados juguetes y que en eso reside el quid de su falsa seguridad, de su actitud agresiva y displicente, particularidades estas que los diferencian notablemente de aquella generación que visitaba a Azorín y Baroja. Estos jóvenes estudiantes que zumban actualmente por los pubs en torno a cuestiones de letras y que disponen de coches, discos y casas de amigos donde ir a tumbarse y beber whisky, disponen también en efecto, de muchos libros, por la doble razón de que tienen dinero para comprarlos y de que el auge de las colecciones de bolsillo hacen accesible y tentadora la compra. Pero también es cierto que el libro, en virtud de una fácil adquisición, corre el riesgo de ser mirado como un objeto más por parte del joven consumidor de objetos, quien, tras la breve y rutinaria ojeada inicial a la solapa, bien puede caer en la tentación de contentarse con ese informe para mencionar la mercancía entre sus amigos, usando para ello la jerga expeditiva de los conocedores, ese tono mimético y seguro del experto, de que está â la page, del propagador de vacío. No sé hasta qué punto —ni si viene a cuento discutirlo aquí— será real esta apariencia de que hoy el libro ha venido a ser para la gente joven una especie de juguete entre tantos otros que le ofrece la sociedad de consumo, pasado de moda de una temporada a otra, apenas disfrutado en su día, destinado a dormir el sueño de los justos en un anaquel o pasar de mano en mano tediosamente como la falsa moneda. Pero lo que sí puedo decir con conocimiento de causa es que, contrastando con ello, si a alguien, en los años en que me vengo refiriendo, se le hubiera ocurrido comparar un libro con un juguete, habría sido para afirmar a renglón seguido que se trataba de un juguete apasionante y al que se sacaba mucho jugo.
Por libre, por separado y casi siempre por casualidad, fuimos tomando contacto los amigos de entonces, según iba pudiendo ser, con Sartre, con Hemingway, con Pavese, con Truman Capote, con Italo Calvino, con Tenesse Williams, con Camus, con Dos Passos, con Kafka, con Priesley, con Joyce, con Ciro Alegría. Las voces desparejadas y lejanas de aquellos escritores eran como un rescoldo en torno al cual necesitábamos agruparnos para enlazar con algo, para no sentir que se partía de cero, y el hecho de pasar unos a otros, con los libros, la mención de sus autores, de si vivían acá o allá, de si habían muerto de tal o cual manera, fue lo que convirtió en un humus propio aquel montón de heterogéneas sugerencias.
Pero los libros, por muy amigos que se los pueda llegar a sentir, nunca han dado más que un apoyo relativo y precario, y no se les va a pedir que vengan a interesarse por los problemas que el escritor en ciernes se plantea en su propio país, los que descubre, crea y comparte con los amigos de su misma edad. Ni tampoco, a esos amigos que, al amparo de la taberna o el café, escuchan o comentan unas cuartillas nuestras, se les puede pedir ese apoyo que ellos no están en condiciones de proporcionar. Nadie, a esa edad, puede creer en serio que se basta a sí mismo; hace falta un amigo mayor que eche una mano, que sustituya al padre, que se interese por esas tentativas nebulosas y las haga sentir verdad al iluminarlas con una mirada serena, madurada en otra parte.
Este amigo mayor fue, para el grupo de prosistas madrileños surgido al final de los años cuarenta, Antonio Rodríguez Moñino. Él, mediante la desinteresada creación de Revista Española, de cuya redacción encargó en 1953 a tres jóvenes (Sastre, Ferlosio y Aldecoa), abrió a todos los prosistas noveles una eficaz ocasión de colaboración regular, de contactos con publicaciones extranjeras y de estimulantes cambios de impresiones con el propio Moñino y otros amigos suyos que se reunían en el café Lyon. En esta revista apareció uno de los mejores cuentos de Jesús Fernández Santos, Cabeza rapada, que, años más tarde habría de encabezar un volumen de relatos con el que obtuvo su autor el premio de la Crítica.
A Rodríguez Moñino, que también dirigía la editorial Castalia, le gustó muchísimo la novela Los bravos y se ofreció a publicarla en la colección «Prosistas contemporáneos» de dicha editorial valenciana. Era una colección que se había pensado para dar a conocer «Las páginas más selectas de diez escritores españoles de nuestros días» y en ella habían aparecido trabajos de Cela, Díaz Cañabate, Gaya Nuño y Jorge Campos. Jesús Fernández Santos era un estudiante de Letras, interesado también en asuntos de cine. Modesto, tímido y burlón, huía con marcada repugnancia —característica que ha conservado siempre— de todo exhibicionismo y apenas hablaba a nadie de sus escritos. Con Los bravos, nos sorprendió a todos y se situó, a pesar de que el libro pasara de momento casi completamente inadvertido, en una plataforma donde ya no se sentía tan al raso y desde la cual podía esperar, cosa que —dicho sea de paso— ha demostrado saber hacer.
Jesús Fernández Santos, en efecto, a lo largo de todos estos años, ha esperado desde el reducto de Los bravos, aunque sin dejar nunca de escribir, la llegada de tiempos mejores.
«El cine es mi oficio —puntualizó en una ocasión, refiriéndose a los documentales con los que se gana la vida—; la literatura, mi razón de ser. Escribo para sobrevivir, para que quede algo de mí, porque me gusta, por eso que antes se llamaba vocación».
Fiel a esa vocación ha aguantado los tiempos malos Jesús Fernández Santos, sin creer en milagros ni dejarse deslumbrar por los que pasaban por tales. Y ha aguantado desde Los bravos y con ellos, con ese puñado de vecinos agarrados a sus raíces, últimos componentes de un pueblo leonés perdido en la montaña, de donde era oriundo su padre.
Porque hay que decir que, a pesar de la publicación de cuatro novelas posteriores (En la hoguera (1956), Laberintos (1964), El hombre de los Santos (1969), y Las catedrales (1970), las dos últimas, por cierto, excelentes), hasta la reciente adjudicación del Nadal a su Libro de las memorias de las cosas, Jesús Fernández Santos ha venido afirmándose cada vez más en ser lo que irrumpió siendo con tanta firmeza y autonomía en la literatura de hace 30 años el autor de Los bravos.
Esta novela, editada posteriormente por destino (1960) y que ha ido consiguiendo progresivamente, sin propaganda de ninguna clase, a base de tiempo y aguante, de seguir estando ahí, un prestigio cada vez mayor entre las mejores novelas españolas de posguerra, es la que hoy presentamos al lector.
Carmen Martín Gaite
1975