Martín, el de la exclusiva, el que condujo el coche y subió el correo, antes que Pepe se dedicase a ello, estaba durmiendo, pero su mujer se levantó cuando oyó ladrar al perro y salió a la puerta.
—¿Está el patrón?
—Está durmiendo.
—¿Es usted el ama?
—¿Qué quería?
—Charlar un rato con él. ¿No podría avisarle?
—Si es para algo importante… No sabe cómo se pone si le quito de dormir la siesta.
—¿Tardará mucho en levantarse?
—Un poco todavía.
El viajante se sentó sobre una lávana que servía de banco y comenzó a liar un cigarro con cuidado, como si toda su prisa hubiera desaparecido de pronto.
—¿Qué tal la cosecha este año?
—Mala, como todos.
—Los del campo siempre se quejan.
—Si le parece que no es para quejarse… El que recoge para el año ya puede darse por contento. Aquí no es como por ahí abajo; aquí es la gente muy pobre.
—¿Y el ganado?
—Eso da algo más.
El viajante dio una larga chupada al cigarro y suspiró:
—¡Qué calor!
—No sé cómo aguanta esos zapatos.
Miró sus pies.
—Aún tienen que durar un año más.
Se detuvo un instante como si pensara algo extraordinariamente importante y preguntó, acompañando a sus palabras de un gesto grave:
—¿Qué pasa cuando lo que se recoge no llega hasta la cosecha siguiente?
La mujer le miró, extrañada:
—Se pide prestado un poco…
Se levantó y dio unos pasos.
—¿Y si llamara a su marido?
Pero la mujer estaba intrigada y no quería avisar a su marido sin saber el objeto de la visita.
—Tiene que decirme lo que quiere antes; le va a sentar muy mal que le despierte.
El hombre repuso vagamente:
—Dígale que vengo a traerle dinero —y rió en tono de chanza acompañándola hasta la escalera.
Cuando la mujer desapareció, el gesto alegre se borró de su cara y volvió a sentarse. Estaba rendido; la caminata de la mañana, bajo el sol, le había agotado; sacó los impresos y la lista y se dispuso a esperar. Se preguntó si aquel Martín tendría algún pariente en el pueblo vecino.
El débil suelo de madera crujía sobre su cabeza. Se oyeron pasos y leves cuchicheos, y un gallo, a sus pies, lanzó un canto como un lamento y volvió la cabeza para mirarle de plano. Al fin, el matrimonio apareció en la puerta; compuso un gesto afable y observó al marido. Martín debía pesar cien kilos y sus ojos cargados de sueño parecían acentuar todavía más su obesidad.
No se sentó; le vio dispuesto a volver a su siesta a la menor ocasión y decidió ir al fondo del asunto rápidamente. A su lado, la mujer guardaba silencio.
—¿Le dijo su mujer de qué se trata?
—Me dijo que era cosa de dinero. Eso no nos interesa; nosotros no tenemos.
—Espere, espere. Su mujer no me ha entendido bien —la miró cortésmente, casi en una reverencia— o yo no me he explicado todo lo claro que es preciso. —Le mostró los impresos—. Esto son cédulas de amortización. —Martín siguió impasible, pero la mujer escuchaba las palabras del otro atentamente—. ¿Tienen chicos?
—No.
La mujer miró a Martín.
—Bueno, de todos modos esto interesa a todo el mundo.
Al fin parecía despertar; se sentó; la mujer a su lado, casi en cuclillas en una banqueta minúscula.
El agente se secó una gota de sudor que le corría por la frente y luego las manos.
—Estos papeles sirven para formar un capital que le asegure una vejez tranquila. Quiero decir que cuando se hagan viejos y no puedan trabajar no tendrán que preocuparse, porque el banco les pasará una renta.
—¿Qué banco?
—El nuestro.
—¿Y qué hay que pagar para eso?
—Nada.
El matrimonio le miró con desconfianza.
—Déjeme ver esos papeles.
Pero el viajante siguió hablando, intentando llevar tras sus palabras la imaginación de Martín.
—En lugar de tener el dinero en casa, ustedes lo depositan en el banco y allí les damos el cuatro por ciento anual. Así, su dinero crece cada año, y, naturalmente, cuanto más pongan más crecerá.
—¿Qué pasa si uno quiere sacarlo?
—Lo saca. No hay más que llenar otro impreso.
—¿Todo?
—Claro, hasta el último céntimo si quiere —les entregó los impresos—. Por eso le dije a su mujer que esto es regalar dinero —se tomó un respiro, en tanto los otros examinaban vagamente las cifras de los papeles—. Esta mañana estuve en casa del presidente.
—Ése tiene, que lo que es nosotros…
—Unos tienen más y otros menos; por algo se empieza —se levantó—. Yo les voy a dejar estos impresos para que los lean bien; mañana por la noche mandaré tocar a concejo, y si a usted le interesa la inversión, vaya a la escuela con su dinero —ya en la calle, se volvió—: No se olviden de rellenarlo con el nombre. Hasta luego.
—Adiós…
Caminó junto al río hasta la fuente, a través del pueblo desierto. Allí, sentado en el pilón, trató de reanimarse con un trago de aquella agua helada. Estaba tan fría que tuvo que beberla a sorbos; aunque no había sombra, era el aire más fresco y soportable. Bebió de nuevo; bajo el sol, el agua caía murmurando y el verdín en el fondo se agitaba. Mirando las montañas a lo lejos y el camino de los puertos quedó inmóvil; su traje negro destacaba sobre el color de las casas, sobre la tierra misma, más sucio que la cal de la iglesia. Los zapatos, aunque viejos, parecían ligarle a la capital o algún pueblo importante y ahora, limpiando los cristales de sus lentes, era tan ajeno a la tierra, al río, al pueblo entero, como una extraña planta que el mes de calor hubiera hecho brotar junto a la fuente.
Antón entró en la fonda y despertó a Manolo, que dormitaba sobre sus cuentas.
—Ponme un blanco.
Manolo se quejó:
—¡Qué horas…!
—Dejé a mi mujer en la era limpiando, de modo que apura.
Manolo sirvió el vaso y estuvo mirando cómo se lo bebía.
—Ya sé quién es el de los zapatos.
—¿El paisano de esta mañana?
—Se lo dijo Amparo a mi mujer. Se queda a dormir en su casa esta noche; es representante de un banco.
—¿Viene a comprar?
—No; te hacen préstamos sobre las fincas. Es un banco.
—Yo sé dónde tengo que guardarlo.
—Te advierto que te firman un recibo y te dan el cuatro por ciento.
—¿El cuatro por ciento?
—¿Está mal?
—Vaya…
—Mi mujer está medio convencida.
—Yo no sé, tendría que hablarlo con la patrona; con esto del chico no quiere hacer ningún gasto.
—Si no los tuvieras como yo…
Manolo no contestó. Fue a la puerta.
—¿No vino Pepe todavía?
—No sé qué le pasará hoy —miraba la carretera con insistencia—. ¿Quién dices que respalda eso?
—No estoy seguro, me parece que el Banco de España. Ya te enterarás de todos modos, porque el paisano piensa recorrer todas las casas una por una.
Sonó el claxon del coche y los dos salieron a la carretera. Llegó envuelto en una nube de polvo, humeando el motor. Los perros ladraban a su alrededor cuando bajó Pepe, insultándole como si se tratase de una persona.
—El mejor día me deja en el camino; hoy hemos venido de milagro.
Se subió las mangas de la camisa y empezó a descargar. Los tres hombres sudaban.
—Si no es por la fruta, le dejo en la estación y me vengo andando.
Cuando terminaron, Manolo sacó la comida a su hermano.
—Me parece que don Prudencio va a pedir el coche.
—¿Para cuándo?
—Esta semana.
—Pero ¿no sabes qué día?
—No.
El médico, desvelado por el motor del coche, bajó. Antón le preguntó:
—Qué, ¿no puede usted dormir?
—Es el calor —mintió.
En la penumbra fresca, iluminada por el rectángulo brillante de la puerta, los cuatro hombres quedaron silenciosos. Sólo se oía el rumor de los cubiertos y los chapuzones del ganado en el río, fuera. Antón se desperezó; el médico espantó el sueño y salió, dirigiéndose a casa de Alfredo. En el camino se cruzó con Socorro; supuso que iría a encargar las inyecciones y no quiso detenerla; ahora, en plena carretera, a la luz del día, le producía una impresión distinta, más oscura y vulgar, pero a pesar de ello reconoció su modo particular de andar firme y erguido que tan mal se conciliaba con la vida de sumisión al viejo.
Procuró apartarla de su cabeza, pero el recuerdo volvía tercamente, y como el calor, la sed o el polvo, le envolvía hasta introducirse en su espíritu. Todo era indiferente, concluyó, excepto el deseo de verla de nuevo, y venciendo a cada paso sus propios reproches, su propia rebeldía a dejarse gobernar por el instinto, fue retrocediendo lo andado hasta volver a la fonda. Cuando pisó el umbral era tal su incertidumbre que no supo inventar un pretexto que explicara aquella vuelta precipitada.
La vio hablando con Pepe y como éste asentía comiendo. Atravesó la cantina y desapareció arriba.
Descansó unos pocos minutos; no podía bajar y quedarse porque ya había salido una vez diciendo que iba a ver a Alfredo, de modo que decidió esperar unos minutos y alcanzarla en el camino. Se maldijo en voz alta; iba a su encuentro y no sabía qué decir, sólo sabía que deseaba verla otra vez y que desde la visita de la mañana su pasión crecía y, con ella, el miedo a delatarse, a que el viejo lo supiera. Al fin, desde la ventana, la vio cruzar la carretera y alejarse, y sin el menor titubeo, fatalmente, como si hubiese agotado toda discusión consigo mismo, bajó, atravesando por segunda vez la cantina en un saludo presuroso y enfiló el puente a grandes pasos.
El corazón le latía violentamente cuando la alcanzó; ella debió oír sus pisadas, porque volvió la cabeza saludándole. Como el médico supuso, venía de encargar las inyecciones, pero no estaba acostumbrada a hablar con hombres como él y no supo decirle que le agradecía el trabajo que por ella se tomaba. Llegaron a la puerta de don Prudencio.
—¿A qué hora va a venir?
—A eso de las ocho, por la tarde.
De nuevo surgían las palabras como meros sonidos en el sueño vacío que le rodeaba. Un caballo pasó al galope, siguiéndole cuatro más a lo largo del camino; tras ellos, un hombre apareció gritando y sus voces volvieron al médico a la realidad.
—¿Está don Prudencio? —preguntó al fin.
—No. Él siempre da un paseo por la tarde. La muchacha, al responder, devolvió hondamente su mirada.
***
Isabel salió, viéndole cruzar ante la ventana, y le llevó hasta la habitación de su padre. Éste se incorporó y pareció alegrarse.
—Creí que ya no venía.
—¡Cuánta prisa!
—Creí que se habría arrepentido de lo que dijo usted anoche.
Isabel sacó vendas y agua caliente.
—¿Qué tal pasó el día?
—Al final acabé durmiéndome.
Miró la pierna con prevención, casi con respeto, y a medida que el médico fue quitando la gasa volvió hacia él la cabeza para leer en sus ojos el estado de la herida. Aguantó bien el lavado.
—A veces me pregunto cómo habrá hijos de mala madre que hagan estas cosas… ¿Le gustan a usted las truchas?
—No sé, no las he comido nunca.
—Las de aquí son muy finas; tiene que venir conmigo un día.
Isabel se impacientó:
—¡Qué cosas tiene usted!
—¿Por la noche? —preguntó el médico.
Alfredo cambió de sitio con cuidado la pierna recién vendada.
—No; es una trucha de tres kilos que anda en el pontón. Yo la he visto unas cuantas veces. Cuando pida la pistola a Manolo, le mando aviso y vamos por ella.
—¿Tiene Manolo una pistola?
—Un nueve largo de la guerra; yo también tenía una, pero hice el tonto y la entregué.
—Oirá el guarda los tiros…
Alfredo maldijo varias veces al guarda y a su madre de un modo mecánico y natural.
—Esa pistola suena poco. Además, desde que levantaron la veda andan muchos cazadores por el monte. Vamos como quien da un paseo y nos sentamos bajo el pontón a esperar que salga. Así maté yo una de dos kilos el año pasado.
El médico se levantó.
—Dentro de un par de semanas no tendrá nada ya.
—Entérese bien. —Isabel regañaba a su padre como a un chico pequeño—, porque seguro que mañana ya quiere andar por la calle.
—Tenga paciencia y no haga el tonto.
—Dígaselo, dígaselo bien claro.
—Mujer, cualquiera diría que me quieres ver en cama para toda la vida.
El calor había cedido y se podía estar en la casa sin que el cuerpo transpirase. Cuando se marchaba, Isabel pasó al médico a la cocina y le hizo beber un sorbo de vino claro y helado.
La hermana, junto a la ventana, cosía envuelta en el sordo rumor de las moscas.
—Y usted, ¿les da su dinero?
—¿A quién?
—A los del banco. ¿No ha visto a un paisano de luto que andaba por ahí esta mañana?
—Sí, estaba en casa del presidente.
Le explicaron el asunto con detalle; por sus palabras comprendió que se habían informado bien.
Había liado un cigarro y se entretuvo paladeando el humo con deleite. Cuando concluyeron, respondió:
—No tengo dinero. Además, no me parece un negocio muy seguro.
—El cuatro por ciento.
—Pues por eso. Aunque lo tuviera, tampoco se lo daría.
***
Manolo vio venir a la mujer de Antón. La reconoció a lo lejos porque a causa de su peso se fatigaba mucho y debía andar poco a poco.
—Antón, ahí viene tu mujer.
—¿Por dónde?
—Aún no pasó el puente de abajo.
Antón se levantó, y subiendo la escalera se ocultó en el piso de arriba.
A poco, su mujer llegó.
—¿Está Antón por aquí?
—Estuvo hace una hora. Echó un trago y se fue.
—¿No te dijo dónde iba?
—No.
Se fue renegando, maldiciendo de Manolo, porque sabía dónde estaba y no se lo quería decir.
Tenía miedo a morir a cada paso que daba. El médico le había aconsejado no moverse mucho y se veía obligada a buscar a su hombre por todas las casas del pueblo. Y él la dejaba sola a menudo, no sólo por el trabajo, sino también a causa de sus lamentaciones. Se detuvo junto a la carretera, y sentándose en el muro rompió a llorar. Se veía sola, enferma y pesada, como si la vida vertiese en ella toda la fealdad de las demás criaturas. El llanto pareció calmarla y permaneció inmóvil hasta el oscurecer.
***
Una nueva ráfaga de viento barrió la carretera y los cardos agostados de las cunetas. Manolo pensó que llovería a la noche, no obstante el cielo raso; preguntó a su hermano dónde iba, pero no le respondió y negó con la cabeza, cruzando el río, cuando quiso saber si volvería a cenar.
—¿Sabes dónde va?
—La mujer estaba en la cocina; desde allí vino su voz, envuelta en el crepitar del aceite en la sartén.
—Algún asunto tendrá al otro lado; me parece que anda tras la hija de Alfredo.
—¿La mayor?
—La mayor será, digo yo.
Pepe pasó bajo la luz de la iglesia. Se detuvo a echar un trago en la fuente y encendió un cigarro.
Al parecer tenía poca prisa.
—¿Te dijo que le guardaras la cena?
—¿Tú le has oído decir alguna vez algo? Se la guardaré.
Se interrumpió, y el olor del pescado frito llegó hasta donde Manolo estaba.
—Más vale que se case de una vez y deje de hacer el tonto por ahí todas las noches.
La luna empezaba a levantarse, y de nuevo el monte se recortó en su pálido halo. Manolo cruzó la carretera y miró el río que bajaba crecido, con un eco claro, abierto, como si discurriese en la soledad de un valle vacío. En la orilla opuesta sólo el balcón de don Prudencio se iluminó; las otras casas quedaron en una larga hilera, pardas, cerradas sus ventanas, con una tenue columna de humo o el repentino abanico de chispas en la cima, como único testimonio de vida. Oyó cerrar una puerta y los pasos de alguien que se acercaba. El balcón seguía encendido. Pensó en Socorro, en tanto el río, a sus pies, seguía clamando. Una sensación de hastío y calma le embargaba. Se acercó su mujer.
—¿Qué haces?
—Nada, tomando el fresco. ¿No lo ves?
Ella también miró al balcón encendido.
—Siempre igual. Nunca podéis pensar en otra cosa los hombres.
Llegó el médico. De él eran los pasos y el portazo anterior. Vio a Manolo, y se fue a sentar con él en el muro del río. La mujer dijo que la cena ya estaba, pero Manolo le mandó que fuera poniendo la mesa, y se marchó. Se enredaron a hablar del escudo sobre la puerta.
—Estaba en la casa de mi padre. Cuando yo hice esta nueva lo mandé poner.
El médico se acercó para verlo mejor y la voz del otro vino siguiéndole:
—Es muy antiguo; antes se trabajaba bien; ahora ya no se hacen estas cosas.
—¿Estuvo siempre en este pueblo?
—Eso no lo sé. Lo mandé poner ahí porque tiene su mérito, y cosas así no deben andar por los suelos. Cuando terminó la guerra, y don Prudencio hizo también casa nueva, me lo quiso comprar.
—¿Y por qué no se lo vendiste?
—No quiso mi mujer. No sé por qué, pero la verdad es que yo tampoco tenía muchas ganas de desprenderme de él. A veces pasa eso.
—¿Quién sale allí?
Ladraron los perros. En la puerta de Amador apareció un farol iluminando.
—Debe ser el del banco, que habrá vuelto a hablar con el presidente.
El farol se mantuvo inmóvil y a poco desapareció repentinamente, tras el golpe seco de la puerta.
Vieron la silueta del viajante dirigiéndose a casa de Amparo.
—Va a cenar…
El médico pensó en Alfredo. Preguntó:
—¿Vendrá el guarda esta noche?
—No sé qué hará después de lo de ayer. Puede que esté viniendo seguido siete días, y puede que no aparezca en dos meses. Él se vale de eso.
—¿Y los guardias?
—Ésos en verano suben todas las noches —se detuvo para tirar la colilla al río e incorporándose estiró los brazos y se dirigió a la casa—. Pero no siempre paran aquí; suelen subir hasta el puerto. Yo sé cuándo pasan porque llevan un perro, y los de aquí le ladran.
—Todas las noches ladran…
—Pero es distinto. Es como en invierno, cuando huelen al lobo, no hay más que oírles para saber que anda cerca.
Una hora más tarde la luna, empequeñecida, se encontraba a medio camino en el cielo. Los perros habían enmudecido; sólo el río seguía fluyendo, y el viento, cuya fuerza crecía por instantes, doblaba los álamos sobre su propia sombra. Dos pequeños murciélagos revoloteaban en torno a uno de los puentes, pasando y repasando su arco, y la sombra oscura y silenciosa de una trucha asomando a la superficie rizó el agua.
El viajante, en su alcoba, abrió la ventana al campo y dejó que el viento húmedo del río bañase la habitación. El cielo se hallaba cubierto a medias y la lluvia bajaba de las cumbres como una cortina imprecisa y brillante. Una racha de brisa trajo cercano, junto a su oído, el eco del agua descompuesto en todas sus infinitas voces. La solitaria campana dio un leve toque. Sentado en la cama miraba las nubes avanzar sobre el pueblo. No podía dormir.
Cuando Amparo le vio en la puerta de su alcoba hizo un gesto de sobresalto.
—¿Qué quiere? ¿Qué quiere ahora?
Él hizo señal de que guardara silencio.
—No puedo dormir —respondió.
—Si no se va, llamo a mi madre…
—Calla, no chilles.
La muchacha insistió en voz baja:
—Márchese, márchese —al tiempo que se cubría con la colcha.
Vio que cruzaba el umbral.
—Espere, aguarde a que me vista.
Las nubes cubrieron la luna y la cortina de agua cruzó el valle de uno a otro extremo. El pueblo respiró, y en el monte los caballos, estremecidos bajo la lluvia, emprendieron un lento peregrinar en la oscuridad, agitando los cuerpos brillantes en un temblor poderoso.
***
El rumor de unos cascos por el camino despertó al médico, que estuvo tentado de incorporarse, pero pensó que si no permanecía quieto no conseguiría ya conciliar el sueño en toda la noche, y se contentó con escuchar la voz de la mujer de Manolo charlando con los recién llegados.
Eran dos mujeres; asturianas por el modo de hablar. Pidieron cama, y aún charlaron entre sí un buen rato antes de acostarse. Miró el reloj: las cuatro; dentro de dos horas amanecería. Cerró los ojos y al cabo de unos minutos, cuando menos lo esperaba, un sopor frío le hizo entrar en el sueño.
***
El barco viraba ahora sobre el lado derecho, pronto a desaparecer en el extremo de la estela, con las velas henchidas por el viento que barría el cuarto. A poco, el soplo se hizo blanco y una claridad diáfana invadió el lecho del enfermo. Se incorporó y estuvo mirando la porción de mundo que para él recortaba la ventana, hasta que fatigado se acostó de nuevo. En el muro, el barco se había detenido sobre el papel, entre los límites del marco.
Aquel médico tampoco iba a curarle. Era más joven que los anteriores y no parecía tener mucha fe en sus propias palabras; no veía en él la seguridad que un hombre ha de tener en su oficio, la de su padre hablando del ganado o de la tierra o de la cosecha del año. Sin embargo, estaba obligado a creer en él, a esperar alguna lejana curación, en una pequeña mejoría, porque tenía un gran miedo a la muerte, aun en medio de la desesperada angustia que a veces le asaltaba y le faltaba valor para poner fin a su vida.
La hora del crepúsculo era un sedante para su ánimo. Bajaba el calor, y la claridad se iba amortiguando hasta quedar como la luz de un fuego en la inmensa habitación del valle. Al final del otoño, cuando en el trabajo había un respiro, los otros hombres venían a sentarse con su padre en los bancos del huerto que ceñía el río y charlaban, hasta bien entrada la noche, de los asuntos del Ayuntamiento y de la capital; algunos se sentaban en la tapia de modo que sus voces llegaban más claramente. Incorporándose a medias, podía ver el río fluyendo bajo la ventana y el resplandor de los cigarros en la suave corriente, y cuando hablaban de él era como si estuviese abajo, a la sombra del padre, también discutiendo.
La esperanza de dormir toda la noche, de que para él transcurrriesen unas horas sin pensar ni sentir, sin saber a los demás viviendo en torno suyo, la esperanza de aquella breve muerte le hacía descansar, infundiéndole un pequeño optimismo, como si el sueño fuera a durar eternamente, un melancólico sentimiento de compasión hacia sí mismo que concluía en el silencioso llanto sobre la almohada de todas las noches. Y de madrugada, de nuevo el cuerpo y el alma flotando en el vacío, hasta llegar a la vista y al tacto los objetos, y los pensamientos a la cabeza, sumergiéndole a su pesar en la realidad del día siguiente.
Al médico nuevo parecía importarle poco todo aquello; sólo había hablado con su padre y ni siquiera de la enfermedad, sino de los otros médicos; para él, ni una palabra de consuelo.
Uno de los caballos se fue acercando y levantó la cabeza agitando las crines a ambos lados del cuello. Quedó inmóvil, como si sestease. Los mangos: silenciosos. Había un pentágono en el techo, las cinco puntas en su cabeza. «Una, dos, tres…» Nunca podía recordar cuántas veces lo había repetido antes de dormirse.
***
Antón dio media vuelta en la cama y oyó la voz de su mujer.
—Antón…
—Ya voy.
Había estado esperando a que se despertara para llamarlo, pero él no cayó en la cuenta.
—Ya me quitaste el sueño —se levantó—. Ni dormir puede un hombre.
—Si ya estabas despierto del todo…
—¿Qué quieres que haga ahora?
—Ya da el sol en el pueblo.
—Pues que dé…
—Hace ya un buen rato que sentí pasar a Amador con el carro. Desde bien temprano anda por ahí.
—Déjale que ande.
Miró por la ventana. Más de la mitad de las casas, amarillas por el sol temprano, surgían al otro lado de la carretera entre la neblina.
—¡No sé por qué no te casaste con Amador!
La mujer no contestó; se limitaba a mirar el techo.
—Te acuestas hablando de él y te levantas con lo mismo. ¡Dichoso nombre que no se te cae nunca de la boca!
La mujer continuaba sin responder, pero comenzó a vestirse todo lo de prisa que su corpulencia le permitía. Antón la miró un momento y volvió la cabeza hacia la ventana.
—Mira la criada de Pilar cómo madruga.
—Irá a casa de Manolo.
La criada entró en la cantina, preguntando por el médico.
—Está durmiendo todavía.
Manolo, que se entretenía meciendo el niño, le preguntó si era para algo grave.
—Es para Pilar —respondió la muchacha—; dice que a ver si puede pasarse por casa antes de marcharse esta mañana.
—¿Está mala?
—Dice que no duerme…
—Pero eso no es de ahora; no ha dormido bien nunca, que yo recuerde. Voy a ver si se levantó. Dile a Pilar que irá por allí, que se lo diremos.
Cuando la criada se iba, bajó Pepe diciendo que el médico aún dormía, que no había contestado a sus llamadas y no era cosa de despertarle para un asunto así.
Fue a sacar el coche.
—Yo sé lo que necesitaba Pilar para dormir…
La mujer de Manolo salió de la trastienda y echó en cara a Pepe su afán de meterse en vidas ajenas; luego cogió el niño en sus brazos y lo meció.
***
Amparo retiró de la lumbre la cazuela con el arroz del desayuno, y el viajante, al olerlo, hizo un gesto de desagrado. De la puerta entreabierta vino la voz de la madre:
—Amparo…
—¿Qué quiere?
Bajó dos platos del vasar.
—¿Qué vas a hacerle a este señor?
—Le haré café, no se preocupe.
El agente, sentado en el hueco de la ventana, oía preguntar por él como si estuviera ausente, durmiendo aún. Preguntó si hacían aquel mismo desayuno todas las mañanas.
—Siempre el mismo.
La vieja:
—Aquí no hay tanta variación como en las capitales.
—Tiene que esperar, voy a dar esto a mi madre.
Desapareció por la puerta oscura con el plato humeante en las manos. Siguió un crujido de muelles y las voces de las dos mujeres en un susurro.
—Usted que entiende de eso, ¿qué tal día hará hoy? —levantó la voz lo suficiente para romper la conversación tras la cortina.
—Mal día para usted.
—¿Mucho calor?
—Como ayer más o menos.
Prefería hablar con la vieja. La hija le contestaba brevemente, sin prestar mucha atención a sus preguntas, deslizándose de un lado a otro de la habitación; sólo la voz que surgía de la alcoba parecía dar algún sentido a sus palabras.
Ahora que la vieja lo había dicho, podía estar seguro de lo que le esperaba aquel día. Miró sin querer los zapatos y arrugó el empeine del derecho: un pedazo de tela cubierto de betún. Salió al portal.
—Creí que se marchaba sin almorzar.
—Amparo estaba tras él, invitándole a entrar de nuevo.
—No, no me iba.
La luz del día cambiaba a las personas. Él y la muchacha parecían diferentes, desconocidos el uno para el otro, en la oscura cocina, entre las moscas zumbando en el aire y el café pronto a hervir.
Y la madre otra vez:
—¿Se iba?
—No; es que empieza a hacer calor aquí.
La vieja se rió con una tos.
—¿Le molestan las moscas?
—Todavía no.
—Si estuviera para el mes que viene, ya vería. Septiembre es el mes de las moscas. —Hizo una pausa, y como el viajante no contestaba, preguntó—: ¿Me oye?
—¿Qué?
—Que si me oye lo que le digo.
—Sí, sí, la escucho.
—En septiembre es cuando se mueren las moscas.
Amparo se volvió con intención de reñir a su madre, pero se detuvo.
—¿Convenció a muchos?
Otro día comenzaba. Un nuevo día, caliente y trabajoso, sin fin. Tendría que convencer a más vecinos, a todos los que quedaban, para que se decidiesen a darle su dinero. Tendría que hablarles durante toda la mañana, y por la noche, a toque de concejo, el último discurso y tender la mano.
Hasta la noche, ¡cuántas horas y cuántas palabras! Ahora, levantarse y, como el día anterior, escarbar la codicia de la gente.
Estaba bebiendo el café cuando, tras él, en la ventana, apareció la cabeza de la mujer de Martín y tuvo que hacerse a un lado.
—No se moleste, venía a pedir una cosa a Amparo —se justificó—, no sabía que estuviera usted aquí.
Venía a pedir prestado el carro. Amparo le contestó que trajera la pareja para llevárselo, pero la otra no se movió; siguió, dirigiéndose al viajante:
—A usted lo que le pasa es que no quiere marcharse ya.
Miró a Amparo, pero ésta desvió los ojos y se dedicó a atizar el fuego.
—¿Le gusta el pueblo?
El viajante se vio obligado a declarar que mucho, que por su gusto hubiera permanecido allí unos días más.
—Usted viene, se nos lleva el dinero y nos deja.
El corazón se le animó, a pesar del tono de chanza.
—¿Qué, se decidió por fin?
—No sé; el dueño de la casa no soy yo.
Siempre sucedía igual; por más decididos que estuviesen, les gustaba que se les rogase, porque sentían que su dinero adquiría más valor cuanto más se les pedía.
—¿Ha visto qué mozas cría el aire de este pueblo?
El viajante dudó un momento antes de mirar a Amparo, que sonrió a medias.
—Ya…
La mujer de Martín se sintió halagada, como si la belleza o el aire del pueblo le perteneciesen.
—Aquí no hay las comodidades que en una capital, pero también tenemos cosas buenas.
Se despidió y fue a la otra ventana a charlar con la madre de Amparo. Cuando el viajante salía, ésta se decidió a preguntarle si aún se quedaría una noche más.
—Me iré mañana, temprano.
La miró hondamente. Tras ella, el sol dibujaba la sombra de la puerta en la pared. Maldijo el sol; se maldijo a sí mismo sin saber por qué. Amparo, sentándose junto a la mesa, preparó la comida, mondando con cuidado las patatas pequeñas y rojizas. El viajante se sentó a su lado; por un instante sólo se oyó el rumor de las cortezas cayendo al suelo; luego, comenzó a hablar como si en ello le fuera la vida. Frente a la ventana cruzó el coche de Pepe levantando una ráfaga de ladridos a su paso.
***
Iban subiendo y bajando los asientos de los dos hombres, plegándose a los peraltes en las curvas.
El único viajero, un pastor que bajaba a coger el tren, miraba el paisaje a través del parabrisas, como si lo viera por primera vez, junto a Pepe, absorto en la porción de tierra que aparecía gradualmente ante las ruedas del coche. Intentó bajar el cristal de la ventanilla.
—Hace frío…
El otro arrugó la cara color ladrillo.
—El olor de la gasolina me marea. —Lió un cigarrillo, tras escurrirse en el asiento para alcanzar el tabaco en el bolsillo—. ¿Qué tal la chica?
Pepe miraba la carretera, ante sí, haciendo sonar el claxon con insistencia en las curvas.
—¿Qué chica?
—La hija de Alfredo. ¿Cuál ha de ser?
Creyó que le estaría observando maliciosamente, pero al mirarle vio que estaba tan serio como antes. Vestía mono de peto y chaqueta de pana nueva; supuso que iría a la capital porque se había puesto una camisa nueva, blanca.
—Bien…
—¿Cuándo te casas?
—Cualquiera sabe.
En tanto decía esto recordó que el pastor se llamaba Lorenzo; debía tener veintitantos años. Si hubiera estado de buen humor le habría dicho que recordaba su nombre y el de su padre, pero estaba medio dormido y prefería que hablase el otro. El sol empezaba a caldear el coche, amodorrándole.
Cuando se casase dormiría tranquilo, acabaría de ir y venir a las horas en que la gente duerme.
—Ahora ya puedes abrir si quieres.
El otro obedeció, bajando el cristal. El viento frío le espabiló.
—Aquí todo el mundo se casa…
—¡Qué remedio!
Entraron en las primeras gargantas y de nuevo les llegó el frío de la piedra y el relente del río.
Arriba, la luz; abajo, la tierra corría excavada en los antepechos de las rocas. El claxon sonaba ahora con más frecuencia.
—Hay que casarse para que la mujer le ayude a uno. Los hombres no nos bastamos. El estar soltero, para quien le guste. Está bien mientras se es joven, pero luego, ¿qué? Si no hay hijos te mueres de asco. Los hijos ayudan y la mujer también.
Miró al otro, en un vuelo, y siguió vigilando el camino. Añadió:
—Se aburre uno mucho en estos pueblos. ¡Menudos inviernos! Veinte días sin salir de casa.
—Entonces, si estuvieras como nosotros…
—Pero tú estás soltero.
—Pero ya caeré. Mi padre veía a mi madre sólo por los inviernos…
Cruzó un hombre a caballo. Cabalgaba a mujeriegas envuelto en una manta parda de cuadros; quedó atrás rápidamente, la cabeza vuelta, apenas descubierta, mirándoles.
—¿Y la mujer del rabadán? Esa viene con él los veranos. Vive en el chozo.
—Ya. Le guisa y le lava la ropa. Está bien eso, pero a mí no me gusta. El día que yo me case, dejo la mujer en mi pueblo.
—¿En Extremadura?
—En Salamanca, hombre. Para dormir con la mujer, dormir bien, en un buen colchón, no en el suelo —se movió en el asiento, apurando la brasa del cigarro—. Cuando vine con las ovejas, la primera vez, no podía acostumbrarme a dormir en la manta, acababa el día rendido y de noche no podía pegar un ojo. En cambio, mi padre siempre durmió de un tirón; como cae, así se despierta.
—¿Cuánto tiempo hace que viene tu padre con las ovejas?
Volvió la cara sonriendo.
—Hombre; a mi padre le salieron los dientes entre los chivos. Al año que viene le da el retiro el señorito.
—¿Tiene mucho dinero tu señorito?
El pastor dio un suspiro de admiración.
—Estas merinas de aquí, no son nada; invernan en las dehesas suyas más reses que cinco de estos pueblos juntos.
En la pausa que siguió, la cara empezó a tornársele pálida hasta quedar de color ceniciento bajo las manchas rojas de la piel quemada.
—Si te mareas, vomita fuera.
Asintió; había sacado la cabeza por la ventanilla y la gorra descansaba, entre los dos, en el suelo.
Salieron al sol; el pastor se agitaba en convulsiones violentas, y Pepe pensó en el salvabarros.
Aflojó la marcha hasta parar en el último pueblo.
No había nadie en las casas desiertas; las puertas de par en par, como si los vecinos hubiesen huido. Debían trabajar en el campo desde muy temprano. Pepe echó unas maldiciones y tocó el claxon insistentemente. Al fin apareció un chico con la valija en la mano, corriendo; le regañó y guardó las cartas en la suya. Cuando quiso arrancar, vio que el pastor se había apeado también e intentaba vaciar su estómago junto a una pared. Pensó: «Sólo eso me faltaba». Miró el reloj y, acercándose, le preguntó:
—¿Qué; se pasa?
No le contestó; tenía los ojos llenos de lágrimas y se estremeció de nuevo. El niño de la valija se acercó a mirar.
Nada más moverse el coche desapareció el calor que empezaban a sentir sobre las cabezas.
Llegaron a la estación cuando el tren entraba en agujas, y el pastor, sentándose en los asientos de madera, se encontró más seguro y suspiró:
—Esto ya es otra cosa.
—Aquí hay un retrete, al final del vagón.
El tren arrancó y Pepe quedó en el andén haciendo, mentalmente, inventario de lo que tenía que subir en el coche.
La estación era pequeña; siete habitaciones, incluidas la vivienda del jefe y su familia. En el andén, ante la puerta del almacén, habían quedado las mercancías descargadas del furgón: Camas, jergones, dos cajas de botellas, un par de trillos, una limpiadora y dos grandes ruedas de desperdicio de chicharro para cebar los perros de los pastores. César, el de la camioneta, se acercó, y estuvieron discutiendo lo que había de cargar cada uno. Cuando todo estuvo arriba, fueron a la fonda a tomar unos blancos. Junto al mostrador vieron un viejo rubicundo ante una copa de orujo.
—¿Quién de ustedes es el del coche?
—¿Va a subir?
—Eso quería. ¿Vamos a tardar mucho?
—Un rato todavía. ¿A qué pueblo va?
Dijo el nombre de un pueblo a mitad de camino.
—Un rato —repitió.
Salió al sol; junto al coche, una mujer de edad y un muchacho esperaban. Pensarían subir y no querían arriesgarse a que se fuera sin ellos. El muchacho, con la cara blanca como la cal, parecía pensativo; el sol ya era insoportable y de la tierra surgía una continua, invisible, vibración.
***
Llamó, aunque la puerta estaba abierta, y la criada vino desde la cocina a recibirle. Pilar preguntó desde arriba:
—¿Quién es?
—Es el médico.
El médico miró la escalera, esperando que apareciese alguien por allí. La criada le hizo pasar a la cocina.
—Ahora baja.
La cocina era limpia, aunque el techo y las vigas brillaban negros por el humo de los años. Había una mesa con su escaño, y, al fondo, el arca baja y pesada donde fue a sentarse. Al cabo de unos instantes bajó Pilar. Le echó unos cincuenta años; tenía la gordura fofa de los que en el campo no trabajan, y según venía acicalada no era difícil adivinar en qué había empleado el tiempo que le había hecho esperar. Había bajado ridículamente vestida con el traje de las fiestas. Se puso en pie.
—No se moleste en levantarse —lanzó una ojeada hacia donde la criada lavaba los cacharros, y se apresuró a añadir—: si no, sí; venga aquí, a la portalada, que hará más fresco. Con este tiempo no se está bien en ningún sitio.
El médico la siguió; deseaba terminar cuanto antes; no le importaba la temperatura porque aquella casa le desagradaba y su dueña le causaba desazón, con frío o calor. Pilar, por el contrario, no parecía tener prisa por entrar en el motivo de su llamada; le entretuvo con preguntas acerca de su carrera, para terminar hablándole del pueblo.
—Éstos no son como los de la Ribera.
—No estuve nunca allí.
—Son pueblos muy ricos…
La criada pasó entre ambos; fue a echar un puñado de grano a las gallinas. Pilar subrayó su tránsito con un silencio, y el médico se sintió molesto porque daba la sensación de haber algún secreto entre él y aquella mujer que apenas conocía. Llevaba la conversación como si tuviera que tratar algo de extraordinaria importancia. Le contó que no dormía, explicándole con minuciosidad lo de la mancha en la pared todas las mañanas, y el médico, a medida que hablaba, perdía el hilo del asunto. Ella seguía repitiendo palabras y detalles, buscando su admiración a través de la enfermedad, añadiendo detalles pintorescos a los síntomas.
—Es el calor; en verano es el calor.
El médico continuaba en silencio.
—Es como un fuego que me sube por las venas. Tengo que ponerme desnuda sobre las sábanas.
—¿Qué le recetó el otro médico?
Se levantó, bajando del vasar una cajita de cartón.
—Estos sellos. Cuando se me va el calor, me viene un frío que tengo que echarme encima todas las mantas, porque empiezo a tiritar como un niño. Don Julián me dijo que era del reuma, que tengo exceso de ácido úrico en la sangre.
El médico sacó papel para extenderle una nueva receta.
—Éstos me van muy bien —blandió la caja—, pero yo creo que son muy fuertes, porque me dejan agotada.
—Sígalos tomando —le entregó la hoja—; cuando vea que ya no le hacen efecto, mande subir esto.
—¿Y para el sueño?
Había olvidado el insomnio.
—Mándeme la criada, le daré unas píldoras.
Le preguntó si bebía y él asintió, por no tener que aceptar otra cosa.
—Es bueno. ¿Es de aquí?
Sonrió complacida.
—No; me lo suben todos los meses. Pocos tienen un vino así en este pueblo; ni siquiera don Prudencio tiene un vino tan bueno.
Quizás ella era un poco como don Prudencio en su modo de ser, en el modo de aceptar los servicios de los demás como una obligación, como una pleitesía. De pronto, Pilar se levantó y fue a asomarse al corral. Al instante sonaron fuera los golpes del hacha.
—¿Qué haces?
—¿No lo ve? —replicó la criada, y siguió cortando cimas bajo el sol.
—No te oigo, por eso te lo digo.
Volvió a la sombra del portal, envuelta en las miradas de odio de la otra.
—¿Aún no le hablaron mal de mí?
El médico negó con la cabeza.
—Ya le hablarán; le dirán que me doy la buena vida. ¿No se lo han dicho ya?
—No; no me lo han dicho. Me voy —señaló la receta—, no se olvide de tomarlo.
Pilar se le adelantó y quiso servirle un nuevo vaso, que él rechazó.
La criada entraba con un brazado de leña y cimas y lo metió de un golpe bajo el fogón.
—¡La leña!
Tenía la cara roja, húmeda de sudor; el vestido sucio. Se echó atrás la greña de pelo y fue a sentarse, abriendo las piernas como un hombre, en el escaño. El médico la miró otra vez antes de salir; respiraba con fatiga, y su pecho flojo y hundido ascendía, borrándose, en los pliegues de la blusa.
***
Don Prudencio vino de sus nabicoles con el cubo en la mano y, dejándolo en la cocina, sacó una silla —la misma de siempre— al balcón. Desde la penumbra de la persiana veía el pueblo a sus pies, la doble hilera de casas a ambas márgenes del río, surgiendo de la tierra parda y seca. Por el camino que mediaba entre el balcón y el río vino el carro vacilante de Amparo, conducido por Martín. Los bueyes, lentos, caminaban fatalmente, con los ojos cerrados, cubiertos de una nube de moscas que volaban sobre las pupilas cada vez que sus párpados se estremecían. Martín venía delante, meditabundo, la gorra sobre los ojos y la vara al hombro. De vez en cuando se volvía a murmurar: «Anda, anda», a los bueyes que, apurando un poco el paso, volvían a caer pronto en su calma bamboleante. Cuando cruzó ante el balcón hizo un leve gesto de saludo alzando la frente sin despegar los labios, pero su mujer se detuvo. Venía caminando detrás, entre la huella de las ruedas, y dejó que el ruido del carro se alejara antes de dirigirse al viejo. Desanudó el pañuelo que le cubría la cara.
—¿Estuvo malo, don Prudencio?
—No; no fui yo.
—Como vi venir al médico…
—No era para mí, era para Socorro.
—¿Qué le pasa?
—Nada, nada —hizo un ademán con la mano—; tiene que ponerse unas inyecciones nada más.
—No tiene cara de estar enferma.
—Ella se encuentra bien.
—Bueno, pues me alegro de que no sea nada.
—Gracias, mujer.
Iba a marcharse, cuando volvió sobre sus pasos preguntando de nuevo:
—Oiga, don Prudencio, usted que entiende de eso, ¿qué es esa cosa del banco?
—¿Qué banco?
—Lo del paisano ese que está en casa de Amparo.
—¡Ah, lo de los préstamos! Pues no sé qué te diga; ya me dijo Socorro algo, pero como por aquí aún no ha venido, no sé qué haré.
La mujer quedó pensativa, y anudándose el pañuelo de nuevo se despidió.
—Vamos a ver si recogemos un poco de centeno que segamos ayer.
—¿Qué tal va el pan este año?
—Mal —contestó la mujer, ya un poco lejos, corriendo a buen trote para alcanzar el carro. Dijo a Martín:
—El de los préstamos aún no ha ido por casa de don Prudencio.
El hombre se volvió de mal humor.
—¿Y qué tienes tú que andar preguntando a nadie?
—Pero si no han sido ni tres palabras.
—No hacía falta ninguna. Si os cortaran la lengua a todas las mujeres…
—¡Que te la corten a ti, hombre! Válgame Dios, cómo te pones. Si no quería más que saber lo que le parecía eso del préstamo.
—Pues a buena parte has ido.
—Algo entenderá.
—Lo que yo, o puede que menos.
—Pues él siempre anda en negocios. ¿A ver de qué vive si no?
—Negocios, negocios —gruñó Martín—; si no fuera por su hermano, el de la capital, estaba listo. Mucho convidar a comer al secretario y a los mandamás del Ayuntamiento cada vez que aparecen, y ¿para qué? Ganas de llenarles la barriga; para el caso que le hacen… Lo que pasa es que aquí la gente es tonta, y porque le ven todo el día escribiendo creen que es más que ellos. En cuanto se muere, se casa o se pone malo alguno de los de arriba de este Ayuntamiento, ya está el viejo escribiendo una carta —se volvió a los bueyes: «Anda, anda», y continuó—: y luego, claro, ¿qué menos van a hacer que contestarle? Para que luego se ande por ahí faroleando.
Después que el carro pasó, todo quedó en silencio bajo la mirada de don Prudencio. Se levantó de la silla y entró en la habitación a refrescarse un poco. Empinó el botijo, y un chorro de agua helada, con sabor a anís, le llenó la boca. Entre las piedras del río una abubilla se sumergió en el agua. Brillaba la corriente entre los cantos rodados, y millares de pequeños insectos nadaban a la sombra de los mimbrales. En el fondo verdinegro las truchas yacían inmóviles como cantos lustrosos. El viejo volvió a su asiento. Murmuró:
—No corre una gota de viento.
Socorro, en la cocina, encendía la lumbre. Abrió la ventana un instante para que saliera el humo, pero tuvo que cerrarla porque un vaho de calor llenó la casa. Subió a ver a don Prudencio.
—¿Qué hay?
—Tengo que ir a ver si me arreglan esto —le mostró la cazuela que traía en la mano—; se queda la casa sola.
El viejo miró en dirección de la fragua; hacía poco que el herrero acababa de entrar.
—Vete ahora que está Antonio, y antes te pasas por casa de Manolo y le dices que necesito el coche para el lunes.
—¿Se lo digo a Manolo o a Pepe?
—Díselo a quien quieras.
—Ya sabe lo que pasa luego; no vaya a quedarse sin él como la otra vez.
—Bueno; díselo a Pepe, entonces.
La vio alejarse pausadamente desde sus pies, desde su puerta, en el camino de polvo: una sombra sutil sobre la tierra. La estuvo mirando hasta que entró en casa de Manolo.
Ahora que se iba sintiendo viejo, aún le gustaba verla por el pueblo, desde su balcón. Verla moverse, charlar con los otros vecinos, cruzar los puentes o sentarse en el borde del pilón, en la fuente, de plática con las otras muchachas, siempre al alcance de su mano, de su voz, dócil a la primera llamada que llegara de arriba. Verla erguida pasear con las demás le hacía sonreír para sus adentros, complacido. Ella sola valía por todas las otras, y lo sabía, porque él se lo había dicho muchas veces, cuando la quiso convencer de que la muchacha más guapa del Ayuntamiento tenía derecho a vivir también en la mejor casa de los cinco pueblos.
Ahora, su pasión se iba amortiguando; apenas la veía al cabo del día, y aquel prematuro aburrimiento le preocupaba, porque a su edad le era difícil encontrar algo nuevo que pudiera aliviarle de su soledad y llenar sus horas, y no quería seguir viviendo por rutina todos los instantes que tan feliz le habían hecho en otro tiempo.
La muchacha apareció en la puerta de la cantina. Dos asturianos, sentados en el muro del río, le dijeron unas palabras. Iba a comprar para ella un vestido de seda. Socorro había dicho un día que quería tener un vestido de seda, y don Prudencio iba a comprarle el mejor y más caro que encontrara en la capital.
Las suaves ondas del río lamían una de las paredes de la fragua. Por encima del tejado tendía sus ramas un fresno, a cuya sombra estaba Antonio. Acababan de llegar dos guardias con el caballo de su capitán; traían los verdes uniformes mojados de sudor en la espalda, los pañuelos colgando, tras la nuca, bajo el tricornio.
—Sujeta ahora —dijo Antonio al más joven, y éste, levantándose, cogió el casco con ambas manos.
El cuchillo iba cortando, con golpes secos y precisos, la uña hasta dejarla a la medida exacta de la herradura.
—No sé cómo le dejan crecer los cascos así.
—Bah —se justificó el guardia—, como ahora no está el capitán no hay quien lo saque ni mire por él. Demasiado bien anda.
Antonio entró en la fragua, cogió un par de herraduras y se llenó la boca de clavos. El caballo se movía constantemente sobre las tres patas, y tuvo que calmarle.
—¡Quieto, majo, quieto! —le dio unas palmadas en las ancas.
A la sombra del fresno, desde el agua, una brisa débil corría en un susurro.
—Aquí se puede respirar.
El guardia viejo se había metido a la sombra del porche, y los veía herrar el caballo, fumando.
Antonio cogió un clavo de sus labios y lo metió con cuidado en la uña. El animal sacudía la pata a cada golpe.
—Éste va mal.
—¿Echo una mano? —dijo el viejo.
—Las dos debías echar —se quejó el joven.
El otro no le hizo caso y siguió con el cigarro entre los labios. Desde el último cabrio del techo, una verde araña descendía, poco a poco, con su seda. A cada paso se detenía para luego seguir haciendo crecer el hilo, lentamente, hacia el suelo. El soplo que surgía de la puerta le hacía inclinarse violentamente hasta casi tocar las paredes. El guardia se entretuvo viéndole crecer, y cuando llegó a su altura chamuscó al animal con la brasa del cigarro.
—¿Qué, vienes o te vas a quedar ahí toda la mañana?
Salió y fue a relevar al del bigotillo. Los fusiles yacían en el interior; el más largo del joven, junto al ametrallador, corto y pequeño como un juguete, del viejo.
El viejo era más locuaz; cogió el casco entre ambas manos y el caballo quedó quieto, como si tuviera la pata cogida en un torno. Antonio trabajaba de prisa.
—¿Qué te parece? —el guardia señaló al animal con la cabeza—. ¿Viste las patas? —pasó los dedos por el pelo blanco y suave junto al casco—. Y mira la otra también. Ya sabes: «Uno, bueno; dos, mejor; tres, malo; cuatro, peor».
Antonio pensaba que tenía que darse prisa si quería casarse el lunes. Puso el último clavo y preguntó:
—Hoy es sábado, ¿no?
—Por todo el día.
—Sí, sábado —replicó la otra voz desde la sombra.
—Esto ya está.
Tenía que ir a recoger a la novia al pueblo de sus padres. No eran más que diez kilómetros, pero por muy mal camino. Recogió su dinero y fue a guardar las herramientas.
—Bueno, amigo, hasta otra.
El del bigotillo salió de la penumbra. Partieron carretera abajo, los fusiles al hombro, la culata hacia atrás, cogidos por el caño; el caballo les seguía sujeto por las riendas. Se habían calado de nuevo los tricornios y parecían indiferentes al sol que les quemaba. Las viseras de charol proyectaban sombra sobre sus caras, y a primera vista nadie hubiera podido distinguir uno del otro.
Se cruzaron con Socorro, y aunque ninguno de los dos dijo nada, la siguieron un trecho con la mirada hasta que entró en la fragua.
Antonio la vio llegar; vio también la cazuela en la mano.
—Mujer, ¿no tenías otra hora mejor?
—Es un poco de estaño aquí sólo —le mostró con el dedo.
—Un poco, un poco —dejó escurrir entre sus manos el jabón con que se estaba lavando—; si se han apagado las brasas te tienes que esperar hasta la semana que viene.
—¡Que no tengo dónde hacer la comida!
—Anda, anda, que tuviera yo todos los pucheros que don Prudencio cuelga en la despensa —empujó la puerta de la fragua, y añadió—:… y lo que no son los pucheros —dio unas vueltas a la manivela del ventilador y las brasas enrojecieron al punto. Buscó el hierro de estañar.
—¿Cuándo vas a buscar a la novia? —preguntó Socorro.
—Déjala; bien está en su pueblo hasta el lunes. Bastante trabajo me va a dar luego —volvió la cabeza roja—. Si las cosas se pensaran dos veces…
—Como se entere…
—¡Pues sí, que no lo sabe! —rió complacido su ocurrencia—. Y tú qué, ¿cuándo?
Se detuvo pensando que iba por mal camino, pero a pesar de ello oyó a la muchacha responder:
—Cuando encuentre con quién.
Por la carretera, en una nube de polvo, vino el ruido de un auto.
—Ya está ahí Pepe —le devolvió la cazuela soldada y no quiso cobrar—. Me la pagas mañana, ahora no tengo cambio.
Socorro cruzó el puente de junto a la fragua y volvió a casa. Por el camino aún se detuvo un minuto en la ventana de la cocina de Alfredo. La más pequeña de las hijas le preguntó por los guardias.
—¿Te fijaste si llevaba reloj de pulsera?
—¿Quién?
—El del bigote, mujer.
—No sé, no me fijé. Pasaron muy de prisa.
—Con ése estuve bailando yo por San Mamés; menudo cómo se agarra. Es gallego; se llama Domingo —rió fuertemente—, ¡qué nombre!, ¿verdad? —se volvió al interior de la habitación y fue a cerrar la puerta, diciendo—: Como me oiga reír mi padre, menuda me arma. Tiene un genio estos días…
—¿Está ya bien?
—Ya va mejor, pero aún no se levanta; por eso se pone así. Si me oye que estoy hablando con alguien se pone que lo llevan los demonios —hizo una pausa y bajó la voz—. Como mi hermana sigue sin rechistar…
—¿Sigue viniendo Pepe por las noches?
—¡Ya lo creo que viene! Todas las noches. Se están hasta las tantas; con esto de mi padre se aprovechan. Yo antes me quedaba por aquí, hasta que me cansé. Ahora me voy a la cama; allá ellos, que hagan lo que quieran.
Por la carretera, al otro lado del río, iba el herrero hacia su casa.
—Oye, ¿vas a ir a la boda de Antonio, el lunes?
—Me invitaron. ¿Y vosotras?
—Nosotras, también. Creo que la novia es muy fea.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Amparo, ayer.
—Serán cosas de ella.
Desapareció de nuevo y volvió con un vestido, a medio coser, probándoselo por los hombros.
—¿Te gusta? Lo voy a estrenar el lunes.
Vino la hermana y se asomó también.
—¿Por qué no entras?
—Tengo la comida por hacer…
—Pasa, tonta.
—No, no puedo.
Don Prudencio le preguntó cómo había tardado tanto. Le contestó que se había entretenido un poco en casa de Alfredo.
—Y él, ¿qué tal anda?
—Aún no se levanta.
—A ver si aprende de una vez cómo las gasta el guarda.
—Pero si dicen que se cayó del postigo del pajar…
—Que digan lo que quieran. Como si no supiéramos de qué pie cojea Alfredo…
El aceite saltaba en la sartén, y con el humo las moscas volaban hacia la ventana.
—No hay quien pare aquí.
—Sálgase un poco, mientras frío esto.
—Voy a echarme un poco mientras está la comida. Socorro oyó rechinar la cama en el cuarto de al lado y aun preguntar:
—¿Dijiste lo del coche?
—Se lo dije a Manolo.
—¿Para el lunes?
—Para el lunes, sí.
***
Se detuvo al borde del agua y empezó a beber pausadamente, hasta hartarse. Quedó con la boca abierta, como en espera de un invisible bocado, mirando a la otra orilla. El agua bajaba templada, plagada de insectos y restos de hierba en los remansos. Se adelantó y fue introduciendo el cuerpo en la corriente, hasta mojar el vientre; luego dio una vuelta completa sobre sí, gozándose en aquel placer repentino. De nuevo en la orilla se estremeció con violencia y miró hacia los puertos. Aunque él no las veía, allí estaban las montañas azules, nítidas, con el sol próximo al ocaso, proyectando largas sombras desde cada aguja, cada cresta, sin la más pequeña nube cubriendo sus cumbres.
Pardas en su falda, azules en la cima, en eterno silencio, roto sólo por mil pequeños ecos, por el mugido de algún animal solitario o el crepitar intermitente de las pizarras. Y al otro lado, el hálito húmedo de los ríos, con el mar por fondo, eternamente envuelto en brumas.
Emprendió un trote corto por la cuneta hasta entrar en el pueblo; le vino el olor de los hombres, olor a humo, y voces. En el portal de la primera casa dos niños jugaban; el mayor rodando por el suelo, el más chico sentado en una silla. El mayor dijo: «toma», y le extendió la mano, pero él huyó un trecho y volvió a acercarse; entonces el chico cruzó la carretera hasta el río y le siguió.
—Toma, toma…
Metía las manos en el agua y, alzándolas, dejaba escurrir las gotas entre los dedos. Se le fue acercando; la cara del niño ondulaba en el agua.
—Toma, toma…
Le silbó quedo, y él fue más allá con el vientre pegado al suelo, rozando la hierba.
—Toma, toma…
Con un rápido movimiento le cogió por una pata y fue a parar al río, en medio de la corriente.
—Toma, toma…
Pero él nadó hasta la otra orilla y salió, agitando velozmente el lomo para secarse. El chico le llamó más veces, hasta que se cansó y volvió a jugar con el hermanito.
Cruzó entre unas gallinas, que se apartaron cloqueando, enhiesto el gallo, a medio girar, erizados los espolones. Al ruido salió un hombre con una vara en la mano y le tiró una piedra. Huyó lo más aprisa que pudo.
—¡Hala, fuera, fuera de aquí!
Siguió trotando a lo largo del pueblo, y al volver la última casa se paró a husmear. Eran unos zapatos viejos, negros, cortados en los costados, y sobre ellos un hombre enjuto y polvoriento que le miró en silencio, sin despegar los labios. Más allá, el chorro de la fuente cantaba sobre el vientre vacío de un cántaro.
Los viejos zapatos anduvieron calle abajo hasta el otro puente, donde dos hombres de distinta edad conferenciaban.
Trotó ligero y se escurrió entre ambos; con la carrera, el polvo se le adhería a los húmedos flancos.
—No, yo voy ahora a dar un paseo, pero vaya usted porque ella sí está.
—… empezar cuanto antes.
—¿Son ésas?
—Sí, calcio.
—Para los huesos.
—En cierto modo, sí.
—No creí yo que estuviera mal de los huesos.
Se separaron antes de que el par de viejos zapatos llegara hasta ellos. Otro perro ladró desde una era vecina y dos más le hicieron coro; a poco, todo el pueblo era un clamor de ladridos, y de la calleja vecina salió una verdadera jauría mordiéndose entre sí.
Encogió las orejas y su lomo se empequeñeció inverosímilmente; emprendió un trotecillo y se perdió a los pocos minutos carretera abajo.
***
Don Prudencio hizo saber al viajante que sus pólizas no le interesaban. Le dejó que expusiera todos sus razonamientos, y luego dijo «no» sencilla y rotundamente. No obstante, el otro le siguió acompañando hacia la iglesia, torciendo el recodo de la fuente. Allí se separó.
—Entonces, ¿seguro que no le interesa?
—Y tan seguro…
—Está bien; no quiero molestarle más.
Se despidieron con buenas palabras y don Prudencio fue subiendo la cuesta despacio, haciendo un alto cada vez que su enfermo corazón se fatigaba.
Oyó voces dentro de la iglesia y se asomó a la puerta. Dos niñas arreglaban uno de los altares laterales. Al sentir los pasos se volvieron, y la sombra se detuvo en la puerta; parecieron desconcertarse un poco, pero, reconociéndole, volvieron a su trabajo. A ambos lados del santo lucían dos floreros de cristal azul, delgados como trompetas. Don Prudencio se apartó de la puerta porque una de las niñas estaba barriendo y el polvo iba hacia él.
—¿Qué hacéis aquí?
—Nos han mandado que lo arreglemos.
La que barría se detuvo y la otra le miró desde lo alto de la escalera.
—¿Es que va a haber misa?
Las dos se miraron.
—Es por lo del lunes.
—Ah, ya…
Hasta entonces no cayó en la cuenta de que la boda de Antonio se celebraba el lunes. Recordó la invitación que le había sido hecha y su viaje para el que había pedido el coche ya. Tendría que mandar recado a Antonio excusándose; en el fondo se alegraba de encontrar tan buen pretexto; no le importaba mucho cómo pudieran interpretar su ausencia, pero prefería quedar bien.
Las dos niñas seguían mirándole, como si esperasen que acabara de recordar, sólo cuando les dijo: «Seguid, seguid con eso», se decidieron a continuar con su tarea.
Se entretuvo curioseando por los rincones; todo lo halló sucio, cubierto de arena y escombros de los derrumbes sucesivos del techo. El cielo raso se había desprendido, dejando al aire su trabazón de cañas y argamasa, y arriba, un redondo ojo, azul que a veces se oscurecía de nubes pardas. Los muros, verdes de humedad, brotados en sus cimientos de helechos y zarzas, se abrían en los huecos de los altares, desvaída la pintura que en otro tiempo les ornara, con su tronera al fondo iluminando el recinto de haces oblicuos, de cálida y amarillenta luz.
Se acercó a la sacristía y empujó la puerta. Estaba vacía; la ventana, de par en par, mostrando sus barrotes en cruz, como un presidio. Oyó a las niñas cuchichear fuera. Hablaban de él probablemente. Quizá cuando creciesen serían como sus madres. Con toda seguridad, dentro de unos años, se volverían malas y rencorosas como sus padres, le saludarían a medias, hoscamente o bajarían los ojos al suelo para que no viera el malquerer de sus miradas, pero ahora se mostraban amables y ponían todo su arte en lo que estaban haciendo. Colocaron otros dos floreros; éstos niquelados, con grandes asas ovoides. Quizás alguna de las dos fuese hermana de Antonio o de la novia. Pensó que no conocía a los niños de su pueblo.
—Es hermano mío. Sí, señor.
Quedó mirándolas y no quiso preguntar más porque ellas se observaban de nuevo a hurtadillas y temía que fueran a romper en alguna risita. Salió al portal. A su espalda, el murmullo de las voces y en lo alto el chirriar de los vencejos.
—¡Qué pueblo miserable! —dijo—. Una hilera de casas a cada lado del río y nada más. ¡Qué pueblo miserable!
Desde la era más cercana, donde cuatro caballos giraban en torno a Amador, surgió la voz potente de éste:
—¡Hala, hala, que anubla, que anubla!
La tralla dibujó un garabato sobre las cabezas y los animales apresuraron el paso, encendiendo bajo sus cascos el polvo brillante de la paja deshecha. ¿Qué sería del hijo? ¡Tener un hijo así…!
—¡Hala; este caballo, y el otro, y el otro…!
La tralla restallaba tres veces acompañando la voz del amo, y los caballos, alzando la cabeza, intentaban detenerse hasta que el ramal les traía al centro de la carrera. ¡Tener un hijo así!… Quizás estuviese ahora en la cama chorreando sudor por los cuatro costados.
Había otros trillando, apurándose por terminar antes que el sol perdiera su fuerza. En la carretera, una mujer que no alcanzaba a reconocer, limpiaba al viento su grano, sobre un trozo de lona, y un niño le iba acarreando los sacos dentro. No tendría ni diez años. ¡Qué pueblo…!
Cuando el sol se borrase de la ladera de enfrente todo quedaría en silencio, mustio, vacío, y tendría que irse a dormir como todos los días, en espera de ver el amanecer del siguiente. Si Amador no tuviese el hijo, le hubiera invitado de vez en cuando a tomar el café, pero con el chico en la cama no debía tener humor para nada y todo el trabajo era poco. ¡Todo el tiempo en la cama!
Más le hubiera valido morirse cuando la madre… ¿Qué pensaría Amador de ello?
Tenía los caballos atados al postigo del pajar y con ayuda de la criada recogía la trilla.
El hijo. Todo lo que estaba haciendo, todo lo que trabajaba cada día, lo hacía por el hijo. Sintió voces a su espalda y cómo se cerraba la puerta de la iglesia.
—¿Qué, terminasteis ya?
—Sí, señor.
—Sí, señor.
Pasaron ante él jugando con las llaves, muy contentas.
Ahora, como todas las tardes, entre dos luces, los hombres sombríos, el murmullo del río, los pastos, le llegaban como en un sueño, como una sucesión de visiones imprecisas que, sin saber por qué, le deprimían.
Venían las ovejas del pueblo como un huso blanco, monte abajo, haciendo sonar los machos melancólicamente sus esquilas y las mujeres salían a apartar las propias a su cohorte, en tanto los hombres, cansados, sucios de sudor y del polvo de la paja, se sentaban en el banco, ante la casa, a fumar el último cigarro del día.
Las nueve; dentro de una hora dormirían junto a sus mujeres, hasta que la madrugada próxima les sorprendiese de nuevo en el corral unciendo la pareja. Sólo la puerta iluminada de la fonda velaría en la noche, invitando a los asturianos a emborracharse con el vino de Castilla, sirviendo de faro a los que desde abajo, burlando los controles, vienen caminando en la oscuridad, con la carga de fréjoles y harina sobre el caballo, en busca de una cama donde dormir el día y un patrón discreto que les oculte el género en tanto.
Pero don Prudencio no tenía ovejas que guardar, ni grano que recoger y seguía junto a la iglesia, a vueltas con sus pensamientos, esperando que Socorro le llamara a cenar o que el relente de la noche le echara a casa.
A fin de cuentas, ellos tenían hijos; justo era que por ellos trabajaran. Pensó en el médico, un médico que ayudaba a Pepe a desmontar el motor del coche. Subió uno de los chicos de Martín a tocar la campana. Tocó a concejo. Ahora el paisano de los zapatos rotos iba a sacar el dinero a los vecinos, pero no a él. Él sabía aconsejarse bien para los negocios y esconderlo cuando hacía falta, como en la guerra, cuando bajaron los asturianos y enterró el arca de la cocina en la cohorte, con todo lo que de valor había en la casa. Diez registros le hicieron y no dieron con ella; muy listos tenían que haber sido para encontrarla bajo el montón de tierra y estiércol que echó encima.
***
El sonido de la campana trajo el recuerdo de don Prudencio, haciéndoles ver el tiempo transcurrido.
El médico se incorporó. En la oscuridad, apenas se distinguía la silueta de Socorro.
—¿Por qué tocan ahora?
—A concejo.
Había un fuerte olor a alcohol en el cuarto. Recogió a tientas la jeringuilla y la aguja, las colocó en el estuche y guardó éste en el bolsillo.
—Es por lo del banco…
Fuera se había hecho de noche rápidamente. Socorro dio vuelta a la llave de la luz, pero la bombilla permaneció apagada.
—¿No vino la luz?
—No, date prisa —le ayudó a meterse la chaqueta—. ¿A qué hora vas a venir mañana?
—Por la tarde, como hoy. Haré por llegar cuando no esté.
—¿No notará nada?
—No, no tengas miedo.
Pensó: «Y si lo nota, ¿qué más da? Tarde o temprano ha de enterarse».
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Cuándo?
—Cuando lo sepa.
—Ya haremos algo, no te apures.
En el portal fue rápida la despedida. Sintió en la oscuridad su aliento y el contacto de su cuerpo todo. Era como besar a un ciego y como si un ciego a su vez la estuviera besando. Luego, palabras a media voz y el suave encajar de la puerta cerrándose. El médico se sumergió en la oscuridad y sus pasos se fueron alejando en dirección al río, hasta que cerca del puente vino la luz, y la bombilla de la fonda le iluminó junto a la entrada.
***
Como si hubieran estado esperando aquella señal, cada hombre salió de su casa y se dirigió a la escuela.
Allí les esperaba el viajante con Amador. La escuela constaba de dos pisos: el superior para los niños, y el de abajo, donde los hombres se reunían para arrendar los pastos. Era un salón vacío, con suelo de madera, al que se subía por una escalera de lávanas, donde a veces se celebraba misa o se bailaba a cubierto, si llovía, en la fiesta del santo.
Los hombres se fueron juntando a la puerta; venían solos o en grupos desde la cantina, por donde habían pasado antes a enterarse de los propósitos de los demás para tomar una determinación de acuerdo con las circunstancias.
Manolo vino también, dejando a la mujer el cuidado del negocio; Pepe se negó:
—No tengo dinero —dijo—, pero aunque lo tuviese, ya sabría en qué gastarlo; de lo que podéis estar seguros es de que no se lo llevaba el paisano ese.
La mujer de Manolo estaba repasando las cuentas, anotando los géneros que debería subir al día siguiente. A veces se asomaba al hueco de la escalera por si oía llorar al niño.
—No llora, mujer; no te preocupes.
Volvió a sus cuentas y levantó la cabeza para responder:
—Está un poco malo —y continuó—: ¿Y cómo sabes tú que les va a engañar si no hablaste con él, ni le has visto siquiera?
Pepe se recostó en la silla, apoyando el respaldo contra la pared.
—Aquí todos sois muy listos y mi hermano más que ninguno. ¿A que don Prudencio no va?
—¡Claro, como que su dinero lo tiene su hermano en el banco…!
—¡Claro —remedó la voz de la mujer—, como que sabe dónde ponerlo y no estos tontos que se fían del primero que llega!
—¿Por qué no vas allí y se lo dices a ellos en lugar de contármelo a mí?
—Allá cada cual; si es por su gusto, que lo tiren. Como si quieren regalárselo; más me voy a reír luego.
—Ya les estás echando mal de ojo. —Pepe dejó caer la silla hacia delante con un golpe seco y vivo sobre el piso—. ¡Me vas a romper la silla, hombre!
—¡Qué mal de ojo! Al más tonto se le ocurre que nadie da duros a peseta.
Se levantó y desapareció, de mal humor, en la escalera.
Cuando Amador vio que estaban todos, abrió la puerta y entraron los primeros, seguidos del viajante y Antón con las listas del pueblo. Dentro, una bombilla, manchada por las moscas, alumbraba las cuatro paredes sin enjalbegar. Cuatro tablones brillantes por los años, abarquillados, sobre pivotes clavados en el suelo, servían de asiento a los vecinos, que fueron ocupando sus sitios, menos un grupo que llegó tarde y tuvo que sentarse en el suelo. Dos chicos bajaron del piso superior la mesa del maestro y tres sillas; la de en medio la ocupó el viajante y a ambos lados se colocaron el presidente y Antón, como secretario del Ayuntamiento. Amador dio dos palmadas; las conversaciones fueron apagándose y las petacas circularon de mano en mano por última vez; los que aún no tenían lumbre la pidieron por señas; a poco, cada uno fumaba su cigarro, dispuesto a escuchar lo que quisieran decirle.
—Todos sabéis para qué nos hemos reunido aquí, de modo que no es cosa de perder el tiempo explicándolo otra vez.
—Es igual —interrumpió el viajante—, lo voy a explicar de nuevo. Una vez tan sólo, ¿eh?, no vaya a ser que alguien no lo haya entendido.
Hablaba repitiendo las palabras que a cada uno había dicho, mencionando sus nombres para que ellos mismos pudieran dar fe, y los hombres permanecían inmóviles, pensativos, con un continuo ligero movimiento de cabeza denotando que en aquel discurso se les aludía. Podía ver con alguna claridad sus rasgos hasta media habitación, donde la claridad de la bombilla llegaba; más allá sólo se distinguían las siluetas de los que descansaban en el suelo. El humo, en la habitación cerrada, se iba haciendo más denso cada vez; a poco, las figuras del fondo desaparecieron y las más próximas se fueron borrando en su inmóvil silencio hasta no quedar sino sus caras, como pálidas máscaras flotando en el aire. Tenía la garganta seca y un desagradable sabor en la lengua y paladar, pero seguía hablando, y sus palabras, sin un eco en las paredes arenosas de la sala, quedaban muertas en el vacío, apenas salidas de sus labios. La luz subía y bajaba, latiendo en la bombilla como un corazón enfermo, en tanto los ojos implacables, mudos, desde la semipenumbra, parecían fijar en el espacio todo lo que iba diciendo.
Se preguntó por qué le asustaba verlos reunidos allí, ante él, si podía dominarlos fácilmente uno a uno tentando su codicia. Hizo un esfuerzo por coger el hilo de la charla y rogó a Antón que abriera la puerta. Una racha de viento trajo tras sí la voz del río. Se acordó de Amparo; a aquella hora debía preparar la cena.
—¿Y los accidentes? ¿Quién está libre de una mala racha, de una enfermedad larga que le impida trabajar por mucho tiempo? —apagó la voz hasta hacerla casi confidencial—. ¿Quién puede estar seguro de vivir lo que queda de año, o de mes siquiera? —Hizo una nueva pausa en la que nadie se movió; los oyentes, envueltos en un mutismo absoluto, sin evidenciar en un mínimo gesto si la charla les impresionaba—. Si eso le ocurre a alguien (que yo no se lo deseo) la mujer queda en la calle porque tiene que trabajar por el marido y por ella, y si hay hijos, también por los hijos. En cambio, si vosotros habéis suscrito una de estas pólizas, además de tener el dinero en lugar seguro y a disposición de los hijos o herederos que hayáis nombrado, ella disfruta de la misma renta (el cuatro por ciento, ya sabéis) y con este dinero, no digo yo que pueda cruzarse tranquilamente de brazos, pero a cualquiera se le alcanza que es una ayuda en estos tiempos —otra pausa—. Y… no digo más; cada cual que considere lo que acaba de oír y que haga lo que crea conveniente.
Ahora venía el peor momento. La mayoría de los presentes había traído su dinero; de otro modo, en aquel mes de trabajo no se hubieran permitido el lujo de venir, pero la dificultad estribaba en hacer que el primero se decidiese y fuera hasta la mesa. Cada cual esperaba tomar su decisión de acuerdo con los anteriores, y el saberse observado, fijos en él los ojos de todos, les retraía.
Nadie se adelantó ni hizo ademán de tomar la palabra. Examinó de una ojeada los rostros a su alcance y comprendió que, como en otros pueblos, tendría que echar mano de la lista de vecinos. Se la pidió a Antón y leyó el primer nombre; mientras lo hacía, deseó con todas sus fuerzas que fuera uno de los jóvenes.
—Eladio Canseco.
Afortunadamente lo era; no debía pasar de los treinta; casado y esperando un hijo.
—¿Tú qué dices?
—Sí, me interesa —sacó del bolsillo del mono unos cuantos billetes sujetos con una goma—. Ahí van, ochocientas pesetas, cuéntelas usted.
Firmó con mano torpe el impreso y el viajante contó ceremoniosamente la cantidad, extendiendo el recibo correspondiente. Los hombres habían roto a hablar, y Eladio volvió a su asiento, mostrando el recibo a todo el que se lo pedía.
Al segundo de la lista no hizo falta preguntarle; entregó su dinero y también recogió el recibo sin despegar los labios. El tercero fue un sobrino de Alfredo, que vino representando al tío. Al llegar al cuarto, el viajante se detuvo y pidió un momento de silencio.
—Como esto va a durar un poco todavía, para que se nos pase el tiempo antes, he mandado traer por mi cuenta un cántaro de vino. Mi gusto sería invitar a uno por uno, pero ya que no puede ser así, no quiero quedar por roñoso —se volvió a la puerta—: ¡Pasa, chico!
Entró un muchacho con un pesado cántaro en la cadera y tres vasos.
—¡Eh, tú, chico, ven acá! —gritaron del fondo.
Uno le quitó un vaso y lo hizo pasar; empezaron a turnarse para beber con los tres, de modo que dieran la vuelta a lo largo de los cuatro bancos.
Cuando el primer cántaro se hubo terminado, vino otro; éste a cuenta del pueblo, y siguieron bebiendo. El viajante creyó oportuno hacer un chiste, y refiriéndose a Antón, le llamó secretario y afirmó solemnemente que con el tiempo lo sería. Todos rieron, y Antón, que iba por el décimo vaso, también.
A la una entregaba su dinero el último vecino. Sólo don Prudencio y Pepe faltaban, y uno que aseguró no tener más que lo justo para pagar la contribución. El último fue Amador. A medida que la juerga crecía había enmudecido; no quiso beber un solo trago. Cuando le llegó el turno vio el viajante que firmaba a su pesar, como si desde su puesto y tras haber firmado todos, no pudiera hacer otra cosa; y estaba seguro de que lo del vino no había sido tampoco de su agrado.
***