Domingo. Fueron quedando uncidos los carros al alba, como un día cualquiera, para trabajar la madrugada, y los que tenían tierras fuera de la carretera, donde no llegaban los ojos de los guardias, echaron la hoz al cinto para aprovechar el tiempo segando un poco también. Aún no se distinguía el perfil de las montañas cuando el carro de Amador bajaba por la carretera entre la niebla. A su paso, los perros ladraron y la mujer de Antón se desveló.
—Antón…
—¿Qué pasa?
—Escucha, ya va ahí Amador con el carro.
—Déjale que vaya; hoy es domingo.
—Para ti siempre es domingo.
—Y tú no puedes dejarme un solo día en paz. Calla de una vez.
Dio una vuelta sobre sí y volvió a dormirse. La mujer entreabrió las maderas de la ventana; fuera, la tenue claridad de la madrugada alumbró el paso del carro tambaleante y a Amador en él, dejándose mecer por el vaivén de las ruedas, la cabeza entre las rodillas, durmiendo.
La mujer oyó que Antón la llamaba.
—Quítate de ahí, que vas a coger frío.
—Ya voy…
—Haz lo que quieras.
Al cabo de un rato cerró de nuevo las maderas y se volvió a la cama.
A eso de las ocho, los que trabajaban en el campo miraron el sol que ya iba sobre el pueblo, y atando con parsimonia el pan que acababan de segar emprendieron el regreso. Los carros tardaron más, al paso lento de los bueyes, pero una hora más tarde todos estaban en sus casas. Hasta entonces no empezaba el domingo para los hombres. Aquel día almorzarían en la mesa y a continuación se mudarían, vestirían una camisa limpia y un nuevo pantalón, dejando a mano, sobre el arca de la alcoba, la ropa sucia, para volverse a embutir en ella al día siguiente y todos los demás, en tanto durase el mes del pan, hasta que el final de la cosecha les sorprendiese harapientos, quemados los rostros por el sol, sucios y zurcidos. Aquellas pocas horas constituían apenas un respiro, pero debían ser aprovechadas en los pequeños trabajos que no podían sufrir mayor demora.
Antón repasó tres hoces, sentado en el suelo de su corral, y Martín, el de la exclusiva, sulfató, antes de almorzar, un patatal que tenía medio comido del escarabajo, junto a la iglesia.
Antes, cuando había cura en el pueblo, se le veía subir desde su casa, hoy en ruinas, a decir misa.
Mandaba a un monaguillo (entonces los había) a tocar, y en tanto él se vestía, tañían las campanas, dando tiempo a que los vecinos llegasen. Venían primero las mujeres con sus almohadones en la mano, bordados con abalorios y hebras de colores, y se arrodillaban tras las velas de sus difuntos, que luego habrían de ser bendecidas, en espera de que los cánticos empezasen. Los hombres llegaban tarde, excepto los viejos o alguno muy piadoso. Se reunían a la puerta hasta estar todos y con la misa empezada entraban por grupos, santiguándose esquivamente para sentarse luego en el coro.
Ahora, nada de esto existía. La iglesia estaba vacía, desnudas las paredes, brotada de helechos y cardos y sólo alguna vez se hacía subir al cura de otro pueblo, veinte kilómetros más abajo, para celebrar alguna boda, como la de Antonio el lunes, o un bautizo o la misa del santo, como recuerdo de un tiempo en que los hombres aún no esperaban todo de sí mismos.
Un día al año subía ese mismo sacerdote a oír los pecados que las mujeres le iban volcando precipitadamente en la penumbra de la iglesia, tras una rejilla de tablas; luego repartía la comunión y bautizaba a los niños que hubiesen nacido en aquella semana. También bendecía las velas de las ánimas que en las terribles tormentas del verano eran encendidas en las ventanas para alejar el rayo de los pajares y las casas. Sólo quedaba del tiempo antiguo, como un rito, la costumbre de cambiarse de ropa, desprovista ya de un fin concreto, y el respeto de los más viejos por los nombres de los santos y un vago temor de todos a las ruinas de la iglesia, y la vivienda del párroco, como si al igual que el cementerio tuvieran sus piedras un poder entre mágico y ancestral ligado, más que a la vida, a la muerte.
Las mujeres, el domingo lavaban. Llegaban al final de la semana tan cansadas como los hombres, pero era preciso lavar, y sólo este día podían hacerlo. Junto a la fragua, donde el río corría más lento, una hilera chapoteaba sobre pizarras lisas y negruzcas, clavadas en el limo del fondo. El agua se tornaba jabonosa y la corriente arrastraba un buen trecho torbellinos de burbujas lechosas.
El murmullo del agua no era bastante a apagar las voces. Se llamaban de un extremo a otro, entre el rumor de la ropa sobre las lávanas y los chapuzones en el río. Las más jóvenes reían, y sus voces sonaban más aún porque hasta en los meses de mayor trabajo no perdían nunca su buen humor; lavaban un poco separadas de las otras, las casadas, y se detenían a mirar si algún asturiano bajaba por la carretera. A veces, alguno de los hombres se acercaba y charlaba con ellas; el domingo era el día esperado por todos para hablar, para reñir, criticar, vender o sencillamente para decir todo lo que habían llevado en el corazón durante la semana. Sólo Pepe podía ver a Isabel todas las noches, porque para él unas horas de sueño poco significaban, porque la tarde le pertenecía y no había cosecha que le apurara.
Baltasar, el peón caminero, y Antón se reunieron en el juego de bolos y esperaron pacientemente que los demás fueran llegando. Cuando tuvieron tres contrarios iniciaron la partida, y al mediodía todos los hombres, viejos y jóvenes, estaban en la bolera, unos jugando, otros de mirones, y algunos fumando, medio dormidos, recostados bajo los álamos. Sólo se espabilaron cuando una de las bolas dio un bote falso y fue a parar, tras mucho correr, al río, levantando un alboroto de voces y risas.
—¡Vaya con los tíos que nos quieren matar! —gritó una mujer.
—Dónde trabajar les daba yo…
—Y nosotras aquí como tontas…
Pero a pesar de sus palabras, ellas estaban orgullosas de que sus hombres pudieran holgar un día a la semana, y para que lo hiciesen limpios se afanaban sobre las lávanas, porque desde niñas se les había enseñado que habían venido al mundo para servirlos y hacer, con frío o calor, en buen o en mal tiempo, todos los trabajos.
Desde la puerta de la fonda vio el médico cómo el viajante se despedía de Amparo y cruzando el puente de junto a la fragua, hasta la carretera, seguía el camino hacia Asturias.
—¿Qué más pueblos hay de aquí hasta el puerto? —preguntó a Manolo.
—Pueblo, ninguno. —Manolo había salido y miraba también cómo el viajante se alejaba—. Únicamente caseríos.
Se preguntó si llevaría encima todo el dinero de la noche anterior. Manolo debía pensar lo mismo.
—Ya puede andar con tiento…
La vieja cartera de hule brillaba en su mano. Podía haber dejado el dinero al presidente, pero si se dedicaba a aquella clase de negocios, debía estar acostumbrado a llevar encima fuertes cantidades. Le vieron detenerse a limpiar las gafas y secarse el sudor que empezaba a manarle por la frente.
El médico, los domingos hacía fiesta. Si en pleno verano las cosechas de los vecinos podían esperar, era justo que también las enfermedades esperasen, y sólo en caso de accidente intervenía.
Miró al otro lado. Junto a la iglesia, los hombres seguían jugando y enviaron a un chico por un cántaro de vino. Manolo se metió a despacharlo. Se iban turnando para tirar, saliendo de la sombra al castro, después de haber elegido la bola sopesándola previamente.
El tirador se colocaba bajo el fuego del sol y los mirones comentaban la jugada fumando y bebiendo. Así podían aguantar todo el día, y el médico lo sabía porque los primeros domingos se había entretenido observándoles.
Cuando don Prudencio salió al balcón se preguntó qué haría cuando al fin supiera sus relaciones con Socorro. Lo más prudente sería sacarla de aquella casa, costara lo que costase. Él pensaba que si ella le quería, todo era cuestión de esperar una ocasión en que el viejo no estuviese. Cuando don Prudencio se encontrase con los hechos consumados, le sería más difícil protestar, entre otras razones porque la muchacha era mayor de edad y no tenía ningún derecho sobre ella. Pensó en sí mismo, en las consecuencias que podía tener para sí mismo el paso que iba a dar; pero su deseo de tenerla junto a sí se avivaba con el recuerdo del viejo atormentándole.
A eso de la una, cuando el sol cae vertical sobre la tierra y los hombres pueden pisar su propia sombra, el pueblo aparecía más muerto que nunca. Comía la gente antes de dormir la siesta, y la única vida surgía en bocanadas negras y difusas por el tiro de las chimeneas. El humo nacía recto para caer en rededor formando una corona. La tierra, el campo amarillo, ardía; los animales sesteaban en el establo y los perros en la era bajo los carros; y los enhiestos trillos descansaban mostrando al aire aquel día sus hileras de sierras y pedernales. La madera ardiente crujía como si un poderoso brazo la estrujara, y sus chasquidos eran el único sonido tras las casas, con el canto de los gallos y la voz del río recorriendo los infinitos caminos de su lecho, sobre el limo en los puentes o a la sombra de los cañaverales. Su rumor inmutable y profundo se alzaba sobre el valle, entre las rojas paredes que le circundaban, alzándose hasta las cumbres, envuelto entre los mil ecos que la vida anima, como la voz de los que a su sombra habían nacido y a su sombra, hasta su muerte, debían arrastrar su mal o su fortuna.
Tampoco aquella tarde pudo dormir el médico, y su pensamiento fue y vino en proyectos durante la siesta. Hacía demasiado calor en la habitación y no podía abrir la ventana porque el sol la caldeaba como un horno. Se mantuvo quieto sobre la cama; ahora sabía, por habérselo oído a Manolo durante la comida, que don Prudencio iba a marchar a la capital uno o dos días.
—¿Cuándo?
—Para el lunes ha pedido el coche.
A media tarde se vistió y fue al extremo opuesto del pueblo, donde vivía Baltasar. Éste tenía una casa recién construida el verano pasado, más allá del puente, sin estrenar aún. Enfermo del pecho siempre, a pesar de que durante el verano su mal se mitigaba un poco, solía maldecir del tiempo y la humedad.
El médico le llamó por uno de sus hijos.
—¿Qué quiere?
Había en su tono agrio y cansado una advertencia que el médico captó pronto: no quería saber nada de médicos ni de medicinas.
—Quería tratar con usted un asunto.
—¿Un asunto?
—Quería ver la casa nueva.
Sus grandes ojos parpadearon con rapidez y la voz tomó un timbre más amable.
—¿Ahora?
—Si se puede…
—Espere, voy por la llave.
Sobre una de las dos grandes losas adosadas a ambos lados de la puerta se hallaba sentada la hija mayor, afanándose en arreglar un ramo de flores que había juntado. Debía tener cinco o seis años.
El médico se sentó a su lado y estuvo mirándola.
—¿Cómo te llamas?
Le miró.
—Asunción.
Tenía la cara sucia y el pelo oscurísimo, sujeto atrás con una cinta. Sus pies desnudos se confundían con la tierra.
—¿Cómo se llaman esas flores?
—¿Cuáles?
—Ésas.
—No sé…
Se encogió de hombros.
—¿Y ésta?
—No sé, flor nada más.
Baltasar bajó con la llave. En la puerta, tras él, surgió una figura desgarbada y macilenta, mirándole torpemente con la pasividad de un buey. Baltasar le mandó dentro y la niña musitó al médico, antes que le preguntara:
—Es mi hermano Joaquín…
La casa era nueva y agradable. Habían plantado en el corral ciruelos y dos rosales ante la fachada que daba al río. Pagó un mes adelantado y se llevó la llave.
Cuando dijo a Manolo que dejaba la fonda, éste no hizo ningún comentario; se limitó a responder que le haría la cuenta. Conocía la casa.
—Es nueva, y para usted no está mal. Para aquí no sirve porque aún le faltan las cuadras y el pajar.
—¿Por qué no las hizo?
—Se le acabó el dinero. Hace unos meses ni terminada la tenía; aún le faltaban las demarcaciones y la escalera.
La cantina se hallaba vacía. La mujer de Manolo dormía arriba, y en la penumbra, con olor a mosto, sólo se oía el zumbido de las moscas. Manolo salió al portal para ver cómo iba el sol.
—Ya deben ser las cinco. —El médico miró su reloj, que marcaba las seis—. Las seis oficiales…
Tras la fonda se alzaba la única montaña frondosa de las cuatro sierras. Por allí salía la luna todas las noches, sobre los avellanos y acebos que bajaban hasta media falda, regados por un torrente que ni en verano se secaba.
—¿Cómo se llama?
—Palomero…
—¿Hay palomas?
—Las había. Ahora vienen algunas por el verano. Antes había muchas.
—¿Antes, cuándo?
Manolo se encogió de hombros.
—¿Antes de nacer tú?
—Y antes de nacer mi padre… Hace ya mucho tiempo de eso.
El médico se alejó. Había andado algunos pasos cuando oyó que el otro le llamaba.
—¿No sube? —Le señaló la cumbre.
—Es tarde ya.
—A mitad de camino hay una fuente muy buena.
El médico volvió sobre sus pasos y quedó sin saber qué hacer.
—Se aburre, ¿verdad?
—No.
—No es vida para usted esto.
—¿Por qué?
—¿No le gustaría estar ahora en Madrid?
—No sé…
—Allí tendrá sus amigos.
El médico guardó silencio. Dos reses corrían a lo largo del río perseguidas por un perro.
A medida que subía, el camino se estrechaba, empotrándose en la tierra, gastado por el paso de rebaños y riadas. Unas veces se erguía vertical, describiendo grandes rodeos, aprovechando los canales de riego de los prados altos. El pueblo se fue achicando a sus pies hasta desaparecer en el primer bosquecillo. Había una buena sombra de abedules no muy altos, pero sí lo suficiente para servir de cobijo a un hombre. Se sentó a descansar porque la subida era fatigosa y el corazón le retumbaba. A poco trecho vio brillar el agua del torrente, y el viento trajo un eco de risas.
Escuchó con atención; hubo un largo silencio, en el cual las ramas de los almendros siguieron agitándose y de pronto un coro de voces estalló arriba nuevamente. Voces de mujer, podía asegurar.
Fue remontando el torrente hasta sentirlas cerca. Oyó chapuzones al otro lado de la verde cortina que tenía ante sí y, apartándola con cuidado, vio a sus pies, entre los avellanos, un grupo de muchachas que se bañaban. Tenían su ropa en un montón a la orilla, y llevaban enaguas y cortos camisones que subían hasta las rodillas para entrar en el agua. Sólo dos sabían nadar: dos desgarbadas siluetas, rosa y naranja a través del pozo, cuyas formas luego, secándose al sol, la tela mojada revelaba por todas partes.
Las demás entraban sólo hasta la mitad, se salpicaban y corrían arrojándose arena. Reían sin cesar y parecían divertirse mucho. Al médico le costó trabajo reconocerlas una a una, tan distintas a la mañana en el pueblo. Ahora se empujaban gritando, como presas de frenesí, como si un repentino deseo de gozar hubiese estallado en aquel recodo del torrente, bajo los almendros a punto de sazón.
Miró por última vez la ropa que yacía en la orilla y las figuras absurdas que luchaban por apartar el pelo de las mejillas. Un sentimiento de repugnancia le asaltó. La menor de las hijas de Alfredo estaba sentada en el fondo, y el agua le llegaba hasta la cintura. De buena gana les hubiera gritado para espantarlas de allí, pero no se atrevió y bajó al pueblo, silencioso y malhumorado.
Llegó con el sol puesto y recogiendo las inyecciones fue a casa de don Prudencio, pero éste no dejó a la muchacha sola ni un instante y tuvo que conformarse con cruzar unas palabras tan sólo cuando se iba. Sin embargo le habló de la casa.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana; adiós.
La cantina, a la puesta del sol, bullía repleta de paisanos. En la cocina, al olor de unas truchas que se freían, pescadas aquella misma mañana, Baltasar, Antón, Martín el de la exclusiva, y un tercero que el médico no conocía, cantaban. Más tarde llegó Alfredo cojeando, y su aparición fue celebrada con una nueva ronda de blancos. El médico también bebió y siguió a Alfredo hasta un banco junto al mostrador.
Fuera aparecieron las primeras estrellas. Un muchacho de unos veinte años entró preguntando por Pepe.
—¿Quién me llama? —salió de la trastienda liando un cigarro e hizo una pausa para pegarlo y ponerlo en los labios—. ¿Tú no eres de Crispín?
—Pues sí…
Se acercó a Manolo, preguntando a Pepe:
—¿De quién dices?
—De Crispín, hombre, de Crispín —y como el hermano no caía en la cuenta, añadió—: el casero…
Manolo exclamó:
—¡Ah, hombre! —y le sirvió maquinalmente un vaso.
Los demás también le preguntaron por su padre y si llevaban buena la cosecha de hierba en el puerto.
—Venía a que me guardaras plaza en el coche para mañana.
—Para mañana no puede ser.
—Pues ¿qué pasa mañana? —preguntó Alfredo.
—Que lo tiene pedido don Prudencio.
—Hombre, está bien eso —apuntó desde su rincón Baltasar—; porque a él se le antoje no puede bajar nadie al tren mañana.
Pepe se encogió de hombros sin decir palabra, dando a entender que no era suya la culpa, y el otro prosiguió:
—Te aseguro que como fuese yo, bajaba mañana en el coche.
A su derecha habló el padre de Martín, el de la exclusiva:
—En la vida se ha visto orgullo así. ¿Es que se va a hacer de menos porque vaya otro con él?
Pepe protestó:
—Todo eso no me lo contéis a mí; a él, a él, que es quien tiene la culpa.
—Tú también la tienes por consentírselo.
Pepe explicó a voces, molesto por las palabras del viejo, que el coche era un negocio como otro cualquiera y él cumplía su contrato con el Ayuntamiento subiendo el correo y nada más, y que aun así, nunca había dejado a nadie en tierra si se le avisaba con tiempo.
Al médico le parecieron justas sus razones; Manolo se abstuvo de entrar en la discusión y Alfredo medió diciendo que no se peleasen por tan poco.
—¿Por tan poco? —Baltasar se volvió a mirarle.
—Claro que tan poco. Con los desplantes que nos dio en toda su vida, uno más no es como para ofenderse a estas alturas.
Una voz dijo:
—Éste todavía le defiende.
—Yo no lo defiendo; sólo digo que son ganas de discutir en balde.
—Sí, discutir en balde; llegará el día en que tengamos que besarle los pies cuando pase.
De la trastienda surgió la voz de la mujer de Manolo:
—Dejadle en paz, que bastante tiene ya.
Todos volvieron la cabeza, asombrados:
—Pues, ¿qué le pasa?
Apareció secándose las manos rojas en el delantal.
—¿Por qué creéis que ha pedido el coche? Pues porque está malo y tiene que verlo el especialista.
—Siempre estuvo malo; no es de ahora.
La voz de la mujer se tornó sombría:
—Esto es distinto. Es aquí —se llevó la mano al pecho izquierdo.
—¿Del pulmón?
—Del corazón, que es peor. Como que no tiene arreglo —se dirigió a Baltasar—: ¿Sabes cuánto le da de vida el especialista? —Hubo un silencio profundo, como si tras la mujer la muerte señalara a cada uno con el dedo.
—¡Un año! ¡Un año le da!
El médico recordó sus recientes entrevistas con el viejo. Aun reconociendo que sólo veía a la muchacha, no recordaba un solo síntoma de la enfermedad que, a juzgar por las palabras de la mujer, le tenía al borde de la fosa. Los hombres habían quedado en silencio, Antón, apoyado en el quicio de la puerta, en la cocina.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—Porque lo sé…
No hubo manera de sacarle una palabra más. Se volvió a la trastienda y siguió con la damajuana que andaba llenando. Manolo hizo ademán de que no le preguntaran más.
—Si ella no quiere, no hay quien le saque una palabra del cuerpo.
El muchacho fue el primero en salir del mutismo en que les había sumido la noticia.
—Entonces, ¿cuándo puedo bajar, el martes?
—¿Pero es para ti?
—Sí.
—Creí que sería para tu padre. ¿Os traen algún pedido en el tren?
—No; es que me voy.
—¿Que te vas?
El muchacho tuvo que explicar a todos los presentes que iba a la capital a emplearse en una tienda de tejidos que tenía un tío suyo.
—¿De modo que tú también nos dejas?
—Hace bien; si yo tuviera su edad hacía lo mismo.
El médico se volvió a mirar quién había dicho aquellas palabras. Era el viejo de antes, el padre de Martín. La boina echada sobre los ojos vivísimos que se iluminaban al hablar, encogido; sus manos temblaban cada vez que subía el vaso a sus labios.
—Usted habla por hablar —éste era Baltasar. ¿Por qué no dejó a su chico, el mayor, marcharse a América cuando quería? Bien le porfió entonces.
—Entonces no era ahora.
—Pues yo no veo tanta diferencia.
—Pues la hay, aunque tú no la veas. Cuando mi hijo el mayor se quiso ir a Méjico, había aquí riqueza.
—¡Riqueza! —exclamó el otro—. No diga bobadas. ¿Pero es que hemos sido ricos aquí alguna vez?
—Entonces se vivía mejor.
—Claro, como que con una tabla para dormir se conformaban. Aún me acuerdo yo de mi abuelo. Se pasó la vida trabajando como un negro, y ¿para qué?, para gastarse en comprar más tierras todo el dinero que sacó de ellas.
—Para tener que trabajar más —apuntó Pepe.
—Cada vez que mi abuela quería comprarle unas alpargatas, le parecía que iban a tirar la casa por la ventana. Así andaba él, descalzo todo el año. Como que cuando le enterramos nos tuvo que dejar mi tío Julián unas zapatillas porque él no tenía más que abarcas como los pastores.
Dio una chupada al cigarro.
—Ésa ha sido la riqueza de esta tierra.
—Pues razón de más —repuso el viejo— para que te diga que si yo fuese joven me marchaba.
—Y si se van los jóvenes, ¿quién va a trabajar la tierra? ¿Usted, que no puede ya ni con los calzones, o yo…?
—Para lo que da… —exclamó el herrero—. Echa una mirada al centeno y verás cómo viene.
—¡Si fuera sólo el centeno!
A esta voz siguieron todas las de los que allí se hallaban, lamentándose de la pobreza y lo exiguo de las cosechas, que cada año disminuían. Manolo dejaba hablar a los demás y Pepe leía un periódico atrasado. El médico escuchaba, y las palabras de Baltasar trajeron a su memoria un día de su infancia, cuando antes de la muerte del padre iban a pasar los veranos a Galicia. El coche se detuvo en una aldea porque el agua del radiador hervía y era preciso renovarla. Su padre bajó y halló todas las puertas cerradas; las casas silenciosas, y sólo al cabo de media hora una anciana apareció, indicándoles un pozo cercano. Cuando arrancaron de nuevo, el padre les contó que los vecinos de aquel pueblo habían emigrado todos; unos, a América; otros, más cerca, dentro de España. Primero los jóvenes, luego los viejos, llamados por los hijos que consiguieron hacer fortuna, y al ejemplo de éstos los pocos que quedaban. Huían de la tierra como de una esclavitud aborrecida; la abandonaron y nadie volvió a sembrar una vez vendidos los ganados. Ahora sólo quedaba ella; unos parientes le mandaban dinero y paquetes desde la Argentina.
El médico se preguntaba si aquello se repetiría allí a la vuelta de unos años. Recordaba las casas al borde de la carretera, cerradas y grises como mausoleos, el camino sucio y brotado de malezas, y el silencio, la soledad, prendida a cada cerca, a la fuente, a los umbrosos rincones de los huertos.
Los hombres fueron retirándose. El primero en marchar fue Antonio, el que había de casarse al día siguiente.
—Sí, vete a la cama que buen trajín te espera mañana.
El médico pasó a la cocina con Manolo, y la mujer les sirvió la cena. Quedó en silencio la tienda; sólo Pepe tras el mostrador continuaba con el periódico; al fin, los otros terminaron y la mujer pudo ir a relevarle.
—¿Vas a cenar ahora?
—Luego.
Se echó la chaqueta sobre los hombros y salió. Hacía una buena noche, templada; el cielo, plagado de estrellas. Cruzó el puente despacio, y como si el tiempo no le apremiase se entretuvo mirando la crecida del río. Junto a casa de Alfredo se detuvo. La ventana de la cocina se abrió a medias.
—Espera un poco; se acaba de acostar mi padre.
Pepe dijo:
—No tardes —y apartando la cancela esperó en el corral.
La mañana siguiente amaneció oscura, pero a medida que el día fue avanzando rachas de viento barrieron la niebla y las nubes altas se desvanecieron.
Entre dos luces salió Antonio a buscar a su novia. Era un mal camino hasta su pueblo y quería estar de vuelta antes de que el calor apretara. Llevó aparejada su mula y un burro que Antón le prestó. Las hermanas, desde bien temprano, trabajaban en la casa, barriendo y fregando las habitaciones, y la cocina, recién encalada, olía a asperón y a los mazapanes que durante toda la noche habían cocido en el horno. Del corral subía un acre aroma a cebolla, ajos y pimentón; dos ovejas colgaban de uno de los travesaños del portal, y los perros, debajo, iban lamiendo, gota a gota, la sangre que escurría en el suelo.
Poco antes de mediodía llegó el cura, sudando dentro de sus hábitos, a lomos del caballo que Antonio le había bajado el día anterior. Se apeó con trabajo y fue a sentarse a la sombra de la casa en fiesta. Le sacaron un refresco.
—Pero, hombre, ¿no sabes que no puedo tomar nada antes de la misa?
El chico que lo había traído de la cantina lo mantuvo en la mano sin saber qué hacer.
—¿No lo sabías? —insistió el cura.
El chico se encogió de hombros e hizo una mueca estirando el cuello.
—Y los mandamientos, ¿los sabes?
No contestaba. Al fin pareció encontrar una salida: ofreció de nuevo el vaso:
—Que se lo tome…
El cura le miró fijamente.
—¿No vas a la doctrina?
Tampoco recibió respuesta. Le repitió la pregunta.
—¿La doctrina?
—Eso, eso te pregunto.
—¿La doctrina?
—¿Quién es tu padre?
Esto sí lo entendió. Respondió al punto:
—Está en la era…
—¿Dónde?
—Allí enfrente.
—A ver, señálamele con el dedo.
—Aquél…
Los bueyes giraban arrastrando un trillo con dos niños encima. Había uno un poco mayor guiando la pareja desde el centro, andando pausadamente bajo el sol, al paso de los animales. Un hombre de rostro cobrizo, quemado por el sol en todas las partes desnudas de su cuerpo, lanzaba al aire la paja. Llevaba mono de peto, cubriéndose con un enorme sombrero.
—¿Aquéllos son hermanos tuyos también?
El chico afirmó con la cabeza y el cura miró al refresco de nuevo.
—Y tu madre, ¿dónde está?
—Se murió…
—¿Hace mucho tiempo?
Le miró sin expresión, sin comprenderle de nuevo. Una voz de mujer rompió a su espalda:
—Pero ¿para qué le traen esto a usted?
El cura se volvió reconociendo a la madre de la novia.
—Eso quería yo saber.
—Será cosa de Martín.
Gritó dentro:
—Martín, ¿mandaste tú traer esto?
—¿Qué?
—Un refresco.
—Sí…
—¡Ya me parecía a mí!
Quitó al chico el vaso de la mano y trató de justificar a su marido:
—No se darían cuenta; con la boda parece que andamos tontos todos. Está en la cocina cuidando de la carne, porque las chicas se fueron todas ya.
—¿Tardará mucho en llegar Antonio?
—Debe estar al caer; se marchó al ser de día.
Un grupo de mujeres se dirigía a la iglesia. Al llegar junto a la fuente algunas se separaron, dirigiéndose a casa de Martín para ayudar a la mujer un poco y ver de cerca a la novia antes de entrar. Caía el sol como un fuego, pero ellas llevaban la ropa de las fiestas: vestido, zapatos y pañuelo negros y medias de algodón, negras también. Las muchachas vestían batas de colores claros; se iban a buscar unas a otras, y en tanto esperaban pintaban sus labios cuidadosamente con una barra de carmín que fueron pasándose.
Llegaron los novios, blancos de polvo sobre las caballerías, y cinco mulas tras ellos, con los familiares e invitados del otro pueblo, que tras saludar al cura, a Martín y a la madre entraron para lavarse y cambiar de ropa. De grandes cajas salieron trajes nuevos, planchados con esmero, y los zapatos rojizos y brillantes de las fiestas. Los hermanos de la novia anudaron holgadamente los nudos de sus corbatas, y ella lució un vestido de seda azul, ornado con profusión de jaretas y botones. Antonio la contemplaba como por vez primera, entre el rumor y las prisas de los demás; y ella le devolvía la mirada sin atreverse a sonreír, desconcertada.
La comitiva se dirigió a la iglesia. A la puerta se agruparon todas las mujeres del pueblo y algunos hombres que de momento habían dejado el trabajo, para echar un vistazo antes de la comida. Las muchachas estaban dentro, a ambos lados del camino que la comitiva debía recorrer, mientras dos ayudaban al cura a vestirse, y los chicos que debían actuar de monaguillos encendían apresuradamente las velas del altar. Alguien gritó: «¡Vivan los novios!», y todos contestaron. La campana dio tres toques, y los vencejos que anidaban en el techo del coro volaron, chocando en las paredes, hasta desaparecer por la abertura de la bóveda.
Luego de casados, la misa transcurrió rápidamente, porque don Manuel acostumbraba oficiar de prisa, y más aquel día que llevaba muchas horas sin probar bocado. Dos chicos se perseguían en las gradas del altar mayor. Se movían silenciosamente, pero una de las mujeres se los llevó regañándoles y la voz venía clara de fuera contrastando con los rezos del cura.
—¿Os parece bonito pelearos dentro de la iglesia?
—Gloria in excelsis et in terra pax hominibus…
—Pero si ha sido ése…
—¡Qué voy a ser yo…!
—Se lo voy a decir a tu padre.
—¡Si no hacíamos nada!
—Estabais corriendo por la iglesia.
—¡Qué va!
—Sí, señor.
—Bueno, pues dígaselo.
—Quoniam tu solus Sanctus. Tu solus Dominus. Tu solus Altisimus Jesu Christe…
Hubo un silencio fuera; luego llegó el llanto de uno de los chicos.
—Usted no tiene por qué pegarme…
—Munda cor meum ac labia mea omnipotens Deus…
Don Manuel decía en alta voz el principio de todas las oraciones, bajando luego el tono rápidamente, en un suspiro. La mujer volvió a entrar y aún se oyó al chico lloriqueando.
—Se lo voy a decir a mi padre… Ya verá a ver si me pega otra vez…
Los asistentes volvieron la cabeza, pero ella ocupó su sitio de antes, abstrayéndose en sus rezos.
El viento traía alguna lejana voz del pueblo, ladridos, palabras solitarias que se entendían claramente. En el silencio, las mujeres permanecían de pie o se arrodillaban, arreglándose el velo sobre la frente. Olía a tierra, a la cera de las velas y a ropa nueva.
—Quod ore sumpsimus Domine, pura mente capiamus; et de munere…
Ya todos se hallaban impacientes por salir; las muchachas arreglando los pliegues del vestido, las mujeres agitándose, mirando hacia la salida.
—In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum…
La perra de Amador asomó la cabeza entre las hojas de la puerta, y uno de los hermanos de la novia tuvo que espantarla chascando la lengua, pero el animal volvió y dos muchachas que la vieron se miraron, riendo. El hermano le dio una patada en el hocico, haciéndola alejarse aullando.
La misa había concluido y todos rompieron a hablar apresuradamente en torno a los nuevos esposos. Los vivas se repitieron al salir, la campana volteó de nuevo y los invitados que aún trabajaban en las eras, hombres en su mayoría, dejaron su trabajo y apresuradamente se lavaron y vistieron para la comida. Sólo quedó a la puerta de su casa Blanca, la que un asturiano sacara encinta por San Juan, sentada, trenzados los dedos sobre el vientre deforme, mirando melancólicamente la comitiva que al otro lado se dirigía a casa de los novios.
Habían colocado tres largas mesas paralelas en el corral, a la sombra de la casa, y se empezó sirviendo vino, con lo que todos se animaron, cantando acompañados de cucharas y botellas.
Apareció la novia y Antonio tras ella con los padres. Hubo un aplauso general.
La carne venía envuelta en una salsa ocre, espesa y caliente que las hermanas del novio sirvieron en abundancia. El cura ocupaba el sitio de honor, entre los novios; ninguno de los tres sabía qué decir y aunque don Manuel estaba acostumbrado a aquellos silencios, ellos se creían en la obligación de hablarle. A los postres sirvieron bollos y mazapán, y cuando las mujeres se retiraron a la siesta, café, coñac y cigarros puros. El cura dijo que se iba.
—No se vaya tan pronto, espere que afloje el calor.
Insistió. Aquellas sobremesas le aburrían. No le importaban las cosechas de aquellos hombres, ni las tierras que fuera a reunir el nuevo matrimonio, ni aquellas mujeres que miraban su mano cuando las bendecía, como si ella fuera a curar sus dolores o los de sus hombres y sus hijos; como si fuera a hacer surgir las cosechas de sus estériles tierras, o multiplicar su pan, como había sucedido una vez, hacía mucho tiempo. Si hablaba, los demás callaban o bajaban el tono a un susurro confidencial de modo que las palabras que hubiera deseado oír pasar inadvertidas, cobraban importancia y arrastraban otras tras sí, metiéndole en nuevos comentarios y explicaciones farragosas. Se sentía cansado. Secó su frente y la cara toda que transpiraba, y frotó con disimulo el espinazo contra el respaldo de la silla porque le picaba la espalda y el sudor corría por sus sobacos.
El café era malo. Se preguntó qué habría bueno en aquel pueblo, entre aquella gente pobre y mezquina. Se acusó mentalmente de despreciar a sus semejantes y ofender a Dios; pero realmente eran pobres y mezquinos y no debían creer en Él asiduamente, aunque le temieran a la hora de la muerte. Recordó que nunca le habían llamado para auxiliar a un difunto; sólo para los bautizos y las bodas, probablemente para dar solemnidad a la cosa, o por no ser menos que los otros y un poco por costumbre también. Era un pueblo pobre, y en la pobreza llevaba su castigo. Él les había dicho un año antes, en la fiesta del santo: «Volved los ojos a Dios, que es el único que puede ayudaros; rogadle a Él, y vendrán de nuevo los buenos tiempos, o, al menos, si en sus secretos designios está que habéis de sufrir por vuestros pecados, Él, que todo lo puede, os dará fuerzas para que las penas de este mundo os sean más llevaderas». Pero todo seguía igual; las mismas mujeres acudían a confesar y leía idéntica desconfianza en el corazón de los hombres. Al principio aquello le había hecho sentir una gran amargura. Ahora, al cabo de los años, todo se había desvanecido, como las ilusiones forjadas en la infancia, sin dejar tras sí ningún resquemor, ninguna pena. Sólo deseaba que le dejaran en paz, lejos de sus comidas, de sus preguntas y sus problemas; si no querían que hiciera nada por ellos, que, al menos, le dejaran descansar lejos del calor que le agotaba.
Cada vez que subía, los hombres se le mostraban respetuosamente desconfiados, y hasta algunos se disculpaban de no haber estado en la iglesia la última vez, prometiendo volver en cuanto sacaran la cosecha de apuros, pero el trabajo, al parecer, duraba siempre y nunca hacían acto de presencia.
Cuando Baltasar enfermó, tuvo dos vómitos la primera semana, y creyeron que se moría. Bajó la mujer a encargar estreptomicina.
—¿Cómo va? —le preguntó don Manuel.
—Muy mal, muy mal. El mejor día se nos muere.
—Voy a subir por allí.
La mujer enmudeció y sólo le respondió al cabo de unos instantes con gran apuro:
—Si va usted, don Manuel, no pase a verle porque no quiere hablar con nadie.
Él comprendió que aquel «nadie» se refería a él precisamente; pero subió, porque en aquel tiempo aún creía en su poder persuasivo. Su confianza sufrió un rudo golpe cuando el enfermo le echó a voces sin dejarle pisar la puerta.
—¿Por qué no quieres que pase, Baltasar?
—Quiero morirme en paz.
La hija estaba junto al quicio oyendo, mirándole inmóvil.
—Si lo que quiero es ponerte a bien con Dios…
—¡Que se vaya le digo…!
—Mira que puedes morirte esta noche…
—Eso es lo que quiero, acabar de una vez.
—Déjame pasar, hombre. Déjame sólo que te vea.
No había sido posible. La mujer le hacía señas de que se fuese y tuvo que retirarse antes que el mismo Baltasar se levantara a echarle. La niña le había abierto la cancela al salir.
Sirvieron más café y otra ronda de copas. Él se excusó, levantándose. Tras los hombres, desde el rincón, sentada casi en el suelo, sobre una banqueta minúscula, una vieja le miraba fijamente, como si sólo pudiera volver los ojos en aquella dirección. A pesar de sus ropas de fiesta la reconoció.
Cuando fue a aquel pueblo por vez primera, nada más concluir la guerra, se la encontró a la puerta de su casa, sin moverse, vestida como los demás días. Aún no conocía a nadie allí.
—¿Y usted, abuela, no va a misa?
—Ca, no señor, yo no he ido nunca.
Creía que le estaba mintiendo.
—¿Por qué?
—Pues porque siempre he oído decir que cuando nos muramos el alma va al cielo, y el cuerpo, en cambio, se queda aquí abajo pudriéndose, de modo que yo mando el alma a misa y le doy buena vida al cuerpo, para que se aproveche en lo poco que le queda.
De aquello ya hacía bastante tiempo, pero recordaba su cara y las risas de los que oyeron la respuesta. Aquella debía ser su ocurrencia favorita, y él, sin saberlo, le había brindado la ocasión de lucirla. Aquella fue la primera persona que conoció allí.
La mujer de Martín le acompañó hasta la carretera.
—¿No sabe usted, don Manuel, cuándo nos mandan cura aquí?
—No sé, es difícil. Tendrían que hacer una nueva casa y arreglar la iglesia.
—Pues si no hay cura, malamente nos la van a arreglar.
—Pero, hija, ¿y dónde iba a vivir, suponiendo que lo mandasen? Ni donde dormir tendría…
—Así estamos, viviendo como cafres…
Uno de los muchachos trajo el caballo y sujetó el estribo en tanto subía. Se alzó los hábitos. Bajo la sotana aparecieron unos pantalones azules y unos zapatos viejos y sucios que recordaron a la mujer los del viajante.
Chascó la lengua y el caballo rompió a andar, cruzándose con el médico a los pocos pasos. Le pareció como todos, un poco más joven quizá; bueno, de todos modos, para aquel pueblo.
El médico llegó sin apresurarse. Le habían mandado recado de que fuera a tomar café con los novios, y Manolo le indicó que podían molestarse si no iba. Antón y Alfredo le hicieron un sitio entre ellos.
—Siéntese aquí.
—¿Cómo va la pierna? Debía estar en casa todavía.
—Muy bien —la levantó hasta la mesa—, ya está como nueva. Dentro de unos días me bajo a la era.
—No le haga caso —intervino Antón—, hoy ya bajó.
—Estuve viendo cómo llevaban las chicas la trilla.
—No haga el tonto…
—Claro, hombre, ¿qué más te da esperar unos días?
—Tú no conoces a mis hijas. En cuanto les quitas la vista de encima ya están de charla con Amparo por encima de la tapia, y los bueyes a la sombra.
—Por tu gusto las tenías todo el día dando vueltas.
—Para ellas trabajan, no para mí. Yo no me lo voy a llevar al otro mundo; no sé qué quieren.
—Lo que quieren bien lo sé yo…
—¿Qué?
—Pues marcharse de aquí, hombre.
—Lo que es mientras yo viva, que no piensen en ello.
—¿Por qué? —preguntó el médico.
—No sé qué les dan en las capitales —respondió Alfredo un poco confuso—; mi chica la mayor estuvo una vez y desde entonces no ha habido quien haga carrera de ellas. No les hable usted de quedarse aquí ni solteras ni casadas.
—Pues lo de tu yerno va en serio…
—¿Qué yerno?
—Pepe, ¿qué yerno ha de ser?
—¡Ah! Ya sé que andan enredando. Ellos, tan listos, creen que porque estoy en la cama no me entero de nada. No sé; igual sale cualquier día con que tampoco quiere casarse con él.
—Te apuesto a que ahora es distinto.
—¿Por qué tiene que ser distinto?
—Porque Pepe se piensa ir a la capital en cuanto pueda.
—¿Es verdad eso? —preguntó el médico.
—Eso me han dicho, al menos.
—¿Y qué piensa hacer?
—Montará algún negocio.
—Algún garaje, digo yo.
Alfredo quedó pensativo. Algunos de los invitados marchaban a la cantina.
—Si es así, yo no tengo nada que decir; que se vayan en paz; yo les daré su parte. Lo que no quiero es que mis hijas vayan a la capital a servir a nadie, al menos mientras yo viva y tengan aquí su casa. Que no diga nadie que porque les faltó la madre cada cual tiró por donde quiso, ni que acabaron como Patrocinio en el hospital.
—¿Qué Patrocinio? —preguntó el médico.
—Una hija que se le marchó a Baltasar de casa.
—Yo creí que sólo tenía la niña y el chico enfermo… ¿Y de qué murió?
Alfredo bajó la voz:
—Dicen que de una úlcera en el estómago; pero la verdad es que acabó sifilítica perdida. Que lo diga éste si no.
—Ya lo creo —aseguró Antón—; yo la fui a ver porque su padre no quería ni oír hablar de ella y la madre me dio unas cosas para que se las llevara. Tenía la cara en los puros huesos y la piel como un papel de fumar. Se puso muy contenta cuando supo que su madre, al menos, se acordaba de ella.
Me preguntó por todos los del pueblo y dijo que en cuanto se pusiera bien iba a volver a pedir perdón a su padre. La pobre no duró ni un mes.
—Y Baltasar, ¿qué hizo?
—¿Baltasar? Ya le conoce usted. Ni fue a enterrarla, ni dejó a la mujer que fuera. No ha vuelto a hablar de ella; como si no hubiera sido hija suya.
Se levantaron y siguieron a los demás contertulios hasta la cantina, donde se siguió bebiendo orujo, coñac y más café. Pronto se formaron dos bandos que se retaron a los bolos. Llevaron vino al castro y bebieron más. Los viejos aguantaban menos y habían perdido su habitual seriedad; charlaban, reían y se abrazaban contando chistes, gastando bromas a costa de los demás, en especial al novio. A uno de los que más fuerte reía le vino a buscar su nieta, y ante ella bebió tres copas seguidas de coñac.
—Ahora vas y se lo cuentas a tu madre —dijo.
Poco a poco todas las muchachas fueron levantándose, y el baile comenzó cerca de la fuente, en una porción de calle limpia y llana. Duró hasta las once. A esa hora, los que aún se hallaban medianamente serenos y la mayoría de las muchachas se retiraron; quedó en la cantina y por todo el pueblo el rumor de las voces y las canciones de los hombres. Manolo, como de costumbre, dejó una de sus habitaciones a los novios para que durmieran aquella noche, pero dos borrachos se metieron bajo la cama antes que aquéllos subieran, y una vez que los sintieron acostados la volcaron, levantándola sobre sus espaldas. Los dos cayeron abrazados al suelo. Antonio se levantó rápidamente y alcanzó con un vaso la cabeza de uno de los que huían. Hubo bronca, y durante media hora no le fue posible al médico dormir ni pensar en otra cosa que la boda y los borrachos.
Por fin se hizo la paz y cada cual marchó a su casa. Lo último que oyó antes de dormirse fue la conversación de Manolo con los guardias que aquella noche subieron de vigilancia al puerto y se detuvieron un momento en la cantina.
***
Don Prudencio se apeó del tren con el maletín en la mano. El torbellino de la gente en la estación siempre le aturdía un poco al principio, impidiéndole encontrar la salida. Los dos empleados de abastos le miraron de arriba abajo detenidamente, pero cuando cruzó entre ellos vieron su pequeño maletín y le dejaron pasar sin decir palabra. Dejó atrás la estación. Ya estaba en la capital; aquello era vivir: calles lisas, bien pavimentadas, bares, teatros, gente bien vestida, automóviles y las macetas de albahaca luciendo en lo alto de las farolas, a lo largo de los paseos.
Cada viaje que hacía a la capital, cuando tras abandonar el tren enfilaba aquella avenida, las nuevas obras, los nuevos automóviles, el mayor desenfado de las mujeres en el vestir le fascinaban. Iba despacio, lejos del bordillo de la acera, paseando ante los escaparates, dudando muchas veces antes de cruzar la calle. Si la enfermedad no hubiese existido, habría gozado infinitamente más, pero esperar la sentencia del especialista le infundía pavor y no podía pensar en otra cosa la mayor parte del día.
Frecuentemente, en las últimas noches se despertaba bañado en sudor, presa de vértigos, como si el corazón, toda su sangre, le latiera en el cuello. No había querido avisar a Socorro por no asustarla y porque, a su vez, no le asustara más a él, ya que ningún remedio podía darle. Sentado en la cama, oyendo su propio aliento entrecortado en la oscuridad, esperaba a serenarse hasta que el sueño le rendía. A la mañana siguiente pretendía engañarse, atribuirlo a sus nervios, pero cuando de nuevo llegaba el crepúsculo todo su falso optimismo se le derrumbaba y los vértigos volvían.
Aún era temprano para comer y siguió mirando escaparates hasta que se cansó y fue a sentarse en la terraza de un café, en la calle principal, donde mayor era el tráfico. Nuevas tiendas, lujosas, para ricos; la gente vistiendo trajes frescos y elegantes; una nube de edificios grises, a medio terminar en las afueras. Todo lo construían con cemento; había profusión de pilares armados en todos los solares, como si una gran prisa por edificar hubiera hecho surgir de la tierra aquellos frutos colosales. No entendía de negocios, pero comprendía por qué los jóvenes luchaban por venir a la capital, por qué abandonaban la tierra y la familia para ir allí a establecerse.
Desde el fin de la guerra la ciudad que crecía pausadamente, al compás de otras muchas capitales de provincia parecía haber dado un salto, el rápido estirón de la pubertad. Los que hasta entonces guardaban su dinero en los bancos limitándose a cobrar las rentas, sintieron la comezón de los negocios, y los comerciantes modestos de antaño se embarcaron en arriesgadas empresas que dejaban jugosos beneficios. Sus modestas tiendas desaparecieron bajo enormes y dorados letreros que ostentaban su nombre, y los pobres, los que aún no habían conseguido guardar un céntimo de aquella fortuna que sobre la ciudad se abatía, esperaban ojo avizor, porque era seguro que entre tanta riqueza algo habría de tocarles. Ya no era como antes, cuando el dinero venía a las manos tras largos años laboriosos; ahora podía comprarse un hotel en el barrio más caro por dos o tres golpes de suerte, y un lujoso automóvil, de los que se alineaban a la puerta del recién fundado club de tenis, por un telefonazo a tiempo. Muchos, la mayoría, habían empezado con nada para subir rápidamente, haciendo crecer la ciudad sin proponérselo; a otros la corriente les ayudó, les abrió nuevo camino, alzándoles hasta donde se mantenían.
Y todo lo viejo: la catedral, la plaza mayor, que ya no era la mayor, sino la más antigua, las casas ornadas de escudos y barrocas ventanas, las calles umbrosas donde dormía el silencio huido, aferrado a las piedras muertas, quedó a un lado envuelto en un halo de respeto y afectuosa indiferencia.
Don Prudencio se preguntaba si el hijo del casero, que según le habían dicho pensaba ir allí a establecerse, llegaría a ser algún día uno de aquellos que todo el mundo saludaba, invitados constantemente a la mesa del gobernador, admirados, distinguidos sobre los demás como hijos predilectos de la villa.
***
Se encaminó a casa de su hermano. Las calles se iban quedando desiertas porque la gente se retiraba a comer y descansar, aguantando del mejor modo posible las horas del calor. Luego, a última hora de la tarde, el paseo se animaría de tal modo que los coches habrían de desviarse a las vías cercanas, hasta las once. La plaza mayor ya no estaba céntrica y habían pasado los tiempos en que los elegantes deambulaban bajo sus soportales. En sus cafés sólo se reunían carniceros y tratantes y algunos habían cerrado por falta de clientes, después de haber visto pasar por su terraza, año tras año, a todas las personalidades de la capital y la provincia.
Encontró el portal fácilmente y sintió un pequeño alivio, en su frescor, dentro. Abrió las puertas del ascensor, pero cuando iba a entrar vio al portero que le llamaba.
—No están, no están.
Retiró la mano de la cancela.
—¿Qué dice?
—¿Va a casa de don Joaquín?
—Sí.
—Pues no está.
—¿Que no está?
—No, señor. Su hermano no está.
Don Prudencio enmudeció; no contaba con que aquel verano se marchara a la sierra tan pronto.
—¿Venía a verle?
Don Prudencio asintió con la cabeza.
—Se marchó el viernes, con la mujer y los niños.
Casi se enfureció. Marcharse de improviso, sin ponerle unas letras. Miró la estúpida cara del portero que le invitaba tácitamente a marcharse.
—Bueno —el portero cerraba ceremoniosamente las puertas del ascensor—. Adiós, gracias.
—De nada, adiós.
Ahora tendría que buscar un lugar donde se pudiese comer por poco dinero y pronto, porque la consulta era a las cuatro, y no le quedaba más que una hora escasa. Pensó en preguntar al portero, pero por no volver y aguantar de nuevo su cara impertinente decidió meterse en el barrio viejo, donde seguramente habría alguna taberna donde se comiese barato.
El gesto de su hermano le había entristecido, porque era el único familiar que le quedaba y aquel despego le dolía en el alma. Quizá le hubiese escrito y la carta no había llegado.
«No —se dijo—, sólo se pierden las cartas que no se escriben».
Los minutos transcurrían y la taberna tardaba en aparecer. Intentó apresurar el paso, pero el calor y su corazón le hicieron detenerse. Se enojó de nuevo y maldijo a su corazón como antes a su hermano. Al final de la calle un cartel rezaba: «Casa Fidel. Vinos».
Entró. Se acercó al mostrador preguntando:
—¿Sirven aquí comidas?
—Sí, señor, pase por aquí.
El hombre cruzó bajo el mostrador y le condujo, empujando una cortina de varillas, al interior de la casa.
Una gran claraboya iluminaba la escalera atravesada por amplios corredores en los descansillos, abiertas de par en par las puertas de las habitaciones. Todas se hallaban vacías, sin ningún mueble a la vista, excepto la primera, donde tres hombres fumaban en torno a una mujer, contemplándola con ávidos ojos. Él también la miró; fumaba como los hombres. Con una pierna sobre otra, la falda más arriba de la rodilla, el pelo tirante, negro, sujeto atrás con un moño. Sólo le oyó decir:
—Esa no es hembra para…
El hombre se detuvo. Don Prudencio vio tres mesas cubiertas de manteles blancos.
—En seguida le atienden.
Subió una mujer que le recitó la carta de memoria.
—Si quiere algo distinto, se le puede hacer.
Don Prudencio se contentó con el plato del día. Al salir ya no vio a la mujer, ni a los hombres de abajo; pagó y se fue a tomar café a uno de cantantes.
Desde la mesa de enfrente, bajo los espejos sucios y empañados, alguien le miró con fijeza, pero él desvió la vista porque en el estado de ánimo que se encontraba aquellas miradas le entristecían más. Ya sabía, de otras veces, lo que venía luego: se sentaría a su lado pidiéndole un cigarro o rogándole que le invitase a una copita. Miró su figura, reflejada en el lejano espejo. Su hermano se había ido y todo lo que le quedaba eran aquellos ojos mirándole desde el otro lado.
Le vino Socorro a la memoria, esa, al menos, le quería. ¿Le querría verdaderamente? Nadie era capaz de averiguar qué pensamientos pasaban por aquella cabeza. Hablaba poco y siempre impersonalmente, como tomando ante la vida una actitud pasiva. Tenía que quererle porque siempre se había portado bien con ella. Tenía que comprar el vestido. Miró el reloj, que le trajo el recuerdo desagradable de la consulta que debía estar empezando. La había olvidado y ahora le molestaba más. A medida que se aproximaba a la casa del médico, la fatiga, el calor y el miedo le sumían en un estado de mal humor, de queja penosa y desesperada.
Mientras lo reconocía, el doctor hacía pausas que le asustaban. En la oscuridad le abandonaba, sentado en la silla, el pecho huesudo y canoso al aire, para consultar su ficha. Seguramente —pensaba— parte de su enfermedad se debía a aquellas pausas en que el corazón golpeaba con tal ímpetu en el pecho que temía verle saltar fuera, vivo y sangrante. Las manos pulcras, de uñas brillantes, inmaculadas, descansaban ahora sobre la mesa.
—Vístase.
Lo hizo torpemente, apresurado.
—¿Con quién me dijo que vivía?
Dudó un momento.
—Solo. Tengo una criada.
—¿Tiene familia?
—No. Sí…
—Algún hijo…
—Un hermano. ¿Es que estoy peor?
Ahora fue el médico quien dudó un poco.
—No se asuste, porque no tiene importancia; lo que hace falta es que se cuide.
Estaba asustado; no veía sino la cara del doctor, sus labios que le condenaban.
—Hay mucha gente que está en su estado y vive mucho tiempo. Lo que tiene que hacer es moverse poco. ¿No podría volver con su hermano?
—No está aquí.
—Habrá, por lo menos, médico en el pueblo de usted.
—Sí, sí, señor.
—Vuelva a su casa y haga el reposo que pueda —le tendió una hoja de bloc escrita de su mano—. Le da esto; él sabrá qué ha de hacer.
Recogió la nota y se dirigió a la puerta acompañado del médico, que le dio un golpecito cariñoso en el hombro mientras salía.
—Anímese.
En el pasillo se cruzó con un joven delgado y decidido. Le vio entrar serio y cortés, ligeramente indiferente, dando a entender, a todo el que quisiera mirarle, que sólo iba por algo sin importancia. Por un momento don Prudencio le odió; luego, el recuerdo de su desgracia vino de nuevo a atormentarlo, hasta que, fuera de la casa, los ruidos de la calle, el tráfico y la gente le levantaron los ánimos un poco. En el portal sacó lo que creía una receta, pero era la letra tan enrevesada que no consiguió descifrar sino algunas palabras carentes de sentido. De todos modos, aun sin entenderla, constituía una esperanza, y la guardó cuidadosamente en la cartera. Se detuvo ante un escaparate de tejidos. Vio telas de colores vivos, tan distintas a las que las mujeres llevaban en el pueblo, y algunos vestiditos de niña puestos en maniquíes de cartón.
Entró; le preguntaron con amabilidad qué deseaba. Quería un vestido para una muchacha de unos veinte años. ¿No sería mejor llevar el género y que en el pueblo la modista se lo hiciese? No, en el pueblo no había modista. ¿No podría traer a la muchacha para tomar las medidas y confeccionárselo allí mismo? No, no podría traerla. Bien, mirarían a ver si encontraban algo de lo que el señor deseaba. En tanto, ¿sería tan amable de sentarse y esperar un poco?
Se sentó y esperó. Al cabo de diez minutos volvió la dependienta con varios vestidos terciados al brazo y los fue extendiendo uno tras otro sobre el mostrador.
—Ése, ése le sentará bien.
La empleada era joven; se lo echó por encima y don Prudencio pensó en el cuerpo de Socorro ceñido por aquella seda azul.
—Sí, ése.
Sacó dos billetes de la cartera, pero la empleada se los rechazó amablemente:
—En caja, por favor.
Tras un lento peregrinaje por el fondo de la tienda, se lo envolvieron y salió a la calle rumbo a la estación. Pudo tomar el billete sin prisas y encontrar asiento en el vagón, colocando en la rejilla el maletín y la caja con el vestido.
Pepe, en la estación, aguardaba la llegada del tren. Encontró a César en la cantina y se invitaron mutuamente. Llevaban unos cuantos chatos dentro del cuerpo cuando sonó la campana anunciando que el tren había salido de la estación vecina.
—Ya viene ahí el jefe —pagó y salió con César, que hizo otro tanto.
—Bien le sacas los cuartos.
Entraron en el despacho del jefe de estación y hojearon el periódico. El jefe preguntó a Pepe cómo iban las cosechas arriba y éste contestó que regular solamente. César intervino diciendo que eran malas tierras y que a pesar de que las abonaban todos los años estaban muy agotadas.
—¿No las dejan descansar ningún otoño?
—¡Ca! —repuso Pepe—. Si hiciéramos eso tendríamos que ayunar ese año.
—Usted se cree que los pueblos de arriba son como los de la Ribera —explicó César, mientras dejaba el periódico sobre la mesa—, y eso que el de Pepe no es de los peores…
—¿Qué? ¿Los hay peores?
—Sí.
—Ya lo creo, pasando Asturias los hay que ni se ven. Va usted andando por el camino, y de pronto, sin darse cuenta, está en el tejado de una casa.
—Y eso ¿por qué?
—Hombre —respondió César riendo—, pues porque el terreno está así —puso la mano vertical sobre la mesa—. Figúrese cómo será aquello, que cuando la carretera llegó a la Raya no pudieron seguir porque se les caían los peones al río…
Cuando terminaron de reír, el jefe, que era de Bilbao, estuvo contando cosas de su tierra hasta que el silbido de la máquina les hizo saber que el tren entraba en agujas.
Oscurecía. Pepe encendió los faros y esperó fumando. Don Prudencio no tardó en llegar. Venía meditabundo.
—¿Hace mucho que esperas?
—Un rato sólo.
Se aseguró de que las puertas estaban bien cerradas y arrancó. El paisaje oscuro, limitado al fondo por la silueta de las montañas negras, comenzó a desfilar, blanco, revelado de improviso por los faros del coche como el negativo de una fotografía.
Al llegar a su casa, don Prudencio trató de introducir la llave en la cerradura, pero la puerta cedió con suavidad, abriéndose por completo hasta tocar la pared. La escalera estaba en tinieblas. Llamó:
—¡Socorro!
La casa continuó muda, y aunque repitió la llamada no obtuvo ninguna respuesta. Entró en la cocina y al dar la luz tres moscas revolotearon en torno a la bombilla. Todo estaba en orden, en un orden riguroso y frío, como debía hallarse el día que se usó por vez primera. Las cacerolas relucientes alineadas con los pucheros en los vasares vestidos de papeles limpios; las dos sartenes inmóviles, colgadas; la madera recién fregada y el piso barrido. Aquel orden y limpieza le parecieron de mal augurio y lo que le llenó el corazón de turbios presentimientos fue ver sobre la mesa la otra llave, que la muchacha solía llevar consigo al salir y que nunca había abandonado desde que entrara en la casa. Tuvo que sentarse; las sienes le batían locamente; sudaba. El brillo de los cacharros alineados, el olor de la madera limpia anunciaban con toda certeza lo que acababa de suceder. De pronto le conmovió una tenue esperanza y llevó la mano al bolsillo; todo su ser se concentró un instante en el tacto de aquellos dedos, en el ciego deseo de que se hundieran en la nada; pero fatalmente allí estaba la otra llave, y no cabía duda alguna, la que descansaba sobre la mesa era la de Socorro.
Se había marchado. Al instante pensó en el médico y sus visitas al atardecer. Inconscientemente se llevó la mano a la cartera donde seguía guardando la receta.
Estaba desolado, sin saber qué decirse, como si tuviera que justificar ante sí mismo aquel suceso. Veía la habitación a su alrededor, silenciosa, y no acertaba a explicarse cómo le podía haber ocurrido aquello. Nunca le había parecido el pueblo tan vacío y en calma. Se asomó a la ventana y la luz de Manolo se le antojó un alivio. El reloj del comedor dio once campanadas que bajaron retumbando hasta sus oídos. Pensó: «Las once, nada más que las once». Trató de engañarse. Quizás hubiera tenido que marchar lejos, a algún pueblo vecino, a alguna fiesta. Pero él sabía que se estaba mintiendo, que no tenía parientes en ningún pueblo, y que a aquella hora todas las mujeres estaban en sus casas, y para mayor certeza, allí descansaban los cacharros fatídicamente inmóviles.
No quería rendirse; apartó de sí la caja con el vestido y subiendo fatigosamente la escalera entró en el cuarto de la muchacha y alzó la tapa del baúl, que en un amplio bostezo le ofreció su fondo vacío. Entonces se declaró vencido; fue a su cuarto, y a tientas, sin encender la luz, se metió en la cama. Por la ventana, de par en par, le llegaba el susurro del río. Respiró hondamente. Un ave nocturna cantó a lo lejos.
***
El pájaro volvió a cantar, agitó las alas mansamente y se lanzó al aire remontando el espacio frente a la iglesia. Cruzó sobre el corral; su sombra oscura bajo las estrellas se meció un instante frente a la casa de Pilar, y finalmente, pasado el río, fue a posarse en el tejado de Amador.
Amador miró a su hijo bajo la sábana, dibujado su cuerpo por los blancos pliegues, inmóvil y lejano. Junto a la cama, sobre una silla, estaba la cena intacta.
—Cena un poco.
—No.
El cuerpo giró en la cama con gran trabajo y descansó de costado. Una red de gotas rutilantes le cubría, y el pelo, negrísimo, brillaba también a la luz de la bombilla.
—¿Qué te pasa?
El muchacho no contestaba.
—¿No quieres nada?
Lo único que deseaba era quedarse solo; la presencia de su padre le irritaba de tal modo que hubiera querido gritar, saltar de la cama para decírselo; estaba cansado, agotado de dar vueltas entre las sábanas, cubierto de sudor. Cuando la puerta se cerró, aún tuvo fuerzas para gritar:
—¡Apaga la luz!
En la oscuridad su desasosiego cobró nuevos ímpetus; le acometió un súbito deseo de llorar: «¡Ojalá me muriera esta noche!», se dijo, y al instante se asustó de su pensamiento. Alzó la sábana y miró sus piernas inmóviles; le pareció que su cuerpo se prolongaba indefinidamente. Pensó: «Peor, peor, peor», y le acarició con dulzura. Miró los cuadros colgados a ambos lados de la puerta; no importaba que la oscuridad se los velase casi por completo, porque los conocía bien, guardaba en su memoria todos sus detalles, formas y colores. Le recordaban la tarde en que le llevó al cine su padre, luego que el médico de la capital le reconoció. Era un hombre ya de edad, muy amable, que les prestó una silla de ruedas, gracias a la cual, y en uno de los pasillos de la sala, pudo ver las dos películas que proyectaban. Caballos más finos y veloces que los del pueblo, dos barcos que bogaban cubiertos de blancos penachos, y una extraña tierra donde los hombres vestían de blanco, paseando bajo árboles desconocidos.
Oyó a su padre acostarse en el cuarto de al lado. Casi le detestaba. Se empeñaba en hacerle comer, quería saber por qué hablaba apenas los últimos días, por qué su única obsesión era quedar solo. Intentaba darle ánimos:
—Si te vas a poner bien… Ya verás cómo con este médico acabas levantándote.
La criada hacía coro repitiendo las palabras de Amador, hasta que él, aburrido, les pedía que se marchasen, y se iban apesadumbrados. Apretaba entonces la cara contra la almohada y lloraba.
Aquella misma tarde, el murmullo del agua bajo su ventana y la voz bronca de dos asturianos que bajaban cantando le habían hecho estremecerse, y, poco después, recordando el galope de sus caballos a la entrada del pueblo, imaginando las ancas tensas y poderosas, una embriaguez desconocida había estallado en su pecho, y por un instante, como si en su piel, en su carne, una nueva y maravillosa vida hubiese despertado, una ráfaga repentina de nuevas sensaciones le había envuelto, transformando la habitación, el aire, las mismas voces, sus manos, su cuerpo, dejándole transido.
El crujido del jergón en el cuarto contiguo le indicó que su padre tampoco dormía. Seguramente pensaba en él. Si antes le amaba ciegamente, ahora le detestaba. ¿Por qué le había mentido acerca de su enfermedad y de todas las cosas? Le había hecho creer que se curaría, y el tiempo pasaba y no llegaba mejoría ninguna.
Sentía tal anhelo de verdad, de no ser engañado, que de sus labios hubiera oído con gusto la sentencia a inmovilidad perpetua, pero nunca cesaba de repetir las mismas palabras: «Vas a curarte, vas a curarte, vas a curarte», y los médicos y la criada: «Paciencia, paciencia, paciencia», como si la paciencia fuera capaz de arreglar todos los males de este mundo.
El lunes, a la tarde, después de la boda, cuando las muchachas volvían de la comida a dormir un poco, antes del baile, había oído su conversación bajo la ventana. Por su costumbre de conocer a las personas en la voz supo en seguida quiénes eran: una hermana del novio, la pequeña de las hijas de Alfredo, y la tercera, la criada. Debieron creer que la ventana se hallaba cerrada, porque hablaban despreocupadamente en voz alta, riendo fuerte. Se habían divertido mucho y aún pensaban pasarlo mejor a la tarde. Hubo una serie de palabras y alusiones que no comprendió bien; luego la criada dijo:
—Menuda renta; me mea el colchón todos los días; en mi vida lavé tantos pañales como ahora.
Las tres rompieron a reír; una agobiante sensación de vergüenza le hizo enrojecer súbitamente, y de haber podido hubiera cerrado la ventana aun a riesgo de ser reconocido. De pronto cesaron las risas, oyó pasos en el huerto y a poco la voz de su padre preguntándoles si pensaban bailar mucho, luego. Le respondieron que hasta caer redondas, y había en sus palabras, a pesar de la broma, un tono de respeto que le llenó de amargura. Cuando entró en su cuarto y le contó lo que había oído, Amador le respondió que Carmen le quería mucho y que si había dicho aquello habría sido refiriéndose a otro muchacho, y no a él precisamente; pero él sabía de qué muchacho se trataba, y en su imaginación veía los ojos de la criada señalando su ventana. No, Carmen no le quería y su padre no decía verdad hablando así.
Vino a traerle la cena, y la observó atentamente, esperando algún gesto, alguna palabra que justificase las de antes, pero ella le colocó con cuidado la bandeja de la comida sobre la silla, y, como siempre, le animó a que comiera. La miraba con tal expresión de asombro que una vez le preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así? —y la voz era, como siempre, reposada, amable, cariñosa.
Aquella noche no cenó; le atenazaba una sombría tristeza; si todos le mentían, si le daban la espalda, ¿a quién dirigirse en su anhelo de amor, verdad y pureza?
***
Cuando el médico despertó, ya el sol, desde la cima de los montes, había bajado al pueblo. Se entretuvo pasando revista a los detalles de la alcoba; al suelo de pino, claro y leve, que se combaba un poco al pisar sobre él. Los listones estaban bien ajustados, pero los ruidos de abajo llegaban nítidos. Podía oír a Socorro en la cocina, y de haber un pequeño resquicio hasta la hubiese visto.
—¿Es muy tarde? —le preguntó.
—Ya hace un rato que da el sol en el pueblo.
—Ahora bajo.
Tendido aún, miró a través de la ventana el cielo azul lechoso, ligeramente cubierto. El sol se disolvía en brumas brillantes que daban al aire una rutilante claridad. Fijó los ojos en el muro blanco, ornado con una cenefa lila a un metro del suelo. Había una repisa de madera, pintada de ocre oscuro; todo limpio, como la mesilla de noche retorcida en barrocos detalles, con placa de mármol.
Se levantó; el agua estaba fresca en la palangana y notó que la cara le ardía después de secarse.
Entró en la cocina, abotonándose la camisa.
—¿Hace mucho que te levantaste?
—Un poco.
El café humeaba entre la hogaza de pan y un rollo amarillo intacto, de manteca. Socorro se había sentado al otro lado de la mesa. Allí la tenía, suya ahora; le pertenecía, y no había por qué atormentarse pensando en don Prudencio. Se entretuvo contemplándola mientras cortaba el pan, dejando resbalar sobre ella sus ojos como una prolongada caricia.
—Y tú, ¿desayunaste?
—Sí.
—¿Seguro?
—Nada más levantarme.
Dejó el pan sobre la mesa, y, al inclinarse, el sólido pecho acusó bajo el chal sus formas redondas. Aquello era la vida: la casa, aunque no aquélla; la casa, la mujer, los hijos…
Llamaron a la ventana. Socorro abrió y la cara de Isabel se recortó en ella. No hizo el menor gesto de asombro al verla allí; se limitó a preguntar:
—¿Está el médico?
—Sí, pasa.
Isabel dio vuelta por el corral y entró en la cocina.
—Buenos días, que aproveche.
—Gracias. ¿Está peor lo de la pierna?
—No, no le pasa nada. Dice que le prometió a usted una trucha y que si tiene libre la mañana va a buscar el aparejo.
El médico sabía bien de qué aparejo se trataba. Dudó; temía que los guardias le encontrasen con un hombre que manejaba una pistola sin licencia.
—¿Usted sabe qué trucha es?
—Me habló algo de eso el día de la cura… La chica se mostró preocupada.
—Pero ¿cómo quiere ir a pescarla en pleno día? Yo creo que mi padre no rige. No estará contento con lo de la otra noche.
Miró a Socorro, pero ésta no parecía haberse apercibido de sus palabras.
—¡Cuándo se secará este maldito río! —suspiró—. Todas nuestras desgracias nos vienen del vicio que tiene mi padre por las truchas.
—¡Mujer…! —exclamó Socorro.
—Sí, señor, vicio —gritó exasperada—; no me desdigo. Eso es un vicio. Ya verás el día que el guardián lo coja; nos va a poner una multa que no la levantamos en quince años. —Hizo una pausa para calmarse, y dirigiéndose al médico—: ¿Por qué no le dice usted algo? Dígale que ya no tiene edad para andarse metiendo en el agua, que le va a venir alguna enfermedad. A usted le hará caso.
—¿Tú crees?
—Si usted supiera cómo baja ese río en invierno… Da miedo, le juro que da miedo.
El médico apuró el último sorbo de café. Se justificó:
—No me va a hacer caso, pero vamos allá.
Se levantó, e Isabel le siguió hasta la puerta. Isabel parecía más animada.
—Si consiguiera convencerle… Métale miedo con alguna enfermedad.
Se volvió:
—Adiós, Socorro.
—Adiós.
El cielo, cubierto de nubes blancas, cenicientas, brillaba amenazador. El cuerpo se sentía atraído a la tierra, y hasta el caminar se hacía trabajoso.
—¡Qué bochorno!
—Es la nube. Va a haber tormenta.
Repentinamente rompió a llorar:
—Ya ve —decía con rabia—, el pan en la era, que nos lo va a coger el agua, y él se va a pescar. Dígame si no es ofender a Dios eso.
El médico no sabía qué decir para consolar a la muchacha. Al fin, secó sus lágrimas con el delantal, y cuando entraron en el corral desapareció en la casa apresuradamente.
—Qué; ¿tiene algo que hacer esta mañana? —preguntó Alfredo al médico.
Dudó un instante.
—No.
—Espere que acabe esta trilla; en cuanto echemos la siguiente, nos vamos.
—¿No sería mejor dejarlo para otro día?
—No puede ser.
—¿Por qué?
—¿Lo dice por los truenos?
—Claro; le va a coger todo este trigo en la era.
—¿Qué trigo?
—Éste.
Pasó la mano sobre las gavillas alineadas sobre la cerca.
—Eso es centeno.
Hubo un silencio. El médico se preguntó si Alfredo adivinaría su anterior conversación con la hija. Le molestó que pudiera conocer sus intenciones.
—Tenemos que ir hoy. Hay que ir un día nublado como éste.
—¿Es que no sale si no?
—Nos ve.
El girar de los caballos sobre la paja y el ruido de los cascos triturándola, levantaba un rumor continuo que hacía a los hombres hablar forzando la voz, casi gritando.
Sobre la cerca de la era vecina apareció la cabeza de Antón, luego sus brazos, y por fin, quedó apoyado en ella, como en el pretil de una ventana.
—Ésa no la coges tú.
Alfredo se volvió a mirar al nuevo interlocutor, pero no dijo palabra.
—Ese animal sabe más que todos nosotros juntos —se dirigió al médico—: Probaron a pescarla con caña y les escupió el anzuelo por tres veces.
—Es que con caña no hay quien la saque —apuntó Alfredo.
—¿Y qué? ¿No le echaron polvos de gas y cal y no sé cuántas cosas más? —se dirigió al médico de nuevo—: Cuando la guerra tiraron en el pozo una bomba de mano y creyeron que la habían matado, pero a la semana siguiente ya andaba otra vez por allí. Se conoce que se había escondido en alguna cueva de las del fondo. Los guardias también anduvieron tras ella —abrió la boca en un bostezo profundo—, el sargento le tiró dos veces con el máuser —se detuvo—. Bueno, voy a ver qué hace mi mujer.
Desapareció tras la tapia, al tiempo que un nuevo trueno retumbaba sobre la montaña. Alfredo miró al cielo.
—Esto es amagar y no dar —pero el aire estaba cargado de electricidad y los caballos no paraban en la trilla, relinchando sin cesar. Un gallo cantó a lo lejos sordamente, con un graznido seco y quejumbroso. Alfredo miraba a veces la nube rutilante. Dijo—: Ya está —y sacó con prisa los caballos. Llamó—: ¡Isabel…!
La muchacha vino corriendo, los ojos secos como si nada hubiera ocurrido.
—¿Qué quiere?
—Vamos a echar la otra trilla.
Entre las dos chicas y él pronto estuvo extendida.
—¡Hala! Meter los caballos. Tú, Consuelo, coge el ramal. Cuando se canse, te pones tú —se dirigía a Isabel—. Yo vengo en seguida.
Hizo una seña al médico, que contemplaba la operación sentado en la parte de la cerca que daba a la casa, y éste, mientras se bajaba, cruzó una mirada con Isabel dándole a entender que no podía hacer nada.
Salieron, cerrando cuidadosamente la cancela, y cruzaron el río hasta la fonda. Ver el pueblo de nuevo desde la otra orilla le produjo al médico la sensación de que su vida era como el primer día, antes de conocer a Socorro, don Prudencio y los otros, de que nunca se había movido de la fonda.
Su vida —pensaba— sólo tenía de común con el pueblo el primer día y el último: el día en que llegó por vez primera en el viejo coche de Pepe, para vivir solitario entre la mujer y los dos hermanos; y el último, el lunes anterior, cuando a la tarde, a la hora de las borracheras, igual que un ladrón, se había acercado a casa de don Prudencio a robarle la muchacha. Las semanas intermedias se disipaban y confundían en una serie de días calurosos, plenos de tedio, recuerdos y deseo.
Manolo le preguntó qué tal le iba en la otra casa. Le contestó que bien. Tampoco le hizo ninguna alusión a Socorro; únicamente la mujer le miraba y guardaba silencio. Le sostuvo la mirada un momento y luego fingió interesarse en la conversación de Alfredo. Aquellos ojos no le juzgaban; parecían tan sólo interrogarle desde una especie de prevención respetuosa.
Alfredo decía «el instrumento» cada vez que debía referirse a la pistola, acompañando la palabra de un tono jocoso, pero Manolo tardaba en decidirse; se hallaba confuso y miraba constantemente al médico en demanda de ayuda, y éste, pensando en el bochorno que les esperaba fuera y lo que tendrían que andar hasta el pontón, recordando a las dos muchachas en el círculo ardiente de los caballos, no podía disimular su mal humor.
Al fin, Manolo se decidió, rezongando:
—Esto me sale a mí caro, ya verás… —le dijo a su mujer inmóvil, pero hablando en realidad consigo mismo—. Como le cojan no hay quien nos quite veinte años de encima a cada uno.
—¡Qué me van a coger…!
—Mira que en días como este es cuando sube el guarda.
—¡Déjale que suba!
—Veremos —repuso Manolo sombrío—. Anda, tráela.
La mujer entró a buscarla.
El médico, viéndola obedecer, se dijo que debía guardar sus amonestaciones para cuando se encontrara a solas con el marido.
Sacó la pistola envuelta en un montón de papeles grasientos, colgando, apuntando al suelo desmañadamente, y la depositó sobre el mostrador.
—Aquí está.
Su gesto de reconvención entristeció a Manolo. Alfredo la ocultó bajo la camisa con los mismos papeles. Dijo al médico.
—Vamos.
Y salió, saludando al matrimonio. La mujer, fijos los ojos en la puerta, no respondió, y Manolo se limitó a repetir sus palabras:
—Hasta luego…
Salieron a la carretera, y sin cambiar una palabra, la enfilaron juntos cuesta abajo. Cruzaron ante las últimas casas y el médico no pudo menos que mirar al otro lado, la de don Prudencio. Parecía deshabitada; ni un destello de vida se percibía tras el balcón entornado. Estaba seguro de haber oído a la noche el ruido del auto, pero el viejo podía haber quedado en la capital a arreglar algún asunto.
Si estaba tan enfermo como la mujer de Manolo decía, era fácil que el especialista se decidiera a tenerle en observación. Estuvo a punto de preguntar a Alfredo si le había visto, pero prefirió seguir andando a su lado silenciosamente.
Llegando al segundo recodo de la carretera, Alfredo se desvió a la izquierda. Saltaron una tapia medio derruida, cubierta de alambre espinoso, y fueron a salir al antiguo camino: un sendero brotado de cardos, ancho como para dar paso a un carro, marcado por dos rodadas paralelas. Seguía junto a la carretera y a poco se desviaba hacia abajo, buscando el río. Siguieron descendiendo, y el río con ellos, hasta atravesar una trinchera en forma de «uve» agudísima, en cuyo fondo tronaba el agua. La tierra que pisaban era apenas ya una estrecha cornisa, cubierta a trechos por zarzas y cascos de pizarra. El médico evitaba mirar abajo, pero Alfredo andaba con poco cuidado, como quien va por terreno conocido, hasta que llegó al fondo y hubo que saltar sobre las grandes lávanas que el río arrastra, brillantes, cubiertas de verde limo. Allí el agua huía velozmente, entre ensordecedores remolinos de espuma, clamando entre las paredes. Por primera vez desde que salieran, Alfredo se volvió para hablar a su acompañante:
—¿Sabe cómo llaman a este sitio? —El médico negó con la cabeza—. Los infiernos… —y esbozó una sonrisa.
El agua seguía precipitándose a sus espaldas como una catarata. Olía a humedad, a limo, y un viento frío corría encañonado. Miró arriba; todo estaba oscuro como abajo, sólo una estrecha franja de cielo blanquecino.
Bajo el arco del pontón —un puente que aún se utilizaba a pesar de su ruina progresiva—, el agua se detenía girando en amplios círculos. Más allá, donde la garganta se abría y la pendiente era menos violenta, vio el médico tierras labradas en las mismas paredes, pequeñas parcelas de menos de cinco metros de anchura, prolongadas siguiendo la curva de los repechos hasta lugares inverosímiles.
—¿De quién son esas tierras?
—Del pueblo…
—Pero ¿dan algo?
—Algo se saca.
En una de ellas una vaca pastaba tranquilamente entre las patatas, al borde de la sima, a buena altura sobre ellos. El animal les miró sorprendido cuando aparecieron ante su hocico, como surgidos del abismo, y obedeciendo pausadamente a los gritos de Alfredo desapareció camino del pueblo.
—No es la primera que se mata aquí —comentó Alfredo—. Vienen huyendo del calor a comer la hoja de las patatas.
El médico no le escuchaba, contemplaba absorto aquel pedazo de tierra a sus pies, donde cuatro surcos pequeños y mezquinos, colgando sobre la negra muerte en la soledad de la garganta, obligaban a un hombre o a una mujer, o a un niño, a venir del pueblo a trabajarlos y cuidarlos el verano entero, quizá solamente para que los animales lo comieran.
—¿De quién es?
—¿Ésta? De Antonio.
—¿El que se casó ayer?
—El mismo.
—¿Y aquélla?
—De Antonio también.
—¿Todas son de Antonio?
—Los pobres se tienen que contentar con las peores.
El médico se dijo que era bien triste cosa ser pobre en un pueblo de pobres. Preguntó a Alfredo por qué Antonio no sacaba más dinero de la herrería.
—Sacar, saca; pero una buena tierra da en un verano lo que la herrería en tres años, y las que él tiene no valen nada. Además, son pequeñas; en dos días todo el pan que recoge lo tiene en casa.
—Buena le espera…
—¿Por qué? ¿Por casarse?
—Ya verá cuando empiecen a venir los críos. Más les valía no nacer…
—¿Por qué, hombre?
Alfredo se había vuelto y le miraba con firmeza, casi con rencor.
—Para pasar hambre y miseria toda su vida, para eso se casaron.
Las voces sonaban bajo el puente. El médico se inclinó sobre el agua y Alfredo le hizo enérgicas señas de que se apartara.
—¿Es aquí?
—Sí —replicó en voz baja.
El agua giraba mansamente, formando círculos de un color verdoso, transparente, casi negro, dejando en su centro una espiral de burbujas, residuos y blanca espuma.
—¿Qué profundidad tiene?
—No se sabe.
Alfredo se había colocado de tal modo que su cuerpo no proyectaba sombra sobre el agua. Al médico le sorprendió aquello, puesto que el día estaba nublado, pero supuso que la claridad del día sería suficiente y se apresuró a imitarle, tendiéndose sobre una de las lávanas. El pozo, visto a ras de agua, sólo su superficie, impresionaba menos, pero, de todos modos, pensando en Alfredo por aquellos parajes, en las noches sin luna del invierno, se estremeció y comprendió los sobresaltos de Isabel y Consuelo. Le vio observar atentamente el agua; tenía la pistola en la mano derecha, montándola con cuidado. Pasaba el tiempo y toda seguía igual: ambos pegados a las piedras junto al agua, tratando de penetrarla con la vista; el mismo ruido en los saltos, y los ecos bajo el puente. El médico se dio media vuelta y aunque notó en la espalda el frío de la piedra, estuvo un buen rato contemplando el cielo, más turbio que antes, y los estribos del puente cubiertos de musgo viejo y flores amarillas. Formaba un arco perfecto, y, a pesar de que sólo se conservaba el esqueleto, sus restos revelaban una construcción robusta y armoniosa de la que carecían los del pueblo. Era la única huella de la mano del hombre en aquel recodo solitario, sobre el pozo sombrío, como si el destino de ambos estuviese unido desde siempre.
Alfredo seguía inmóvil, la cabeza ligeramente alzada. Repentinamente se incorporó, y el médico, siguiendo la dirección de la pistola, creyó ver en el fondo una sombra alargada, como una negra rama enmohecida de las que arrastra la corriente.
La detonación le sobresaltó; vio a Alfredo incorporarse en un salto y, apuntando de nuevo, disparar otras dos veces, luego dejó caer los brazos con desaliento.
Cuando los ecos se hubieron apagado a lo largo del río, el médico le gritó:
—¿No le dio?
El otro se volvió desolado, negando con la cabeza. Estaba guardando el arma y miraba el agua cuando el médico se le reunió.
—Si le llego a dejar y sube un poco…
El médico deseaba salir del río cuanto antes; tenía en los oídos el ruido de las detonaciones y no comprendía cómo Alfredo esperaba que no las oyesen desde la carretera.
—A esa profundidad es muy difícil acertarle. El agua engaña mucho.
—¡Que si engaña!
—¿Nos vamos?
—¡Qué remedio! Hasta dentro de una semana no vuelve a salir.
Empezó a llover. El río parecía hervir en minúsculas burbujas. Treparon aprisa para alcanzar la carretera, pero a media pendiente la lluvia arreció, amenazando calarles por completo. Alfredo maldijo varias veces.
—Hay que esperar a que escampe. Vamos debajo del pontón.
El médico, contrariado, accedió y ambos se guarecieron bajo el arco. El agua se había enturbiado más aún. Alfredo aseguró que debía llover mucho en la sierra. Los truenos se sucedían, prolongando su estrépito sobre las nubes, y un grato olor a tierra húmeda se esparcía en el aire. El médico pensó: «ozono», y dejó vagar la mirada por las juntas de piedra verdinegra.
***
La difusa claridad que acompaña a la lluvia invadió suavemente el corral, al tiempo que el rumor de la lluvia hacía salir a Amparo. Miró el cielo y calculó que tendrían lluvia para una hora. Por el puerto venían las nubes cargadas, pero al sur, más allá del tren, sobre la Ribera, el cielo aparecía despejado y el sol debía quemar como todos los días. Vio a Manolo salir al soportal de la fonda, mirando también el cielo y quedar en el quicio, respirando con placer el aire fresco y oloroso. En las eras, los otros vecinos, con las ropas caladas, brillantes las caras y los negros brazos, se afanaban cubriendo con mantas y pedazos de hule los montones de grano y las gavillas aún sin trillar. Las muchachas corrían apresurándose, bañándose con voluptuosidad en la líquida cortina que se volcaba de las nubes. Los niños, bajo los carros, miraban a los mayores y reían, gritando, como si la embriaguez del agua se les hubiese contagiado.
Y el agua seguía barriendo la tierra, formando torrentes en el polvo, hinchando los arroyos del monte que repentinamente saltaron a la carretera precipitándose en el río.
La hermana pequeña de Antonio cruzó a horcajadas sobre un caballo, envuelta en una manta hasta la cabeza.
—¿Se bajaron?
—Sí. Se conoce que se asustaron con la tormenta.
—¿Dónde estaban?
—En la carretera había unos cuantos. Cinco o seis.
—¿Viste si estaba el mío?
—Me parece que sí. Vete a buscarle, que ya puso hoy tres multas Amador.
Seguía cayendo agua y la chica se impacientaba. El caballo volvía de vez en cuando la cabeza para oler su cuerpo mojado, reluciente, donde cada mechón colgaba vertical, puntiagudo, soltando una gota de agua turbia.
—¡Oye! —la otra se alejaba.
—¿Qué?
—Avísame cuando vayas a subirle.
Tuvo que salir un poco para que la otra la oyera.
—¡Cómo llueve…!
—¡Agua, Dios!
Se apagó el ruido de los cascos y Amparo entró en la casa. De la alcoba llegó la voz de la madre:
—Amparo…
—¿Qué quiere?
—¿Qué pasa, hija?
—Nada; el caballo, que se bajó del monte.
—¿Dónde?
—Con los otros en la carretera.
—Anda, vete por él, hija. Bastante tenemos para que nos echen una multa encima.
Cogió el ramal y se fue a la puerta a esperar que la tormenta aflojara. La lluvia la sumergía en una melancólica ingravidez. Al contrario que los demás, liberados por unas horas del calor, aguardando en los portales, impacientes por volver al trabajo, ella miraba las ráfagas que en el firmamento se sucedían con una mirada reposada, tranquila. Al otro lado del río, en la carretera, una bandada de chicos surgió repentinamente de los ciruelos de Martín. La mujer salió a la puerta y gritando les amenazó con el puño. Oyó sus gritos, aunque no pudo entender lo que decían. Los chicos, viendo que no les seguían, se detuvieron un momento y reanudaron la marcha más despacio.
La mayoría iban descalzos bajo la lluvia, pero incluso los que llevaban alpargatas no se cuidaban de evitar los charcos. Se repartían la fruta, riendo satisfechos.
La voz de la madre intentó sacarla nuevamente de sus pensamientos, pero Amparo hizo como si no la oyese, hasta que la vieja acabó por cansarse y enmudeció. Las nubes plomizas agitaban por igual su cuerpo y su espíritu; como si la estación hubiera cambiado en unas horas, se sentía extraña al paisaje, ajena a sí misma, contemplando la carretera que se perdía hacia los puertos. Él, despidiéndose, había prometido que volvería, pero aquellas palabras apresuradas, a media voz, rozando apenas los labios, perdían valor a medida que el tiempo transcurría; pronto iban a terminar borrándose con el recuerdo, quedando en lo que verdaderamente eran: la promesa gratuita de un momento.
El mundo valía poco. Trabajar, trabajar siempre en invierno y en otoño, ver desde la cosecha, desde la cocina, en la era, cómo la vida transcurría; oír a los chicos perseguirse, correr, tirándose a la cara los frutos verdes del verano. Se estremeció. Un día Antonio le había preguntado como a las otras muchachas:
—¿Qué, cuándo te casas?
Y ella le había respondido:
—Yo ya estoy muy vista.
Y en aquel momento, algo como un orgullo placentero se había alzado en su corazón. Pero cuando, a la noche, quedaba sola en la cocina, su soledad la asaltaba sin piedad en la voz monótona de la vieja.
—¿Amparo?
—¿Qué…?
—¿Estás ahí?
—Sí, ¿qué quiere?
—Nada; quería saber si estabas.
Año tras año. A la noche se acostaba maltrecha, cansada, sin saber contra qué o contra quién rebelarse, luego de moverse hora tras hora todo el día, como el asno en la noria, en torno a un provecho que no acababa de ver claro. También ella había corrido bajo la lluvia, arrojando ciruelas verdes a los chicos; el mismo Antonio, que ahora acababa de casarse, le había pegado una vez que la pilló pelando los árboles de su padre, pero de ello hacía tanto tiempo que sólo lo recordaba confusamente. Lo que sí tenía grabado en la memoria era la marcha del padre cuando la guerra. Él también había dicho que no tardaría en volver, y quedó allá. Unos habían muerto en el frente, otros vinieron heridos, mutilados, o tan vivos como se fueron; pero de su padre nada habían vuelto a saber; lo único que pudieron averiguar por los que allí le habían visto, es que le hirieron en un bombardeo en el sitio de Oviedo. Recordaba el día que su madre se metió en la cama, inmóvil para siempre, y el tiempo de su niñez, cuando se vio obligada a madurar en unos meses, como las manzanas que los chicos entierran en el trigo. Se acabaron los juegos, empezó la rueda. Girar, girar… ¿para qué? Su madre le hablaba desde la cama, en tanto ella iba y venía con el carro, con el trillo, abonando en el caballo, sembrando para recoger como los demás hacían, sin salir de la rueda, sin apartarse un ápice de la voz que desde la cocina la llamaba.
La lluvia disminuía y con el ramal al hombro salió. Apresuró el paso amparando el rostro bajo la toquilla. De la tierra, donde el polvo se había solidificado en enrevesados laberintos, subía un hálito de vida y calor que Amparo sentía filtrarse en todo su cuerpo. De nuevo una sensación de vacío la estremeció, un oscuro vértigo agitó sus entrañas y se lanzó a correr, dejando atrás las casas hasta llegar al puente, cruzando éste para detenerse tan sólo fuera del pueblo, más allá de la herrería. Estaba calada toda, pero se sentía más tranquila bajo el viento templado, junto al rumor de los juncos del río. Prosiguió más despacio y vio brillar, pocos metros ante ella, los caballos inmóviles, pastando. Dos de ellos alzaron la cabeza cuando se acercó, mirándola largamente, casi con dulzura, y una de las yeguas huyó a saltos, las manos presas por la manea, salpicando barro por la cuneta.
Cuando volvía, Pilar la llamó desde la ventana de su cocina.
—Ahora vuelvo. Voy a dejar el caballo en la cuadra.
Sin oírla apenas, sabía a qué se refería. El pan de una semana estará esperando en el horno y era preciso recogerlo. La gente solía hablar mal de Pilar; la llamaban usurera, asegurando que prestaba dinero a interés elevado, y que había apelado varias veces a los tribunales.
—No lo hago por el dinero, que bien poco es —afirmaba a menudo—, sino porque no se rían de mí.
Pero a Amparo le cocía el pan y, a veces, en días de apuro, hasta se lo amasaba. La gente podía decir lo que quisiera, pero, a fin de cuentas, se trataba de su dinero y ella no llamaba a nadie, y los que venían a pedírselo ya sabían a qué se obligaban. Después de la guerra había regalado al pueblo el san Antonio que colocaban en la iglesia para las misas.
***
De vuelta, a medio camino, se cruzaron con uno de los vecinos que se llamaba Pepe, como el hermano de Manolo.
—¿Dónde la llevas?
Pepe dejó pasar la vaca que conducía tras sí, y el animal fue a husmear entre las zarzas de la cuneta.
—Como sea la gripe, estoy listo.
Miraron la pata mala, y el médico, por curiosidad, se acercó. El casco estaba desprendido a medias.
—A ver qué te dice…
—Ya el año pasado la tuvimos aquí. —Alfredo hablaba al médico con gesto preocupado.
—¿Y tú crees que va aguantar hasta allá?
—¡Qué remedio le queda!
Se fue alejando mientras hablaba. Dio una palmada en el anca del animal y éste se movió pesada, dolorosamente, basculando.
Cuando Pepe desapareció, preguntó el médico:
—¿La lleva al veterinario?
Pero Alfredo, que seguía pensando en la amenaza de la epidemia, comenzó a lamentarse:
—Si usted viera a los pobres animales cómo se quedan… No se les puede hacer trabajar porque tienen las pezuñas en carne viva, y la leche que dan está echada a perder.
El médico repitió la pregunta.
—Sí, al veterinario —respondió Alfredo.
—Como tenga eso que dice, va a contagiar al otro pueblo.
—La gripe siempre viene de abajo. Si el animal está malo, seguro que ya la tienen allí.
—Pero, de todos modos, ¿por qué no sube el veterinario?
Alfredo se encogió de hombros.
—Aquí nunca sube.
—¿Le llamasteis alguna vez?
—¿Para qué? No iba a subir…
Hicieron un silencio. Alfredo, sumido en sus pensamientos, había olvidado la trucha y hasta la pistola que, maquinalmente, seguía apretando contra su pecho. De pronto se volvió al médico, como hacía cada vez que quería echar fuera algo que maduraba en su cabeza largo tiempo.
—¿Sabe qué decía mi padre?
—No sé.
—Pues decía que ustedes, los de las capitales, se pasan la vida estudiando para, luego, venir a sacarnos el dinero a los pobres.
El médico rió.
—Ahora es al revés.
—¡Ca!, no lo crea. Claro que no van a estudiar una carrera para, luego, no sacar provecho —buscó en su bolsillo la navaja y, apartándose un momento, cortó un mimbre que se entretuvo en mondar—. De todos modos, con una carrera no venía a meterme yo aquí —y señaló con un ademán las dos cadenas de montañas, flanqueando el pueblo.
—¿O es que le gusta esto?
El médico había enmudecido.
—No sé —respondió al cabo—, no lo sé aún.
—El otro médico, el que estuvo aquí antes que usted, no paró más que un año. Maldito el caso que nos hacía; se pasaba el día estudiando. Menuda armó su mujer cuando sacó plaza en el hospital…
—Don Julián —apuntó el médico, tal vez por decir algo.
—¿Usted no se prepara para nada de eso?
El médico comprendió la pregunta que el otro le dirigía bajo aquellas palabras, pero él mismo no sabía aún si quedaría allí un año o dos o toda la vida, porque era pronto para sentirse a gusto o no, para odiar o amar aquel pueblo.
Vieron a Antón que en la puerta de su casa despedía a dos mujeres: una, entrada en años; la otra, joven todavía, cargando sacos a la espalda. Alfredo contó que venían todos los años, pidiendo fríjoles, patatas o lo que les quisieran dar. Unas veces decían que un incendio les había quemado el pueblo; otras, que la nube había arrasado sus cosechas.
—Cada año vienen con un cuento distinto.
—¿Y les dan algo?
—Sí… —alzó los hombros como diciendo: «Qué remedio»—. Así están todo el verano. No crea que vienen sólo a este pueblo. Cuando acaban en un sitio, venden todo lo que reunieron y se van con el saco vacío a llenarlo al siguiente. Aquí, casi siempre se lo compra Antón.
Las dos mujeres se habían detenido ante la casa de Pilar. Tras unas dudas cruzaron el corral y llamaron en el postigo de la puerta. Una voz plañidera, vacilante, clamó:
—¡Ave María Purísima!
Nadie respondió. El médico y Alfredo se habían detenido fuera. La voz volvió a lamentarse:
—¡Ave María Purísima!
En el lado opuesto del corral apareció Pilar, los brazos desnudos, blancos de harina.
—¿Qué quieren, hermanas? Sin pecado concebida…
Como si un gastado disco de gramófono hubiera empezado a girar repentinamente, así surgió la triste melopea de todos los años:
—Dios la libre, hermana, del pedrisco, de la muerte del padre, que le dé muchos hijos y fortuna para criarlos y verlos mayorcitos a todos. Venimos de Pandiello, que cayó la nube y nos dejó sin cosechas este año y no tenemos qué comer, y los hijitos se nos mueren de hambre. Compadézcase, señora, que usted es rica y nosotras pobres, y no tenemos ni cama para dormir, ni pan que llevarnos a la boca…
Sus ojos, inmóviles, miraban al infinito, más allá de los de Pilar, que las contemplaba. Tenían torcido el gesto en un ademán de tristeza, y la cabeza ligeramente inclinada. Alfredo las miraba con atención también, y, a pesar de las palabras de antes, se adivinaba una cierta pesadumbre en su expresión. Pilar vino con el delantal repleto de patatas nuevas, pequeñas y rosadas, que fueron a parar a los sacos. Inmediatamente, el disco volvió a girar, aunque ahora se entendía menos lo que hablaban, a medida que se perdían en el corral de la casa de al lado.
Alfredo pareció despertar.
—De todos modos, bastante desgracia es… Anduvieron unos pasos, antes que la voz de Pilar les llamara a sus espaldas:
—¿No quieren entrar un poquito?
El médico dudó, pero ya Alfredo estaba dentro y no tuvo más remedio que darse por aludido y acompañarle. Pilar le decía desde la puerta:
—No sabía que íbamos a ser vecinos. Al fin se decidió a venirse a vivir a este lado. ¡Como que a este lado estamos los buenos! —se volvió a Alfredo—. ¿Verdad, Alfredo?
Alfredo alzó la mirada del vino que caía en su vaso y confirmó:
—Verdad, verdad, los buenos…
Pasaron a la bodega. Del techo pendían ristras de ajos, cecina y pimientos. Se estaba fresco allí, aunque en la pared del fondo el horno ardiese al rojo. Olía a vino y a la pez de los pellejos. Pilar trajo una silla para el médico, en tanto Alfredo, siempre con el vaso en la mano, sacó el envoltorio con la pistola y, colocándolo a un lado, se fue a sentar en el arca.
—¿Qué tal se dio? —Era la voz de Amparo, inmóvil, a la boca del horno.
—Mal…
—¿No estaba?
Pilar interrogaba al médico, pero éste no se dio por aludido, y respondió Alfredo otra vez:
—Sí, la vimos.
El médico alzó la vista y la mirada de Pilar le produjo desazón, porque también él, en aquel momento, pensaba en Socorro. Los ojos de la mujer le examinaban con atención, como antes la mujer de Manolo. Parecía como si procediera a una investigación, a una tasación impertinente de sus valores personales, y en vista de ello se levantó, acercándose a ver cómo cocían el pan.
—No vaya ahí, hace mucho calor.
Las raíces secas crepitaban en la lumbre, alzando un humo gris, de olor acre, que se filtraba por las junturas de los ladrillos. En el interior, las paredes brillaban de un barniz negro como carbón, teñido de reflejos rojos, cada vez que Amparo avivaba el fuego con el fuelle.
—Espere que encienda unas cimas, así no se ve nada.
Las hogazas, sin color aún, yacían en el suelo de barro.
—¿No ha visto nunca cocer el pan?
La voz pendía justo sobre su espalda; no quiso volverse por no encontrar la cara de Pilar tan cerca.
—No.
Siguió mirando cómo el ramo se extinguía. Se incorporó, pero ya la mujer se hallaba de nuevo charlando con Alfredo.
—¿Podría ir usted un día a ver a su madre?
El horno estaba otra vez a oscuras. Amparo tuvo que repetir la pregunta.
—¿Cómo dices?
—Que si podría pasar por casa un día para que viera a mi madre. Es muy vieja ya, pero —dudó un momento— si le viera por allí se animaría.
—Bueno, iré un día de estos —repuso.
—Mire —prosiguió, animada por la actitud del médico—, a don Julián no me atreví a decirle nada porque ya sabe usted cómo era. Decía que no tenía arreglo, que el tiempo que durara, eso saldría ganando. Yo no creo que se pueda poner bien del todo —su voz adquirió matices sombríos—, pero una persona no es un animal para dejarla morir de esa manera.
No habló más. El médico le prometió de nuevo que iría en aquella semana, y ella se dedicó a cuidar las hogazas, avivando el fuego.
También Socorro se debía afanar en aquellos momentos ante un fuego semejante. Se despidió.
—¡Qué pronto se marcha! —protestó Pilar—. A ver si otro día tenemos más suerte y se queda usted más tiempo.
Prometió que volvería. Fuera se respiraba a gusto. Aunque el sol lucía ya en lo alto, el ambiente se había descargado. Se dirigió, sin prisas, a la casa nueva y, por curiosidad, levantó con la punta del pie un profundo guijarro clavado en el suelo. Vio su lecho amarillo donde la humedad no había calado; Alfredo había dicho a la vuelta que esa lluvia no era nada, que tendría que estar una semana entera lloviendo, y en verano nunca caía tan seguido. Subió la escalera sin llamar y encontró en la cocina a Socorro, que, al verle, se sobresaltó.
—¡Qué susto me diste!
—¿En qué pensabas?
Parecía no haberse movido desde que la dejó en el desayuno. Respondió:
—En nada.
Quizá fuese siempre así. De nuevo le preguntó:
—¿Qué te pasa?
—De veras que no tengo nada…
Ya el tono había vuelto a ser normal, casi alegre, y era el médico quien se mostraba taciturno.
Comieron en silencio; más tarde, durante la siesta, ella preguntó:
—¿Te dijeron algo?
—¿De qué? No, ¿y a ti?
—Aún no he salido.
—¿Era eso lo que te preocupaba antes?
No contestó. Tenía la mirada perdida en las maderas del techo. Dentro había vuelto el calor, más agobiante aún después del respiro de la lluvia. Las ventanas entornadas, la luz del sol pasaba rutilante, en delgadas franjas, a través de las rendijas.
—¿Y la casa?
—La casa está cerrada.
El médico giró sobre sí, y tomando entre sus manos el brazo de la muchacha lo fue besando a lo largo de la vena tibia y azul, y cuando, al final, apretó sus labios en la piel áspera y oscura de la palma, ésta se crispó un instante para abandonarse luego a la caricia de la boca.
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