El remanso reflejaba ondulados los cuerpos amarillos de los chicos. Desnudos, fláccido el buche encogido, sentados sobre los pies, como pálidos monos, contemplaban el agua metiendo, de cuando en cuando, un pie en ella, para tornar, inmóviles de nuevo, los brazos en torno al pecho, abrazados a sí mismos. Los compañeros, desde abajo, gritaban:
—¡Está muy buena, está muy buena!
Cruzaban de una orilla a otra, entre remolinos de espuma. Nadaban como perros, alzando la cabeza, vertical, sobre el agua, palmeándola con pies y manos. El mayor de todos lo hacía mejor y más rápidamente. Sólo su cabeza asomaba en el remolino y, un poco atrás, la pierna, alzándose con precisión de péndulo, hundiéndose con un golpe seco y profundo.
—¡Cógele, cógele!
La pierna subió más velozmente, y el cuerpo desapareció entre dos aguas. De pronto, del torbellino, surgieron dos largos brazos levantando en el aire a uno de los pequeños monos que tomaban el sol en la orilla.
—¡Ahora, ahora no se escapa!
Pataleaba, lloriqueando, y cuando se lo puso sobre los riñones se abrazó a su cuello desesperadamente.
—¡Que me ahogas, chico!
Otro de los pequeños, temiendo las bromas de los mayores, apretó a correr, desnudo, por la carretera, tapándose con una mano, y sujetando con la otra la ropa.
—¡Mirad, mirad!
—¡Ahí va, ahí va! ¡Cógele, cógele!
Se volvía a mirar cada vez que oía las voces tras de sí, y cuando los otros le amenazaban seguía corriendo y llorando hasta que, considerándose a salvo, se metió en la fragua. Olvidado éste, todos salieron del agua para contemplar al que cabalgaba a espaldas del mayor y reír a gusto. Tenían los ojos llenos de lágrimas. Gritaban:
—¡Que te ahogas, que te ahogas, chico, agárrate!
Y él se asía cada vez con más fuerza. En cuanto vio que podía hacer pie, saltó al agua y corrió, entre risas y salpicaduras, hasta la orilla. Igual que el otro, no paró hasta la carretera, y una vez allí se volvió para injuriar al que le había bañado, pero éste reía también, sin oír sus palabras. Entonces el pequeño mono chilló más fuerte, injuriando también a su padre y a su madre.
El grande miró a su alrededor y vio que los otros habían enmudecido.
—Oye, que está mentando a tu madre…
Trabajosamente, porque sabía que no llevaba razón, se fue a la carretera dispuesto a asustarle un poco para que se callase, pero allí el otro se sentía seguro sin el agua a sus pies, y le amenazó con una piedra. Le sujetó el brazo, empujándole a un lado, pero ya los compañeros le gritaban de nuevo:
—¡Déjale, déjale ya!
—¡Déjale! ¿No ves que es más pequeño?
Venía ruido de cascos por la carretera, y todos se asomaron. Aparecieron tres asturianos a caballo.
—¿Qué pueblo es éste?
Los chicos les miraron cazurramente. Eran caballos pequeños y cabezones, del color de las cabras. No debían haber descansado en todo el día porque venían agotados. Los tres hombres preguntaron si había fonda en el pueblo, y, echando pie a tierra, ataron los animales y se asomaron al pretil del puente.
—¿Cuánto cubre?
—Dos o tres metros.
El mayor dijo:
—Más.
—Si te echo una perra ahí, ¿la coges?
Se encogió de hombros, sonriendo a medias. Los compañeros le animaban, tiritando como él.
—Bueno, tírela…
La moneda revoloteó en el aire, desapareciendo bajo el agua. La vieron descender en un lento vaivén hasta quedar inmóvil brillando en el fondo. Los chicos se apelotaron, señalándola vivamente; hasta los dos pequeños, que antes habían huido, estaban allí gritando:
—¡Mírala, mírala!
—¡Qué bien se la ve ahora!
El mayor se santiguó a toda velocidad, y desde la peña, inclinado sobre la superficie, miró la moneda, dejando que el cuerpo se venciese, por su propio peso, sobre la corriente.
Parecía clavado en el fondo, las piernas agitándose, verticales, entre el limo desprendido del fondo. Por fin se dejó flotar y nadó hasta la orilla, pero antes de incorporarse sacó el puño.
—¡La cogió, la cogió, la tiene!
Se detuvo, anhelante, y la enseñó.
—¡Ahí va otra!
La segunda cayó plana, con un ligero chasquido al dar en el agua.
Se subió a la piedra de nuevo para ver con claridad dónde estaba, y la sacó también. Así sacó cerca de una peseta, en monedas grandes y chicas, hasta que los asturianos se cansaron, y uno bajo, de brazos musculosos y peludos, que sujetaba sus pantalones con una corbata mugrienta, dijo:
—Vamos, ya está bien.
—¿Qué hacemos; vamos a la fonda?
Los chicos les mostraron dónde estaba, y desatando los caballos se alejaron. El más viejo de los tres, entornando sus pequeños ojos azules, musitó:
—En este pueblo ha de haber buen vino.
Manolo lanzó una mirada, desde el mostrador, a los tres compadres, en tanto se apeaban, y esperó a que entrasen.
—Buenas tardes, jefe.
—Buenas tardes.
Antón levantó los ojos del periódico que leía, y también contestó al saludo. El que antes había hablado se acercó a Manolo.
—Qué, ¿no me recuerda, jefe?
—Sí —replicó Manolo sin gran entusiasmo—. De Felechosa, ¿no?
—Justo.
Dejaron las mantas y los sacos vacíos tras la puerta, sobre uno de los bancos.
—¿Qué hay de nuevo por aquí?
—Poca cosa…
—¿Nos saca unos vasines?
—¡Qué vasines, tú! ¡Un par de jarras! ¿Como cuánto hacen esas jarras, jefe?
—Unos dos litros.
—Está bien; valen ésas.
Llenaron la primera ronda, invitando a Antón y Pepe, que rehusó, entrando en la cocina.
—¿Vienen de Felechosa? —preguntó Antón.
—De más acá.
—De tanto ir y venir, como que somos de aquí —dijo el viejo.
El de los brazos peludos pasó un brazo por el cuello del tercero y, en voz muy baja, preludiaron una canción.
—La primera vez que pasé yo el puerto fue nada más empezar la guerra.
—¿Hizo la guerra allá en Asturias?
—Por allí estuve año y medio. —Antón apuró su vaso—. Cuando salí de aquí hablaba en cristiano, pero según iba pasando pueblos se me iba pegando el deje, y cuando llegué al frente me entendía con todos, y eso que eran recién salidos de la mina.
—Tampoco hablaban tan mal —apuntó Manolo.
—¡Hombre, ya lo sé!; pero yo me entendía con ellos como si no hubiera estado en otro sitio en toda mi vida. Conmigo estaba uno de Villamayor que tiene ahora un negocio de transportes en Sama.
—Éste es de allí.
El que llamaba «jefe» a Manolo dio con el codo al de los ojos azules.
—¿De Sama?
—De Villamayor.
Tenía una voz profunda y soñolienta. Hablaba con trabajo, con tono tolerante, alargando las sílabas primeras de las palabras.
—¿Conoces a este que te digo?
Continuó como si nadie le hubiese preguntado nada. Los demás prestaban poca atención; habían agotado la primera jarra y ya iban con la segunda. Pidieron dos latas de sardinas, y, mientras Manolo iba a buscarlas, Antón continuó:
—Empezó con un camión y ahora ya tiene cuatro o cinco.
El silencioso abrió la boca.
—Los tiene su primo.
—¿Pero le conoces o no?
—A su primo.
—¿Y a él?
—A él, no; se mató hace dos años, creo, bajando de Collanzo.
—¡Lástima!, porque era listo como un rayo. ¿Sabéis cómo empezó el negocio? En Oviedo le hirieron en una pierna y se tuvo que marchar a casa.
—¿Cuándo fue eso?
—Cuando la retirada…
Volvió Manolo con las latas en la mano y una hogaza bajo el brazo.
—¿Sirven éstas?
—Valen, valen. Ábralas, si tiene por ahí una llave.
—Cuando la retirada, todo lo que quedaba inútil lo iban dejando en la cuneta: camiones, coches pequeños, bicicletas, todo. Tal que una moto partía un piñón, pues ¡al río con ella! Después de la guerra sacaron mucha chatarra. Los camiones los quemaban, les daban unos tiros en el depósito y prendían fuego a la gasolina —se detuvo a apurar su vaso—. ¡Bueno!, cuando era un camión grande le echaban unos bidones por encima.
Los tres compadres escuchaban, asintiendo cada vez que Antón les miraba. Manolo abrió las latas y las colocó sobre el mostrador, junto a la hogaza.
—Y los que tiraron al río…
—Sí, señor, también tiraron algunos al río —hizo una pausa y cruzó las piernas a una postura más cómoda, dando una chupada al cigarro—. Pues éste, Cecilio se llamaba, si no recuerdo mal, salió un día de su casa y se encontró a la puerta con uno nuevecito —se entusiasmó repentinamente—. ¡Pero nuevo del todo!
—¿Un qué?
—Un camión, hombre, un camión.
El viejo entreabrió los ojos y bostezó.
—Estaba casi nuevo; lo acababan de requisar, no hacía ni dos meses, a uno que lo tenía escondido. Este Cecilio salió y le dijo al chófer: «¡Eh, compañero! ¿Qué te pasa?», y el chófer le preguntó quién podría por allí hacerle una chapuza, pero ¡qué chapuza ni qué historias si tenía el palier roto! Le contestó: «Compañero, como no te traigan un palier nuevo te haces viejo en este pueblo». Entonces le preguntó a cuánto de allí estaba el control. Estaba a unos treinta kilómetros —estalló en un golpe de risa—. ¡No quieras saber cómo se puso el tío! Empezó a soltar injurias que no paraba. Creo que decía: «¿Y tú crees que me voy a andar treinta kilómetros con el palier a cuestas como un burro?», y sacó la pistola. Entonces, éste se dio cuenta de que iba a quemarlo y le ofreció la burra para que trajese el palier si quería.
—La burra por el carro, ¡menudo cambio! —dijo Pepe, que, oyendo hablar de camiones, había salido de la cocina.
—El otro dudaba todavía y le tuvo que invitar a unos blancos. Total: que a la media hora el chófer se marchaba con la burra, y… ¡hasta ahora!
Los demás no le entendieron; miraron un instante y se volvieron a Antón.
—¿Cómo hasta ahora? —preguntó el velludo.
—Pues que se quedó con el coche. Él sabía que los nacionales venían apretando por abajo y que el control ya no estaba allí, y que si el chófer se andaba los treinta kilómetros no iba a pensar en volverse. Los nacionales pasaron de prisa, y cuando las cosas se fueron calmando, limó los números del motor y puso una chapa vieja en la matrícula, para que se lo hicieran matricular de nuevo —se incorporó en el asiento, estirando las piernas antes de ponerse en pie—. Y ahí le tenéis, ganando más dinero que un torero. Bueno…, lo ganaba, si es que dice éste que ha muerto.
Se estiró, bostezando ruidosamente. Manolo miró por la ventana y le hizo una seña con la cabeza. A poco apareció su mujer en la puerta.
—¿Ha venido Antón por aquí?
—Vino hace un poco, pero se marchó en seguida.
Le miró con rencor. Siempre la misma historia. Se figuraba que estaba allí, pero no podía entrar a buscarle.
Los tres compadres la miraron divertidos.
—¿A quién buscas, paisana?
Ella no les contestó, retirándose.
—¿Buscaba al amigo?
Manolo asintió con la cabeza. En su cara se veía que aquella clase de asuntos no le gustaban; maquinalmente dio unos golpes en la puerta de la cocina, y volvió al mostrador sin mirar si salía Antón o no. Éste apareció en el quicio.
—¿Se fue?
—Por la carretera va.
El compadre más joven reía a sus anchas.
—¡Compañero, cómo le cuida su costilla; hasta a buscarle viene para que no se pierda!
Antón fingió no oírle.
—Ya ves —se dirigía a Manolo—, ahora mismo iba a acercarme hasta casa de don Prudencio.
—¿Para qué?
—Para que me dé una carta para su médico.
—¿La vas a llevar a que la vea?
—¡Claro, hombre! —hizo un gesto de pena—. ¡Las cosas que yo haría si me dejara en paz!; pero anda siempre arreándome… —se asomó con cuidado a la puerta—. Bueno, voy a ver qué me dice el viejo.
—Mal día has ido a escoger.
—¿Por qué; por lo de Socorro? Veremos qué tal está. Hasta luego.
Los asturianos habían perdido interés por lo que los otros hablaban. La segunda jarra también había desaparecido, y el mundo se reducía al pan, al vino, y a Asturias. Tenían la cara congestionada, los nervios tensos con el esfuerzo de las canciones.
Fuera, oscurecía. Sólo una mancha leve de sol quedaba en lo alto de los montes, y por el puerto comenzaba a bajar el cierzo en rachas blancas. Manolo dio vuelta a la llave de la luz. «No hay», se dijo, y prendió el carburo.
Entró Baltasar.
—¿Terminaste?
—Terminé por hoy…
Parecía agotado. A la luz blanca de la mecha, su cara, en la que la nariz, afilada como una quilla, parecía ir a romper la piel tensa y fina, semejaba blanco mármol. Bebió un sorbo y preguntó por los asturianos.
—¿Quiénes son?
—De Felechosa.
Las voces retumbaban:
El año sesenta y ocho
era nueva esta tonada;
la cantaban los vaqueros
de Caniella a Vegarada.
—Oiga, jefe —era el que más sereno estaba—, ¿no tendría por ahí tres camas para esta noche? —sabía en qué acabaría aquello y aprovechaba el momento para arreglar lo de la cama antes de la borrachera final.
El de los brazos peludos se encaró con Baltasar, los ojos brillantes y una afectada seriedad en los ademanes:
—Y usted, amigo, ¿no nos acompaña?
Señaló las nuevas jarras sobre la mesa.
—Estoy bebiendo.
Alzó el jarro.
—Una copa no hace daño a nadie.
Baltasar dijo:
—No.
Y continuó inmóvil.
—Hombre, no nos va a hacer ese desprecio.
—Iremos…
Manolo salió tras el mostrador y fue a sentarse también con ellos.
—Éste canta bien —dijo por Baltasar.
Baltasar tosió levemente y cantó. La voz subía suave hasta alcanzar el tono más alto, modulando las palabras, cortándolas cada vez que se ahogaba. La mujer de Manolo salió de la trastienda y escuchó en silencio, con respeto.
¡Adiós, mundo engañador;
de ti me voy despidiendo
pues la vida lo permite
y te voy aborreciendo…!
La bombilla se iluminó tenuemente y Manolo apagó el carburo. Quedó la habitación envuelta en una claridad amarillenta y triste. La ventana estaba negra ya; era noche cerrada y, aún por salir la luna, sólo la luz de la cantina iluminaba la carretera. Corría un hilo de aire fresco.
Baltasar quedó silencioso, recuperando la respiración anhelante. Le hicieron beber una copa de coñac y sus ojos se animaron.
Voy a llevarte a la mina
y a enseñarte el colaeru
y verás la triste vida
que arrastra el pobre mineru…
Apoyó la cabeza en la pared y miró el techo, serio y transido, como un Cristo en la agonía. En sus buenos tiempos fue el mejor cantor de los cinco Ayuntamientos; ni en Asturias ni en León hubo nadie que le aventajara, pero ahora le fallaban los pulmones y cada vez que se le quebraba la voz tenía que cambiar el tono.
—Ahora está malo —musitó Manolo al oído del más joven de los compadres—, pero había que oírle hace tres años.
… y después de haber entrau
y haber visto el colaeru
voy a enseñarte a tu amante,
ta picandu como un negru…
—¿De qué está malo?
Manolo señaló con el pulgar el pecho.
—¿Tiene mucho?
Afirmó lúgubre con la cabeza. La canción terminaba. La voz descendió lenta, profunda, hundida en el pecho, adornada al final con un suspiro, y Baltasar quedó inmóvil, su brazo en torno al cuello, la cara transparente y delicada como la de un muerto. Le llenaron nuevamente la copa y todos cantaron juntos.
***
Por la carretera, en sentido contrario, oyó pasos. Alzó la vista y vio lejano aún el resplandor de un cigarro. Reanudó su camino porque sabía que don Prudencio se acostaba pronto y quería encontrarle levantado. Los pasos cruzaron al otro lado y por un momento la brasa se hizo más viva alumbrando un rostro que no tuvo tiempo de reconocer.
—Buenas noches.
—Buenas noches…
Siguió andando. En lo alto, como una cicatriz, el camino de Santiago iluminaba el cielo negro.
—¡Eh, Antón! —reconoció la voz de Amador sobre los pasos que se habían detenido.
—¿Qué hay?
—Por ahí anda tu mujer buscándote. Me preguntó si te había visto.
—Ya, ya lo sé; gracias…
Los pasos se perdieron. Otra vez su mujer. ¿Qué sería su vida si no se hubiese casado? A veces le venían ganas de protestar como un chico pequeño. Junto a la fuente, entre el rumor del chorro, un coro de voces subía; un golpe de risa rompió la noche como un desafío a la oscuridad y al silencio. ¿Por qué cambiaría así el tiempo todo? Su mujer también reía cuando joven y tuvo un cuerpo tibio y lozano, cuando la cortejaba en otro pueblo, otras noches muy lejanas ya. Todo pasaba en un relámpago, en un par de años, en un día. Pensó en ella, buscándole llorosa por todas partes. Entró en el corral de don Prudencio. «Ahora verá que no me porto tan mal con ella, cuando la lleve al médico de la capital». Sintió al perro del viejo oliéndole de cerca.
—Toma, toma, pequeño.
La casa se hallaba apagada y en silencio. Pisó a ciegas en el patio empedrado de cantos redondos, con el perro pegado a los talones. Encendió una cerilla y llamó a la puerta. Quizás estuviera ya dormido; si le despertaba se enfadaría y con razón. «Si esta vez no contesta, lo dejaré para mañana». De nuevo los golpes se apagaron sin respuesta. Prendió una nueva cerilla y el perro surgió en el quicio, mirándole soñoliento. Socorro estaba con el médico, Pilar lo había dicho; pero don Prudencio, que conocía a tanta gente en tantos pueblos, no tardaría en sustituirla, y a buen seguro, por otra mejor. La luz se extinguió. «Está dormido». Pero cuando empujó la puerta, la hoja cedió girando, dejándole cara a un nuevo misterio. Se estremeció. Por un momento pensó que el viejo estaba allí, en la oscuridad, mirándole.
—¡Don Prudencio!
La voz sonó en el portal y subió, retumbando en la escalera, hasta las habitaciones de arriba.
—¿Quién es?
De nuevo sintió miedo. El viejo no dormía. Aquélla no era la voz del que se despierta. «Me oyó antes y no quiso contestar». Pero el paso estaba dado y era preciso continuar de todos modos.
—Soy yo, Antón, que quería hablar con usted, pero si no puede…
—Sube…
No había otro remedio. Dio vuelta a la llave de la luz y la casa que él conocía le rodeó, tranquilizándole un poco. Allí estaban los muros de siempre con sus toscas perchas corridas junto al techo, abarrotadas de hoces, herrajes y cuerdas; las tres viejas guadañas que los criados manejaban cuando don Prudencio aún no había arrendado sus tierras.
—¿Dónde está usted?
Don Prudencio se hallaba echado en la cama, vestido. Sólo se había quitado la chaqueta.
—¿Está usted malo?
—No, estoy bien; ¿qué querías?
Miró aquella cara nueva para él, macilenta, brotada de una barba canosa, los ojos hundidos en una apagada tristeza. El aire, en la habitación, se hallaba enrarecido; olía a sudor y a restos de comida.
—Voy a abrir un poco.
—Entonces apaga la luz.
Al cabo de unos minutos pudo respirar a gusto. Llegaba un vaho húmedo y el murmullo del agua.
—Usted está malo, don Prudencio… —el viejo no contestó—. ¿Quiere que llame a alguien? ¿Llamo a mi mujer?
Don Prudencio no se movía. Podía ver sus brazos, enfundados hasta las muñecas en las blancas mangas de la camisa, reposar inmóviles a ambos lados del cuerpo, la cabeza desnuda, más blanca aún sin la boina, hundida en la almohada, la mirada en el techo, ajeno a sus palabras. Bajo el balcón pasaron dos hombres. Oyó sus pasos sin saber quiénes eran; sus voces débiles y confusas tardaron en perderse, dejando tras sí un silencio más lúgubre y pesado. Por hacer algo cogió los restos de comida y los arrojó desde el balcón al río. Al otro lado sonó la esquila de una res que vagaba perdida. La puerta de Amador se abrió en un destello de luz y vinieron palabras en la brisa de la noche. A la claridad tenue de fuera don Prudencio parecía dormir. Antón se acercó con cuidado, poco a poco, hasta percibir el débil hálito que surgía de sus labios. Por un momento pensó si estaría muerto, pero el viejo debió notar su rostro junto a él, el otro corazón latiendo junto al suyo, porque abrió los ojos lentamente y le miró, y Antón se sintió estremecer en todo su cuerpo: sólo un destello breve y lejano parecía vivir en la profundidad del globo azul, vidrioso, manchado como el agua, que se mantenía inmóvil frente a su horror, cara a sus propios ojos.
***
Tardó en cobrar conciencia de su desvelo. Recordaba el remolino de las sábanas en torno a su cuerpo. A la luz de la luna que entraba en el cuarto vio a Socorro asomada, hablando con alguien abajo, envuelta en el abrigo sobre el camisón.
—¿Quién es?
—Preguntan por ti.
Miró el cielo. Aún debían faltar casi dos horas para que amaneciese. Del patio surgió una voz masculina con un acento extraño al pueblo.
—Está muy malo.
—¿Queda lejos?
—Un poco. Traje dos caballerías.
—En seguida bajo.
Se vistió lo más aprisa que pudo. Recordando la pequeña sombra en el patio, envuelta hasta los ojos en la manta, se puso un jersey bajo la chaqueta. El relente de la noche le metió en el cuerpo un temblor. El otro le ofreció una manta alzándola del aparejo.
Los caballos, bajo la luna, parecían dormir, cubiertos hasta el cuello por los aparejos de piel blanca y sedosa. Partieron. El médico sentía al animal tantear el camino, la cabeza pegada al suelo, hasta llegar a la carretera. El pastor iba delante y al llegar al puente se detuvo, sacando una botella blanca, cuajada, que le ofreció.
—Eche un trago.
Era aguardiente y le templó el cuerpo; lo sintió bajar hasta el estómago con un sabor a hierbas y madera destilada. Aprovechó que el otro se acercaba a recoger la botella para preguntarle:
—¿Es junto al puerto?
—Está en el chozo. Tiene mucha fiebre. Yo digo si será pulmonía…
Subían una pendiente de grava y cascajo, y el ruido de los cascos era más espaciado y seco, retumbando en cada golpe toda la potencia de la pata. Pensó en Socorro. Se habría vuelto a acostar y tardaría en dormirse. Seguía en la ventana cuando salieron; no la veía; no dijo nada, pero allí debía estar porque la luz tardó en apagarse, y aún le alcanzó el resplandor hasta más allá del puente.
«Pulmonía». Nunca le habían venido a buscar de tan lejos. Antes de amanecer no llegarían al chozo.
Ya no sentía el frío, aquel temblor de antes, aunque a veces una racha de viento helado le azotaba la cara. «Allá arriba ha de soplar más fuerte aún; no me extrañaría que fuera pulmonía». En la cima de la cuesta volvió el eco del río, que se fue haciendo más fuerte y claro a medida que la carretera se acercaba.
—¿Tenemos que pasar el río?
—Sí… Nosotros estamos en Bustiambre.
El nombre no le dijo nada; lo recordaba de haberlo oído otras veces; era uno de los puertos.
—¿Cuántos?
—Dos: Pascual y yo.
El otro estaba en el chozo, bajo las mantas, solo y febril, esperando. Apareció el río. Después de todo, no sería la primera vez que caía enfermo, y en cuanto a la soledad, bien acostumbrado debía estar a ella.
—¿Por qué dices que será pulmonía?
El otro iba mirando el cielo y le contestó sin volverse:
—Por el calor, ya sabe. Y el pobre tiene mucha fatiga —se llevó la mano al costado—. Le duele aquí.
El primer caballo se detuvo al borde del agua; el río era allí ancho y tan poco profundo que se podía cruzar a pie por una hilera de grandes piedras que clareaban a través de la corriente. El caballo olfateó el agua y bebiendo un sorbo, como en un rito, se metió seguido del otro. Nada más salir en la orilla opuesta, el camino trepaba una brusca pendiente, y el médico tuvo que sujetar la cartera, agarrándose al aparejo, doblando el cuerpo hacia delante para no resbalar, porque la amplitud de aquél le impedía afirmar las rodillas en torno a la cincha. Era una incómoda postura y los brazos le dolían, pero lo que más le molestaba era no saber cuánto podría durar aquello, no ver el camino ni el paisaje a su alrededor, sólo las sombras de las grandes rocas y el bulto del pastor y su caballo delante. A no ser por los balanceos del animal y sus tirones que parecían sacarle de bajo sus piernas, se habría dormido, porque al abrigo de la montaña las rachas de viento eran más suaves y el cuerpo se amodorraba.
Se preguntó si el pastor, que formaba una sola sombra con su caballo, dormiría. Llevaba un buen rato sin hablar y ni siquiera arreaba al animal. Aún no había visto su cara, no sabía su nombre; lo único que conocía de él eran sus palabras y la botella de aguardiente que le había ofrecido. De improviso, el caballo se enderezó y atravesó a trote corto una pequeña vaguada donde sus cascos chapotearon en el barro; luego continuó subiendo. ¿Cuánto tiempo llevaría así? Arrimó el reloj a los ojos. Tendría que preguntar al otro si faltaba mucho aún. Quiso arrear el caballo, pero no tenía con qué, y desatando el ramal le fustigó, pero no podía ir más aprisa y solamente agitó rápido la cabeza, relinchando bajo. De nuevo miró la hora; eran las cuatro, y un leve resplandor comenzaba a iluminar el cielo, las nubes, sobre sus cabezas.
Era otro día. De nuevo vino el frío; se estremeció metiendo las manos en los bolsillos. Alfredo le había preguntado si se quedaría o si pensaba marchar como el otro. ¿Por qué se habría marchado el otro? Era evidente: la buena vida. Pensó en sus compañeros ayudando en las consultas; con el tiempo, la clientela de sus patrones pasaría a ellos, podrían casar con sus hijas para perpetuar la estirpe, la buena raza… El caballo tropezó doblando una mano, pero se alzó en un esfuerzo, antes que la rodilla tocara el suelo. Algunos quedarían en modestas consultas, según su habilidad o su suerte, o en seguros, o en sociedades, pero ¿quién pensaba en meterse en un pueblo?
—Hazme caso; tú no sabes lo que es eso; si eres de allí, todavía; pero a uno de fuera y joven como tú no le hacen maldito el caso. Mira que yo sé lo que es; te pagan mal y cuando quieren; siempre andan con el cuento de que no tienen dinero. Desengáñate, chico, los buenos médicos se ven en los hospitales.
¿Era él un buen médico?
—Por lo menos vete a un pueblo rico, un pueblo grande donde haya dinero. Tú tienes tu carrera y ya habrá alguna que ponga su capitalito. Te casas y en paz, a descansar. Que si un poquito de brisca por las tardes, que si las fiestas, que si la matanza; los congresos en Madrid… Ese amigo de tu padre no sabe lo que dice. ¿Que los buenos médicos están en Madrid? Yo me río de los buenos médicos.
Se preguntó qué pensarían de él unos y otros de haberle visto luchando por mantenerse sobre el caballo, barbudo, con el pantalón de pana y la vieja chaqueta, a la busca de un hombre enfermo, de un pobre y desconocido prójimo, en un lugar a horas de camino de un pueblo que ni siquiera figuraba en los mapas.
El sendero se hizo más llano; a la luz pálida que sobre sus cabezas amanecía vio un alto paredón surgiendo a su izquierda entre blancas hilachas de niebla. Un viento húmedo le azotó la cara, y el caballo, en un gran esfuerzo apresurado, adivinando que la carrera terminaba, trepó los últimos peldaños en roca viva de la cuesta y pasando a través de la enorme ventana fue a detenerse junto al pastor, al otro lado de la muralla. El médico vio que le estaba esperando.
—Esto ya es Asturias —dijo.
—Huele a humedad.
—Sí, Asturias es muy húmeda.
Bajo su mirada se extendía un valle poco profundo, solitario y en sombras aún. Las estribaciones de los montes que lo flanqueaban lo cortaban desde ambos lados alternativamente, como las decoraciones de un teatro, dándole formas angulosas o retorcidas, obligando a describir innumerables meandros al arroyo que en su fondo discurría.
—Ahora no se ve nada —reanudaron la marcha—; cuando volvamos estará mejor, si es de día.
En el lejano horizonte, más allá de las pequeñas lomas envueltas en penumbra, se alzaba una cadena de montañas, erizada de agudas cumbres, de igual altura, teñidas de una franja roja y amarillenta.
—¿Estamos cerca?
—Es allí —extendió el brazo como si con la uña del índice fuera a tocar el extremo opuesto del valle, y guió su cabalgadura de modo que lo bordeara.
—¿No sería mejor bajar?
—Abajo todo está encharcado. Además, por allí la subida es muy mala.
Con la nueva luz, el médico pudo contemplar al otro a su gusto. Vestía mono del ejército, chaqueta de pana y abarcas; parecía clavado en el aparejo; las sacudidas del caballo no le afectaban lo más mínimo.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí?
—¿Eh? —Se volvió; le miraba desde unos ojos fruncidos sobre la cara negra, surcada por dos profundas arrugas a ambos lados de la boca.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí?
Los ojos castaños se movieron bajo la piel seca.
—Desde mayo. Todos los años venimos por mayo y nos vamos allá por San Miguel.
—¿Venís muchos?
—Entre todos los puertos seremos unos ocho o diez. Nos repartimos de dos en dos porque como siempre hay que andar bajando al pueblo, uno se tiene que quedar con las borregas.
—Tú eres extremeño, ¿no?
—No, señor; de junto a la Fregeneda.
—Eso está por Salamanca.
—Sí, señor; de la provincia de Salamanca.
—Mejor tierra que esta…
—¡Quite allá! ¿Dónde se va a comparar?
—Tú bajas mucho al pueblo.
—Es que los otros no saben amasar.
—¿Haces tú el pan para todos?
—Sí, pan blanco. Nosotros traemos la harina. Cuando el señorito ajusta los puertos, nos da la harina para el verano.
—¿Y el dinero?
—El dinero, a la vuelta.
—¿Con quién ajusta los puertos?
—Con los presidentes. Diez o doce mil reales y dos borregas.
—Y ¿para quién son las borregas?
—Para el pueblo, ¿para quién van a ser? Si está aquí para Nuestra Señora ya verá a los tíos hacer la chanfaina.
La ladera opuesta del valle apareció partida en dos por la niebla que fluía, cruzándolo, a sus pies.
—Ya levanta —dijo el otro, mostrándosela, cada vez más transparente, disuelta en el aire, alzándose en mechones dispersos cada vez que un golpe de viento la sacudía.
Abajo, los prados solitarios brotados de hierba corta, de un color verde acerado, aparecían cercados por restos de paredes.
—¿De quién son estos prados?
—Del pueblo.
—¿No los siegan?
—En los años escasos. Entra mal la guadaña ahí. Las vacas no la comen.
—¿Y quién hizo esas paredes?
—¿Qué paredes? ¿Las cercas? Son muy antiguas, hace mucho de eso.
Más arriba de las cercas surgía el pardo fluir del monte bajo, manchado por las quemas cenicientas que los pastores provocan para dar paso al ganado. Piornos retorcidos, rojizos y pelados; retamas, y en los cauces donde el agua se detiene, bosques de helechos, entre lávanas de cascajo.
Envuelto en la niebla apareció el chozo.
—Ya estamos.
Dos perros enormes, amarillos, de cabeza cuadrada, corrieron desde los corrales a su encuentro ladrando sordamente, pero los caballos, al parecer acostumbrados a ello, siguieron su paso sin apresurarse. Las ovejas se agitaron en el corral alzando las cabezas sobre las cercas para ver llegar a los dos jinetes. Fueron bajando, y a medida que se acercaban pudo el médico ver con toda claridad la pared circular de piedra caliza y pizarra tras la que el enfermo reposaba, bajo un techo cónico de ramas de abedul y retama. Sin saber por qué, le volvió a asaltar el recuerdo de sus antiguos compañeros. Hubiera querido en aquel momento saber qué género de vida habrían encontrado. ¿Dónde estarían?, ¿qué clase de destino les estaría reservado? Los caballos emprendieron un trote ligero al pisar terreno llano, en tanto los perros seguían aullando.
—¿Eres tú, Vidal? —preguntó una voz dentro del chozo.
¿Qué sería de ellos? ¿Habrían conseguido colocarse, según pretendían? Durante los últimos años bien se habían movido, halagando, trabajando el terreno de firme. Un sentimiento de disgusto hacia sí mismo le embargó. ¿Qué tenía él que reprocharles? Quizá los otros valían más que él; de todos modos, sus intrigas, su deseo de una vida mejor que les compensase de su trabajo carecía de importancia, no debía atañerle. ¿Qué culpa tenían de que él hubiera deseado ejercer allí?, ¿de sus tres horas a caballo? Manolo había dicho, refiriéndose a don Julián: «A ése tenían que traerle los enfermos aquí; si no, no se movía como no le mandaran el coche».
El chozo tenía una pequeña puerta hecha con madera de cajones; dentro, un hombre joven, de cara quemada como Vidal, respiraba anhelante, envuelto en una manta parda del ejército. El médico dejó su cartera en el saliente de pared que hacía de banco todo a lo largo del muro y le tomó el pulso.
—¿Cómo andamos?
El enfermo esbozó una sonrisa.
—Malamente; me duele aquí.
—¿Aquí?
—Sí, ahí mismo.
La temperatura andaba cerca de los 39. Vidal, en pie, miraba desde la puerta la cara brillante de sudor de su compañero, esperando la menor indicación para hacerse útil.
—¿Expectoras mucho?
—¿Cómo dice?
—¿Escupes?
—Algo.
—Con un poco de sangre…
El enfermo asintió, mudo. Pensó: «Va rápido». Tendría que quedarse a pasar la noche.
—¿Es pulmonía?
Se volvió, asintiendo a su vez, guardando el termómetro en el estuche. El enfermo le miraba un poco asustado; quería conocer su gravedad, pero no se atrevía a preguntar, prefiriendo que hablase por él su amigo. «Bien —se dijo el médico—, empecemos».
—Hay que hacerle una buena cama.
Salieron con el petate y entre los dos lo mulleron colocándolo en el centro del chozo, limpio de brasas y tizones.
—El fuego lo haces fuera. Tiene que estar limpio el aire aquí.
Fuera, el sol había bajado al valle.
—¿No sacas las ovejas?
—Hay tiempo.
El enfermo les miraba atento y cuando estuvo en su nuevo lecho se dejó arropar dócilmente. El médico le administró una buena dosis de sulfamidas, que tragó sin rechistar.
—No tienes que moverte para nada —se volvió hacia Vidal—. ¿Hay alguna lata por ahí?
—Sí, aquí fuera habrá, creo.
Salieron.
—Pues llévasela. Le cambias de postura cada tres horas, que no se te olvide.
Vidal se alejó a lavarse.
—Venga usted, si quiere…
Bajaron hasta el arroyo, rodeando una serie de crestas rocosas, cuidando de no resbalar sobre la dura hierba.
—Aquí no tendréis nada de fruta.
El otro, sobre el arroyo, se le quedó mirando con aire contrito.
—No…
—Es igual, le daremos leche hervida.
El agua bajaba helada. Era desagradable lavarse sin jabón, frotar la cara, la barba crecida, con las manos. Le dijo que pensaba pasar allí la noche, y Vidal puso cara de asombro. ¿Dónde iba a dormir?
Por una vez dormiría en el suelo.
—¿Es que está muy mal?
—Es mejor que me quede; en el pueblo no hay ningún enfermo grave.
Había huido de la ciudad al pueblo, y ahora huía del pueblo también. En aquel momento prefería estar allí. Miró a Vidal, que junto a él se estaba secando. Su prójimo estaba allí, a sus pies, abotonando la camisa caqui sobre el pecho, y en el chozo, enfermo, y en el pueblo, viejo y sólo, odiado por todos, encerrado a cal y canto en su casa. «El prójimo es odioso porque le odiamos; si amásemos a los demás los encontraríamos amables». Pero él no le odiaba, ¡era tan fácil amar! Todo el rencor que pudiera ver en torno a sí, todas las suspicacias no le conmovían. Su suciedad, rudeza o mezquindad no podían rechazarle, y, sin embargo, cada vez que oía su voz, cuando el rumbo de sus pensamientos le rozaba, sentía cómo su alma se replegaba en sí mismo, encerrando al corazón en el frío límite de su propio ser.
—¿Por qué no sacas las ovejas? No tenemos nada que hacer ahora.
Las ovejas salieron de la cohorte impetuosamente, atropelladas, al galope, con un perrito lanudo aullando a sus talones, rodeadas por los cuatro costados de sus ladridos. Los grandes las miraban desde las cercas. Vidal explicó al médico que con el perrito lanudo podía guiar el rebaño por las laderas que desde allí se veían, sin moverse del chozo.
—¿Te llevó mucho enseñarle?
—No, es un perro fino; siempre estuvo conmigo.
Le silbaba y a gritos le iba enseñando el camino. El perrito se detenía a escuchar, subía y bajaba infatigablemente persiguiendo a las ovejas que se apartaban, o plantándose ante los machos cuando enfilaban una mala senda. Los dos mastines parecían soñar. No obstante su enhiesta cabeza, los ojos semicerrados parecían mirar un objeto lejano, y sólo una racha de viento les inquietó un instante trayendo, desvaído, el lúgubre mugir de una vaca perdida. Enderezaron las manos, mirando más allá de la raya de Asturias y volvieron a tumbarse con un trueno ronco en la garganta. Lejos de ellos, junto a una cima de leña, vio el médico un tercero monstruosamente hinchado. En la cabeza abultada, dos ojos pardos, pequeños, huyeron su mirada.
—¿Qué le pasa a éste?
Vidal dejó de observar por un momento las evoluciones del rebaño para contestar:
—Tuvimos que calentarle.
El animal no se movía. Levantó mansamente la cabeza y le miró de nuevo.
—¿Por qué?
—Mató una borrega la otra noche —se acercó mirándole como a un malhechor o un enfermo incurable—; si le llegamos a dejar se la come. Tiene muy mala sangre; siempre anda mordiendo a los otros.
El rebaño se había detenido; llamó al perro pequeño, que acudió veloz, jadeante, con la lengua rosa como un colgajo latente. A pocos pasos del chozo un nuevo portillo se abría sobre un segundo valle.
—Ahora, con el sol, hay una buena vista desde aquí.
El reloj marcaba las diez; el médico pensó que el tiempo había transcurrido veloz aquella mañana.
—Vamos a tomar algo. ¿A usted le gusta la leche?
—Sí —seguramente no había allí otra cosa. En la penumbra del chozo veía a Vidal hurgar en las alforjas y cómo el otro le contemplaba en silencio.
Comieron un pan tan blanco como el médico no recordaba. Se lo dijo y el otro no pareció extrañarse; sólo respondió:
—Sí, es buen pan.
El queso, blando y soso, no le gustó, ni la leche espumosa como cerveza, pero comió y bebió porque no quería andar con hambre todo el día.
El segundo valle era más amplio y llano, aunque a la bajada de la senda que llevaba a su fondo una cadena de agujas picudas se alzaba, abrazando a la montaña. Cruzando el paso, un nuevo hálito de humedad les dio en la cara y otra vez Vidal exclamó:
—Esto ya es Asturias.
Soplaba un cierzo fuerte; se sentaron frente al colosal laberinto de montañas calizas, grises; le tendió la petaca y el librillo:
—Hágase un cigarro.
Largos serrijones rompían, blancos, del color de los huesos al sol, la alfombra verde de hierba y liquen, de la falda a las cumbres, partidos en infinitos canchales y barrancas, brillantes de cascajo y pizarras. En aquella soledad el viento murmuraba empujando la niebla, rozando cada mata, cada brizna, la menor fisura de la piedra.
El médico luchaba por liar el cigarro.
—Aquí sopla el cierzo todo el día… —dijo Vidal para justificarle. Quedó luego en silencio, mirándole vagamente, y cuando le devolvió el tabaco añadió—: ¿Querrá usted creer que hay días que me siento aquí y empiezo a ver montes y más montes y se me pasa el tiempo en nada? —se detuvo chupando el cigarro—. Ya ve, yo no soy de aquí y, sin embargo, cuando voy a mi pueblo en invierno, no me encuentro. Para mí no hay cine ni teatros; a mí deme un sitio como éste, desde donde se abarque mucho terreno, y no quiero más. ¿Ve usted ese pozo?
Vio el médico a sus pies un lago que desde aquella altura le pareció pequeño. Sobre el agua bruñida, el agua dibujaba haces violentos, desgajados, que crecían en manchas redondas cada vez que la superficie se rizaba.
—¿Cómo se llama?
—Isoba. Tiene su misterio.
—¿Qué misterio?
—Su historia. ¿Bajamos?
—¿Cuánto tardaríamos?
—Usted no tiene costumbre. Casi hora y media.
—Es mejor que lo dejemos para luego —añadiendo para sí—: Cuando el otro duerma.
—Por aquí cayó mucha gente cuando la guerra. ¿Ve aquella raya blanca en la loma de enfrente? Es una carretera que empezaron a hacer entonces.
—¿Hubo frente aquí?
—No; estaba más abajo. Por estos montes venían los gallegos y los regulares.
—¿Pero tú estabas aquí entonces?
—A mi padre y a mí nos pilló la guerra en el pueblo y en el pueblo nos quedamos. Cuando subí la primera vez, después, aún quedaban muertos por estos sitios. Ahí, sin ir más lejos —señaló a su espalda—, a la puerta del chozo, había tres que los enterré yo.
Parecía extraño que aquellos parajes solos y mudos pudieran haber visto la guerra de que el pastor hablaba, el paso y la muerte de tantos hombres. Aquel silencio amarillo y susurrante no podía haber sido roto por una voz, un estruendo, un lamento; parecía tierra inmutable, indiferente, donde todas las cosas habrían de desaparecer irremisiblemente como la piedra, en polvo calcinado, sin dejar huella en su dormida nada.
—Ahí junto, en Peñagujas, quemamos con gasolina lo menos veinte. Estaban desnudos, como su madre los echó al mundo; yo era pequeño entonces, pero aún tengo en la nariz metido el olor aquél. Usted no se figura lo que es eso. Cuando los prendieron, ninguno de los que estábamos allí decíamos palabra, igual que si nos hubiésemos quedado mudos de repente, hasta que le oí a mi padre: «¡Y que en esto venga a parar un hombre…!».
—¿Subíais a enterrar a los muertos?
—Unos cuantos de cada pueblo. Y a recoger munición. La última vez que subí yo encontré un moro muerto junto al reguero, cogido entre dos lávanas. Le faltaban las piernas, pero estaba vestido, con correajes y todo, y la cara la tenía crecida… —se detuvo—. No sé si usted me entiende. La tenía cubierta de un vello suave como la piel de un ternero —hizo un silencio mirando cómo caía la ceniza al suelo barrida por el viento—. Es de lo que mejor me acuerdo; de eso y del olor que antes le decía —añadió sentencioso—: Es mala cosa la guerra; no quisiera ver otra vez las cosas que vi entonces.
Quedaron en silencio mirando las montañas de enfrente, chupando los cigarros. Vidal se levantó diciendo que iba a ver por dónde andaban las ovejas, y el médico quedó solo. El sol templado hacía despertar su sueño no dormido de la noche; llegaba a amodorrarle, pero siempre una racha de cierzo frío le volvía a la desagradable realidad del cuerpo. En media hora el valle quedó nublado, pleno del blanco resplandor de las nubes altas, y, en contraste, las cumbres de la lejana cordillera, amarillentas, casi blancas, aparecieron iluminadas de una luz viva como un país lejano.
«No se oye ni un pájaro», pensó.
Se levantó y fue al chozo. Vidal se hallaba lejos, en lo alto de la ladera, gritando al perrito que, más arriba, corría incansablemente a los lados del rebaño.
El enfermo sudaba; un ahogo continuo atenazaba su pecho y las palabras surgían con dificultad cuando respondió a las preguntas del médico. Sostuvo el termómetro en la boca con torpeza, con un respeto de instinto hacia el instrumento que podía condenarle, y se lo tendió sin dejar de observar su rostro. Marcaba 39,5.
—¿Qué tal el pecho; te duele?
—Todavía…
Un furioso golpe de tos estalló en la garganta, resonando en su pecho como un ladrido. Si a la noche seguía así, le pondría morfina para que pudiera dormir un poco. «Si es que la fiebre le deja…».
Tras la comida, se tumbaron a dormir, pero el médico tardó en conciliar el sueño; se entretuvo mirando en el cielo, de un azul casi violeta, cruzar las nubes. Pensaba en Socorro. Evocaba cada momento gozado junto a ella, esforzándose en recordarlo en toda su intensidad, aunque la mayoría de las veces la mente le fallaba, y las imágenes breves y desvaídas no le satisfacían. Sin embargo, no se exasperaba; recordaba el tiempo anterior, cuando no la conocía antes de llegar al pueblo.
Ahora, al menos, tenía su recuerdo, y aunque aquel estado de cosas terminara —la imagen de don Prudencio fue y vino en su mente como un viento—, ya no seguiría en la insatisfecha, dolorosa soledad de antes.
Cuando despertó, el sol iba bajo y Vidal había desaparecido. Recogió su manta y fue al chozo a ver al enfermo. Los dos amigos se hallaban de charla, aunque Pascual seguía hablando con dificultad, tosiendo, los ojos brillantes. Hubo necesidad de ponerle unas cataplasmas porque el dolor del pecho no desaparecía. Vidal encendió lumbre fuera y colocando sobre dos piedras la sartén, trajo dos trozos de saco limpios de harina. La noche se echaba encima con rapidez, y a medida que la oscuridad avanzaba, las dos siluetas se iban recortando negras, rojas las caras, en torno a la hoguera. El enfermo aguantaba estoico, sin una queja, el pedazo de tela que le abrasaba el pecho, sobre la maraña de pelo.
—¿Qué tal? ¿Quema?
—Un poco…
Ya no sabía si era dolor lo que sentía; sólo le preocupaba aguantar lo más posible.
Hicieron una cena fuera, al aire libre, que sólo por la hora se distinguió de la comida. La misma leche, el mismo pan y pedazos de cecina salada y correosa. Mientras se extinguía el fuego surgió una luna redonda, pesada. Al médico le recordaba su color el suero de la leche; parecía que con sólo cruzar el valle, subiendo la otra vertiente, se la fuera a poder tocar, arriarla igual que la vela de un barco. A su luz se distinguían los senderos y bajaron al lago. A medida que iban acercándose, su brillo parecía abrirse, se hacía más complejo, formado de miles de pequeñas ondas sucesivas que la brisa levantaba en un oleaje diminuto de mar interior. Y también una pequeña playa cubierta de grandes rocas calizas apareció en un costado, batida por el agua azul, transparente. No era muy grande ni hermoso, pero en aquellos valles pelados y solos, sin un árbol ni una casa, sin algo viejo y vivo a que hacer referencia, donde los torrentes corrían su vida en gargantas de piedra, aquel ojo azul, acuoso, cristalino, debía atraer el respeto y las historias de todos los que cerca o lejos alentaban a su sombra.
—¿Hay mucha profundidad?
—No se sabe…
El médico sorprendió un tono de unción en sus palabras. Era algo más que respeto; era el miedo al rayo, al río, a la oscuridad de la iglesia, al agua negra que bajo las tapias del cementerio rezumaba cada vez que llovía en los meses del invierno.
—Una vez bajó Jesucristo a la tierra y andaba por el mundo, y llegó hasta aquí. Aquí antes había un pueblo que se llamaba Isoba, como el lago ahora. En el pueblo este nadie le quería dar posada, y si no llega a ser por una mujer que le dio cama, no hubiera tenido dónde pasar la noche. Esta mujer llevaba muy mala vida y la llamaban «la Pecadora». Y al otro día Jesucristo se levantó y dijo:
«Húndete, Isoba, que no quede en pie más que la casa del cura y la pecadora…».
Por el tono de las palabras comprendió que sabía de memoria lo que acababa de contar; hubiera deseado preguntarle si creía aquella historia, pero el otro miraba silencioso el fondo transparente de las ondas, la línea oscura donde la playa se hundía en un tajo profundo, y respetó su mutismo.
—Hace unos tres años vinieron unos turistas aquí y se bañaron.
—¿Y qué?
—Que ahí quedaron…
—¿No los sacaron?
—No —movió la cabeza lúgubremente.
Durmieron en el chozo los dos, con el enfermo. Hacía calor allí; a medianoche se despertó, y un rumor profundo, gangoso, surgía, en la oscuridad, de su garganta.
—Vidal…
—¿Qué hay?
Se hallaba despierto, pero no debía haberse atrevido a llamarle.
—¿Tienes una cerilla?
—Ahora enciendo.
El enfermo no hablaba, en tanto, ni se quejaba; sólo su garganta, a intervalos, seguía presa del sordo clamor. Tras varios tanteos en la oscuridad se oyó el raspar de un fósforo y su luz vacilante iluminó a Vidal y la pared redonda en torno. Pascual estaba incorporado en el petate, una mano en la frente, sobre el rostro congestionado; la otra, en el costado; cuando el rumor concluía escupía en la lata que mantenía junto a sí. El médico sacó el vaso de aluminio que guardaba en la cartera.
—Llénalo de agua.
Quedó a solas con el otro y ninguno de los dos supo qué decir hasta que Vidal volvió.
—Está hervida. ¡Qué buena noche hace!
Sacó un sobre de bicarbonato y le echó un poco en el agua para que hiciera gárgaras; luego, dejando a los dos compañeros solos, salió.
El viento se había calmado; la noche era más cálida que el día. El valle, las montañas eran blancos bajo el pálido cielo sin estrellas. Una paz singular se apoderó de su alma, y cogiendo sus dos mantas salió de nuevo.
—¿Va a dormir al raso?
—Sí.
—Las mañanas son muy frías.
Tardó en dormirse, pensando en Socorro, abajo, en la casa sola. Las nubes eran ahora oscuras, sucias, nimbadas de halos luminosos.
El frío le despertó; en pocos minutos las nubes que habían amanecido rojas se tornaron blancas y el cielo azul violeta. Siempre que aquella hora le sorprendía en pie, a la luz dudosa de la madrugada, se sentía extraño, extranjero, en cualquier lugar que se hallase, aun en la ciudad, en su propia casa, asomado a la ventana de su cuarto, sobre la calle que conocía desde niño.
El enfermo había conseguido conciliar el sueño y el sudor había desaparecido. Vidal se incorporó bajo la manta al verle entrar, pero él le hizo seña de que se estuviera quieto, y extendiendo la suya en el suelo se dispuso a reanudar el sueño. Cuando abrió los ojos de nuevo eran las diez en su reloj. Mientras almorzaban, una figura a caballo apareció en el extremo opuesto del valle. A medida que se acercaba podían distinguirle mejor, montando a mujeriegas una yegua y guiándola con un mimbre que llevaba en la mano.
—¿Quién es?
—Es un vaquero amigo de Pascual; nos vería subir ayer y vendrá a ver quién está enfermo.
—¿Asturiano?
—Sí.
El otro, cuando estuvo a poca distancia, alzó la mano derecha gritando:
—¿Qué fue?
Vidal le contestó:
—¡Pascual!
La yegua hizo un último esfuerzo y terminó de trepar. El médico pudo ver al vaquero: la piel quemada, el pelo ensortijado, negro, los ojos vivaces y pequeños.
—¿Qué pasó?
—Se enfrió; una pulmonía.
El vaquero entró en el chozo, y hasta los de fuera llegó el rumor de su conversación con el enfermo. Siguieron almorzando. El médico supo que aquellos vaqueros guardaban las reses todo el año en los prados de los puertos, excepto los meses de la nieve.
—Esos vienen aquí siempre.
—¿No vuelven a su casa los inviernos?
—¿Y a qué casa van a volver si no la tienen?
—¿Dónde duermen entonces?
—En verano, al raso.
—¿Y en invierno?
—En el caserío; allí tienen un cuarto sobre la cuadra. Echan la manta en el suelo y… ¡listos! Muchos de los que andan por estos montes son salidos del hospicio.
—¿Ése también?
Vidal miró también en dirección al chozo.
—Ése es de este Ayuntamiento. Son diez hermanos. Desde los siete años anda por aquí.
La conversación continuaba dentro. El médico recordó su camisa caqui, los pantalones raídos, los negros dedos surgiendo de las alpargatas.
—¿Ese tampoco vuelve a casa nunca?
—¿Ése? —apagó la voz y alzó las cejas—. Si me apura un poco ni se acuerda de ellos ya —vio el gesto del médico no convencido del todo—. No crea que le exagero; es la pura verdad.
—Sí, lo creo —protestó.
—Cuando lleve aquí más tiempo ya verá cosas peores —y añadió, como si le alcanzase alguna culpa de lo que acababa de relatar—: Así es la vida…
El vaquero comió con ellos, y a los postres, el médico manifestó a Vidal que pensaba marcharse a la tarde. Podía bajar con el asturiano hasta encontrar la carretera; después no había mayor dificultad en encontrar el pueblo. Habían desaparecido los dolores del pecho del enfermo, y dejó sulfamidas en abundancia con la indicación de cómo era preciso administrarlas.
Vidal sujetó el aparejo.
—¿Qué hago con el caballo?
—No se preocupe de eso; ya mandaré yo alguien que lo suba.
Partieron cuando el sol comenzaba a declinar. Delante, el caballo desnudo con el vaquero encima, enjuto, ambas piernas a un mismo lado, golpeando rítmicamente la panza, y detrás el médico siguiéndole los pasos como antes tras Vidal.
La bajada era más lenta. Los animales describían infinitos rodeos buscando los pasos más seguros, abriendo las patas, clavándolas en el polvo al menor resbalón, arrimando la cabeza al suelo, aventando las matas con su aliento, haciendo crecer con todo ello el camino que parecía interminable. El vaquero hablaba poco, y aun las contadas palabras que salieron de sus labios el médico no las pudo entender. Al cruzar el portillo y aparecer la carretera, abajo, se despidió con un leve ademán y no anduvo más, quedando arriba inmóvil hasta perderse de vista.
Cruzó el río a la inversa, junto a las piedras, y ya entre dos luces entró en el camino. Una brisa templada soplaba a sus espaldas, y el caballo avivó la marcha hasta que el ruido de otros cascos le hizo detenerse y alzar en punta las orejas. A su relincho desvaído contestó otro apenas iniciado; apresuró el trote y a poco alcanzaron a ver un jinete seguido de otro hombre a pie. En la borrosa silueta de éste se preguntó el médico qué cosa llamaba su atención, y sólo cuando estuvo más cerca pudo reconocerle y darse cuenta de que iban sus manos atadas a la espalda. A pesar de que el crepúsculo había traído casi la oscuridad de la noche, reconoció los viejos zapatos cortados y polvorientos, la raída chaqueta, y, sin verle el rostro, adivinó las gafas metálicas, cuya montura dejaba en torno a los ojos tan roja huella.
—¡Eh! —gritó al jinete—. ¡Eh, tú!
El jinete se detuvo y miró en la oscuridad. El viajante alzó los ojos y aguardó también, pero el médico no hubiera podido decir si le reconocía.
—¿Qué hay?
—¿Va al pueblo?
—Sí.
—¿Qué pasó? —el jinete no contestaba, por lo que tuvo que darse a conocer—: Soy el médico, el médico de ese pueblo.
—Ya…
—¿No ve que lo lleva herido?
El jinete tampoco respondió. La cara del viajante, hinchada, sucia, de sangre, su ropa destrozada, pregonaban bien a las claras que lo habían maltratado no hacía mucho. El médico preguntó de nuevo:
—¿Qué pasó?
—Es un pájaro de cuenta, un estafador.
—¿Cómo lo saben?
El otro se impacientaba ante tanta pregunta; no obstante, respondió:
—Dieron aviso a Asturias los guardias de abajo.
El médico recordó que la Guardia Civil del Ayuntamiento tenía una pequeña emisora. El jinete reanudó la marcha y el viajante dócilmente le siguió. El médico cabalgó al otro lado.
—¿Cuánto hay hasta el pueblo de los guardias?
—Veinticinco o treinta kilómetros.
Miró una vez más los astrosos zapatos, el pelo pegado a las sienes por la sangre. Ni una queja se oía, a pesar del esfuerzo que le era preciso para aguantar el paso del caballo.
—No va a llegar.
El otro no respondió; miró al preso. Cuando cayera lo levantaría; si era preciso lo terciaría delante, sobre el aparejo, como un saco. El médico lo sabía y no era eso lo que le preocupaba, sino el hecho de que ya le hubieran pegado, y lo que seguramente le esperaba en los pueblos restantes.
Pensó en Amador. ¿Sería capaz de apalear a un hombre indefenso? No, Amador no era capaz de una cosa semejante; ojalá apareciese él primero o llegasen los guardias.
La distancia al pueblo se iba acortando; pronto ladraría un perro, diez más; luciría una casa, hallarían alguno que estuviera al tanto de lo ocurrido; quizá todos le esperaban. Vio el rostro del reo, contraído, y pensando en Alfredo, en Antón, en Baltasar, en el hijo de Martín, recién casado, que había dado a aquel hombre todos sus ahorros, se estremeció. Aquella sombra amoratada y sangrienta que ahora empezaba a temblar, había aniquilado en un día todo lo que el sudor, las penas y fatigas de aquellos hombres consiguieron reunir en años.
—Espere un momento.
El otro se detuvo impaciente, envolviéndole en una mirada hosca.
—¿Qué quiere ahora?
El tono brusco, casi insolente, le forzó a seguir.
—Déjamelo a mí. Yo soy el médico de ese pueblo. Si me lo entregas, tú ya cumples. Yo lo llevaré a los guardias mañana.
El jinete meditaba. Debía entregarlo a alguien en el pueblo, y aunque no le habían dicho a quién, era evidente que debía buscar a Amador. El viajante permanecía inmóvil entre ambos; por fin, el otro se decidió:
—Bueno, usted se hace responsable… Usted es el médico, usted sabrá lo que hace…
Le miró con un gesto de extrañeza, como antes la víctima. Tiró de las riendas, haciendo girar el caballo y se perdió en la oscuridad, carretera arriba.
Los dos hombres quedaron en silencio; el otro parecía haberse llevado consigo toda posibilidad de relación entre ambos. El viajante, confuso, atemorizado aún, permanecía inmóvil esperando órdenes de su nuevo dueño. Ladró un perro cercano.
—Suba.
El viajante no pareció comprender; se le quedó mirando estúpidamente. Todo el fulgor sombrío de sus ojos había desaparecido; era un hombre derrotado; no había en su mirada ni un rayo de rencor; eran unos ojos cansados, sin expresión, que con un gran esfuerzo se fijaban en las cosas.
Intentó varias veces montar, pero, con el pie en el estribo, las manos sujetas atrás se lo impedían.
—No puedo así…
El médico se había apeado y le ayudaba, y cuando le vio arriba arrimó el caballo a la cuneta y montó a su vez. El animal se puso en marcha despacio, y sus pisadas resonaron en la grava más profundamente que antes.
El cuerpo herido descansaba en su pecho; a veces bamboleante, parecía ir a deslizarse hasta el suelo, y tenía que sujetarle fuertemente por los costados, bajo los brazos, y él mismo apretar las piernas en torno a los ijares para no dejarse arrastrar. Olía a sudor y sangre; sufría, y por su causa otros muchos habrían de sufrir también en adelante.
Un nuevo ladrido. El mismo perro. Siempre parecía igualmente lejano. Maldijo el pueblo que no acababa de aparecer, metiéndole en el pecho una ansiedad penosa, parecida a la que el viajante debía sentir. «Sin embargo —se dijo—, yo hubiera preferido permanecer al margen en este asunto. Yo no soy más que un médico; sólo quiero curarle, pero para curarle se lo tengo que robar, y tampoco puedo consentir que le peguen de nuevo».
Sin desearlo, estaba del lado del prójimo que más sufría, del que sufría ante él, sobre el caballo.
Por más que excitaba su imaginación contra el reo pensando en Alfredo, en los demás que habían perdido su dinero, a fin de aborrecerle, el olor de la sangre, el peso muerto del cuerpo le sumergían en infinitas dudas y cavilaciones. De haber llegado un poco más tarde; con haberse demorado unos instantes en el chozo, nada de aquello existiría; lo que hubiera de suceder se habría consumado. Era una solución seguramente cobarde, egoísta, necia, pero él no era valiente, ni abnegado, sólo estaba seguro de tener un buen corazón y por ahí la vida le tenía cogido.
¡Su buen corazón! En la oscuridad, tras la cabeza de la víctima, su boca se torció en un rictus amargo. ¡Qué fácil era pensar en un buen corazón cuando no se había perdido nada en el asunto! ¿Qué había perdido él por causa de aquel hombre? Y en medio de sus dudas se repetía mentalmente con muda machaconería, para convencerse: «Soy médico, sólo soy un médico, no soy nadie en ese pueblo; allá ellos con lo que hagan». Pero él sabía bien que a más de médico era un hombre, y que en ese pueblo o en otro cualquiera, por corazón o interés, por propia supervivencia, la vida no le iba a dejar permanecer al margen. Se imaginó qué fácil en teoría podía ser su cometido; lo que cualquiera podía interpretar como su obligación, como el cumplimiento de su deber: debía curar al herido y entregarlo a Amador o a los guardias o a cualquiera del pueblo que fuera a buscarlo; mantenerse estrictamente en su papel. Sí; la vida podía presentarse fácil en la letra de los libros, en el sí y el no de las gentes; pero para él no era tan sencilla, no era tan fácilmente justa o injusta y no sabía si alegrarse o maldecir de ello.
Simultáneamente, un destello de luz surgió a pocos pasos ante el caballo, y un rumor de palabras vino hasta los jinetes. El caballo hizo un extraño y fue acercándose despacio al grupo de hombres que hablaban. El médico reconoció la voz de Antón y poco después la de Baltasar, cansada y profunda. Varios de ellos fumaban. El viajante movió la cabeza. Vieron a Antón alzar el farol y venir hacia ellos abriendo mucho los ojos, devorando la oscuridad.
—Aquí está —gritó, y los demás se acercaron en un tumulto de sombras, pisadas y cigarros encendidos. Al momento descubrieron al médico detrás.
—¿Y usted?
Hubo un coro de voces extrañadas.
—Yo me he hecho cargo de él.
Al momento no comprendieron; todo era muy confuso para ellos; vino la voz de Antón:
—¿Por qué?
—Porque hay que curarle. Le pegaron arriba.
El farol subió hasta casi tocar la mejilla del reo que apartó la cara instintivamente. Una voz clamó en la oscuridad:
—¡Déjenos en paz!
El círculo de rostros se había estrechado en torno al farol, y de nuevo la voz de Antón, más dura e impersonal que antes, una voz que el médico apenas reconocía, espetó:
—Usted no es quién.
—¿Que no soy qué?
—Usted no es nadie aquí.
No se sorprendió; esperaba aquellas palabras. Dudó un minuto, una pausa en que los corazones latieron a un agudo compás, en el cuello, en el pecho, en la cabeza…
—Después que lo cure, lo entregaré a Amador.
Pero ellos supieron que les mentía y agarrando a la víctima por los brazos intentaron desmontarle.
—Venga; abajo con él.
El viajante se había encogido y parecía intentar desaparecer en sí mismo, cubrirse de la lluvia de denuestos que sobre él se abatía. Con un movimiento brusco, echó abajo las manos que le atenazaban, pero un relámpago amarillo cruzó el resplandor del farol y fue a chocar sordamente en su cabeza. Su nuca golpeó con violencia en la cara del médico, y éste, apenas vio el bastón por el aire, comprendió que por allí le cogía el mundo de nuevo. Eran las mismas palabras, las mismas injurias que los otros, las que ahora salían de su boca, un torrente de denuestos, de voces atropelladas por la ira; y los hombres le miraban entre asombrados y confusos sin acabar de explicarse lo que sucedía. Vio a Alfredo cerca de sí, preguntándole:
«¿Le dieron a usted?». Y leyó la verdadera pregunta: «¿Qué tiene que ver con él?, ¿por qué se mete en esto?». No; la vida no era tan sencilla como la gente suponía.
Dio al caballo un talonazo y los rostros se apartaron a su paso, de mala gana, con un gesto de resentimiento, y en tanto caminaba entre aquellas dos hileras de odio silencioso, fue su cuerpo en acecho, en brutal tensión expectante, donde su corazón y su cerebro aguardaron la primera herida, el primer vituperio, la negra inconsciencia de la muerte.
Quedaron atrás en un murmullo de voces agrias. Le llegó la de Baltasar, que gritaba:
—¡No se va a salir con la suya…!
Había desaparecido el estupor primero y le amenazaban; aún les siguió oyendo poco antes de apearse en el corral de su casa.
Socorro bajó con una luz y se asustó al ver el estado del viajante. Trajo agua caliente y vendas, y ayudó al médico a curar la herida de la cabeza.
—Ahora, estése quieto.
Descansaba en el suelo, sobre una manta, en una de las habitaciones que daba al río. El médico había apagado la luz y abierto la ventana.
—¿Dónde lo cogieron?
Tardó en contestar. Dijo el nombre de un pueblo que el médico no conocía. Sus palabras sonaban cansadas y vacías.
—¿Le pusieron así allí?
Tardaba en recuperarse. Había bebido una copa de coñac que le iba haciendo efecto lentamente.
Continuó en el mismo tono soñoliento:
—No sé por qué ha hecho esto; de todos modos estoy listo.
—¿En cuántos pueblos?
—Tarde o temprano tenía que acabar; ya era mucho…
—¿En todo el Ayuntamiento?
—Va usted a cargar con la rabia de todos. Si ellos quieren le echan de aquí; tienen sus trucos; no los conoce.
—Usted tampoco es de aquí.
—Todos estos pueblos son iguales —se agitó sobre la manta y miró por la ventana—. Hace calor aquí… Estoy listo.
Durante unos minutos el médico creyó que dormía, tan lento y sonoro era su aliento, pero alzó la voz de nuevo:
—¿Tiene un cigarro?
Le dio fuego también.
—¿No iba dinero de usted, verdad?
—¿Dónde? No…
—Usted no se fiaba. Ni usted ni el hermano del de la fonda.
—Yo no tengo dinero.
—¡Ca!, usted no se fiaba, usted no es como ellos. En las capitales hilan más fino. Allí se pueden hacer buenos negocios.
—¿Qué negocios? ¿Como éste?
El viajante enmudeció. Llenaba la habitación el rumor del río. Repentinamente, rompió a hablar de nuevo:
—¿Me querría hacer un favor?
—¿Qué es?
—Es cosa fácil. Además, después de los trabajos que por mí se está tomando… tome esto —le tendió un sobre que examinó a la pálida luz que entraba por la ventana—. Ahí van las señas de mi mujer, el pueblo en que vive…
—No sabía que era casado.
—¿Le extraña?
—No.
—No lo soy… Tengo una cartilla de ahorros a su nombre, pero ella no lo sabe. Dígaselo usted y cuéntele lo que pasa.
—Le escribiré. ¿Tiene hijos?
—No. ¿Por qué?
—Por nada.
—Volvió a leer las señas.
—No tengo más dinero que ése. Todo lo que llevaba encima me lo quitaron arriba, pero nadie sabe una palabra de la cartilla esta. Sólo usted y yo. Treinta mil pesetas.
—En un pueblo son algo.
—Ya puede estirarlas, dígaselo. Yo estoy listo para rato. Me fío de usted. A no ser por usted, ella no ve ni un céntimo y se hubiera tenido que ir a pedir, con treinta mil pesetas en el banco.
Se incorporó, quedando sentado en el suelo, y el médico hizo un involuntario gesto de prevención.
—No tenga miedo, que no me marcho —se arrimó a la ventana—. ¿Cree que no habrá por ahí más de uno que me esté esperando? No les voy a dar ese gusto.
Su voz era de nuevo apagada y triste. En unos minutos parecía haber olvidado las penalidades pasadas y lo que aún le restaba, pero la vista del pueblo le volvió a sumir en amargos cálculos.
—¡Si acabarán de venir…!
El médico supuso que se refería a los guardias. El cigarrillo, junto al suelo, se agotaba. Tuvo el presentimiento de que cuando la brasa se extinguiese, el viajante saltaría por la ventana. Era una idea absurda, pero no podía desecharla. Se preguntó si deseaba que el viajante pagara sus culpas.
Dudó; ahora, sereno, sentía por él una vaga simpatía y nada más. Miró el cigarro, la única partícula viva de la sombra, que debió agotarse, porque describiendo una parábola luminosa cruzó la ventana y cayó fuera. Los minutos transcurrían en silencio; al fin cerró la ventana. Fue una torpe maniobra que intentó justificar.
—Se ha puesto frío…
Las palabras sonaron mezquinas, y él mismo juzgó que lo eran. Renegó de sí mismo y del viajante; desde que lo había encontrado no cometía sino torpezas. Ahora era el silencio más denso porque la voz del río había quedado fuera. Sonaron unos golpes en la puerta de la calle y ambos se sobresaltaron. El médico se levantó, y lanzando una rápida mirada a la ventana salió a abrir.
Reconoció a Amparo en el umbral, con el chal sobre los hombros y un serillo en la mano.
—¿Está muy mal?
—No.
—¿Puedo entrar?
La condujo a la habitación y vio cómo el viajante se levantaba también y salía a su encuentro. El médico salió una vez más, y contempló desde el corral la luna, que aquella noche le pareció una grande y blanca madre velando por sus oscuros hijos dormidos en el valle. A su espalda oyó durante un tiempo rumor de palabras; luego todo quedó en silencio dentro y fuera de la casa.
***
Los guardias subieron de madrugada. Don Prudencio los vio marchar con el viajante en medio, las manos esposadas, una hora más tarde.
Había sacado su sillón de mimbre al huerto, tras la casa, y desde allí dominaba la carretera, oculto de las miradas del pueblo. Ya no aparecía en el balcón como antes; se escondía de sus vecinos dormitando todo el día cara a la montaña, entre las marchitas nabicoles. Algunos días, a la hora de la siesta, aparecía Antón.
—Vaya, don Prudencio —se quejaba—, de un tiempo a esta parte no es usted el mismo.
El viejo callaba, contentándose con mirarle, pero el ayudante del secretario no se intimidaba; seguía importunándole, aconsejándole.
—A usted lo que le hacía falta era olvidarse de Socorro y traerse una sustituta —remarcaba cómicamente esta última palabra—. A su edad yo no estaría solo tanto tiempo. ¡Cualquiera sabe lo que puede pasar!
Don Prudencio, viendo cómo le sentenciaba y aquellas libertades que en otros tiempos ni hubiera soñado siquiera, concebía por el ayudante un odio formidable, aunque, a diferencia de antes, no le costaba gran trabajo dominarse, y hasta se complacía en preguntar con voz tranquila y reposada:
—¿Pues qué años me echas tú?
Y el otro decía una cifra a la que ninguno concedía atención, porque ambos sabían que se trataba del corazón, de la enfermedad que lo iba agarrotando, y la edad no contaba.
Notaba la mirada atenta de Antón sobre su cuerpo, examinando sus manos y las piernas hinchadas, sus esfuerzos por moverse, y procuraba mantenerse inmóvil en el sillón. Había en sus ojos un afán investigador, como una curiosidad científica que no se cuidaba en disimular, por seguir el curso de la enfermedad hasta el desenlace que, seguramente, juzgaba próximo. Preguntaba por la enfermedad en general, por los síntomas, y el viejo podía ver cómo mentalmente los anotaba, sin duda, para facilitar el parte a la noche en la cantina. Y porque veía en aquel hombre al pueblo entero presenciando atento su agonía, procuraba bajar todos los días, aun a costa de grandes esfuerzos, a ocupar el sillón, contestando con calma a cuanto Antón o su mujer, que a veces le guisaba, le preguntaban acerca de su dolencia.
Según los días iban pasando, volvía diáfano a su memoria el tiempo de la infancia. Pasaba mañanas enteras intentando recordar la letra de un cantar que había escuchado de niño, o cómo era el pueblo hacía cincuenta años, esforzándose inútilmente en traer a su memoria la cara de algún pariente muerto, pero, al final, fatalmente, se aburría. Dejaba resbalar su vista sobre el huerto seco, por el corral sucio y la adusta montaña que sobre la casa se cernía, y si el eco reflejaba alguna conversación, risas o tan sólo un persistente ladrido lejano, su ánimo se llenaba de amargura, de sombrío mal humor que no le abandonaba hasta la noche. Fuera de Antón y su mujer no había vuelto a ver a nadie. Intentaba olvidar a Socorro, y, aunque los primeros días su angustia fue constante, poco a poco se iba acostumbrando a no pensar en ella, y sólo temía si alguna vez, por cualquier circunstancia, se encontrara a solas en su presencia; pero como esto no era probable, no le preocupaba mucho. La nota que para el médico le habían extendido no había salido de su cartera; a él sí le odiaba; no con el compasivo desprecio que Antón y sus compañeros le inspiraban, sino más profundamente, pleno de rencor, de un modo que en otro tiempo, sin la fatiga y el abandono actual, le hubiera arrastrado a tomar venganza.
Lentamente, la idea de la muerte iba entrando en sus horas de meditación, que eran ya todo su tiempo. Solía asustarse pensando en su hora postrera; luego, venía una leve calma, un cansancio que invitaba a dormir, y, despertándose, todo su miedo había desaparecido; un pequeño optimismo le embargaba, haciéndole olvidar sus penas, como si fuera imposible morir así, a plena luz del día; pero aun con eso no se hacía demasiadas ilusiones respecto a su actitud final, porque en cuanto el menor síntoma alarmante aparecía, se echaba a temblar sin poder pensar en nada, arrollando todas sus valerosas reflexiones.
Hacía dos días que los ataques no habían vuelto, pero el último le había asustado más que ninguno.
Le empezó por un peso en el pecho izquierdo, sobre el corazón. Se cambiaba de postura, pero la opresión continuaba cada vez más fuerte en el pecho y la espalda; un invisible torniquete le hundía la carne dentro de la carne. Más tarde venía un dolor agudísimo y repentino, los ahogos y desmayos que le derribaban sobre la cama, exánime, luchando por vencer a su cuerpo, a la enfermedad, al orgullo que le impedía llamar a Antón o a su mujer, pedir auxilio, salir al balcón y gritar al pueblo que se moría, que tenía miedo, que llamaran a un médico, aunque fuera al que él más detestaba, al que le había herido, el único que podía aliviarle un poco.
En estos minutos angustiosos también pensaba en su hermano, en el hermano que había huido hasta el otoño sin dejar un aviso, una carta siquiera previniéndole, a pesar de saber que estaba enfermo, que pensaba ir a la capital por aquellos días. Hacía tiempo que creía ver en sus palabras, en su modo de proceder, un deseo de irle lentamente distanciando, pero siempre lo había atribuido a su propia suspicacia, a su desconfiado modo de pensar respecto de los demás. Ahora meditaba a menudo sobre el asunto y veía claro cómo aquel desaire iba encaminado a apartarle definitivamente de ellos, si es que le quedaba algo de orgullo, pues su hermano le conocía bien y siempre obraba con plena conciencia de lo que hacía. Podía descansar tranquilo dondequiera que se hallase: no volvería por su casa. Si su posición o clientela o el orgullo que la misma sangre alentaba le hacía desear la separación, no pisaría más su puerta, no le consultaría acerca de su dinero, y si los médicos le condenaban a morir, moriría sin pedir consuelo a nadie, ni a su hermano ni a sus vecinos.
Los desdenes de éste los volvía hacia los otros, tratando de dar salida, fuera de sí, a la ira, el despecho, la amargura de que su proceder y la huida de Socorro le habían colmado.
Oyó pisadas en el corral y la voz de Pepe.
—¡Don Prudencio!
—Estoy en el huerto, aquí detrás.
Apareció con una carta en la mano.
—Trajo el correo esto para usted.
De lejos reconoció el sobre azul del banco. Debía ser el balance trimestral de su cuenta corriente.
Dio las gracias, y lo recogió sin molestarse en abrirlo. Pepe se interesó vagamente por su salud y desapareció.
El sol se hallaba en el vértice del cielo y el pueblo tan desierto como siempre a la hora de comer.
Cerró la puerta tras sí, y al hacerlo el picaporte le quemó la mano como una advertencia. Se echó la boina sobre los ojos, porque la luz, tras la tiniebla del pasillo, le cegaba, sumergiéndole en un mar de aire denso, en calma y ardiente.
Cruzó el puente; en la cantina, tres mujeres recogían el suministro. Los serillos sobre el mostrador iban guardando el arroz, el jabón y el aceite en media lata de gas-oil. Otros días, la mujer de Manolo charlaba con ellas, y hasta éste terciaba con bromas, pero aquella vez no se oían ni risas ni charla; todas andaban con el gesto adusto, procurando terminar cuanto antes. Cuando Pepe llegó hacía un buen rato que la comida esperaba, humeante, en la mesa de la cocina.
—Vaya, hombre; ya creíamos que no venías.
—No son más que las dos…
—Y media.
—¿Y media?
—La hora que sea. Tú anda con bromas y el mejor día te quedas sin comer.
Sonrió para sí. Justamente, porque todos esperaban sus chanzas a costa de la estafa del viajante, desde que se había sabido la verdad sobre el asunto, no había abierto la boca para mencionarlo.
Nadie ignoraba que únicamente don Prudencio y él habían salido indemnes del fraude y gozaba con aquella admiración secreta, sin dar a los otros ocasión de desquitarse, sin concederles beligerancia, hiriéndoles con su ironía silenciosa. Ahora que todos se habían visto obligados a reconocer de buena o mala gana su razón, su golpe de vista, podía considerar legítimas sus pretensiones a salir fuera, al mundo, lejos del pueblo, del coche y los palurdos viajeros que se veía obligado a transportar todos los días. Un buen negocio en la capital, con el dinero que su hermano le prestaría, iba a llenar sus anhelos de siempre: anchos bulevares, dinero y sitios donde poder gastarlo, trato con gente fina, volver al pueblo por las fiestas con un traje nuevo y camisa de seda a holgar unos días relatando sus hazañas. Y al final, casarse y, a ser posible, enganchar un buen pico de fortuna propia.
Casi le estaba agradecido al viajante porque a pesar de la pérdida que para su hermano suponía la estafa, con toda seguridad ahora se hallaba mucho más dispuesto a que quien había visto más claro que él marchara a la capital y saliera adelante con la ayuda de su dinero.
—Setecientas…
—Pues a nosotros se nos llevó mil.
—Dios… ¡Cómo habrá hombres así! Por mucho que le hagan no paga ni la mitad del daño que ha hecho.
—Pues, ¿y en los otros pueblos?
—¿También?
—¿Creías que sólo había venido a éste?
—¡Dios mío, Dios mío, qué plaga! Tengo que escribir a mi suegro.
—Ganas tienes de amargarte; mejor es no saberlo.
—¿Y no nos van a devolver nada?
—¡Qué nos han de devolver, mujer!
—¡No sé a quién vas a reclamar!
—¿Y los papeles que nos dio?
—Ya puedes encender la lumbre con ellos…
—Señor, Señor… esto es un castigo.
Pepe oía las lamentaciones, mientras se servía en silencio. Anudó la servilleta en torno al cuello y vio cómo las mujeres recogían los serillos y salían tristemente al sol.
Caminaban por la carretera lamentándose, y antes de llegar a la fragua se cruzaron con el médico que iba por el otro lado, junto a la cuneta. Se abismaron en una apresurada palabrería para no saludarle, y el médico tampoco volvió la cabeza ni se extrañó, porque ya a la mañana, con Baltasar, le había sucedido otro tanto.
Se había levantado tarde tras una noche en vela, con los nervios en tensión, tratando de conciliar el sueño hasta la madrugada, y había salido al corral, bajo los ciruelos, al mismo tiempo que Baltasar volvía con el carro. Le había saludado sin rencor, dispuesto a explicar su arrebato de la noche, pero el otro se había metido en casa sin contestarle.
Se encogió de hombros y entró a contárselo a Socorro.
—Eso no es lo peor.
—¿Lo peor? ¿Qué es lo peor?
Al día siguiente lo supo. Socorro no pudo encontrar quien le vendiera manteca, ni fréjoles, ni garbanzos siquiera. Recordó las palabras del viajante, y pensó: «No es así como pueden echarme».
—¿Viste a Amparo?
—Sí. Me dijo que por su gusto nos daría todo lo que tiene, pero que le daba miedo.
—¿Miedo, de qué?
—De todos. Ella está sola; no tiene más que a su madre. Anoche se reunieron los hombres.
Todo era tan fantástico que el médico siguió interrogando, interesado a su pesar, como si fuera otro y no él precisamente la víctima de la conspiración que se tramaba.
—¡Se reunieron! ¿Y dónde se reunieron?
—En casa de Manolo.
—¿En la cantina?
—Sí.
—¿Y qué quieren? ¿Que me vaya?
—Quieren echarnos.
Se llamó bruto y egoísta porque en su frenesí la había olvidado. Aunque él hubiera pensado en marcharse, en acceder, ella quedaría allí desamparada un tiempo, sin un solo pariente, en situación más apurada que antes. Y aquel modo sumiso de hacerse culpable, de aceptar voluntariamente su pena, hizo revivir dentro de él, en toda su ternura, el amor que por ella sentía. La atrajo hacia él, y abrazándola estrechamente se sintió seguro.
—¿Y no saben lo que les puede pasar si yo me quejo al Ayuntamiento?
Socorro había enmudecido y tenía el mismo rostro grave de siempre.
No reclamó a nadie; lo juzgó poco digno. Ellos estaban equivocados y estaba dispuesto a demostrárselo. Cualquiera otro en tal situación, don Julián, el que se había marchado, hubiera protestado; él, por el contrario, al anochecer se presentó en la cantina.
Vio las mismas caras de siempre: Manolo, su mujer con el niño, y dos asturianos que le saludaron mirándole con curiosidad.
—¿Está Pepe? —Manolo y su mujer le miraban absortos, casi con asombro.
No comprendió del todo aquellas miradas medrosas y se sentó en uno de los bancos, porque también él necesitaba tranquilizar sus ánimos.
—¿Cuándo viene?
Manolo movió la cabeza.
—No sé.
—Necesito el coche mañana.
La mujer musitó estúpidamente:
—Sí, sí —y frunció el entrecejo.
Manolo respondió que se lo dirían cuando volviese, que estaba en la estación a recoger unos bidones de aceite.
Saludó y se fue tras detenerse un instante en la puerta. Tenía aún ante sí la cara de Manolo y le regocijaba la idea de meterle en un aprieto intentando comprar algo allí mismo, en su almacén.
Podía hacer un experimento; averiguar a quién temía más, si a él o al resto del pueblo, pero continuó pensando que era absurdo gozarse en un necio capricho cuando al día siguiente pensaba traer de la estación provisiones en abundancia, lo menos para un mes.
La luna en cuarto menguante comenzaba a asomar apuntando los cuernos al vacío. Una tolvanera cruzó el río suspirando, y el médico, metiendo las manos en los bolsillos de la chaqueta, siguió su camino.
Se veía metido en un extraño empeño. Aquella gente creía odiarle; pensaba que les había perjudicado, y, sin embargo, nunca había estado su corazón más cerca de ellos. En la noche se imaginaba a Alfredo preguntándole de nuevo: «Y usted, ¿qué piensa hacer?». Y él contestaba: «Me quedo, me quedo para siempre». Y el otro: «¿Para siempre?».
En aquel momento se negaba a dejarlos. No iba su orgullo en ello. Podían huirlo, murmurar, vejarlo. Un amor animal le atraía a su vida como al río, a la tierra, a los vientos. Hasta entonces, su vida con ellos se había ido encadenando con suavidad y ligereza, siempre como algo exterior, ajeno, advenedizo; ahora venía la ocasión de irrumpir en su mundo, obligándoles a aceptarle de igual a igual entre sus hombres, entre las causas de sus penas o alegrías.
El río seguía clamando, mugiendo más abajo en los pozos; los álamos se estremecieron; un rosario de chispas surgió de la chimenea de Amador. Una sombra apresurada, con un perro a los talones, le adelantó cruzando el puente:
—Buenas noches…
El tono afectuoso del saludo le hizo comprender que no había sido reconocido. Le maldijo; en un momento le había hecho odiar el pueblo de nuevo. Miró dentro de sí, desalentado, su corazón, sus dudas; sintió la amargura de sus pensamientos. Sobre su cabeza, nubes blancas giraban incansables, sin avanzar un paso, nimbadas por la luna, siempre en el mismo lugar del firmamento.
***
Pepe esperaba abajo fumando; hizo un saludo con la mano respondiendo al del médico.
—Buenos días.
El auto se tambaleó sobre los guijarros y los cauces de agua que horadaban el terreno, flanqueó la pirámide terrosa de la iglesia y por uno de los puentes salió a la carretera. Aún el sol no había bajado al pueblo y la niebla cubría el río con bancos plomizos. El coche roncaba. El médico miró el espejo y vio los ojos de Pepe observándole.
—¿Hasta dónde vamos?
—A la estación.
El coche dio un bote y en el espejo se reflejaron fugitivos los gruesos labios fruncidos en un gesto de mal humor:
—¡Si se hundirá esta carretera de una vez…!
Apareció una negra figura que grotescamente, como corriendo hacia atrás, desapareció a sus espaldas. A poco rebasaron otras dos, también enlutadas, y a partir de entonces siguieron encontrando todo a lo largo de la carretera mujeres en ropa de domingo.
—¿Dónde van?
—Ahí cerca.
—Volvió la cabeza a medias un instante.
—¿Algún entierro?
—No —los ojos se hallaban de nuevo en el espejo—. A pagar la contribución.
Llegaron a un pequeño pueblo que el médico no recordaba. La carretera lo cruzaba por medio y había tal aglomeración que fue preciso detenerse.
—¿Siempre hemos venido por aquí?
—Sí, siempre.
Había una pequeña casa recién enjalbegada y en rededor de ella un grupo numeroso de hombres y mujeres. Dos guardias aparecían sentados a la puerta.
—Aquí no se ve un alma en todo el año, pero como está en el centro del Ayuntamiento, cada vez que viene el de la contribución se pone que no hay quién dé un paso, ya ve.
El claxon iba apartando a ambos lados mujeres con serillos y brillantes pañuelos negros a la cabeza, hombres de tez color ladrillo arrastrando tras sí sus asnos color ceniza o pequeños caballos.
El almacén rebosaba; dentro podían verse dos muchachas afanándose en servir a la extraordinaria clientela, sobre un fondo de jamones, botellas y latas de conserva. Alegres cánticos surgían de la cantina. A su puerta un viejo, con la gorra sobre los ojos, dormitaba tomando el sol sobre los escalones.
—Hoy, como que es fiesta para todos… —musitó Pepe, y pasada la aglomeración pisó el acelerador hasta el suelo y el pueblo desapareció.
Entraron en las primeras gargantas y a pesar del viento frío que se filtraba por las rendijas de las ventanillas, el médico descabezó un sueño. Le despertó repentinamente un brazo desnudo que depositó dos cartas en la valija a sus pies. Se habían detenido.
—Se ha dormido usted.
—Sí, un poco. ¿Falta mucho?
—Poco ya.
Antes de que hubiera podido echar un vistazo a su alrededor, el auto corría de nuevo con el río verde, encajonado y transparente abajo, junto a ellos.
—¿Vamos a estar mucho tiempo?
—¿Dónde?
—En la estación.
—No. ¿Por qué?
—Por nada. Quería recoger algunas cosas, si a usted no le importa.
—No, no tengo prisa ninguna.
—¿Va por los billetes?
—¿Qué billetes?
El otro calló, mirándole extrañamente.
—No, no me voy.
Cruzaron un puente de tablas, construido sobre los pilares del que destruyó la guerra. El médico se asomó a mirar el agua a sus pies y oyó la voz de Pepe:
—Aún no tuvieron tiempo de arreglarlo. El mejor día damos el salto.
Vino otro silencio; el humo de un nuevo cigarro surgía por la ventanilla.
—Así es la vida. Usted se queda y yo me voy…
—¿Te vas por fin?
—Ahora, seguro.
El médico recordó las visitas nocturnas a la hija de Alfredo.
—Pero ¿no te casas?
—No; eso ya veremos. Según me vaya.
—Convenciste a tu hermano…
—Eso es. Anoche mismo se decidió. Ya no paro aquí ni un día más.
—¿Te piensas establecer?
—Pondré un chigre; voy a ver si cojo algún traspaso barato junto a la estación. Ahí sí se gana dinero. Si me salen las cosas como yo pienso, en cinco años devuelvo el dinero.
El médico, por decir algo, repuso:
—Va a ser mucho correr, ¿no?
—¡Ca!, ya le digo que todo depende de cómo vayan las cosas.
El médico no parecía muy dispuesto a seguir hablando, y Pepe, dando un nuevo y brusco cambio a la conversación, se volvió a medias sin dejar de mirar la carretera, continuando en voz confidencial:
—Yo que usted me marchaba también.
El médico no contestó; se dejaba mecer por los vaivenes del coche.
—¿Qué le espera aquí? Disgustos nada más. Ya ve cómo están ahora.
—Ya…
—Aquí no va a salir de pobre en la vida.
—Sí, ya lo sé.
—¿Pues entonces? La verdad, que me maten si le entiendo a usted. ¿No espera nada?
—No.
Hizo un gesto malicioso:
—Bueno… ¿No tendrá cincuenta mil sitios mejores que este donde ir? Lo que es a mí, no me hacían eso…
—¿Qué?
—Eso. Bien lo sabe. Cuando me pidió el coche creí que se marchaba; luego que le he visto sin equipaje pensé que sólo iba a por los billetes.
El médico le dijo cuál era el motivo del viaje y Pepe se encogió de hombros.
—Usted sabrá lo que hace. Buena gana de aguantar a todos ésos —fue frenando poco a poco—. Bueno, ya estamos.
El coche paró frente al estanco, en el momento que César salía.
—¿Seguimos?
—No, yo me bajo aquí. Ya te avisaré cuando tengas que ir por los paquetes.
Se apeó y desapareció a buen paso. Llegó César, invitando a Pepe a unos blancos.
Había en la cantina dos tratantes de Mansilla, poco locuaces, con sus blusones negros hasta las rodillas, esperando el tren. Saludaron cortésmente cuando entraron los dos compadres. Un viajante que en el otro extremo del mostrador sorbía su café inclinó la cabeza llevándose la mano a la sien en un saludo militar.
El dueño del hotel se acercó al verlos entrar.
—¿Cómo tan temprano? —preguntó a Pepe.
—Hoy vengo por cuenta del médico.
—Buena os la jugó, ¿eh? —celebró César, dándole una palmada en la espalda mientras les servían.
—¿Blanco a los dos?
—Sí, blanco.
—A mí no me la juega nadie.
—Pues tiene agallas el médico ese para lo joven que es —afirmó Pedro, el dueño—. ¿Qué edad tiene?
—No sé. —Pepe se encogió de hombros—. Seguramente no pasará de los treinta.
—Yo me juego el cuello a que no lo echan.
—¿Y quién dijo que le quieran echar?
César y Pedro se miraron.
—Pero, hombre, ¿tú crees que aquí no nos enteramos de lo que pasa arriba?
Pepe enmudeció y sorbió su vaso. Los otros continuaron:
—Y lo de la chica que le quitó a don Prudencio. Está bueno, hombre, que tengan que venir de fuera a enseñarnos cómo hay que hacer con el viejo. Un médico así nos hacía falta aquí, no el carcamal que nos mandaron.
—Y luego dicen que no sabe lo que hace —continuó Pedro—; ése en un par de años se hace el dueño del pueblo.
—Y si no, al tiempo. Ahí le tenéis: se empeñó en que no le tocabais al otro un pelo de la ropa, y ni presidente, ni secretario, ni nada. ¿Quién le pudo?
César rió tan fuerte que el viajante del café volvió la cabeza.
—Lo que debió pensar: para presidente, yo; para secretario, yo.
—¡Y para don Prudencio, yo!
—Eso es. Ya puede morir tranquilo el viejo. Por cierto, ¿qué tal anda?
—Malamente.
César sonrió con malicia.
—Claro, esos disgustos a su edad son malos. ¿No sabéis a quién deja el dinero?
—No sé.
—A Socorro no será, digo yo.
—¡Yo qué sé! —replicó Pepe, molesto de tanta broma—. Se lo dejará a su hermano.
—Estaría bueno que le heredara la chica.
—¡Tan tonto no va a ser!
—Vete a saber… —César se interrumpió y quedó mirando vagamente la fila de botellas—. Ese médico debe ser zorro viejo… A mí no hay quien me saque de la cabeza que si no se mueve de ahí es porque espera algo.
—Yo sí que me voy —cortó Pepe, y acto seguido explicó sus planes. El préstamo y su deseo de vender el coche.
—Si tuviera dinero te lo compraba, pero ya sabes que aquí no se gana una cochina peseta que no se lleven las reparaciones.
Pepe afirmó que en la capital pensaba sacar todo su valor.
—¡Menuda suerte —exclamó César—, menuda suerte! Por algo dicen que quien la sigue la mata. Te empeñaste en marcharte y te vas.
Pepe había recobrado su aplomo tras las bromas de antes, y César, dándole un golpe amistoso en la espalda, mandó a Pedro llenar de nuevo los vasos.
—Aquí tienes uno que saldrá adelante; no nosotros, que pasamos la vida sin sacar la cabeza del hoyo.
—Hombre, esto no es como el pueblo de Pepe —protestó Pedro.
—¡Qué más da! Hay que salir, compañero; ver mundo, mover las piernas.
Pedro movió la cabeza y fue a atender al viajante, que pedía una copa de orujo:
—¿Tú crees que allí no hay que trabajar como aquí? —exclamó.
—Ya sé que hay que trabajar, pero es distinto. Allí sabes que puedes salir de pobre; cada día es como si subieras un poco, mientras que aquí… No tienes más que mirarme a mí, arriba y abajo todo el día, ¿y qué saco?
—Algo ganas, no te hagas tan pobre.
—Nada; miserias.
El viajante se acercó, terciando en la disputa. Dio en el codo a Pedro, encarándose con Pepe:
—Aquí el amigo tiene razón. Según usted, en la capital todos van en coche.
Pepe le miró con extrañeza, pero César recogió sus palabras.
—Yo ya sé que no va todo el mundo en coche. Lo que hay que hacer es espabilar y ser más vivo que el vecino.
Pedro, de codos sobre el mostrador, observaba con ojos aturdidos cómo los tres hombres discutían. De vez en cuando posaba en las palmas de las manos sus mejillas rosadas, cruzadas de una tupida red de hilillos rojos como sangre coagulada. Por fin dijo a César, por el viajante:
—Te advierto que éste estuvo en la capital mucho tiempo.
César y Pedro le miraron.
—Sí, señor, cinco años, y tuve que marcharme.
—¿Por qué? —preguntó César.
—Pues porque me iba mal, ¿por qué iba a ser? No encontraba trabajo.
César no respondió, limitándose a sorber su vaso.
—¿Qué? ¿No me cree?
El otro se encogió de hombros.
—¿Y por qué no voy a creerle? No es el mismo asunto. Éste no va a buscar trabajo; va a establecerse.
Pepe no decía palabra, dejaba que su amigo hablara por él. Los tratantes habían salido porque la campana acababa de anunciar la llegada inminente del tren. Los rayos amarillentos del sol alumbraban una línea oblicua y polvorienta desde la puerta al mostrador.
—¿También estuvo usted establecido?
—No; nunca tuve dinero suficiente; pero un amigo mío, que aquí Pedro conoce —señaló al dueño con el dedo—, sí que anduvo en negocios.
—¿Quién?
—El sobrino de don Manuel.
—¿Y qué; le fue mal?
—Ése trabajaba negocios en grande. Tenía un almacén de frutas al por mayor.
—¿Y qué pasó?
El viajante miró a Pedro.
—Pasar, no pasó nada. Sólo que no le daban ni una partida importante. Los negociantes fuertes forman la rueda y se hacen las ofertas unos a otros, y no adjudican un vagón de nada a ninguno que no sea de sus amigos. No son más de cinco o seis y vendrán a salir por unos cincuenta mil duros al año. Y para los demás, las migas.
—¿Y no hay quién los eche? —preguntó César.
—¡Ay, compañero! —exclamó el viajante en un tono que molestó un poco al otro—, a ti te convenía dar una vuelta por allí. ¡Echarlos…! En mi vida vi gente con más agarraderas.
—Bueno —replicó Pepe—. Yo no pico tan alto.
—Es igual —remachó César—. Sólo digo que no me gustaría morir sin haber salido nunca de este pueblo…
Volvieron a mediodía con el sol en lo más alto, y el aire reverberando a ras de suelo. Antes de entrar en el pueblo vieron a Antón y su mujer sulfatando unos patatales. Pepe detuvo el coche.
Antón iba delante con la máquina a la espalda, moviendo sin cesar la palanca del émbolo, sudoroso, acomodando el paso a su respiración entrecortada, regando con la manguera las hojas, que se tornaban blancas. Miraba al suelo, a los surcos grises entre sus alpargatas quemadas por el sulfato, y a no ser por la voz de Pepe no se hubiera molestado en mirar a la carretera. Sólo a veces volvía la cabeza atrás, donde su mujer, con una escoba vieja, iba regando las plantas, mojándola en el cubo que arrastraba consigo, poco a poco, bajo el gran sombrero de paja que la cubría.
—¿Te falta mucho?
Antón se detuvo, y enderezando los riñones se llevó la mano a los ojos, a modo de visera.
—Acabo dentro de un par de horas.
La mujer también se enderezó, abandonando la escoba en el cubo del sulfato, pero no dijo nada, contentándose con mirar. El médico vio cómo los ojos de ambos se dirigían hacia él un instante para saltar al punto al asiento de Pepe. Comprendió que para ellos se había convertido ahora en el ladrón de su dinero. El recuerdo del viajante acabaría amortiguándose y desapareciendo, y sólo él quedaría mientras viviese como causa de su daño, de un nuevo tiempo de trabajos y sacrificios. Miró los paquetes a sus pies, preguntándose cuánto tiempo aún podría resistir allí si se decidían a llevar sus medidas al último extremo. De nada hubiera servido hablarles. ¿Qué palabras hubieran podido explicar su pensamiento, sus razones? Era como en los amores de la adolescencia, cuando se lucha por decir lo que sólo a medias se vislumbra dentro de uno mismo. Sólo quedaba esperar, abandonarse al curso de los días, acechando la primera ocasión de acercarse un poco a la otra orilla.
Pepe agitó la mano a modo de saludo y los otros dos volvieron al trabajo.
—¿Es tuya la máquina?
—¿La sulfatadora? La compramos entre cinco. Por eso le meto prisa; esta tarde le toca el turno a mi hermano.
Socorro bajó al oír el ruido del motor y fue recogiendo los paquetes.
—Está arriba Baltasar esperando hace rato.
El médico se volvió y sólo entonces vio el rostro nublado de la muchacha.
—¿Qué quiere?
Socorro lanzó una ojeada a Pepe, que se hallaba enfrascado en el motor, y respondió en voz baja:
—Quiere hablar contigo.
Entró en la cocina. Baltasar se levantó al verle, dando a entender que pensaba marchar al instante. Hizo saber que necesitaba la casa. Puesto que habían pagado un mes de alquiler, por todo ese mes era suya; luego tendrían que buscar otra.
El médico no contestó; se sentó en el escaño y dejó que el otro se fuera.
***
La hija de Baltasar estaba en el río bañando a su hermanito. Cuando el sol declinaba, a la hora de iniciarse el crepúsculo, el agua venía cálida, templada en los remansos, como una caricia para el cuerpo. El niño lloraba, un poco por miedo y un poco por rutina. Le lavó primero los pies, metido en el río hasta las rodillas, luego las manos, frotándolas con arena del fondo, y, por fin, la cara y la cabeza, que ahora le estaba peinando.
Vieron acercarse al hombre, y el niño detuvo su llanto para otear su gesto preocupado. La niña lo reconoció en seguida, pero no supo qué decirle, y siguió frotando la sucia cabeza.
—¿Es hermano tuyo?
La niña agitó la cabeza.
—Y el otro, ¿dónde está?
—Está en casa…
—¿Le lavas todos los días?
—Casi todos —y añadió en un gesto que la hacía seis años mayor—: Siempre que puedo.
—¿Al otro también?
—Como está malo, no; además, es mayor…
Sacó al niño del río, secándole las piernas concienzudamente. Tiritaba, saltando sobre la hierba, envuelto en hipos y llantos. Una vez vestido, marchó a buen paso, renegando, malhumorado, volviéndose varias veces a amenazar a su hermana. Ésta lavaba ahora sus manos y la cabeza y seguía hablando con voz de niña y ademanes de mujer, cuidando de dejar siempre la toalla en lugar seco y el jabón donde no lo pudiera arrastrar la corriente.
Un golpe de viento estremeció el valle, inclinando paralelos hacia el sur los tres álamos de la bolera. La campana, al pie de la iglesia, dio un toque, y el médico se acordó de don Prudencio.
Estaba muy mal, según Antón había dicho en la cantina, y hasta para los que como él no hablaban con la gente, no era ningún secreto que el viejo duraría poco. Socorro también lo había comentado un día cenando, rompiendo uno de sus prolongados silencios. Sentado ahora en el muro, cerca de la niña, sobre el río, pensaba en ella.
Una noche le preguntó si toda su vida había sido así, y ella no le entendió porque no concebía otro modo de ser que su mutismo de siempre. Él le explicó que le gustaba oír su voz, saber cosas de su vida, de sus padres, del pueblo en que había nacido.
—¿Siempre fuiste así?
—Sí, sí…
Miraba el fuego. El médico posaba la mano en su hombro y proseguía:
—Dime algo:
—¿Qué quieres que te diga?
—Tienes razón.
Él sabía bien qué cosa eran en el pueblo las mujeres, a la huella del hombre siempre, en casa por las fiestas. Eran la descendencia, el placer y los hijos; un silencio prolongado hasta el fin de sus días.
Se estremeció. La campana dio un nuevo toque, movida por la brisa. La niña, a sus pies, se peinaba el hosco pelo castaño.
Socorro no comprendía sus deseos; quizá no los comprendiese nunca en tanto el recuerdo del viejo anduviera en su cabeza, vivo, a la vista de los cerrados ventanales donde las tolvaneras acumulaban polvo y suciedad día tras día. Era como si, al final, la agonía del viejo trajese en el aire una llamada, un reclamo que la muchacha percibía invariablemente cada día y que llenaba de angustia al médico viéndola tan callada, estremecida.
Desde donde se hallaba, contemplando un haz de juncos que el agua lamía, deseó ardientemente que el viejo muriera.
—Adiós…
La niña se alejaba andando gravemente. Ella también se convertiría con el tiempo en una de aquellas mujeres negras y mudas, y puede que cruzase aquel mismo camino, un día, a la sombra de un hombre cualquiera.
—Adiós —respondió.
El médico se incorporó; fue hundiendo los zapatos en el césped que bordeaba la fragua. Un caballo que sesteaba atado al fresno le miró agitando la cabeza. Pasó de largo, y empujando la puerta de Amador subió la escalera hasta el cuarto del enfermo.
El chico estaba dormido. Cuando despertó, tardó un rato en reconocerle.
—¿No me conoces?
El muchacho entornó los ojos, respirando hondamente.
—¿Te acuerdas de mí?
—Sí, sí, me acuerdo.
—¿Qué tal?
—Igual; ¿no has visto salir a mi padre?
—No.
—Salió hace un poco. Fue a llevar la yegua al veterinario.
Le ayudó a incorporarse y fue estudiando el cuerpo desnudo sentado en el lecho. Respiraba con trabajo, como siempre, pero aquel día algo debía agitarle interiormente.
—Esto va mejor.
El muchacho no pareció oírle. Le ayudó a meterse la camisa, sosteniéndole por los sobacos.
—Esto va bien —repitió—. Vamos a empezar con la gimnasia.
El muchacho continuaba mudo, mirándole ávidamente.
Sus ojos brillantes en la pálida cara le asaeteaban desde la cama; y, sin saber por qué, le recordaron los de Pilar, el último día.
—Es un método nuevo… gimnasia y masajes.
Se preguntó por qué decía aquello; al chico parecía hacerle tan poco efecto como a él mismo. Se acercó a la puerta y examinó los cuadros.
—¿Se va?
—Ya volveré mañana.
—¿Dónde va ahora?
Bajo las sábanas vio agitarse el pequeño cuerpo.
—La criada no está, ni mi padre tampoco. ¿Me ayuda?
Hizo ademán de incorporarse de nuevo.
El médico se sentó en el lecho. Ambos rostros, frente a frente, cercanos, se iban oscureciendo en la tarde turbia de la ventana. El chico hizo un esfuerzo, como si un gran dolor hiciera saltar a la penumbra sus palabras.
—¿Cómo lo hizo? ¿Cómo fue?
—¿Qué hice?
—Lo del asturiano, lo del viajante. Usted se lo quitó a todos —hablaba atropelladamente, mirándole de hito en hito, asido con ambas manos a sus brazos—. A Baltasar, a Alfredo, a Martín el de la fragua… Me lo dijo mi padre. Cuénteme lo de Antón… No se atrevieron con usted. Cuéntemelo… Se lo llevó a su casa, se lo llevó en el mismo caballo. Me lo dijo Carmen…
***
Al día siguiente fue Nuestra Señora. Amaneciendo bajaron dos pastores, con la borrega, de los puertos. Unos ratos andando, otros a rastras, llegó el animal maltrecho, ciego, azul de cardenales.
Lo degollaron junto a la escuela. Amador compró la pelleja, y el cuerpo sangrante quedó prendido de un árbol, dispuesto para ser descuartizado.
Desde muy temprano humeaba una hoguera en la pradera, junto a la fragua. Los hombres iban llegando con cucharas y platos, haciéndolos sonar a modo de saludo para llamar a los que aún quedaban en las casas. Manolo prestó dos calderas, y al soplo de la lumbre se fue espesando en rica chanfaina la sangre coagulada de la oveja. Bajaron los pastores restantes con un saco repleto de tierno y blanco pan, y cuando llegó el vino, que a costa del pueblo había encargado el presidente, empezó la comida.
El último en llegar fue Amador, que preguntó si estaban todos. Tocaron la campana para avisar a los rezagados, y Baltasar empezó a servir.
—Echa un poco más, hombre, que no vas a quedar más pobre por eso.
—¡Que faltan muchos! El que quiera, que se apunte para la segunda vuelta.
A medida que las garrafas del vino se iban vaciando, los cánticos y las conversaciones se hacían más estrepitosos. Un grupo de niños, desde la carretera, también reía, mirándose unos a otros cada vez que alguno de los pastores más viejos, tan serios de ordinario, rompían en un chorro de palabras deshilvanadas.
Amador hizo seña a uno de los chicos para que se acercase:
—Tú, ven acá.
—¿Quién, yo?
—Sí, tú; ven acá.
Le dio un jarro para servir el vino.
—Y vosotros, largo de ahí; esto no es para críos.
Pero los niños no se movieron. Al poco rato, ya nadie se acordaba de ellos, y Manolo, cuando la carne fue servida, les llenó un plato, acercándoselo con un jarro de tinto.
Amparo miraba desde la puerta cómo los hombres se divertían. Desde la cama su madre le preguntó:
—¿Están comiendo ya?
—Sí, hace ya un rato que empezaron.
—¿Llamaron al médico?
—Me parece que no está.
La tierra reverberaba. Un aguanieves planeó hasta los cantos redondos junto al río, y, posándose, metió la cabeza en el agua; las voces de los hombres le asustaron y se alzó en un vuelo hasta el tejado de la fragua.
—¿Qué hacen ahora?
—Seguir comiendo, ¿qué quiere que hagan?
—Y tú, ¿has comido ya?
—Sí.
—¿Por qué no comes? Te vas a poner mala.
—Con este calor no puedo. No tengo ganas.
—¿Por qué no llamaron al médico?
—Será por lo del tratante…
—¿Qué tratante?
—¡Sí ya se lo conté a usted!
—¡Ah, sí!
Sentada junto a la ventana, miraba a los hombres reír. Dejaba su cuerpo al sol, que lo quemaba hasta sumergirla en una sensación de aniquilamiento y vacío; sólo entonces se metía en la sombra del porche. Era como su vida: un pausado encaminarse hacia la nada, entre lejanos ecos de dolor, aburrimiento y deseo.
A aquella hora el viajante debía aguardar su condena en la cárcel del Ayuntamiento. ¿Qué importaba el viajante? En diez años no saldría; no volvería, ya era nada para ella, lo mismo que los otros. La vida valía poco; era preciso seguir el curso de la rueda: girar, girar…
—Y el médico, ¿se va?
—No sé…
—¿No dices que lo quieren echar?
—¿Por qué no va usted y se lo pregunta?
El rabadán, con los ojos brillantes, rojos, cantaba, y cada vez que la garganta se le agarrotaba, ahogándole la voz en un hilo, los niños de la carretera reían en silencio.
—Al año que viene serán dos ovejas —exclamó Alfredo—, la del ajuste y la que regale Pepe.
—Una oveja va a ser mucho, ya os contentaréis con que pague el vino —replicó el aludido.
—Bueno, el vino —gritaron los demás.
—Si van las cosas bien…
—Sí, van a ir…
—Ya veremos de aquí a un año.
Cuando la comida concluyó, los viejos se recostaron en la pared de la fragua para seguir charlando, y hacer más cómodamente la digestión. Los hombres más jóvenes y algún chico se tumbaron en el césped, a la sombra, lejos del humo de la hoguera, luego de lavar los platos y cucharas en la arena del río.
Manolo protestaba:
—¿Quién va a lavar las calderas?
—Ya las lavaremos.
—¿No hay quien eche una mano?
—Deja en paz la caldera y ven para acá.
Encendieron cigarros. Plácidamente subían las volutas en el aire sereno de la tarde. Cada hombre, envuelto su rostro en una nube de humo azul, las manos sobre la nuca, miraba al cielo.
—Ya verás; dentro de unos años tienes coche.
Pepe se levantó a medias sobre un codo y miró a Antón.
—¡Qué fácil se ven las cosas desde aquí!
En aquel momento sentía miedo. Veía aquellas mismas caras, burlonas a su vuelta. Había perdido todo su dinero en la capital; volvía derrotado. El mismo Antón le espetaba, riendo, en plena cara: «¡Pero, hombre! ¿Qué fue de la tienda? ¿Qué fue?». Todos reían palmeándole la espalda. La misma Isabel, a la noche: «¿Y ahora, qué?». Y en un nuevo coche, vuelta a la carretera, camino arriba, camino abajo, ni más allá de la estación, ni más lejos de los puertos. Allí, tumbado, oyendo hablar a Antón de la ciudad y la dichosa vida de los que en ella habitaban, se prometió a sí mismo no volver nunca si la fortuna le volvía la espalda.
Amador propuso tomar café en la cantina y todos acogieron con entusiasmo la idea. Manolo se adelantó a preparar el servicio, y a poco se fueron acomodando sobre banquetas, en sillas, y los que no encontraron, sobre el fogón o en el suelo.
Los niños quedaron fuera, espiando por las ventanas, escuchando los cánticos, añorando el día afortunado en que les fuera dado asistir al festín. Al declinar la tarde, aburridos, se acercaron al río, entreteniéndose en hacer saltar piedras en el agua. Una, lanzada con más fuerza, lamió un instante la superficie y alzándose en un salto fue a chocar contra la ventana de la cuadra, en casa de don Prudencio. Tras el ruido de los cristales rotos se hizo un silencio, en que el grupo se desbandó, ocultándose en el muro de la carretera, excepto dos chicos que, más atrevidos, cruzaron el río, corriendo sobre las piedras, y se pegaron a la pared de la casa esperando la inmediata bronca del viejo.
El río, a sus pies, gemía, alzándose las ondas en la corriente, cubierta la ribera de briznas y despojos y restos de las comidas de don Prudencio envueltos en burbujas brillantes.
—¿Estará dormido?
—¡Pues ya hizo ruido la piedra!
Dos cabezas asomaron en la otra orilla interrogando, y los de acá hicieron seña con la mano de que se acercasen. En un momento todo el grupo estaba reunido de nuevo mirando las ventanas de la casa.
—¿Qué pasa?
—No hay nadie.
—¡Cómo no va a haber!
—Ayer dijo mi padre en casa que no sale nunca.
—Pues es mentira.
—¡Qué va a ser mentira! Te apuesto lo que quieras a que está.
—No se oye nada. Estará dormido.
Un momento estuvieron indecisos; luego, el mayor de todos dijo:
—Venga, auparme, que entro por la ventana.
Al principio se opusieron, pero la curiosidad había prendido en ellos y pronto formaron una torre con sus cuerpos, por donde subió el hijo de Baltasar.
—¿Ves algo?
—¿Qué se oye?
—¿Qué va a ver, si es la cuadra?
—¡Callaos!
—¿Qué pasa?
—¡Qué os calléis!
El hijo de Baltasar estaba temblando; las piernas se estremecían sobre los hombros de los otros.
Agarrado a los barrotes de la ventana se detuvo, mirando abajo para deslizarse al suelo completamente pálido, en silencio.
—¿Qué ha sido?
El muchacho no contestó, y todos guardaron silencio. Del fondo de la casa surgía un entrecortado lamento, una queja prolongada lúgubremente como el llanto de un animal moribundo.
Se detenía y empezaba de nuevo en un jadeo, en un respirar penoso que subía de tono hasta concluir en un grito. Todos se miraron amedrentados. Partieron corriendo hacia la cantina.
Baltasar dijo:
—Se está muriendo.
Pero ninguno de los que allí estaban dio un paso hacia la puerta. Los cantos se interrumpieron; todos guardaron silencio, como si desde allí pudieran oír el estertor del enfermo.
—Era como los perros cuando se mueren, igual.
—Como ladran cuando se ha muerto alguien.
Los rostros se ensombrecieron y el tiempo transcurría sin que nadie se moviera, cuando la mujer de Manolo apareció en la puerta de la cocina.
—Pero ¿qué? ¿Es que no vais a ir ninguno? Estáis ahí oyendo las barbaridades que dicen esos críos… ¿No hay ninguno que vaya a buscar al médico? Ninguno se movió. Tuvo que enviar a un chico.
—Le dices que venga, que don Prudencio se está muriendo.
—¿Que venga aquí?
—No, a su casa.
Alfredo se revolvió sentado en el suelo:
—Yo no tengo nada que ver con él. Si su familia no mira por él, suya es la culpa.
Los hombres fueron desfilando cada cual hacia su casa, sin decir palabra, lentamente, pensando en el último minuto de la fiesta truncada. La mujer, viendo marchar al último, se echó el mantón sobre los hombros y salió a su vez rumbo a casa del viejo.
—Todos los hombres estáis dejados de la mano de Dios.
—Ahí va mi mujer también —le respondió Antón.
—No tenéis respeto ni para un moribundo. Así os va a vosotros.
Al otro lado, la mujer de Antón la esperaba, y juntas entraron en la casa. Subieron precipitadamente la escalera, todo lo aprisa que la oscuridad les permitía.
—¿Quién hay?
La voz surgió de arriba. Se abrió la puerta de la alcoba y un haz de luz las deslumbró. Tras el farol que la mano sostenía reconocieron la silueta de Socorro. Entraron. La muchacha dejó el farol sobre la mesa de noche, y al resplandor vieron oscuras manchas en torno a los ojos, en su cara macilenta. No dijo nada. Las dos mujeres se sintieron cohibidas, como si hubieran venido a romper brutalmente un silencio, una preciosa intimidad. A su espalda, don Prudencio agonizaba. Sentado sobre el lecho, enhiesto en las almohadas, miraba ante sí el rincón donde velaba Socorro.
—¿Avisaron al médico?
Era la mujer de Antón la que hablaba. Socorro se movió sin contestar y el viejo se agitó. Aspiró hondamente, en un esfuerzo por hablar, y musitó:
—No, no.
La mujer de Manolo puso un dedo en los labios. Se asomó a la ventana.
—¿Viene?
La otra rezaba en voz alta, con la cabeza inclinada hacia el suelo. Un murmullo vacilante, una sucesión de voces altas y bajas, como los destellos del farol que desde la mesilla les alumbraba.
De la oscuridad, junto a la bombilla de la iglesia, surgió la silueta del médico con la cartera en la mano. Sus pasos apresurados se fueron acercando, primero envueltos en la voz del río, luego sonoros en el patio.
Don Prudencio se estremeció.
—¡No, no…!
—¿Qué quiere?
Socorro no respondía. Vio abrirse la puerta bruscamente y en el umbral al médico secándose el sudor con la mano.
***
Los dos guardias se detuvieron ante Manolo y preguntaron, señalando al otro lado:
—¿Qué pasa ahí?
Se abrió la puerta de don Prudencio y un destello de luz amarilla trajo voces de mujeres. Manolo se acercó al muro, respondiendo:
—Se murió don Prudencio.
—¿El viejo?
—Sí.
—¿Hace mucho?
—Hará cosa de una hora.
—Pues cuando pasó en el coche por abajo no parecía tan malo.
—Fue una cosa del corazón.
El más viejo de los dos guardias musitó:
—Es malo eso.
Y entró en la cantina. El perro que les acompañaba fue a acurrucarse a sus pies cuando se sentó.
Pidieron copas de orujo, y el más joven se quitó el capote colgándolo de un clavo junto a la puerta.
—¿Volvió el capitán? —les preguntó Manolo.
—Sí; ya hace.
—Tuvo a la mujer de parto.
La luz hizo un extraño y empezó a expirar.
—¿Cuándo es el entierro?
—¿El de don Prudencio? No sé; será mañana a la tarde, digo yo. Parece que tienen que avisar a un hermano.
Sopló el carburo, y una llama vivísima surgió de la espita.
—¡A ver si estalla eso!
El perro se revolvió, alzando la cabeza. La bombilla se apagó del todo.
—Así todo el verano —se quejó Manolo.
—No paguéis a la central…
El guardia rubio y viejo miró a la puerta, preguntando:
—¿No tiene familia aquí?
—No.
Bebieron las copas, y transcurrido un rato salieron, cruzándose en la puerta con Antón, que, seguido del guarda, les saludó:
—Buenas noches.
—Hola, buenas noches.
—Esta noche parece que esté aquí todo el Ayuntamiento.
El guarda rió brevemente y apagó el farol de la bicicleta, en tanto los civiles, bajo la luna, se iban tornando cenicientos, camino del puerto.
—¿Qué pasa hoy? —preguntó Antón.
Manolo se encogió de hombros.
—No sé.
—Lo digo por los guardias.
—Ya…
—Volvió el capitán y tienen que andar listos —contestó el guarda—. Por menos de nada se les presenta con el coche en el puesto.
—¡De todos modos, vaya horas de subir…!
—¿Y a qué hora van a ir, si no?
La puerta se abrió violentamente y la mujer de Antón apareció en el umbral. Dudó un segundo y sin entrar le dijo a su hombre:
—Tienes que avisar a Amador.
Antón se volvió violentamente:
—¡Maldita sea, mujer; ni por la noche me puedes dejar en paz!
Pagó su copa y la del guarda. Fuera no dijo palabra; las manos en los bolsillos y el mirar turbio y atormentado, anduvo aprisa hasta la casa del presidente, seguido un trecho por su mujer, que, luego de fatigarse inútilmente intentando acomodarse a su paso, se rindió a medio camino y volvió hacia la casa del muerto.
Amador escuchó en silencio la noticia.
—¿Avisaron al hermano?
—No sé…
—Yo voy para allá. Tú di a Antonio que baje en la bicicleta a la estación y ponga un telegrama.
—¿Y las señas?
—¿No las sabe?
—Por si acaso.
—Que se las pregunte a Pepe.
El hermano llegó al día siguiente, dos horas antes del entierro, sorprendido en un principio, grave en el sepelio. En la iglesia sonaban a la tarde las voces solemnes de Alfredo, Matías y tres viejos más que se prestaron a contestar al Requiem. El blanco ataúd, recién cortado, de madera fresca de abedul, descansaba en el suelo, ante el altar. Terminados los cánticos lo alzaron entre cuatro y lentamente emprendieron el camino al cementerio. Un niño hizo doblar la campana a muerto, y los hombres, en las eras, hicieron un alto en el trabajo para contemplar el pequeño cortejo que subía la ladera: tras la caja sólo el cura, Amador y el hermano.
Al día siguiente fueron subastados, aprisa, los bienes del viejo. El médico compró la casa.
Cuando Amador se la adjudicó, no hubo comentarios, ni un solo rostro se volvió hacia él.
***
Un viento frío azotó el pueblo al alba. El río bajó crecido, arcilloso y las montañas amanecieron bajas, borradas por la niebla. El último pan entró en las casas, y Baltasar, con las grandes seras sobre el caballo, se dispuso a abonar las tierras bajas, en tanto Alfredo preparaba las redes en las torrenteras.
Un grupo de hombres y mujeres, frente a la cantina, despedían a Pepe. Se les veía entrar y salir, abrazarle. Salió Manolo y su mujer con el niño en los brazos; traían paquetes que fueron colocando en los asientos de atrás. Finalmente se apartaron y el coche arrancó. Sólo quedó Isabel hablando con Manolo en la puerta.
El médico salió al balcón. Colocó en él una silla y, sentándose, contempló el pueblo a sus pies: la iglesia hueca, la fragua y el río. Tres niños nadaban bajo el puente, en el postrer baño del verano.
Madrid, agosto de 1953