Y nevó en otros muchos lugares, sobre tantos y tan pequeños pueblos y capillas. Nevó en el centro, en las altas mesetas, donde hay Comunidades que, en realidad, no son sino una sola familia, reunida cada domingo en torno al viejo himnario, tan antiguo como el pueblo, como el castillo verdinegro que le domina. Y nevó también, aunque ya menos duro, sobre Galicia, bastión de los Hermanos, la bien poblada, la más creyente, orgullo de su fe con sus treinta y tantas parroquias en funciones, desde las más ricas con su hilera de coches a la puerta, hasta las más humildes, a la orilla del mar, mirando a la vecina al otro lado de la ría, más allá de aquel brazo de mar turbio, gris, cruzada en lanchón a pesar de los riesgos. Y nevó sobre Asturias, sobre sus altas capillas, perdidas al borde de las nubes, pegadas a los prados, tan duras de alcanzar por culpa de la humedad y el barro. Sólo en los pueblos de los valles bajos, junto a la carretera, hubo más gente que en anteriores fiestas, a pesar del estruendo de los camiones acometiendo los primeros repechos de los puertos. Las palabras del predicador tan sólo se entendían a intervalos, pero nadie quiso cerrar aquella vez las puertas, dejándolas de par en par, con su mensaje de paz y de oración, desde las seis de la tarde del día treinta y uno hasta las dos de la mañana, que ya era el día primero del año siguiente.
Y nevó en las ciudades mayores, sobre las grandes capitales, donde aquella primera semana del año no unía ni alzaba la fe tanto como allá en las aldeas, como en aquellas familias solitarias del Páramo. Tan sólo se salvaron las orillas del mar, aquellas rías donde apenas fue ventisca, lluvia sobre sus pinos rectos, como un joven ejército que bajara hasta el borde del mar a lavar sus ropas y sus cuerpos. Al borde del mar no nevó, ni tampoco en las islas más cercanas a la Península, ni en las otras remotas, con su penacho blanco dominante en lo alto, al pie del cual, y en uno de sus pueblos, circuló un coche dotado de altavoz invitando con himnos a los cultos Evangélicos, todo ello autorizado por el mismo Ayuntamiento, según la nueva ley de libertad religiosa. La vuelta no era tan dura como acá en la Península, con la helada brillando en las cañas de los álamos, en los negros espolones de las zarzas, por los caminos ateridos del Sur, con sus mil y una cuestas, con sus pueblos encaramados, blancos, flotando bajo la luna.
Y nevó duramente sobre el dado de paredes ocres, sobre su recia cúpula gris, maltrecha por el tiempo. Su valla tiene ahora una cinta blanca, un remate luminoso todo a lo largo, con cuatro blancos copetes en sus esquinas. En todo el Páramo, donde las huellas de los animales y los carros se han vuelto ahora de piedra, resuena la oración de los Hermanos cuando cesa el sonar de la campana. Los allí amparados, reunidos, se defienden, más que de esas ráfagas, de esa aguanieve que ciega de improviso; de sus pecados, de sus faltas, que Muñoz enumera; del demonio, de ese demonio que debe ser una mano helada y poderosa, como las blancas ráfagas que azotan el jardín, tan distinto de sus cálidos pecados.
Margarita está allí. Agustín continúa sin llegar, sin enviar siquiera noticias suyas. Ha aceptado, en realidad, por miedo a la opinión de los demás, para que no piensen los demás Hermanos que ni siquiera en días tan señalados como la primera semana del año se niega a volver, reniega de la casa donde el padre murió y Cecil pasó a la presencia del Señor.
Allí, en el dado ocre y blanco, están también los hijos de Muñoz en vacaciones, cantando también, entonando al unísono los himnos, para que a continuación el padre vuelva a su tema favorito en este nuevo año: el pecado, la justificación por la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y las muchas persecuciones sufridas en pasados siglos. Los pecadores le escuchan, le miran, se distraen a veces, mientras habla de tiempos tan lejanos, pasados ya, infinitamente más duros que estos, cuando, por defender la propia fe, los buenos cristianos morían en la hoguera. Los pocos que allí escuchan, incluidos sus hijos, piensan que quizás esta vez no acierta, que el infierno no asusta tanto, tal como explicó Alfredo, el hijo, el día de la cena tradicional en casa. No asusta a los Hermanos del Páramo. Bien a las claras se ve que esta su relación de mártires no llega a conmoverles demasiado, pues, por un lado, ha pasado ya demasiado tiempo desde entonces y, por otra, saben bastante bien que esas hogueras ya nunca más volverán a encenderse para ellos.
—Además, papá, es que resulta un poco raro —dirá Alfredo en la cena, mientras va separando metódicamente las espinas del plato—, es un poco, ¿cómo diría?, gratuito (y perdona), hablar de los horrores del infierno cuando se han visto esas películas que ponen sobre los campos de concentración. ¿Tú has visto alguna, papá?
—No, no; aquí no ponen esas cosas.
—Pues yo sí, y te aseguro que no creo que el infierno pueda ser peor. Al menos el infierno que somos capaces de imaginarnos.
—Yo también las he visto —se apresura Adela—. Y también otra sobre lo que sería de nosotros si estallara otra guerra mundial, quiero decir atómica.
—Sí, la conozco. Se titula: «El juego de la guerra». Es difícil imaginarse algo peor, que pueda existir algo peor aún, en este o en el otro mundo.
—Es que vosotros salís, os movéis de aquí, veis esas cosas, pero la gente, los Hermanos a los que yo conozco, con los que yo me trato, piensan de otro modo; hay que hablarles de otra manera.
Por primera vez ven sus hijos a Muñoz batirse en retirada. Parece ir alejándose, haciendo causa común con Sedano, con Martínez, haciéndose, más que Anciano, viejo. Parece como si su lápida, esa en que se ensalzará su celo por la Comunidad, ya la estuvieran colocando a la entrada de la capilla, blanca y dorada, nueva, reciente, en tanto que el hijo continúa:
—A mí me gustaría tener esa seguridad que vosotros tenéis, o que (perdona) decís que tenéis, porque yo no creo, papá, en la fe absoluta.
—¿Qué fe absoluta? —pregunta Adela.
—No sé; la del carbonero, supongo; la fe de cerrar los ojos y no pensar ya más; algo así como quien saca su billete para el viaje y ya sabe que tiene el asiento, la plaza reservada y que, tarde o temprano, llegará donde tiene que llegar, es decir, a la presencia del Señor en nuestro caso.
—Bueno, eso no es exactamente lo que yo digo.
—Pues perdona, papá, pero es lo que más o menos se saca en limpio, lo que habrá entendido aquellas pobres gentes.
—¿Y por qué las llamas pobres gentes?
—Bueno, sí, tienes razón —de pronto se queda pensativo—, quizás el pobre sea yo, y ellas, tal como viven y piensan, estén más cerca de la verdad, aunque lo dudo.
—¿Y por qué lo dudas?
—Porque, papá (y perdóname otra vez), tú sabes como yo que no existe esa fe como las piedras, esa fe de que hablaban en tiempos antiguos, sino la otra, que llega y vive y se mantiene, llena de dudas, que a lo mejor son las que, a fin de cuentas, te sostienen y ayudan.
—No seré yo quien te lleve la contraria en eso, hijo.
—Es que tiene razón.
—Yo creo que ya pasaron los tiempos de decir, de afirmar: «Esto es así, esto no, esto es verdad, esto es pecado». Yo te aseguro —Arturo se ha puesto la mano un poco dramáticamente sobre el pecho— que antes de condenar a nadie, tanto de entre nosotros, como de los que no lo son, de esos que llamamos «del mundo», lo pensaría mucho, me andaría con tiento.
¿Antes de condenar incluso a los Testigos? Podría decirlo, confesarlo ahora, pero ver así al padre acorralado, sin saber qué responder, amilana a Adela más que si fuera ella la que tuviera que defenderse del hermano. Y, sin embargo, el tiempo, esa primera semana del año, los días más propicios para nuevos propósitos, para acontecimientos y proyectos familiares, van pasando, y ella, Adela, no llega a decidirse. Y, a fin de cuentas, se trata de un acontecimiento familiar. Se trata nada menos que de una boda, aunque sea un matrimonio difícil de prevenir, preparar, llevar a cabo, antes de que Claudio vaya al Ejército allá por el verano y suceda lo que a la vez desea y teme tanto. Un día el pretexto es la edad del padre, otro, no amargarle sino el final de aquellas vacaciones, del poco tiempo en que toda la familia está junta, mas a medida que ese último día, el de tomar el tren para Madrid, se acerca, crece esa angustia que, como ahora, la mantiene en silencio, en tanto Arturo ataca. Arturo sí que debe saberlo porque para ellos Madrid es bien pequeño. Pero Arturo es generoso, es joven y lo entiende. Sus palabras suenan a razón, no a sermón como las del padre. Seguramente que con Claudio o Isabel llegaría a entenderse. Quién sabe si resulta que ha cambiado también. Ese modo de hablar, no va con los Hermanos. Ni tampoco el detalle curioso de que nunca le reproche el que no aparezca ya por la capilla. Quién sabe si resulta que tampoco él asiste. Lo malo, lo peor del padre, son los años, la edad; si no, ya lo sabría, lo habría adivinado, no sería preciso decírselo, le ahorraría el mal trago. Mientras los dos siguen hablando, o por mejor decirlo, mientras Arturo explica para que escuche el padre, allá dentro, en su cabeza, se va alzando esa escena que Isabel explica hasta la saciedad, con todo detalle. La primera semana, ya todos de uniforme, mucho antes de la jura de bandera; todos allí formados, en aquel llano pardo rodeado de jara, con el pequeño altar y la trompeta de órdenes que señala la posición de firmes, atención o descanso. La trompeta que toca a arrodillarse y el recluta que sigue igual, en pie, lo mismo, firme. Los demás que le miran asustados y el sargento furioso que le ordena obedecer y que al final le lleva hasta la tienda arrestado. Es el comienzo de ese largo camino que Isabel conoce bien, el principio de un duro camino que se sabe al detalle, en el que sólo el final le resulta aún desconocido.
Al otro lado de ese cristal cuadrado y pequeño que da al Norte corren, se alzan, se enredan las blancas y bulliciosas manos de ese otro inquieto demonio de la nieve. Silba, ruge, canta, empuja la ventana. A veces, por los pequeños vanos que deja la madera, entra en forma de gotas que rezuman y crecen, a medida que se van licuando los copos en su lucha con el viento de afuera. ¿Cómo será? ¿Qué tiempo hará en Madrid para el sobrino de Molina? Seguramente que no tan duro, que frío simplemente, y él estará en su fiesta, en una de esas que con tanto entusiasmo explicaba, organizaba, vivía, bebiendo como un loco hasta perder esa gracia de la primera hora, esa manera suya, tan simpática, de hablar, de reír, de tratar, tan distinta del padre, para acabar, como quien dice, con la razón perdida. Seguro que a estas horas bebe, cualquiera sabe qué, o anda fumando uno de esos feos y mal hechos cigarros que le ponen los ojos como el fondo del río ahora.
Más allá del cristal cuyas esquinas redondea paciente el demonio de la nieve, alcanza el río ya la carretera. Lo mismo que la nieve, el demonio del agua va metiendo sus dedos por entre los resquicios del muro intermitente que los separa y defiende. Va metiendo sus dedos, invadiendo los cimientos agrietados, carcomidos de otros inviernos. Son —como Molina diría— igual que dos demonios en pugna sobre la grava del camino; uno intentando sepultarlo y el otro fundiendo esa misma nieve que a su vez le da vida, que hace crecer al río más cada vez, barriendo la monótona alfombra cada vez que consigue alzarse de su cauce.
Ahora no llegan ni las voces del bar, ni el ladrar intermitente de los perros. Más allá de la ventana que es ya sólo un redondo pedazo transparente, reducido aún más por su marco redondo y blanco, el pueblo es ya una forma ondulada, brillante, sin huellas de pisadas como en los días primeros, sin los rastros oscuros del ganado.
Sigue nevando y el río brama como los pozos remotos del verano, es un continuo clamar ese del agua al que, ni en sueños, se le puede apartar de la cabeza, al que nunca se acaba acostumbrando. No hay nada que hacer, nada se puede hacer, salvo sacar la leña de bajo el tejadillo que la defiende en el corral, secarla un poco y mantener encendida, día y noche, la cocina. Molina queda arriba, en la cama, bien arropado hasta casi mediodía, hasta casi la tarde si se tiene en cuenta que ese día, más allá de las manos de la nieve, dura bien poco, no muchas horas después de comer, cuando la luz de afuera va bajando, en tanto la voz del demonio del agua se alza, crece, como queriendo borrar la carretera y las casas. Molina lee. De pronto ha sacado, no se sabe de dónde, sus viejos, antiguos libros, algún que otro cuaderno, cartas de Baffin, incluso recortes de periódicos. Pasa largas jornadas en la cama leyendo a la luz de la lámpara del cuarto que alza o baja su intensidad al compás de las aguas del río. A veces vuelve a tomar el libro, ese libro grande de tapas negras, y entonces el tiempo pasa rápidamente, como en viajes que él tan sólo conoce, hasta que cae dormido tal como alguno de esos remotos viajes le sorprende. Así va uniendo, fundiendo el día con la noche, un día y otro día, como fuera se juntan, funden, una capa tras otra, el demonio del hielo y el demonio de la nieve. A veces baja a comer, a cenar, como recién llegado, recién de vuelta de uno de esos viajes con la barba crecida y esa cara redonda que se le va trasformando de no hacer otra cosa que leer, que parece medir sus horas en la cama. Baja a comer y habla poco. Mira la nieve y si acaso, como una vaga justificación a su mala conciencia, promete bajar a la ciudad en cuanto desde el otro lado —del lado de la ciudad precisamente— consigan dejar libre el paso de la carretera. Arriba, metido en la cama, dormido a medias o leyendo envuelto hasta la cintura en su tabardo, no parece sentir el frío, mas su demonio sí y por ello ahora se queda a dormir abajo, en el escaño de la templada cocina. Ha colocado unas cuantas colchonetas y cojines sobre la madera, se ha bajado sus mantas y sus sábanas y al fin se acostumbró a dormir en su nueva y cálida cama, junto a ese ventanillo rojizo y luminoso, entrada de un diminuto infierno donde las brasas chirrían y crepitan hasta bien entrada la madrugada. Ahora su vida va, pasa, se halla entre esas dos ventanas, entre esos dos pequeños ventanales, entre las ráfagas de fuera y ese fuego que tanto se agradece. Molina dice que prefiere la cabeza fría, el cuarto frío para leer, pensar o meditar, no dormirse, no sentir el sopor del carbón quemado a medias que sale de la hornilla y que mantiene a raya al demonio de la nieve. Incluso ha prescindido de la radio que compró en sus primeros días de allí porque, asegura, cada vez le interesa menos lo que pasa en el mundo. Ahora, abajo, a la cabecera del escaño, se oye al hombre que predice el tiempo enumerar con parsimonia los puertos cerrados y los que ya pueden pasarse ayudados con cadenas, y también aquellas carreteras que durante algún tiempo continuarán intransitables, entre las que se halla siempre esa blanca, invisible bajo su manto, inundada a veces.
La nieve, cada noche, queda como un cristal, brilla en las breves rachas que abren arriba el cielo desde donde la luna mira con su ojo menguante, con su luz que vuelve los campos más blancos todavía, extendiendo su velado resplandor sobre el río y los tejados, de tal forma que no llega a saberse si ese mismo resplandor nace del cielo, del agua o de la tierra. Ahora, más allá del cristal, de las tapias sin forma que limitan la casa, se oyen, de cuando en cuando, voces, pasos mullidos de gente que camina, negras formas que son tabardos, chanclos, botas o simples mantas a modo de capote. Se oyen, se escuchan voces, alguna opinión sobre si la radio acertará o no, sobre si seguirá nevando todavía, o si aquel cielo despejado a medias acabará barrido de una vez por el viento.
Después, a la noche, otras palabras, tras la música suave de la radio. Se cierran los ojos y entre el demonio de la nieve y aquel otro del fuego, se recuerdan aquellas fiestas de niña, de pequeña, aquella vez que le tocó dormir con otra niña, en la misma cama con ella. Ahora se asombra de con qué tranquilidad, con qué seguridad se desnudaba la otra y de su timidez, en cambio, de su mentira cuando dijo que no tenía sueño, de lo nerviosa que estaba, sin conseguir cerrar los ojos en toda la noche, vestida, encima de las sábanas y la otra sólo en combinación, debajo de ellas. Se veía que estaba acostumbrada a estas fiestas, a desnudarse entre mujeres, a aquellos bailes y tómbolas interminables, a la luz de unas pocas bombillas, en los prados repletos de parejas. ¿Por qué fue a aquella fiesta? Quizá por complacer a algún pariente, a amigos de los padres. A él, al padre, le recuerda bien, su cara, su ademán lejano, como a muchas leguas, en la ciudad quizás, y sus ojos después de aquella cena inacabable, su gesto, nunca supo de qué, si de melancolía, de hastío o de tristeza. Fuera, la luna sigue, y el hombre que predice el tiempo asegura que va a mejorar. Ojalá acierte porque, a pesar de las previsiones de Molina, hay que andar ya tasando la leña y si el demonio rojo no vive todo el día, sería preciso volver otra vez por las noches a la alcoba de arriba, a la cama de Molina, y su cuerpo, ahora, le empieza a resultar tan extraño como aquel otro cuerpo de la chica que tan bien sabía desnudarse, que tan acostumbrada estaba a esa clase de fiestas.
—Sí, ya lo creo que es un invierno largo, Margarita. Es un invierno duro de verdad, aunque (también hay que decirlo) nos estábamos acostumbrando a mal, a esos tan suaves que apenas se notaban, de los últimos años. Yo en eso voy notando que me pasa el tiempo, quiero decir la edad. En que me apetece, me va más el verano. Cuando se es joven gusta más el invierno, o al menos a mí me gustaba. Claro que usted es joven todavía, por eso no me extraña lo de sus paseos hasta el río, con niebla y todo.
—De todos modos la nieve, aquí, ya dura poco.
—Ahora sí, pero no hace tanto, la teníamos meses enteros.
—Allá en el pueblo, de pequeñas, a veces pasábamos semanas enteras con la carretera sin despejar.
—Sí, es verdad. Será que el clima, como tantas cosas, también evoluciona. Los tiempos cambian —suspira la señora—, no sé si para bien o para mal, pero es verdad que ya son diferentes, sobre todo para los jóvenes. Usted debe saberlo mejor que yo.
Bien; esas palabras podrían ser una alusión al viaje a Barcelona, a Agustín, incluso a su espera, que puede que adivine. Nada tendría de particular que hubiera charlado del asunto con Muñoz. Por algo son parientes y hasta de cuando en cuando se visitan. Además, en estos días y en una ciudad pequeña, se guarda mal un secreto, suponiendo que este lo sea. Sería más fácil preguntarle a ella, a la señora, que a Muñoz, su pariente, que seguro va a responder con algún sermón o, lo que es mucho peor, con evasivas. De todos modos, si la señora se refiere al viaje a Barcelona, es lo mismo, da igual. Dentro de poco Arturo echará el cierre y hasta el lunes no volverán a verse. Pueden pasar, suceder infinidad de cosas de la vida y la muerte en dos días tan sólo, puede no volver el lunes al trabajo, morir, vivir, marchar en busca de Agustín como antes se fugó de Barcelona o romper a llorar de pronto en plena calle, como le sucedió no hace más de una semana. Dos días son un plazo tan largo como se quiera. Ya que Muñoz calla y la señora parece dispuesta a hablar, procedamos con calma, como Emilio aconseja, vayamos por partes, como dice, seamos sagaces como se lee en los Libros, repitamos una vez más:
—Sí; creo que tiene usted razón.
—Me refiero (usted debe saberlo también) a la hija de Muñoz, mi pariente tan amigo de ustedes.
—Sí; sí que lo es.
—A la hija que se le casa. Parece que le entraron las prisas de los jóvenes de ahora. Le planteó el asunto al padre; poco menos que un ultimátum.
—¿Y qué dijo Muñoz?
—¿Qué va a hacer? Lo que se hace en estos casos. Le preguntó si lo tenía bien pensado. En eso sí que los tiempos no varían. Pero lo curioso no es eso, lo que más le ha dolido, por lo visto, no son las prisas —alza el rostro y sonríe—. Lo malo es que la hija se le ha convertido, como si dijéramos, se ha hecho de estos que tanto nombran ahora.
—Testigos…
—Eso, justamente, Testigos, esos que se niegan a ir a la guerra. Parece que fue él quien la convirtió —sonríe otra vez, más allá de sus gafas—. Eso también sucedía en mis tiempos.
Dan ganas de sonreír igual que la señora imaginándose a Muñoz tratando de convencer a los demás con sus sermones y dejando escapar a los propios hijos, imaginándose también a su mujer, las largas discusiones entre los tres y el hijo, si es que las hubo, si es que a la hora de tratar esos problemas en casa pone tanto ardor como siembra en sus capillas. Tras de Molina, la hija de Muñoz. No es de extrañar entonces que los Ancianos tengan apenas tiempo de fijarse en si aparece o no por los cultos. Mal comienzo del año, aparte de la nieve, para los Hermanos, y bueno —según puede apreciarse— para los Testigos.
¿Y Agustín? ¿Vendrá ahora a resultar que también lo es? Callaba demasiadas cosas o contestaba a medias. Y al rumor de la conversación, al calor del brasero eléctrico, incluso Arturo se ha acercado con esa forma de escuchar tan suya que parece que se le alargan las orejas. Al fin no puede contenerse más.
—Entonces es que son como los hippies…
—¿Pero qué dice usted?
—Perdone, pero, ¿no dicen que no van a la guerra?
La señora no responde, sólo le mira, y Arturo tiene que alejarse bien a su pesar. Y, sin embargo, Arturo no es tan tonto ni tan malo. Se le podría, se le debería explicar en qué consiste cada cosa, pero es dudoso que la misma señora lo sepa. Se le podría explicar que los Testigos no creen en la Trinidad ni en el infierno, cosas que probablemente a Arturo no inquietan, que no tienen templos, en lo cual coinciden con él y que, según Agustín, se reúnen una vez al año en lo que llaman «Salones del Trono». Pero la gente por lo que más les conoce es por eso de negarse a ir al ejército, a la guerra.
Entre los Hermanos, Arturo no tendría ese problema. Sí, Arturo podría llegar a ser un buen Hermano si no fuera tan inconstante, tan veleta. ¿Será Agustín así?
Sólo cabe esperar (ya espero, ya hace que espero, que le espero no sé cuantos años), esperar una carta, un aviso, una llamada, que Emilio al menos aparezca por aquí y explique, cuente algo. Esperar a que se vaya haciendo de día, a que se vayan marcando los bordes y rincones de las ventanas. Ya se ven, ya se notan, me levanto, pero no es que amanezca, es que hay luz en la casa, en el piso de enfrente. Me levanto casi a ciegas, tiritando. Tienen los visillos tan sólo corridos a medias. Se ve que el piso lo alquilaron al fin, que hay vecinos enfrente. Bueno; mejor, siempre es mejor algo de compañía.
Y la nieve fue huyendo, se hizo baba, espuma de la tierra, luego tierra misma y más tarde quedó solamente arriba, en la montaña solitaria. Los caminos seguían duros, con las huellas de hombres y animales impresos, moldeados en ellos, pero ya el sol amanecía más fuerte y se hundía a la tarde menos tumbado en su carrera sobre el Páramo. Ya los negros muñones de las viñas iban perdiendo su escarcha plateada y los cansados brazos de los olivos desparramados por los bancales iban perdiendo el verdín con que Enero los velaba. Ya el río no arrastraba sus cristales de hielo y comenzaban a bajar por él las rápidas corrientes de lejanos neveros. Ya los hornos dejaban escapar su humo delgado y recto, cuando Sedano subía a la tartana rumbo a la capital, rumbo al tren de Madrid, para encauzar definitivamente el asunto de la capilla, de aquella diminuta iglesia que Cecil y él pensaban alzar por vez primera en las tierras del Páramo.
Ya antes fue precisa una declaración del pueblo en la que el mismo pueblo pidiera, o no se opusiera al menos, a tal obra, pero el pueblo, en realidad, era el Alcalde, y en tanto que el Alcalde no cambió, nada se pudo hacer, ni siquiera a través del embajador inglés en la otra capital, en la del Reino.
Pero aquel mes que se llevó la nieve, barrió también al Alcalde y trajo otro nuevo. «Ahora es la ocasión apropiada» —dijo Sedano como quien planea una operación militar— y pidiendo la tartana, se fue en ella en busca de una opinión favorable a su proyecto. Y la opinión favorable en la pequeña capital la obtuvo. La votación había sido favorable a la capilla, pero él necesitaba una copia ante notario de que el pueblo aceptaba, y todos los notarios se negaban a ello. Sólo uno, viejo ya, se decidió a marchar con Sedano a la oficina que encontraron cerrada, vacía.
—Y ahora, ¿qué me dice usted?
—Le contesto que vamos a abrirla.
—No irá a decirme que trae también la llave.
—Sí señor, tiene razón, la traigo.
Y ante los ojos divertidos, incrédulos de aquel viejo notario olvidado, Sedano descargaba una y otra vez todo el peso de su cuerpo sobre la cerradura no muy fuerte de la puerta. Y cuando, al fin, las hojas cedieron, le invitó a pasar.
—Adelante. Ya puede hacer usted tranquilo su trabajo.
Y el anciano notario lo llevó a cabo, tal como había venido: un poco solemne, un poco curioso y, también, un poco divertido.
—No sabe usted lo que ha hecho por el triunfo del Señor —había exclamado Sedano, con la copia del acta en la mano.
—Pues no lo sé, es verdad. Yo sólo sé que cumplo con mi oficio.
—De todos modos, sepa que nuestra Comunidad se lo agradeceremos siempre. Cuente usted conmigo, con nosotros, para lo que quiera, para cualquier cosa que necesite.
—Bah, no tiene importancia, créame. En realidad, a mi edad ya no hacen falta demasiadas cosas y dentro de unos años me imagino que necesitaré menos todavía. Yo me atengo a lo que siempre me guio en mi vida y mi carrera, a lo que la ley me dicta y me ordena mi conciencia. Por eso he venido con usted —le tendió la mano—. Ya sabe dónde me tiene, y que tenga mucha suerte en Madrid, porque allí las cosas —miró la puerta en el suelo, con las bisagras rotas— resultan más difíciles.
Y siempre recordaba aquellas palabras, cuando, tras tantos días de esperar, llegó por fin a presencia del Primer Ministro. Antes vinieron semanas de esperar y desesperar, de escuchar largos, complicados discursos en el Senado. Discursos que jamás entendía, unas veces por falta de interés y otras porque realmente no estaban a su alcance. Y siempre, igual esperanza: quizás en los pasillos, puede que en el buffet, o mejor en la biblioteca. Pero siempre aparecía lejano, visto desde allá arriba, desde aquellos asientos escalonados como los gallineros de los teatros, o desde la tribuna de los periodistas, con su barandilla blanca y dorada, también parecida a la de los teatros. Allí, en cambio, le era preciso aguantar de pie porque los otros, los periodistas, con sus blocs y sus lápices, lo acaparan todo, se notaba que estaban en su casa, a veces tan ausentes como él y otras dejando resbalar el lápiz a todo cuanto daba de sí la mano, arañando, hoja tras otra, que a saber si luego eran capaces de descifrar en el periódico. Y abajo, en aquellos dos grandes bancos azules: uniformes brillantes, lustrosas levitas y algún cardenal u obispo romanista, vestidos de rojo, a ambos lados de la mesa de taquígrafos. Era aquello como en la capilla, pero más solemne, todo más rico con su rojo y pomposo dosel y la tribuna pequeña para los discursos. Todo era parecido a la capilla, una capilla grande, en cuyos muros, en vez de letreros con citas del Antiguo Testamento, había nombres de famosos personajes que él nunca conocía. Y era también diferente en los palcos, grandes, como para ilustres personajes, tal vez reyes, príncipes o embajadores, y las otras filas de asientos de caoba, no tapizados de azul sino de rojo, como índice de distinta jerarquía. Una mezcla de capilla y teatro, de los dos tenía un poco, porque a veces los discursos era plácidos y a veces se encrespaban acabando súbitamente en una frase, como el final de un acto.
Mientras tanto, las cartas de Cecil llegaban puntualmente: «No te preocupes. Todos estamos bien, todo marcha lo mismo, no desesperes», y él, aunque siempre tranquilo, perdía cada día un poco de esperanza, convenciéndose al tiempo de la poca influencia que allí, en la capital, tenían los Hermanos.
Y, sin embargo, cierto día, allí estaba el Primer Ministro en persona tras su mesa, de un color que recordaba a la otra del Senado, con su piel verde rodeada de dorada cenefa, con sus papeles, sus libros y legajos y un gran tintero de corazón azul, anclado en medio de un mar inmóvil de cristal transparente.
—Siéntese, por favor.
Un secretario había acercado lo que debía ser el expediente de su asunto y, al primer vistazo, se veía que ya estaba enterado. El secretario había quedado a un lado, en la penumbra de aquella luz, de la pantalla verde que hacía parecer aún más pequeño de lo que era en realidad el despacho. Allí estaba archivado todo en perfecto orden: la compra del terreno, cartas, declaración, protestas, declaración legalizada por el viejo notario.
—Usted conocerá seguramente el artículo once de la Constitución.
—Sí señor —respondió, lamentando errar el tratamiento.
—Dice: «Continuará la libertad de conciencia, y a todas las religiones les será permitido tener un local y predicar lo que consideren justo con tal de que den aviso de ello al Alcalde del pueblo, veinticuatro horas antes de comenzar el servicio».
Bien, todo aquello no tenía mucho que ver con su empeño de levantar la capilla pero debía ser como un preludio por parte del Ministro, seguramente un buen comienzo de aquella serie de entrevistas nocturnas, siempre a última hora de la noche, ya pasadas con holgura las doce.
—Quiero decir que este Gobierno —había continuado en el mismo tono solemne que allá lejos, en el Senado— está dispuesto a mantener la Constitución a todo trance. Apenas un leve ademán y ya su secretario alzaba el brazo abocinado del teléfono pidiendo conferencia oficial con aquella lejana ciudad de donde Sedano saliera ya hacía casi mes y medio.
Allí acababa aquella entrevista primera que luego habría de prolongarse en otras noches semejantes hasta llegar a conseguir el definitivo documento.
En tanto, los largos y monótonos días se sucedían como si fueran años, tan despacio venían. Sedano los llenaba con visitas a otros Hermanos y, cuando estas se acabaron (tan pocos eran en la capital), asistiendo a los cultos de otras Iglesias supervivientes de la Segunda Reforma. Así los Evangélicos con su iglesia en la calle Leganitos y su escuela en la de Vallermoso, en las afueras de la capital, en pleno campo, entre eriales y desmontes, lo mismo que si estuviera en pleno Páramo, aunque aquí, al menos, había un tranvía para llegar hasta ellos.
Del Páramo llegaban siempre las mismas cartas, idénticas noticias: que oraban cada día por el éxito de la negociación, que no cejara, que seguían esperando con la fe puesta en él y en el Señor, y que seguían dispuestos a esperar cuanto hiciera falta. Mas a pesar de aquellos ánimos de Cecil, un día, o mejor una noche, el Ministro le tendió por encima de la mesa, bajo la verde tulipa, una carta. Por su gesto daba la impresión que allí concluía definitivamente la gestión.
«Ha llegado a noticia de S.S. y Rmo. el Obispo mi señor, que por orden de ese Ayuntamiento se está construyendo un cementerio civil junto al católico dejando sólo un pie de distancia de la pared del uno a la pared del otro. En su virtud, me encarga que le diga a usted como lo hago de su orden, que luego reciba esta comunicación, proceda a separar el susodicho cementerio civil del católico a la distancia que mandan las leyes; advirtiéndole que, de no ser así, inmediatamente pasará el asunto a tribunales y se tomarán contra usted otras medidas (excomunión en puertas) que le sean muy sensibles, cosa a la que esperamos no dé usted lugar. Dios guarde a usted muchos años.»
Detrás vino la fecha y al final un suspiro de alivio, porque la carta no estaba dirigida a él sino al Alcalde de un Ayuntamiento cuyo nombre ni siquiera conocía. Cuando alzó los ojos vio que el Ministro, por primera vez y aunque poco, sonreía.
—Sí; es cierto que no va dirigida a usted, pero se la he hecho leer para que vea cómo están las cosas. Este asunto de los enterramientos civiles es en estos momentos uno de nuestros mayores quebraderos de cabeza.
Por un momento parecía que la distancia entre los dos, por encima de la mesa de caoba, se hubiera reducido y también por ello quizá se le notaba al Ministro como más cansado y, quizá por culpa de la doble tulipa verde, además de cansado, envejecido.
—Bien, hoy no tengo más noticias para usted.
Entonces ¿para qué le llamaba, a qué le hacía ir hasta allí? Quizás él también necesitaba compañía a esas horas tan poco comunes, tan raras, tan extrañas, quizás aquellas largas conversaciones telefónicas, atento a la negra bocina, resultaban para el Primer Ministro una forma especial de descansar.
Mas para él los días eran ya insoportables de tan largos, sin apenas otra cosa que hacer salvo escribir puntualmente a Cecil. «No importa —respondía invariablemente en cada carta—. No te preocupes por mí y continúa en tu puesto. Aquí seguimos trabajando y orando por el triunfo de tu empresa, que es la de todos, del Señor, la nuestra.»
Y un día, al entrar en el despacho del Ministro, en la penumbra verdosa de siempre, le descubrió esta vez en pie, con algo como un papel escrito en sus manos. Con sólo verlo supo que allí acababan sus días en la capital, su espera unas veces incierta y otras francamente aburrida a pesar de sus paseos por la Puerta del Sol y Alcalá, hasta ese parque tan lleno de niños y de hermosos árboles sobre todo, que daban ganas de arrancar unos cuantos y plantarlos en el Páramo y también en el solar donde ahora iba a alzarse la capilla.
—Tenga —le tendía el documento el Ministro—. Ahora lo demás depende de usted. Y le aconsejo que se dé la mayor prisa posible.
La mayor prisa posible, el tren, toda una noche intentando dormir —él, que dormía siempre—, como si fueran a robarle aquel precioso documento del bolsillo. Era absurdo, pero si perdía aquel papel, ¿quién sería capaz de volver a molestar al Ministro?
Cuando el alba fue naciendo más allá del cristal, nacieron con ella sombras, perfiles, como huidizas telas de arañas que corrían. Ahora que cada golpe brusco del vagón en las curvas o el escándalo sordo, amenazante de los puentes metálicos, le acercaban a Cecil, sentía en sus huesos y en su carne maltrecha cómo se iban aflojando las fuerzas, cuánto pesaba, cuánto debía valer el documento aquel, que así le devolvía de la capital, cuánto era su deseo de volver a casa, de abrazar a Cecil, de charlar con ella hasta la amanecida, contarla su aventura y al mismo tiempo sentirla cerca, oído contra oído, boca con boca, sentir, palpar aquella suave ropa, aquel cuerpo tan leve hasta ir callando en otro amanecer como este cuando la soledad, el vacío de la alcoba, se fueran llenando de ella, de su cara y sus manos tal como el Libro dice: «Dando el nardo su olor y el amor un manojo de mirra entre sus pechos».
El tren, la tartana o un caballo. La tartana de siempre y la villa que quedaba a sus espaldas con el repicar temprano de sus iglesias.
Y al fin, cruzando el paso a nivel que quizás era el del mismo tren que le trajera, allá estaba la montaña pelada, oscura otra vez, salvo su copete blanco.
—Allí, allí cerca es —le había explicado, aún a sabiendas de haberlo hecho antes.
—Sí; ya lo sé. No se preocupe. Todos le conocemos. Es el pueblo de los protestantes.
—Bueno, es que hay alguno otro más en la provincia.
—Eso sí que no lo sabía, ya ve.
—Hay por lo menos tres. Aparte de la capital.
—¿De qué capital?
—De esta —y señalaba, a sus espaldas, el camino que dejaban atrás.
—Creí que me decía usted en Madrid. Allí sí que debe de haber en cantidad.
—¿Y por qué en Madrid precisamente?
—Hombre, porque allí tiene que haber más de todo. De lo bueno y de lo malo.
No había llegado a aclarar qué entendía por bueno o por malo, pero bien a las claras se veía que aquel asunto no le quitaba el sueño.
—A fin de cuentas —concluía aburrido— protestantes y católicos vienen a ser igual. Todo lo fían a la otra vida, no a esta. La verdad es que no sé por qué andan cada día a la greña. En la otra vida todo va a ser mejor para los buenos, eso ya lo sabemos todos. Lo malo es lo que queda todavía de esta.
—¿Usted no es creyente?
—Cuando nos encontremos allí —rio vagamente— ya se lo explicaré, ya le diré qué tal me pinta. Si tenían razón ustedes los protestantes o los otros.
—¿Y por qué sabe usted que soy protestante?
—Pues hombre, en primer lugar, por el pueblo a que va, porque aunque usted no se acuerde, ya le llevé y le traje una partida de veces y sobre todo, más que por nada, porque con ustedes, más tarde o más temprano, siempre se acaba hablando de lo mismo.
El pueblo ya estaba allí, con su humo como torres delicadas, con su barro en las calles sin secar aún, brillando en millares de pequeñas ciénagas, con algún ladrido imprevisto, en los golpes del corazón retumbando allá adentro. No le esperaban tan temprano. Alguien quiso salir a recibirle pero Martínez había dicho —no sin parte de razón esta vez— que aquello lo considerarían como manifestación pública, sin petición previa, y eran ganas de tentar a los demás ahora que, por suerte, la Justicia estaba de su parte. Mejor era recibirle en su casa, pero nadie se figuró que llegaría tan temprano, todos creyeron que se quedaría en la ciudad, al menos unas horas, lo suficiente para descansar un poco e informar a los otros Hermanos. Por ello estaba vacía la casa donde la voz de Cecil, oyendo el rechinar de la tartana, el rumor de los cascos del caballo, ya le llamaba, antes de detenerse.
Y Sedano había subido, tras pagar rápidamente, había subido con sus huesos rotos, con su carne dolorida, en pos de aquella voz que le llamaba desde la alcoba, que parecía guiarle, enlazarle, llevarle a tientas por la blanca escalera de pino hasta la habitación donde Cecil preguntaba: «¿Lo conseguiste? ¿Te dieron la razón, ese permiso?».
El permiso, la razón, allí estaban. Cecil leía el papel del Ministro con esos ojos que eran como aquellos otros tan grandes, dulces, gastados, huidos, de los no muy lejanos tiempos de la peste. Aquellos ojos, aquella piel rompiendo los pómulos, los labios afilados, blanquecinos.
—¿Por qué no me avisaste?
—¿Avisarte de qué?
Y él, Sedano, continuaba mirándola sin atreverse a contestar, recordando aquellas cartas, su «aquí todo va bien; aquí oramos al Señor por nuestra causa». Bien, aquella era su victoria final, una victoria de escuálidos brazos, de dedos azulados, de cercos color ceniza en torno a los profundos ojos. Y allí mismo, junto a la ventana, más allá de la cual nacía el humo de los hornos, lloró Sedano por primera vez sobre el papel que arrastraba a Cecil más allá de la vida. Y mientras, Cecil, como si ya se hallara lejos, hablaba del solar y los obreros, de los turnos, de las horas de trabajo, hablaba con aquella voz tan distinta ahora, suave y apagada. Era un combate más, un desafío más entre ambos miedos: el miedo a preguntar y a responder, a hablar de otra cosa que no fuera la futura capilla. ¿Y el cementerio? ¿También lo ampliarían? Y Sedano cerraba los ojos, los oídos oyendo preguntar, a aquella cabeza hundida, sepultada ya, en la blanda y blanca sima de la almohada, preguntar por aquella tierra baldía, donde quizás ella fuera a parar la primera.
Después vinieron las explicaciones, a medida que la casa se fue llenando, no de caras alegres, victoriosas, como pensó en Madrid, sino de aquellos rostros que unas veces huían, otras daban tímidas enhorabuenas y a veces se justificaban: «Ella nos lo prohibió; ella dijo que era preciso no preocuparte, no hacerte abandonar tu puesto, allá en Madrid. Tú la conoces bien. No quiso tan siquiera que llamáramos a un médico».
De modo que la capilla se fue alzando, trabajando en ella todos los Hermanos, cada cual con su esfuerzo, en su medida. Aquel chato y cuadrado perfil tomó forma, con sus ventanas diminutas y su leve tejado, rodeado de la tapia que le daba aspecto de lo que realmente era: una pequeña, solitaria fortaleza. Como una fortaleza del Páramo se le rodeó de aquel fuerte cinturón de piedra, a propósito del cual hubo gran disparidad de pareceres sobre si debería sembrarse de cristales como tantas otras en el mismo pueblo, para evitar que los chicos o los grandes la saltaran como ya había sucedido en otras partes.
Y al tiempo que la capilla, aprovechando el permiso y aquel ímpetu de todos, comenzaron a mejorar el cementerio. En realidad, ¿en qué consiste un cementerio?, preguntaba Sedano. No se trata más que de cuatro paredes, como las levantadas en torno a la capilla. Cuatro paredes, cuatro muros encerrando un poco de aquel Páramo frío y hostil ahora, pero que luego se volvería oscuro, dorado, blanco, gris, violeta, desde la primavera que ya venía apuntando, hasta el largo y próximo verano. De él habían salido y a él habrían de volver, se gritó casi en el culto, cuando lo terminaron. Aquel Páramo era como el Señor: él hacía crecer las criaturas, él las alimentaba, daba amparo y salud y muerte a veces; y también las multiplicaba, y una vez su hora llegada, recibía en su seno sus cuerpos, en tanto que las almas volaban al cielo. «Así es el Páramo —clamaba Martínez—, así es Nuestro Señor», en tanto ya los ríos aumentaban a costa de aquel blanco capuz de la montaña cuya sombra giraba cada vez más cercana de su falda. «Así es el Páramo, como Nuestro Señor, nuestro Gran Padre, que vela por nosotros de igual modo que velará en nuestra capilla y sobre este cementerio nuevo que no debéis temer, sino considerar como morada o tránsito hacia la auténtica morada celestial, en el seno del Señor nuestro Padre. Y ahora os propongo un himno y un momento de silencio y oración por aquel de nosotros que primero reciba tierra entre estos cuatro muros.»
Y ya tras las estrofas primeras de «Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones», cada cual miraba aquel pedazo de tierra, con sus piedras, cantos y ortigas, como un campo de batalla para la que Martínez estuviera pidiendo voluntarios. Y más tarde alguno de los Ancianos reprochó a Martínez que hiciera odiar ya de antemano aquella tierra, con sus torpes palabras, con palabras que no venían al caso. Y algunos, muchos, pensaron también, durante aquel largo instante de silencio, que él sabía, como todos, quién sería la primera persona que iría a dar en aquella tierra con sus huesos. Todos callaron sin atreverse a mirar hacia atrás, hacia aquel balcón de la casa de piedra, desde el que, a su vez, debían dominarse ambos cementerios, aquel balcón abierto en cuanto el sol templaba, pero más allá del cual nadie se veía, al cual nadie asomaba, por el que nadie preguntaba a Sedano, ni siquiera cuando se supo que había pedido el coche, ni siquiera cuando el coche estuvo toda la mañana y una tarde entera parado a la puerta de la casa, inmóvil, con el dueño en la cantina, sin saber hasta cuándo tendría que esperar, y el caballo luchando con las moscas. Quizá, por ser verano, preferían viajar de noche, o quizá por alguna de esas rarezas suyas, de Sedano o de la inglesa. Pero al día siguiente, el coche ya no estaba allí y la casa apareció cerrada y callado el susurro de la fuente. Sedano sólo dijo a alguno que se iban fuera por un tiempo.
—¿Para mucho?
—Ya se verá. Según nos pinte. Ya escribiremos. De todos modos, ahora ya la capilla está terminada.
Nada más dijo. Nadie tampoco preguntó más. Nadie pensó tampoco que Cecil volvería.
Pero Cecil ha vuelto. Está como siempre a los pies de la cama, como intentando tapar esa ventana que engaña con su luz, como si fuera de día sin serlo. Al otro lado del patio, en el piso de enfrente, hay siempre dos mujeres. Una es mayor pero guapa todavía. La otra es la hija porque de todo lo que hablan, de todo lo que dicen, sólo se entiende que la llama mamá. ¿Tú crees, Cecil, que lo será, andando como andan desnudas por el cuarto? Es verdad que han venido ya días, noches de mucho calor de esos con los que Mayo amenaza, pero no es para estar así, ni mucho menos, sobre todo con las cortinas echadas a medias. Dice el portero que vienen a veranear, pero es temprano. Por la tarde pasean y a la noche se las oye volver, se las oye hablar en la cocina. Seguramente que cenan entonces. Luego vuelven, encendiendo luces desde el fondo de las demás habitaciones, hasta el cuarto que está frente a mí, frente por frente a la ventana de mi cuarto. Y la más joven es la que menos habla, la que más de prisa pasa ante la ventana. La mayor, en cambio, ni siquiera se fija si la da o no la luz, ni siquiera si está echada la persiana. La mayor, con sus pechos que ondulan, que se mueven al andar, va así, desnuda del todo, tan desenvuelta, cuando lo más difícil debe ser saber dónde llevar las manos, cómo hacer con los pies, cómo andar sin tacones, dónde taparse antes, dónde llevar las manos, si arriba o abajo, y al mismo tiempo hablar, charlar sin parar todo ese rato. Tienen las dos largas conversaciones que parecen no acabar nunca, que continúan con la luz apagada porque se ve que duermen juntas, conversaciones largas en las que a veces se consigue entender algún nombre, no de mujer sino de hombre casi siempre. Luego, por la mañana, si se las encuentra en la escalera, son amables y alegres y hasta educadas, se diría que normales si no fuera por aquellas palabras del Libro Santo:
La desnudez de tu padre o de tu madre
no descubrirás.
Tu madre es; no la descubras.
La desnudez de tu hija, de tu hijo o de la hija
de tu hija, no descubrirás, porque es desnudez
tuya.
Y recuerdo cómo Virginia, desde pequeña ya, me hacía apagar la luz antes de desnudarse. Las dos nos poníamos el camisón a oscuras, no como las de enfrente, y si era de día, me hacía volverme, cara a la pared, como castigada. Yo, el cuerpo de Virginia no le conozco, justo al contrario que estas dos vecinas que pecan cada noche en su alcoba aunque también yo peque con la mirada, aunque tú no me juzgues, y calles viéndome así, pegada a la persiana, espiándolas, viendo a las dos ir y venir, ni tristes ni aburridas ni cansadas, sabiendo que dormirán hasta las once o las doce luego, que comerán después y se irán a lo suyo, que no sé lo que es pero que ya empiezo a figurármelo.
Di, Cecil: ¿peco yo? Si lo niegas es que eres el demonio de que habla Muñoz a veces, ese león rugiente, esa serpiente inmensa que anda tras de todos nosotros queriendo devorarnos. Yo sé que peco en ese blando colchón que trajo Arturo o su amigo, no recuerdo, como en la celda aquella que contó papá pecaban las mujeres, aquel día que yo escuchaba detrás de la puerta. Sé que peco también desde que no he vuelto por la capilla. Nadie me dice nada. Sólo un domingo, a la hora de la siesta, la puerta de la alcoba se ha abierto como si entraras tú, tan suave, tan despacio. Pero era Ella.
—¿Qué te pasa? ¿Estás mala? ¿Quieres algo?
—No; me estaba durmiendo.
—¿No necesitas nada, de verdad?
—No; no; de veras.
—¿De veras no estás mala?
—Estoy muy bien. De veras.
Y se fue según vino, cerrando la puerta como si de veras yo me fuera a dormir, como si no quisiera espantar mis pensamientos. Ni Ella, ni Agustín van a volver, lo sé, sólo quedan ya esas vecinas cada vez más desnudas y morenas y tú, Cecil, si es que eres Cecil, porque siempre te callas, si eres la que tanto quiso, amó papá en aquel último viaje camino de la muerte.
Cuando al fin yo me duermo y tú te vas, me quedan esas vecinas por la noche y la señora de día. Menos mal que ya el tiempo va cambiando y no resulta tan duro el paseo de la niebla. A veces hasta acompaño a la señora a casa.
—Mujer, no te molestes —dice—. Tendrás que hacer tus cosas.
—¿Qué cosas? Yo, todo lo que hago, mi trabajo es con usted. Mi hermana corre con todo lo demás. Entre ella y la asistenta se arreglan con el poco trabajo de la casa.
Un día me ha invitado a subir a la suya, cosa bien rara aquí. Me dio té que yo creía que sólo lo tomaban los Muñoz y los ingleses, y charlando, charlando, me ha contado media vida de la Universidad, de sus tiempos en ella, de las clases, los chicos, sus costumbres y hasta la ira, el desaliento de Muñoz con el asunto de la boda de la hija, una ira, un desánimo que a duras penas calla.
A pesar de que anochece ya más tarde, apenas me di cuenta del tiempo que pasaba y esa noche me dormí de un tirón, aunque, como siempre, viniera algún mal sueño y a eso de las dos me despertaran las voces y las risas de las dos vecinas.
Yo ya sabía que la señora era buena persona. Nunca lo puse en duda. Lo que yo no sabía es que resultara entretenida. Hemos quedado, como viejas amigas, en ir juntas a esa boda de la hija de Muñoz. Sí, Cecil, es muy buena persona. No lo tomes a mal; no te vayas. Es muy buena conmigo y la verdad, hoy por hoy, la única persona que me anima la vida.
Ha contestado: «¿Por qué no lo hacemos paseando?». Le respondí, claro, que sí, que como ella quisiera. La he tratado de usted por esa voz que tiene tan severa, educación aparte. Lo que no la pregunté es si van por allá, por aquella capilla tan pequeña del Páramo, si tendría inconveniente en que la acompañara alguna vez, tal como se lo expliqué a Muñoz, para ver de cerca a esos Hermanos fieles aún, si es que de veras todavía quedan. Ir con ella sería distinto, diferente de llegar con la cara, preguntando, echar un vistazo superficial, hablar con el cura, todo lo más, que naturalmente no va a estar de acuerdo con ellos, y marcharse llevándose nada, sin entrar en el meollo de la cosa.
Por fin ha aparecido. Ya empieza con la historia del padre, un hombre modelo como cuadra a su obra, y la madre, también otro modelo ayudando en la casa, cuidando de los hijos y de los hijos de los demás Hermanos cuando alguno se encontraba enfermo o ausente.
Aparte de más joven, aunque no mucho más, parece más tratable que la hermana, aquella que, allá en Barcelona, miraba con aquel desdén, poco menos que echándote, sobre todo cuando aquello de la píldora. Esta es más charlatana. Habla y no para. Es como si llevara media vida aguantándose, igual que si estuviera desquitándose conmigo, igual que si de pronto levantaran la veda. Lo que dice de sus padres recuerda a los libros en que ellos mismos se describen a sí mismos. Aquí la cosa varía un poco porque el padre estuvo casado antes con la inglesa. De esa habla poco. Tampoco dice si su hermana sabe esto de hablar conmigo, que me da la impresión que no la gustaría, aunque yo ya la tranquilicé explicándole mi entrevista con Muñoz —el Hermano Muñoz—, que fue quien me enderezó los tiros hacia ellas.
—No crea que va a encontrar allí nada de extraordinario —desconfía tras los cristales de sus gafas, al otro lado de su mesa, de su parapeto de libros y papeles—. Claro que puede ir con cualquiera de las dos hermanas. Yo le doy el teléfono. Ellas se lo conocen todo eso mejor que yo, aunque si dice que ya estuvo allí una vez, ya ha visto todo lo que da de sí, todo cuanto aquello puede decirle de nosotros.
Los nombres hay que irlos a buscar a las capillas, en las letras doradas de los blancos mármoles. Siempre son alabanzas. Se lo digo. Responde, con razón, que si no fuera así, ¿a qué iban a poner las lápidas? Así vamos charlando, no charlando, hablando ella con esa voz suya, un poquito chillona, aunque fuera, en la calle, no molesta. Vamos por esta calle que debe ser la principal, en donde todo el mundo se conoce o se ignora adrede, supongo, donde nunca se sabe de verdad si pueden o no circular los coches, de miradores pequeños, dispuestos a meter dentro de casa las migajas de sol que deben resbalar por el invierno, a través de soportales donde ahora ya hay confecciones de Madrid, pero donde no hay forma de comprar un periódico. Le he preguntado si no tienen ninguno allí y es verdad, allí no hay ningún diario sino una hoja doble, pequeñita que aparece un día sí y otro no. Lo que sí hay es una emisora que por lo visto le soluciona las noches a juzgar por el entusiasmo que le echa hablando de ella. De pronto se me calla, evita una columna de esas que son como pilares de catedral o sortea las embestidas de los niños y cuando pierde el hilo se le nota difícil de arrancar, sobre todo si se le mira a la cara, a ese perfil delgado, de piel pasada ya, con su pelo recogido atrás, donde relucen ya unas cuantas canas. No se pinta —cosa natural—, y debajo del abrigo debe de ir vestida hasta el cuello, con las piernas dentro de esas botas que a estas alturas tiene que ser llevar los pies en el infierno. Aunque puede que no, porque a medida que bajamos sube una brisa húmeda que hace abrocharse, abrigarse, tiritar un poco al principio.
De la otra, de la inglesa, la que le dio un impulso a todo aquello según coinciden todos y además le hizo un hombre a Sedano, según añaden otros, sólo repite el cliché de todos: que hizo una gran labor hasta que, llegado su momento, el Señor la llamó a Su presencia. Según vamos bajando, es como si se tratara de un paseo higiénico, gimnástico en el que ella hiciera acto de presencia a fin de demostrar que ni huye, ni se esconde, pero del que es difícil sacar nada en limpio, suponiendo que haya algo concreto que sacar de todo esto.
Y, sin embargo, cuando por teléfono aceptó, cuando dijo que sí, que bajaría, que la reconocería por las botas y el abrigo, que podíamos quedar frente a la ermita tal que usted reconocerá porque aquí es muy famosa y cualquiera se la indica, aquello tenía el aire de algo importante, interesante, como de cita clandestina, aunque lógicamente todo fuera imaginación y lo más razonable pensar que las cosas pasarían así, como están ocurriendo.
Lo que salta a la vista es que amigos o amigas tiene pocos; puede que allá en la biblioteca donde trabaja, pero aquí, mientras vamos bajando, apenas la he visto saludar a nadie, cambiar la cabeza de esa curiosa posición que coge, un poco inclinada, igual que si estuviera meditando. Así vamos dejando atrás soportales raquíticos, una máquina de asar castañas que remeda una locomotora, tiendas ya con los cierres echados, algún que otro coche abriéndose paso vacilante y sobre todo grandes rebaños de impetuosos niños.
La madre las cuidaba. Tenían una casa con jardín y un surtidor. Todavía la tienen. La madre era una santa, suponiendo que admitan a los santos. El padre siempre en Galicia, en Madrid, en otros pueblos pequeños y la madre, con las dos niñas, haciendo frente a todo. Haciendo frente ¿a qué? ¿No fue siempre pacífica la vida allí, entre unos y otros?
—A veces surgían los eternos problemas, conflictos en los entierros, cencerradas a la hora de los cultos, o nos sembraban los campos de sal o nos descortezaban los chopos a los que los tenían, como ya sabrá usted, para que se acaben secando. Al menos eso es lo que mi madre nos contaba. Si una imagen desaparecía o aparecía rota, ya se sabía quiénes cargaban con las culpas. Si el cura volvía con el Viático y los chicos nuestros no se arrodillaban (adrede, desde luego), denuncia al canto y papá que tenía que ir a pagar la multa. Todo lo mismo siempre, salvo cuando cambiaba el Gobierno o el Ministro, como aquel que tan bien se portó con papá, aunque en cambio otros hasta nos prohibían que los himnos se oyeran más allá de las tapias de la capilla.
—La capilla, ahora, ya tendrá sus cien años.
—No; tantos no.
—Pocos le faltarán. Por dentro, ¿cómo es? ¿Es cómo las demás?
—Como todas, sencilla. Como Cecil y papá quisieron que fuera.
—Para no llamar demasiado la atención.
—¡No, no, que tontería! Porque deben de ser así y por distinguirla de las iglesias católicas.
—Bueno, hay iglesias católicas sencillas.
—Pero la de allí no. La de allí es mucho más complicada. Es enorme, comparada con la nuestra.
—¿Va usted mucho por ella?
—Ahora menos, pero antes sí, a menudo. A ver a los Hermanos que nos quedan.
—¿Por qué dice que quedan? Perdone, pero, ¿es que no aumentan? ¿No van a más ahora que parecen correr otros vientos?
—No —duda; su rostro se vuelve contrariado, sombrío—. No; la verdad es que no aumentamos. Incluso yo diría que bajamos en los últimos años.
Parece a punto de escapar más allá del puente, salvarse en la otra orilla de la niebla: —Además, la mayor parte de ellos son mayores ya.
—Entonces quiere decir que van en retroceso.
—Sí; esa es la pura verdad —admite ya al otro lado del puente—. Esa es la verdad, pero no se le ocurra decir que yo reconocí tal cosa.
Lo ha dicho en un tono que impresiona un poco, igual que si esas cuerdas, esos nervios que mantienen su cabeza siempre un poco inclinada, estuvieran a punto de soltarse, deshaciendo esa figura tiesa en medio de aquel largo paseo, volviéndola más agradable, hasta simpática, un poco triste y trágica también, no como ella seguramente querría ser, quizá parecida a la hermana, una heroína, islote virginal impalpable, entre aquella marea que se palpa, se susurra y manosea.
—Sí, es verdad que yo quise ser como papá. No Pastor, que ya sabrá que nosotros no tenemos pastores, pero sí un buen misionero. Fue una buena ocasión, unas plazas que salieron para el Instituto de Teología, no en Madrid sino en el Puerto de Santa María. Recuerdo perfectamente la convocatoria. No importaba de qué Iglesia se fuera, aunque sí Evangélica, estar libre de enfermedades crónicas, tener consentimiento de los padres y haber terminado la primera enseñanza. Todo era gratuito. Sólo había que llevar cuatro mudas y dos de cama, toallas, servilletas y cubiertos. A mí me hubiera gustado ir allí.
—¿Y por qué no lo hizo?
—¿Que por qué? —se vuelve y ríe por primera vez—. ¡Porque aquellos estudios eran sólo para hombres!
Y esa risa un poco ácida y cascada pero también simpática, apenas mueve un ápice la fauna ya oscura del paseo y los bancos. Detrás, abajo, suena el río, quizá más fuerte que antes porque ahora lo encajona y lo abraza la presa y el canal del molino deshecho. Entre las mismas ruinas también resuenan pasos, una voz apagada, el crujir de la arena y las zarzas. Alguien debe estar pasándolo bien o mal, según, o al menos intentándolo. Y el río, esa aceña, como alzada allí o, mejor, derruida para un crimen, los olmos con sus negros muñones, sin hojas todavía, comienzan a borrar sus formas, a medida que avanza crudo, impertinente, el frío.
—¿Y no lo volvió a intentar?
La voz ha vuelto cada cosa a su sitio. Ese gesto un poco displicente, amargo, borra la risa y restablece la barrera entre los dos, otro río de niebla que se disuelve para volver tenaz, naciendo una y otra vez de su cauce de fango.
—¿Intentarlo? ¿Y cómo? Luego, cuando papá quiso, aquí, en la capital, hacer un edificio, una escuela completa, cuando por fin nos mandaron el dinero, entonces pude haber entrado de maestra, pero aquello no llegó a cuajar.
—¿Por falta de dinero?
—No. Ya le digo que el dinero no salía de aquí. De aquí ni un céntimo. De fuera. Papá, como siempre, quería hacer algo que sirviera de ejemplo a los demás, a la provincia entera. En los sótanos estarían las escuelas de niños y niñas, separados, claro, con un cuarto de baño para cada grupo. Figúrese lo que hubiera sido en aquellos tiempos. Mi padre decía que el aseo personal estaba muy descuidado en España. La iglesia ocuparía la planta baja y tendríamos también nuestro Salón de Juntas.
(«Los sotabancos, que serán muy espaciosos y ventilados, se destinarán a una Escuela Normal de niñas internas que recibirán una completa educación para convertirlas en directoras de escuelas o instituciones de familias privadas. Al frente del colegio se colocará una señora extranjera con sus correspondientes auxiliares, y las educandas, al par que reciben la más completa educación para el profesorado, aprenderán idiomas extranjeros. El plan interno del colegio será, en todo, análogo al del famoso Mount Holyoke, en los Estados Unidos, donde las jóvenes, al par que reciben una brillante educación, aprenden todos los oficios que debe practicar la mujer pobre, realizando, por riguroso turno, todos los quehaceres de la casa, siendo ellas mismas sus propias y únicas sirvientas.»)
A medida que habla, según sus palabras van alzando ese colegio ejemplar, su misma voz acaba decayendo, a medias nostálgica y a medias iracunda.
—Ahora intentan hacer algo parecido, pero a menor escala, más modesto. Lo quiere poner en marcha el Hermano Muñoz, que ya conoce.
Sí; lo recuerdo bien, con su corbata negra, su pelo recortado en picos y su fino bigote. No me olvido de sus palabras ceremoniosas, sus balbuceos previos, para irse alzando luego en esa apología apasionada de su Iglesia. Seguramente su colegio, si es que llega a fundarlo, será como él, discreto, firme, lleno de toda luz por dentro, y aburrido, sin brillo, por fuera. Se ve bien claro que Sedano era muy otra cosa. Su colegio en aquella pequeña ciudad hubiera sido, de llegar a realizarse, algo así como el primer templo, el corazón de los cuáqueros en Filadelfia. Llevaría su impronta, el corazón que él sabía poner en sus cosas, según unos, y a la vez, el dinero, las posibilidades de que otros no gozaban, de las que él disponía, según sus enemigos, por el hecho de haberse casado con la inglesa.
—¿Y fuera de España?
—Fuera de España, ¿qué?
—¿No había otra posibilidad? ¿No había más estudios como esos?
—Sí, claro, otro que yo recuerde. Fundado por amigos de España. Figúrese, se llamaba «Andalucía». Pero allí fue mi hermana.
Pero allí fuiste tú porque eras la mayor, que no por otra cosa. La mayor y —también se suponía— la más lista. Fuiste. Papá te consiguió la beca y total, ¿para qué? Para volver con las manos y la cabeza vacías, sin acabar ni un curso con el pretexto de la humedad de allí, cuando todo el mundo sabe lo sano que es Suiza. La verdad no era otra que tu dura cabeza, y papá, después de aquel mal resultado, no se atrevió a pedir al Pastor aquel de Madrid más becas.
(«Bajo una dirección tan afectuosa como cristiana, las jóvenes encontrarán aquí una instrucción suficiente en todos los ramos que requiere una sólida educación. También se las enseña música y dibujo y al final de los cuatro o cinco años, se les entregará el diploma correspondiente.»)
Tú aprendiste tan sólo a defenderte en música, con el armónium, a la hora de los himnos, pero de lo demás no te quedó casi nada, aunque papá repetía y repetía que en España hacían falta mujeres con formación y conocimientos, no con fe solamente. Pero tú sólo hablabas de tristeza, de lo mucho que echabas de menos a papá y a nosotras, a la casa de piedra y el surtidor, igual que si se tratara de un palacio, y el Páramo un paraíso en torno. Pues aquí estás, aquí estamos metidas, donde estuvimos siempre, con la gente de siempre, a veces suspirando y a ratos conformes, aunque siempre, en el fondo, con ganas de marchar, de huir quién sabe adonde. Quizás hasta alguno de aquellos, de esos países que las revistas de papá contaban, por ejemplo, hasta Persia, que rescató para el Señor la señorita Fidelia Fiske, trayéndola de nuevo a nuestro seno, volviéndola de los herejes nestorianos, hijos degenerados de los cristianos viejos. Papá alguna vez nos lo leyó para animarnos, y los tiros iban por ti, porque en ti confiaba más, por aquello que todo el mundo decía de que te parecías más a él y yo a Cecil sin haber llegado a conocerla. Tú para misionera y yo para la casa. ¡Ya ves qué diferentes se cumplieron las cosas!
—La señorita Fiske comenzó por la parte más difícil: tratando de convertir a las mujeres, que son las que hacen allí todo el trabajo. Por eso no era fácil encontrarlas, ni hablarlas, ni mucho menos convencerlas para que fueran a la capilla. Así que se le ocurrió empezar por las niñas, que allí se casan a los quince años.
—Bueno; eso sería entonces.
—Y ahora, todavía.
—¿Pero usted, de cuándo habla?
—No sé. De hace cincuenta o sesenta años.
—Desde entonces han cambiado mucho las cosas. ¿No cree?
Se vuelve mirando, un poco sorprendida. Aunque bajo los pálidos faroles su rostro ya apenas se distingue, se adivina en él un gesto pensativo, cambiante, cuando al fin concede:
—Sí, bueno, puede que haya cambiado algo, pero de todos modos, aquello sí que debía ser el fin del mundo. Allí ella encontró —su voz es la de quien recita un sueño, una historia, una fábula—, por fin, una casa adecuada, con tres habitaciones: una para capilla y otra, pequeña, que sirvió para dormir ella y sus alumnas. Y sólo empezó con dos, pero al final acabó conquistándose incluso a las madres, las sacó de las chozas en que vivían y las enseñó a lavarse, a no robar, a no mentir, y cuando ya se ganó su confianza, les fue explicando, poco a poco, la Palabra del Señor, empezando por lo más sencillo, por Adán y Eva, porque Adán, en su lengua, se viene a decir igual que entre nosotros y quiere decir precisamente «Tierra roja», como la nuestra del Páramo. ¿Y sabe usted qué fue lo más difícil de todo?
—No sé. No me imagino.
—Pues hacerlas estar calladas. Las obligaba a estar con un dedo en la boca, igual que si ellas mismas pidieran silencio, y en cuanto que una se lo quitaba de los labios, era ella quien se callaba al momento.
Hablando, explicando, narrando, se transforma, es ella misma quien atraviesa esos inmensos desiertos de arena, obligando a las mujeres a salir de sus chozas, manteniéndolas con el índice ante la boca.
Debe haberse leído muchas veces todas esas historias. Seguramente sus sueños van tras la huella de estas desconocidas heroínas o las de la primera mujer del padre.
—Pero aquí, en España, digo, sin salir de España, también podría hacer labor. Quiero decir, trabajar para su Iglesia.
—¡Sí; desde luego que trabajo! Pero no es eso. No es eso lo que yo soñaba de pequeña. Yo leía los libros de mi padre, revistas más que nada: «La Luz», «El Cristiano», «La Bandera de la Reforma», «La Reforma Evangélica». No me acuerdo; muchas, desde luego. Allí se hablaba de otra señorita que hizo entre los indios de Méjico otra cosa, otra tarea parecida. Lo de aquí tiene poca importancia, desde ese punto de vista de ver mundo, quiero decir. Lo de aquí puede hacerlo cualquiera. Lo de aquí es lo de siempre: hablar con los mismos, visitar alguna que otra casa, hasta aldeas pequeñas donde toda la Comunidad completa son dos o tres personas, llevarles ropas, si tenemos para ellas, o alguna medicina si es que hay alguien enfermo. Antes, antiguamente, en tiempos de mi padre, se acostumbraba a hablar, a charlar, a leer las Escrituras; pero ahora, usted comprende que lo que ellos no hagan, no consigan por sí mismos, con sus propias palabras y con el buen ejemplo sobre todo, no vamos a conseguirlo nosotras yendo una vez cada dos o tres meses.
—¿Por qué no?
—Pues porque no puede ser. ¿Para qué voy a decirle otra cosa?
—¿Por qué no les escuchan?
—¿Se refiere a conseguir vocaciones nuevas? Pues puede que sí: por apatía, por desgana. Los tiempos de mi padre ya se fueron. Entonces, a pesar de las pedradas, era todo más fácil.
Ha mirado el reloj. Son ya casi las diez y media. Mañana tendrá que madrugar. La vuelta hacia su casa comienza más allá de la blanca y sonora espuma del puente. Arriba, apenas alguna que otra luz, pero ella debe saberse el camino de memoria, porque sube a igual paso, sin dudar, por esta acera hundida, levantada a trechos, como en obras perpetuas. Camina con paso largo y firme, igual que si subiera un monte de esos que en el Páramo no hay, o uno de esos desiertos de sus sueños. Quizás en su mente, en su cabeza, cruce por allá, por las arenas doradas del Irán, o por algún otro lugar remoto y peligroso, donde deben andar sus pensamientos.
—¿Van ustedes todos los domingos?
—¿Adonde?
—A esas misiones; a esos pueblos de que habla.
—Todos, exactamente, no. Algunos. Y en el invierno, menos.
Ahora la calle es como debe ser, como debió ser siempre, tan fría, tan desierta, tan vacía. Y vacía está ella, que se apresura, que apenas añade nada. Quizá ya ha vuelto de aquellas tierras cálidas y lejanas y siente el frío ahora, y también lo empinado de la cuesta, su silencio mismo, mi silencio, sin atreverme a preguntar si verla otra vez, acompañarla al pueblo de Sedano, sería para ella demasiada molestia.
Estas calles, con sus pequeños miradores devolviendo en reflejos partidos mil caras distintas de la luna, estas gentes que desaparecen en borrosos portales, en callejones más vagos todavía, que encienden luces más allá de esos cristales donde flotan luces y muebles, forman, son parte de su imperio, sus predios misioneros, un modesto imperio de seis mil almas, sobre un total de treinta y cinco millones de habitantes.
Ahora estamos junto a la estación. Hemos ido bajando, tras subir. No sabría decir si en el mismo sentido o si la calle va bordeando la colina de la luz roja, inmóvil. Suenan trenes, huele a trenes, aunque no se consigue ver ninguno; se oye el inerte resbalar de los vagones hasta estrellarse sonoramente con los topes de algún otro. Mala cosa para un alma viajera, vivir aquí, precisamente, junto a la estación, escuchar ese altavoz que bien podría ser el comienzo de ese viaje al Irán, pensar en esos días perdidos de misionera, tener que conformarse con esas excursiones de los domingos que ella misma repudia. Aquí está. Esta es su casa. Debe de serlo, porque se ha detenido, buscando la llave en el bolso; un bolso que se adivina repleto y revuelto, donde la mano se hunde una y otra vez, igual que si intentara pescar en un pantano.
—Entonces, ¿no le molesto si le llamo otro día, por si acaso coincide con alguno de esos viajes?
—No. Llame cuando quiera. Si no estoy yo, estará mi hermana. Mejor a la hora de comer.
—Es que ya, conociéndola, preferiría acercarme con usted. Hablar con usted. Con su hermana habría que empezar a explicar todo desde el principio.
Explicar, ¿qué? Yo no he explicado nada. Solamente habló ella. Explicar al hermano Muñoz o al inglés, a míster Baffin, en Madrid, a ellos dos, que siempre hablan, responden con ese idéntico recelo como pidiendo garantías; garantías, ¿de qué? Ella sí habla natural, dentro de lo que cabe; hasta cordial se diría; responde a lo que de ellas, de las dos hermanas, se espera, de las hijas de Sedano, semilla lejana de la primera mujer, quizá más que de la segunda, hijas remotas de la esposa inglesa.
—Entonces, yo la llamo.
Pero ahora no contesta. No hace caso ni de mi mano, que es preciso bajar, eliminar discretamente. No contesta. Ni siquiera me mira. Otra vez se transforma, se aleja y apenas acierta a meter la llave, a encontrar la cerradura, porque no mira a allí, sino a ese coche grande, antiguo, que hay aparcado a la puerta de la casa. Y cuando la llave, al fin, se aloja torpemente en ese pequeño corazón que brilla a un lado de la puerta, dice adiós vagamente con la mano y se atropella allá adentro, buscando, supongo, la luz del portal, el ascensor, abriendo y cerrando la cancela. Vuelvo y miro esa hilera de automóviles helados y dormidos. Ella\sabrá qué pasa. De todas formas, volveré a llamar. Un domingo, algún fin de semana, y esto se acaba, se remata definitivamente. Tampoco queda tanto, tampoco hay tanto, tampoco da mucho más de sí. Quizá pensé que esos seis mil supondrían algo más por encima del número, algo así como la sal de la tierra, un cuerpo de escogidos.
Mientras tanto, vamos allá, volvemos camino de ese hotel de los misterios, donde preguntar por los Hermanos es algo así como pedir noticias de un partido político prohibido. Ahora, al amparo de estas iglesias solemnes y macizas que van surgiendo tan numerosas a lo largo de este camino real de piedra, se comprende un poco el honor, el orgullo de estos pocos, fruto de la Segunda Reforma, como Muñoz explica.
»—Aquella primera, cuando Carlos V, fue para aristócratas y nobles. La mayor parte de sus consejeros y ministros estaban de acuerdo con las nuevas ideas europeas. Hubo un momento en que el destino de España estuvo a punto de cambiar, pero luego todo acabó, ya sabe cómo. En cambio, esta Segunda Reforma, que empieza prácticamente con la Constitución famosa, fue una nueva reforma para pobres, para los económicamente débiles, como diríamos ahora, para gentes de medio pasar.
Es decir, aquí o allá, en torno a él o a cualquier otro Anciano perdido en la provincia, doscientas personas, o cincuenta quizás, elegidos, señalados, protegidos por esa mano poderosa que, rompiendo las nubes, señala cada sábado o domingo a aquellos que se reúnen en sus capillas nuevas o viejas. Cincuenta mujeres y hombres justos, de Dios, la savia de una ciudad, de una aldea diminuta, pequeña, la sal, el humus de la tierra; incluso en las Comunidades que son tan sólo un hombre, una mujer, una sola persona ya vieja, olvidada incluso de sus familiares, excepto del Señor, que le anima cada día a seguir resistiendo, a no ceder. ¿Resistir a qué? Resistir al mundo, esperando en Él. Es la eterna respuesta. Es inútil intentar sacarles una palabra más. Quizá no quieren, quizá no saben, y esa Comunidad de una sola persona, de un solo hombre, queda encerrada, aislada, sola dentro de sí. Sus días se consumen en esa misma fe, porque ya nadie les molesta, nadie les hace ninguna clase particular de guerra. Apenas habla, porque pocos escuchan sus palabras, que ya siempre son las mismas; todo el mundo las conoce de memoria; es sembrar en el viento, hablar a las montañas. Ha quedado solo, fruto postrero de esas Misiones que Muñoz describe, de antes de Sedano, de esa Segunda Reforma para humildes y, como siembra humilde, creció mal, ha ido quedando atrás en la forma de un viejo raro, o quizás original, que no provoca conflictos ya, ni siquiera con los hijos. Los hijos ya se fueron, se casaron y él solo —todo el mundo lo sabe— dará fe, testimonio de sí mismo, de su fe, su propia vida, incluso de que vive, planteando, a su muerte, el primero, el único problema: cómo, cuándo, dónde debe, en conciencia, enterrársele.
Igual que el oso, lo mismo que la nutria, parecido al tejón, que pasan el invierno recogidos en su lecho, durmiendo, esperando el tiempo del calor, el primer sol, los primeros días templados de febrero, así Molina pareció despertar en su lecho también, donde abrigado, embutido en sus mantas y su ropa estuvo leyendo o meditando, ¿quién sabe?, desde que el viento heló la carretera hasta que apareció en la revuelta del cargadero aquel gran camión de tantas y tan ordenadas ruedas con el gran pico de hierro delante, como la proa de un viejo barco, apartando la nieve en dos sucios y grandes surtidores, a un lado y otro, sobre las dos cunetas.
Pareció sacudirse el sueño, esa modorra, ese helado letargo y salió como todos a saludar a aquel gran pico metálico que traía, junto a su libertad, algún que otro pedido urgente del bar, tabaco sobre todo, y el correo atrasado de tantos días.
Y mientras los demás repetían la eterna ceremonia de otros años, los brindis en el bar, como si verdaderamente hubiesen estado encerrados largos años tras su costra de nieve, como si realmente hubieran corrido algún peligro serio, él se había encaminado a solas, vacilando, tratando de no caer, a lo largo de la nieve removida, hasta el pie de su péndulo inmóvil, pero firme en su cable, dispuesto, como él mismo, a ir y volver de nuevo en cuanto que una voz, unas manos, una carta, estuvieran dispuestos a ordenarlo.
Esa voz, esa orden, ahora, con el correo en marcha otra vez llegarían. Sería preciso buscar picadores nuevos, emprender algún pequeño viaje para traerlos y volver a comenzar en cuanto el camino hasta la boca quedara despejado sólo a medias.
En ello debía andar pensando aquellos días, ya que ni aún cuando vinieron más templados, no le pidió a su demonio que volviera a la alcoba. Su demonio siguió durmiendo abajo, en el escaño, entre el fuego y el frío, bajo aquella postal, llegada de Madrid, con la vista en colores de una gran avenida, con saludos afectuosos y la firma al final, que decía: «Un amigo». La había clavado en la pared, sobre el escaño, donde podía verla, contemplarla a sus anchas, por la noche, antes de dormirse, a la luz cambiante de la hornilla, y entornando los ojos, cada vez que la leña restallaba, gemía, estallaba en chisporroteos, aquella gran avenida parecía animarse en sus luces azules y en sus coches, hasta podía oírse, en el viento de la noche, no la voz de los lagos remotos, ni el rumor del demonio del agua, sino palabras, música, como las de la radio, que tantas veces amanecía encendida sobre la almohada.
Molina, en cambio, no vio aquella tarjeta, o no quiso verla, a pesar de que, sobre la pared blanca, destacaba como una mancha cuadrada de pintura. Quizá no quiso verla, sabiendo, a buen seguro, de quién venía, quién la enviaba, aunque no lo que para ella suponía. Ahora, con la vuelta del correo, si no la orden de empezar otra vez, sí había vuelto a llegar regularmente el sueldo, un regalo del hermano, teniendo en cuenta el trabajo que hacía. «Más me lo gano yo», había dicho en cierta ocasión su demonio, y Molina no había contestado, saliendo con mal gesto de la cocina, emprendiendo una de aquellas largas caminatas sobre la nieve, que le hacían volver roto, maltrecho.
Su demonio se preguntaba, a veces, si acaso no serían penitencias por aquel sueldo innoble que aceptaba o quizá castigos a sí mismo para no volverla a hacer subir hasta la alcoba, manteniéndola allá abajo en la cocina. Tan cansado llegaba, tan muerto, que ni ganas de cenar traía.
Si fuera cazador lo hubiera comprendido, hubiera llegado a entenderlo a través de aquellas largas caminatas que en verano comenzaban antes de amanecer, trepando monte arriba, caminando siempre, durante todo el día, sin llegar a verlos (nunca supo qué clase de animales perseguían), pero que hacían volver a los hombres tan cansados, maltrechos, como si aquellos misteriosos animales, que ni siquiera alcanzaban a ver, hubiera que matarlos cuerpo a a cuerpo, en vez de con aquellas singulares escopetas, como la del dueño del bar, que en vez de cartucho en el pistón llevaba una pequeña aguja, aparte ya de su aspecto tan raro con su largo, único y delgado cañón, como la vara de conducir los bueyes, tan distintas de aquellas otras colgadas sobre la chimenea en el chalet del hermano de Molina. De haber sido pescador, lo hubiera comprendido también, se lo hubiera imaginado, saltando de muro en muro a la orilla del río, de roca en roca, de piedra en piedra, con veda o no, ahora que el guarda no podía subir en su vetusta moto, jugándose la vida sobre aquellos temibles pozos, con el agua cayendo como un trueno, donde sólo asomarse daba miedo, cuyo estruendo continuo ya asustaba a la noche, incluso por encima de la voz de la radio.
Pero no era cazador, ni pescador, ni nada que ella pudiera imaginarse. Aquellas caminatas eran inútiles ahora, no como su trabajo —calculaba el demonio—, en invierno más duro, a pesar de que los días fueran templando, aunque no fuera ya preciso mantener aquel fuego encendido durante toda la noche y se ahorrara un poco más de leña que, a pesar de las previsiones de Molina, podía llegar a escasear si el mal tiempo volvía a echarse encima. Pero el sol ya comenzaba a asomar en la casa, como pidiendo paso, metiendo sus dedos como haces finos, invisibles, variantes, barriendo las húmedas alcobas, la cocina, el inútil pajar, los corrales, los establos vacíos, con su cobertizo al fondo para defender la leña.
Y un día que Molina andaba abriendo caminos en la nieve y el hielo y su demonio sacando haces de piorno de bajo el tejadillo, los dedos de aquel sol que debía ser un sol amigo, protector, se fueron a posar sobre la caja del tesoro. Era una caja cuadrada, de hierro, corriente, como las que pueden comprarse en cualquier ferretería. Estaba cerrada, pero cualquiera, hasta el demonio, comprendía que aquella cerradura no aguantaba un buen golpe, la más floja herramienta. Al principio, cuando el dedo de su amigo el sol le señaló aquel reflejo brillante, enterrado entre la última maraña de los piornos, pensó si sería alguna lata abandonada, perdida, pero a medida que apartaba aquellos retorcidos troncos, su corazón le iba anunciando, revelando, diciendo que los dedos de su amigo apuntaban al tesoro de Molina, que allí dentro reposaban, esperaban, dormían aquellos sueldos, regalos del hermano. Y los dedos del sol eran como una orden de ese mismo hermano y aquella caja como un nuevo rostro avaro de Molina, de un hombre con el que ya llevaba viviendo demasiado. Quizás al estar enterrada allí significaba que no estaba escondida para ella, pero quizá también Molina, acostumbrado al Páramo, no contaba con un invierno tan largo. De todos modos, los dedos del sol ya se iban, ya escapaban entre la trama seca de la retama, y la caja, el tesoro, volvía a la oscuridad, aunque ahora un poco más tapado, recubierto de tierra, tal como debió dejarlo Molina tras su última visita.
Aquella noche, mirando su tarjeta de colores, soñó el demonio con aquella moderna Babilonia, tal como los antiguos amigos de Molina la llamaban. Calculó que ahora estaba a su alcance, recordó tantas historias como allá, en la pequeña capital, le contara Daniel o el dueño del hostal aquel, amigo de su hermana. Así que su primer paso fue ir haciendo un recuento de su ropa y, en uno de los viajes a la ciudad, comprarse, también como la hermana, una maleta como aquella que duró tantos días escondida debajo de la cama. Ella no tenía por qué esconderla. Nadie le preguntaba ya, ni siquiera el hermano, que ya paraba bien poco en casa, salvo los sábados hasta la medianoche, para subir al padre hasta la cama. Luego, él, a su vez, se vestía, cepillaba y peinaba para perderse por la oscura maraña de los barrios viejos, por aquel laberinto de tabernas, olor a frito, cantos, golpear de dominós, tosco flamenco, siguiendo tal vez idéntico camino que el padre horas antes, a la tarde.
Poco a poco, aquella maleta por la que nadie se interesaba demasiado, se fue llenando, desde aquellos zapatos, un poco antiguos ya, pero que aún resistían otro verano, hasta aquellos vestidos que a Daniel y a su padre, por supuesto, gustaban, alegraban tanto. También fue colocando aquella ropa interior, la negra dedicada un día a Molina y la demás dedicada a otros, acabando, por fin, con el abrigo ligero, de entretiempo, de aquel viaje de bodas primero en que Molina era alegre, simpático y espléndido.
Y cuando la maleta rebosó, cuando ya fue preciso cierto esfuerzo para cerrarla, ya el buen tiempo venía por los prados altos, donde sólo brillaban pardas manchas de nieve o regueros helados cada vez más oscuros y delgados. Comenzaba el tiempo propicio para las grandes aventuras —decían en la radio—; incluso las guerras comenzaban con el buen tiempo, por la primavera; el tiempo en que —el demonio añadía por su cuenta— se podía aguantar mejor, en caso de que tales aventuras fracasaran. Las pocas amigas, antiguas compañeras que aún quedaban de otros tiempos, no recordaba si más duros que estos, lo aseguraban siempre: la primavera, el verano, la época mejor; el invierno, fatal, duro, la muerte.
De modo que una tarde, mientras Molina andaba despejando por su mano aquella oscura boca que debía amar tanto, su demonio salió de la cocina, cruzó el corral tranquila, despacio, y se acercó al tejadillo de la leña, iniciando así su gran viaje, su aventura, como aquellas que leía en cuadernillos de fotografías que a veces le prestaban las amigas. Fue apartando los haces últimos de piornos y jara, y al igual que los dedos del sol, incluso más tranquilos, sus dedos apartaron los piornos y la tierra, hasta encontrar la caja. Se levantó y miró por encima de las tapias. La carretera aparecía tan desierta como siempre, y más allá, entre las casas y la montaña del péndulo, el río corría, clamaba como siempre también. Tomó la caja, entró con ella en el establo abandonado y al segundo golpe de azadón saltó la tapa y con ella un alegre revuelo de billetes. Los recogió en un rollo, los ató con cuidado y volvió a la casa, comenzando a vestirse, esperando la furgoneta que venía a surtir al bar cada semana.
Apenas acababan de secarse las uñas, ya la oía petardear por la curva del descargadero. Esta vez le recordó aquella otra de la que Molina la había rescatado un día y era como si media vida anduviera por medio. Se acabó de pintar, y con el bolso y su tesoro a mano, subió a aquel armatoste de chapa y hierro viejo. El chófer le había preguntado como siempre: «¿Qué? ¿A coger el tren?», y ella, como siempre, asintió y no mentía. Lo mismo había explicado a Molina, y tampoco Molina tuvo nada que oponer, ahora que tantos viajes le concedía.
A medida que el pueblo, la montaña de la boca oscura, aquella helada casa, el corral, el tejadillo del tesoro, iban quedando atrás, desaparecían tras la curva del descargadero, pensaba el demonio qué fácil era borrar un mes, un año de la vida, igual, lo mismo que se decía cada vez que emprendía tal viaje.
Sólo que ahora, en esta ocasión, era un viaje más largo y distinto. Había llegado a casa y apenas tuvo que inventar explicaciones. La verdad es que todo era mucho más fácil que en las terribles historias de las fotonovelas. Había dado un beso al padre, que apenas alzó la vista del periódico; abrazado a la madre sin decir palabra, lo mismo que la hermana un día, y sacando como ella la maleta habían llamado un taxi, que la llevó en un vuelo hasta la estación, hasta el segundo tren. Cuando arrancó, pensó que quizá le debiera haber dejado a Molina un poco de dinero, mas luego, calculando, llegó a la conclusión de que el sueldo del mes o la quincena —no recordaba bien— estaría a punto de llegar. De él podía vivir, porque la caja, su tesoro, nunca más volvería a encontrarla. Y no podía denunciarla, porque tendría que explicar tantas cosas antes, que le sería más fácil dar por bien perdido su dinero. A fin de cuentas, para algo tenía un hermano rico. Aquel recuerdo leve, aquel remordimiento pasajero, no alcanzó a cruzar siquiera, con el tren, las últimas casas, las últimas señales de las vías, más allá de los arrabales.
Es una reunión especial. Esta vez nadie tiene prisa por llegar al final. Son los mismos de siempre, las mismas caras, idéntico escenario, con sus fotografías, su buró cargado de papeles y los letreros bordados adornando las paredes. También Muñoz parece como siempre, aunque su bigotillo y su frente sudan hoy en abundancia; suda como los otros cuatro en sus axilas y sienes; sudan el té que la mujer sirve incansable. Fuera, al otro lado de la calle, el muro del hotel devuelve el fuego que cae sobre su piedra nueva, artificial, sobre el marco de níquel que encierra cada uno de sus pulidos cristales, y es preciso defenderse de su hiriente rayo fijo, prolongado, corriendo las cortinas que se acaban de poner en vez de las de invierno. Así los rostros de los cinco hombres, con chaqueta y corbata, de las que no son capaces de prescindir, apenas se recortan en la penumbra que ampara, oculta un poco sus preocupaciones. Es una leve luz que se agradece, casi tanto como ese té que tan poco dura en el cuerpo.
—Hermanos —dice Muñoz al fin; y su voz no es segura, decidida, como en tantas ocasiones—, todos sabéis la razón principal de que estemos reunidos aquí, de esta sesión de hoy. Hemos estado haciendo tiempo, tal como convinimos al principio, para ver si acudía alguno más, pero visto que la tarde se nos echa encima y todos los problemas y cuestiones ya han sido debatidos, creo que es el momento de afrontar la cuestión principal, que, podéis estar seguros, me molesta, me confunde tanto o más que a vosotros.
—Para ninguno de nosotros es un gusto, tampoco —comenta alguno de los rostros silenciosos.
—Máxime después del asunto de Molina —corrobora otro.
—Justo. Si dos casos así, dos problemas de esta índole, se dan en el curso de tan poco tiempo, es que algo anda mal entre nosotros, es que en algo nos andamos descuidando.
—No son dos casos, sino tres —murmuran.
—Es verdad, tenéis razón: tres. —La voz de Muñoz se hace más amarga y solemne todavía—. Tenéis razón. Me olvidaba de mi hija.
—Es la fruta del tiempo —murmura el rostro de antes, no dirigiéndose en concreto a Sedano, sino dejando caer las palabras en el aire, en tanto coloca con parsimonia su taza sobre la mesita cubierta de periódicos—. Es fruta del tiempo en que vivimos. No nos sucede a nosotros solos; les pasa a los católicos también, y no digamos a las demás Iglesias.
—Pero en nosotros no debería suceder.
—¿Por qué? ¿Porque somos mejores? ¿Porque somos los elegidos del Señor?
—Quizá no seamos sus elegidos —responde Muñoz, con esa voz opaca, tan diferente a la de la capilla—; puede que seamos como los demás, ni más diferentes, ni más sabios, pero vivimos más cerca del Señor, me parece, en comunidad con Él, cerca de Él casi constantemente, procuramos estar, vivir con Él cristianamente. Sin embargo, es evidente que hoy soplan malos vientos para los creyentes, para aquellos que buscan al Señor, para todos los que quieren vivir según Sus palabras. La gente duda, todos dudamos, ¿por qué no decirlo?, ¿por qué no vamos a reconocerlo? A fin de cuentas, somos hechos del mismo barro que los demás, y el hecho es que los hombres dudan, cuanto más jóvenes más, porque la vida tiene para ellos otras respuestas, otras salidas, a saber: formas nuevas de vivir, artificiales o no, llámense moral, amor, protesta, drogas, o lo que sea. Antes, en tiempos mejores, quien dejaba nuestra Comunidad o cualquier otra, lo hacía por fe, por más fe, por una fe distinta, diferente (si vale la palabra), en otra Iglesia, en cualquier otra creencia. Se hacía darbysta, pongo por ejemplo, o bautista, o, sin ir más lejos, como en el caso doloroso de mi hija, Testigo.
—Eso ya lo tratamos en su día.
—Es verdad, lo tratamos y llegamos, si mal no recuerdo, a la eterna conclusión de siempre: que no es lícito retener a nadie contra su voluntad. Yo mismo, con la amargura que podéis suponer por mi parte, planteé la cuestión, os anuncié que se iba, se marchaba. No hay nada que ocultar, todo es bien claro; pero ella no se ha apartado del Señor; ella trata de servirle a su manera. El caso que se discute hoy es diferente: es el caso de quien, consciente y voluntariamente, se separa del Señor. Si no escoge ningún otro camino a cambio de aquel que nosotros le ofrecemos, de aquel que respiró, vivió toda su vida, ¿qué debemos hacer?
—Yo no veo dónde está la diferencia.
—¿Cómo salvar a esta persona y a cualquier otra que pueda seguir su ejemplo? ¿Nos basta ahora con nuestras viejas normas para corregir hoy estos alejamientos, esta indiferencia de que hablábamos antes?
—Yo no creo que nuestras normas sean viejas. Las normas no tienen nada que ver con esto. No es cuestión de cambiarlas o no. Han servido hasta hoy y servirán mucho mejor que otras que fuéramos a establecer ahora. Si se aplicaron en el caso de Molina, igual se deben aplicar ahora. —Este caso es distinto.
—¿Por qué? ¿Porque se trata de una hija de Sedano? ¿Qué importa eso?
—No es porque sea hija suya o no. No es, ni siquiera, el caso de mi hija.
Los otros callan. Sudan y callan. Sudan el té, sus dudas, en tanto la mujer de Muñoz, incansable, se vuelve discretamente a la cocina. Callan confusos, apuran sus tazas o miran a la mesa sin decidirse a responder, a intervenir, a comenzar de nuevo. Uno se alza para estirar las piernas y los demás le miran como si fuera a iniciar un discurso. Pero no habla; se va hasta la ventana, entreabre la persiana y vuelve a cerrarla, huyendo del relámpago ardiente de la calle.
—Vamos a ver —se decide alguna de las voces—; que el Hermano Muñoz nos explique en dónde está esa diferencia.
—La diferencia está en saber, en comprobar por nuestra parte, si en realidad ella tiene total conciencia de lo que está haciendo.
—Tiene uso de razón, me parece. Yo creo que lo sabe tan bien como Molina, y si vamos a ser justos, hay que medir a los dos por el mismo rasero.
—El primer paso es la exclusión de la Santa Cena.
—Perdonad, pero el primer paso es advertirla.
—¿Advertirla de qué? ¿No le hablaste tú ya? ¿No le ha dicho nada su hermana?
—Quiero decir una advertencia formal. Lo demás puede ser sólo un consejo. Además, es mi deber aclararos que, hasta ahora, nadie, que yo sepa, ni su hermana, ni yo tampoco, le dijimos una palabra en tal sentido.
—Hubiera servido igual. Molina ni siquiera quiso recibirnos. Cuando sin razón o causa importante se abandona la Iglesia y sus cultos, es que hay otra razón: que lo tienen pensado, decidido ya, sobre todo cuando se trata de personas que llevan tanto tiempo entre nosotros.
El que se halla junto a la ventana ha vuelto a mirar, al compás de sus palabras, más allá de la calle y el hotel de enfrente, con el portero de uniforme azul, agobiado de galones, con sus manos, que tanto deben sudar, embutidas en sus guantes blancos. Más allá, al otro lado de las lomas cuyo perfil no oculta la silueta más lejana y azul de la gran cadena de montañas, estará Molina, bien ajeno a cuánto va y viene en la sala esa tarde su nombre. Y más a la derecha, donde la ciudad acaba en la estación, en el gran manojo de rieles que el puente sobre el río funde, reduce a dos, en el oscuro y alto edificio que domina los tinglados y semáforos, esperan las hijas de Sedano —una al menos— el resultado, el veredicto de la reunión.
—Entonces, ¿qué es lo que tú propones?
—Yo, como siempre, respetaré lo que decida la mayoría.
—¿Mayoría total?
—No sé. Yo creo que estando cinco como estamos, con que haya tres de acuerdo, es suficiente.
En el cuarto pequeño, con su raya de luz que lo divide, que lo perfora hasta los pies de la mesita, no hablan ya como allí, en la capilla. Aquí no suena el «que mi Hermano me perdone» o «de acuerdo con lo que mi Hermano dice», «como mi Hermano cree», «el Hermano que hizo uso de la palabra antes que yo». Ahora se tratan de tú a tú. Ahora, cuando el asunto que les reúne allí ha salido a la luz definitivamente, parece que les corriera prisa despacharlo rápido.
—Bueno. Si estamos de acuerdo en lo que se refiere al procedimiento, sepamos de una vez lo que vamos a votar.
—¿Se la amonesta públicamente o se la retira de la Cena? ¿O la damos un plazo? Y en ese caso, ¿quién se encarga de comunicárselo?
—Se lo puede decir su hermana.
—¿Y sembrar la discordia entre las dos?
—Lo que interesa es evitar otro escándalo. No conviene publicarlo en la capilla.
—En cualquier caso, es la Comunidad entera la que sale perjudicada.
—Es un riesgo que la Comunidad debe correr. No es nada nuevo, ni puede que la última vez que nos suceda. Lo único importante es un margen de equidad, de honestidad, de saber si obramos con justicia en este caso.
—Pero ella, ¿qué dice? ¿Cómo vive? ¿Qué piensa?
(Apenas habla, a mí al menos, apenas me dice alguna cosa. Viene y mira el periódico o se mete en su cuarto, mientras se hace la cena. No sé ni lo que piensa, ni dónde va, ni con qué clase de gente anda. A veces, con la señora de la biblioteca; pero los otros días, cuando vuelve tan tarde, ¿quién sabe? Yo, la verdad, ya ni me atrevo a preguntar. Antes, de cuando en cuando, alguna que otra vez, abría, me asomaba a su cuarto, si veía la luz encendida. Me asomaba: «¿Qué tal?», y ella, «bien», nada más, o a veces ni contestar siquiera; allí echada en la cama, en ese cuarto que ha convertido en una especie de castillo donde no deja entrar a nadie, que más que castillo parece una cárcel, un horno, ahora en verano, a partir de las tres de la tarde.
Y esos paseos que no sé adónde va, ni con quién va, cómo puede volver tan tarde, a menos que lo haga adrede, como el día de Emilio. El día que llegó Emilio, subió blanca como la pared, desencajada, nerviosa. No sé con quién habría estado, qué pasaría, qué pensaría encontrar, pero llegó hasta el comedor, y al verle allí sentado fue como si el mundo se la viniera encima. Puede que sí, que esperara ver allí sentado al otro. Le dijo: «¡Ah, eres tú!», suavemente, no con rencor, desde luego, sino como quien nunca se ha hecho muchas ilusiones. Y él intentaba animarla, subirla la moral, creo yo, porque también se había dado cuenta y la aprecia, pero al final también se puso tan nervioso que apenas pudo explicar que el otro le había prestado el coche por unos días. Luego quiso seguir, pero la verdad es que ninguna de las dos le oíamos, y ella dijo que estaba muy cansada y se marchó a la cama sin probar bocado, y después volvió a salir y sentí que el lavabo funcionaba. Fui y empujé la puerta y, tal como suponía, a pesar de no tomar nada, allí estaba, sobre el lavabo, que entre el llanto y la bilis, parecía vaciarse por dentro. Y otra vez: «¿Qué te pasa? ¿Quieres que llame a un médico?». Y aquella mirada que daba miedo, tanto, que Emilio me lo notó al salir. «Pero, ¿qué os pasa? ¿Andáis con eso todavía?».
Y yo callando, fingiendo: «No es nada; es cosa del calor, son estos días». Desde entonces es peor, desde entonces yo creo que hace adrede las cosas, ciertas cosas, igual que si estuviera resentida con el mundo, con nosotros, conmigo. Por ejemplo, eso de irle a enseñar la capilla a un extraño, como si hubiera alguna razón para ello, para llevarle a husmear allí, a meter las narices en las cosas nuestras; un extraño que ya nos molestó bastante en Barcelona, a la salida del dichoso Congreso.)
—Para obrar con honestidad y justicia, es preciso analizar antes el caso, y el caso de esta mujer, Hermana nuestra, no es el de Molina, precisamente.
—¿Por qué? ¿Dónde está la diferencia?
—Molina era un hombre; sabía perfectamente lo que hacía; es otra cosa.
—Y ella es una mujer. También ella sabe lo que hace.
—No del todo.
—¿No del todo? ¿Por qué?
—¿Quién puede estar seguro de eso?
—Haría falta un médico.
—Un médico no soluciona nada.
—Entonces ¿qué es lo que estamos discutiendo aquí? ¿Qué remedio ponemos?
(—Yo no sé qué hacer, si dejarla a su aire o hacer algo, aunque me suelte cualquier impertinencia o se niegue a escucharme y se encierre. Cualquier cosa menos seguir así. No sé si cogerá las vacaciones, si podré irme siquiera yo; hasta me da vergüenza presentarme sola en la capilla. Si vamos a hacer algo, mejor ahora, en verano, que parece que la gente se entera menos de estas cosas, aunque de todas formas lo va a saber, se acabará enterando después de tanto tiempo sin verla. Y hay otra cosa que no sé cómo decirla, que me da vergüenza también, que no sé si hago bien contándoselo ahora, pero, ¿a quién si no? Se está comprando ropa. Ropa de toda. El otro día estaba delante del espejo. Se había comprado un camisón. Perdone, pero así es. No sabía ni a quién contárselo, ni cómo decirlo, pero es así. Yo me quedé mirándola sin saber qué decir, y al fin la pregunté: «¿Y eso?», y ella me contestó: «Para alguien será». A mí me dio más pena que vergüenza, más vergüenza que contarlo ahora; pero si van a amonestarla, es mejor que alguien sepa lo que pasa, y es el único usted; el único al que yo me atrevería. Allí estaba, delante del espejo, y como no me iba, me sacó a colación la historia de la primera mujer de papá, de la ropa que usaba; una historia que no sé si es verdad, pero que puede ser. Si se la va a separar de la Cena es mejor, pienso yo, que sepa alguien, usted, estas cosas.)
—¿Y cómo podemos los demás estar seguros también de que no es normal con ese mismo margen de certeza?
—De un modo bien sencillo: preguntándome.
Los otros cuatro han quedado en silencio. El perfil brillante de sus rostros y manos, la silueta de sus trajes, flotan inmóviles por un instante. Nadie quiere ser el primero en preguntar, en tanto el estampido de una moto llena el cuarto, el calor, el silencio, esa pausa prolongada y cautelosa.
—Es inútil, Muñoz. ¿Cómo vamos a preguntar de algo que tú tampoco sabes? Tú tampoco eres médico. ¿Que no es normal en qué? ¿Que está mal de la cabeza? ¿Que está en la mala edad? ¿Y qué? ¿No está la otra hermana en caso parecido? O puede que peor porque, si mal no recuerdo, es mayor todavía. No es cuestión de la edad, ni de enfermedades, me parece; sobre todo cuando sigue trabajando como siempre.
—Hay muchos que trabajan sin estar bien por eso.
—Pero no hay muchos enfermos que se bajen solos, en pleno invierno, hasta el río, de paseo, con esa niebla criminal que le nace en el invierno; una niebla que los que estamos hechos a ella nos lo haría pensárnoslo dos veces.
—¿Es verdad eso, Muñoz?
—Sí, es verdad, tal como mi Hermano lo dice.
—Razón de más para apartarla.
—No se trata de apartarla. Es que ella se ha apartado ya.
—Pero nadie asegura que no vuelva.
Junto a Muñoz se halla sentado, sin murmurar palabra y la mirada fija más allá de los posos del café, el más viejo de los cinco Ancianos. Su mirada es como el fondo de la taza, y su pelo cano tiene la forma de un hilo invisible que lo ciñe. La boina que lo hizo gira y gira en sus manos, que son como raíces cuarteadas, agrietadas lo mismo que la piel del cuello que, embutido en la camisa, suda como los de los otros, pero no le impide, al final, romper a hablar de improviso:
—Hermanos, a este paso no llegamos a nada. ¿Por qué no concretamos de una vez? ¿Por qué no vamos de una vez al fondo del asunto? No se trata de que esa mujer se llame Sedano; no se trata aquí de apellido más o menos; ni de si está normal, que es asunto de médicos. Si es verdad que no cumple como debe, se la debe separar o advertir al menos, se llame como se llame; porque no creo que ese escándalo que teméis llegue a ser tanto, después de los que venimos padeciendo. Se la avisa y en paz. Dejemos esperar dos meses, a que pase el verano, y según vengan las cosas, decidimos lo que hay que hacer definitivamente.
—Yo voto por esta solución —se alza un brazo rápidamente.
(—Yo al principio no la entendía. Nunca tuvimos una cosa así, aunque la verdad es que en casa no se reciben muchas cartas. No la entendía. Lo que sí me extrañó es que viniera sin firma. Allí venían algunas cosas que yo sabía ya: los paseos hasta el río de noche y la visita al pueblo con ese amigo o conocido suyo. Lo malo no eran esas cosas; lo que yo nunca supe ni me imaginé, lo malo era el modo tan ruin de decirlo; tanto, que al principio no quise ni pensar que fuese alguien, alguno de los nuestros, pero luego me dije que a quién le iba a importar, le va a chocar si ella viene o va, sale o entra, cuando ya las mujeres hacen lo que quieren, lo primero que se les viene a la cabeza. No; tiene que ser alguno de los nuestros y, además, mujer; no sólo por la letra, sino por esa intención que le decía, porque sólo a una mujer le puede importar lo que otra hace, hasta ese punto, de esa manera.)
Muñoz ha cortado al segundo de los Ancianos que se disponía a levantar el brazo.
—Siento mucho tener que interrumpir a mi Hermano, pero insisto en que, enfocando así este asunto, puede salir favorecida una causa injusta.
Los rostros, los otros cuatro perfiles sudorosos, canos y quemados, le miran otra vez, sorprendidos e irritados.
—Injusta, ¿por qué?
—Porque antes de juzgar a la persona, de saber si obra bien o mal para con la Comunidad, cara al Señor y también cara a nosotros, es preciso, repito, saber si esa persona es lo que llamamos y entendemos por normal, quiero decir, responsable de sus actos.
—Pero, en resumen: ¿qué quieres decir? Yo creo, y perdóname, Muñoz, que estás intentando que esta votación no siga adelante.
—No; ya lo he dicho, y si es preciso lo repito. Yo estoy y estaré dispuesto siempre a acatar lo que salga por mayoría.
—Pues entonces vamos adelante de una vez. Acabemos. Son cerca de las ocho.
A medida que el tono se endurece y el sudor nace y se extiende en largos surcos por las sienes, de nuevo la palabra «Hermano» vuelve como una especie de barrera que detiene y mantiene a cada cual en su opinión, en su justa distancia.
—Yo sólo os ruego encarecidamente que lo penséis bien. ¿Qué es más justo? ¿Votar únicamente si esta mujer cumple o no, o decidir antes si está enferma o no, si está (y el Señor haga que lo esté) en su sano juicio?
—Eso es un disparate. Eso sólo puede saberlo un médico, y ¿cómo va a ir ese médico a verla? ¿Por qué razón? ¿Qué le vamos a decir? ¿Que no va a la capilla? Entonces nos dirá el médico que hay treinta y tantos millones de locos en España. No tiene sentido.
—Acabemos —concluye cansado el más viejo de los Ancianos—. Sacarlo a votación. Acabamos de una vez y nos vamos.
Cuatro manos se alzaron, pero casi al mismo tiempo se apercibían de que aún no estaba decidido lo que se votaba. Fue preciso explicar el enunciado: «Sobre si hace falta antes conocer la salud de la persona, si está en condiciones de darse total cuenta de sus actos. Los que crean que se trata de persona normal, que alcen el brazo». Cuatro brazos se alzaron. «Ahora los partidarios de advertir a la persona, que lo levanten también.» Las mismas manos se alzaron en el aire cargado del cuarto. Aquel rayo de sol oblicuo vaciaba su última templada luz bajo las patas torneadas de la mesa. El ruido del paseo, voces, palabras, risas, otra vez en la calle. La voz de Muñoz sentenciando el asunto sobre el rumor de las sillas arrastradas:
—Espero que a fuerza de separarnos de la vida, no se acabe la vida separando de nosotros.
Pero nadie le escucha o, si le oyen, sus palabras no les detienen, no parecen afectarles demasiado en su tácito acuerdo satisfecho, en ese levantarse decididos y buscar, uno tras otro, en silencio, el camino que lleva hacia la puerta. El Hermano Muñoz va con ellos, les acompaña, les indica el paso, les estrecha la mano en el quicio y luego, cuando sus voces se pierden, escalera abajo, en el último rellano, vuelve serio, cansado y ayuda a su mujer a recoger las tazas, a ordenar el cuarto.
—¿Qué tal?
—Lo que esperábamos.
—¿Va a hablar alguien con ella?
—Alguien tendrá que hacerlo. Lo más lógico sería la hermana, pero a veces lo más lógico no es lo más fácil.
—¿Quién, entonces?
—Yo había pensado en Emilio. Él sabe cómo tratarlas; las conoce y es joven, de su edad. Hoy día se hace más caso a los más jóvenes. Él puede decírselo de un modo razonable. Es lo único que me preocupa ya: que no suene a amenaza, que venga a ser como un consejo.
—¿Y se ha sabido quién mandó la carta?
—¿El anónimo? No; ni creo que se sepa. Yo también recibí alguno hace ya años. Si se tiene sentido común, se rompen y se tiran al cesto; pero lo malo es que ese no es el caso de esta chica. Si no tiene la cabeza serena, lo leerá y lo volverá a leer, y al final, el que lo escribe acaba saliéndose con la suya; quiero decir, haciéndole un buen daño.
«El anónimo, Hermanos míos, amigos míos que me escucháis aquí, que os halláis reunidos conmigo, es pocas veces negocio frívolo, asunto pasajero. Las más (es decir, con frecuencia) resulta una maldad y siempre, siempre, oídme bien, algo innoble; lisa y llanamente una solemne cobardía. Quien se envuelve en tinieblas para causar el mal, es culpable doblemente, no tiene el menor asomo de conciencia. Quien huye de la reciprocidad, de dar la cara, quien no es capaz de esperar una respuesta, comete una felonía, es indigno, en resumen, de sentarse entre nosotros. Es raro que un árbol malo dé frutos excelentes, y el anónimo, cualquiera que sea el sentimiento que lo inspire, produce malos frutos, irremisiblemente. Por eso es preciso arrancarlo de raíz de entre nosotros.»
Las mismas caras de siempre, los mismos rostros, quizás ajenos, puede que conmovidos, atentos siempre. ¿Atentos a qué? Quizás a su voz, al sonido de su voz que les habla de antiguo, desde siempre. Quizá si un día explicara, recomendara, dijera lo contrario que la semana, que el mes anterior, los mismos rostros seguirían inmutables. No parece que nadie se conmueva. Ello debería indicar que no conocen el caso, que ni siquiera saben de qué anónimo se trata; pero más que nada, los ojos de Muñoz escudriñan la puerta que siempre se abre para alguna mujer, un niño vestido de fiesta, para algún otro Hermano, tal vez para su propio hijo. Sería preciso pedirle al autor de la carta que se alzara, que allí mismo, en voz alta, pidiera el perdón del Señor, de Margarita, de todos, o que al menos escribiera otra carta arrepintiéndose, pidiendo disculpas. Pero todo es soñar. Nada vale. Ni siquiera sus palabras, que no sabe adónde van, a quién aprovechan, si es que realmente son capaces de ayudar, de aprovechar a alguien.
«El anónimo va por lo general firmado: “Un amigo, una amiga, un alma que ora, un hermano desconocido”. Pero no os engañéis. Aquel que lo dicta es siempre el mismo y ese tal, desde el principio hasta el fin, es cruel y cobarde. Pero yo os aseguro que el golpe asestado por una mano que se oculta, llega al alma del que lo lleva a cabo, tan fatalmente como al corazón de aquel que lo recibe.
«Ese acusado que no puede responder, esos hechos erróneos que no pueden volver a su camino, esa ofensa cobarde que debemos padecer sin haberla merecido, esa paz interior robada, ¿Dios lo aprueba? ¿Puede nuestra conciencia admitirlo? Y nuestra alma, ¿puede sentir algo más que indignación hacia esos golpes indignos y brutales?»
Desde el fondo, desde la última fila, muchos ojos anticipan las preguntas de la tarde en casa. ¿Quién mandó el anónimo? ¿Por qué lo hicieron? ¿A quién se lo mandaron? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Hace mucho? ¿Por qué no se lee en voz alta, en la capilla?
Unos pocos, los más avisados, adivinarán que se trata de las dos Sedano, de Margarita, que lleva tanto tiempo sin ir a la capilla.
Es raro volverse así a su edad; esas cosas que dicen, si sucedieran allá en Madrid tendría explicación; allí que cada cual tira ya adonde quiere, donde cada uno adopta la moral que le conviene, su propia moral a la medida. ¿Pero aquí? ¿Cómo? ¿Por qué? No ven a nadie, quizá por eso, quizás aburrimiento, cansancio, tristeza. Puede que vivir así, tan apartados, tan tranquilos no sea un bien según creyeron siempre, puede que eso que llaman crisis venga a ser esa sal de la tierra de que tan a menudo habla Muñoz tantos días, tantos años, con las mismas palabras, en la misma capilla.
Allí estaba tan seria y tan formal, tal como había prometido, sin aquellas botas casi militares del primer día y también sin abrigo. Viéndola de lejos, antes de llegar, parecía tan dispuesta, tan entera como aquel otro día, pero al subir al coche lo hizo como cansada. Aparte de lo que ya cambiaba de verla por la noche a así de día, con ese sol criminal que parecía hundirla aún más los ojos bajo la piel reseca. Parecía que estuviera a punto de meterse en la cama, en vez de salir seguramente de la siesta. Más tarde, poco a poco, se fue entonando y llegó a ser como en días anteriores. Al principio chocaba aquella forma de dejarse caer en el asiento. Además, venía mucho menos arreglada. Se diría que esa luz, el sol, la desmoralizaba, la destruía como a un ave nocturna, que su vida principal era de noche o que dormía mal o quizá no dormía.
Le dije que tendría frío luego y ella naturalmente respondió que no, que el tiempo del calor había llegado y que allí calentaba de veras y además, en caso contrario, en la casa tenían ropa. Empezó a rebuscar en su bolso de cuero. No se había olvidado nada importante, sólo buscaba la llave de la casa. Sí, allí estaba, una llave no muy antigua pero tampoco un llavín, sino larga y anónima. Así sería la casa, la casa de la inglesa, donde las dos hermanas solían pasar ahora sus vacaciones. Ahora estaba un poco abandonada pero en sus buenos tiempos había sido la mejor, de las pocas de piedra por aquellos lugares, aparte del Ayuntamiento, claro. El padre era maestro, ¿no? Sí, el padre era maestro. Por entonces, es decir, hace ya muchos años, no acierta a decir cuántos, ser maestro era cosa importante, más importante cuanto más pequeño el pueblo. ¿Y la madre? La madre no, la madre no tenía carrera. Vivió más que la primera mujer, aunque no mucho, tampoco. Parece como si fuera el sino de Sedano. Y murió precisamente con Sedano ausente. Dice que es lo primero que recuerda de todos sus recuerdos, desde siempre. La madre allí, en la alcoba de arriba, y la hermana mayor buscando al médico, que no encontró porque había salido a otro pueblo para asistir a un parto. Recuerda sus horas, su tiempo allí, al pie de la cama, mirando, observando a la madre, sin saber qué hacer, si marcharse o avisar a los Hermanos o quedarse aun a pesar de no poder ayudar en nada. Y la hermana marchó corriendo hasta el pueblo del parto y el médico estaba allí, sin poder abandonarlo, y en el dilema, entre las dos mujeres, se quedó con la que tenía entre las manos, a pesar del llanto y la ira y los insultos de la niña que quería arrastrarlo fuera, en tanto el futuro padre y los otros de la casa luchaban por tenerla a raya y hacerla entrar en razón, más allá de la puerta.
Cuando los dos volvieron, el médico y la niña detrás, abrazada a sus espaldas, a la grupa del caballo, ya la cosa no tenía remedio, ya era casi de noche y lo único de vivo que quedaba en la casa era la hermana pequeña helada junto a aquel balcón al que, según algunos, tanto gustaba a la inglesa asomarse. Y nada más certificar el médico la defunción, recuerda que la casa se había ido llenando de rostros conocidos a veces, otras no, porque, según ella, entonces ya pasaba por aquella casa poca gente. También llegaron algunos familiares borrosos, no sabe cuántos, de riguroso luto, a los que hubo que dar de cenar, una vez concluido el entierro.
Y por fin había aparecido Sedano, cubierto de polvo, cansado, con los ojos enrojecidos de la noche sin dormir tras el largo, imprevisto viaje.
Contando todas estas memorias, nada alegres por cierto, ella se anima, sin embargo, a lo largo de unos cuantos kilómetros. Apenas es preciso preguntarle. Ella mueve los labios tan delgados y finos, su boca como de pájaro y, mirando a lo lejos, como si también a su modo fuera conduciendo, va ligando una historia con otra, imagen tras imagen, sin detenerse apenas, sin tener que animarla o distraerla como con tantos sucede.
Sedano no murió donde sus dos mujeres, la inglesa y la segunda. Acabó, más que pasados los noventa, ya cerca de los cien, allá en la capital, en el piso de junto a la estación, entre la admiración de sus Hermanos y el cariño de sus hijas.
Ya antes había cuidado de colocar a la menor como auxiliar en la biblioteca municipal, un puesto, un oficio interesante, más interesante y cercano a la cultura que trabajar en un Banco, por ejemplo, como Muñoz; y más independiente a la vez, porque la directora era pariente a su vez de Muñoz y el mozo buena persona, algo cotilla, pero servicial y simpático. Aquello era importante en una ciudad pequeña como la suya si se quería vivir de un trabajo público y no, como en el pueblo, a la sombra del padre. El caso de la hermana era distinto; ella dedicaba todo su tiempo a los Hermanos, entre los cuales había heredado en cierto modo el prestigio del apellido.
Ella y Muñoz seguían manteniendo en pie la relación con los amigos ingleses, con la familia de la primera mujer de Sedano y, más que nada, con aquellos grupos amigos que de vez en cuando les brindaban ayuda, sobre todo en aquellos duros tiempos de la guerra.
—Aquí no lo notamos mucho, sólo en los chicos que se fueron al frente, pero no faltó nada, la verdad, ni siquiera en la comida lo notamos, por eso las veces que recibíamos algún donativo a través de la Cruz Roja, lo mandábamos a otras Comunidades más necesitadas, sobre todo de la otra zona, donde pasaban más calamidades.
Ahora ya el pueblo está a la vista, más solitario, más vacío que en invierno, quizá porque, como ella asegura, a pesar del calor, en esta época ese vacío se disimula menos.
Se cruza antes la vía de un tren que jamás aparece, por un paso a nivel donde un montón de niños se persiguen en torno a una alberca. Tan negros y afilados como gitanos, saltan y gritan en torno al redondo ojo de agua cenicienta. Pega el sol. Dentro de un mes, ese polvo que deja el coche atrás se alzará como una pesadilla. Se nota que ella conoce esto bien, desde, el bochorno que ya viene amenazando hasta cada uno de los agujeros del camino imposibles de salvar, como un campo sembrado de minas, como si hubiera sufrido todo a lo largo, desde la carretera general, un implacable bombardeo.
—Ahora, desde que nos marchamos, quedan pocos amigos de papá, y los jóvenes no van por la capilla. Hay sólo uno que a veces interviene en el culto, pero ese para poco aquí. Ese es nuestro problema, bueno, el problema de todas las Iglesias, que aquel que despunta un poco se nos marcha a Madrid o Barcelona, y si no se marcha, se le llevan.
—¿A estudiar? ¿A trabajar? ¿A qué?
—Un poco de todo, pero como es lógico ninguno vuelve. Todos quieren quedarse.
Se calla. Quizá piensa en su propio caso, en el caso de Sedano, que también en cierto modo desertó después de tantos años. Es difícil pregunta, pero ahora el viaje y su propia conversación parecen hacerla renacer otra vez, volver a la otra tarde, a las horas junto al río de la niebla.
—Y ustedes, ¿hace mucho que marcharon?
—Sí; bastante.
(—«Sí, se marcharon porque el padre quería casarlas. Vaya, no el padre, sino ellas, como les pasa a todas, a todas en los pueblos, tengan o no dinero. Los de aquí, debíamos parecerles poca cosa, y de tanto esperar ya sabe usted qué ocurre eso: que el tiempo pasa y los años se les vienen encima. De modo que cuando convencieron al padre ya la cosa tenía muy mala solución. Y Sedano casi ni veía. Aguantó lo que pudo hasta que con aquello de su enfermedad se lo llevaron a la capital. Decían que para el caso de una necesidad, allí estaría mejor atendido. Aquí verdaderamente esas chicas, con lo engreídas que eran por la madrastra inglesa y su padre maestro, la verdad es que apenas hablaban con nadie. La pequeña si acaso, que lo que es la mayor si te encontraba por la calle miraba a la pared, como si uno fuera a contagiaría algo. Cosas de chicas, cosas de la edad, pero ellas aquí siempre tuvieron su fallo en eso que le digo, que les hacía vivir solas, sobre todo desde que se murió la madre. Así, ¿quién iba a hacerlas caso? Tenía que ser entre los de su misma rama y además con dinero. Casi nada, pedir todo eso reunido, aquí precisamente, en este pueblo. Así fueron pasando los años y las chicas tirando por marcharse y el padre, en tanto que las fuerzas no faltaron, aguantando igual que si le mandaran a la guerra.
»La vida de Sedano aquí al final era poco menos que decirle: o nos vamos, o te quedas, o nos llevas o nos vamos nosotras. Era una cosa así, según oí decir, todo el día, a cada ocasión, recordándoselo, como sin querer. Y Sedano no era ya el de sus buenos días, cuando manejaba a su gusto al pueblo con la inglesa, cuando nos metió aquí la capilla esa y puede que algo más, a poco que el pueblo hubiera respondido.»)
—Nosotras, en realidad no nos fuimos de aquí del todo. La casa sigue abierta.
—¿Vienen muy a menudo?
—Al principio estuvimos mucho tiempo sin volver, pero cuando murió papá, fue como si nos faltara el aire. Después de todo, si nos fuimos de aquí, fue por su enfermedad, de modo que, después de morir él, empezamos a volver por los veranos. Fue muy difícil, ¿sabe?, como empezar de nuevo no sé qué historia, quiero decir la vida. Volver a abrir las ventanas, las puertas, saludar a la gente, visitar a los Hermanos que quedaban, limpiar de malas hierbas el jardín hasta dejar a la vista la piedra debajo de la cual está enterrado el pobre «Tom», que tampoco vivió después de la muerte de su dueña. Gracias a que mi hermana hizo como un programa y las dos nos propusimos sacarlo adelante. Dos días a la semana, limpieza de suelos; otros dos, para las ropas de las camas, uno para el jardín y así sucesivamente hasta que la casa estuvo otra vez como va a verla ahora. Fue nuestra salvación aquel primer verano después de la muerte de papá. Gracias a ese trabajo ordenado, tal como yo le digo, no volvimos otra vez a la capital, porque aquí, en el verano y nada más llegar, sin papá ni mamá, a partir de las siete de la tarde, se nos venía la casa encima. Así, con mucha disciplina y trabajo, salimos adelante el primer año. Lo malo fue el segundo, cuando ya todo estaba arreglado, sin nada qué hacer desde por la mañana más que mirar un poco por el balcón y comer o dormir, o arreglar la capilla. A los dos días de estar aquí no había de qué hablar con los Hermanos, ni qué hacer por ellos ni en qué trabajar o entretenerse. Virginia propuso que les diéramos clase, pero, ¿clase de qué, si no sabemos nada? Y allí en el pueblo no les voy a enseñar cómo se lleva una biblioteca. Además, teniendo en cuenta la edad de la mayoría, yo no creo que nadie tenga ganas de aprender ninguna cosa, salvo, eso sí, una manera de sacar más provecho a su trabajo.
Y por fin aparece el pueblo, ese montón de barro, preparado, amasado, cuarteado, rematado a veces por hileras prolongadas de tejas en su lecho de cemento. Otra vez viene, como surgido de la tierra, como esas fallas, alcores, o arrugados estratos que surgen en los valles después de un terremoto. El arroyo que lo cruza y separa tiene su cauce como la piel rugosa y cuarteada de los cerdos. La iglesia está cerrada. Es un montón de piedra desigual con una sola y diminuta campana para los dos huecos de la gran espadaña. Los huecos de las casas aparecen cerrados con cortinas que no tiemblan ni un ápice, con tela de saco y algunas persianas. Entrando ya en el pueblo, las casas no son malas ni peores que las de otros más ricos. El pueblo tiene mucho peor aspecto desde lejos, desde el exterior, a ras de sus raquíticas huertas, de sus viñas simétricas, de los lechos de mimbres flotantes que marcan los afluentes del arroyo. Una vez dentro, el pueblo está mejor; veremos la capilla.
Voy a entrar por la calle principal, pero ella me indica, me ordena un leve desvío, bordeando la ribera polvorienta del arroyo, al amparo de las primeras tapias de los huertos. El desvío crece, se prolonga casi en el mismo sentido, dando casi la vuelta a medio pueblo. Menos mal que no es grande, que no hay barro ahora. No sé qué harán, cómo entrarán cuando vienen las dos en el invierno. En los tramos de sombra se desperezan perros, revolotean gorriones a la busca de granos y algún niño va y viene bajo la cortina con la mano sobre los ojos acechando, con los ojos semiabiertos, la carrera del sol por encima de los tejados.
Bien, ya estamos. De día, a plena luz, también cambia la capilla. Se parece más a las casas mejores. O quizá sea la falta de sorpresa, la costumbre. De todos modos es preciso buscar una sombra para el coche, que al cabo de unos minutos estará ardiendo.
—No crea que hay dentro nada de particular. Si ya ha visto usted otras, es igual que las demás, es lo mismo que todas.
Y mientras se justifica de antemano, y hace girar la llave en la puerta metálica del jardín, a mi espalda, tras de nosotros, surge y se alza despacio una persiana. Me vuelvo, miro. En la casa de enfrente hay una figura borrosa, soñolienta, que mira, que no se oculta. Nos mira tan fijamente y sin cuidado que al final uno acaba volviéndose. Ella en cambio ni mira. Debe estar acostumbrada ya porque apenas responde cuando le pregunto, según vamos atravesando el jardín, cubierto de grava y pulidos cantos de río colocados formando dibujos simétricos. Abre la segunda puerta, barnizada de pintura ya seca. Es preciso empujarla después que la llave gira, antes que del interior venga un fresco vaho de madera vieja, seca. La capilla no es nada, tal como ella decía, son cuatro paredes blanqueadas, el púlpito, el estrado, alguna lápida y ese suelo abombado que cruje y se lamenta a nuestro paso. Quizás un viaje inútil, a no ser que me invite a la casa, aunque si no, no habrá más remedio que hacer alguna cosa para recordárselo. Mientras tanto, ya que se ha venido hasta aquí, ya que se ha molestado en abrirme la puerta, mirar las lápidas al menos, el nombre de Sedano en dorados caracteres, intentar pasar al cuarto que hay detrás del estrado, al que da paso una puerta, como en la sacristía de las otras iglesias.
—¿Se puede entrar?
—Pase; pase; no hay nada.
Y es verdad: sólo un par de Biblias y unos libros de himnos sobre una mesa tan vieja como el resto de la madera, como todo el edificio; folletos viejos también, comidos por la humedad, manchados por el moho, y dos ramos artificiales que debieron servir para alguna ceremonia.
—¿Hace mucho que no bautizan a nadie?
—¿Cómo dice? —la voz viene casi desde la puerta de la calle.
—Que si tiene nuevos (no sé cómo decírselo), nuevos miembros.
—La verdad es que sí, aunque no muchos.
—¿Bautizos?
—No, nosotros no podemos bautizarlos aquí. Nuestro bautizo no es como el de los católicos.
—Ya; ya lo sé. ¿Y bodas?
Aquella ceremonia civil, tan sosa, tan vacía, con aquel hombre escribiendo a máquina y el Secretario del Juzgado preguntando, como si en vez de una boda se tratara de un contrato de venta, de un juicio o un atestado, con los testigos, entre los que estaba la Señora, con Muñoz al fondo sin querer figurar para nada, triste, oscuro, seguramente hundido por aquella hija que se le marchaba, se le iba, no como todas, por la mera circunstancia de la boda, sino casada, por si ello fuera poco, con un Testigo, convertida además ella a su vez, lejana ya, ajena a él, fuera de la Comunidad y la capilla.
¿Cuándo se lo diría? ¿Cuándo confesaría su nueva fe, su nuevo modo de vivir, de ver las cosas? Quizá por carta. No, no sería capaz de hacerle al padre una cosa así, por escrito. Puede que en casa, por aquella primera semana del año, quizás a la vuelta de alguna de aquellas Misiones a las que Muñoz, tan ciego aún, se empeñaba en llevarla. Quizá detuvieron el coche a la tarde, a la vuelta, en medio de esas llanuras que conocemos tanto, quizá se echó a llorar, quizá fue a Muñoz, a quien antes le asomaron las lágrimas viendo a su hija Adela, criada, educada día a día por él, ponerle en duda la deidad de Cristo, escucharle aquello de que «cuando Jesús estaba sobre la tierra era un hombre, perfecto pero nada más…»; que millones de hombres, de las personas que ahora viven, no morirán nunca, que les será concedida vida eterna sobre la tierra cuando llegue ese día señalado que esperan; que el hombre es un alma pero no posee alma, que Jesús no resucitó, que no existe tampoco el infierno.
Y lo que debe ser más doloroso aún: pensar que la estaba casando con un preso, porque a los seis meses, al año, después de cierto tiempo, lo sería, ya que en rehusar el saludo a la bandera y en cuestiones de servir, en el ejército son pacifistas intransigentes.
Todo ello explicaba aquel rostro huido de Muñoz, su pesar, su silencio en los días con que empezó aquel año, y el silencio también de los padres del novio, anónimos, oscuros, él con corbata negra y traje gris y ese corte de pelo a cepillo sobre las gafas de montura negra que le dan como un toque común, universal, parecido a los otros Evangélicos, con sus manos cruzadas sobre el segundo botón de la chaqueta. Quizá sufría tanto como Muñoz; si era así, se le notaba mucho menos.
Y al final, después de las firmas, a la salida, ¿qué? Irse juntos todos, los unos con los otros, con esa rara sensación, no de alegría, como en todas las bodas, sino de algo roto, fracasado, frustrado. El empeño de la Señora por presentarme a Adela, como si no la conociera ya de tantos años, por presentarme al flamante marido, como si tuviera algún interés especial en conocerlo. Quizá lo celebraron luego, ¿quién sabe? ¿Quién sabe qué cosas hacen estos nuevos Testigos? Aunque quizá no sean como tantos dicen. Algo tendrán, supongo, para llevarse tras de sí tantas personas, no pequeñas ni metidas en el hoyo, sino en Madrid, estudiando en la Universidad, como el caso de Adela. ¡Cómo debe Muñoz de haberlo lamentado: mandarla allí, darle aquellos estudios por sacarla adelante, por sacarle de nuestra ciudad, por darle una vida distinta a la suya, distinta a la mía, a fin de cuentas! Bueno, ya se la dio. Y el hijo ya veremos.
Y de pronto, viene de lejos, como un sordo disparo, un estampido solitario. Ella debía esperarlo porque apenas levanta la cabeza. Luego viene un volteo de campana, de esa campana chica. Después, nuevos cohetes.
—¿Es fiesta hoy?
—Hoy es una pequeña. Más que una fiesta, sólo la procesión. Vaya si quiere y luego me recoge en casa. Yo tengo que arreglar unos armarios ahora que ya tenemos el verano encima.
Voy saliendo y obedeciendo a esa voz que me dirige a través de la capilla, cruzando entre los bancos retorcidos, gastados y brillantes de asperón, sobre el suelo que sigue lamentándose desde el estrado hasta la misma puerta. Otra vez el girar cuidadoso de la llave, la grava molesta del jardín que cede y se desplaza a nuestro paso y el abrir engrasado, silencioso en cambio, de la puerta de hierro, desde donde me enseña la mole gris, bajo un gran cortinaje de hiedra o madreselva, con su enhiesta lanza de tres puntas dominando el tejado.
—Allí la ve usted. Es difícil perderse porque se ve desde cualquier sitio. Está en lo más alto.
«Lo mismo que la iglesia», pienso yo. Puede que Sedano o la inglesa lo escogieran adrede, quizá fue un desafío, aunque es difícil combatir, provocar por encima de aquellos tejados brotados de maleza sobre estas calles opacas y pajizas, que al fin parecen querer animarse.
—Entonces, hasta dentro de un rato.
No ha sabido si alargar la mano y se va, componiendo la figura, se diría que midiendo los pasos, ni uno más largo que otro, a pesar de que la cuesta, comida por el agua, se alza a veces en residuos de muros destruidos. No ha sabido ni adonde mirar en tanto que su pico carnoso murmuraba aquella despedida momentánea. Allá va con su deslizarse que imita, sin saberlo, el andar automático, adusto, de las maniquíes profesionales. Por fin desaparece. Quizás ahora le aburre el viaje. Puede que se arrepienta de haberme traído y tiene ganas de marchar, o puede que simplemente se aburra de sí misma. Tampoco muestra demasiado interés por ver a los amigos, a los pocos que tenga, de su Iglesia. Puede que vaya ahora, a solas, que no quiera ir conmigo, aunque ellos ya nos verían en el coche, a pesar de tantas precauciones, aunque yo piense localizarlos por mi cuenta, Hermanos o no, la pese o no la pese. La verdad es que si no habla, si no cuenta, no hace más que flotar. Sitúa los ojos en una cota imaginaria, a lo lejos, y cuenta, ordena, invita, señala, pero si se le habla, nunca da la sensación de comprender, a no ser las preguntas. No debe de importarle ni siquiera esa eterna sensación de que alguien mira desde el otro lado de la calle, alguien que no se ve, además de la mujer que continúa como antes, en su balcón, como atada al cordón de la persiana, barriendo con sus ojos la calle y la entrada de la capilla.
(—Después que se marchó Sedano, hay que reconocer que todo fue a peor. Yo no simpatizaba con él, eso tengo que decirlo bien alto, pero ya la cosa no marchaba como antes. Puede que por su falta o quizá porque los tiempos pintaban así, quiero decir por una coincidencia. Sus amigos fueron a menos y los que no lo eran, al no tener a nadie enfrente, también se fueron alejando de la Iglesia; ya ve hasta qué extremos se puede llegar, lo que puede influir la competencia. Lo que pasó es que los que quedaron, se hicieron, ¿cómo diría yo?, más resecos, más duros, como esa leña que se deja en la tenada allá para el invierno. El invierno vino para ellos también, ¡ya lo creo!, ha venido muchos años después, más duro cada vez, hasta ponerlos tal como usted puede verlos, tan solos y tan viejos. ¿Qué los hay? Yo ni lo creo ni lo dejo de creer. Ni ellos mismos lo saben, porque si estas cosas no se hacen de verdad, con constancia y también con voluntad, es cumplir por cumplir, es como no ser nada. La voluntad no falta, eso aquí todo el mundo lo reconoce, pero la voluntad siempre la hay para todo, en casa de los pobres. La voluntad no falta, pero uno necesita saber adónde va, dónde lo mandan, lo mismo que a los chicos, porque después, al cabo de los años, lo que se siembra es lo que se recoge, como en el caso de Muñoz o Sedano.)
Más allá del velado ventanal, del alambre metálico que como una tela de araña divide y protege los cristales, estalla un trueno, retumba, de verdad, por encima de los tejados y se aleja por encima del Páramo hacia la montaña. Ahora, después, los cohetes resultan mezquinos, secos, cortos, cuando viene de nuevo el estampido y rueda sobre las nubes que, de pronto, se han cerrado en lo alto.
Un viento seco, súbito, amenazante, oloroso, con sabor a tierra quemada, envuelve al pueblo casi en tinieblas, hace avanzar las horas, empuja a la procesión de vuelta hacia la iglesia, pega la ropa al cuerpo, hace aguantar las cruces y las velas, incluso el paso donde el Santo inmóvil mantiene su ademán cortando las rachas cálidas que se escapan camino de las eras. El viento arrastra también el rumor de la campana y la voz de los hombres y hasta sus pensamientos ahora que la luz falta, que se ha ido, tras leve pálpito, definitivamente, al segundo estampido desde lo alto.
Los hombres miran más allá de la tela de araña, del bar, con su vaso en la mano, cómo la procesión se vuelve buscando el refugio del atrio, ante la lluvia que ya viene por el arroyo seco, cuarteado. Se la ve bajar a plomo, vertical, de lo alto, como un bosque de lanzas, como una cortina rosa, azul, blanca, centelleante, que va y viene, movida a capricho por el viento, a lo largo de toda la llanura. Otro estampido y la nube revienta muy cerca de la plaza. Los hombres en el bar callan, miran la escasa luz que viene de la tela de araña y ensanchan los pulmones. Uno abre la puerta de par en par, y una nube de polvo y arena se abate en un instante sobre el mostrador, los pellejos y los bancos.
La puerta se había abierto despacio, lo mismo que otras veces. Primero sonó el picaporte un poco, como si del otro lado tantearan, probaran si estaba cerrada o no, antes de hacerlo girar del todo. Luego la hoja fue cediendo poco a poco y al final apareció, como asomando en el quicio, el perfil afilado de Ella. Después vinieron las preguntas de siempre: «¿Qué tal? ¿Te encuentras bien? ¿No te aburres? ¿Estabas durmiendo? ¿Notas el calor?». Pero ya las conocía. No cayó en esa trampa, no llegó a levantarse. Contestó que no a todo; siguió leyendo. Pero esta vez insistía, no se fue tan de prisa, no cedía.
—¿Por qué no te levantas y sales?
—¿Para qué?
—Está aquí Emilio. Ha venido a verte.
Nunca se está alerta lo suficiente, siempre te engañan si se lo proponen. Ella me engañó porque no dijo a qué venía, al contrario, lo dijo como si viniera a una de tantas visitas como nos hizo siempre. De decirme: «Ha venido Muñoz», o cualquier otro de los Ancianos, alguno de los Hermanos conocidos, ya hubiera adivinado el resto, pero Emilio, así, de pronto, sin avisar, como acostumbra por teléfono, me engañó también, no supe que él también era de ellos, pensaba como el resto. Allí, en el comedor, con las ventanas cerradas y las cortinas corridas por el calor, todo eran excusas, dudas y vacilaciones antes de llegar al fondo verdadero del asunto. De modo que me avisan, que me advierten. De momento tan sólo eso, como si no fuera bastante, como si no fuera razón bastante para no ir, cuando se ve a tantos en la capilla, sentados en los bancos como estatuas, mirando sin ver, escuchando sin oír, con el pensamiento, como dijo Muñoz cierta vez, «a mil leguas de allí, en aquel instante: Esos, con hacer acto de presencia ya cumplen; tú si no vas no cumples, aunque reces y pienses en el Señor de la mañana a la noche». Se lo dije a Emilio y al principio no supo qué responder, porque para una cosa así no hay respuesta, que yo sepa. Sólo se puso triste, con esa cara dolorida que saca en ocasiones y murmuró:
—No lo tomes así; no es ninguna amenaza, ni ninguna advertencia; es más bien un consejo entre Hermanos, entre amigos.
—Pero tú dices que si no vuelvo se volverán a reunir.
Otra vez la cara de dolor o compasión, no sé, y:
—Yo no voy a esa Junta.
—Pero en cambio me lo vienes a decir.
—Te lo vengo a decir, no como representante de la Junta, sino porque soy tu amigo; te repito.
Entonces él tampoco está seguro. Había que ver los ojos de Ella, sirviendo aquel té frío, con las manos temblando. Le miró como a un Judas, como si estuviera traicionando a los Hermanos, y las tazas sonaban en los platos como si hasta ellas llegara su irritación a través de sus manos. ¡Pobre Emilio! Tú tampoco estás firme. Ahora resulta que tampoco serías capaz de darme ni un consejo, a mí, que soy tan tonta, que no entiendo de nada, que ni sé lo que digo o lo que hago. Tú también has cambiado. Viéndote ahí, sudando con tu chaqueta puesta, con tu corbata que no te va, se piensa que has menguado, que has cambiado. Pareces un embajador de un pobre país, de una causa más pobre todavía. No eres aquel del discurso que oí yo, con tu bonita voz y tus ideas tan claras y bonitas también, que luego todo el mundo elogiaba a la salida de la iglesia católica. Ya no eres el que viene de fuera trayendo ideas y recuerdos y camisas nuevas, ya no eres el de las excursiones, el que hablaba primero a los pobres porque eras al que mejor entendían. Ahora estás ahí tan triste como un chico pequeño cogido en falta, en renuncio, como si esa falta de que hablas fuera culpa tuya y no mía, igual que si la Junta, esa famosa Junta que ni Molina ni nadie temen, que ni siquiera en casa la reciben, te fuera a reñir, igual que te regañan o quizá te castigan los ojos de Virginia por mostrarte tan comprensivo y blando, por no haberme aconsejado, igual que si estuvieras a punto, tú también, de ser amonestado.
Pero no te preocupes. Ya me lo pensaré. El plazo es tan largo que da tiempo a tomar una decisión, volverse atrás, volver a tomar otra, decidirse y echarse para atrás no sé yo cuántas veces. No te preocupes, que lo decidiré; ya puedes irte, que es lo que piensas, lo que estás deseando. Ya puedes levantarte, secarte esas venitas de sudor que bajan por las sienes, despegarte la ropa del cuerpo y alejarte de los ojos de Virginia, de esta casa que te debe parecer un panteón, suponiendo que tengas tranquilidad y ojos para fijarte. Adiós, vete, marcha. Emilio, adiós. Ya, ¿qué más da?, si no eres aquel otro que yo conocía, tan guapo, tan amable y decidido. ¿Te quedas a ayudar a Muñoz? No, Emilio, no te quedes, márchate y vuelve al año que viene siendo el otro, con aquellos jerséis, con aquellas camisas de colores. Vete, sálvate, no te quedes aquí todo el verano, no te metas con Muñoz en ese asunto del colegio en el que tampoco crees. Vete y no vuelvas si no te parece.
Y si por casualidad te encuentras a Agustín, dile que no le guardo rencor, que no se preocupe más, si es que se acuerda algo, que ya todo pasó y yo os sigo apreciando a los dos lo mismo que antes, como si nunca hubiéramos hecho aquel famoso viaje.
Y cuando nos quedamos solas, allá en el comedor, solas las dos como siempre, igual que en otros tiempos, escuchando el ruido del ascensor bajando, yo estaba mucho menos preocupada, menos irritada que Ella. Ella miraba a la mesa, me miraba a mí y no sabía cómo empezar porque yo tampoco hablaba, para no facilitarla el camino, darla pie para lo que yo bien sabía que se avecinaba. Y por fin se debió hartar de mirarme y de mirar tras de mí y de arreglar titubeando las tazas. «Ya ves», comenzó al fin, esperando que yo la respondiera, que saltara. Pero yo me callé, yo para mis adentros me reía, aunque no para fuera, porque ella hubiera sido capaz de pegarme otra vez. «Ya has visto lo que conseguiste al fin.» Y yo callaba, yo firme. Me levanté sin decir palabra y me encerré, como siempre hacía, en el cuarto, pero esta vez echando el cerrojo. Noté que el picaporte se movía pero no pasó nada, ni gritó, ni la emprendió a empujones como yo me temía que hiciese. No dijo una palabra ni entonces ni cuando me puse ese vestido nuevo de verano y me marché a la calle a refrescarme un poco y volví ya bien tarde a la noche.
Y más allá del patio, al otro lado de la ventana ahora abierta de par en par, pero con la persiana sólo echada a medias, están las dos charlando, riendo a veces, yendo y viniendo, supongo que a la cocina, porque se oye ruido de platos y botellas. Se ve que el calor no les quita las ganas de cenar, ni de reír, ni de hablar, este calor que a mí, a cualquiera, a estas horas, le agota. El olor del gasoil es más fuerte que nunca, marea casi y, por culpa de la siesta, el sueño parece que no viene nunca, parece que no llega. Enciendo la luz otra vez y vuelvo a pasar las hojas del periódico, cosa que ya hice no sé cuántas veces esta noche. En América han fundado una Iglesia para hippies. En América tenía que ser, pero, ¿qué pensarían los Hermanos de eso? Seguramente le llamarían la atención al que fuera, al culpable, y es muy posible que al final le separaran de la Cena. Y, sin embargo, en esa Iglesia, dice el periódico, colaboran todos, metodistas, anglicanos, todos, hasta católicos. Dicen que tienen demasiado trabajo explicando a los jóvenes quién es Cristo para entretenerse en cosas que pasaron a la historia.
Eso dicen. Eso suena, huele, no sé por qué, a Emilio, hasta puede que a Agustín. Puede que Emilio tenga esas ideas, por eso no se atreve a aconsejar a nadie ya, por eso puede que estuviera tan triste el otro día. Pero, ¿y Muñoz? Muñoz y los demás, los otros que no se atrevieron a venir, que viene a ser como aquella o aquel que escribió aquel anónimo. Jesús no huyó, no se avergonzó de aquella samaritana, ni tampoco seguramente de estas de enfrente que ahora terminan de cenar, cogen sus platos y se alejan, desnudas como están, camino de la cocina. Y yo que, aunque estoy sola, estoy igual, porque en estos días de bochorno ni el camisón aguanto, me voy de la ventana y me miro de lejos en el espejo. Nada más se ve una sombra sin forma que se adivina confusamente, tan sólo si me muevo. No se puede encender la luz porque se suda aún más y con ese sudor se llega a la mañana sin dormir, desvelada, y luego Arturo se mete con mis ojeras, se aprovecha. Pero debo de estar llena de sudor, mis flacos brazos, mis flacos muslos, mis flacas piernas, debo brillar como esos santos, como esas estatuas relucientes y delgadas que adoran en la India.
Ahora suena, allá en casa de los vecinos, un timbre, el timbre, me parece, de la puerta. Ahora tienen apagada la luz y no se ve más que un filo blanco al fondo que debe ser la puerta del pasillo. Sí, era ese timbre porque la puerta de la calle se abre y se oye una voz de hombre que se viene acercando. Ahora vienen, se acercan, vuelta a encender la luz y las dos aparecen vestidas, no mucho pero lo suficiente, quizás a todo correr, por el pasillo. El hombre tiene una bonita voz, por lo menos un tono que no ofende, y ellas hablan despacio, no parecen las mismas de antes, las de aquellas risas. Ahora la joven se va y la otra, la mayor, con el hombre, baja la voz, en tanto que las dos figuras están tan juntas que parecen una. Y lo que es más raro: cuando llega la joven, los dos no se separan y la joven va y viene con los vasos sin hacerles mucho caso, como si sólo la preocupara el ir destapando las botellas. Luego, cuando están llenos los vasos, de no sé qué, de alguna bebida fría supongo, ella también se acerca, se sienta no sé en dónde, encima de la cama supongo, y su figura, o mejor, se diría su sombra, desaparece, se funde con las otras. Quizás ellos vivan así, quizás ese hombre haya venido en otras ocasiones, puede que las visite sin saberlo yo, por lo poco que ríen cuando él está presente. Puede que vivan como los hippies esos de América para los que han abierto esa Iglesia. Esos viven todos revueltos, juntos. Al menos eso dicen los periódicos, y si tienen Iglesia quizás el Señor les perdone y hasta puede que a estos de enfrente, y a mí supongo, también espero, por estas horas que vienen hasta la madrugada que me hacen levantarme tantas veces, acercarme al espejo, volverme a tumbar sobre la cama de tantas formas, en tantas posturas que ninguna descansa. Luego me hacen volverme a levantar, escuchar las palabras, o mejor, los susurros del otro lado, esas voces, crujidos, hasta puede que música, palabras y deslizarse opaco, lo mismo que los gatos. Todo eso y más parece cruzar el patio y entrar por mi ventana abierta con el pesado aroma del gasoil. Me hace vestirme aprisa cuando empiezan las náuseas y correr hasta el cuarto de baño a oscuras para no despertarla a Ella con las luces, y quedarme vacía como siempre no sé de qué, por lo poco que como, y meterme bajo la ducha fría para ver si se me va esa angustia, para ver si consigo sobrevivir un día más, ese día que ya viene asomando.
Ahora llueve. Después de cada resplandor, de cada trueno, los flecos de la lluvia arrecian, retumban las gotas sobre la tierra seca, tensa de calor. Tan reseca está que las primeras aguas resbalan sobre ella igual que por los maltrechos tejados o por la piedra blancuzca de la iglesia, levantando, al caer, un polvo diminuto que luego, poco a poco, desaparece cuando las cortinas traslúcidas que vienen se hacen más densas y el agua más menuda.
En un momento ha quedado la plaza vacía otra vez aunque ahora la gente, bajo los soportales y el atrio de la iglesia, espera sin demasiado interés el final de la tormenta. El encargado de tirar los cohetes sale del bar desafiando el agua e intenta lanzar uno. La caña se alza, sube con su estela de chispas, pero de pronto la lluvia lo derriba, la hace caer como herida en pleno vuelo, dejando tras de sí el vacío del estampido que no llegó a sonar. Desde el otro lado de la tela de araña los del bar miran los claros que se abren o cierran arriba, dorados por el sol que aún barre aquella altura. A medida que se van cerrando se piden nuevos vasos y se van olvidando la lluvia y la fiesta. Los jóvenes, que son apenas chicos, miran más impacientes, desde el único lado de la plaza donde aún quedan soportales, cómo el agua va deshaciendo las dos o tres guirnaldas de papel que adornan la fuente. Unos quieren forzar a los de la orquestina a salir para tocar, pero los músicos ni siquiera desenfundan las guitarras y se miran entre sí como dudando si esperar aún o marchar a cenar y tocar por la noche. De pronto ha cesado de llover. Los chicos pasean su entusiasmo, no sólo por la plaza sino por el camino de las viñas, más fuera ya del pueblo. Un entusiasmo inédito, que rompe súbitamente, que nadie supondría en este pueblo. En cuanto que los músicos, tras mirar al cielo muchas veces, se encaminan a regañadientes al estrado de madera mojado todavía, los de los soportales, el público que aguarda en el atrio, incluso los callados bebedores de la tela de araña, se lanzan a la arena, como si acabara de concluir una corrida.
Y la casa de piedra, así en la oscuridad, impone. Es más grande de lo que suponía o es la falta de luz que la hace aparecer tan imponente, igual que la capilla. El viento mueve las parras, las cortinas de arbustos que caen sobre la tierra del jardín y deshace y estrella contra la pared el raquítico chorro de la fuente. Es preciso aguardar como antes a que la luz violeta estalle frente a la fachada para meter la mano por la reja y correr el picaporte, según ella explicó. Luego, atravesando la maraña sonora del jardín donde las parras cantan en su tinglado de alambres y madera, y el farol de la entrada salta y golpea contra el tejadillo y la puerta oscura y cerrada, viene la duda de si se habrá marchado, si algún coche sale para la capital a aquella hora o simplemente se encuentra de visita en algún otro hogar de los Hermanos. A fuerza de palpar el muro se llega a un timbre que suena tan remoto y apagado como el viento. No hay nadie, no se sabe qué hacer; tampoco se la puede abandonar así en esta mole de piedra oscura rodeada de jardín que cruje y se lamenta. Otro nuevo timbrazo mustio y prolongado y una voz que viene de lejos bajando, supongo, la escalera.
—¿Es usted? Había pensado que con la tormenta no venía.
—No iba a dejarla aquí.
—No, claro, no. Espere que coja el paraguas.
Se va tras de su luz y a poco vuelve, debe volver con el paraguas en la mano porque va hacia la puerta y se asoma. Fuera, aún la oscuridad, y un relámpago cercano que la obliga a encerrarse en la casa.
—No es nada. Es sólo el ruido. Vamos; anímese.
—Esperamos un poco. Esperamos a que pasen estos truenos.
—Es sólo el ruido.
—Ya lo sé, pero no puedo soportarlos.
Es preciso pasar al comedor, que huele a invierno, a cerrado, como toda la casa. A la luz que pasea en su mano, nacen y mueren cortinones de principios de siglo con figuras pintadas que son copias de cuadros famosos, fruteros de cristal tallado, sillas imponentes, algún aparador más imponente aún. Allí donde no llegan esas luces violetas, donde resuena sólo el rodar prolongado de las truenos, ella ha quedado inmóvil, no se sabe si sentada o en pie porque su luz, que es como ella misma o quizá como lo que de ella misma queda, está sobre el trinchero, flotando ante el espejo ovalado que multiplica su resplandor cada vez que la llama se agita y vibra un poco con el viento.
Y un día así de truenos, de tormenta, volvió Cecil. Estaba allí en silencio, al amparo de la luz, como esperando, como dicen algunas lecturas que esperan el diablo o la muerte, aguardando sin decir palabra, como si el tiempo no contara, como si no fuera preciso ni mover los labios.
Aquel día sus ojos no tenían esa melancolía de otras veces, se parecían más a los del padre, más fijos, más tenaces y oscuros con la noche entera por delante.
¿Qué quieres, Cecil? No te preguntaré por qué no hablas, no diré más palabras si tú no me contestas. Dime qué debo hacer. Dime «levántate» y saldré de la cama; tú dime «vístete» y yo lo haré a pesar del calor; dime «camina» y andaré por el cuarto. Tú eres mi único amigo, mi ayuda y esperanza a pesar de esos ojos tan fríos y distantes. Tú sabes la verdad aunque no dices nada, sabes bien el camino de salvarme por muy duro, cruel o difícil que sea.
Si tú me ayudas, es fácil levantarme, vestirme, andar, cruzar la habitación, ir a tu encuentro, olvidarme del cuarto, de las sábanas mojadas, de esa luz que centellea más allá del patio envuelta en risas, música de radio hasta casi la madrugada, de ese rumor que son suspiros, palabras sueltas, pasos desnudos, sudor, agua, cigarros encendidos, más allá de la persiana subida a medias.
Un día de truenos fue, un día en que el agua de la lluvia se llevó para siempre el olor de las cocinas del patio. Tú estabas allí pero no me ayudaste. Estabas inmóvil, junto a la ventana, sin decir palabra, sin decir tan siquiera «levántate, ven, anda». Yo llevaba tanto tiempo esperando, que hasta la ropa misma que a Virginia tanto ofendió ya estaba aborrecida. Así llegó un día, una noche en que no pude aborrecerme más. Era un día de lluvia, de esos días de lluvia que lavan con estruendo la ventana.
—¿Qué tal? ¿Cómo está usted? Ya leí su nota en la tarjeta. Bien; siéntese un poco y luego vamos a hacer una visita. ¿Es la primera vez que viene? Por aquí suelen venir sobre todo estudiantes, aparte de los familiares, que nunca faltan en los días festivos.
«Esa mujer por la que usted pregunta ya está mejor, ya va bien. Al principio resultó un poco difícil por falta de colaboración suya, desde luego. Ahora mismo termino y le atiendo.
Las habitaciones son iguales, cuadradas, con cuatro o cinco camas, como esas que se ven ahora en la mayoría de las tiendas. Las hicieron los mismos enfermos, como también las sillas, los armarios, las alfombras, en el pequeño taller que hay en la misma casa. Es aquel un moderno sanatorio y aquel también un ensayo importante. Se han derribado las tapias, se quitaron las rejas y desde que esto se hizo —explica el director—, no ha aumentado el número normal de accidentes. Ellos mismos trabajan, ganan dinero, se lo administran y administran la casa. Tienen su propio presidente y cada cual escoge su quehacer de acuerdo con sus gustos.
—Ahí es donde tropezamos con la persona por la que usted pregunta. No quería hacer nada; ni comer, ni pasear, ni los trabajos propios de mujeres. Sólo sentarse allí arriba, en el cuarto, y mirar por la ventana, una vida prácticamente vegetativa. Además se empeñaba en no decir palabra, en no hablar con las otras. Menos mal que hay gente aquí muy preparada, con responsabilidad y amor por el oficio. Hay, ya le digo, médicos y auxiliares que se han traído aquí incluso a sus mujeres y ellas nos ayudan en lo que haga falta, prácticamente en todo. Ya le digo que es una experiencia importante.
A un lado, paralelo al pasillo que vamos recorriendo, aparece o se borra tras el muro o las ventanas un jardín interior con bancos de madera. Quizás aquellas otras ventanas que van surgiendo enfrente correspondan a las habitaciones, a la capilla o a esas tiendas recién instaladas para que los enfermos tengan dónde gastarse su dinero.
A medida que nos vamos adentrando en la casa, viene la desazón, tal vez el miedo de si ella irá a reconocerme o no, de si será buena o no esta visita, si será beneficiosa para alguien, para ella, por ejemplo. Podría preguntarle al médico, pero va tan seguro a mi lado que quizá sería ofenderle después de mi insistencia, de mi interés, que llenó hasta los bordes mi tarjeta.
Quizás es culpa mía, quizás es esa falta de rejas, de pasillos, de cerrojos lo que va sembrando desazón a medida que vamos caminando, cruzándonos con hombres y mujeres que no se sabe seguro si serán enfermos, celadores o auxiliares.
—¿Vienen a verla amigos o familiares?
—Sí; en eso verdaderamente no puede quejarse. No le suele faltar cada domingo compañía.
—¿Parientes?
—Parientes o amigos, no sé, la verdad es que aquí no preguntamos.
—¿Por qué dice que no puede quejarse?
—Porque en estos sitios, justamente suele suceder lo contrario. Los parientes, los hijos incluso, los dejan y no volvemos a verles la cara en mucho tiempo.
Los celadores, bronceados, fornidos, embutidos en sus batas blancas, con más aspecto de monitores de gimnasia que de enfermeros, cruzan y saludan en tanto este pasillo de azulejo blanco hasta media altura que debieron arrancar al tiempo que las rejas, se prolonga cada vez más, igual que si estuviéramos dando, una y otra vez, vueltas a aquel patio cuadrado. Y otro nuevo, abierto al exterior, hasta donde llega el rumor del pueblo cercano, se abre ahora, con sus bancos pintados de blanco y sus senderos de arena dorada que llevan hasta absurdos cenadores, lo único que debe quedar de la primitiva forma y destino de la casa. El médico lanza una mirada a las mujeres que buscan algo, quizás alguna flor en aquel mar de césped plateado, a las parejas que pasean cogidas del brazo o charlan a la sombra, bajo unos cuantos árboles frutales, bajo unos sauces que se estremecen y agitan su ramaje inerte sobre la grava gris recién regada. Este debe ser el jardín de las mujeres. Quizás hemos pasado sin transición —y sin rejas por supuesto— de la casa de los hombres a esta otra parte, aunque mi acompañante no me lo haya explicado en tanto pasea la mirada en torno a sí, como si fuera capaz de reconocer, a esa distancia, a cualquiera de las personas que vagan entre los sauces.
—Aparte de que con esta paciente —dice, hablando al horizonte que las tapias ocultan— teníamos el otro problema, el problema religioso, por así decirlo, que al principio le hacía encontrarse más incómoda todavía, hasta que conseguimos convencerla de que aquí nadie la obligaba a nada y menos en esa índole de cosas.
Su mirada sigue buscando, barre el césped, casi táctil, como haciendo volver la vista a los enfermos.
—Bien; aquí parece que no está. Se habrá quedado leyendo en su cuarto. Parece que es lo que más la entretiene. Ya sabe que ella (mejor dicho, ellos), no van al cine, no ven televisión, en fin, la mayor parte de todas esas cosas. Y la verdad es que lo lleva a rajatabla. Cuando hacemos alguna sesión aquí, ella no baja, se queda en su habitación, y lo mismo cuando vienen esos artistas que suelen ofrecerse desinteresadamente para entretener alguna tarde a los enfermos, con algún espectáculo de variedades.
Vuelta a atrás, nuevos pasillos que, sin saber por qué, aumentan otra vez el malestar. Nuevamente esa sensación de meterse inútilmente en otra vida, en una vida sobre la cual no se tiene derecho sino, todo lo más, curiosidad disfrazada de servicio. ¿De servicio a quién, a quiénes? Sensación desagradable, sentir abrirse una cualquiera de esas puertas iguales, con su número y picaporte niquelados, y encontrarse de pronto con ella, con su cara, y por si fuera poco, en presencia de este médico, auxiliar, celador o guía. Volver, marcharse, huir. Pero mi acompañante, normal, paciente, acostumbrado a su trabajo, detiene al celador del piso y se aleja un instante con él, a preguntar, supongo. El celador duda. Por un instante parece que sucede algún contratiempo.
—Venga; es al otro lado.
Caminamos más rápidos ahora. El friso de azulejos va reflejando, multiplicando, deshaciendo nuestras dos imágenes, en tanto que el rumor de los pies se unifica o divide de forma intermitente.
Bien; ya estamos ante la puerta. Esta tiene que ser, a juzgar por el gesto de mi guía. Chapa ondulada de madera, igual que en las otras, un silencio total al otro lado, a lo largo del pasillo, como si de repente todos hubieran muerto en aquella casa, y esa sensación eterna de los ojos clavados en la espalda.
De pronto toda la casa, blanca de azulejos que debieron arrancar al tiempo que las rejas, ha quedado vacía. Hay que afrontar el paso, los ojos, los murmullos, ese grito continuado a lo lejos, ese lamentarse remoto, como el llanto de un animal solitario. Es preciso llamar quedamente en la puerta, golpear con los nudillos, suavemente al principio, sin recibir respuesta. Se hace girar el picaporte y la puerta cede suavemente, como reprochando los golpes anteriores. Aparece una habitación vacía, de una sola persona, con la cama recién hecha, ordenada, y un vestido de color oscuro, tendido, estirado sobre ella. Todo limpio, ordenado, todo cuanto se alcanza a ver bajo la poca luz que dejan pasar las maderas, entornadas a medias, de las contraventanas. También hay sobre la mesilla de noche, junto a la lámpara de tela de cretona, quién sabe si confeccionada por ella, el bloque negro, rectangular, de una Biblia, con sus dorados titulares en una de las esquinas de la tapa.
—Bueno —continúa sin rendirse el guía—, parece que tampoco está aquí —en tanto aparece en el quicio de la puerta la sombra blanca y suave de una enfermera.
—La señorita por la que ustedes preguntan no está. Se fue con las otras de excursión.
—Pero, ¿era hoy?
—Era ayer, pero tuvimos que retrasarla por culpa del mal tiempo.
Queda tranquilo al fin. Luego se vuelve. La enfermera ha aclarado el equívoco. Lo siente mucho pero él no tenía la menor noticia. De todos modos, al menos he conocido la casa por dentro. Si quiero puedo aún recorrer otras dependencias: las tiendas, el salón de reuniones, esa sala como un patio con techo de cristal, con palmeras enanas y sillas como las de los antiguos balnearios, con una imagen de escayola dominándolo todo allá desde lo alto. Un corredor con su recién instalado mostrador, con sus estanterías repletas de géneros de punto, libros y corbatas. Otras habitaciones parecidas y siempre la misma sensación de que todo aquello ha sido fabricado, medido, usado, por la misma persona, incluso esos dibujos y cuadros enmarcados que cubren las paredes y que a primera vista se le antojan, a uno, todos hermanos.
¿Cuál de ellos? ¿Qué mueble o ropa o cuadro o paño bordado serán obra de ella, de sus manos, aquellas manos que tanto entrecruzaba en Barcelona mientras yo le iba haciendo las preguntas a su amigo, a ese Emilio tan venido abajo, tan venido a menos? Entonces parecía más arrogante, agresivo incluso. Ahora parece como si se justificara de algo, se diría que huye, en vez de irritarse, como allá a la salida del Congreso. Insiste en que la mayor de las hermanas saldrá pronto, le darán pronto de alta, se irá a pasar unos meses en el campo, en el pueblo de Sedano, en un sitio tranquilo, entretenida en trabajar, en algo que no dé mucho que pensar, lejos de la casa, de aquí, donde ocurrió el accidente de la hermana.
—A fin de cuentas, en la casa de aquí están todavía esa habitación y la ventana. No ha tocado nada; ni una silla quiso mover; es como si le diera miedo, pánico volver a entrar en ella. Por eso la internamos, porque era peligroso dejarla pasar allí tanto tiempo sola. En cambio, en la otra casa, es totalmente distinto. Allí están por todas partes los recuerdos mejores de su infancia. De aquí vamos a verla alguna que otra vez, y seguro que en poco tiempo volverá a ser lo que era: una mujer valiente, valerosa; una mujer de Dios que aún tiene que vivir para ayudarnos mucho.
Esperar el final del mes. ¿Qué será aquella nube? ¿Qué es ese polvo que se levanta, que se acerca, dejando tras de sí como un rubio penacho? ¿Será otro coche, un tractor de esos que a veces cruzan arrastrando el remolque de las uvas? Esperar el final de la noche. ¿Qué será ese resplandor blanco que se dispara hacia el cielo borroso como un techo de goma oscura que pudiera palparse? ¿Será una nueva luz? ¿Será una nueva iluminación en la plaza o en el Ayuntamiento o en el cine, cuya voz viene, llega en verano tan clara, tan nítida? Vienen suspiros, palabras espaciadas, jadeos, silencios. Luego la música explica lo demás y se puede seguir la película por ella. Después, cuando termina, llega el rumor de tantos pies arrastrándose, poniéndose en pie, llantos de niños, algún grito llamando al que responde otro grito, hasta que, poco a poco, tanto rumor se va calmando, alejando, muriendo, disolviéndose en la noche, antes que el tubo de neón se apague y deje los tejados como siempre, bajo la luz de esa lámpara amarilla que el párroco instaló, ya hace años, en la fachada norte de la iglesia.
Esperar el final del día que unas veces es largo, que parece abarcar dentro de él una vida completa, y otras corto, casi como si el tiempo no existiera, unidas una mañana y otra, una tarde y otra tarde, un toque de campana y otro toque, igual que si el calor y el vacío del pueblo, a lo largo de las horas de sol, mantuvieran las horas inmóviles y el tiempo sin correr hasta las nueve o las diez de la noche.
A veces se consigue dominar el tiempo, vencer esa aprensión, ese reparo a los días que aún faltan, sin leer, sin pensar, sin charlar con la asistenta, sentada en la verde, cambiante, ardiente sombra del jardín, mirando, más allá de la reja, el resplandor vacío, inmóvil de la calle, partido en dos violentamente por la sombra negra de la casa de Molina. Se mira al resplandor y las pupilas se relajan, los párpados van perdiendo su tensión y al tiempo que la brillante imagen de la calle va volviéndose borrosa, se pierde la sensación del cuerpo, el contacto un poco duro de aquel sillón tan viejo. No se oye nada. Ni el cambiante zumbar de las avispas en los claros de sol que se abren entre los pámpanos traslúcidos, ni el chirriar de las poleas de pozos invisibles, ni el rumor uniforme del motor de las bombas del agua. Se puede estar mirando aquel destello inmóvil largo tiempo, tanto como en la noche con los ojos cerrados y vacíos. Más allá, al otro lado de la verja que acaban de pintar, surge de vez en cuando el padre.
Otras veces llegan hasta los hierros verdes, retorcidos en dibujos complicados, Margarita y la madre. O vienen despacio desde la soledad, desde la sombra de las paredes de enfrente, figuras que no recuerda, rostros que no es capaz de reconocer.
Cuando ya no aprieta el calor, se vuelve repentinamente interesada por las plantas, regándolas, podándolas, buscando las malas hierbas que ahogan a los geranios y las parras. Seguramente esa afición viene de aquel jardín de mujeres, de aquellos sauces que agitaban un poco tontamente sus melenas al viento. Ella anda allí, con sus tijeras y su delantal, a la caza de hierbas que corta de un tajo brusco y seco, como quien caza o mata un animal; anda por los rincones, lejos del chorro brillante que se rompe intermitente en el aire, va dejando limpio el jardín, desbrozada y limpia la piedra que cubre el cuerpo de «Tom», que ayuda a hacer más opacos y lejanos sus ladridos en los días tan malos del invierno. Luego, cuando el sol cae, llega la chica que le hace la comida porque a la cocina no ha conseguido acostumbrarse. Sólo a coser la ropa, porque para lavarla ha comprado una máquina con parte de lo que le dieron por el coche. El resto se lo devolvió a míster Baffin. Cuando va a la capilla se queda ahora detrás. No canta, no dirige, no trajina.
Ya las primeras lluvias de Octubre van matando el polvo de la tierra, esas nubes que son como pesados suspiros cuando el viento las alza, como el alma del Páramo. Pero aún sin dejar tal rastro a sus espaldas, aquel rumor no engaña, no cubre el otro que se viene acercando, saltando sobre los baches, sobre el lecho de gravas: el rumor del viejo coche de alquiler. Viene saltando sobre el camino a la caída de la tarde, siguiendo con las ruedas las profundas rodadas de los carros. Nadie se asoma, nadie mira: le han visto tantas veces salir o llegar que a nadie llama la atención ese rumor que ya cruza ante las tierras que en verano fueron cebada y avena y al que viene serán de remolacha. Ahora sólo se le distingue la parte superior, el techo. Sin las ruedas abajo parece más veloz, como si fuera a saltar sobre las eras como el alma del Páramo, igual que en sus pasadas los vencejos. Desaparece en las primeras casas, pero su ruido guía a la vista desde el balcón, por en medio del laberinto de tejados. Ya se le ve completo, ya se esconde y acerca. Y su rumor duda y lucha y parece a punto de apagarse. Pero es tenaz, porque dentro va un hombre de Dios y el Señor le guía a través de la plaza, de la pequeña pasarela de cemento sobre el río seco, para girar definitivamente, enfilar la calle y detenerse al fin ante la reja de su casa.
He aquí que él viene; saltando sobre los montes, brincando sobre los collados; parecido a los gamos o a los ciervos. Helo aquí ante mi pared, mirando por las ventanas, asomando por las rejas. Me habló y me dijo: «Levántate, amiga mía, y vente. Porque he aquí que ha pasado el invierno, se ha ido y también la lluvia se fue. Se han mostrado las flores en la tierra, la higuera ha echado sus higos y las vides al fin dieron su olor; levántate, amiga mía, y ven; muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz».
Ya vamos sobre los campos. Ya el tiempo de su demonio quedó atrás. El Señor guio sus pasos y ahora vamos por esa senda donde nunca puso sus pies mamá, por donde papá y Cecil paseaban a la caída de la tarde, más allá de las huertas, camino de la montaña grande, sola como es a veces la vida de los hombres. Vamos los dos, y a veces es un gran gozo en el camino estrecho, antes de que se queden atrás las últimas tapias, ir poniendo mis pies en las huellas que dejan los suyos, sentir ese olor que viene de su cuerpo, que trae el viento tan suave. Ya vamos hacia ese montón de piedras verticales que señalan al cielo, hacia esas aureolas que rodean las nubes que se alargan una tras otra, trazadas por la mano del Señor con un lápiz ardiente, luminoso, que deja tras de sí, a la tarde, su largo rastro de fuego intermitente.
—Al principio estuvimos a punto de llevar la hermana pequeña allí, enterrarla en aquel cementerio, tal como la mayor quería; pero luego pensamos que sería un disparate, aunque algunos decían que quizá fuera como una nueva savia para el pueblo, para la fe de los Hermanos que en él quedan. En realidad, había otra razón, las circunstancias, el modo cómo murió, poco claro, y para nosotros, puede figurarse, bastante importante. Entonces hubo muchas opiniones y distintas todas. Hubo quien (y nunca diré el nombre) dijo que, según lo poco claro de la muerte, no podía dársele tierra aquí en la capital. La verdad es que nadie puede saberlo. Nuestro destino, nuestra vida está en manos del Señor, y sólo Él es capaz de juzgarnos.
»El caso es que la mayor ya marcha bien. No parece tener prisa por volver. Lleva al detalle los consejos que le dieron. Mucho paseo cuando no caliente el sol, trabajar en cosas que la entretengan y la mantengan activa. Tan bien le va que hasta piensa casarse con uno de nuestros Hermanos que ha vuelto. Así es la vida. El Señor nos lo quitó y ahora, cuando más hace falta, de pronto nos lo devuelve. Así son sus ocultos designios. ¿Qué quiere que le diga más?
No quiero que me diga más. Ya estáis todos aquí: Muñoz, Emilio, Baffin, Agustín, Martínez, Margarita y los otros.
Y también Virginia con Molina, juntos en la capilla, en el culto matrimonial. Todos estáis aquí, vivos o muertos, para que si algún día alguien quiere saber algo de vosotros, de lo que sois o fuisteis o seréis, pueda llegar a conoceros, odiaros, envidiaros o huiros, para que llegue a conocer vuestra historia, como aquel rey Asuero, una noche, a través de este otro Libro de las memorias de las cosas.