Es como un dado de paredes ocres, rematado por una pequeña cúpula deslucida por el tiempo. Una valla cubierta de pequeños tejadillos apenas deja descubrir el edificio coronado por ventanillos redondos como bocas de palomares. Tiene también un balconcillo breve de madera mirando al campo que allí mismo empieza, a las viñas, a punto de brotar, y a aquel monte solitario, único prácticamente en toda la llanura, que los romanos bautizaron con un nombre que perdura y cuya cumbre, con nieve la mayor parte del año, relampaguea en invierno más blanca aún, apuntando neta en el horizonte, hacia lo alto.

Por encima de las tapias se asoman las parras en los primeros días del otoño. Parecen a punto de saltar hacia afuera, pero pronto caen vencidas, recogidas hacia el interior. La tapia rodea por completo al pequeño edificio y su único vano es un gran portalón de recias hojas metálicas. Todo se halla pintado, revocado, limpio, y esto le hace destacar más aún del resto de las casas. Ello y que realmente se halla separado, solo, como un islote desgajado del barrio nuevo, a punto de alejarse navegando entre las viñas, hacia la gran montaña coronada de blanco.

Las otras casas forman el barrio construido después. Se adivina por su alineación recta, desolada, por sus corrales estrechos, desmedrados y porque ocupa los peores terrenos: los más altos y menos defendidos, lejos del barrio antiguo que se ampara del viento al resguardo de la suave loma que corona la mole de la iglesia. Son casas de adobe. No todas tienen enganche de la luz, y sólo unas pocas, caballerías en los corrales o a la puerta. Los tractores y los pocos carros grandes que van quedando, están abajo, en la falda de la loma, en las grandes casonas desportilladas, al otro lado del cauce seco por donde el agua va, en tiempo de tormenta.

Así el barrio de las casas de adobe extiende su silencio entre el Páramo y ese cauce vacío que, a pesar de todo, es preciso salvar por la pasarela de cemento, a causa de la broza que lo inunda y lo convierte a veces en vertedero.

El Páramo liso, infértil, tostado, se extiende desde más allá de las tapias de la capilla hasta más allá de lo que se alcanza a ver del horizonte. Al Sur asoma la silueta vaga de una lejana cordillera, mas sólo por la tarde y con el sol en contra. Lo normal es encontrar tan sólo, apenas dejadas atrás las últimas huertas, esa montaña que bautizaron los romanos y el cerro que defiende el barrio viejo. También se ven hileras quebradas de álamos señalando secos meandros de arroyos que, apenas nacidos en las lluvias de primavera, se consumen en su propio cauce, antes de abril. Algunos son como enhiestas cucañas jalonadas de muñones donde tan sólo nacen unos cuantos brotes cada año; a otros se les ve secos, medrosos por el frío y las heladas, rematados por algún torpe nido de cigüeñas, y casi todos muestran sus copas peladas arriba, quemadas por el rayo. Unos cuantos alambres de espino tendidos sobre palitroques pretendieron alguna vez parcelar esta tierra, mas ahora aparecen oxidados, caídos en grandes trechos. El Páramo aparece así más desnudo aún en sus senderos de guijarros y arena, donde a veces se posan las cigüeñas, desde los cuales se alzan en bandadas los grajos, cuando al disparo de algún solitario cazador responde la montaña desde lejos.

Hacia ella mira el balconcillo cerrado de la capilla. Apenas se abre, salvo en alguna especial ocasión, cuando también el portal queda entreabierto, como invitando al paso. Mas sus alrededores suelen aparecer desiertos, no sólo porque las otras casas se hallen un poco lejos, sino porque los vecinos, aun cuando tengan que pasar junto a ella, apenas se detienen.

Los perros sestean tranquilos en aquel soleado corredor como en tierra de nadie, las gallinas escarban sus cimientos, y, al caer la tarde, las cabras frotan sus lomos contra el áspero revoque de sus adobes. Precisamente por esta soledad llama más la atención esa limpieza incólume, su color por igual, su parra tan pulida, muy cargada en otoño, incluso los arbolitos simétricos que asoman tras de las tapias. El edificio todo parece como bajo un fanal, lejos del polvo, de los helados vientos que lo barren, del sol de agosto que resquebraja la argamasa y la sal, de la lluvia violenta, inesperada que, cuando cae, es como si el cielo reventara.

Está limpio, pulido, nuevo; pintada incluso su puerta de un verde que destaca sobre el único color que se ve en rededor, el color ocre, marrón, del Páramo y también de las casas hechas del mismo polvo, del mismo barro de la tierra, En alguna ocasión, cuando la puerta de la capilla queda entreabierta, puede leerse en el muro interior un pequeño impreso enmarcado en orla de latón, con su cristal empañado por los gruesos goterones de la lluvia.

«Reglas que deben observarse durante la visita y culto de nuestras iglesias:

La primera de las reglas a observar durante el culto y aún en simple visita, consiste en evitar, en cuanto sea posible, cualquier ruido al entrar en el templo, lo mismo que al andar o sentarse. El lugar donde los fieles se reúnen para las prácticas religiosas, reclama, en justicia, el silencio y respeto de los concurrentes. Lo demanda, por otra parte, la misma educación.»

Sin embargo, ya esta regla primera no es fácil de observar. El suelo, bajo los pies, chirría en la penumbra a cada paso. La madera reseca, gastada de tantos años, de tanto frotarla con arena, señala impertinente cada pisada, a medida que se avanza por la habitación. En verano suena también a solas, sobre todo al caer la tarde, cuando el sol cede y viene de lejos la primera brisa de la noche. Al sentarse en alguno de los pocos bancos que son tan sólo tablones de madera, se oye también a la madera lamentarse. Todo cruje como si fuera a partirse, a romperse, incluso la escalera que sube hasta el rústico estrado y la tarima que ocupa el fondo de la sala. Todo suena de tan viejo y tan seco y la cúpula, en lo alto, recoge con nitidez todos estos rumores, los amplía, los fija y los mezcla con los otros rumores del mundo en rededor, del pueblo que se despierta o muere cada noche al compás infalible de su vieja campana.

«La segunda de las reglas consiste en prestar gran atención a la lectura de las Sagradas Escrituras, lo mismo que a la predicación del Evangelio, fijando la atención exclusivamente en ello, sin divagar por otras ideas, pues el objeto que ha de llevar al cristiano al templo es el de escuchar la Divina Palabra e instruirse en las verdades que ella nos enseña.»

Hay al fondo, en el centro del estrado, un facistol para la lectura, con su brazo de luz que se adelanta sobre el plano inclinado defendido por unos metros de barandilla. Las paredes han sido revocadas con cal muchas veces y su único adorno son, ya cerca del techo, unas bandas de almagre con algunos letreros piadosos. Los dos del fondo, donde la habitación se acaba en un muro circular, dicen: «Dios es luz» y «Dios es amor», y por encima del estrado corre un tercero más: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado». Hay también, muy cerca de la puerta y también en el muro, una pequeña lápida de mármol con letras doradas, dedicada al fundador. Además de su nombre, puede leerse en ella dos fechas y tres renglones de encendidas palabras que hablan de una gran esperanza en el glorioso porvenir de la capilla.

«La tercera es no volver el rostro a todos lados, al menor ruido o a la llegada de nuevas personas, porque esto revela una muy censurable distracción y destruye toda la solemnidad del acto.»

No es necesario volver el rostro, porque la habitación es igual en sus cuatro rincones. Únicamente atrás, frente a la lápida, se ven unas cuantas sillas de paja. También en el estrado, junto a la puerta que da paso a un pequeño cuarto interior, hay una mesa con unos cuantos himnarios y la bolsa para las colectas, junto con un cochecito de hojalata, un juguete que ya no se ve ni en los mercados de los pueblos.

«La cuarta es evitar, lo más posible, el estrépito al toser, estornudar, limpiarse la nariz o producir otros ruidos inconvenientes, puesto que todo esto revela falta de educación y que se desconocen las reglas de urbanidad. Siendo por otra parte muy repugnante hacer esto delante de las personas, y también escupir sobre el piso de madera o sobre la alfombra. La urbanidad y el acto del culto nos exigen que nos reprimamos lo más que sea posible.»

Alfombra no hay. Si la hubo alguna vez, una de esas de esparto que aquí se fabricaban, no queda rastro de ella, ni siquiera su sombra en la madera, que tiene idéntico color por todas partes y se halla gastada por igual, del estrado a la puerta. Escupideras tampoco se ven, aunque aquí se tose, se estornuda a menudo por culpa de los hornos que, en los días de calma, cubren de un toldo gris el cielo despejado del pueblo. El día en que se cuecen los cacharros —potes, ollas, ceniceros, botijos—, en los treinta hornos que restan de los casi cuatrocientos que había no hace tanto, casi antes de la guerra, los hornos, los soportales que dan paso al corral y los corrales mismos y al final el resto de la casa, se van borrando, mientras los ojos escuecen y la garganta parece a punto de romperse y la tos sacude el cuerpo si no se busca alivio en el aire de fuera.

En el barrio reciente se construyeron muy pocos, pues los vecinos nuevos son tan poco amigos del barro como de la capilla. De ella evitan hablar, sobre todo si quien pregunta no es vecino del pueblo.

—No sé. Yo nunca entré. No me pregunte. No puedo decirle. Yo nunca tuve nada que ver con ellos —son sus respuestas habituales, lo que murmura vagamente la mujer que riega ante su casa la porción de calle que le corresponde; la del enfermo afilado que en su sillón de mimbre toma el sol del invierno que termina; la del muchacho que, en su bicicleta, se detiene un instante, justo para responder, volverse a subir y alejarse.

«La quinta es tener una postura decente en el asiento, sin recostarse o inclinarse demasiado en él, ni alzar los pies a los otros bancos, porque esto demuestra mucha falta de cultura, poco respeto al lugar y al acto, y nada de urbanidad.»

En los bancos es imposible recostarse. No son más que un largo tablón, tan reseco que sus nudos menguados se desprenden, tan curvado que en el centro ha sido necesario colocarles nuevas patas a fin de, en lo posible, retrasar su ruina. A juzgar por su deforme silueta debió haber un tiempo en que se llenaban, aunque quizá su ruina sea obra del peso de los años. Tampoco sobre esto aclaran gran cosa los vecinos:

—No sabemos… De todas esas cosas no queda nada ya. Tres o cuatro familias que lo aprendieron de sus padres. Por seguir el ejemplo, pero por lo demás, lo mismo que nosotros. Hay poca diferencia. Además, desde que Sedano se fue de aquí, desde que se murió, esto, lo suyo, se vino abajo, a pesar de que sus hijas vienen a veces, sobre todo en verano.

—La capilla la encontrará subiendo esta calle todo a lo largo hasta el barrio nuevo. Tiene usted que cruzar la pasarela. Allí, donde está el cine que se ve en seguida, tuerza detrás y en seguida la ve; no tiene pérdida. No; yo nunca entré, nunca tuve esa curiosidad. Está cerrada siempre. Conocerla la conocemos todos, pero sólo de fuera.

«No se debe fijar demasiado la atención en las personas presentes y mucho menos se debe criticar su lujo o su pobreza en el vestir, porque esto pone en evidencia a la persona que lo hace, dando muy mala idea de sus principios y demostrando su carencia absoluta de moral cristiana.»

¿Cómo será esa gente? ¿Cómo entrarán, escucharán, cantarán en común? ¿Serán como estos que charlan, cuando cae la tarde, a la puerta del cine, como esos otros que miran sus desvaídas carteleras con expresión lejana o como aquellos otros de las partidas interminables hasta la noche, mecidos por el rumor monótono del televisor de la cantina? ¿Cómo clasificar su lujo, su pobreza, cuando todos visten igual? Sólo los jóvenes se distinguen en esto, pero quedan pocos. Además, ahora falta la ocasión, porque las fiestas casi han desaparecido, reducidas apenas a las meras ceremonias religiosas.

«No se debe estar conversando, ni mucho menos riendo, porque esto es violar lo sagrado del lugar y objeto, porque es anticristiano, civil y bajo.»

Reír, no deben reír, salvo los niños. Charlarán de vino y de cebada, de avena y remolacha, del mosto que fermenta en las bodegas horadadas en la tierra como primitivas fortificaciones, como guaridas de topos formidables. Hablarán de lo mismo que los otros, los que nunca pusieron los pies en la capilla: del vagón que trae el plomo para dar brillo al barro y que, esta vez, se retrasa como tantas otras; del barro que sin él quedará como crudo, sin prestancia; de las becas fallidas por desidia y que, de molestarse el presidente del gremio, hubieran permitido estudiar en la Escuela de Artesanía de la capital a cuatro o cinco chicos del pueblo. Al acabar el culto, harán esa tertulia, una pequeña reunión simbólica, porque los asistentes se ven todos los días. Se esperarán unos a otros, y tras saludarse simbólicamente también, lanzarán un vistazo por el jardín, por si hay alguna cara nueva o conocida de algún Hermano venido de otro pueblo.

«Todos los miembros de la Iglesia deben tomar, tanto como les sea posible, participación activa en los cantos y oraciones que se elevan para alabar a Dios o para implorar Sus misericordias, no debiendo desaprovechar estos privilegios que Él nos concede. Nada da peor idea del desaliento y poco espíritu de una congregación que el ver a pocas personas de entre ellas manifestar su devoción y su deseo de alcanzar los beneficios del Padre Celestial, por medio de la oración y el canto.»

Una de las razones para alzar la capilla en las afueras seguramente fue el temor a que sus cánticos se confundieran entonces con los de los católicos en la iglesia. También debió influir la mayor comodidad e independencia, el precio del terreno y que además nadie quiso vender el suyo para que la levantaran en el centro. El solar donde fue construida quedaba entonces bastante solitario, pero ahora, con las nuevas casas, cuando el viento sopla de más allá de la montaña, deben llegar hasta ellas las voces desafinadas que se alzan de cuando en cuando como una ardorosa letanía. Lo que más las distingue de las de los católicos es la falta del órgano, que ayuda a limar las pérdidas de tono más, quizá por ser pocos, sus cánticos se alzan a veces vivos, bravíos, casi desafiantes, después de los primeros titubeos, cuando la voz solitaria que al principio les guía, cuida y endereza las estrofas hasta que todos, como una buena grey que no llega a ser coro, unen algo mejor sus voces y parecen querer extenderlas por toda la llanura.

«Todos los miembros de una corporación deben dar pruebas, así en la iglesia como fuera de ella, a todos sus semejantes, tanto creyentes como no creyentes, por sus maneras sencillas, por sus palabras cristianas y por sus prácticas afables y caritativas, de que realmente están animados del espíritu de Cristo, para que su saludable efecto traiga al rebaño del Señor a todos aquellos que de Él se han desviado o que aún no han entrado en él, mostrando el más sincero cariño especialmente a los nuevos investigadores de la verdad.»

Al salir será noche cerrada ya, porque el culto tiene que comenzar tarde, cuando acaba el trabajo. De día es distinto porque entonces es fiesta, una fiesta que se diferencia poco de otros días, salvo en no encender el horno, tener el carro inmóvil en el corral y visitar a algún amigo, Hermano o familiar. No fuman, no van al cine ni al bar, salvo en casos de extremo compromiso. Tampoco van al baile los jóvenes cuando raramente aparecen por el pueblo y tampoco se han comprado televisor los que contaban con medios para hacerlo. Se expulsa a aquellos que trabajan habitualmente en domingo, por mostrarse rebeldes a los padres, por inmoralidad, por hacer vida marital sin estar casados, y por dejar de asistir a los cultos seis meses consecutivos, aunque al cabo de los tres primeros se le hace al infractor un aviso preventivo.

«Deben ofrecerse los libros de Cánticos a las personas nuevas que hayan entrado en el culto para que sean atraídas por la amabilidad. Así como invitar con un asiento a los que están de pie.»

—Pues no, nuevos no hay, al menos que se sepa. Eso sería cosa de jóvenes y los jóvenes, hoy, piensan en otras cosas. No, no es fácil convencer a nadie ya, aunque la capilla se sigue abriendo alguna vez, cuando vienen ellas, las hijas de Sedano. Llegan en un Seiscientos, algún domingo que otro, y dicen que son amables con los suyos. Con los demás, con nosotros, ¿qué quiere que le diga?, ni que sí, ni que no, porque apenas nos tratamos. Vienen en ese coche que le digo, aparcan allí mismo a la puerta de su casa, de esa casa de piedra grande que habrá usted visto cerca de la capilla, y de allí salen poco si no es de visita a los amigos del padre, sobre todo a primeros de año o si alguno está enfermo. Deben traerles medicinas y dinero, pero eso aquí lo sabemos de oídas, porque no nos preocupamos de preguntarlo y ellos maldito lo que cuentan.

«Finalmente, debe llevar consigo, todo cristiano, la Biblia, para seguir a los demás en la lectura de ella y en su predicación. Y para marcar en el momento, en ella, lo que les haya impresionado más. Cristianos hay que marcan en su Biblia los textos de las predicaciones y hasta los hechos más importantes ocurridos a la Comunidad, con el día, el año y la impresión que recibieron.»

«Sesión primera, celebrada el día primero de junio del presente año, con motivo de la fundación de nuestra Iglesia. Abrióse la sesión a las diez y media de la mañana, bajo la presidencia del Consejo de Ancianos, recientemente formado entre los de más edad y mayor conocimiento de la doctrina. Nuestra Iglesia quedó constituida por las personas admitidas a la Sagrada Cena, cuyos nombres constan en el Registro de los Miembros, formando un número total de quince. Darse cuenta de que poco a poco iban faltando. Allí, en las fotos, está con su bonito traje y su sombrero adornado con cerezas y la sombrilla de mango tan largo que parece que viene del teatro. Viéndola así, con ese paisaje pintado tras ella, con cisnes y puentes rústicos, quién diría que acabaría misionera. Quien diría que vendría a morir a esta tierra que ahora, bajo el cielo tan oscuro, es como un cerro negro, con la mancha de luz del cine y nuestra casa. Seguramente fue una vocación como ya no se dan entre nosotros y el ambiente de su familia allá en Inglaterra. Allí debió despertar su vocación, tomar la decisión de venir a España por un año de prueba, para quedarse luego aquí y casarse con papá, viviendo, no en la capital, sino en esta casa que sus padres les compraron, que luego les vino grande, cuando el Señor no quiso concederles hijos.

Este cuarto vacío ahora, con sólo ese gran armario de caoba, su lámpara de alabastro en forma de copa colgada de tres cordones rosas y el sofá de patas retorcidas, tapizado de azul un día, es todo lo que resta de aquel cuarto de Cecil, todo lo que ella es aún, donde ella continúa cerca de su balcón, ante su mesita que ya no está, que fue vendida con el resto de los muebles, recortando periódicos y revistas piadosas que después servían a papá cuando tenía que hablar en la capilla. Otras veces, también copiaba poesías para ser recitadas en las reuniones femeninas que las señoras de la capital entonces celebraban:

Va como a un baile a misa. Mira al novio,

cuenta cuántas amigas ha encontrado

y examina el color de cada traje

fingiendo que se fija en el breviario.

Lo que menos repara es en el cura.

Tiene el libro al revés; todo lo mira,

habla, ríe, y se marcha repitiendo:

«Ya he cumplido con Dios. Estuve en misa».

Yo, entretanto, en la calma de mi casa,

sin nada que distraiga el pensamiento,

elevo el alma a Dios en las plegarias,

surcando con mi fe los anchos cielos.

¡Sublime Emperador de las alturas!,

¿quién mejor cumplimenta tus preceptos?

¿La que corre al bullicio a que la adoren

o quien corre a adorarte en el silencio?

Decía papá que, como todas las inglesas, tenía la piel tan blanca que ni siquiera con el sol de aquí se le cambió, y los ojos azules. Le ayudó a conseguir muchas cosas —el cementerio, su casa, la capilla— y en tanto ella vivió, nuestra Iglesia, en toda esta región, estuvo más floreciente que nunca. Su entierro en ese cementerio, por el que tanto había porfiado, fue un acontecimiento. Era un día terrible —según contaba papá—, y el camino desde casa a las afueras parecía echar fuego. Sonaban las chicharras tan fuertes, tan cercanas que parecían chirriar dentro de la cabeza, pero todas las gentes —las de aquí y las de todos los alrededores que vinieron— seguían tras de Cecil, que allá dentro de la caja tan humilde iba, con sus manos cruzadas sobre el pecho, con los ojos cerrados por papá mirando al cielo.

Y papá lo contaba muchas veces: el calor era tanto que la pintura de la caja se desteñía, manchando las manos, los hombros de los que la cargaban, la caja que tampoco el carpintero quiso cobrar a pesar de trabajar en ella —tan bonita quiso hacerla— casi toda una semana. Tal calor hizo. Los hombres sujetando el pañuelo sobre la nuca, las mujeres defendiéndose del sol con sombrillas y paraguas, como podían. Y el perro —el pobre «Tom»—, que murió después, antes de que nos fuéramos de aquí, aullando, adivinando el final de su ama. Fue una ocasión nunca vista aquí. Eso decía papá, que aquel día estuvo a punto de perder el conocimiento del calor y la impresión de verla enterrar aquí, en ese rincón de tierra miserable, tanta gente, pobres y ricos, Hermanos en la fe, conocidos y amigos, llorando, orando, llenando totalmente esta calle empinada que va por delante de la casa. Y allí, en el cementerio, después del oficio de sepultura, se cantaron los himnos y hablaron, después que lo hizo papá, otros Pastores venidos de la capital, de Madrid incluso. Fue la última misión de la difunta porque todos aquellos que asistieron al entierro, los unos por curiosidad, por piedad los otros, salieron conmovidos por igual, escuchando tantas santas palabras de tantos ilustres predicadores como vinieron.

Ya los pocos días, para que nada faltara en el final de la vida de una tan grande misionera, se nos acusó de manifestación pública por haber ido rezando por la calle, y de que al ser el cementerio civil, debía considerarse local público y por tanto impropio de nuestros cánticos y discursos. Pero el Señor, que vela por nosotros lo mismo que en la otra vida por el espíritu de aquella su gran obrera, hizo que la cosa no pasara a más y que nadie, por su causa, volviera a molestarnos.

Ahora ya, ¡qué lejos está todo! Ahora todo es igual, como es igual la tierra con sus hierbas y cardos a los dos lados de esa tapia caída. Ahora, de noche, a medida que ese gajo de luna se va alzando, el mismo viento barre el cementerio grande y el pequeño, la misma escarcha caerá en la madrugada y llegando a la verdad, como dice el discípulo predilecto de Jesús, idénticos gusanos se juntarán como las aves de su libro para la cena, a uno y otro lado de la tapia. «Vi un ángel —dice—, que estaba en el sol y clamó con gran voz, diciendo a todas las aves que volaban por en medio del cielo: “Venid y juntaros ante la cara del gran Dios. Para que comáis carne de reyes y de capitanes, y carne de fuertes y carne de caballos y de los que se sientan sobre ellos; carne de todos, de libres y siervos, de grandes y pequeños”.»

Y como todos los lunes, ha preguntado Arturo, viéndola entrar:

—¿Qué tal la excursión de ayer?

—Muy bien.

Ese «muy bien» dicho así, en modo impersonal, es una de las barreras que mantienen a raya a este Arturo de mandil azul y torpes ademanes que al dirigirse a ella la llama «señorita» y cuando está de charla con los amigos, simplemente «la protestante».

No lo dice con mala intención, sino con aquella emoción de los que cada día rozan lo insólito y quizá lo prohibido. Aparte de murmurar de los estudiantes, que durante las vacaciones del verano dan más trabajo, llevar la cuenta de los puntos que le debe el Ministerio y subir y bajar a regañadientes la escalera de mano, uno de sus modos de llenar las horas de trabajo es intentar averiguar el fruto o la razón de las idas y venidas de Margarita, de sus viajes a los pueblos cada domingo, de lo que él llama «los trabajos extra» de la auxiliar de la biblioteca.

—Entonces, ¿preparando el veraneo?

—Falta mucho todavía.

—No crea. Cuando menos se piensa, se tiene el calor encima. Además, teniendo casa parece que llama el campo antes. Si yo tuviera una casa así y mi coche además, no me iba de cuando en cuando; me iba todos los fines de semana.

—Hace mucho frío ahora para estar allí.

—Hará el de siempre, el que hacía cuando vivieron allí de pequeñas.

—Ahora algo menos.

—Ya se lo digo yo. ¿Y qué tal la carretera? ¿Es su hermana la que conduce? ¿No? ¿Qué tal se la da?

—Bien. ¿Por qué se la iba a dar mal?

—No; por nada. Ya sabe que hay montones que no aprueban a la primera.

De estar presente la titular, esa señora rubia, madura ya, de gafas con montura dorada que se quita cuando habla con los hombres, Arturo bajaría la voz, o ante ese anciano cuyo nombre nunca alcanza a descifrar en la papeleta y que más de una vez le ha ordenado callar amenazando con cursar una protesta. Pero hoy ninguno de los dos está. La titular porque durante largas temporadas apenas aparece, y el anciano quién sabe si acabó su trabajo para el que tomaba tantas notas en los pesados volúmenes de arte. La mañana pasa pronto; la tarde es lo peor. En la tarde, las horas crecen como las grietas profundas que surcan las paredes, como esas parras que van llenando el patio interior con su estanque y sus gorriones que alborotan sobre la taza seca, sobre el patio empedrado donde algún bedel ha dejado caer blandas migas de pan. La tarde crece, se prolonga verde en el verano, en los marcos descompuestos de las tres ventanas en el piar que pasa a su través, en el suave rozar de las hojas de los libros, en los rumores, toses, suspirar de los chicos embebidos en novelas, cuyo espíritu vuela por países lejanos, en paseos en busca del botijo que fue blanco algún día, pero de agua tan fresca que se diría nuevo. Los rumores se van encadenando, pero ahora, con todas las ventanas cerradas, la voz de Arturo prima sobre todos. En invierno la luz de las lámparas, encendidas lo más tarde posible, se agradece como si templara un poco el ambiente, como si concentrara bajo los grandes techos de la sala un poco de la vida de la calle, de fuera. Además, su luz, encendida como a regañadientes, quiere decir que resta apenas una hora de quedar allí, con el brasero eléctrico a los pies y un libro entrevisto a duras penas o algún montón de fichas que sólo a duras penas se consigue llenar. La hora de cerrar se adivina pronto porque Arturo se quita con mucha ceremonia el guardapolvo intimidando a los lectores nuevos y a los de las novelas, que se apresuran a cortar el hilo de su aventura particular, y con un concienzudo desperezarse que les vuelve a este mundo, se levantan y devuelven el libro. Finalmente, para los que se resisten, suenan unas palmadas secas que son como una sentencia definitiva de que la tarde concluye.

Como la biblioteca se halla en la calle principal, salir de ella es entrar en la ciudad que, a esa hora, con el tráfico cortado, pasea de arriba a abajo como si el tiempo no hubiera pasado por ella. En invierno, a veces, cuando sale Margarita, ya la niebla ha borrado tiendas y soportales y sólo quedan las luces de los arcos. En los meses más fríos es como ir avanzando a través de un cristal opaco, lo mismo que los del Casino pero sin sus anagramas floreados, a través de un cristal traslúcido, intangible. Yendo bien abrigada, hasta puede resultar un placer hundirse, navegar por ella y bajar hacia casa sin ser conocida, sin conocer a nadie, como en un país lejano de esos a los que, de niña, soñaba con marchar de misionera.

Esas sombras que vienen, que hablan, que ríen, ¿quién serán? Seguro que las chicas de la Escuela de Comercio. Y el otro grupo, el que viene detrás tonteando, los chicos de otros cursos que traen a la memoria los problemas de Virginia con Molina. Esa otra sombra que entra en el Casino podría ser él si viviera aquí, parece igual de alto, igual de fuerte; y esa otra que le sigue fumando, tal vez papá si fumara, si viviera todavía. Pero papá no fumaba, ni tomó en sus manos jamás una baraja y el Casino nada más sirve para eso y para abrigar en invierno las tardes ociosas de las parejas. Viéndole así, en la niebla, con sus grandes ventanales iluminados y las sombras que van y vienen o que surgen de pronto por la dorada puerta giratoria, se diría un palacio de una gran ciudad como esos que también se sueñan de pequeñas, pero abajo el bar está sucio y vacío casi siempre y el gran salón de baile sólo se usa una vez al año, por las fiestas. Hay también lo que los socios llaman biblioteca, donde no es posible encontrar ni un solo libro piadoso, sino revistas de ganaderos o manuales de cultivo y algún diario atrasado de la provincia.

Pero el meollo, el corazón oculto del Casino, capaz de sobrevivir a todas las reformas, es la sala de juego, a la que nadie llama así, a la que nadie llama de ninguna manera. Nadie quiso tocar, en las reformas sucesivas que el local sufrió desde que fue construido, las orlas con los retratos de los socios, ni las vitrinas, ni la sobada mesa, ni las sillas tan recias y antiguas. Ni quisieron cambiar la gran tulipa azul que baña con su luz de luna el azar incierto de los socios, el pálido cartón de las barajas, las manos toscas, cuadradas, el tableteo nervioso de las fichas, los pagarés apresurados, dolorosos, los vales, los recibos y esas tazas de trémulo café, cuando ya el día empieza a asomar por las ventanas.

—Tenemos que abrir un poco la mano —confiesa el secretario—. Si no se les consiente un poco, los socios no vienen. Sobre todo en invierno, que hay tan pocas distracciones. En invierno unas horas, y siempre, a ser posible, después de la cena, cuando la gente joven ya está en casa durmiendo. Nuevos grupos, más risas, chicas con libros bajo el brazo, con esas faldas tan cortas que se llevan ahora. La señora quiso en un principio, cuando salieron las primeras, prohibirles la entrada. Hubiera estado bien, pero ¿qué se consigue? Que no vuelvan. Además, ya todas van así, y hasta la novia de alguno de los nuestros se ha pasado y enseña las rodillas. ¿Quién se atreve? ¿Quién dice: «Váyase, salga, cámbiese el vestido?». Quizá Arturo, pero Arturo se niega.

—Eso trae alegría, señorita; eso, aquí en este sitio, levanta el ánimo, levanta la moral.

Y lo dice como si él supiera lo que es la moral y, lo que es peor, como si estuviera hablando con una anciana.

Más luces difuminadas, sordas a uno y otro lado de la calle, deslizándose, navegando también sobre los adoquines pulidos por la lluvia. A medida que se baja hacia el río, que la casa va quedando más cerca, el cristal de la niebla se hace totalmente plano y oscuro, no a rachas como antes, y se empiezan a oír los distintos rumores y maniobras de los trenes y llega ese olor a carbón húmedo que es muchas veces el olor de la casa.

Ahora, allá arriba, en el último piso, antes de la azotea, esperar a que llegue Virginia. Adivinar por la cara el humor que trae, si se olvida de aquello o no lo olvida. Viéndola así, tan seria, tan altiva, oyéndola hablar a veces con tanto despego de los hombres, no se entiende que aquello la calara tan hondo, no se comprende que se niegue a volver por allí, aunque al final Muñoz acabará, como siempre, convenciéndola, si es que consiente en volverle a dirigir la palabra.

Esperemos que sí, que vuelva de su orgullo, porque Muñoz, después de todo, ¿qué culpa tiene? Ni Muñoz, ni Martínez, ni los otros. El único culpable es el que ella perdona, aunque en cuestión de culpas nadie puede juzgar a nadie.

Pero de todas formas, aun con el riesgo de quedarnos solas, hay muchos hombres más, no todos Hermanos, desde luego, aunque ella sólo mire dentro de los nuestros y le parezcan mejores sólo por eso, como aquel colportor de la moto que un buen día no volvió más. Era gracioso, pero no tanto como a ella le parecía. Era gracioso por su hablar como ceceante, por su mechón rojo tapándole la frente y sobre todo porque era extranjero, el primero que las dos conocíamos. Cada vez que aparecía por casa, siempre Virginia buscaba algún pretexto para estar en el jardín, en tanto él, con su pipa en forma de ese pegada a la boca, como si le resbalara por toda la barbilla, atufando el jardín con mis humos, charlaba con papá y acariciaba a «Tom», que siempre le conocía a pesar de que estaba ya tan viejo.

—Cuando queráis, Hermanos —comienza Martínez—, podemos empezar.

Poco a poco se deshace el corro del jardín y se van ocupando los bancos, sobre todo los primeros. Atrás quedan las mujeres con los niños, que se resisten a sentarse a pesar de arrastrar consigo sus juguetes. Junto al Hermano Martínez, ocupan el estrado otros dos Ancianos, no tan viejos como él, enfundados también en sus tabardos y con la boina en las manos. El Hermano Martínez pide otra vez silencio y luego alza el rostro, fijando la mirada en un lejano, invisible interlocutor, más allá de los bancos, más allá de los muros de la capilla, más allá seguramente de los últimos arrabales del pueblo.

—Señor: me dirijo a Ti, quiero hablarte de todos nosotros, los que aquí, como cada domingo, nos hallamos reunidos. Lo mismo que nosotros nos alegramos con las noticias de nuestros Hermanos, así creo que Tú te alegrarás sabiendo de nosotros, escuchando estas cosas de la vida nuestra. Porque aunque labradores que apenas tenemos tiempo de aprender, ni otras luces que Tu Divina Palabra, que sólo podemos leer cuando dejamos el arado, y descontando aquellos que con sus ausencias y pecados se han separado de nosotros, queremos, como siempre, dar testimonio de nuestra fe cristiana.

»Es verdad, Señor, que somos menos que otras veces, pero justo por ser menos deseamos recibir, más unidos aún, tus bendiciones. Así pues, haz soplar sobre nuestras cabezas, sobre esta Tu grey, sobre estos Tus obreros, el Espíritu Santo, para que el nombre de Jesús sea glorificado y el Evangelio siga vivo aquí, tanto como en los últimos años. Nada más te pedimos, Señor. Amén.

La voz del viejo, apagada pero firme, concluye de pronto tal como comenzó, sin preámbulos ni titubeos. Se ha sentado y hay ahora un pequeño conciliábulo que resuelve uno de los que con él ocupa el estrado, levantándose a su vez.

—Vamos ahora a cantar, todos juntos, el salmo veinticinco. —Su voz es más clara, su modo de hablar más espaciado, como de quien está acostumbrado a hacerse entender—. Es el Salmo en que David, confiando en la bondad de Dios, pide que le sean perdonados sus pecados. Empieza con la estrofa que dice:

A Ti mi alma he alzado.

Confié, Dios mío, en Ti.

No sea avergonzado

ni alégrense de mí

mis enemigos…

Ha leído la estrofa muy despacio, en tanto los asistentes se apresuran a buscarla en sus himnarios de hojas ya pardas de tanto usarlos. En torno a los más grandes se agrupan dos o tres rostros, dos o tres voces, que al principio se pierden y vacilan persiguiendo a las pocas que cantan al unísono hasta llenar la capilla en un instante. Es como si todos quisieran multiplicar su testimonio, suplir su escaso número con el rumor que sale de sus pechos. Más allá del jardín, el eco de los salmos cruza la calle como un himno de batalla, inundando las casas fronteras.

Muchos son mis enemigos,

aumentando sin cesar.

Tú, Señor, eres testigo

de su eterno batallar.

Guarda mi alma, líbrame.

No sea yo avergonzado,

porque en Ti siempre confié

y en Ti vivo refugiado.

Pero el rumor no altera la vida al otro lado, ni siquiera parece llamar la atención del enfermo que seca sus huesos al desvaído sol, inmóvil en su silla como siempre, ni los intrincados caminos que los niños trazan en el polvo. No se sabe si en realidad oyen las voces o, como los gorriones o la blanca montaña, también ellos son sordos, impasibles, indiferentes a ellas como al trueno o al viento.

Dentro, bajo la cúpula color ceniza, el Anciano que comenzó el salmo toma de nuevo la palabra.

—Me alzo y tomo la palabra, Señor, para dirigirme como cada domingo a mis Hermanos.

Él también mira a lo alto, a lo lejos, como si Dios le escuchara desde ese balconcillo que hay sobre la puerta, es una voz más sabia, más educada, muy distinta a la de Martínez. Parece explorar, uno a uno, el corazón de todos los presentes que seguramente conoce desde siempre, hablar a su imaginación y a su conciencia con palabras que llegan a todos, que comprenden todos, tal vez hasta los niños que, poco a poco, abandonan sus juegos y los ruidosos papeles de los dulces.

—Hoy quiero hablaros, Hermanos míos, de un tema hacia el cual raramente volvemos nuestra atención, nuestros ojos y nuestros oídos, a pesar de que nos rodea desde el dichoso día en que Dios nos da el ser. Y no le prestamos atención suficiente, le pretendemos ignorar por falta de responsabilidad y también, ¿por qué no decirlo?, por miedo. Como todos sabéis, nuestra Hermana en el Señor, Isabel Ibarra —su voz se vuelve profunda, opaca ahora—, pasó a su presencia hará cosa de un mes aproximadamente, después de dar testimonio durante tantos años, en todos estos pueblos. No vamos a rogar por ella, como otras Iglesias hacen, ni haremos el inventario de sus grandes virtudes porque ya está ante la presencia de Aquel que, con tan sólo Su Gracia, puede guiarla por los eternos senderos del Cielo.

El Hermano Eloy toma un leve respiro. En el silencio, puede ahora oírse el pasar y repasar de los vencejos junto a los ventanillos de la cúpula y el eco monocorde de la pelota en el frontón, cubierto súbitamente por las horas que canta la torre de la iglesia.

—Y es tal la Gracia de Aquel que por nosotros vela, igual que por las flores y los pájaros, que los familiares de nuestra Hermana, a pesar de no ser creyentes, dieron toda clase de facilidades para que se celebraran nuestros cultos. Y es que la muerte, Hermanos, nos iguala a todos, unos y otros, grandes y pequeños, aunque con una diferencia: la muerte, que para los demás es sólo destrucción del cuerpo, supone para nosotros, queridos amigos, libertad definitiva del alma. Es término de la vida terrenal, pero también comienzo de otra vida, de la vida verdadera. Es la separación corporal de parientes y amigos, pero no más allá del breve plazo de unos instantes, que tal puede considerarse, y no de otra manera, lo que llamamos siglos.

Ahora la voz se torna triunfante, exaltada, poderosa. Menudos regueros de sudor comienzan a deslizarse por sus sienes sumándose a los meandros de sus venas. Pero su voz, su ademán, su inspiración, no se detienen. Se limpia con una leve pasada del pañuelo y con él en la mano prosigue, no mirando a la puerta de entrada sino a los rostros de los fieles, apuntándoles, a veces casi amenazando.

—¡Será la muerte motivo de espanto para aquellos que pretenden ganar su corona por propia justicia, por propios méritos, mas no para el que sabe que sólo la justicia de Jesucristo ya consumada es la que ha de ganarle el Cielo! Han olvidado el frío que arranca nubecillas intermitentes de los labios, el camión del plomo que se retrasa ya casi una semana, la avena, la cebada que las tormentas del verano acechan, el vino que, tal vez, nunca llegue a las bodegas.

Pero el tono del Hermano Eloy cambia una vez más. Deja de ser exaltado, violento, vuelve a ser espaciado y solemne, vuelve a mecerles, recalcando bien las palabras, como un viejo maestro que repitiera siempre parecida lección.

Nosotros no creemos que ninguna condenación pueda haber para los que están en Cristo Jesús, incluso para el pecador que al final será limpio por la sangre de Jesucristo, pero aquellos que voluntariamente se salen de su seno, aquellos que viven en el pecado —recalca bien—, despreciando ser asistidos por Su Gracia, esos teman, repito, el día de su muerte, como el deudor que un día será emplazado ante su juez. Tema la hora final aquel que se ha separado de nosotros. Porque como ya sabréis, Hermanos, nuestra Comunidad, firme en su fe, aunque poco numerosa, ha sido mutilada no por la muerte corporal, sino por la muerte del espíritu en la persona del hasta hace poco Hermano Molina.

»Y es, esta, muerte mucho peor que la de nuestra Hermana Isabel Ibarra, muerte escogida voluntariamente, para vivir en el pecado con desafío y contumacia, muerte que quiera el Señor transformar algún día en vida, volviéndole al camino verdadero.

»Así lo declaramos aquí, para que vuestras oraciones y las nuestras no le abandonen y le ayuden a abrir los ojos de la fe y volver a esta su casa, donde fue, y debe ser aún, uno de los pilares más firmes y antiguos. Así sea.

—¿Que por qué nos dejó Molina? —responde Martínez—. Y ¿quién lo sabe? Sólo el Señor. Él todo nos lo da y lo quita, empezando por la Fe. A veces, cuando más desesperado se está, Viene como un alivio, como una voz que te deja tranquiló. Es la Gracia. Otras, en cambio, cuando menos se espera y sin saber por qué, esa Gracia te deja, vienen las dudas, cambia, el destino y naufraga el hombre. Ya ve, yo no nací en la Fe, yo tengo muchos años y muchas veces he sentido esa fatiga, ese cansancio que le digo. He visto mundo, andé por muchos sitios desde que salí, no de aquí, porque yo no soy de aquí, sino de más al Norte, de un sitio que le llaman La Montaña. Aquello no es tan seco, ni tan llano, pero en cambio es más mísero. Sí, no ponga esa cara, más mísero aún. Allí la mayoría se iban a la presencia del Señor sin conocer el tren, ni la luz eléctrica, ni lo que es un pantano dé estos que hacen ahora por todas partes, bueno, hasta sin saber lo que eran unos zapatos nuevos.

»Pues yo todo eso lo vi de mozo, después de que un amigo del amo que era viajante él y andaba a menudo por Asturias, me dejó aquel Libro, un Libro donde aprendí yo las primeras verdades. Porqué allá en Asturias hubo muchos creyentes siempre, y los hay todavía, con parroquias mejores que las nuestras.

»Yo lo leí, más que nada por matar el tiempo, los días tan largos en el monte, pero un día que el amo me pilló con él en las manos me amenazó con devolverme al hospicio. Nada más hojearle debió saber por dónde iban los tiros y se empeñó en saber quién me lo había dado y en pedírmelo porqué era de judíos (decía) y había que quemarlo. Así estuvimos, él pidiéndomelo y yo negándolo, como cosa de un mes, hasta que lo pensé bien y me vine más abajo, a La Ribera, y allí entré a ayudar en casa de un zapatero. Y el nuevo patrón, en cuanto que vio él libro, ídem, aunque este tardó más en descubrirlo, pero al no ir yo a misa se ve que le puso sobre aviso.

»Y la pura verdad es que yo la Biblia la leía por encima, sin entender gran cosa, y lo más que sentía a veces era ese consuelo tan grande que le digo. Pero de lo importante entendía bien poco, sólo lo que me explicó el amigo de mi primer patrón y aún eso malamente.

»Así que llegó el tiempo de sentar plaza y me enrolé en el ejército. Yo quería ir a África por ver mundo, porque de joven siempre fui un poco inquieto, pero al fin no llegué más allá de Sevilla. Allí, mucha instrucción, mala comida y paseo los domingos. Hasta que un día, a la hora de la misa, se armó una buena gresca porque uno de los reclutas, a la hora de alzar, no quiso arrodillarse. Lo debía llevar mucho tiempo pensando, porque allí se estuvo derecho a pesar de las amenazas y los gritos. Total, que se lo llevaron, lo metieron preso y le juzgaron, pero él alegó sus creencias y a los dos o tres meses estaba de vuelta en la compañía y con tan buena fortuna para mí (y ahí se ve la mano del Señor) que llegó justo a tiempo para salvarme la vida. Me la salvó un día que estábamos bañándonos y yo perdí pie, y si no es por él, que andaba cerca, me voy al fondo, de modo que hasta en eso le tengo que estar agradecido. Fue entonces cuando empezamos a tratarnos y cuando empecé a ir con él a la iglesia Evangélica, a hablar con el pastor que me ayudaba. Quiero decir que me daba algún durillo. Así fui cambiando de incrédulo en creyente. Me hice con un Nuevo Testamento y otros libros que allí me prestaban, pero aun así, el mundo me tiraba todavía, aunque ya digo que las sobras, maldito si llegaban para vicios. Pero el pastor debía tener algún amigo influyente allí, en Capitanía, porque yo mejoré, quiero decir que me subieron a cabo, pero el Señor había cambiado por segunda vez mi destino y ya no quería seguir la carrera de las armas ni conocer mundo, sino cumplir mi servicio cuanto antes y buscar Su Verdad y seguirla. De modo que cuando me licenciaron me vine para acá porque aquel compañero me dijo que además de trabajo en los hornos, encontraría aquí al Hermano casado con la inglesa.

Ha bendecido el pan, la vajilla de los días festivos, salida seguramente de ese horno que abre su negra boca, muerta hoy, en el fondo del patio. Ha bendecido también el vino que ellos no tomarán pero que se ha mandado traer como un obsequio especial para el invitado extraordinario. Bendice también la carne y la fruta mezquina y un queso, seguramente de la casa, en tanto los dos nietos y la madre y la abuela inclinan la cabeza y se unen a la oración que el Hermano Martínez a media voz murmura.

Hay en los muros, blancos como los de la capilla, algún cuadro piadoso que esta vez son portadas de revistas, inglesas sobre todo, con escenas de la Biblia o grabados de principios de siglo que los nietos se hacen explicar a menudo, aunque hoy, por encima de todo, prefieren la historia interminable, minuciosa que va diciendo la voz infatigable del abuelo.

—A Sedano, claro que lo traté. Ya le dije que traía una carta de mi amigo. Estuve en su casa alguna vez y en la escuela, aunque yo ya era un hombre para aprender lo que en ella enseñaban. Por entonces vivía su primera mujer, la inglesa que le digo, no la madre de las chicas, pero lo de leer y escribir no tengo que agradecérselo a él, sino a la mujer de mi segundo patrón que, aunque sierva de Roma, era muy buena y compasiva y en el poco tiempo que estuve con ellos, acabó cogiéndome cariño. Aquí yo no estaba para escuelas, andando como andaba, trabajando en los cacharros y, ¿por qué negarlo?, no siempre en muy buenas compañías, de modo que me faltó poco para volver al mundo y caer en la incredulidad, que viene a ser el peor de los vicios. Pero gracias a la Comunidad, que entonces era grande y compuesta por personas piadosas y cristianas, empecé a sentir dentro de mí un gran remordimiento y el Espíritu Santo me mostró con toda claridad lo que debía ser mi vida. Pero cuanto más quería enmendarme, tanto más largo me parecía el camino y así, cayendo y volviendo a levantarme, como Jesús en el camino del Calvario, llegué a tal extremo que no podía dormir pensando en la otra vida que estaba a punto de perder, ahora, justo, que empezaba a conocerla.

»Pasaba horas enteras, noches enteras sin decir palabra, de rodillas, y a veces, hasta tirado por los suelos, sin encontrar respiro. Me pasaba los días leyendo la Palabra del Señor, sobre todo el salmo ese que dice:

Envía Tu luz y Tu verdad; ellas me guiarán,

me llevarán al monte de Tu santidad

y hasta Tus tabernáculos…

»Pero el Señor me tenía dejado de su mano, quién sabe si con razón, y fue el demonio quien se aprovechó de ello, llegándome incluso a hacer desconfiar de mi salvación, liándome por segura mi condena, dejándome dos caminos tan sólo: o volver al mundo, o quitarme yo mismo la vida.

Y casi al extremo opuesto del pueblo, más allá de la iglesia y de la plaza, el demonio —su demonio— habla a Molina, que desde el balcón de la alcoba mira la montaña, azul ahora, bajo su eterno casquete blanco. Su demonio le pregunta, como tantas veces, en qué piensa, y Molina, como siempre, no responde. Su mirada sigue lejana como sus pensamientos, sobre la tierra sin germinar, dura aún por la escarcha y las heladas, sobre los meandros vacíos, relucientes de redondos y menudos cantos, más allá de los alambres de espino que cantan en el viento.

La voz de su demonio liega monótona, insistente, desde el lecho. Ahora que ya nada le ata a allí, mejor marchar a la capital, emprender algún negocio que no le obligue a chamuscarse día tras día, a oler a ese carbón infame, cada vez que se mete en la cama. Allá en la capital tiene un hermano de verdad y este puede ayudarle. No es preciso marchar este mes, ni el que viene, pero es mejor ir pensándolo, por su bien, ir haciéndose a la idea de no pasarse el resto de sus días en un pueblo mezquino y miserable. Molina se vuelve entonces y pregunta cómo, siendo tan malo, quiso quedarse en él y el demonio responde que está claro: porque Molina le gustaba, y Molina no sabe si su demonio miente o de veras quiere llevárselo de allí para ayudarle. Después de todo, si ella quisiera marchar, abandonarle, ¿quién se lo impediría, si nunca habla, como otra cualquiera, de casarse? Su demonio asegura —y tiene razón— que quizá dentro de un tiempo que no puede medirse resulte ya muy tarde, que los años, que la vida, a partir de cierta edad, pasan como un suspiro, como esos buenos días que, al final del verano, llegan y que, de tan fugaces, viene el invierno y apenas se gozaron. Allá en la capital, con la ayuda de su hermano de veras, es tiempo todavía de prosperar.

Lo malo es que Molina no conoce más oficio que el barro. ¿Qué negocio podría emprender? ¿En qué podría ayudarle su pariente? El único negocio posible es el de todos: un bar, y la ciudad está llena de ellos, por eso son tan caros los traspasos. Su demonio, en cambio, no lo ve tan difícil. A fin de cuentas, son ellos dos nada más y al principio ya se sabe: perder, pero siendo dos solos es fácil esperar. Luego, poco a poco, la gente se acostumbra y el negocio prospera, sobre todo si se sirven comidas. Lo sabe bien porque sirvió en unos cuantos y muchos parroquianos se quedaban por ella. Esto es fundamental, y lo calla también, mientras Molina mira a lo lejos la cordillera azul que ahora, por el lado del camino que lleva a la ciudad, va naciendo en la tarde.

Su demonio no quiere quedarse allí, acarreando el agua a la cocina. Piensa que ya fregó, lavó bastante, que ya amó suficiente en ese cuarto donde muy de mañana le despierta ese humo que odia tanto desde la primera noche que durmió en la casa. Y ya esa primera noche esperó lo que vendría luego, lo que ya imaginó desde aquellas primeras palabras suyas, tan torpes, en la plaza, aprovechando una ausencia del patrón, después de aquella compra tan prolongada que saltaba a la vista no le importaba demasiado. No era un hombre como los demás, al menos como los demás patrones que ella había conocido, de menos palabras, más claros y precisos, estuvieran o no casados. Molina le había hecho dormir en el cuarto de junto a la cocina, mientras él se acostaba arriba, en aquella gran cama matrimonial tan inútil entonces.

Casi un mes fue preciso, hasta darse cuenta de que Molina no iba a misa como los demás. Si no hubiera ido nunca, no le hubiera extrañado. Su patrón tampoco ponía los pies en la iglesia, pero a Molina le veía vestirse algún que otro domingo, coger su libro negro y salir de casa, pero no al toque de campana sino más tarde, en dirección a una extraña capilla, sin atrio ni espadaña. Nunca hubiera pensado que fuera devoto, aunque de devotos también conocía algunos casos. Pensó ir ella también y así se lo dijo a Molina, pero ante su sorpresa, Molina se lo prohibió hasta más adelante, con lo cual aumentó su incertidumbre. Pero al cabo del tiempo, todas aquellas preocupaciones se borraron cuando Molina dejó de recorrer aquel camino y ella, al fin, pasó a ocupar aquel lecho matrimonial que no volvió a quedar inútil desde que él la hizo subir a la alcoba de arriba. No lo había hecho mal; había protestado un poco, en tanto aquellas manos, algo más ásperas que las del último patrón, bajaban desde el cuello en busca de sus pechos, abriéndose paso, al fin, por el tibio sendero de la carne. Molina era también un buen demonio a su modo, un demonio vacío y tembloroso en los primeros días, hasta que, poco a poco, se fue llenando de alegría y fortaleza y hasta empezó a venir con algún que otro regalo como aquellos clientes de los bares alegres y voraces también, incluso generosos. A veces susurraba a su oído palabras que apenas entendía, que siempre debían de ser las mismas, las que todos los hombres murmuran según se van volviendo niños caprichosos y crueles en busca de un placer que las más de las veces es daño. Luego, más tranquilo, con los ojos cerrados y los brazos inertes a ambos lados del cuerpo, callaba, debía pensar en su pecado, a lo mejor veía en la pared las sombras de esos otros Hermanos que había abandonado, de los que nunca hablaba, pero en los que debía pensar a menudo entonces. Para borrarlos de aquella pared blanca, para apartarlos de sí, se levantaba haciendo restallar todos sus huesos y se asomaba a la ventana desde la que, sobre tejados, parras y antenas, se abarcaba parte de la plaza y aquel montón oscuro de ceniza, con sus redondos huecos coronando la capilla. Otras veces se quedaba en la cama y era el momento mejor para hablar con él, para intentar convencerle dejándole jugar como a los niños, trazar caminos en aquel sendero que empezaba al pie de aquellos pechos por donde su pecado comenzaba siempre, hasta la bruma oscura, final, a través de la cual el demonio había entrado en él, tal como se lo propuso desde el día primero.

Porque sólo verle mirar, allá en la plaza, los pendientes, los broches como joyas auténticas al sol, los collares de perlas, los zapatos o las telas, era fácil adivinar qué le tenía inmóvil allí, pegado al improvisado mostrador, como aquellos del bar. Ella se daba cuenta y el patrón también, pero al patrón no le importaba demasiado. Al contrario; porque las mujeres, ellas solas venían. Lo que él no supo lúe que, viendo a Molina, su demonio pensó que bien podía cambiar al fin su vida, su destino, sobre todo cuando al día siguiente volvió, como por casualidad. No era como los clientes fugaces del bar, gente de paso. Este, además de ser mayor, tenía un gesto algo desamparado que ella estaba dispuesta a animar, a poco que ofreciera a cambio.

Y por su modo de hablar, por su forma de vestir, puede que no fuera tan poco. No era feo, ni sucio, ni demasiado mayor para ella. Sólo al cabo del tiempo le descubrió el defecto aquel de preguntar siempre, de querer saber qué hacía con su antiguo patrón, con los que llegaron antes, cómo había dejado de ser virgen. Hasta que una noche, ya cansada de inventar historias, le respondió en mal tono que el sastre de su pueblo lo hizo con las tijeras de cortar los trajes. Eso le tuvo otra vez pensativo, callado durante cierto tiempo.

—Así es nuestro demonio. Así es el demonio que cada uno lleva con nosotros. Así me tuvo a mí hasta que un día el Señor Jesús, con toda Su luz y Su gracia salvadora, se manifestó a mi alma. Aquella feliz mañana, me levanté temprano como siempre, o mejor, diría que no me había acostado. Me levanté más cansado que nunca y, como tantas veces, me puse de rodillas pidiendo a Dios Su luz, Su gracia y Su paz. Así estuve como cosa de una hora, mudo y de rodillas, sin tener nada que decir a Dios, sin saber qué decirle, rendido por mis luchas. Con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho me parecía como si las tablas del suelo se abrieran poco a poco debajo de mí y yo me fuera hundiendo, cayendo en el vacío, como en esos sueños que se tienen a veces. Así iba yo, hacia abajo, hacia el abismo, cuando, de pronto, se hizo la luz y yo abrí los ojos como quien recupera el conocimiento y Dios me habló dentro de mí por Su espíritu y con Sus palabras, dándome ánimos, destruyendo la presencia, las palabras del demonio, enseñándome que yo no era el único pecador, ni el primero en dudar desde el principio del mundo.

»Y en aquella misma habitación donde yo pensé tantas veces en matarme, y a la misma hora, como si ese fuera mi destino, me presentó el Espíritu Santo unas como luces brillantes que no eran sino palabras de versículos. Yo las tomé como dirigidas a mí y acudí a Jesús en busca de refugio y entonces sucedió que Jesús mismo estaba allí conmigo. Yo no le veía, pero era Él quien hablaba a través de la Biblia que tenía en mis manos. Yo me puse a llorar y fue como si me oyese, porque al fin tuve paz y verdadero gozo. Descansé de mis pruebas pasadas y empezó para mí una nueva era de luz y alegría.

»Todo esto que le digo, vino a durar no más de dos horas, como de cuatro a seis de la mañana. Cuando acabó y las luces brillantes se fueron, yo, solo, me puse a cantar de gozo:

Jehová es mi pastor; nada me faltará.

En lugares de delicados pastos yaceré.

Junto a aguas calmas, será mi pastor.

Y así confortará mi alma.

»Era tanta mi alegría que tuve que bajar la voz para no despertar a los otros de la casa, porque Jesús lo llenaba todo en mí y lo sigue llenando ahora. Desde entonces no he dejado de sentir como una fuente que nace en mí, de aquí, del centro de mi pecho, que me llena de gracia y de poder y que nunca me ha vuelto a faltar hasta ahora.

Cuando Emilio conoció el proyecto del colegio que Muñoz pensaba abrir en la capital para los hijos y familiares de los Hermanos hizo ese gesto vago que tanto prodigaba, que no era ni de entusiasmo ni de desánimo. Cuando en la votación reglamentaria Muñoz explicó que educar a los niños era el medio mejor y más seguro, a la larga, de mantener en pie la Comunidad, incluso de conseguir nuevos prosélitos, Emilio aseguró que si la votación era favorable, citaba dispuesto a colaborar en lo que pudiese, aunque siempre sus estancias en España fueran tan breves e irregulares.

Emilio había cambiado poco al cabo de los años —pensaba Margarita—, después de tantos viajes a Inglaterra, después Je tantos cursillos en Suiza. Quizás hasta estaba más guapo ahora, más delgado, con el pelo poblado ya de mechones Mancos y ese modo de hablar a la vez profundo y melodioso. Lo había comentado con Virginia a la hora de comer, pero Virginia no se había fijado o disimulaba como siempre, o seguía pensando en Molina, ahora que se empeñaba en no volver allí, después de su expulsión definitiva.

Era un tema imposible de tratar con ella. Respondía con monosílabos, adoptando una expresión lejana algo ridícula, o hundía la mirada en la comida, como si se hubiera quedado, a la vez, sorda y ciega. Ni siquiera oía a la criada, cuando llegaba a cambiarle el plato; por eso aquel tema del colegio de Muñoz había llegado en buena hora, antes de que aquel silencio llegase a ser total y definitivo.

Sin embargo, los Ancianos habían rechazado el proyecto, y era fácil de imaginar el disgusto de Muñoz, de su mujer sobre todo, tan fiel a sus ideas siempre, que parecía anotar mentalmente sus palabras, adivinarlas antes de que salieran de su boca, cada vez que hablaba en la capilla.

Al final, Emilio había votado en contra, con la mayoría. Le parecía, después de meditarlo mucho, un proyecto ambicioso pero poco factible, una utopía suponer que los niños de las otras confesiones vinieran a este de Muñoz, que en un principio y en buena lógica, tendría instalaciones insuficientes. Le parecía demasiado esfuerzo para tan pocos, hipotéticos alumnos que en las escuelas del Estado podían recibir la enseñanza, como venía haciéndose hasta ahora, y en casa una formación cristiana propia de los Hermanos de la que ningún padre o familiar debería excusarse.

—¿Tú qué crees? —preguntaba Margarita—. ¿Que hizo bien?

—Bien, ¿en qué?

—En hablar así, en arrastrar a todos.

—Cada cual tiene su opinión sobre esas cosas.

—Pero después de lo que ha trabajado Muñoz en eso…

—¿Y qué tiene que ver? Las cosas no son buenas o malas por lo que hayamos trabajado en ellas. También hay muchas cosas inútiles que cuestan.

—Entonces tú piensas que hizo bien.

—Yo no lo sé. Si él lo creía así, hizo bien en decirlo. Allá cada cual con su conciencia.

—Pues su conciencia no debía andar tan bien, porque al jueves siguiente no estuvo por su casa a tomar el té.

—Eso son bobadas que sólo se te pueden ocurrir a ti a estas horas.

—¿Y lo del novio de la hija de Muñoz, es otra bobada también?

—¿Qué le pasa a ese loco?

—¿Loco por qué? ¿Por ser Testigo?

—¿Te parece poco?

—Ni poco, ni mucho, pero eso de locos, si vamos a ver, cuántas veces nos lo habrán dicho a nosotros.

—Y ¿qué le pasa? Acaba.

—Pero ¿te interesa o no te interesa?

Siempre era el mismo juego: por un lado dominando el mundo; por otro tan curiosa como cualquiera, muriéndose por conocer las noticias que Emilio en cada viaje traía.

—Emilio sabe que, dentro de poco, los dos se piensan casar. No se te ocurrirá decírselo.

—¿Qué crees? ¿Que soy idiota?

—Idiota no, pero se te puede escapar.

Y Virginia había mantenido su palabra cuando, como todos los jueves, fueron a tomar el té con ellos. No había contado lo de aquel raro novio, ni que la hija andaba de casa en casa, con otros compañeros, Testigos de Jehová también, intentando explicar la Biblia a los pocos que se avenían a escucharlos. La mayor parte de las veces eran cortésmente rechazados, otras nerviosamente o con cierta ironía. Otros pensaban que venían a ofrecer algún producto nuevo, alguna inscripción a una revista, a una publicación periódica y cuando ello —una pareja siempre, pulcra, discretamente vestida— comenzaban a explicar sus propósitos, lo más común era que el dueño de la casa —la dueña casi siempre, por las horas— se sintiera incómodo, y en el caso menos grave, un silencio negativo y vago en que el discurso entero naufragaba.

Virginia había mantenido su palabra. La tarde entera transcurrió entre ella y Muñoz en resúmenes y proyectos de Misiones entre las que tácitamente no se mencionaba el pueblo de Molina. Parecía un mutuo intercambio de favores, en tanto Margarita llenaba con su charla los largos silencios de la mujer de Muñoz, cuando no se aplicaba a preparar más té o a retirar las tazas.

No estaba mal Emilio —pensaba, en tanto su anfitriona se alejaba rumbo a la cocina—; no estaba mal, a pesar de su corbata un poco llamativa para un hombre que ya pasó de los cuarenta, a pesar de su traje arrugado, de su chaqueta falta de algún botón que denunciaba su soltería al primer vistazo. No estaba mal Emilio, sobre todo porque le recordaba a papá aunque, como de costumbre, Virginia se negara a reconocerlo.

—No es que se le parezca en todo. Es el aire, su forma de ser. Así al detalle, claro que son distintos.

—¿Pero tú te acuerdas de cómo era papá?

¿Cómo era papá? ¿Más bien alto o de estatura media? Más alto que Cecil, más alto que mamá, hasta puede que más alto que Molina. Eso es fácil de comprobar en las fotos que quedan, pero ¿y los ojos y el color del pelo? ¿Y su voz? Es difícil de acordarse. Su voz y todo lo que no dice la foto, se esfuman como a su alrededor sin dejar rastro. Y sin embargo, hace años, hace unos cuantos años, aún podía evocarlo cerrando los ojos, ver su imagen, como a veces en sueños. A veces en sueños me coge de la mano, me levanta de la cama. ¿Dónde vamos? ¿Qué hacemos? ¿Dónde está Virginia entonces? ¿Por qué se queda? ¿Por qué sigue durmiendo y no viene con nosotros? Entonces viene el despertarse de golpe con esa sensación de ahogo, como si de repente la garganta, más que los pulmones, se quedara inmóvil, convertida en piedra. Así, de piedra inmóvil, debe estar también la memoria cuando se dice «era tan bueno» o «era tan alto» y apenas si se acuerda una del color de sus ojos.

¿Cómo eras? ¿Como dicen algunos, tan bueno, emprendedor, listo y constante? La placa de la capilla del pueblo dice eso. La de aquí, de la ciudad, añade más elogios aún. Cierro los ojos y no consigo verte y los viajes que hacemos por la noche me es imposible recordarlos de día. De modo que no sé por qué Emilio me recuerda a ti, quizá porque a pesar de todo recuerdo algo de ti sin saberlo o porque hubiera querido que tú fueras como él y así me lo imagino. No recuerdo tu voz, ni tu forma de andar, ni —lo que es más raro— de hablar en la capilla, pero sí otras cosas menos importantes: que cuando alguien te ofrecía un cigarro, alzabas la palma de la mano como interponiendo una barrera entre tú y el cigarro, como ante una costumbre poco recomendable. Me acuerdo de la mano pero no si decías «gracias, no fumo» o «gradas, paso» como otros, o movías la mano en sentido negativo como el limpiaparabrisas, como ese amigo que se ha traído Emilio de Suiza y toca con tanto gusto la guitarra.

Esa mano de papá rompió con furia un oficio en pedazos. Un oficio de la Diputación poniendo no sé qué pegas para la construcción de la capilla. Y otra vez estrelló el tintero contra la pared como nuestro padre Lutero, cuando oyó por enésima vez aquello que al principio decían aquí los pobres llamando a nuestra puerta:

—¿Cuánto ganaremos al día por cambiar de religión?

Yo no lo vi y, sin embargo, lo recuerdo. Virginia lo niega. Yo no lo presencié, pero es como si alguien me hubiera dicho: «Esto fue este día, de esta forma y manera».

Otra taza de té y Virginia y Muñoz todavía con sus listas y sus sumas y restas. Si se hubieran casado los dos no tendrían estas prisas de ahora, todos estos problemas. Podrían dedicarse todas las tardes a los proyectos de ambos, aunque seguramente al Hermano Muñoz le gusta que le cuiden después de trabajar tanto por la mañana y trajinar por la tarde en la capilla.

—¿Otra taza? —ofrece su mujer—. ¿No le apetece más?

—No; por favor; muchas gracias. A estas horas me pone muy nerviosa. Luego, con las palpitaciones, no consigo conciliar el sueño hasta las cuatro o las cinco de la mañana.

—¿Ha probado a leer un poco?

—Sí; a veces lo hago.

—Yo podría prestarle algún libro. Mi marido tiene muchos que podrían interesarle —pasea su mirada por las estanterías—. No es que yo se los recomiende para dormir, sino porque, ya que tiene ese tiempo vacío, lo aproveche para perfeccionarse y acercarse de algún modo al Señor. ¿Conoce «La Bandera de la Reforma»?

—No; oí hablar de él, pero ya le digo que leo pocos libros.

—No es un libro, es una revista muy interesante. Para nosotros, claro. Aquí la tenemos toda encuadernada y se puede leer muy cómodamente. En la cama incluso.

Se alejó hasta el pasillo, también con sus estantes como la trastienda de una librería, y después de un examen minucioso volvió con dos tomos, uno grueso, encuadernado en rojo, y otro en rústica, más pequeño.

—La verdad es —intentó justificarse Margarita— que me paso todo el día metida entre libros. Cuando vuelvo a casa, entre ayudar a la criada y descansar un poco, apenas tengo tiempo para nada.

—Bah, no hay prisa. Léalos con tranquilidad. Ya tendrá luego tiempo de devolvérmelos. Mire —le alargaba el pequeño—, este es muy interesante: «Un Nicodemo en el mundo de hoy».

Después del primer sueño, profundo y breve, cuando esa sensación de ahogo que tan bien conoce la vuelve súbitamente lúcida, la casa, la habitación se halla a oscuras, salvo el leve resplandor de la calle. En la cama de al lado, a veces ronca suavemente Virginia: un rumor agitado al que, de vez en cuando, se mezclan palabras en un galimatías que a ratos se entiende y a veces es como un estertor que fluye, baja de tono y súbitamente desaparece.

—¿Y crees que tú no hablas? —se defiende al día siguiente.

—¿Y qué digo?

—Cosas. No sé. ¿Cómo quieres que me acuerde?

Viene después esa angustia de no saber dónde se está. Si esa luz llega de la calle o de los campos que rodean la casa de piedra, del jardín con la tumba de «Tom» y su callada fuente. Pero de pronto el rumor de los trenes es como si hiciera luz en el cuarto, lo centra, lo arropa, lo anima, lo vuelve confortable. Silbidos lejanos de algún convoy que pide entrada; el bramar de otro lejano que se acerca, el resoplar pesado de las pocas locomotoras de vapor que aún quedan para las maniobras y, de cuando en cuando, el altavoz opaco, gangoso, que avisa a los viajeros dormidos en los bancos o en la sala de espera.

Todos los rumores se repiten siempre, iguales, a su tiempo debido, llenando la noche como el vapor del gasoil que en verano llega a través de las ventanas abiertas, o el olor a carbonilla, al carbón que recuerda su llegada a la ciudad, a este piso, a esta casa, un olor que perdura aún, a pesar de las nuevas locomotoras eléctricas. Los silbidos, los lejanos bramidos, los metálicos golpes, el estruendo del chocar de los topes, se hablan, se contestan, acompañan a cada convoy que parte. ¿Cuántas almas de esas que viajan, trabajan en las tinieblas de las vías o esperan soñolientas en los andenes conocen al Señor? ¿Cuántas le sirven? ¡Oh Tú, gran Dios que por Tu bondad y poder haces ver la verdad! Cuida de ellos en la Tierra, como en el Cielo, donde quiera que estén o vayan, para que, como dice Pablo, sean un día nuestro gozo y nuestra gloria.

(Sr. Don Lucio Sedano. Muy Sr. mío y de mi todo mi aprecio: Con gran pena han llegado a mis oídos algunas noticias de su persona y actividades en ese pueblo que, como usted debe saber, a pesar de no residir yo en él, forma parte de mi parroquia. En principio me resistía a creerlas, pero habiéndose repetido en estos días, no puedo por menos que dirigirme a usted, no precisamente como párroco, sino como amigo, para que me diga con toda sinceridad lo que haya en la materia.

Ya puede suponer que me refiero a voces que se han propagado por esa vecindad, ligándole a algunas personas afiliadas a la secta protestante y en particular a cierta mujer de nacionalidad inglesa, con la que vive en perpetuo concubinato. También se dice que lee la Biblia a los vecinos, que la explica a su modo sin hallarse preparado para ello y que incluso piensa recabar fondos para construir una capilla.

Yo no lo he creído; no puedo creer que usted haya olvidado los principios que mamó con la leche de su querida madre y que, apostatando de la religión verdadera, vaya a echarse, a la vez, en brazos de concubina y compañeros sediciosos. Todo hombre es capaz de una alucinación y acaso usted sea víctima de una de ellas inadvertidamente y sin quererlo. Por eso, yo desearía que usted me franqueara el corazón y le agradecería muchísimo se viese conmigo si no tiene inconveniente, más que, si mal no recuerdo, en algún tiempo hemos sido amigos, cuando en los días de la infancia nos reuníamos en la misma escuela. Espero me dará ese placer, si puede ser esta misma semana, o si esto le fuese molesto, contestarme, lo antes posible, seguro de que, en todo caso, se lo agradecerá en el alma su amigo affmo. y párroco q.b.s.m. Firmado A.M.)

Un día, su demonio le llevó a Molina a conocer todo aquello que podía ganar siguiendo su consejo. No le subió a la cima de la montaña blanca para decirle: «Todo esto es mío»; alquilaron un coche y se fueron a la ciudad, una ciudad distinta a la que en vida de su mujer había visitado. Su demonio la conocía bien, aunque siempre afirmaba que sólo había pasado en ella unos días, cierta vez que operaron a su madre. «Después, sólo de paso. Lo que pasa es que a mí el tiempo me cunde. Abro los ojos bien y veo más que otros en un mes, en un año.» Y en verdad debía tener ojos de halcón porque, desde la piscina, cerrada ahora, hasta aquel oscuro club recién inaugurado, todo se lo sabía, todo lo había visto, incluso aquel barrio tras de la catedral, donde liares y casas de comidas se apiñaban abiertos hasta la madrugada. Aquello era preciso conocerlo, allí estaba su futuro negocio, aunque a Molina no le gustaban aquellos callejones con olor a sebo, a aceite rancio, en que la carne se freía. Su olor era el olor de la retama ardiendo, el aroma de los hornos, sus secas llamaradas, su vaho ardiente como viento de tormenta, no aquel aliento graso y pegajoso que dejaban escapar puertas y ventanas, expulsado, como sin ganas, por mugrientos ventiladores. Aquel no era su reino, su país y su demonio lo comprendió bien pronto. Se acabaron los paseos después de cenar, después del cine de la tarde, para calcular el número de clientes en cada local, si parecían muy llenos o vacíos, incluso el preguntar a algún viejo conocido que siempre respondía igual, que el negocio no cubría gastos y que por su gusto ahora mismo lo vendía. Mas cuando por probar, como en tono de broma, se preguntaban precios, ya comenzaban las respuestas vagas, las evasivas y titubeos. Era inútil volver y, como decía su demonio, bien se veía que todos aquellos marchaban bien, a pesar de las lamentaciones de sus dueños.

Podían haber insistido más, pero Molina se sentía incapaz de trabajar, de vivir allí. Una cosa es que dejara a los Hermanos y otra que fuera a meterse en el infierno. Su demonio lo comprendió pronto y como era un demonio paciente pensó que era mejor esperar a otro viaje. O quizá mejor en otra capital, aunque en ella no tuviera parientes, porque en esta se daba cuenta de que en el fondo le molestaba aquel trato familiar hacia ella de muchos de los chicos de los bares. A fin de cuentas él era su patrón, ahora algo más que su patrón, aunque continuara sin hablar de casarse y ella no fuera tan torpe como para recordárselo. Por el contrario, como siempre, repetía:

—¿Para qué? ¿No estamos mejor así?

Y Molina pensaba que tenía razón, sobre todo si comparaba aquellos días con los de su matrimonio. Hasta la incertidumbre de buscar hotel, que al principio le parecía una barrera infranqueable, llegaba a ser un aliciente más cada vez que se encerraban en el cuarto, cuando su demonio solucionó el alojamiento, encontrando un parador en las afueras a cuyo encargado, casualmente, también conocía.

Y era cómodo también visitar a su hermano, comer en su casa, dejando a su demonio en el hotel o de compras a la hora de la siesta. El hermano debía conocer las dos historias: la del demonio y la de su expulsión, y saltaba a la vista que las dos le divertían y que ninguna de las dos le importaba demasiado. Él nunca fue religioso, al menos practicante, y las pocas veces que se veían, jamás se preocupaban de esas cosas. En cambio la mujer era católica y siempre hubo problemas, sobre todo antes de enviudar, entre las dos esposas de los dos hermanos. Ahora, seguramente aprobaba su salida de la Comunidad y debía parecerle un momento excelente para volver a casarse.

—A tu edad ya no es para estar tan solo —le decía—. Sobre todo en un pueblo como aquel, donde ni siquiera médico tienen.

—¿Y tú qué sabes si está solo Miguel? —se reía el hermano, mirando al otro por encima de su copa—. A lo mejor no está tan solo, no te fíes mucho —y gozaba viéndola escandalizarse y volverse tan serio el rostro de Molina—. Además una vida bien tranquila, no como yo, dejándome por ahí los años mejores, en sacar adelante a los hijos.

Pero bien se veía, como siempre, cuán satisfecho estaba de sí mismo aunque a él también le gustara lamentarse como a los otros, a los dueños de los bares. Hasta quizá se sintiera superior, trabajando en la piedra, mejor que luchando con la tienda y el barro. Tenía una cantera de mármol, en el camino opuesto al de Madrid. La había comprado muy barata cuando el dueño anterior perdió su fe en ella, pero él era hombre de fe y tenía ese instinto especial de los que llevan mucho tiempo denunciando terrenos. La cantera, el mármol habían respondido y ahora ya tenían otras y alguna que otra pequeña mina de carbón. Molina pensaba que él, en cambio, por mucho que su demonio se empeñara, era de otra pasta, de otra raza, de la raza de aquel polvo del Páramo, y que a fuerza de amasarlo tantos años, de trabajar en él como las gentes de la Biblia, ese mismo barro le había transformado. Por eso el primer día se cuidó mucho de no explicarle ninguna clase de proyecto. Tiempo habría más adelante si es que se decidía, teniendo en cuenta que su cuñada no dejaba de insistir en que pasara a comer el próximo día que volviera.

—Claro, hombre; no dejes de pasarte por aquí. Ya verás cómo, si ella se lo propone, te casas sin remedio. Aunque eso sí; esta vez tendría que ser con el cura por delante.

—Qué tonterías dices. Ya sabes que yo no me meto en esas cosas.

—Es verdad. Que me lo digan a mí.

—Te quejarás encima.

—No es que me queje, no; sólo digo que como las mujeres no os podéis casar más que una vez, os desquitáis casando a los solteros.

—¿Cómo que sólo una vez?

—Digo en vida del marido.

—¿Y los hombres?

—Los hombres, las veces que quieren. ¿No es así? —había mirado a Molina que, con su mala cara, aceptaba a duras penas la ironía. Después, para hacerse perdonar el enfado, le había llevado a la cantera en su coche, recién estrenado, que embalaba por aquellas carreteras mal asfaltadas, a través de pueblos que aparecían de pronto sin una mala señal, conduciendo como si fuera veinte años más joven. No es que Molina tuviera miedo, pero le molestaban aquellas exhibiciones de su hermano. Además había aceptado contra su voluntad, pensando en su demonio, que en el hotel estaría aguardando y que a la noche tendría que calmar. Había sido, después de todo, un viaje cortó a fuerza de tan rápido. Media hora todo lo más, entre prados cercados de mimbreras y álamos gigantes, como de otro país a cien leguas del Páramo. Prados de hierba alta, coronados por montes rojizos cubiertos dé avellanos. El agua centelleaba abajo a borbotones, sobre lávanas inmensas, lisas, pulidas, llanas o en pozos dé fondo azul en Cuyo fondo la sombra dé las riberas crecía hasta juntarse como un limo amenazador, impenetrable. Al principio la mancha fosforescente de los prados se alzaba hasta la cima dé los cerros, pero después, a medida que el hermano aceleraba, iban quedando esas cimas peladas, desnudas, grises, taladradas, pulidas por la nieve y él cierzo. Del otro lado de aquellos roídos paredones convertidos en entradas, en caminos tortuosos del viento en cauces de invisibles ríos, en nidos de grandes pájaros que no existieron nunca, venía la primavera ya, llegaba en el húmedo olor de la genciana, a punto de brotar al pie de los últimos neveros, de las grietas donde, bajó los hielos, comenzaban de nuevo a deslizarse las maños recién licuadas de la nieve.

—Aquí donde me ves, este camino me lo he hecho yo, durante casi dos años, todos los días, en invierno y en veranó.

—En un buen coche, se tarda poco —replicaba Molina, a su pesar, avergonzándose de halagarle así, de esa manera.

—¡Ay, hermano! Hasta a pie tuve yo que hacerme una vez casi veinte kilómetros; una vez que se me estropeó la moto que entonces tenía.

Oyéndole, se diría que no fueran hermanos, que nunca hubieran vivido juntos, que fuera hijo de un rey. No parecía recordar cuántas veces, de chicos, les fue preciso andar, tanto o más, para buscar un médico o por gusto, simplemente, nada más levantar la veda cada año. Pero él hermanó estaba en su día de gloria y no sería él quien fuera a estropeárselo.

Por fin habían llegado a la cantera donde los peones, el capataz y el conductor del camión le trataban con gran respeto. Había charlado un buen rato con el capataz y su tono ya no era el de antes. Ahora había olvidado las bromas; aparecía tal como debía ser, pidiendo cuentas, mirando constantemente a los que arriba trabajaban en el tajo. Finalmente se había vuelto sin escuchar siquiera las razones del capataz.

—¿Qué pasa? ¿Va algo mal?

—No; nada, vámonos a tomar una copa. Siempre están con lo mismo; si los contratas a destajo, mal; si los contratas por horas, tampoco están contentos. Nunca en la vida los verás conformes.

Y abajo, en la cantina, a un lado cada uno de la mesa, como adorando a la dorada botella entre los dos, había vuelto su buen humor de antes, había preguntado en su tono habitual de hermano mayor, como si aún se encontrara entre sus peones:

—Y tú, a ver, cuéntame qué demonios haces por aquí. Porque ¿no me irás a decir que vienes de turista?

—¿Quién dice eso?

—Ni que viniste a pasarte unos días con la fulana esa.

—Lo de fulana o no, es más bien cosa mía.

—Bueno, chico, perdona. Yo no la he visto, es la pura verdad; pero ya me vinieron al oído con que la tienes en el hostal ese de ahí, de la carretera de Madrid. Seguro que a estas horas está el dueño en la cama con ella. Hermano —añadió, intentando como siempre hacerse perdonar—, tú no tienes término medio: o te comes los libros de santos o te emputañas con la primera que llega.

—¿Y tú?

—¿Yo? —le miraba sorprendido, paladeando su copa y volviéndose a servir—. ¿A mí me dices? Tú no distingues, o es que te empeñas en sacar las cosas de quicio. Una cosa es un polvo de cuando en cuando, una expansión que no hace daño a nadie, y otra traerte a esa prójima, a esa ciudadana aquí, aquí precisamente, donde debes creerte que la gente está ciega.

—¿Y a mí qué me importa la gente?

—Sí; eso decías antes, y ya ves cómo acabó la cosa.

Otra vez se había dado cuenta de su error y se había apresurado a pagar, en tanto que Molina, sin responder palabra, se metía en el coche. Habían vuelto en silencio por los valles ya oscuros, donde el río de las rocas pulidas por el agua alzaba su rumor hasta las cimas pulidas por el cierzo.

—Bueno, Miguel —se había despedido el mayor—, bromas aparte. Después de tanto tiempo, no vamos a enfadarnos por palabra más o menos. Además ya oíste a Antonia: no para de decirme que debíamos vernos más a menudo. En serio te lo digo. Aunque no sé lo que piensas hacer, si te hago falta dímelo, a pesar de que no tengo la menor idea de por qué estás aquí y yo, donde no me dan pie, no meto la cabeza. Cada cual sabe lo que hace con su vida y tú eres un hombre, no un niño precisamente.

(Sr. Don Antonio Miñana. Ribera de Negrillos. Muy Sr. mío y de toda mi consideración: Tengo a la vista su muy grata carta, por la cual veo se toma usted gran interés sobre mi humilde persona. Respecto a lo que usted me dice que ha oído, referente a mis relaciones con personas ajenas al culto Romano y más concretamente a mi esposa, debo decirle que, efectivamente, me ligan a ellas, no tan sólo la amistad corporal, sino también la espiritual, y en lo que se refiere a aquella con la que usted afirma vivo en perpetuo concubinato, no es otra que mi esposa ante Cristo. Esto creía yo que lo sabía ya anteriormente, pues di de ello testimonio cuando pasaron a recoger las cédulas de comunión y mi misma esposa manifestó que pertenecíamos a estas Asambleas.

Respecto a lo que usted me dice de haber olvidado yo los principios del Catolicismo Romano y que, según usted, mamé de los pechos de mi querida madre, diré a usted que estoy muy agradecido por todo lo que mi madre hizo por mí, pues sustentó mi cuerpo.

Pero ¿y el alma? ¡Ah! El alma necesita leche espiritual y esa leche está en la palabra de Jesús y Sus apóstoles, tal como está escrita en Sus Santos Evangelios. ¿Cómo pues acusa usted de falsa una religión que se basa en tales cimientos?

No crea usted que por ningún concepto haya abrazado el Evangelio víctima de engaño alguno o, como nuestros enemigos nos achacan, movido por ventajas de dinero. No. Lo he abrazado convicto y confeso de su verdad. Y las mayores persecuciones y tribulaciones que me puedan sobrevenir por causa de Jesús y Su Evangelio, me servirán para afirmar más y más mi fe en Su Santa Palabra. Si antes la hubiese conocido, antes la hubiera aceptado.

Si algo me da pena, es el haber vivido tanto tiempo en tinieblas. No se extrañe pues si intento propagar la Buena Nueva entre mis vecinos y que incluso intente levantar una capilla, cosa que es tan sólo el principio de lo que, con la ayuda del Señor, emprenderé.

Espero que mi carta no sirva para que se enemiste conmigo. Si hemos sido amigos en nuestra infancia, cuyos recuerdos juveniles no se olvidan fácilmente, ¡cuánto más podremos serlo ahora! Créame usted que le amo con todo mi corazón y pido al Señor inflame el suyo con el mismo amor. Queda de usted, como siempre, su affmo. s.s., Lucio Sedano.)

Dos lápidas cuadradas, no muy grandes, de mármol, con las letras negras hundidas en la hierba, con nombres, fechas y signos que son cruces y renglones como el más y el menos de las sumas. No están bien situadas, sino hundidas a medias en el prado y se nota que fueron recientemente lavadas. Dos lápidas que llaman la atención ahora que pueden distinguirse, con sus esquinas partidas recortadas. Ahora pueden distinguirse bien, leerse los nombres y apellidos y las fechas, desde que las dos hermanas las fregaron. Antes, con el camino vecinal, tan sólo se llegaba a aquella altura a caballo y ello con gran trabajo, pues venir de la villa más cercana llevaba una mañana y una tarde. Ahora, con la nueva pista forestal, es un paseo en coche, un paseo a veces peligroso, sobre todo si no se conocen bien las últimas rampas, que Virginia siempre baja despacio temiendo patinar sobre la grava.

Las dos hermanas lavaron las lápidas, las frotaron con arena del río y piedra pómez y el Hermano Muñoz hasta propuso repasarlas con ácido para que cualquiera pudiera leer con claridad las fechas y los nombres.

Y los nombres quedaron nítidos sobre su fondo blanco: dos de hombre y uno de mujer que sólo alguno recordaba vagamente. Sólo el herrero guardaba memoria de ellos, ese Hermano gigante y tosco de aspecto, que trabaja en la fragua movida por el agua. Viene retumbando por un canal de piedra para mover las palas de la rueda que, al girar, alzan y dejan caer el tronco enorme del martillo pilón. Y el agua también, cayendo por otro cauce vertical de granito, desplaza violentamente el aire que aviva el fuego donde el hierro se vuelve rojo, rosado, casi blanco, convirtiéndose en picos, azadas o rejas de arado, como hace siglos.

Los padres del herrero son dos de los que están allí, bajo las lápidas del prado que Margarita y Virginia limpiaron con tanto cuidado. Ellos fueron allí los primeros Hermanos.

—Hasta entonces, nadie, por estos pueblos, había oído la Palabra del Señor. ¿Qué iban a oír, si estaban, como quien dice, en el fin del mundo? Aunque mis padres la aprendieron en el fin del mundo, en Argentina, nada menos, donde estuvieron de emigrantes. Volvieron al cabo de los años, ni con más ni con menos de lo que se llevaron. Quiero decir: con nada, pero ya convertidos. Tenían como un tesoro esa Biblia que yo guardo todavía y no perdonaban domingo sin cantar los salmos.

Tras dejar aparcado el coche en las afueras del pueblo donde ya el herrero esperaba, han emprendido los cuatro el camino de la fragua. Emilio y el herrero van delante, seguidos con dificultad por las hermanas. Allá van, junto al agua, entre los olmos que comienzan a romper en las puntas doradas de sus hojas. Salvo el herrero, los otros tres parecen excursionistas ya un poco maduros, Emilio con su pelo casi blanco y su andar decidido y las dos hermanas detrás, algo rezagadas, sin atreverse a pedirles que aminoren el paso.

Siempre es así, siempre cerca del agua parece que la fragua estuviese más cercana, se cree oír el zumbido del caz, pero el rumor engaña y el cauce se prolonga y crece entre las zarzas lamiendo paredes que llevan años a punto de caerse, lamiendo los cimientos donde una fauna diversa de insectos nada contra corriente, haciendo subir desde el fondo las sombras voraces de las truchas.

De pronto Emilio cae en la cuenta de que las hermanas se rezagan. Además, ahora el camino sube aún más estrecho, cortado por vetas de cascajo y pizarra.

—Perdonarnos —se excusa—, perdonar. Es que hablando, hablando, se olvida uno de todo lo demás.

Ha dejado a sus pies la bolsa de lona donde va la comida y mira, entre los abedules, el brillo de los tejados de la fragua.

—Mejor que hagan una parada aquí —dice el herrero— mientras yo voy preparando las cosas.

Ahora, a solas, en pie, con su jersey deportivo, por cuyo cuello asoman los picos de la camisa abierta, es casi como uno de esos actores de las películas que Margarita ve en el salón de los Hermanos de Madrid, esas películas viejas, gastadas ya, que en sus raros viajes prefiere a las reuniones femeninas.

En la penumbra repleta de sillas, de libros encerrados tras cristales donde la luz de la pantalla se refleja y deshace en rostros a veces limpios y tranquilos y a veces impasibles, como muertos, se oye más el rumor del proyector que la voz de ese actor que toma de la mano a su pareja, para bajar juntos, pausadamente, el camino que lleva hasta un río como este, murmurando quién sabe que palabras, perdiéndose al final entre los árboles. A pesar de lo viejo de la copia, las nubes resplandecen a medida que la música sube, llenando el pequeño salón, anunciando la palabra «fin» que hace encender las luces. Luego viene el despertar, el volver al mundo un poco tímidamente, antes de esa palabra, ese primer saludo al vecino de silla, como debe hacerse, lo mismo que a la mañana en la capilla, una vez terminado el culto.

Al cine de los otros, de los del mundo, también va alguna vez cuando dan alguna película de esas que anuncian tanto, de las que Emilio dice que siempre enseñan algo, incluso desde el punto de vista moral. Aparte de que en Madrid es tan grande que sería mucha casualidad encontrarse con alguien conocido. Allí, en la oscuridad pegada a la pantalla, lejos de las parejas que se abrazan en las últimas filas, se está bien, aunque a veces resulten incómodas esas escenas de prolongados besos o cuando la protagonista comienza a desnudarse o esas conversaciones en la cama que abundan tanto ahora. Entonces desvía la mirada al techo o a los lados o mira de soslayo al público que se mantiene bien atento, por cierto, hasta que, a través del diálogo, deduce que la escena ha pasado ya. Luego, al final, cuando ve que la historia va a terminar, sale discretamente antes que los demás, a ser posible por una de las puertas laterales.

A Virginia, en cambio, el cine la aburre, incluso el del salón de los Hermanos. Prefiere aprovechar el tiempo en reuniones sociales, en el periódico oral o en cultos juveniles, incluso en los musicales, que reúnen a todos los Jóvenes Evangélicos de Madrid, aunque en ellos, y en razón a su edad, no le hagan mucho caso cuando quiere intervenir y organizarlos. Por su culpa no hay televisión en la casa, algo que es como el cine pero más instructivo y menos peligroso. Su peligro consiste —asegura Muñoz— en el tiempo que hace perder, en que al estar metida en casa puede verse con sólo darle vuelta al botón, en tanto que para el cine hay que hacer un acto de voluntad, vestirse, salir, comprar la entrada y arriesgarse.

La televisión está en casa, incluso puede disimularse con una bonita cortina de cretona, y a la noche, a la vuelta del trabajo, se cena, se descorre esa cortina y se asoma una al mundo hasta la media noche.

Virginia no quiere asomarse al mundo. Ella, de la capilla a la oficina de seguros, y del trabajo a casa de Muñoz o de nuevo a la capilla. La verdad es que no tiene tiempo para más, tal como tiene organizada su vida: recoger el correo, contestarlo, visitar a los Hermanos, cuidar de la capilla y, encima, los domingos, las Misiones. Así no puede apreciar el parecido de Emilio con el actor aquel que bajaba con la chica de la mano. De todos modos, aunque fuera capaz, ¡quién sabe qué diría! Seguramente: «Deberías pensar en otras cosas», o si está pesimista o con ganas de herir: «Nosotras ya no estamos para eso». Ahora que el mundo dicen que va a cambiar, que ya está cambiando, debería de haber algún pequeño agujero, un pequeño resquicio para mirar al cielo como a través de esos álamos al pie de los que Emilio está. ¿O es que no cambia, como dicen míster Baffin y Virginia? ¿Por qué no asistir a ese Congreso que va a haber en Barcelona? La respuesta de Virginia, como siempre, ha sido: «¿Para qué?», pero alguna vez hay que empezar a olvidar sus respuestas.

Ahora, al pie de la fragua ya, comienza a aparecer en la casa frontera la familia del herrero y dos Hermanos más cuyos caballos sacuden las crines a la puerta.

—¿Qué tal? ¿Cómo les fue? —rodeaban a los recién llegados—. Ya creíamos no volverles a ver, sobre todo al Hermano Emilio.

—Estuve fuera casi cerca de un año.

—Ya; ya nos lo escribieron. ¿Es verdad que se queda, por fin, allá en el extranjero?

—No me gustaría, la verdad.

—Allí se vivirá mejor que aquí.

—Pues yo prefiero esto.

—El Hermano tiene razón —respondía el herrero—; el Señor está en todas partes y ¿dónde va a encontrar otros aires como estos?

Todos reían excepto el hijo menor, el último en aparecer con sus botas de lona, su camisa de colores y su gorrilla terciada sobre la frente repleta de apretados mechones.

—Dígaselo a este —el herrero había pasado su brazo macizo sobre las espaldas del muchacho—, dígaselo a este, que se quiere marchar como el hermano. El hermano se me fue a Barcelona allá para Septiembre, y este, en cuanto le llamen a la mili, no vuelve por aquí, acaba con el otro, en la fábrica de coches. Claro que —se apresuraba a justificarle de antemano— ¿quién mete a un chico ahí, en ese infierno de la fragua, de rodillas todo el día, respirando humedad y carbón como su padre y su abuelo? Si bien se mira, tienen razón —iniciaba con los demás el camino Inicia la puerta de su casa—; lo único que me preocupa es lo que será de todo esto, el día en que yo falte.

Habían subido al piso superior por una escalera quejumbrosa y limpia que multiplicaba la ascensión como si fueran tres veces más de Hermanos, y allá en el comedor, Emilio había abierto aquella vieja Biblia venida del otro lado del océano. Tras leer unos versículos, entonaron torpemente unos salmos. Sobre la mesa, cubierta de un mantel recosido cuidadosamente y limpio, había un canastillo de pan recién cocido, caliente aún, y sobre una bandeja una jarra con vino, vasos y servilletas blancas como el mantel. Emilio había tomado con cuidado el pan, dividiéndolo en cuatro porciones. Era un pan delicado, blanco y esponjoso que esparcía por la reducida habitación su rico olor, un olor fecundo y penetrante. Ofreció el canastillo, en primer lugar, al dueño de la casa que, tras depositarlo en su regazo —todos se habían sentado ya—, y tomando con cuidado, con la punta de sus dedos deformes, una porción blanda y suave de miga, se la llevó a los labios, pasando luego el canastillo a la mujer, a su lado. Así, todos los presentes en torno de la mesa, fueron tomando su porción hasta que el pan dio la vuelta completa a la mesa y su aroma llegó a ser más fuerte que nunca. Luego, de igual forma, circuló la bandeja con el vino y los vasos, ofreciéndoselo unos a otros, limpiándose los labios tras el breve sorbo hasta acabar en las manos de Emilio. Habían guardado silencio un instante con los ojos fijos en el suelo, hasta que Emilio, de nuevo, había alzado la cabeza.

—Ahora, después de dar gracias al Señor en nuestros corazones, sólo queda daros gracias a vosotros, Hermanos, por vuestra hospitalidad. Para nosotros siempre es motivo de alegría venir hasta aquí, gozar de la Santa Cena con vosotros. Nuestro único pesar es no acercarnos tantas veces como quisiéramos. ¿Qué mayor gozo que reunimos aquí, lejos del mundo, para dar testimonio de Cristo? Acaso penséis: pero Cristo, ¿no está también allá en las grandes capitales? Hermanos, yo os aseguro que Jesús está aquí, entre estas sencillas paredes, más gozoso que en cualquiera de esas enormes ciudades. Jesús fue humilde y es y será principalmente el Señor de los humildes, recordarlo, llevadlo en vuestro corazón, donde quiera que estéis, donde quiera que vayáis al cabo de los años.

Después, tras la comida, había llegado el adiós a las lápidas del prado y al pueblo con su fragua, hundido cada vez más en el fondo, del valle, por donde ya las sombras avanzaban, apagando el río y su haz centelleante. Abajo quedaba el herrero con su fragua y los nombres de sus padres. Era siempre una mala hora, aquella, para volver de noche con los faros, abriéndose paso a duras penas en los vagos caminos nocturnos. A veces alzaban estúpidos mochuelos o hacían correr ante su luz algún torpe gazapo y cierta noche de un cálido verano corrió, junto a las ruedas delanteras, sin que supieran reconocerlo, la sombra queda, un poco misteriosa, del lince.

Pero aquellos rumores de la noche, aquellos gritos espaciados, leves, agudos o profundos, traían siempre, inevitablemente, el recuerdo del jardín y la casa vacía y el de las otras casas de otros Pastores de distintas confesiones. Unas caídas, otras abandonadas, tras muchos años de trabajos inútiles, algunas cerradas desde el tiempo de la guerra. Las de los Pastores ingleses aparecían con sus ventanas tapiadas, como esperando algún asalto, pero todas habían sido respetadas. Por algo se trataba de bienes extranjeros. Incluso, la de un Pastor bautista que vivía diez leguas más al Sur que Sedano y del que se murmuraba que era espía por la antena de radio que coronaba su tejado. Un día, con el país ya dividido por los frentes, se había detenido a charlar con Sedano, camino de Vigo con el salvoconducto en el bolsillo y el billete del barco que habría de devolverle a Inglaterra. Venía acompañado de un joven colportor a quien la guerra había sorprendido repartiendo Biblias y propaganda en Tierra de Campos y del que Virginia se pasó hablando cerca de un mes, con sólo haberlo visto al entrar con el té en el despacho del padre. Sedano y el Pastor estaban tan serios como Emilio ahora, pero aquel colportor del mechón rojizo, sobre la frente tan pálida, tan blanca, no debía dejarse impresionar por los asuntos que los otros trataban. Tan sólo iba repitiendo: «Muy interesante; muy interesante», y seguía atentamente la conversación, de la que era dudoso que comprendiera algo.

Más tarde, en el jardín, su estatura, sus hombros más anchos que los de Sedano, su mismo rostro poblado de rizada barba, le hacía parecer uno de esos apóstoles que aparecían a veces en las revistas. Fue la primera vez que Margarita supo que Virginia se fijaba en tales cosas, la única en que la conoció así, antes del desdichado episodio de Molina. Tiempo más tarde, una vez acabada la guerra, cuando ya los amigos de Madrid comenzaron a volver, se acercaron una tarde a la casa del Pastor inglés. Allí estaba, tan solitaria como las demás, con su jardín hirsuto y sus postigos cerrados, en las afueras del pueblo. Aunque las madreselvas cubrían las paredes como entonces, la verja del jardín aparecía oxidada, las pizarras se hundían y por el redondo ventanillo del desván entraban a su antojo las palomas. Los amigos de Madrid quisieron entrar, por lo menos hasta el jardín, pero el Hermano Muñoz se opuso, por no llamar demasiado la atención de los vecinos. «Además —añadió—, en realidad nosotros tampoco tenemos nada que ver con esto.»

Y debe seguir siendo territorio inglés porque ninguna de sus piedras falta y sus ventanas permanecen igual que entonces, tapiadas. Se diría que hasta el viento la respeta.

Sólo la antena, arriba, tiene doblados sus dos soportes y todas las conexiones rotas, caídas sobre la fachada.

(Sr. Don Lucio Sedano. Laguna de Negrillos. Querido Hermano de mi consideración y respeto. Aunque tarde, por el retraso con que llegan hasta aquí los periódicos, los del mundo y también los que atienden los negocios de Cristo, he podido enterarme de las barreras que, por su trabajo, levantan ante usted y su familia nuestros comunes enemigos. Aunque no tengo el gusto de conocerle personalmente, sino a través de las revistas que le digo, sepa usted que cuenta, en primer lugar, con mis oraciones, y a la vez con un amigo de verdad que, como usted, también tiene sembrado de espinas su camino.

Dueño de un molino, con el que voy sacando a mi familia adelante, siempre hago llorar, con los libros en la mano, a toda criatura que viene por aquí a escucharme. Por estas predicaciones me llaman «el lorico de mi pueblo», diciéndome también que me aparte de la religión protestante. Pero yo les contesto que el protestante también es cristiano y protesta las mismas cosas que Jesús; que yo seguiré siéndolo por todo el resto de mi vida.

Así sigo con mi molino, y a todos los vecinos que se hallan avecindados en los campos, por estas cercanías, les gusta que les lea y les hable de Jesús, y quedan muy complacidos porque dicen que hago lo mismo que Él, que predicaba por las ciudades y los pueblos. Yo les recomiendo que tengan buen ánimo, sean firmes y constantes en la oración y el amor, y que tengan presente la promesa de que «el que habita al abrigo del Altísimo, morará a la sombra del Omnipotente». Quisiera conocerle y darle un abrazo por el mérito de su labor. Que las bendiciones del Señor desciendan sobre usted, ahora y siempre. Amén. Firmado, A.M.)

Tú, ¿cómo eras, papá? ¿Tan alto como Virginia dice? ¿Más alto que Cecil, que mamá, que nosotras? ¿Y el pelo? ¿Blanco como el de Emilio? ¿Cómo eras? ¿Bueno, trabajador, piadoso, como dicen esas lápidas de mármol a la entrada de las dos capillas? ¿Quién será capaz de juzgarte, salvo el Señor, después de tantos años de tu muerte? ¿Quién será capaz de recordar tus años con mamá, con Cecil? Pero mamá contaba, y otros muchos también, que, antes de que Cecil viniera, ya dabas ejemplo a los demás muchas veces, como en el año aquel tan malo de la plaga. Aquel año, aquella tarde famosa del mes de Julio, cuando se oyó en el pueblo como el ruido de un mar embravecido y una nube ensordecedora cubrió el sol, como dice el Santo Libro. Y así como Moisés extendió su vara sobre la tierra de Egipto y vino un viento de Oriente todo un día y toda una noche, trayendo la langosta, así debió el Señor extender su brazo sobre aquel pueblo incrédulo y la langosta vino sobre nuestra tierra, cubriendo la provincia entera, oscureciendo el día, consumiendo las hierbas y la fruta, la avena, la cebada y el centeno. El ruido venía de lo alto, de aquella nube oscura, toda chirriante de pequeños puntos negros que parecían temblar, tan pronto juntos como formando regueros en lo alto, caminos terribles cuando al final caían sobre los campos.

Cuando aquel zumbar sombrío y rechinante acabó de posarse sobre el vino y las huertas, las mujeres y los niños corrieron a la explanada, donde las tierras empezaban, a llorar sin consuelo, viendo al terrible y destructor insecto comerse, hoja a hoja, las viñas, las espigas y las coles. Como en el Libro Santo, todo pereció. Quedó el pueblo lo mismo que en los peores años de sequía, pero peor aún, con aquellos bichos asquerosos que al arder llenaban el aire de un olor repugnante. Un día, una noche entera y otro día, estuviste con los hombres del pueblo cuidando de los fuegos, y por lo mucho que te distinguiste te nombraron a ti y al párroco para entrevistaros con Cecil, que venía con medicinas y socorros la primera vez que llegaba hasta el pueblo. Pero el párroco no quiso aceptar. Dijo que aquellos socorros eran sólo una excusa para traer al pueblo una calamidad mayor, de tal modo que tuviste que ir solo a encontrarte con ella.

Y Cecil está retratada en el jardín, tal como debió aparecer allí, con sus ojos claros, su falda hasta el tobillo y sus mangas hasta las muñecas, y lo que más llama la atención en la foto: ese gesto tan seguro que molesta un poco, que de venir de un hombre no humillaría tanto.

¿Cómo fue? ¿Qué pensaría Cecil, viéndote allí, a la entrada del pueblo, esperando, vestido de domingo, entre tantas ruinas y lamentos? ¿Cómo la saludaste? ¿Seguro o un poco tímido, como Muñoz, o cortés, como Emilio, con ese punto de luz en el fondo de los ojos que es como si se riera un poco, para dentro de sí, muy hacia dentro? ¿Cómo sería Emilio en una ocasión así? ¿Cómo es en realidad, cuando se excusa de ir a tomar el té a casa de Muñoz? ¿Qué piensa en realidad del porvenir de los Hermanos, cuando va tan callado en el coche de estas dos Hermanas que somos nosotras? ¿De qué habla cuando ríe después con ese amigo suyo que toca la guitarra? No se le entiende a Emilio. Junto a eso, junto a sus ironías y sus bromas con el amigo que se trajo de Suiza, están sus oraciones en la capilla o en Madrid, esa forma suya de hablar que a nadie se parece y que con su voz tan queda y tan profunda, dan ganas de cerrar los ojos y escucharle en los últimos bancos.

«Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino para dar testimonio de la Luz, para que todos creyesen por él.» Estas palabras, tan repetidas tras la muerte de aquel cuya memoria vamos hoy aquí a recordar, son la mejor síntesis, el mejor resumen y comentario a su vida y a su obra. Fue un gran padre santo, y al decirlo, me dirijo a los que nos comprenden y a los que no nos quieren comprender. Fue un hombre justo. Creía en los hombres, no en la Humanidad, en nombre de la cual se cometen hoy día tantas injusticias. Era un hombre, en fin, que creía en los hombres. Fue enemigo, por naturaleza, de la polémica y de la distancia. Sufría si alguien se colocaba sobre un pedestal. «Amo —dijo una vez— el trabajo colectivo, pero en mi barca no quiero remeros forzados. Por todo ello y porque consiguió de la Iglesia Católica el reconocimiento oficial del nacimiento ecuménico, nuestro hermano Juan quedará en nuestro recuerdo como un padre venerable, digno de nuestro profundo reconocimiento.»

Apenas se le distingue allá lejos, en el crucero de la iglesia católica, solemne como una catedral, barroca y dorada, poblada de lámparas y capillas, de imágenes en brillantes hornacinas. Más allá de los dos enormes pulpitos de mármol y bronce, hay colocada una mesa cubierta de terciopelo con su micrófono para los oradores y seis sillones rojos también. Emilio, tras sus palabras, se ha sentado, y su modo despreocupado de cruzar las piernas contrasta con la actitud más compuesta de los otros. Antes habló un sacerdote católico y el presidente de la Comunidad hebrea y el rector de la Iglesia Ortodoxa, pero Margarita sólo recuerda las palabras de Emilio, allá, tras el micrófono, su voz, esta vez un poco deformada por los altavoces de la iglesia. Eso: la voz y la iglesia tan enorme donde cabrían diez o veinte capillas de Hermanos y el temor de ser vista, y lo que los mismos Hermanos pensarían del discurso de Emilio.

A la salida había multitud de rostros, algunos conocidos de otras confesiones, del salón de cine, de las Semanas Bíblicas o el concurso de coros. Un grupo de jóvenes había tomado el acto en su magnetofón y ahora, en el atrio, escuchaban y discutían algunos de los párrafos. Otros se saludaban o despedían y las tertulias en que ni un solo Hermano aparecía duraban aún incluso cuando ya sacerdotes y pastores se habían ido. Cuando Emilio pasó cerca de ella, Margarita se hubiera acercado a felicitarle, pero le pareció demasiado importante, entre el grupo que con él iba y que parecían suizos o alemanes. Además, ¿qué podía decirle? En aquel momento le pareció tan ajeno, tan lejano como en la realidad debía estarlo siempre y procuraba después recordarlo, cada vez que se acercaba a él y le estrechaba la mano, a la vuelta de alguno de sus famosos viajes.

Y como los caminos del Señor son difíciles de adivinar a veces, se había servido de Molina para hacer que Virginia se decidiera a asistir al Congreso de Barcelona. Molina no había hecho nada, ni dicho cosa alguna, pero cuando Virginia le vio allí, sentado con su demonio, en aquella terraza del café principal —el que antes sacaba sus sillas, al primer sol templado del año—, había prometido no parar en la ciudad un día más, en tanto aquel demonio estuviera en ella. Exageraba un poco, como siempre cuando estaba demasiado irritada, y además debió pensar que habían llegado para vivir allí definitivamente. No podía saber que después de fracasar en aquel primer viaje, en aquel intento preliminar, dejarían la ciudad al día siguiente.

Sin embargo, sólo había sido un fracaso en cierto modo. Su demonio no estaba dispuesto a ceder y si aquel capítulo primero había terminado, existían otros posibles, quizá más fáciles de intentar de llevar a buen fin, incluso. De ello estaban tratando, cuando de pronto había notado sobre sus ojos y sus manos, sobre todo su cuerpo, aquellos ojos que al pronto no reconocía, pero que más tarde, haciendo memoria y viendo el desconcierto de Molina, recordó verlos igualmente fijos como los del halcón, con su pico carnoso y su pelo negro y brillante atado atrás con una tinta negra, examinándola como pidiendo cuentas, cierto día al salir de casa, lo mismo que ahora. Hasta un día Molina había saludado a aquellas dos, y la que no miraba ahora, la que disimulaba, le había respondido, mas la de ojos pequeños, oscuros y castaños había mirado lejos sin responder, como huyendo. Esta vez, también Molina había iniciado un saludo que se quedó en el aire porque el halcón y su cría habían vuelto violentamente la cabeza.

—Esas dos son amigas tuyas, ¿no?

—Tanto como amigas… —respondía Molina—. Son las hijas de Sedano.

—¿Y quién es ese Sedano? ¿Es un rey?

—Uno que fue importante allí, en la Junta. El que hizo la capilla.

—Debió de ser un rey, uno de esos antiguos que salen en la Biblia, porque hay que ver las hijas cómo van vestidas.

Porque a fuerza de preguntarle, de querer saber, Molina había tenido que prestar a su demonio aquella Biblia que ella se pasó hojeando en la cama unos cuantos días, hasta que se dio cuenta de lo mucho que a él le molestaba.

—No querrás que la lea de rodillas…

—De rodillas no. Ni siquiera hace falta que la leas.

—¿Por qué? No soy tan bruta. ¿No dices tú que todo el mundo tiene derecho a leerla a su manera?

Molina se sentía como ante un muro. No era capaz de explicárselo ni siquiera a sí mismo y a veces le parecía que su demonio fuera enviado por sus antiguos Hermanos, justamente para crearle problemas de conciencia. De modo que guardó el Libro donde ella no pudiera encontrarlo más y se dedicó a escuchar sus proyectos ya ajenos a los bares.

Ahora se trataba del hermano. Molina le había explicado lo del coche, lo del hijo mayor estudiando peritaje, lo de aquella cantera donde todos le trataban con respeto, incluso lo de las otras minas que, ya de antiguo, tenía denunciadas.

—¿Y por qué no se mete con ellas?

—No sé; será porque tiene ya mucho dinero.

—Nunca se tiene mucho dinero —había respondido pensativa el demonio.

—Pues yo me conformaba con el que tiene ahora.

—Tú, sí —insistía.

—Entonces será porque no puede abarcar tantas cosas a la vez.

—Eso quiere decir que ya va para viejo.

Su demonio se lo había susurrado casi en tono de desafío para un hombre como Molina, que decía hallarse todavía duro y joven. Y le había susurrado también que si su hermano, de verdad, quería ayudarle y ayudarse a sí mismo a la vez, nadie antes que la familia, nadie mejor, más honrado y capaz para encargado de esas futuras minas, incluso aportando, por su parte, un poco de dinero. El periódico que ella leía tantas veces en el salón de espera del hostal venía repleto de ofertas parecidas.

—¿Y yo qué entiendo de minas, mujer?

—¿Y qué sabía tu hermano cuando se vino para acá?

Las razones de su demonio resultaban casi siempre irrebatibles. Si Molina explicaba que su hermano había comenzado más joven, mucho antes que él, su demonio decía que no era cuestión de años, sino de decidirse a no ceder, de negarse a ser viejo, y hacía hincapié en aquello de la edad, cuando la discusión les sorprendía después del amor, en la incierta frontera de la cama.

Así habían llegado al final de aquellos días, mezcla de luna de miel y viaje de negocios. Como despedida, y otra vez en el coche poderoso, había ido Molina de excursión con el hermano, la mujer y el hijo mayor, que hizo el viaje como ausente, aburrido, a ver cómo marchaban las obras del chalet que se estaba construyendo en la Montaña.

—A nuestra edad, hay que pensar en descansar un poco —repetía, a pesar de que Molina fuera cinco años más joven—. Además a los chicos les gusta y les conviene respirar estos aires, de cuando en cuando.

Pero el chico no parecía compartir aquellos entusiasmos, ni el del padre por el hotel ya a punto de cubrir aguas, ni el de la madre por el tío recién recuperado. Se veía que aquellos tesoros —el sol, el viento, el agua— le atraían poco y allí, dentro del coche, con su destino a cuestas, apenas se molestaba en disimular su indiferencia. Mas para Molina fue una buena ocasión, un día señalado, según contó a la vuelta.

—Empezamos con la mina en seguida.

—¿Cuándo?

—Dentro de un par de meses.

—¿Le convenciste, entonces?

—Le convenció mi cuñada, la verdad.

Su demonio había guardado silencio y, al cabo, preguntaba:

—¿Y cuántos años tiene esa cuñada tuya?

Y Molina, fundido a su demonio, le había murmurado al oído:

—Siempre piensas en eso. ¿Cuántos quieres que tenga? Más o menos los mismos que mi hermano.

Pero el demonio, que todo lo ve, que todo lo sabe, prepara y asegura que desconfía siempre, no preguntaba por capricho. Había aprendido casi desde niña que nadie da nada por nada, ni siquiera el trabajo, desde el día en que su madre la llevó a asistir a aquella casa de comidas, convertida más tarde en el hostal donde ella y Molina vivían ahora. Al cabo de los años, nadie, al llenar las hojas en recepción, la había reconocido, tan cambiada estaba. Además de que al llegar a la ciudad había hecho a Molina comprarle zapatos y un par de cortos y brillantes vestidos nuevos. El dueño, aquel antiguo y primer patrón, sí que la había reconocido, tras muchas dudas, cierta mañana, cruzando el vestíbulo ante la sala donde el televisor bombardeaba a los clientes. Se había acercado curioso, hasta amable, con esa otra cara tan distinta de la de aquellos días, de la de aquellas noches, para las chicas jóvenes que trabajaban en la casa. Le había preguntado si esperaba a alguien, si estaba sola, aunque bien se adivinaba que no lo estaba. Parecía respetuoso, distinto de años atrás, cuando todo eran órdenes, amenazas o promesas vagas, jamás cumplidas, de día tras el mostrador, de noche entre las sábanas. Y en sus palabras, en su tono y sus modales comprendía el demonio lo que había progresado en su camino desde salir de allí, de que, en tan poco tiempo, en un pueblo del fin del mundo había conquistado su derecho a mantener allí, al otro lado de la mesita repleta de revistas, a aquel amo tedioso, gritón de día y desnudo de noche, como un mono gordo, blanco y pelado, con la panza colgando, apuntando hacia los pies, entre las rodillas hinchadas como nudos de roble. Nadie daba nada por nada. Ella comenzó a saberlo entonces y ahora lo recordaba y se sentía alegre viendo, calculando en sus ojos, cuánto había ganado en aquel pueblo miserable y a lo que aún podría llegar si algún día venían a la ciudad definitivamente. Entonces —lo veía en los ojos del dueño y en los de otros muchos inquilinos del hostal—, su suerte, su destino, podía apuntar aún hacia más altos vuelos.

—Sí, aquí es —responde el portero, receloso—. No, hoy no tienen reunión; es el jueves y el domingo también. Hoy no es fácil que venga ese señor por el que usted pregunta. Seguro que no. —Y continúa impávido, sin franquear el paso, como un pequeño y galonado mandarín. Por su gusto, se encerraría de nuevo en su cabina de cristales—. Déjeme su teléfono; él puede llamarle a usted. Déjeme su tarjeta.

Pero cuando se insiste, se resigna a facilitar el teléfono de míster Baffin. Quizá no pertenezca a los Hermanos, quizá su fiel silencio, todas sus calculadas precauciones, se deban sólo a que el grande y moderno edificio, cuya planta baja ocupa totalmente la capilla, pertenece por entero a la Comunidad.

—No sé; no puedo asegurarle que esté en Madrid. Viaja mucho —insiste—. Aquí en Madrid, ya le digo, para poco. Téngalo, apunte, es la casa de unos parientes, de una hermana, creo.

La finca toda, el portal, la escalera, está cuidada, limpia, pulida incluso la gran puerta de cristal del fondo, que parece que diera paso al garaje de la casa, pero tras de la cual, jueves y domingos, se oye rumor de cánticos a eso de las doce. La casa, esta capilla sí que ha crecido, al contrario que las otras, al revés que sus hermanas del campo, las del color del Páramo, las otras que son pisos en pequeñas capitales, las de Galicia, limpias y blancas, algunas seudogóticas imitando a sus hermanas de Inglaterra y, como ellas, concurridas los domingos, con buen número de coches a la puerta.

Esta capilla no, a esta no se la ve. Se la veía entonces, cuando nació como una rústica cabaña rodeada de muros protectores igual que las del Páramo, con jardín amparado también. Una vez, un grupo de jóvenes forzó la cerradura de la verja, rompió las vidrieras de unas cuantas ventanas y escribió con alquitrán en las paredes: «¡Viva la Virgen!», y algún que otro letrero. Hace de esto casi veinte años ya. Madrid crecía en esta dirección, de modo que se pidió un crédito, se echó abajo la cabaña y se alzó un nuevo edificio de diez plantas, la primera de las cuales encierra la biblioteca, el salón de reuniones y la capilla.

Míster Baffin, sin embargo, se queja. Ahora, en proporción, asisten menos Hermanos que en los tiempos de la cabaña de madera, recién llegado a España, en los años que pasó repartiendo por todas las provincias sus Biblias y folletos.

—¡Oh, sí!; a los servicios de la mañana vienen, vienen… —vacila en su español elemental, al tiempo que agita la cabeza como riñendo—, pero por la tarde, muchos menos. Sí; menos —un gesto de desánimo, un leve soplido de sus labios gruesos y gastados—. Las chicas suelen ir a las visitas de enfermos y al Hogar de Ancianos pero, con el tiempo bueno, se nota mucha falta de asistencia. Por la mañana no —insiste otra vez—. ¡Oh, por la mañana es hermoso! Sobre todo teniendo en cuenta que en Madrid tenemos otras capillas, incluso en la misma provincia. Nosotros llevamos la palabra del Señor, ante todo, a los campos. Nosotros creemos que la única salida del Cristianismo en el momento actual, está en volver a lo que fueron sus primeras Comunidades, sencillas, sin ataduras, libres, sin jerarquías que les ordenen lo que deben hacer para salvarse, ni que respondan luego, ante el Señor, por nosotros. El mundo actual es demasiado cómodo, incluso para nosotros los cristianos. Yo, a pesar de mi edad, prefiero, a estos de ahora, los tiempos en que llegué, aunque por entonces, algunas piedras me cayeron encima. Incluso aquellos años terribles de las últimas epidemias. Todavía se hablaba de ellas entonces. Porque el dolor, el dolor nuestro y el de nuestros hermanos nos une más y nos acerca más al Señor; nos hace verdaderamente más cristianos.

Era un día de sol, un día claro. Ya el buen tiempo venía asomando más allá de la blanca montaña, por toda una semana. A pesar del invierno tan seco, ya apuntaban los brotes en los tallos y las nubes de Marzo, tan brillantes, tan negras y tan grises, luchaban entre sí allá arriba, repartiendo regueros de luz sobre los campos, iluminando súbitamente los oscuros terrones del Páramo. Tal era el tiempo, ese fue el día en que los espíritus se sobrecogieron, viendo cómo el Dios de las justicias enviaba veloces a Sus ministros de la muerte, como caballos de guerra, sobre aquellas tierras ya de por sí tantas veces castigadas. Y los pueblos miraron a la verdadera serpiente de metal, es decir, a la Cruz, y abrieron su corazón para recibir, la sangre de Jesús, a fin de quedar limpios de todo pecado, dispuestos a dejar este valle en sombras de la muerte.

Porque aunque allí, en la asamblea de aquel mes, se trataran negocios importantes, la mente, el miedo, la memoria de todos andaba detrás de la campana que sonaba solemne en la espadaña que coronaba el cerro. Ya se había votado y decidido en aquella habitación, en aquella casa donde se reunían antes de la capilla, establecer relaciones con las otras asambleas vecinas, fijar las horas de los cultos y recaudar un fondo para los enfermos, pero todos adivinaban que aquella rapidez insólita en aceptar las sugerencias según iban surgiendo, llegaba espoleada por aquel rumor que a las claras reflejaba también cómo los católicos temían, cómo los romanistas preparaban sus propias rogativas. Porque ya la gente de paso, los leñadores, tenderos y gitanos, incluso los arrieros que llegaban al pueblo para recoger su carga de cacharros, traían la noticia, antes que los periódicos, de por sí tan parcos y atrasados.

—Queridos Hermanos —había alzado por fin la diestra Sedano desde el rincón de junto a la ventana que acostumbraba a ocupar cuando no presidía la asamblea—. El buen Dios, que en Su misericordia infinita nos ha favorecido clemente hasta ahora con la salud del alma, nos viene a amenazar con Su justicia inescrutable. Todos sabéis de qué hablo. Es inútil ahora repetirlo. Cúmplenos sólo, en tales circunstancias, como Congregación y como ciudadanos del país, ante el mal que nos amenaza, reconocer y confesar de corazón y en voz alta nuestros pecados, que así provocan la justicia del Señor, y entregarnos a Sus designios ocultos, con toda esperanza.

Fuera, más allá del hueco libre que dejaban las opacas siluetas de los hombres, lucía un sol brillante. Era difícil imaginar que bajo un cielo tan nítido y tan limpio, volara esa amenaza que Sedano advertía. Pero ya en todo el Sur de España —reconocían los periódicos por fin— causaba más estragos cada día. Parecía injusto, era injusto —había alzado su voz opaca alguno de los presentes—, que un pueblo donde las cosas buenas del país no llegaban, ni la luz, ni el tren, entre prados desiertos en verano y verdes lodazales en invierno, fuera a llegar tan rápido lo malo.

—Hermanos míos —había continuado Sedano, sin escuchar la queja, aquella acusación en voz alta al destino—, yo sólo os recomiendo, en el nombre del Señor, la humillación, el arrepentimiento y la oración, y que, a semejanza de Abraham rogando por la suerte de Sodoma, oréis en favor de este pueblo y de nuestra nación entera.

Y como si se dispusieran a orar ya entonces, quedaron en silencio mirando algunos fuera, oteando la llanura, como espiando el camino por donde el cólera habría de llegar, como antes la langosta. Pero no todos. Ahora Martínez se había levantado otra vez, había vuelto a tomar la palabra.

—Bien, está bien —comenzó—, ya sabemos lo que podemos hacer por el alma; veamos ahora qué se puede hacer por el cuerpo.

—Para eso estamos aquí.

—Para eso vinimos nosotros —añadían otros recién llegados de más lejos.

Y a la voz de Martínez se habían unido casi todas las demás como si, en un instante, lucharan por alejar aquel miedo, alejar el rumor de la campana, darse ánimo unos a otros, aunque sólo fuera con el estruendo de sus voces. Sedano blandía en cambio un ejemplar de aquellas revistas que solía recibir a menudo.

—Un momento de calma, Hermanos. Veamos lo que se dice aquí, veamos lo que se puede hacer por el cuerpo. Es voz común —leyó— de los entendidos que si, todos a una, vivimos con precaución y ordenadamente, la epidemia no se cebará en nosotros.

—¿Y qué se entiende por vivir con precaución?

—Se entiende —había alzado los ojos de la revista— no comer, por ejemplo, alimentos crudos.

—¿Y el pan?

—El pan está cocido en el horno y por lo tanto carece de gérmenes malsanos. Aquí se habla de frutas, legumbres y agua cruda. Está demostrado por dolorosa experiencia que los alimentos fermentados son nidos del microbio del cólera. No deben tomarse ni en estos tiempos ni en ningún otro.

—Entonces, según eso, ¿qué se puede comer? De cosas sanas, se entiende.

—Vale más comer menos, pero sano y cocido, que más y crudo. Esto pueden hacerlo todos, lo mismo que cocer el agua. El agua bien cocida, enfriada y agitada dos o tres minutos en la botella, sin taparla, puede tomarse, pero como todo, con medida. Además, dice aquí, mucho aseo en la casa, especialmente en la cocina, en bacinillas y retrete el que lo tenga. El que lo tenga debe desinfectarlo dos o tres veces al día con un puñado de cal y tenerlo bien cerrado siempre.

Todos callan. Han quedado abrumados con tantas precauciones. Su sola enumeración, que Sedano va leyendo en la revista, asusta más que las noticias de ese mismo semanario sobre las muertes en otras provincias. También la revista dice que es preciso un exquisito aseo en las ropas, que —a ser posible— deben ser lavadas en casa, pues al decir de muchos, las aguas de los ríos son los principales conductores del germen maligno. Y también en el agua del lavado debe verterse ácido fénico.

Ninguno sabe en qué consiste ese ácido fénico, ni cómo es posible guardarse del sol, tal como añade la lista de consejos, ni del relente de la noche, ni cómo evitar sofocarse al andar o en el trabajo, aun llevándolo a cabo todo con cuidado y orden.

Tampoco han de dormir aglomerados en la misma habitación, y puesto que de noche no se reciben visitas —concluye «La Luz»— deben distribuir todas las camas por los distintos lugares de la casa.

—Pero un momento, y que mi Hermano me perdone —se ha alzado otra vez la opaca voz de antes—. ¿Se sabe si hay peligro de que llegue hasta aquí la epidemia?

—Lo hay. Ya se habla de dos casos, aquí en la capital.

Así pues, esa muerte invisible, perceptible apenas, como la brisa de Noviembre, venía ya del Sur, estaba en camino. ¿A quién de todos marcaría primero? ¿A ellos, allí deliberando, o a los otros, a los romanistas con sus preces? ¿Sabría acaso distinguir los unos de los otros? ¿No había señalado el ángel del Señor, con una cruz, las casas de los que no debían ser asolados por la peste? Mas la voz implacable de Sedano no les daba tiempo a demasiadas consideraciones.

—Como la primera cosa necesaria a un enfermo es tener una mano amiga y generosa que lo cuide, tenemos que escoger, de entre nosotros, Hermanas y Hermanos que, consultándolo con Dios, se ofrezcan a asistir a aquellos que sean atacados. Aquel que caiga enfermo no será abandonado. Se verá asistido incluso con dinero y medicinas que nuestra protectora la señorita Cecilia North nos anuncia por carta que trae de fuera. Aquellos de nosotros que nos comprometamos a esta caridad —y yo desde ahora me comprometo—, vigilarán constante y activamente sobre su enfermo, atendiendo a todas sus necesidades. Yo, y mis Hermanos que quieran colaborar conmigo, me comprometo a velar día y noche por el cumplimiento de estos acuerdos y a orar continuamente, lo mismo por los nuestros que por los que no lo son, para que el Señor se apiade de todos los vecinos de este pueblo, cualquiera que sea su credo.

—Que el Señor te escuche.

—Así sea.

—Esperemos.

(Mas el cólera tardó mucho aún en llegar. Ya pasado incluso todo el verano, nadie pensaba que hasta allí alcanzaría, pero llegó puntual en los meses del vino porque él sigue el camino de toda intemperancia y ase principalmente la mano del bebedor con apretón mortal. La intemperancia es combustible de toda pestilencia y escogió con precisión fatal a los aficionados a beber, descubriendo con ello dolorosamente a alguno de nuestros Hermanos. Por estos pueblos algunos dueños de tabernas las cerraron y huyeron, y algunos de los del mundo que trabajaban en el barro, aunque se les aconsejó que se quedasen, marcharon, arrastrando algunos los gérmenes con ellos.

Estos hechos, ¿no nos amonestan ahora, en tonos de trompeta, cuando vemos al gran enemigo quizá preparándose para tener su carnaval de muerte en nuestro país? ¿No debería ponerse a la entrada de cada taberna, de cada mancebía, un cartel que dijera: «Aquí se vende el cólera»? Reconozcamos nuestros malos caminos, seamos misioneros de nosotros mismos, confesemos nuestros públicos pecados y oremos por estas nuevas Sodomas que son nuestros pueblos.

Enfermos hay que están tres y cuatro días sin asistencia de nadie, llorando, suspirando en una habitación cerrada de la casa para que nadie se acerque a ellos, para que nadie se contagie, ni parientes ni vecinos, ni Juntas religiosas o civiles. Enfermos como aquella mujer que entre los dolores que sufría y las angustias de su desamparo, con un hijo cadáver y un marido colérico también, se agarró a las rejas de la ventana y sentada, sacando por ella las piernas, pedía a voz en cuello socorro, y así permaneció sin ser socorrida y así murió, y tal cual, con las piernas colgando, quedó una mañana entera hasta que la retiraron.

Y aquellos infelices me preguntaban a mí, que no a Sedano:

«Hermano Martínez; esto, ¿cuándo acabará? ¿Cuándo tendrá el Señor piedad de nosotros?».

Y yo sólo sabía decir: «Señor, ten piedad de este pueblo, de todos los demás, de España entera. ¿O es que pretendes acabar con ella? ¿No oyes la voz de Tus hijos queridos que aquí tienes y claman a su Padre? ¿Serás sordo por más tiempo a sus súplicas?».

Y yo, que no Sedano, me fui a la ciudad y volví con un médico que estuvo entre nosotros dos días. A los enfermos les dio a tomar una medicina usada ya con éxito en la India Oriental, a base de agua destilada, ácido sulfúrico y tintura de opio. Se les suministraba una cucharada chica, de las de café, cada dos horas, y a muchos se les notó la mejoría ya casi a la semana.)

—Sí; Cecil empezó sus visitas a los enfermos nada más llegar, después de entregar las medicinas a mi padre. Primeramente pensaba quedarse, ayudar tan sólo mientras durase la epidemia. La epidemia no recuerdo en qué año fue, pero eso puede saberse por los periódicos de entonces. La que sí se acordará, de oírselo contar a papá, es mi hermana, que aunque, como es natural, tampoco había nacido, tiene una gran memoria y recuerda, punto por punto, todo lo que oía a nuestro padre. Yo sólo sé que la primera persona a quien Cecil socorrió fue a una viuda y dos hijos que vivían en la mayor soledad y sin recursos ni dinero alguno. Al verla, aquellas desgraciadas se abrazaron a ella y ella no las rechazaba —eso decía papá—, a pesar del peligro de contagio, porque era tal su fe que la enfermedad, para ella, parecía como si no existiera.

Ella se dio cuenta pronto de que la enferma no tenía salvación, pero de todas formas mandó a buscar a alguien, algún hombre que la ayudara a darle fricciones en las piernas y brazos con alcohol y ponerle sinapismos de mostaza que traía en su bolsa. Y fue mi padre quien vino con dos tazas de caldo y un cuartillo de vino para reanimar a aquella pobre mujer que no era de los nuestros y que decía que papá era san Francisco y quería besarle los pies. Pero mi padre respondió:

»—Sólo soy un hombre que cumple con su deber para con sus hermanos». Y estando así, la vino de repente la agonía. Cecil rezaba y un pariente que llegó entonces lloraba en un rincón. Así estuvieron casi una noche entera hasta que el Señor, en Su piedad, tuvo a bien llevársela consigo. Pero a los dos o tres días, tal vez a la semana, la misma Cecil se sintió invadida por el cólera. Ella misma, en el cuarto que la dieron en casa de un Hermano, se administraba sus medicamentos, té y láudano y una dieta que la dejó más delgada todavía. Solamente tenía de compañía al perro de la viuda, que ella llamó «Tom» al adoptarlo, cuando quedó tan solo en aquella casa que el cólera dejó, como tantas, vacía.

Dime Cecil: ¿ cómo estar enferma, tan lejos de tu casa, en una habitación que son tres paredes, las que ves, entre personas que apenas conoces? ¿Qué fe, qué voluntad es preciso tener para no huir, para no marchar, cuando la fiebre aún te lo permitía? ¿O no te dejó papá? ¿O quizá lo hizo el Señor, a fin de que Su obra perdurara? ¿Qué se siente al estar de día oyendo esa campana que los de Roma tocan cada vez que entierran a uno de los suyos? ¿Cómo pasar en vela gran parte de la noche, oyendo a lo lejos gemidos, voces, palabras, lo mismo que yo oigo abajo los pitidos, el resoplar, la marcha de los trenes? Pero yo estoy en casa, en mi cama, que es como mi escudo y fortaleza cuando apago la luz, y a mi lado se revuelve Virginia, que habla de cuando en cuando, quizá con el recuerdo de Molina, que llena, bien o mal, este vacío de la noche en el que los reflejos de las luces de fuera pasan veloces sobre la superficie lisa del techo hasta que, al fin, la claridad, amiga de la niebla, llega a empañar poco a poco los cristales, alegrándote porque es un día más aunque luego no sea distinto de los otros. Di, Cecil, ¿cómo es ese miedo, o ese valor que yo apenas tengo para nada, que me hace temer de todo cada vez más, no estar segura nunca?; ¿ese valor que tú tuviste, que dicen que tenías, esa voz que te dice en la noche, en la hora peor: «Tu vida es importante y sirve para algo»? Dime cómo es eso de pasar hora tras hora, noche tras noche, con tu Biblia en la mano, luchando para que las letras no se borren, sudando, meditando, pensando en tu casa y tus padres. O quizás en papá. ¿O es que ya le querías?

(Yo dormía, pero mi corazón velaba.

La voz de mi amado me llamaba:

«¡Ábreme hermana mía, amiga mía,

paloma mía, perfecta mía!».)

Y ¿cómo te lo dijo? ¿O fuiste tú? ¿Cómo es también decirle a los padres, allá tan lejos, a pesar de su celo misionero: «Me quedo aquí, en este país que no conoceréis nunca, ni siquiera en los mapas encontraréis, porque nadie lo puso en ellos. Me caso; voy a vivir con un hombre que sólo tiene su trabajo y una casa de adobes, dos huertas y un horno hecho de barro como aquellos de que hablan los Libros Santos»? ¿Y cómo era papá para quererle así, para hacerte quedar? ¿Qué tuvo para ti que no venías de un pueblo como los nuestros, sino de una ciudad, de un país de los más avanzados de la Tierra? Di, Cecil, ¿tanto le querías?

(Heme desnudado mi ropa: ¿cómo la he de vestir?

He lavado mis pies: ¿cómo he de ensuciarlos?

«Yo os conjuro, doncellas de Jerusalén,

si hallareis a mi amado,

que le hagáis saber que de amor estoy enferma».)

Y en la boda presentándote a los otros Hermanos, aunque ellos bien que te conocían, después de la epidemia; presentándote ya como su esposa a los pocos que quedaron, tan maltrechos. Aquella boda, con la comida tan parca, por lo poco que había para todos y por lo poco que cada cual podía comer, por los estragos que en el cuerpo dejaba aquel mal por unos meses. Pero nada debía importar, ni aquello, ni la casa de papá, tan humilde y pequeña, tan caliente como el barro en verano y tan fría en invierno como el dedo aquel que se oculta nevado entre las nubes. No importaba aquel suelo de tierra, ni aquella cama que el mismo papá hizo, ni aquel techo de tablas que dejaba entrar por la mañana el sol y en primavera el rebullir de los gorriones.

(Las vigas de nuestra casa son de cedro

y de ciprés los artesanados.

Su izquierda está debajo de mi cabeza y su derecha me abraza.

Mi amado habló y me dijo:

«Levántate, amiga mía, hermana mía, y vente

porque he aquí que ha pasado el invierno hase mudado; la lluvia se fue.

Se han mostrado las flores en la tierra

y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola».)

Y así fue, porque todo cambió. Llegó la lluvia, con los vientos de Marzo acabó de llevarse la epidemia y llegó también aquella carta a través de la cual tus padres no sólo aprobaban la boda sino que os regalaban la casa de piedra donde al final vinimos a nacer nosotras. Era como si el Señor, después de tantas calamidades y miserias, quisiera premiaros un poco en vida, anticiparos Su gloria.

Y debió venir, también por entonces, aquella ropa que mamá guardó luego tanto tiempo, hasta desaparecer un día regalada —regalada, ¿a quién?, ¿quién más que tú podría usarla?—, pero que yo y Virginia alcanzamos a ver todavía. Y recuerdo que Virginia dijo, a pesar de su admiración por ti: «¿De qué le serviría toda esta ropa en este pueblo?». Y mamá calló y yo tampoco supe qué contestar delante de aquellas sábanas rosas y blancas, tan suaves que era un placer de por sí tocarlas, con aquellas iniciales bordadas y ese borde de encaje que por aquí nunca vimos.

Y a nadie se enseñó ni aquella ni la otra, tan distinta a la que en las misiones usabas, casi como de soldado, cuando eras la primera en dar ejemplo metiéndote en el barro. Yo no lo entendí entonces: tú siempre tan cerrada, casi como Virginia, con frío o con calor, eso sí, siempre oliendo a colonia y después, por la noche, esas ropas tan suaves como seda, tan ricas como nácar para esa cama de bronce que también os regalaron de Inglaterra.

(He aquí que tú eres hermosa, amiga mía.

tus labios como un hilo de grana.

Tus sienes como porciones de granada.

Tu cuello como la torre de David,

edificada como muestra.

Huerto cerrado eres, mi hermana,

esposa mía.

Fuente cerrada, fuente sellada.)

Y mamá, al casarse con él tras de tu muerte, no quiso al principio aquella casa, ni aquella habitación, a la que luego, poco a poco, papá la fue acostumbrando. Pero todo se fue guardando, arrinconando, olvidando. Aquella cama grande y tan hermosa que yo vi en el desván, allí debe estar cada vez más oxidada, aquel recuerdo tuyo, aunque no tanto como la ropa aquella por la que un día ni nos dejaron preguntar, de la que nunca más supimos. Mamá hubiera querido vender la casa pero papá debió de convencerla también porque era, y es aún, a pesar de lo descuidada que está, la mejor de todo el Ayuntamiento. Quizá temía verte aparecer con tu traje de día por aquellos rincones poblados de macetas o en tu traje de noche, a los pies de la cama, con aquel peinador como seda y esas chinelas con su flor amarilla, que parece que florece en el suelo.

(Y cuando la epidemia se alejó, se la llevó la lluvia, los vientos o, qué sé yo, se deshizo en sí misma, no tardamos en volver a ser lo que habíamos sido antes de que el miedo nos uniera. De nuevo nos dividimos y otra vez volvió el problema de los entierros que en los meses del cólera no fue problema nunca, sino facilidades por las dos partes. Pero con el último que murió de los nuestros —que por cierto era un niño—, las cosas no vinieron tan por derecho. Allí se estrelló toda la mano izquierda de Sedano, que por cierto era mucha y que luego creció al casarse con la inglesa. Nos reunimos en casa de los padres el duelo, como se acostumbra, y después de leer unos versículos de la Biblia, intentamos llevar el cadáver del crío a enterrar. Pero abajo, en la calle, estaba el Presidente con otros dos señores que no conocíamos, con un papel que enseñaron a Sedano, en el que se le obligaba a hacerlo en el católico. Además el padre de la criatura tenía que presentarse en la Secretaría del Juzgado a firmar el acta de defunción. Pero el padre no quiso ceder y al día siguiente, con el niño aún sin enterrar, empezaron a tocar a muerto las campanas de la iglesia y el Juez y unos cuantos vecinos de los que siempre se hacían notar contra nosotros, que se presentan en la casa a pedir el cadáver para enterrarlo a su modo. El padre, que seguía en sus trece, alegando sus derechos y Sedano que agarra el coche y se va sin más a ver al Gobernador, a por una carta para el Alcalde. Pero la carta debía valer menos que nada, por muy orgulloso que Sedano volviese con ella. No era nada más que un papel aunque ordenaba al Juez Municipal que, en cumplimiento de la Ley de Sanidad, al día siguiente se enterrara el cadáver por suponerse se hallaba ya en estado de putrefacción, de modo que prepararan el féretro a esa hora, a la puerta de casa.

Pero a la puerta de la casa estaba otra vez el Alcalde-Presidente con un cabo y cuatro guardias, pidiendo como siempre que se le entregara el muerto. Sedano exigió que se cumpliese lo que en la carta decía el Gobernador y vuelta a ver al Juez, que esta vez no se anduvo por las ramas. Se salió con una orden de allanamiento de morada, con lo que agarraron la caja, dieron al muerto sepultura canónica y se acabó el asunto, a pesar de todas las cartas y todas las protestas. Así fue, así acabó para nosotros la epidemia. Lo recuerdo muy bien, a pesar de mis años. Parece que estoy oyendo las amenazas de Sedano, que se quedaron en eso, en amenazas, y la ristra de leyes que, según él, el Alcalde y el Juez se estaban saltando a la torera derecho de los padres sobre el cadáver de los hijos menores de edad, reglamento de leyes del Registro Civil, la orden del Gobernador y hasta el Código Penal. Pero como le digo: los otros se salieron con la suya. ¿Que por qué? Pues porque eran más y porque entonces por estos pueblos mandaba más el Alcalde que el jefe de Gobierno, si me apura.)

«El Pastor Martín Lutero King, siervo de Jesucristo, Premio Nobel de la Paz 1964, ha muerto el 4 de Abril de 1968, sirviendo a los hombres en el nombre de su Señor. Las Iglesias Evangélicas de Madrid celebrarán un culto memorial mañana lunes, día ocho, a las ocho de la noche, en el templo evangélico de la calle de Noviciado.»

Fue con… ¿cómo se llama? ¿Cómo se llama ese chico que trajo Emilio esta última vez? ¿Ese chico que toca la guitarra, que tuvo la ocurrencia de ponerse a cantar salmos en el Rastro, un domingo, para hacer propaganda de los libros y folletos que allí teníamos para vender? El trabajo de los demás, de los de las otras confesiones, era mucho más fácil. Más sencillo. Colocar su puesto los domingos, igual que los que venden ropas o trastos, igual que los que venden muebles, plásticos o restos de buhardillas. Ellos arman su puesto, ya pasadas las doce, con los libros que tienen y que tan pocos compran, y a esperar. Es una espera inútil porque ninguno compra, unos por miedo a no saben bien qué, por miedo a pecar, de que estén en el índice o prohibidos, y otros porque los confunden con los de otros tenderetes, como el del alemán que siempre coloca el suyo al lado con diccionarios y revistas, o con todos los que vienen después, donde revuelven chicos y grandes, total para no comprar nada tampoco.

¿Cómo se llama ese chico que dice que él mismo se hace sus guitarras? Aquel día estaba allí con Emilio, con su barba rubia y cantando a su manera aquello de:

Oídme pueblos todos.

Escuchad habitantes del mundo,

así los plebeyos como los nobles,

el rico y el pobre juntamente.

Mi voz hablará sabiduría

y el pensamiento de mi corazón

inteligencia.

La gente que vagaba por la plaza le miraba, y algunos se reían, pero él seguía cantando como la cosa más natural del mundo, como era, en realidad, hacer llegar la Palabra del Señor por cualquier medio, la canción incluida. No siempre se va a cantar para nosotros, en nuestras iglesias y capillas. «Si los demás —decía Emilio— utilizan sus canciones, ¿por qué no hemos nosotros de hacer oír las nuestras?» Aunque bien es verdad que podían haberle hecho callar, pero con el ruido de los altavoces de las rifas ofreciendo mentiras para engañar a la gente de los pueblos y el ruido de los puestos de discos, la verdad es que poco se le oía. Él cantaba alegre, como a quien no le importa si le escuchan o no porque su voz dice la Palabra del Señor; siempre tan convencido, tan ajeno a los otros, al mundo alrededor, como aquella vez en la pensión de Madrid, donde estaba construyendo una guitarra que pensaba vender, aunque ya le dijo Emilio que aquí no era Suiza y aquí había talleres que las hacían quizá más buenas y desde luego más baratas. Allí, en aquel cuchitril donde fuimos a buscarle, daba un poco de pena, con sus sierras, su lija y su madera; daban ganas de ayudarle, de ampararle un poco, aunque él ya estuviera acostumbrado a vivir así, y seguramente aquella vida no le pesara. Toda la tarde, Emilio y él hablando de política, de cosas que ni Virginia ni yo entendíamos, sólo aquello de que si no se pertenecía a un grupo no había nada que hacer, como en todas partes; que allí no pensaba volver, que estaba harto y que, en cambio, en España se encontraba muy bien, en el poco tiempo que llevaba.

»—Cuestión de gustos —había respondido simplemente Emilio.

Debe ser algo como un revolucionario, al menos yo así me los figuro. Y no es raro, siendo amigo de Emilio, que a veces dice cosas parecidas. No es católico, ni adventista, ni de los reformados, ni Testigo de Jehová, como el novio de la hija de Muñoz. ¿Qué será? Allí estaba con Virginia, Emilio y yo, luchando entre avalanchas por entrar a lo de Lutero King, delante de la puerta de la capilla de un sitio tan pequeño, un culto tan mal organizado, para cosa tan importante como aquella. ¿Cómo fue? ¿Por qué fue? Quizá porque en las avalanchas Emilio y Virginia se perdieron, quizá también por culpa de su enfado.

»—Si no son capaces de organizar un culto memorial, ¿cómo quieren, después, convencer a nadie? Una ocasión tan buena —murmuraba arrastrando las palabras, mirando la calle a rebosar, cortado el paso de los coches por el público que llenaba, aún con el culto comenzado, el centro de la calle y las aceras.

¿Cómo fue? Quizá por descargar su ira o porque ya estuvo otras veces o porque quizá su confesión no se lo prohíba. Lo mío fue por no llevarle la contraria y por esa curiosidad que nos dice: «No es malo ver aquello alguna vez, aunque sea tan sólo para después poder aborrecerlo».

Las luces giran, se mueven sin parar, van dejando destellos rojos, amarillos, azules en los muros, en los rostros y manos de la gente. Ni una palabra con el chico aquel. Apenas se oía otra cosa que la música y, además, ¿qué podía decirle? A todo que sí y eso con la cabeza, mientras allá en la penumbra, en su cabina de cristal, aquel otro demonio manejaba sus discos y sus luces, dirigiéndolos a todos, incluso a los sentados en la oscuridad, juntos, fundidos. ¿Por qué quiso ir allí? ¿Por qué fuimos? Él decía después que por venganza, por vengar en sí mismo que los otros, los del mundo, supieran organizar mejor sus cosas, supieran realizarlas mucho mejor. Pero yo no entendía, sólo recordaba aquellas palabras de Pedro: «Sed templados, velad porque vuestro adversario, el diablo, anda como un león bramando alrededor de vosotros, buscando a quien devorar». Y eso era aquello: la cueva del león bramando sin parar llena de luces que giraban sin dejar ver, enseñando sólo un instante las manos y los rostros que suben y bajan en el centro, jóvenes y mayores también. Era hundirse despacio, como olvidar que fuera de allí sigue el mundo y los Hermanos, aturdirse sin saber qué decir, sin poder pensar, sin atreverse a huir.

Cada vez que esa lámpara gira repartiendo relámpagos de colores por todos los rincones de la sala, aparecen esas caras pintadas, unas de frente, otras de perfil y todas yo diría que se parecen a ti. ¿En qué? No sé. Quizá tú no tenías ese pelo largo y ensortijado como serpientes, pero en todo el tiempo que estuvimos sentados yo me preguntaba: «¿cómo quién son?», y en seguida aparecían, como en la otra oscuridad de la memoria, esas fotos tuyas, Cecil, que Virginia guarda o guardaba hasta hace poco. ¿Qué pensarás de mí? ¿Qué piensas, dime?; ¿qué estarás pensando? ¿Hice bien o hice mal? Pero tú nunca contestas. Sigues inmóvil, muda, igual que en los carteles, escuchando el roncar de Virginia o su charla con Molina por la noche.

Y en invierno, cuando las manchas grises, esponjosas de la nieve van dejando regueros diminutos sobre el cristal de la ventana que tan sucio tiene la criada, tampoco respondes, con tu traje de invierno, con ese abrigo largo como se usan ahora, tu sombrero y ese boa que yo creo que la vi alguna vez, apolillada ya, antes que desapareciera definitivamente. ¿Qué piensas? Dime; di: ¿oyes o no los trenes? ¿Escuchas esas palabras de Virginia, su revolverse entre las sábanas tantas veces que a la mañana deja como una cordillera, como una fila de montes blancos en el centro de la cama? Ahora que el altavoz de la estación va a estar callado por media hora al menos, es tiempo de pensar en lo que el amigo de Emilio dice: que estamos fuera, como encerrados en una bola de cristal, que vamos para atrás, que no contamos. Dice montones de cosas que no entiendo. Emilio escucha en silencio y unas veces contesta y otras asiente. Seguramente discuten entre ellos a solas muchas veces. A mí me gustaría preguntar a Emilio, pero siempre hay más gente delante, siempre está tan lejano como aquella vez en la iglesia católica hablando ante el micrófono para tantos. Preguntarle a Virginia es gastar las palabras y el tiempo. A veces casi ofenderla, de lo mal que contesta:

»—¡Qué tonterías dices! ¿Fuera de qué? ¿Qué bola de cristal? No sé dónde habrás tú leído todo eso.

Y no me atrevo a decirle que son cosas del amigo de Emilio, porque ahora que por fin parece decidida a ir a lo de Barcelona, no se vaya a arrepentir y nos amargue el viaje. Sería una pena no perder de vista la biblioteca por toda una semana. Allí sí que se está en una bola de cristal, con la señora de al lado medio dormida por el calor del brasero y Arturo vagando de mal humor por la sala helada. Es una bola de grandes ventanales sucios por donde boga un pez que se llama Arturo y donde en vez de arena hay unos bancos con un señor mayor que maneja un diccionario y dos o tres muchachos devorando novelas. Subir el cierre es el primer tormento y yo creo que Arturo lo hace rechinar bien para hacernos saber que comienza la tortura. Luego, hasta que la puerta giratoria se mueve, durante casi una buena media hora, es preciso aguantarle, la señora o yo, sus problemas de si se casa o no, de si el dinero no le alcanza, o sus preguntas de lo que llama a veces «mis trabajos extra» y otras, más brevemente, «mis viajes». Después viene ese viejo a pedir el Pijoan para escribir artículos sobre iglesias de la provincia que nunca le publican, y ese matrimonio que toca por la radio sin cobrar, él con su chalina negra y ella cuidando tanto los libros que se diría que apenas los roza. Allí dentro debería pasar un mes, una semana, una tarde, el amigo de Emilio, desde que el cierre se alza, hasta que Arturo se asegura de que el candado ha quedado bien echado. Se vuelve despacio, se mira algún escaparate que otro y se piensa si una sería capaz de ponerse aquellas cosas o las que llevan las chicas que se ven por la calle. Se sube a casa, se entra en la habitación y se mira una al espejo. ¿Será verdad lo que ese chico dice? ¿Lo creerá también Emilio aunque lo calle? ¿Pasarán esos chicos y chicas, la gente que se ve, la que no vemos, lejos de nosotros, sin rozarnos siquiera, sin oírnos, sin vernos, cada vez más lejos? ¿Será realmente así? ¿Estará a punto de ser así? Contéstame; ven; dime.

«Bueno, vamos allá» —había dicho el más viejo de los hombres, aquel en quien más fe tenía el hermano de Molina—. Lo había dicho como una invocación, una llamada, un desafío a la suerte, al tiempo que volteaba el pico contra aquel paredón de piedra manchada por el óxido, brotado de piornos en sus enormes grietas. «Vamos allá», y tras él, los otros dos picadores, traídos de otras minas de tercera, iban abriendo el corazón del monte, colocando traviesa tras traviesa, hasta que la galería, como un gusano lento pero tenaz, fue entrando, abriéndose paso en la montaña buscando el fondo de ese corazón negro, ese carbón que Molina esperaba y que al principio sólo se reducía a unas cuantas míseras vetas. Un día estalló el agua, un repentino manantial que hizo salir a todos blasfemando —esas blasfemias que aún mortifican el alma y el oído de Molina—, rebozados en barro y polvo negro, de ese que, cuando tiñe cicatrices, queda como un tatuaje y dice los años del minero. Aquel día Molina quiso parar el trabajo mientras la bolsa de agua se agotaba. El viejo le había mirado con su par de ojuelos sonrientes. Suspenderlo, ¿por qué? Ayudar a salir el agua y nada más. Todo lo más, mojarse un poco. Y los otros dos picadores escuchaban en silencio, divertidos. El mismo Molina estuvo baldeando para borrar aquellos ojos, y verdaderamente el viejo tenía razón, porque a la noche, el manantial se reducía y, con un pequeño canal, consiguieron desviarlo monte abajo.

Aquel viejo, desecho de quién sabe cuántas minas, como los otros dos, suplía con su ciencia aquellas fuerzas que aparentemente le faltaban, sobre todo cuando se trataba de trabajos recios. Su ciencia consistía entonces en quedarse rezagado, sobre todo al oír ciertos crujidos que sólo él debía reconocer, o cuando el polvo era tanto en el interior que podía perjudicar a sus pulmones ya de por sí bastante taponados y maltrechos. Molina sospechaba, aunque maldito lo que entendiera de estas cosas, que aquel hombre debió estar retirado ya y el hermano lo había arrastrado, no sabía si legalmente o no, ni con qué vagas promesas, lo mismo que a los otros. Se preguntaba si todos sus negocios serían así, si aquella aventura mísera estaría dentro de la ley o no, si valía la pena seguir de capataz con privilegios, con un sueldo que apenas alcanzaba para vivir, en tanto el carbón, y su parte, por tanto, no apareciera.

—Hay que esperar —le animaba su demonio—. Los negocios son siempre así.

—¿Y tú qué sabes de negocios?

—Es lo que siempre oí decir.

Y volvía a su idea favorita: nadie daba nada a cambio de nada. El dinero jamás llovía del cielo. ¿Cuánto había tardado el hermano en empezar?

Y el hermano llegaba de improviso, de cuando en cuando, con la seguridad, la indiferencia de ese dinero que el demonio ponía siempre como ejemplo. No parecía tener prisa ninguna.

—Estas cosas son siempre así. Son duras al principio; ya se sabe que es preciso arriesgar.

Y se marchaba antes de anochecer, sin dejar de lanzar una mirada al demonio, que desde la cocina salía a despedirlo, dejando, por un momento, sobre el fuego, la cena.

No tenían ahora una casa de adobes, porque aquella no era tierra de barro y todo se levantaba —iglesia, casa, establos y pajares— con aquella caliza un poco oxidada, como el gran paredón de piedra, al pie del cual los hombres trabajaban. No había polvo, ni viñas, ni aquel humo de los hornos, sino un humo más leve y gris que apenas nacido se alejaba por el valle castigado, deshecho por el viento. Además, a unos pasos, corría aquel río centelleante y bravo que Molina admiraba tanto cuando a la caída de la tarde, una vez terminada la faena, bajaban todos a lavarse en él, en aquel agua de nieve que parecía dejar la cara, las manos y los pies como las lávanas, tan pulidas, tan limpias y tan duras. Ahora que el gusano invisible cuya cabeza eran los dos picadores más jóvenes ya se perdía de vista desde la entrada de la mina, había sido preciso traer rieles y una vagoneta que subieron en carro los del pueblo hasta el pie de la pared oxidada y luego hasta la boca, con bueyes y cadenas y también con el esfuerzo de los cuatro. Parecía material de desecho de alguna otra mina fracasada, lo mismo que los hombres, igual que aquella peña amenazadora y fea, agrietada, carcomida, ceñida, animada sólo por el vuelo impasible de los milanos.

No tener prisa, no perder la paciencia. Sólo faltaba, se decía Molina, un buen: «Perseverad, hermanos», para que pareciera cosa de la Biblia. Era fácil decirlo; más difícil escucharlo con el sueldo que cada semana él tenía que bajar a recoger a la ciudad y repartir después un poco abochornado. Con aquel sueldo y la paciencia que el hermano predicaba, podían, por poco dinero, permitirse el lujo de taladrar la montaña entera a pesar de que el verano iba cayendo. Allí duraba poco. Empezaba ya tarde, y a finales de agosto aparecía poderoso el cierzo que, fuera de la mina, se metía en la carne como el agua del río. Fue preciso que su demonio hiciera otro viaje a la ciudad, a comprar mantas, viaje que aprovechó para visitar como siempre a su madre, después de aquella luna de miel primera. Por allí el tiempo era bueno aún y entre coger el coche y esperar a que saliera y, luego en la ciudad, comprar algún regalo, había llegado ya casi de noche al barrio. Allá en el barrio viejo, por donde ahora, durante el día, pasaban fugazmente los turistas de los nuevos tiempos, todo seguía igual en aquella su plaza diminuta, rodeada de edificios blasonados y maltrechos. Los vecinos que aún quedaban en ellos, sacaban por la noche sus sillones y hamacas al centro de aquel triángulo de ruinas, como a la arena de un insólito jardín, asomaban el televisor a alguna de las ventanas inferiores y dejaban pasar la noche, como en los viejos cines, al aire libre. A veces una ráfaga de viento venía, rebotando, enfilada a lo largo de callejones y pasadizos, a refrescar la plaza, agitando los geranios de las casas vivas y moviendo las sombras de los jaramagos en los palacios muertos. Por un instante, aprovechando la pausa de la publicidad, se habían levantado, habían olvidado la historia que las blancas imágenes contaban dando cuenta de las cajas de dulces, en tanto el hermano pequeño jugaba con su balón de plástico, a punto de perderse en las tinieblas. Al padre no habían querido despertarle. Visto así —se decía el demonio de Molina— aquel triángulo de arena, sin pavimento ya, que no llegaba a ser plaza, entre un palacio roto, un convento de monjas donde sólo quedaban seis, y dos casas de vecinos que no podían reformarse, parecía otra plaza, otra ciudad de aquella donde había nacido y en la que un propietario, al derribar de improviso una casa, había provocado una orden fulminante, declarando monumental gran parte del barrio, y por tanto sus edificios intocables. Además nadie quería alejarse de allí, ni siquiera el padre, que tanto se había opuesto a que ella se marchara a ganar la vida fuera de aquel barrio. Nadie quería marchar a vivir a aquel país lejano, al otro lado de la ciudad, más allá del río, donde el Ayuntamiento levantaba casas de papel como los chinos. Se diría que la única con ganas de cambiar, de prosperar, era ella. Les había contado que ya había ascendido a jefa de camareras, que ahora tenía novio y que al año siguiente se casaba. Les hubiera podido contar que su novio era el Gobernador, porque de allí, de aquel barrio, apenas se movían. Tras los dulces y la publicidad, de nuevo aquellas sombras nunca inmóviles volvían a controlar su vida, eran su voz, sus amigos, su familia, hasta la hora del sueño.

Al día siguiente tampoco preguntaron mucho, ni siquiera el padre, que apenas trabajaba y que quizás esperaba vagamente que aquella hija le redimiera definitivamente de un oficio que apenas ejercía. Los únicos que preguntaban, que intentaban llevarla de copas o a bailar, eran los del taller de forja de los bajos. No el dueño, que sólo dirigía el negocio, limitándose a copiar los modelos que las tiendas le daban, sino los aprendices que allá, sudando, golpeando, estirando entre explosiones y rosarios de chispas y chirridos el acero en el agua, daban forma a certeros estoques, espadas gloriosas, dagas sutiles y torvos puñales que, una vez al mes, venía a recoger la furgoneta de algún ejército fantasma que debía partir para guerras heroicas. Ellos sí la llamaban al pasar, la recordaban de otras ocasiones y si no estaba el dueño, intentaban detenerla para una parrafada. Se asomaban negros, con los ojos enrojecidos, con el pelo quemado, salidos verdaderamente del infierno. Pero ya su ocasión, su tiempo había pasado, había pasado incluso el de su dueño, que también la saludaba ahora con mucha ceremonia. Ahora ya el mineral, el carbón, la antracita o como lo llamara cada uno en aquellas tediosas tardes de la cantina, estaba a punto de aparecer, según el viejo, en cantidades que valían la pena.

Se notaba en Molina y en los dos picadores más jóvenes, incluso hasta en el viejo, que parecía haberse quitado diez años de encima, y se notaba, más que nada, en el largo cable que comenzaron a tender desde la bocamina hasta la carretera, salvando la vaguada —casi un pequeño valle—, por encima de prados y pozas. Al que menos parecía impresionar aquel hallazgo inminente era al hermano de Molina. De allí habían deducido los dos que su capital en canteras y negocios debía ser mayor de lo que suponían y allí empezó el despecho de Molina por su socio, por su sueldo y por el de los demás a pesar de lo poco que hacía el viejo.

De todas formas, con los trabajos de la instalación del cable, el pueblo y la cantina se habían animado un poco.

Durante unas semanas, las tardes, con más hombres, con más vino y más cánticos hasta bien entrada la noche, ya no fueron tan largas, aunque a Molina, escuchar esas voces, esos coros le irritaba, le recordaban otros que creía olvidados para siempre. Si su demonio lo hubiera podido entender se lo hubiera explicado para que no les animara a cantar como todas las tardes, para que ella, que era capaz de acabar poniéndolo todo a su favor —al menos en teoría, en la cabeza—, le salvara de aquellos imprevistos malhumores, de aquel insomnio que llegaba después, a la noche. Mas su demonio gozaba oyéndolos cantar y ella misma cantaba a veces y sabía tratar al viejo mejor que él y a los dos picadores, por supuesto. Incluso en asuntos de la mina conseguía convencer al hermano que ahora llegaba, a veces, acompañado del hijo que no parecía aburrirse tanto cuando estaba ella. Molina se preguntaba si no sería su demonio el verdadero encargado, el verdadero capataz que, sin trabajo apenas, sin tener que madrugar, desde el bar donde ni agua bebía, era capaz de dirigir, de controlar aquella negra boca que allá para Septiembre, a través de aquel cable con su vagón colgado sobre el valle, iba a empezar a sacarles de pobres, antes de que el cierzo empujara las nieves.