El coche de Virginia ha quedado en Madrid, aparcado al pie de la capilla, al cuidado del portero. Es muy largo el camino a Barcelona para ella, sobre todo teniendo en cuenta que nunca condujo tan largo. Este grande en el que van ahora lo ha traído el amigo de Emilio no se sabe de dónde. Es posible que sea suyo porque tiene matrícula extranjera. Si no es suyo, se le nota acostumbrado a él porque conduce sin gran atención, charla y al tiempo corre infinitamente más que Virginia en su Seiscientos. Y la desviación de Guadalajara queda atrás, quedan a un lado las farolas solitarias de su polígono industrial y las torres de los nuevos pisos, rojas como los suaves cerros que las rodean. ¿De qué charla el amigo de Emilio? Habla, arremete, juzga lo de Upsala, una ciudad lejana, en el norte de Europa, donde las Iglesias andan agitadas como en tantos lugares ahora, donde unos ochenta jóvenes protestaron caminando, a lo largo de tres días, con pancartas para todos los gustos y una carta para el Consejo Ecuménico.
—¿Y para qué llevaban las pancartas? —pregunta Virginia.
—Una decía: «El hábito no hace al cristiano».
—Al monje, querrían decir.
—Al cristiano. Y otra: «Renovación total».
—Eso suena a «Revolución total».
—Es que eso es precisamente lo que querían decir.
—¿Y qué mérito tiene hacer ese camino a pie?
—Siempre más que nosotros, que lo hacemos en coche.
—No vamos a ir andando a Barcelona.
Los cuatro callan. Detrás, Margarita y Emilio miran a ambos lados aquel páramo, parecido al otro a pesar de su color naranja casi rojo, cubierto de retamas. Delante, junto al conductor, Virginia sólo parece animarse un poco cuando a la salida de una curva aparece el castillo de Torija, recién restaurado con sus piedras nuevas.
—Hubo un discurso bueno del Arzobispo. Vino a decir que todas las Iglesias, sin distinción, siempre estuvieron dispuestas a apedrear a aquellos que no pensaban como ellas.
—Las Iglesias, los estados civiles y los estados militares.
—De eso, quien puede hablar es míster Baffin. Eso a él ya le pasó hace años, antes de que el Arzobispo lo dijera.
—Y terminó el discurso —continuaba el amigo de Emilio— con que el Señor no puede estar con aquellos que arrojan piedras a los hombres, ni con esos que meten la cabeza en casa y dicen: «Con salvarme yo, allá los otros; que intenten ganar el cielo por su cuenta».
—Ese no es nuestro caso, afortunadamente.
—Ese sí es nuestro caso, desgraciadamente.
¿Quién es ese charlatán amigó de Emilio? ¿A qué viene decir estas cosas, pensar siquiera así, aunque lo diga en broma? Si es en broma aún resulta peor. ¿Qué adelanta con hablar así, si ni siquiera estuvo en ese sitio que dice y si, lo que es peor, lo repite ante tanta gente tan poco o nada formada como abunda? Mamá decía y tenía razón: ¿Qué decía…? No recuerdo las palabras exactas, pero sí estoy segura de lo poco que la hubiera gustado escucharle. Ella, en su casa, junto a papá, dando ejemplo a todos los demás, incluso a los católicos. Ella siempre la primera en la capilla, un ejemplo en otros tiempos ya de por sí mejores, sin tantas dudas, ni discursos ni Congresos. ¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué vamos aquí después de los primeros entusiasmos? Es buena cosa dejar la biblioteca, dejar por unos días a la señora y a Arturo, pero no en este coche que este loco conduce como a mí no me gusta, cogiendo las curvas tan veloces. ¿Por qué vamos? ¿Por hacer acto de presencia ante las demás Comunidades? ¿Para que no digan que queremos estar aparte? ¿O por huir de Molina y la ciudad, porque Emilio nos arrastra a pasar unos días en Barcelona? Si al menos a Virginia le viene bien, servirá para algo, porque esto de Molina lleva camino de ser como aquello de la otra vez con aquel colportor del pelo rojo. Se enamoró lo que se dice nada más verle, sin saber una palabra de su idioma. Así era Virginia entonces y así es ahora, aunque de día quiera disimularlo y es posible que con los que no la conocen lo consiga. Y el colportor aquel, con su moto y su mochila repleta de folletos no era gran cosa, como todos, salvo la novedad, salvo aquel pelo del color dé estas tierras que vamos viendo ahora, y la moto que sonaba diez kilómetros antes de aparecer entre los cerros donde están las bodegas. Seguro que cuando volvió a pasar por casa una vez acabada la guerra, Virginia ya se veía casada con él, recorriendo media España en aquel nuevo artefacto que traía, sembrando juntos la palabra del Señor por toda la Península. Pero aquel colportor era como un jinete del Apocalipsis, de aquellos que con sólo su presencia anunciaban las guerras, porque a los pocos días de llegar estallaba esta vez la Mundial. Esta vez era él quien hablaba con papá y también se marchó a escape, aunque ahora sin decir aquello de «muy interesante». Se veía que ahora le tocaba más de cerca. Cuando le acarició, ya con las gafas para el viento puestas, Virginia estuvo encerrada un día en su cuarto y una semana entera sin hablarnos, como si la culpa de aquellas visitas tan apresuradas fuera nuestra. Ella también lo llamaba «nuestro jinete del Apocalipsis», pero no por la guerra, sino porque debía parecerle un ser del otro mundo sobre su caballo y con el casco y las gafas puestas.
Desde aquellos días, ¿cuánto tiempo ha pasado? Da miedo pensarlo, cuando somos mayores, quiero decir más viejas. ¿Por dónde andará nuestro jinete? ¿Se casaría o no? ¿Volvería por España? Eso sí que no creo. Aun sin vivir papá, no habría dejado de pasar a hacernos la visita, aunque por el bien de Virginia es mejor que no haya aparecido; bastante tenemos ya con Molina. Debía ser otro loco de la velocidad como este amigo de Emilio, que pisa y pisa cada vez más como si el diablo nos viniera siguiendo. Quizá sea uno de esos Testigos de Jehová o de esos Adventistas, y piense que si, total, el fin del mundo está a punto de llegar, da lo mismo acelerar o no, acabar un día antes o después. Pero no es Adventista. Yo al menos no lo creo. Ahora, más allá de ese pueblo que se llama Torija, vienen de nuevo llanos tan parecidos a los nuestros, pero con pueblos más grandes y alguna que otra gasolinera con los del servicio detrás de los cristales aguantando el frío. La tierra no tiene ese color castaño de la nuestra que parece que abriga, que acompaña; aquí es igual de estéril, pero, además, blanca y descarnada, como muerta desde hace mucho tiempo. Menos mal que ya vienen repechos suaves que el coche sube o baja en un instante, descubriendo de pronto un pueblo, un merendero vacío, con las sillas recogidas bajo el cañizo roto, o rebaños de cabras que se confunden con el suelo. El coche se empina o baja, cortando las faldas de los montes en los tajos que se nota recientes, para hacer la carretera más fácil y en los que el coche vuela mientras Emilio y yo nos miramos y el amigo se ríe con los ojos a través del espejo. El suelo espejea lo mismo que en verano; está bien, pero cuando comienza a rodear los cerros de ese otro pueblo que se llama Medinaceli, parece como viejo y maltrecho, arrugado —según dice Virginia— por las ruedas de los grandes camiones. Emilio ha explicado algo sobre un arco grande, ciego y vacío que se recorta lejos, en lo alto, mientras echamos gasolina, pero nadie sale de su silencio, aunque alguno desvía la mirada, más por cortesía que por otra cosa.
El motor vuelve a zumbar. El viaje ya no es tan plácido porque las curvas llegan una tras otra y el frío aprieta a pesar de la calefacción que, al ser el coche un poco antiguo, tampoco ayuda demasiado. Es como atravesar un helado desierto, un páramo cubierto todavía de escarcha, por donde nada más salir a campo abierto bajan, deslizándose de los montes, blancas manchas flotantes de niebla.
(Sr. Don Lucio Sedano. Laguna de Negrillos.
El día 20 de octubre llegó a esta el colportor inglés que ya anduvo por aquí hace algunos años, antes de la guerra. Vivió unos días con nosotros, compartiendo nuestra humilde casa, repartiendo propaganda que traía y predicando los dos cuanto pudimos. A pesar de traer medio de transporte de su propiedad, los Hermanos de esta fuimos con él a despedirle hasta la salida del pueblo. Al pasar por debajo del balcón de la escuela, oímos decir: «Ahí van esos». Pasamos sin hacer ningún caso, pero cuando habríamos andado como unos doscientos metros, vimos venir una turba de muchachos con piedras en la mano y gritando: «¡Ahí va eso! ¡Ahí va eso!». Volvimos y entramos en la escuela a reprender al maestro, pero este nos empezó a tratar diciendo que éramos la hez del pueblo, despreciados por todos, a causa de la religión a que pertenecíamos, y que ni el mismo Alcalde, ni el Gobernador en persona eran quién para reprenderle a él. La hija agarró al colportor por los bajos de la cazadora para echarle fuera. Gracias a que el Señor nos ayudó como en tantas ocasiones, llegó gente y entre unos y otros pudimos evitar que sucediera algo más desagradable, aparte del escándalo consiguiente, que, eso sí, no pudimos evitarlo.
Entre unas cosas y otras, el colportor ya no pudo marchar ese día, pues su estado nervioso no lo aconsejaba, y a la mañana siguiente nos citaron ante el Juez municipal, acusándonos de haber entrado en la escuela sin previo aviso, insultado al maestro y a la religión romana y faltando a la hija del maestro en medio de la plaza. Todo ello falso. Después nos notificaron ante el Juez de primera instancia; a mí me pusieron una multa y al colportor le incautaron su motocicleta, aunque después se la devolvieron, cuando llegó una carta del consulado, y por fin se pudo marchar.
El Alcalde dice que no para hasta que acabe con nosotros aunque quede pobre, y que si no, se tira un tiro en la cabeza. Ha llegado a pedir al Párroco la excomunión para todo aquel que nos dirija la palabra, cosa difícil, pues parece que la gente es de lo que más tiene que hablar. Por lo demás, no han pasado de ahí las cosas y, en general, reina buena armonía entre Evangélicos y Romanistas. ¡Ah, cuando el buen pueblo es dejado a su buen sentido, cuando no está influido por los eternos cizañeros de la sociedad, el pueblo conoce sus intereses y los busca y queda hecho una balsa de aceite!
De todas formas, el viernes tenemos que ir a juicio oral. Pedimos las oraciones de los Hermanos. Mis recuerdos de amor cristiano para todos ellos.)
Ahora el cielo se ha vuelto feo, blanco, y aunque a veces el sol asoma, no acaba de barrer esas rachas de niebla. Si hay niebla, habrá que ir más despacio, y entonces en un día no llegamos.
Es un desierto. ¿Cómo será después, más allá de Zaragoza, donde dice Virginia que no crecen los árboles? También mamá decía que la vida es un desierto, aunque ella sólo conocía el nuestro. Lo decía cuando se quejaba de estar sola, de quedar sola con nosotras cuando papá salía de Misiones, a visitar enfermos, asistir a algún culto o cumplir con sus obligaciones allá en la capital. Cuando ella se quejaba, papá no respondía. Puede que porque no tuviera razón o porque volvía tan cansado de discutir con los demás que los ánimos no le alcanzaban para seguir dando explicaciones en casa. Mamá se lamentaba y un día la vi llorar, estoy segura, a ella, tan dura, tan fuerte, tan entera. Quizá por culpa de los del mundo o puede que de alguno de los nuestros, como ese viejo que todavía vive y en vida de papá no perdió ocasión de ponerse en su contra. Así fue aquella vez, cuando no entramos a formar parte de la Iglesia Cristiana Española porque papá no quería despegarse de aquellos a quienes todo debíamos. ¿No era eso justo? ¿No era de razón? Pero Martínez, que entonces era joven, más joven que papá, echó los pies por alto, en plan revolucionario, como el amigo este de Emilio, diciendo que no era justo ni patriótico depender de otro país que no fuera el nuestro. Como si este mundo no fuera un país único, una sola patria para todos, un valle reseco y doloroso. Luego vino aquello tan feo de que porque él hubiera estado casado con la inglesa quería hacerles depender a todos de la misma nación y que si papá era de esa opinión, los demás querían, aún siendo pobres, seguir siendo independientes y españoles. Fue la primera derrota de papá, aunque en la votación ganara, entre otras cosas, porque vivir de nosotros mismos resultaba imposible. Bien que se le notó cuando explicó a su vuelta que no le comprendían, que sólo habían votado a su favor por su prestigio.
(El Hermano Sedano manifiesta en la Junta de esta capital el propósito de su Comunidad de no ingresar en la Iglesia Cristiana Española, quedando así los Hermanos independientes bajo la única dirección de ellos mismos y, en última instancia, del Comité que sufraga los gastos de la Obra. Se fundan en los motivos siguientes:
La Iglesia Cristiana Española no es más que la sombra de una unión de Iglesias y apenas existe sino en el papel. Las Iglesias que la forman no saben lo que hace el Sínodo y la Junta ejecutiva. No se nos comunica nada de lo que en dichos Sínodos sucede. La Iglesia Cristiana Española se compone de Misiones más bien que de Iglesias, no gozando, por consiguiente, ninguna, de verdadera independencia. La profesión de fe y el código de disciplina son poco prácticos y van en contra de los hábitos de los primitivos cristianos, añadiéndoseles cláusulas que les hacen prácticamente inútiles. Tal modo de obrar se parece más a un juego de niños que a la obra de hombres formales. Lo único factible, dado el estado de cosas actual, sólo puede y debe ser un lazo de unión y de amor cristiano entre las varias Misiones.
Los señores Ancianos aprueban el pensamiento del Hermano Sedano y acuerdan que se extienda un acta de la sesión y de los motivos que nos mueven a no ingresar en la Iglesia Cristiana Española.)
Aquella última lucha, aquella última votación, y papá como ausente a la vuelta, más que nunca le conocimos hasta entonces, desde que tuvo que cerrar la escuela. Por entonces ya empezó a faltar la fe, cosa que ahora se nota mucho más todavía, razón por la que debemos unirnos los cristianos, dicen, aunque Virginia, míster Baffin y Muñoz no estén de acuerdo. Si el Señor nos ayudó tantas veces —dicen—, bien puede ayudarnos todavía. ¿Cuándo se mezcló con los demás el pueblo de Israel? ¿No fueron independientes los primeros cristianos? ¿No les vino de ahí, su gloria y su grandeza? ¿Por qué no han de volver aquellos buenos tiempos de Cecil cuando se alzó nuestra capilla? A veces fue necesario trabajar de noche, a la luz de la luna, para acabar de techar el edificio antes que el Obispado consiguiera suspender las obras. Eso era fe: trabajar en la era, amasar los adobes y cortarlos, dejar que se secaran al sol y de noche levantar los muros. A veces, cuando el tiempo se nublaba, trabajaban de noche a la luz de los carburos. Se turnaban unos a otros para ir a cenar, y los más jóvenes —que entonces los había— se disputaban el subir las paredes más aprisa que los viejos. Todo a la luz de esos carburos y la luna, que allá en verano, cuando sale amarilla, tan enorme, alarga casi hasta el pueblo, como una mano enorme: la sombra picuda de la montaña sola.
El día en que la inauguraron, vino gente de toda la provincia y de mucho más lejos. Hasta tres familias obreras de Madrid, y eso que entonces no se viajaba con tantas comodidades como ahora. Llegaron Hermanos de Marín, de Madrid, de Linares, de La Coruña y Betanzos, y hasta un anciano que tardó tres días en llegar andando desde no recuerdo dónde. Lo mismo que nosotros ahora, que no sabemos ya dejar el coche, como si nos hubieran cortado las piernas. ¿Irá a tener razón en parte el amigo de Emilio? ¡Quién sabe!
—Pues no, no soy Testigo de Jehová, ni Adventista, eso Emilio lo sabe —Emilio asiente atrás sin mucho entusiasmo—. Y no lo soy porque los Adventistas ya se equivocaron una vez y nadie me asegura que no vayan a equivocarse otra. Sobre todo cuando no es cuestión de fe, sino de interpretación de las Escrituras.
—Equivocarse, ¿en qué? —pregunta Virginia.
—Que calcularon mal —responde Emilio.
—Lo que decía: estudiaron la Biblia y llegaron a la conclusión de que el final del mundo y la venida del Señor, sería en 1884. Como ni lo uno ni lo otro sucedió, la gente llamó a aquel año el del «Gran Chasco». Pero ellos siguen con su idea de que todas las profecías están ya cumplidas. No fuman, no beben y hacen su propaganda como todos.
—Bueno —añadía Virginia—, eso de la propaganda lo hacen muchos. Los Baptistas tienen una emisión por radio. Yo la he oído alguna vez en casa de Muñoz. Pero, como él dice, si con esos himnos con música vaquera consiguen convertir un alma, hay que reconocer que el Señor es generoso, sobre todo cuando en España hay himnos antiguos españoles.
—¿Y por qué no cantan esos?
—Porque son emisiones que ya traen grabadas de América.
—Bueno —interviene Margarita—; al Señor le debe dar lo mismo.
—A mí no, desde luego. A mí esa música no me da ningún respeto.
—Entonces, ¿en qué se diferencian de nosotros, de mí por ejemplo, los Adventistas, digo?
—Pues, quitando lo del final del mundo —responde el amigo de Emilio—, prácticamente en nada. De todos modos, como no pertenecen al Movimiento Ecuménico es difícil que encontremos alguno mañana.
—Eso mismo pensarán los demás de nosotros.
(Aquello fue un verdadero acto de fe y a la vez un gran espectáculo. No por la organización, que fuera de España ya se sabe que siempre es mejor, sino por aquel palacio de deportes moderno, grande, circular, bonito, lleno hasta rebosar por quince mil personas pendientes de las palabras que resonaban en las gradas enormes y redondas, en aquel círculo diáfano; quince mil almas en el último día de la Creación, esperando su Juicio Final. En el centro, donde se juntan los pasillos, hay un estrado que parece minúsculo, con micrófonos para los oradores y un gran letrero sobre él con tan sólo cuatro palabras: Paz en la Tierra. El resto, todo lo demás, es el acento encendido de los discursos, de las advocaciones de esos quince mil niños y mayores inmóviles, con los ojos y oídos atentos a fin de no perder un ademán, una palabra de esas voces que anuncian que Armagedón se acerca.
Fuera, al otro lado del muro de cemento, los del mundo van, vienen, compran, fornican, roban o pecan por ignorancia, como antes del Diluvio, cuando sólo Noé y su familia se salvaron.
«¡Armagedón, Armagedón! —clama la voz potente, multiplicada por los ocultos altavoces—. Ese es el nombre de la catástrofe que acabará con este mundo envilecido, el día que verá el fin de las naciones. Queda muy poco para que se cumplan las palabras, la profecía que dice: “Esta buena noticia del Reino será predicada en toda la Tierra habitada, como testimonio a todas las naciones. Entonces vendrá el fin”. Han pasado ya muchos años —la voz retumba, vibra— desde que un hombre humilde, allá en la lejana Pennsylvania, obsesionado por la idea del fin del mundo, se dio cuenta de que algunas de las verdades contenidas en el Viejo Testamento no habían sido enseñadas al pueblo de Dios correctamente. Aquel hombre se llamaba Charles Taze Russell.
La voz, el nombre resuena como un seco desafío al mundo que vive y pasa, más allá de los muros del Palacio de Deportes.
»Este hombre, escogido de Dios cual otro Juan, pionero de Dios por las tierras de América, fundó aquella sociedad que llamó Torre de Guardia. Desde esa firme torre y con la ayuda del Señor y la Biblia en la mano, supo ver que el final del mundo se acercaba y era, ¡fijaros bien!, el año 1914. Es decir, el año de la primera catástrofe, el año en que comenzaron los males que desde entonces nos vienen castigando.
La voz apocalíptica de los altavoces ha enmudecido, en tanto el orador apura su vaso de agua.
»Nosotros no aseguramos hoy, no afirmamos el fin, la destrucción del mundo. El mundo proseguirá, pero en otro orden más justo. No podemos adivinar de qué medios se servirá Cristo para gobernar de nuevo el mundo. ¿Quién puede asegurar que no será una de esas guerras nucleares que cada día nos amenazan desde los periódicos? Lo que sí podemos afirmar es que los signos que se leen en Mateo, en Lucas, en las epístolas de Pablo, se van cumpliendo inexorablemente. Guerras; naciones contra naciones, reinos contra reinos; hambre, peste, miseria, terremotos; rebelión de los hijos contra los padres; los hombres cada vez más ávidos de placeres y dinero. La fe de las Iglesias se ha secado. Se nos dirá que son cosas que han sucedido siempre, pero a eso, nosotros contestamos: “No siempre coincidieron todas estas señales a la vez”. Hoy existen medios de borrar la vida de la faz completa de la Tierra. La mayor parte del mundo pasa hambre, y el cáncer hace más estragos que en los siglos pasados. El crimen, la violencia, la fornicación, nunca fueron tan extendidos ni feroces. Se deshacen las familias, se defiende el divorcio, los métodos anticonceptivos, el adulterio, la pornografía, de la que ha habido incluso un festival público recientemente en Dinamarca. Nuestra misma sociedad de consumo, ¿qué es sino la práctica descarada de un moderno hedonismo?
Otra pausa en el ardiente, absoluto silencio, hasta donde llega casi nítido el rumor del tráfico de fuera, un rumor que parece de pecado, de necia indiferencia, en contraste con aquella multitud silenciosa y atenta, temerosa y serena, orgullosa y humilde, ante tanta amenaza de destrucción y muerte. Pero es sólo, como antes, un minuto, un instante. De nuevo esa voz, unas veces violenta, otras tan mansa y queda, continúa:
»Sólo ellos, Testigos de Jehová, se salvarán, sobrevivirán a Armagedón: el día señalado y tendrán vida eterna, paz absoluta, salud, justicia y abundancia. Es preciso leer los Salmos, consultar a los Profetas. Llegará un nuevo Edén, un paraíso físico y espiritual que durará siempre después de aquel terrible día.»)
Y como si tanta amenaza comenzara a cumplirse, de pronto una sorda explosión hace añicos, polvo de cristal, el parabrisas del coche, que se deshace como una centelleante tela de araña, viniéndose abajo. Súbitamente los viajeros han quedado cubiertos de cristales diminutos. Un golpe de aire helado los envuelve. El amigo de Emilio ha frenado, echando, casi a ciegas, el coche a la cuneta en tanto el frío se vuelve insoportable. Los cuatro han quedado un instante en silencio; después comienzan a quitarse los fragmentos brillantes de encima y se oyen las primeras protestas, las del conductor sobre todo, acusando a un camión que se aleja retumbando, sin apenas enterarse de lo que a sus espaldas deja.
—La culpa no es del camión —explica la voz dura de Virginia—, es nuestra, por ir tan cerca de él, habiendo grava suelta en la carretera.
El amigo de Emilio no responde; continúa en su trabajo de acabar con la tela de araña, de arrancar los cristales que restan; luego por fin, murmura:
—¡Si me hubiera dejado adelantarlo!
—Había un cartel indicando que empezaban las obras.
—Sí; claro que los hay. Lo que no dicen nunca es dónde terminan.
El frío arrecia. Cada racha entumece aún más a los cuatro, a pesar del ejercicio que supone sacudirse una vez y otra los cristales que se pegan a la ropa, se incrustan en costuras y dobladillos, llegando a brillar, sin saber cómo, en los sitios más inverosímiles.
Se ha detenido un coche. Un matrimonio con un niño pequeño.
—¿Necesitan ustedes algo? —asoma el padre.
—No; gracias.
—¿Quieren que avise a los del Tráfico?
—No, gracias; ya nos arreglaremos. Procuraremos llegar a Zaragoza. A ver si allí nos ponen un parabrisas nuevo.
—¿Y si no nos lo ponen? —pregunta Virginia cuando el otro coche ya se aleja.
—Pues si no nos lo ponen, dejamos este allí —replica el amigo un poco violento— y seguimos en tren mañana. De todos modos habrá que hacer noche en algún sitio.
—¿Cuánto nos falta?
—Para Zaragoza, unos veinte kilómetros. Puede que un poco más.
—Allí tenemos amigos —media Emilio, como siempre—. No hay más que abrigarse, ir despacio y seguir. Pero no corras mucho, porque esto se convertirá en una nevera.
—Lo único a nuestro favor, es que no hay viento.
—Veremos cuando lleguemos a esos puertos.
—¡Si te empeñas en llamar puertos a eso…!
Fríos, de mal humor, como quien va a un suplicio, han entrado los cuatro. En cuanto el coche se acelera un poco, el mismo amigo de Emilio levanta el pie del pedal, antes de que empiecen las protestas. El suplicio se hace más soportable. Ahora las dos mujeres van atrás, con los abrigos y la manta vieja encima, la de las averías, y las bufandas tapando los oídos, anudadas fuerte bajo la barbilla. Emilio y su amigo, con las caras rojas, cortando con sus pómulos el viento, apenas abren la boca, ni siquiera miran cuando otros coches les adelantan o les siguen, extrañados de su paso lento.
De todos modos, son un poco injustos con este chico. Virginia sobre todo. No por lo que dice, que ya sabemos que tiene razón, sino por ese tono, porque después de todo, él se ofreció a llevamos y nosotros aceptamos. Nadie nos obligó, y la misma Virginia adelanta a veces cuando no debe y una vez se salió del camino. Ni Muñoz ni yo dijimos nada. Debería acordarse y olvidar esas palabras y ese tono, el tono sobre todo, a pesar de este frío tan horrible que yo creo que no nos deja llegar a Zaragoza. Ahora empezamos con ese puerto primero que avisan los carteles y la misma montaña nos abriga un poco. Veremos lo que pasa allá arriba, en lo alto. Pero así es la vida. No se deben cargar las culpas sobre nadie —predicaba papá—, y mucho menos sobre el más débil, y el más débil es ahora ese chico. La vida puede cambiar en un instante, se puede pasar en un momento a la presencia del Señor. Para eso estamos prevenidos. Hasta un trocito pequeño de grava nos puede llevar ante Él, sólo con que en vez de la cuneta hubiera estado el río como unos metros antes. El fin del mundo entonces sería para nosotros hoy el fondo de ese agua helada, sin necesidad de tantos cálculos y errores sobre la Biblia como explica nuestro amigo. ¿Para qué calcular tanto, como hacen los Testigos, si sabemos que nuestro destino está en manos de Dios, sin tener que esperar a esa fecha con un nombre tan raro? ¡Armagedón! ¡Qué nombre, aunque sea sacado del Libro Santo! Y qué frío en la frente, en los pies, en las piernas, en cada hueso, a pesar de la manta enrollada que llevamos. Emilio y su amigo han querido quitarse los abrigos. Dicen que ellos son hombres y lo aguantan mejor, pero nosotras no se lo hemos consentido. ¡Armagedón, qué nombre! ¿Será este para nosotros ese día? Sería tonto coger alguna enfermedad por algo tan absurdo como el cristal de un coche. Deberíamos parar en algún pueblo, tomarnos todos algo caliente y después intentar seguir, si es que ha salido el sol un poco, que lo dudo. Y si no, quedarnos a comer, que siempre reanima más y que, después de todo, ya casi es la hora. ¿Qué más da hacerlo aquí que en Zaragoza? Luego incluso hacer noche allí y mañana, en el coche o en tren, llegar a Barcelona. Total, el dichoso Congreso ese dura unos cuantos días. No vamos a morirnos por perder el primero.
El péndulo va y viene. Se acerca desde la boca abierta del gusano hasta la curva de la carretera donde aguarda el camión su carga de negro corazón, de piedra oscura y negra. Molina piensa que su demonio es no sólo un excelente capataz, sino también un mago. Dijo: «De esta semana no pasa», y antes de que el sábado llegara, rebosó por primera vez la vagoneta. El viejo había aparecido en la bocamina, agitando la boina en la mano a un lado y a otro, como los marineros al entrar en puerto, al cruzarse con otros barcos. Tal era la señal y Molina, a través de ella, había comprendido que su demonio, además de ser mago, era su suerte. Le iba a comprar unos vestidos más, le iba a dejar que se fuera con su madre por toda una semana, ya que su suerte estaba allí, modesta pero bastante para justificarse ante sí mismo, ya que no ante su hermano y los demás. El hermano había llegado y, en tanto el dueño del bar descorchaba unas cuantas botellas, iba explicando cómo la vida —es decir, los negocios— no era cuestión de fe, sino de saber, de experiencia en ellos, de saber en dónde se metía la cabeza. Habían brindado, charlado y animado a Molina para que bebiera. Nunca era tarde para aprender y eso animaba a llenar las tardes hasta la cena. Había tomado un sorbo. A pesar de la falta de costumbre, un sorbo no iba a sentarle mal y era preciso para entrar con buen pie en los nuevos tiempos. Esos tiempos —se decía Molina— preocupaban a su hermano más que el pequeño agujero de carbón, quizá porque bocas como aquella tenía muchas, al menos en proyecto, y hermano sólo una, o quizá porque la mujer seguía empeñada en buscar para él aquel camino recto.
Ha bebido un trago que le repugna, ha comido un poco, y ha seguido bebiendo a su pesar, para salir y alejarse hasta el río. Es un agua tan fría que sólo de sentirla se desea bebería; es como su demonio, como fue en un principio: sólo sentirle, verle, se pensaba en las largas horas que aún quedaban a la boca del horno, hasta la noche. ¿Qué será de la casa de adobes? ¿Cómo andarán las huertas, las viñas, la montaña? ¿Qué será de Muñoz y Martínez y Eloy? ¿De los demás Hermanos que no quiso recibir? Ahora que ya el carbón estaba allí, los recordaba más ahora que ya la nieve apuntaba en los altos. ¿Y las hermanas? Las dos: el halcón y su cría; la que nunca le habló después de que su demonio apareciera y la que al menos saludaba dando los buenos días, como cuando de chicos eran amigos, compañeros de juegos y de amores. Ahora, en tanto que vomitaba aquel vino que no debió beber, aunque ninguna regla ni ley se lo impidiera, sino sólo su cuerpo, recordaba a las hermanas y, lo que era más raro, a su mujer. Se sentía flotando en aquel pozo, en el fondo de aquella torrentera blanca que se precipitaba a sus pies tan hermosa y violenta. Se sentía vacío como cuando el demonio fue ignorando primero y quitando después los retratos de su mujer, igual que decían de la segunda de Sedano con la primera. Las dos fueron borrando, poco a poco, sus huellas. El demonio porque decía que no le gustaba ver caras de mujer a su alrededor, y la otra, la de Sedano, porque, según Martínez, las hijas no cesaban de preguntar por ella. Pero cuando al fin acabó por guardar todos los retratos, había sido como echar al mismo Sedano de la casa y las preguntas habían arreciado aún más. Ya las hijas no se contentaban con conocer su cara o su figura, se atrevían incluso a preguntarle a él que sabía más o menos lo que todos, lo que murmuraban a veces los Ancianos a la salida de las Juntas, o aquello que cualquiera podía adivinar en los años que vinieron tras la segunda boda y que le había hecho prometerse no volverse a casar, cuando él también, a su vez, se quedó viudo. Nunca hasta entonces, desde que se llevó consigo a su demonio, había vuelto a acordarse de estas cosas. Tampoco se acordaba del Señor, aquel a quien tantas veces había cantado, adorado, pedido salud, lluvia y fuerzas para el barro, con quien hablaba tan llanamente, como con su demonio ahora. Quizás este había venido a ocupar su lugar y por ello veía a aquel más en la casa, en la lluvia monótona que nutría la avena, en aquellas tormentas súbitas que alumbraban el cielo y la llanura con laberintos luminosos, los mismos que en las noches serenas recorrían despacio las estrellas. Ya el Señor no estaba allí, no lo veía en parte alguna, ni en aquel río que le arrastraba ahora, ni arriba en el trabajo, ni de noche en los brazos del demonio, ni en aquellos deseos vagos de no despertar nunca, de ser otro demonio más, de que el río llegara a alguna parte, a algún lugar que él no era capaz de imaginar, pero que en nada debía parecerse al resto de su vida.
Había alzado la mirada hacia aquel corazón que de aquella manera se vengaba, hacia aquel cable, tenso ahora, donde gemía el viento, hacia los cánticos del bar que, como de costumbre, le recordaban otros. Su demonio tenía razón: nadie daba nada sin pedir nada a cambio, y a cambio de su suerte, de su pequeña suerte, al pie del oxidado murallón de piedra, él vagaba en el fondo del río, dejándose llevar como los haces de mimbreras, cada vez que en la sierra llovía, dejándose arrastrar por su demonio, que lo alzaba en su cuerpo a la noche, para hundirlo después en su velada y pequeña sombra. En sus tibios y largos caminos, en su pelo, sus dientes y sus uñas, era a veces un demonio lejano, otras voraz, que le llenaba, al despertar, de un odio, de un rencor hacia sí mismo que era preciso expulsar, vomitar, echar fuera de sí, igual que aquella bilis que ahora, a sus pies, deshacía la corriente entre las lávanas.
Aquel péndulo, ahora inmóvil y pesado, indicaba que había cambiado al Señor por su pequeña suerte y su demonio. Ahora que aquel viejo vagón iba a recorrer su camino más despacio, el hermano cumpliría su promesa, repartiría a cada uno su tanto por ciento, y quizá cuando la veta terminara no le dejara allí, le llevaría a otras bocas, a otras vetas mejores, junto a pueblos más grandes, ríos mayores, allí donde estos, fugaces y rápidos, se serenan, concluyen.
Ahora llegaba una sombra que preguntaba a sus espaldas:
—¿Todavía estás ahí? ¿Estás malo todavía?
—No; ya casi bien.
—Ya te decía yo que no bebieras.
—¡Qué iba a hacer! Hay que celebrarlo, ¿no?
—Sí, claro, pero no de esa manera. Anda, levántate.
—Sí, mujer, ya me levanto. Además, me estoy quedando frío.
—Es que está empezando a nevar.
Su demonio exageraba. Sólo a la tarde, días después, llegaban los esponjosos cristales del cierzo, pero el sol aún era capaz de disolverlos. Ahora que el péndulo iba a mudar su suerte, no iba a nevar tan pronto, mucho antes que otros años.
—Oye —ya volvían a casa—, he pensado que me voy con tu hermano. Así me ahorro el coche.
—Está bien. ¿Llevas dinero?
—Cogí un poco.
—¿Cuánto tiempo te piensas estar?
—No lo sé. Tres o cuatro días todo lo más.
—Bueno; diviértete.
Y al decirlo, dudaba, como siempre, de lo que en realidad deseaba, si quería que su demonio volviera o no, o que emprendiera un viaje con el hermano, hasta el Infierno, definitivamente. Había vuelto al bar a despedirlos, ante los ojos maliciosos de los otros, pero él sólo sentía aquel cuerpo suyo maltrecho y vil y escuchaba aquellos cánticos de siempre y acechaba más tarde aquellos copos espesos, al otro lado del cristal de la ventana, y oía la voz de ese río que en la noche le llamaba, que le arrastraba, en sueños, a lugares desconocidos y remotos, a aventuras angustiosas, alegres, obscenas, igual que cuando niño, y que le era imposible de recordar después en los largos silencios al pie del cable, aguardando la descarga de aquel péndulo, junto a la camioneta.
Aquel año nevó más que nunca; se presentó más frío que ninguno. Se llegó a helar incluso el surtidor del jardín, cosa que hasta entonces ninguno recordaba, y el Páramo fue como una gran costra de hielo punteada por las manchas oscuras de las viñas. No vino correo en muchos días, ni tabaco, ni fruta, ni el plomo para el barro. Fue un invierno muy duro y muy largo, sin poder siquiera sacar a los animales hasta la fuente. Los hombres tampoco pudieron abrir paso en el camino que llevaba hasta la carretera comarcal, ni siquiera a fuerza de vino caliente, y tuvieron que volverse, cansados, ateridos y maltrechos, por aquel viento que se alzaba de la nieve. Las nubes bajas, el sol sin conseguir romperlas. Todo en torno era un telón oscuro, un fláccido edredón igual que aquellos tan pesados, macizos con que la madre abrigaba por la noche a las muchachas. De día, allá estaban las dos, mirando, desde detrás de los cristales, el chorro helado del verde surtidor, aguardando a que rompiera su funda de cristal dando fin de una vez al invierno, acechando el mullido caminar de algún paisano solitario, con su cubo en las manos enfundadas, camino de la fuente a por agua para sus animales. Un día, la funda de cristal amaneció fundida y desde entonces, en los años siguientes, nunca más se volvió a congelar, nunca más volvió a nevar como entonces e incluso el frío fue menguando cada año. Había sido una dura y memorable despedida. Apenas hubo reuniones de oración, ni bautizos, ni —se diría— entierros. Sedano sólo asistió a los cultos de su capilla y pasó el tiempo casi constantemente en casa, al lado de la estufa, leyendo aquellos libros de divulgación científica a los que no había perdido la afición, aún después de cerrada la escuela. También repasaba sus lecciones a las dos muchachas, sobre todo el francés a Virginia, a la que pensaba enviar con una beca al extranjero, mas parecía haber perdido sus ímpetus antiguos y a veces, con el pretexto de la nieve, las campanadas de las diez le llegaban metido con sus libros en la cama. Aquello no había sucedido antes de aquel invierno, ni lo de dormir solo en una habitación aparte, para poderse dedicar a sus lecturas nocturnas sin molestar a nadie.
Cuando la carretera quedó libre, más por sí misma que por el trabajo de todos, la primera revista que para él llegó de Madrid insertaba un anuncio de la Federación Británica Continental para la abolición de la prostitución, ya se tratase de legal o tolerada. La conferencia correría a cargo de una condesa de apellido inglés parecido al de Cecil. Se abriría con una introducción sobre sus obras, para luego pasar a la conferencia en sí, que se titulaba: «Las dos morales: la de los hombres y la de las mujeres».
Fue por entonces cuando Virginia preguntó al padre qué cosa era eso de la prostitución, y la madre quiso prohibirle que respondiera y que en adelante dejara leer sus revistas a las niñas.
»—En primer lugar, no son niñas ya, y en segundo, todo buen cristiano tiene, como primer deber, responder la verdad cuando se le pregunta.
»—Pues podrías esperar unos años más.
»—No veo la razón.
»—Ya lo discutiremos luego.
»—Yo creo que estas cosas nunca deben discutirse a escondidas.
Y al final vino la respuesta del padre. Aquello que Virginia preguntaba, podía entenderse en sentido real o figurado. Figurado, quería decir degradar, envilecer, echar a perder o profanar alguna cosa. En cuanto al sentido real, y a fin de no provocar las iras de la madre, ya se lo explicaría con el tiempo.
Pero no hacía falta aclaración ninguna. Bastaba con abrir el diccionario del padre, con ocasión del primer viaje, un día que la madre las dejara solas. Prostituir significaba: «Abandonar alguna persona impúdica y torpemente su cuerpo, su honra, etcétera. Envilecer una mujer su pudor y su hermosura, convirtiéndola en objeto de liviano tráfico». Prostituta era aquella mujer perdida que se entregaba a la liviandad y al desorden, satisfaciendo los deseos lascivos de uno o más hombres, por remuneración.
Allá, al final de aquel invierno tan frío, lo que más preocupó a las dos fueron aquellas palabras finales de «uno o más hombres». Lo que más inquietaba a Margarita, sobre todo, era aquello de que pudieran ser varios, sin saber hasta cuántos podría llegarse en el pecado. Además no entendían que aquel mismo diccionario, unas páginas más adelante, explicara que remuneración era: «recompensar, premiar, galardonar, agradecer retribuyendo». Así pues, un pecado —tal vez de los peores— podía ser recompensado, premiado, digno de galardón o agradecido. Eso no lo entendían. Virginia, como siempre, echaba la culpa al diccionario, escrito y publicado por los del mundo y no por los Hermanos, mas cuando Margarita preguntaba por qué entonces el padre lo había comprado y a veces lo consultaba en su despacho, callaba o respondía, como la madre, que el padre era el padre y ellas dos niñas todavía.
—Pero tú te has venido a leerlo también.
—Por curiosidad nada más. Y ahora que ya lo sé, del mismo modo estoy dispuesta a olvidarlo.
Así hablaba ya Virginia de pequeña, pero ya entonces había aprendido a conocerla. Una cosa era hablar y otra olvidar, como decía. Al menos a ella le resultaba más difícil. Todo lo del pecado, lo de ese pecado, ya lo sabían, porque en los pueblos, por muy aparte que se viva, son cosas que se aprenden pronto, se ven, se escuchan, no pueden ignorarse. Todo ello lo sabían y lo que no, lo aprendieron de los chicos que, a veces, nada más verlas, se acercaban a decir, a susurrar o de lejos, a voces, a gritos. Era una sensación rara, entre la angustia y el placer, sentirse perseguida, acosada, recordar más tarde esas palabras, hilvanarlas, interpretarlas, y arrepentirse luego para volver a empezar al día siguiente.
«Recompensar, premiar…; por uno o varios hombres…» Uno podía ser —nadie está libre de una mala caída—, pero varios debía ser como desdoblarse, como ser varias mujeres a la vez, no ser siempre la misma; era difícil imaginarlo y por tanto entenderlo. Y, sin embargo, esas mujeres múltiples, distintas cada vez, existían, no sólo en aquel diccionario del padre, sino allá en la pequeña capital, incluso en la misma calle apartada de la capilla, en aquel bar frontero, entre aquellos hombres que miraban al padre y los demás como ellas mismas a los gitanos que aparecían por la primavera con ojos divertidos y soñolientos. El bar había ido cambiando, año tras año, y las mujeres del interior, poco a poco, desapareciendo. Lo que aún persistía era la curiosidad de vecinos y clientes en ocasiones de los entierros y las bodas, aunque en las bodas menos. En los entierros, entre Hermanos parientes y mirones llenaban la calle y a veces, sin querer, impedían la partida del coche. Ahora había menos curiosidad, más respeto. Los del mundo se limitaban a mirar en silencio y, una vez en marcha la comitiva de Hermanos, un poco orgullosos de su notoriedad fugaz y de sus coches nuevos, aquel público inmóvil comenzaba a disolverse, en tanto arriba se iban cerrando las ventanas.
Todo había cambiado, era verdad, no sólo las mujeres aquellas, sino hasta los pecados, como el amigo de Emilio intentaba explicar en la diminuta sala de estar de aquel modesto hotel de Zaragoza.
—Lo que sucede es que los cristianos de hoy, tienen de los pecados una opinión muy particular. ¿Quién de ellos tiene conciencia de la injusticia del mundo, por ejemplo, del dolor, de la miseria?
—Nosotros sí la tenemos —replicaba vivamente Virginia—. Gracias a nuestras Misiones, somos los más numerosos en España. Después de los católicos, claro…
—Pero España tiene treinta y tantos millones de habitantes.
—¿Y qué vamos a hacer, emisiones por la radio?
—Eso yo no lo sé —concluía el amigo un poco fatigado y molesto a la vez por su acento y también por el de Virginia—. No estoy seguro. Lo que sí sé es que el único Seminario Evangélico que se mantiene a medias, es el de Barcelona, y otro Bautista que había, tuvo que cerrar.
—¿Por qué?
—¿Por qué va a ser? Por falta de vocaciones. Y en Madrid cerró también el Hogar Bíblico; y el Seminario Teológico tiene en estos momentos tres estudiantes. ¿Es verdad, Emilio, o no?
—Es verdad. Tiene cuatro exactamente.
—Y lo mismo sucede en otras partes, en otros países donde hasta hay que jurar ante los tribunales para salirse cada uno de su Iglesia.
—Bueno —replica Emilio—, pero hay que tener en cuenta que en esos países que tú dices, cada cual paga a su Iglesia el diez por ciento de sus impuestos, porque el Estado no les da ni un céntimo.
—Pero no es cuestión de economía. Es algo que no queremos explicar.
—O que no podemos…
—Puede que las dos cosas. Pero hay ciudades en Alemania, por ejemplo, donde se dan de baja al año dos mil personas, el doble que en el año anterior, lo cual quiere decir que la cosa va a más, que crece todavía. Es una indiferencia cada vez mayor, son ganas de acabar con una situación, con algo a lo que sólo de nombre pertenecen.
Quizás este amigo de Emilio fuera a tener razón. ¿Cuántos rostros desconocidos, nuevos, descubrían en cada Misión, en cada una de aquellas remotas capillas? Quizás alguno, fugaz, pasajero y casi siempre allá en la capital, pero en el Páramo siempre los mismos, más viejos cada día, entre los que paulatinamente iban faltando alguno que otro, camino del cementerio, donde de nuevo se permitía enterrarlos. Quizá los dos amigos tuvieran su parte de razón. No eran tiempos como aquel lejano de la nieve, ni aquel año del cólera ni el otro tan aciago que trajo la langosta. ¿Cuánto tiempo hacía que faltaban bautizos? En cambio, los Testigos de Jehová —aseguraba la hija de Muñoz— habían bautizado casi dos mil en su último Congreso, no en España, claro, pero a pesar de todo, su influencia se notaba, sobre todo en los jóvenes.
—Son como los cristianos viejos, pero no son viejos; no se sientan a decir: «Señor, Señor…», sino que provocan con su actitud las conversiones, como hacían los cristianos antiguos.
—Así alguno llevaba ya tres años en prisión, nada al lado de otro de Barcelona que ya iba para nueve, por negarse a prestar servicio militar.
—Primero les condenan a dos años, para que se lo piensen. Luego los sacan y, si se siguen negando, los vuelven al penal por otros tantos.
—Y así, ¿hasta cuándo?
—Hasta que el Señor disponga. O hasta que salga, según dicen, una nueva ley militar.
Y lo había dicho en un tono tan firme, tan seguro que Margarita ya sabía desde entonces que los Hermanos contaban poco para ella. Lo que no se atrevía a prever era la reacción del padre cuando, a su vez, lo descubriera, aunque la hija quizás esperara todavía.
Pero el amigo de Emilio no veía tan fácil ni tan próxima aquella nueva ley militar. Su mejor suerte —decía— en estos casos es que les toque un oficial que les entienda y les mande a servicios auxiliares.
—Bueno —añadía el amigo—, ellos ya saben de eso.
—¿De qué?
—De prisiones y penales. Ya en el dieciocho encerraron en Estados Unidos a sus jefes principales porque las otras Iglesias se ofendieron, al acusarlas de interpretar mal las Escrituras. Les condenaron nada menos que a ochenta años, que son unos pocos más que nueve.
—¿Y qué pasó? —pregunta Margarita.
—Pues que al final salieron absueltos y desde entonces no han dejado de crecer.
—¿Y eso de no dejarse hacer transfusiones? —preguntaba Virginia a su vez.
—Ah, sí… Ellos lo justifican todo con la Biblia en la mano. Incluso la integridad personal.
—Pues a mí me parece absurdo.
—Bueno —mediaba Emilio, medio dormido ya—. No hay que tomárselos así, a la ligera. Puede que, según nosotros, en alguna cosa se equivoquen, pero en tiempos de Hitler diez mil de ellos murieron y eso: ser capaz de morir por lo que uno defiende y cree es de las pocas cosas todavía respetables.
—¿Tú también sabes tanto como tu amigo de ellos?
—Sé exactamente lo mismo que él.
—¿También estuviste en ese Congreso?
—No estuvimos ninguno de los dos —se ríe por primera vez, después del accidente—. Agustín y yo lo leímos en el mismo informe.
Entonces se llama Agustín, Agustinillo, como el chico aquel que se asomaba entre los barrotes cargados de carámbanos. Tanto tiempo allí, inmóvil, ¿en qué pensaría? Le veíamos venir, llegar con los otros chicos, camino de la fuente, a romper el hielo con las palas, pero él se quedaba allí parado tanto tiempo, mientras nosotras le mirábamos también desde detrás de los cristales. ¿Qué miraba? ¿Qué esperaría allí si no era de los nuestros? ¿Qué habría oído contar de nosotros? Quizá, como decía mamá, pensase, como tantos, que la nuestra era una casa de demonios.
»—¿Todavía está ahí?
»—No te asomes, espera.
Y era un guapo muchacho, a pesar de esas ropas que ponen a los niños en invierno, que entonces eran las de los padres cuando se hacen viejas o las de los propios niños, cuando se hacen más viejas todavía. Por mi gusto le hubiera abierto, le hubiera hecho pasar igual que aconsejaba papá, igual que, según dicen, aconsejaba Cecil en sus tiempos. Le hubiera hecho pasar, sobre todo aquel invierno del surtidor helado, silencioso. Aquel año le quise hacer pasar, quise salir al jardín blanco sucio y helado o preguntarle al chico qué quería, pero Virginia me agarró por la muñeca.
»—¿Dónde vas? ¡Tú no estás bien de la cabeza!
Y yo creo que sí, que estaba bien, aunque sentía en el brazo aquella mano que me asustaba un poco, por el daño que hacía y por su cara también, como un pájaro de esos que vuelan altos y dan vueltas, horas y horas, sin moverse en el aire y que un día papá me enseñó en su libro de lecciones de cosas.
»—Tú no sales. Es papá quien tiene que salir.
»—Pero, ¿por qué?
»—Porque tú no eres más que una chica.
Bueno, él también era un chico y de nuestros años, de los míos, al menos, y papá decía que a los del mundo había que abrirles siempre nuestras puertas, sobre todo si venían en son de paz, como aquel muchacho parecía. Pero no pudo ser, hubo que esperar hasta sentir que su mano se aflojaba, esa mano que ahora asoma, a pesar de este frío tan negro, por encima del embozo de la cama. Es como si apenas lo sintiera, es una mano tan larga y tan bonita que debería haber aprendido a tocar bien el armónium, como míster Baffin, o la guitarra como el amigo de Emilio, este Agustín, o no sé, dedicarla a algo fino y elegante. Y, sin embargo, es una mano, son unas manos fuertes aunque a veces demasiado inquietas, violentas como aquella vez, cuando la bofetada. Ahora descansa tan blanca como una mancha clara sobre el abrigo que se ha echado encima de la ropa de la cama. Hace frío, casi tanto frío como entonces y ahora estamos juntas las dos también, como en aquel invierno, juntas las dos en la misma alcoba, Virginia medio dormida, como siempre, y yo tiritando. ¿Nevará fuera? ¿Quién es capaz de levantarse si no hay calefacción o la quitan o la bajan por la noche? Puede que esté nevando. Puede que nos toque quedarnos aquí una semana o un mes, cualquiera sabe. Así, a oscuras, se piensan cosas que nunca ocurren o que sí pasan, cómo morir y así, cómo acabar la vida, una vida que es peor si se enciende la luz, si llega a verse este cuarto con la bombilla arriba y ese armario tremendo y ese horrible lavabo. Quizás esté nevando pero Virginia no lo sabe, no piensa en ello, tan solo duerme ahora. Luego vendrá esa voz, esas vueltas en la cama de su cabeza, que es como un reloj al que dentro no le funciona bien alguna ruedecita. Entonces el genio se le escapa, como con ese Agustín-Agustinillo o conmigo, a veces, en la forma en que me trata. Con quien nunca le pasa eso es con Emilio. Bien es verdad que con él resulta más difícil, imposible, ya que no da ocasión de discutir como Muñoz. En cambio con míster Baffin ya tuvo, en ocasiones, sus roces.
Hace frío y lo malo es el tiempo, la noche que falta todavía. Sólo queda esperar, aguantar, encogerse debajo de las mantas tan flojas y pensar, acordarse de la discusión del coche, de lo que Agustín decía en contra de Virginia. ¿Será verdad que hay cristianos ateos? ¿Cómo puede ser eso? ¿Cristianos que ya no buscan al Señor ni aquí en la Tierra, ni allá arriba, en el Cielo?; ¿que sólo buscan dar testimonio, acabar con el mal en el mundo y con la desigualdad y la injusticia? «¿Qué haremos, dónde iremos sin la fe?» —preguntaba Virginia, y Emilio, como siempre, se callaba y miraba más allá de la ventanilla, cualquiera sabe qué, puede que el fondo de su propia conciencia—. Luego, al fin se volvió para citar esas palabras de no sé qué americano, que parecían como un retrato de mí que yo no conociera: «Busco a Dios dentro de una noche tan fría y oscura como pueda ser la de cualquier incrédulo». En esa noche fría y oscura estoy yo, en todos los sentidos, mientras Virginia aquí, en la oscuridad, sigue con ese continuo estremecerse que acaba casi siempre en un suspiro. «Busco a Dios en una noche oscura y fría… Se le puede conocer, se puede llegar hasta Él, a través del amor, enamorándose, a través de una enfermedad, a través del pecado, incluso…» La fe sin dudas de ninguna clase —dice—, es cosa de dogmáticos, y uno de esos debe de ser Virginia. Ahora querría no haber venido aquí, no haber hecho este viaje. ¿O no? ¿O es como las peleas con los chicos del mundo, que dan miedo de pequeña y a la vez las estás deseando? ¿Como el muchacho aquel, pegado a los barrotes, aquel día que conseguí abrir la puerta de la casa y me fui, poco a poco, acercando hasta donde él estaba, pisando aquella nieve sucia que aún llenaba el jardín por todas partes?
Me iba acercando y, dentro, el corazón se aceleraba cada vez más, tanto costaba seguir adelante por culpa del corazón y de los nervios como por culpa de aquel hielo tan sucio y traicionero. Era un piso que había sido blanco y ahora estaba tan manchado como el alma de muchos, según decía mamá. Era difícil caminar por él —lo mismo por el mundo— hasta que, una vez vuelto el tiempo bueno y llegada su hora, comenzaran también a abrirse los capullos y las flores, es decir: la Vida Verdadera.
Y mientras tanto, yo, por aquel valle sucio y desolado, caminando a encontrarme con el chico aquel de los ojos azules con un punto dorado en el medio, caminando con más fatiga cada vez, como si aquel pequeño trecho hasta la verja se alargara con el peso de la nieve en los pies y el miedo a que mamá o Virginia se asomaran de pronto a mis espaldas.
Pero así y todo, allí estaba, frente por frente al chico.
»—¿Qué quieres? —le pregunté, recuerdo.
Pero él no contestaba, sólo miraba, como si a través de mí viera el jardín entero y quién sabe si la casa detrás con mamá y Virginia.
»—¿Qué haces? ¿Qué quieres?
Y era como la figurita que sostiene el surtidor, así de quieto estaba, sin moverse apenas, sólo mirando.
»—¿No quieres nada? Di: ¿cómo te llamas?
»—Agustín, Agustinillo.
»—¿Y qué haces por aquí?
»—Nada. De veras que no quiero nada.
Y ya antes de que me volviera hacia la casa, él corría cuesta abajo con los otros, arriesgándose a romperse la cabeza en las costras de hielo que aún quedaban donde el sol no llegaba por el abrigo de las casas.
Me volví, sacudiendo la nieve de las matas de boj, intentando espantar así las semanas de invierno que todavía quedaban desprendiendo los últimos carámbanos del surtidor, sin atreverme a chuparlos, por aquello que papá nos contaba del tifus que estaba dentro de ellos. Así llegué a la puerta, la empujé y, al tiempo que cedía, nada más entrar sentí la bofetada de Virginia.
¿Por qué? ¿Acaso había malicia en preguntar, en ver al chico? ¿Era pecado mío? Mi conciencia, bien tranquila que estaba. Yo no había ofendido al Señor en modo alguno, ni siquiera en pensamiento, y a Virginia mucho menos.
Y Virginia anduvo como huida una semana al menos, como ausente, con su Biblia en la mano, sin murmurar palabra, como si la ofendida fuera ella. ¿A qué venía aquello, aquel castigo injusto? Nunca quise decírselo a papá, pero ella, ¿en qué pensaba entonces, que nunca volvió a mirar la nieve desde la ventana? ¿En qué pensaba entonces? ¿Qué cosas sueña ahora? Tú, Cecil, debes saberlo. Dime: tú, ¿qué piensas de mi hermana Virginia, de sus palabras, de esos hilos que dentro de su cuerpo mueven de pronto bruscamente sus brazos o sus piernas y hacen girar su cuerpo entre las sábanas? ¿Qué piensas, di, de los dos hombres que vienen con nosotras, que duermen aquí al lado ahora, que han estado de charla tanto rato, a pesar de las fatigas del viaje? ¿Cuál de los dos te parece mejor? ¿A cuál creerías antes? ¿Con cuál de ellas te casarías si llegara el caso? Tú callas como Virginia, pero algún día me dirás a cuál de los dos se parecía realmente papá. Algún día me lo dirás, estoy segura. Mientras tanto, mientras Virginia y ellos dos duermen, tú estás ahí, unas veces alegre y otras, igual que en tus retratos, melancólica.
Del altavoz angosto, escondido en la pulida caja de madera, de la radio oscura y antigua, cubierta con su pañito de ganchillo, llega un murmullo que se va alzando, concretando, hasta convertirse en un coro de voces. Es un himno que parece una marcha en la que los compases se confunden y la letra no se llega a entender; sólo algunos retazos sueltos. Luego vienen unos golpes de gong que vibran largos, espectaculares, en el silencio de la sala repleta de folletos, hasta apagarse en los estantes combados por el peso excesivo de los libros. Una vez los ecos se han extinguido, surge la voz del locutor, una voz con acento sudamericano:
«Te invitamos a escuchar: Momentos de Melodía, un espacio creado por la Comunión Bautista Independiente para refrescar tu vida espiritual y compartir contigo un poco de la verdadera felicidad.»
Es una voz que recuerda a la de los doblajes de los telefilmes, pero el Hermano Muñoz no puede saberlo, ni tampoco su mujer, que ha llegado sin hacerse apenas notar, como siempre. Ninguno de los dos puede saberlo porque nunca quisieron comprar el aparato. No lo juzgan beneficioso. La radio es distinta: entra por el oído y no precisa de tanta atención, permitiendo al tiempo realizar otras tareas. Además sólo en ella pueden escucharse emisiones como estas.
«Al que no conoció el pecado, lo hizo mártir, para que nosotros fuésemos justicia de Dios en Él. Fue la hora más oscura de toda la Historia, pero paradójicamente, fue también la hora más brillante.»
El Hermano Muñoz ha suspendido definitivamente la carta que mensualmente dirige a los Hermanos de Madrid. La ha dejado como un descanso y, como un descanso también, mira, más allá de la ventana, los balcones cerrados de la casa frontera, del hotel recientemente construido, o los propios cristales donde el calor de la habitación va condensándose, transformándose en lágrimas. Ahora, del altavoz, surge una voz suave aunque engolada, como de un tenor de ópera recitando su parte. Mas el Hermano Muñoz tampoco puede reconocerlo porque nunca estuvo en la ópera durante sus breves, aunque numerosos, viajes a Madrid o Barcelona.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Fue la hora más oscura de toda la Historia, porque la bajeza, el odio y la perversión del ser humano fueron puestos de manifiesto de la manera más cruda y repelente. Nías también significó la hora más esplendorosa porque el amor de Dios resplandeció en ella de manera inusitada e inefable.»
La mujer de Muñoz ha acercado su mesa hacia la radio, olvidando también sus prisas allá adentro, en la cocina, y como una respuesta lejana, a través del altavoz, es ahora una voz de mujer la que, con idéntico acento que las otras, llega hasta la habitación donde ya es preciso encender la luz eléctrica.
«El Gólgota va rayando la noche con su negro carbón. Ya se encienden las estrellas. Por el Calvero asomó la luna su alabastrino fanal. Las golondrinas arrancan las espinas del Señor. Una voz de llanto y miedo que en el monte retumbó, clama: ¡Verdaderamente este era el Hijo de Dios!»
Fuera, en la calle, las parejas se rezagan, atentas al reloj de las Casas Consistoriales y sus odiosas campanadas de las once. De todas formas, los últimos años han traído este respiro de una hora después de que las diez rigieron durante tantos años; pero una hora apenas significa nada si se compara con esos otros cambios que incluso hasta aquí llegaron y que sólo para algunos de los hijos de los Hermanos no cuentan. Antes, no había sino el paseo o el cine o los tediosos sofás del Casino para los hijos de los socios. Ahora, desde que el hotel se inauguró, con su sótano para la juventud, la vida de los chicos cambió radicalmente, sobre todo porque otros les imitaron. El pequeño salón en tinieblas se llena, y aún el portero galonado tiene que detener a un montón de menores suplicantes que nunca consiguen entrar hasta cumplir la edad reglamentaria, porque de cuando en cuando, algún que otro domingo, aparece por la sala un inspector que pide el documento al azar a los más jóvenes. Así, afuera, aguarda el grupo de los desencantados, como si allí mismo esperaran a ser grandes, admirando la entrada en ese mundo que nunca han visto pero que oyeron describir cientos de veces, que se inicia en la escalerilla forrada de rojo, tapizada de fotos de cantantes, por la que suben, amortiguados por la guata y las alfombras, los flecos, las migajas de esa fiesta que abajo truena, salta y palpita, agitando su pequeño subterráneo de sombras que, como Cenicienta, a las once de la noche, debe cambiar de forma, de vestido, de rostro, y volver apresuradamente a casa tal como son, tal como fueron antes, tal como creen y los desean sus padres.
Mas abajo, en el sótano, donde se alzan o mueren o se agitan las sombras, las campanadas odiosas no se oyen y es la orquesta la que debe avisar con un súbito rugir de sus trompetas, parecido al de sus antecesores en aquellas verbenas de los pueblos, anunciando la hora de la cena.
Ese rugido, casi lo único que llega hasta la habitación del Hermano Muñoz, le molesta sobre todo cuando coincide con la voz de la radio, que entonces, tras la siguiente ráfaga musical, continúa:
«El Calvario se levanta en el centro de la Historia de la Humanidad. Todas las sendas divinas que Dios fue abriendo en la Antigüedad, conducían allí. Todos los surcos que hoy Dios todavía abre, arrancan de aquel lugar. Allí, sobre la Cruz, todo el pecado de los siglos fue colocado sobre el corazón puro del Hijo de Dios, en el momento en que aceptó ser el representante de la Humanidad, y la Salvación fluye de la Cruz en beneficio de toda alma creyente. Eso es el Evangelio, esta es la gran noticia, la mejor noticia que el mundo ha oído jamás.»
Chicos y chicas se despiden, ríen, tiritan y se llaman, se dan citas, teléfonos; alborotan casi más que el rugido de la orquesta. Su presencia abajo, a la salida de la fiesta, estropea a Muñoz esa hora de la radio. No los ve pero imagina, repetidos de otras veces, esos besos prolongados hasta la exhibición, ese alejarse despacio, estrechamente enlazados por la cintura como defendiéndose de un frío cien veces más duro. Y todo ante los otros, los menores, los que no consiguieron entrar, los que ahora se incorporan al cortejo como dando a entender que ellos ya tienen algo que ver con lo que abajo sucede, con esa música que nace del subterráneo cuya puerta, dentro de un año o dos, acabará franqueando para ellos el portero galonado. Abajo, en tanto, la orquesta baja el volumen para que descansen dos de los cinco muchachos que la forman y cambia el ritmo a otro más lento que es casi como el de la radio de Muñoz, donde sólo el piano preludia una barcarola.
Si la luz del sol se oculta
y vacila en mí la Fe,
mi plegaria elevo y clamo.
Cristo mi piloto sé.
Mi piloto irá conmigo
y de nada temeré,
no me espanta el mar furioso,
sólo en Él confiaré.
Cuando llegue a la ribera
de la patria celestial
me dará la bienvenida
mi piloto celestial.
Una ráfaga de viento borra en el altavoz las últimas estrofas. Tras ellas vienen gritos de multitud que suenan a película histórica, de romanos, pero ni Muñoz ni su mujer pueden saberlo tampoco porque hace mucho que no van al cine. Antes, de novios, cuando podía tener más interés, estaba en el fondo el miedo, un poco de prevención a encontrarse con otros Hermanos, a sentirse a la vez reos y encubridores o testigos de algo con lo que no acababan en su interior de estar conformes. Ahora, desde que se inauguró el hotel frente a su casa, quizá por idéntica razón, tampoco Muñoz se asoma, cuando desde media tarde los jóvenes se amontonan a la entrada. Puede que sea verdad, quizás lo que se oye, en ocasiones, murmurar a la salida de las Juntas resulte cierto y algunos de los hijos de los Hermanos van por la mañana a la capilla y por la tarde al hotel del portero de uniforme. A pesar de lo rápidas que corren esas noticias, sobre todo en una ciudad pequeña como aquella, ¿qué hacer si llegara a reconocer a alguno? ¿Decírselo a sus padres? ¿Acelerar posiblemente su ruina? ¿Empujarle quizás a dejar del todo la capilla? Mientras acudan a los cultos, siempre cabe la esperanza del matrimonio, del tiempo que les haga más responsables, y mientras, no mirar, no escuchar esas voces que llegan de fuera, sino la voz de dentro, del altavoz, aunque no pertenezca a los Hermanos, aunque otros la critiquen por venir precisamente de otra Iglesia.
«La muerte de Cristo fue distinta de la de cualquier otro hombre. Cristo pudo haberse librado de aquella crucifixión horrenda, pero la aceptó a sabiendas, como la voluntad divina para la salvación del Hombre. Así dijo: Padre, si es posible, pase de Mí este vaso, empero sea no como Yo quiero sino como Tú deseas.»
Una nueva ráfaga musical llena la sala, donde los dos esposos, en silencio, apenas se miran, no parecen verse, como si meditaran en la soledad de su capilla. Quizá rezan a su modo, como otras Comunidades que el Hermano Muñoz conoce; quizá piensen, como ellas, que un buen cristiano no necesita de otro templo que su propio lugar, su propio cuerpo, porque Dios está en él como impulso que anima toda la Creación, y el único modo de comunicarse con Él es el silencio. Quizá los dos, marido y mujer, estén celebrando sin saberlo su propia ceremonia de silencio, como los cuáqueros, cuya gran libertad para interpretar los Libros Santos conoce Muñoz a través de un libro que trajo inevitablemente Emilio en uno de sus viajes. A fin de cuentas, mucho mejor es el silencio como oración que gran parte de las palabras que se oyen en tantas capillas, como conoce a través de sus Misiones. Así piensa cuando le llega el turno de hablar en el culto; a veces está incluso dispuesto a renunciar, pero lucha y consigue siempre apartar tales ideas de sí y acaba por decir su oración o explicar los versículos propuestos. Mas cuando está a solas, en su cuarto repleto de papeles, le gustaría quedar así, en silencio con su mujer, durante mucho tiempo y sólo lo consigue paradójicamente con ayuda de esa voz amiga que viene de la radio.
«Los críticos incrédulos dicen que en aquel instante Jesús tuvo miedo y que se resistió ante la terrible perspectiva de la muerte, pero tales suposiciones demuestran una total ignorancia del verdadero significado de aquella hora. Lo que Jesucristo contemplaba con horror era la perspectiva de sentir la ausencia del Padre. Jesús estaba experimentando algo mucho más terrible que el dolor del cuerpo clavado; estaba viviendo la ausencia de Dios, el desamparo del Cielo.»
Ceremoniosas, sonoras, profundas, llegan desde la calle, desde su tramo más alto, junto al reciente parador, desde la desierta plaza del Ayuntamiento las campanadas de las once, las tristes, las odiadas, que en las calles vecinas, ya lejos del hotel, más arriba de la biblioteca pública donde trabaja Margarita, aceleran la carrera de los jóvenes. Y la biblioteca, a oscuras, cerradas puerta y ventanas con sus ya oxidados cierres metálicos, parece guardar, más que un par de ficheros y unos cientos de libros, algún viejo tesoro, más que viejo, olvidado.
(—Cuando la señorita se nos marcha, es como si la sala se quedara vacía.
—Sí; es verdad —la directora mira a Arturo por encima de sus lentes, que con él no se molesta en quitar. En realidad la sala está tan vacía como helada, salvo dos muchachos que, lejos de las ventanas, hojean sus libros sin apenas quitarse los abrigos.
—Habrá ido a alguno de sus viajes…
La directora no responde; cambia de postura en torno al brasero e intenta olvidar a Arturo, en pie, calentándose también al otro lado de la mesa. Por fin se arrepiente de su silencio inútil, alza los ojos y se decide a responder:
—Se ha ido a Barcelona.
—¡Cómo esta vez no la mandó ninguna postal!
Y señala la mesa, bajo cuyo cristal la directora coloca y guarda algún que otro recuerdo de sus viajes, de los viajes de amigas y familiares como una protesta rabiosa de color entre tanto polvo, muebles que se trajeron ya usados, con su color indefinido, de tiempo siempre viejo, y cristales opacos de la humedad y el polvo.
Alguna vez, sobre todo a la vuelta del verano, cuando la pausa de Agosto borra por todo un mes la imagen de aquellos anaqueles, armarios y ficheros, la directora llega a verlos tal como son, llega a reconocer a Arturo, torpe, cordial, perezoso, como una parte más de todos aquellos libros y muebles ni siquiera venerables. Llega a ver aquel conjunto tal como es, incluso a Margarita, con sus faldas inverosímiles ahora, su pelo como la hermana, recogido detrás con una cinta, sus mangas hasta el codo y ese pecho escurrido que no concuerda bien con sus caderas. Todo lo ve como es. Incluso alguna vez consiguió hablar, plantear sus problemas al secretario que, a su vez, se comprometió a ponerlos en conocimiento de la Diputación, pero la cosa quedó en eso. El problema es eterno e inmutable: como siempre, la falta de dinero. Ahora se hallan metidos de cabeza en la traída de aguas, porque después de realizar la toma allá en la sierra y los depósitos, la conducción hasta la ciudad resulta insuficiente y, aún sin llegar a terminarla, es preciso volver a rehacerla. Luego vienen los caminos vecinales y las carreteras comarcales, de las que algunos de los pueblos carecen, sobre todo en la montaña. Alguien, en la Diputación, propuso comprar un helicóptero para el caso corriente de algún enfermo grave en pleno invierno, cuando los pasos quedan cortados por la nieve. Pero una compra tal parecería derrochar el dinero, quizá no fuera popular. Lo que sí se ha aprobado es la iluminación de algunas plazas típicas, de unos cuantos rincones, de dos o tres fachadas de palacios, incluido el que ahora la Diputación ocupa, y el camino hasta el nuevo parador. Luego, cuando el turismo venga, igual que a otras ciudades no mayores, ni con más monumentos, ni más cerca de las carreteras principales, se podrá acometer lo de los caminos que faltan, los médicos y veterinarios que atienden a demasiados pueblos, suprimir esos cortes del agua por la noche, remozar, comprar fondos nuevos para la biblioteca, arreglar definitivamente la calefacción, subirle el sueldo a Arturo y, ¿quién sabe?, hasta quizá comprar ese helicóptero.
—Y ese viaje (si usted me permite que se lo pregunte). Ese viaje a Barcelona, ¿es también una Misión, como ellos las llaman?
—No; no es una Misión.
—Ah; ya…
Y a fin de alejarlo definitivamente, de quitarse de encima aquellos ojos que pretenden descifrar al revés lo que ella está leyendo al derecho, la directora le explica finalmente:
—Ha ido a un Congreso. A una especie de reunión.
—Una reunión de ellos, seguro.
—De todos.
—¿De los católicos también?
—De católicos, no.
—Ya me parecía…
—¿Pero tú sabes quiénes son ellos?
Y Arturo ha callado, confuso, quizá pensando, temiendo que la señorita Margarita guarde en su vida, en su forma de ser, en sus asiduos viajes, aún más secretos de los que él mismo se imagina.
—Ellos son —titubea al fin— los que no son como nosotros, los católicos. Los que no van a misa los domingos; los que van a su iglesia particular. ¿No es así?
La directora suspira aún. Nunca quiere alejar a Arturo violentamente, pero aun así, le explica con acento de punto final:
—Son los que explican libremente la Biblia.
—¿Y en la Biblia está todo?
—Todo ¿qué?
—Lo que uno debe hacer, lo que uno es, lo que uno ha sido desde Adán hasta ahora.
—Sí; eso es.
—Desde que empezó el mundo.
—Desde que Dios lo creó.
—Un día —se aleja Arturo hacia la puerta que el último lector ha dejado mal cerrada—, tengo yo que meterme con ella. Tengo yo que enterarme de cómo fue eso, señorita. Nunca es tarde para aprender, ¿verdad, señorita?
—No, Arturo, nunca es tarde.)
La reverberación de la campana solitaria se funde con el otro sonido del gong, con los tres golpes prolongados que sirven de preludio a la voz femenina que ya Muñoz y su mujer conocen de antes:
«¿Quién abrió los canales de estos sangrientos labios, amor mío? ¿Quién cubrió tus mejillas celestiales de horror y palidez? ¿Cuál brazo impío, a tu frente divina, ciñó corona de punzante espina? Ven, ángel de la muerte, esgrime la fulminante espada y el último suspiro del Dios fuerte, apaga».
Viene un silencio. Llegan unos compases vacilantes de piano ya no en ritmo de barcarola sino en el más puro folklore americano. Pero el Hermano Muñoz no puede saberlo. Él tiene —y lo reconoce— poco interés por la música, a pesar de su importancia en los himnos. Además, aunque asistiera a las películas que pasan los Hermanos, nunca proyectan ninguna del Oeste, por su fuerte inclinación a la violencia. Así tampoco puede reconocer esa música que acompaña a las palabras.
Ya pronto vendrá
el Rey de los siglos.
Y de los siglos al llegar
al dulce hogar,
al dulce hogar,
voy a descansar por siempre
junto al Señor Jesús.
A mí Jesús por fin veré.
A su lado estaré
por siempre jamás,
por siempre jamás.
Él me ha liberado,
Sólo Él reinará
en la patria del más allá.
¿Y no sería mejor callar, pensar en el Señor, meditar en silencio, tal como dice aquel libro de Emilio? La costumbre, el carácter pueden con todo —piensa Muñoz—. Él no sería capaz de estar callado, en silencio, allí con su mujer, sin esas palabras, esas voces, esas canciones que vienen de la radio. La mujer misma se iría en silencio a sus labores de ganchillo, como hará nada más la emisión de la radio concluya. No sabrían qué hacer ninguno de los dos con ese difícil silencio, no sabrían cómo llenarlo de algo, cómo hallar en él la presencia del Señor sin los himnos y la palabra cálida de los Ancianos que sirve tantas veces de alivio, ayuda y guía. ¿Quién sería capaz de mantener en silencio a los del Páramo, sin que a poco ya estuvieran pensando en el pan o el vino, o en su eterna cosecha de cacharros? No; el silencio estará bien para los cuáqueros del libro, mas no en este país, para nosotros.
(—Y ¿quién dice que todo eso es verdad?
—No seas pelmazo, Arturo, y vuélvete a tu sitio.
—¡Pero si no hay nadie, señorita! Mire: esos dos chavalitos cada cual con su novela. ¿Qué quiere que haga yo?
—No sé; déjame en paz, acaba.
—Pero permítame una sola pregunta.
La directora le mira sin decir palabra, tanto rato que finalmente, a pesar de tratarse de Arturo, acaba por quitarse las gafas.
—Dígame usted —continúa él con ese gesto de humildad aparente que la directora se sabe de memoria—. Dígame: todo eso que está escrito, ¿quién lo ha escrito?
—Ya te he dicho que es la palabra de Dios.
—Pero… —duda, piensa, se calla y repite al fin—: ¿La ha escrito Dios, entonces? Dígame.
—No la ha escrito Él.
—No la ha escrito Él con su mano.
—Le basta, como si dijéramos, con dictarlo.
—Y eso otro, ¿quién lo dice?
—Eso es así.
—Bueno; es así, pero habrá alguien que lo…, ¿cómo se dice?, que lo asegure.
—Lo asegura la fe; no empieces otra vez. Además esto no es una casa de ejercicios espirituales.
—No se enfade usted…
—Vete a la iglesia, vas a un confesionario y a cualquier sacerdote le preguntas. Él te va a contestar mejor que yo. La fe es creer eso, lo que dicen los Evangelios y el catecismo y la Iglesia. Creer lo que ya vimos es otra cosa.
—Eso ya no es fe.
—Ya te digo que es otra cosa.
—¿El qué?
—Pues no sé; déjame ya, Arturo, será la vida corriente, supongo, vamos…
Y Arturo vuelve a alejarse, no de muy buena gana, aunque obediente. Se va hacia la gran mesa de madera, del mismo color indefinible que el resto de los muebles, donde duermen en sus rígidas tapas de cartón, sujetos con una barra y su candado, como joyas, los periódicos de la biblioteca.)
Más abajo en casa de Muñoz, la voz de la radio concluye:
«La cruz de Cristo es símbolo de redención, ruta eterna de santidad, epopeya gigantesca de sacrificio, manantial de vida sin fin y doloroso grito de triunfo del Cristianismo, imán para la Fe y agua de reposo para el espíritu cansado, defraudado por las soluciones engañosas ofrecidas por el mundo. Cerrar los ojos a la gran verdad de Dios es perderse entre las sombras espesas de un camino sin esperanza. La Cruz es el único evento que da sentido a la aventura de los hombres, el hecho que te presta sentido y te infunde valor y una espera que antes no conocías. Confiamos en Dios. Que así sea».
—Así sea —repite la mujer de Muñoz comprobando en el reloj de la sala que el hijo se retrasa. Luego, como quien ya adivina las palabras finales, se aleja sin hacerse sentir, tal como llegó, en tanto Muñoz calcula si vale la pena seguir trabajando hasta que el chico llegue, hasta antes de la cena.
«Amigos oyentes, a la Comunión Bautista Independiente le gustaría recibir vuestros comentarios y opiniones sobre estos Momentos de Melodía. Puedes escribirnos si deseas obtener información al apartado 209 8, de Madrid. Dios os bendiga y guarde.»
Y casi cuando la voz concluye llega el hijo con el respirar apresurado de los últimos tramos de escalera. Cruza junto a Muñoz, murmurando vagas excusas, tras dejar el abrigo en el pasillo, y va a meterse en su cuarto. Al cabo de un rato, cuando ya la madre pone la mesa, vuelve al comedor, más tranquilo y normal, incluso se diría, más peinado.
—¿Qué tal, papá? ¿No salisteis esta tarde?
—Íbamos a salir, pero nos dio pereza. Hace frío, ¿no?
—Sí que lo hace, sobre todo por la niebla. ¿Escribieron, al fin, las chicas de Sedano? Ya estarán en Barcelona, ¿no?
—Se quedaron a dormir en Zaragoza.
—¿Y eso?
—Una avería o algo parecido.
Bien; palabras. Mejor que el destino de las hermanas querría Muñoz saber dónde estuvo su hijo por la tarde. Es verdad que hay pocos jóvenes como él, tan dispuestos a seguir con el periódico oral que precisamente tiene lugar en la mañana de los domingos, pero al Hermano Muñoz le gustaría saber más, preguntar lo mismo que a la hija, mas sin forzar a ninguno de los dos, sin coaccionarlos de ninguna manera. Además —sobre todo en lo que a la hija se refiere—, se conoce de memoria sus respuestas; hasta una vez le llevó consigo a conocer la Universidad, un día de calma, por supuesto. Nunca quiso obligarles a asistir a los cultos —sería igual que los cristianos que quieren permanecer unidos a la fuerza—. Con la hija, mayor de edad, y el chico ya camino de serlo, preguntar, entrometerse, en cierto modo, en sus vidas, le da vergüenza, casi como un poco de miedo a conocer un mundo ya tan lejos para él como ese abismo sin fondo del que habla en sus sermones. ¿Qué hará Alfredo cuando va con su hermana a Madrid?; ¿cuando cambia de amigos y de ambiente? Si allí, en la pequeña ciudad —donde vuelve algún fin de semana—, existiera Facultad o peritaje, el problema sería distinto, pero a falta de estudios, lo mejor es Madrid, donde él y los Hermanos tienen buenos amigos. El porvenir de los dos, el futuro de los chicos bulle en el corazón de Muñoz, en su conciencia, cada vez que el muchacho llega, arrastrado por la campana de las once. A veces ve a los dos en la pequeña ciudad donde nacieron sin otro empleo que una colocación en el Banco donde él mismo trabajaba, o quizás en la biblioteca o en el archivo, como la más pequeña de Sedano; eso sí, asistiendo a los cultos, fieles a la Comunidad, casados dentro de ella, como en los clanes familiares que mantienen unidas las de tantos pueblos. Otras veces, en cambio, se los imagina, como a tantos Hermanos, marchando definitivamente, más allá de esos cerros que cruza el río, el puente de hierro y la vía del tren que se pierde entre los álamos. Al volver de Madrid, de Barcelona, del extranjero incluso, son distintos, como Emilio, ven el mundo de otra manera, quizá porque el aire del mundo no sea tan nocivo como afirma el enemigo de Sedano. Quizás el problema de su Iglesia, de su propia confesión sea el de pasar esos cerros, ese río, ese puente sin perderse a sí mismos. Tal piensa en las malas rachas, cuando pasa mucho tiempo sin hablar en alguna Asamblea, que es igual que hablarse a sí mismo. Entonces teme, piensa, sueña que, como aquella vez, aquel año tan lejos ya, en que del Sur les vino la muerte y la miseria, algún día acabará llegando todo aquello que tanto los Hermanos como el cura de Negrillos temen, esa plaga cuya última víctima es Molina y que él espía, atisba, teme en los ojos vacíos, lejanos de sus fieles cada vez que asiste a los cultos en aquella capilla. Adela, que ya va a la Universidad, que nunca quiere hablar de cómo le va en ella, aunque sigue aprobando curso tras curso, un día llegará en que se case. El tiempo corre a favor de los jóvenes y él, Muñoz, no sabe hacia quién volverse, a dónde dirigirse. Su mujer no es más que un espejo de sus propias palabras, una voz, un eco, como suele suceder con las mujeres de los Hermanos, y si por ella fuera, dejaría a los chicos allí, en la villa, sentenciados a cadena perpetua. Hablar con Emilio es dialogar sobre mundos que apenas conoce, que tiene conciencia de ignorar y que le cohíben y acaban por no ofrecerle total confianza. Sólo cabe esperar que su ejemplo, sus enseñanzas en casa, lleven a ambos muchachos por el buen camino. Encomendar al Señor su destino y que Él les ayude a escoger el verdadero.
—Sí; estoy aquí en la Universidad. Estudio Letras. Es lo que me gustaba y como allí no hay Facultad, me mandaron aquí. Aquí vivo en casa de unos parientes de mi madre.
No; ellos no son Hermanos, son de otra Iglesia. No importa el nombre, ¿qué más da? Sí; allí en la Facultad hay bastante comprensión. A nadie le importa lo que pienses; en cuestiones religiosas, claro, porque en política ya es muy distinto. Lo que pasa es que yo ideas políticas no tengo. Sí; claro que noté mucha, muchísima diferencia. No porque piensen distinto que yo, sino por lo poco que piensan en asuntos religiosos. Yo creo que a la mayoría les da igual, les trae sin cuidado en la vida práctica, aunque algunos vayan a misa los domingos. No sé si habrá leído una encuesta que se ha hecho, hace bien poco. Según lo que allí dicen, sólo la cuarta parte o menos de los universitarios leen un libro religioso al año. Y yo creo que se quedan cortos. En eso es en lo que yo noté más la diferencia. Al principio asistía a alguna que otra asamblea de esas que hay un día sí y otro también, pero en ellas no se habla para nada de religión. Allí todo es tratar de si se entra o no a clase, de si se va a la huelga, de si hay que echar o no a los catedráticos, de hacer una sentada para sacar a un compañero de la cárcel. Así, horas y horas, pero de religión, ni una palabra.
No recuerda al Hermano Muñoz. Tal vez más a la madre, a esa madre que apenas se ve en el salón, que se escabulle con cualquier pretexto y marcha a las habitaciones interiores donde debe bordar esos letreros con frases de la Biblia que adornan las paredes del despacho. Esta, la hija, tiene el pelo entrerrubio como ella y los ojos más claros, y en general un corte de cara, unas facciones que, en más joven, resultan parecidas. En lo único que se reconoce al padre es en esos repentinos ademanes, en ese hablar tranquilo que a veces acelera para luego arrepentirse y volver al paso normal, al ritmo de la charla.
—Sí; al principio claro que lo noté, noté mucho la diferencia, pero en bueno también, por eso que decía de que aquí, en la Universidad, nadie se mete contigo, al contrario, a muchos les caes bien, aunque sólo sea por curiosidad y también por llevar la contraria a la mayoría. Si fuera a seguir Filosofía, aún podría tener algún problema, pero creo que voy a hacer Arte o Románicas, no sé. Se estaría del todo bien si no fuera por las huelgas, que no te dejan trabajar a gusto y examinarte a tu debido tiempo y acabar la carrera en los años que se debe, que es para lo que estamos aquí, como dice mi padre. Sí; mi padre me escribe; a veces mucho, otras menos, ya puede imaginarse: recomendaciones, sobre los amigos, sobre que vaya a la capilla siempre que pueda…
De pronto, su seguridad, esa charla continua, seguida, meditada, aprendida, recitada, sin apenas titubeos, se detiene, vacila. Frunce el ceño, duda. Ya nos es la voz de Muñoz en sus sermones, hablando tan serio y convencido, cuando su voz retumba en las bóvedas encaladas del Páramo o en los adobes amarillos de sus cementerios, esa voz que se extiende más allá de las tapias ya sin forma por la lluvia, más lejos de los violentos remolinos que son el alma de la Tierra cuando el viento la bate. Se ha detenido y murmura al fin:
—Lo que mi padre no sabe es que yo ya no soy de los Hermanos.
Más allá de la mesa donde ella sorbe su café ahora, al otro lado del cristal, van y vienen muchachos y muchachas como ella, también con sus cuadernos y libros bajo el brazo. Ella, en silencio, los mira como si no quisiera continuar, igual que si esperara a alguien, pensando quizás en Muñoz, allá lejos en su pequeño despacho.
La historia, el abandono, comenzó con un viaje. No era ningún compañero de capilla, ni ningún familiar, sino un compañero de clase, un chico, uno de tantos parecía. Pero existe un sentido, un radar especial —explicaba el amigo— que nos avisa, que nos atrae, nos llama y nos acerca a aquellos que seguimos, que buscamos a Cristo. En una de tantas asambleas donde todos hablaban y votaban y ellos dos se abstenían, se habían hecho amigos o, como dicen los otros, los del mundo: ligaron. Luego vinieron largas tardes de café, por el invierno, antes de que él le presentara a sus amigos o, con buen tiempo, charlas interminables también en los parques. Unas veces era el Retiro, más fresco, cuya historia conocía el amigo mejor que ella, lugar de fiestas y ocio de un hedonismo poco adecuado para escuchar la palabra del Señor, ni siquiera para un sencillo y honesto esparcimiento. Otras era la ardiente sombra, los caminos hirientes al pie de las encinas de la Casa de Campo, un poco lejos, tan duros al volver por no llevar a cabo ese gasto absurdo de alquilar un taxi. Lo mejor para discutir, para dejarse convencer —a veces Biblia en mano—, eran los tupidos prados, los cerros verdes, los senderos frescos y alegres de la Moncloa, coronados por sus barrios silenciosos a la caída de la tarde, con la penumbra de sus eternas terrazas asomadas al río que parece estar cerca y se adivina, y los bosques de pinos que a la tarde se levantan a lo lejos.
Poco a poco le había ido informando de aquello que les separaba y les unía, y era bien poco, sobre todo a esa hora en que el sol se hace opaco, clara sangre, turbia luz, y el cielo va bajando entre los negros resquicio de las hojas.
También supo, aunque al principio le costara trabajo convencerse, que ellos, los otros, los Testigos de Jehová, eran más numerosos que los mismos Hermanos en España. Era verdad, también, que una tercera parte no llegaban a los dieciséis años —reconocía el amigo—, pero también los Hermanos y las demás Iglesias, a la hora de hacer cálculos, incluían a los niños. ¿Lo sabrían el padre o Martínez o las mismas Sedano? ¿Qué pensarían de ello? No lo hubieran creído; se habrían encogido de hombros como tantas veces o dirían que en este caso la cantidad nada significaba, aunque ellos siempre mencionaran la suya con orgullo.
Y no sólo eran los más numerosos —continuaba explicando Claudio, que siempre aparecía atareado, aunque estudiaba tanto como los otros—, sino los más activos, los que mayor números de adeptos conseguían. Allá en el piso donde se reunían los amigos, con sus Biblias de tapas verdes en la mano, siempre dispuestas para la interpretación y la consulta, el amigo le había informado de que el método de pasar, casa por casa, tal como ellos hacían, era no sólo el más eficaz para la comunicación con posibles conciencias afines, según la moderna técnica actual, sino incluso el recomendado por Lucas, en los «Hechos de los Apóstoles». «Ya ves —había concluido—, no sólo vosotros imitáis a los cristianos primitivos. Además, nosotros también nos llamamos Hermanos.»
Así se había animado a acompañar a Claudio en aquellas visitas que a veces derivaban por caminos pintorescos. Ella no conocía bien la Biblia ni la mayor parte de los libros que en ellas se citaban, pero tampoco hacía demasiada falta, porque la mayor parte de las veces la entrevista no llegaba a realizarse, y en las pocas que sucedió Claudio se bastaba para cualquier información, ya que cuestiones más profundas no llegaban a plantearse. Claudio se prestaba a aclarar alguna duda, a explicar incluso cualquier pasaje, incluso el Libro entero, pero todo acababa siempre por desvanecerse en una mezcla de falta de interés, pasividad, tedio y un vago, impreciso miedo. Se precisaba mucha paciencia y confianza, una gran convicción. La primera pregunta inevitable era qué vendían; luego, cuando pedían ver al dueño o a la dueña de la casa, según la hora, venían largas esperas, dudas interminables, ir y venir de pasos, consultas lejanas en habitaciones invisibles, cuando se trataba de casas ricas, a juzgar por los muebles y los cuadros. Pero ese tipo de casas fue pronto eliminado de las listas. Era inútil intentar traspasar lo que Claudio llamaba «la barrera del sonido de los ricos», e incluso cierta vez había llegado hasta la sala de espera la voz de la dueña de la casa, que después de negarse a la entrevista, añadía: «… y tengan cuidado con ellos que hay mucha plata a la vista, en casa…» Otras veces les hacían subir por la escalera de servicio y aquello, más que irritar a Adela, le cansaba. Le deprimía, sobre todo, volver a la tarde, con las manos vacías. Por eso admiraba más al amigo que cada semana, cada día de visitas, comenzaba como si el anterior hubiera culminado con una gran victoria. «Inasequible al desaliento como un buen vendedor de lavadoras», decía riendo Claudio, y llamaba a la puerta de turno, intentando verle la cara al dueño, a algún hijo mayor, montar una frágil cabeza de puente desde la que empezar, a partir de la cual explicar, exponer, provocar amistosamente, sorprenderles en alguna pequeña timidez, en alguna remota simpatía de la que luego, en la mayor parte de las veces, se arrepentían. Sin embargo, de ese modo, los Ministros de otros países —que así se llamaban entre ellos los dedicados a visitar las casas— habían conseguido grandes éxitos en América y, dentro de Europa, en Alemania.
Así, un día, Claudio le había preguntado si quería acompañarlo en un viaje, un viaje corto, de ida y vuelta en el mismo día. No a convencer a nadie sino a ver, a visitar a un amigo.
—¿A un amigo?
—Sí, está en la cárcel. Viene también con nosotros su novia.
No hacía falta preguntar la razón de su condena. Se trataba de una prisión militar, un castillo grande y un poco destruido en parte, mas cuya torre central se conservaba intacta en sus muros y sobre todo en sus rejas. La novia no parecía demasiado impresionada por aquellos recios murallones que adelantaban su mole sobre la carretera, amarillos al sol ahora y castigados por el viento en el invierno. No parecía, o no se le notaba al menos, triste ante aquella serie de garitas que cercaban a la torre, que la cerraban aún más que las rejas o la maciza puerta. Tampoco parecía inquietarla el porvenir de aquel muchacho, la incertidumbre del tiempo que pudiera durar su condena. Estaba donde debía estar y, por ello, tal tiempo no contaba. La admiró más aún en el tren, a la vuelta, viéndola, oyéndola charlar tan animada, y ella se preguntaba si a su vez, cuando su turno llegara, sería capaz de volver así, tan entera y serena. Porque al año siguiente entraría Claudio en edad militar y después de conocerle a lo largo de aquellos pocos meses ya sabía de antemano, casi al detalle, lo que vendría para ambos.
—No sé si lo sabrá mi padre. Para mi padre ya sé que va a ser grave. Por eso no me atrevo todavía. Además de que no sé…, el mundo cambia ahora a cada instante; no es que no esté segura de mí, de lo que soy, de lo que pienso; lo que quiero decir es que no me gustaría darle un disgusto en balde. Visto desde aquí, desde el grupo de amigos que frecuento ahora, todo aquello me parece otra vida, como esos años de niña que se recuerdan siempre: Molina y su alejamiento, Martínez y su mal humor, Eloy y las Sedano. No me gusta parecer pedante, pero todo eso queda tan lejos como esas películas que se ven por aquí de cuando en cuando. No tienen nada ya que ver conmigo aunque, por no disgustar a papá y porque no se debe desperdiciar ninguna ocasión, cuando voy por allí le acompaño en sus viajes. Sí; por allí vuelvo a veces. Cuando cierran por mucho tiempo la Facultad o en vacaciones. Aunque ya digo que es como volver veinte años hacia atrás; eso también, en cierta manera, resulta agradable. Además al volver, al comparar, se aclaran sin querer ideas, prejuicios sobre muchas personas, sobre algunas cosas, se recuerda que el mundo, el país en que se vive, no somos sólo nosotros, ni nadie únicamente, ni tampoco Madrid o Barcelona. No hace siquiera un año que acompañé a mi padre a una visita allí, a un pueblo que no recuerdo el nombre y que después de todo qué más da. Son Hermanos que no tienen capilla. Se reúnen en casa de la farmacéutica y su casa es propiedad de su Iglesia. Pues al salir del culto había un grupo de veinte o treinta chicos gritando lo de siempre: «¡Fuera los protestantes!», y nos habían rajado una rueda del coche. Entonces fue mi padre a la Guardia Civil a presentar la denuncia y el cabo hizo arreglar la rueda. No presentó la denuncia allí pero sí en el Obispado, a través de dos jesuitas, dos que trabajan en esto de la unificación de las Iglesias. Ya ve, no todo son Semanas de la Unidad, no todo es Madrid o Barcelona.
»No sé, no estoy segura de si me casaría con un hombre, con un chico de alguna Iglesia determinada, fuera de los nuestros. No se me había ocurrido; bueno, sí, ahora recuerdo, hace ya tiempo, una vez que nos invitaron a una boda de un evangélico con una chica católica. Con un ateo no, desde luego. Creo que no podría vivir con una persona incapaz de creer en nada… con un católico, no sé, creo que tampoco, aunque algunas amigas consiguieron convertir a sus maridos, y el matrimonio es, ya de por sí, un campo de acción igual que cualquier otro. Depende mucho de la persona. En esta boda que le digo, hubo la ceremonia católica y después el pastor protestante se colocó junto al católico y les hizo un pequeño discurso sobre la futura unión de las Iglesias, pidiéndoles que se respetaran mutuamente y se acompañaran en la religión de cada uno para conocerse mejor y sentirse más juntos. Les dio la bendición y todos, protestantes y católicos, rezaron juntos el padrenuestro.
»A nosotros, la verdad, eso no nos atañe. Sólo reconocemos el matrimonio civil, como sucedía en los primitivos tiempos del Cristianismo, por eso ese tipo de boda que me dice tendría sus complicaciones, en eso como en el problema de los hijos, quiero decir en tenerlos o no, que nosotros pensamos es un asunto que cada cual debe arreglar con su conciencia.
El demonio esperaba, aguardaba, en aquel café nuevo, del paseo junto al río, aquel bar de atentos camareros, tan diferente a los que hasta entonces había conocido, incluso con sus terrazas extendidas sobre aquellas mismas aceras. Hubiera preferido algún otro de los que conocía de años atrás, pero aquellos estaban ya casi irreconocibles de tan viejos, con el servicio a punto de quedar jubilado y ellos mismos a punto de derribo. En eso notaba, más que en nada, cómo el tiempo había pasado para todos, aunque de modo bien distinto.
En este, en cambio, los camareros atendían prestos con un «sí, señorita» siempre a punto. Se les notaba educados para eso. Lo único molesto era no saber a ciencia cierta qué pedir. Al final había decidido al azar entre el montón de cosas que, como una columna de desconocidas tentaciones, al ver sus dudas, le habían sugerido. Aquella copa de color extraño, de sabor amargo, más raro todavía, que había ido sorbiendo con prevención, era un peldaño más, un escalón rosado transparente, después de los interminables y ya lejanos viajes en la desvencijada furgoneta, colocando los cacharros al sol, aguantando el calor y miradas fijas y sombrías como de tristes bueyes, las palabras, las aburridas bromas y en invierno las heladas y el amo. Era un escalón, un peldaño más allá de los fuegos del horno, del halcón y su cría, de aquellos cánticos que llegaban a veces a la tarde, de los silencios turbios de Molina y su entornar los ojos en el cuarto a la noche, allá por sus días primeros. Era ir un poco más allá del péndulo, que ahora, al fin, iba y venía despacio, entre las primeras ráfagas de nieve. Abajo, en cambio, en la ciudad, al sol, al amparo de aquellos respetuosos camareros, el otoño era bueno, en tanto que esperaba admirándose un poco a sí misma, repasando aquella escalera invisible en cuya cima se hallaba aquella copa rosa ya mediada, examinando con cuidado sus bien doradas piernas. Sin embargo, no se estaba del todo a gusto allí a pesar de que el raro sabor levantara los ánimos. Hubiera pedido otro más pero quería tener la cabeza despejada y si además el hermano de Molina no venía, como había prometido, no estaba segura de llevar dinero suficiente en aquel bolsillo plateado que acababa de comprar una hora antes. Lo de la cita lo había adivinado ya al subir al coche el día antes, en aquel vistazo nada más arrancar, al que ya de antes estaba acostumbrada, ese mirar, examinar más bien aquellas piernas, tal como ella ahora las reconocía al sol de aquel otoño tardío, tan alegres, maduras y brillantes, anunciándola días mejores aún, más rosados escalones, lejos del péndulo, de Molina quizás, en la ciudad definitivamente. Aquel coche cálido, seguro, era como un aviso, un anticipo, y la seguridad, aquella cita en aquel bar tan difícil de encontrar para ella, a pesar de hallarse relativamente céntrico. Él no había fijado una hora concreta, pero le había asegurado que vendría. Bien, allí estaba. Había reconocido el coche, ese azul plateado, ese pasar silencioso, como deslizándose, como colaborando con aquel secreto a punto de empezar, como los camareros y las tenues luces del interior, y aquella música y el toldo de la terraza bajado a medias. Ahora se preguntaba si no habría sido un error esperar en la terraza, si no hubiera sido preferible el interior, pero en fin, allí venía, allí cruzaba, y no era cosa de arrepentirse ahora. Allí estaba por fin, con las llaves del coche brillando en su mano, cruzando la calle, avanzando por la acera, la cabeza en alto, la corbata estremecida por el viento, quizás achicando la barriga un poco, pero, con un poco de talento y suerte, el escalón definitivo.
La copa incolora, con su dado de hielo flotando dentro, que le habían servido sin apenas pedirla, había sido el principio de una jornada miserable. Ahora que aquel negocio de la mina estaba a punto de rentar definitivamente, ahora que su ayuda al hermano comenzaba a dar sus frutos, era preciso que los dos arreglaran de algún modo su vida, sus cosas. Bastante tiempo llevaban ya viviendo así. Él, en un principio, no había querido intervenir por juzgarlo capricho, asunto de poco tiempo, pero el tiempo pasaba y el hermano rendía; así pues, era lo más conveniente para los dos arreglarlo de algún modo, incluso para las relaciones de Molina con la gente de allá y para con los de acá, su mujer incluida.
No llegó aquel peldaño definitivo, sino una serie de escalones miserables, de consejos paternales y humillantes, hasta pagar las copas y llevarla en el coche, siempre con aquella mirada sobre aquellas piernas ya no alegres ni triunfantes, sino tristes, humilladas, anhelando insultar, devolver tales consejos, vengar algo que no entendía bien por qué no había sucedido, si por astucia, miedo, otra mujer, negocios o por error de cálculo simplemente. Quedaron en verse otro día más y en que, si no, él iría para hablar con los dos antes de que el mal tiempo cortara la carretera.
Pero el demonio deseó, suplicó que nevara y comenzó a nevar como si ya Enero bajara con el cierzo. Comenzó con aquel polvo de nieve danzando en remolinos por el valle. No eran aquellos espíritus de la tierra que nacían súbitamente para correr veloces hasta perderse en el Páramo, eran la voz helada, interminable, de aquellos altos lagos de los valles interiores que de noche bramaban como remotos mares. Y tras de aquel polvillo suave, convertido en agua a poco de quedar sobre la tierra, llegaron los copos grandes, majestuosos, opacos, mezclados por el viento entre sí, unidos como racimos, asentados, en un principio, sobre los avellanos de los prados altos, sobre los altos piornos, caminos de invisibles alimañas. Después, día a día, paso a paso, golpe a golpe, la nieve iba bajando. El primer pensamiento de Molina al levantarse aterido cada mañana era ir a comprobar si la carretera se mantenía limpia, examinar las costras heladas en el peralte de la curva, antes del cargadero. Mas, como el viejo decía, en tanto soplara el viento no corría peligro el camión de quedarse inmóvil por el hielo. Entonces el demonio de Molina rogó, deseó, suplicó, lloró, y el cierzo cayó en calma a pesar de ser época de vientos. Las esponjas tan blancas dejaron de danzar, flotando ahora mansamente en el aire, cayendo en vuelo plácido, tranquilo, cubriendo primero el extremo más alto de aquel cable del péndulo, bajando, haciendo hinchar el río, ganando la orilla opuesta, cubriéndola también, alcanzando el extremo más bajo del cable y helando finalmente la gran curva del cargadero. En toda la primera noche no volvieron a oírse los lagos remotos que todos confundían con el rumor del mar, sino aquel otro rumor que era sólo silencio, el saber que la nieve iba aumentando, cristalizando, barnizando el monte con su capa de cristal, desde las tierras altas de los cabanos, de los rebaños del verano, hasta la dura corteza de los álamos abajo. Ya el camión no pudo pasar; tan sólo algún coche de aquellos del monte, como el de la Venta de abajo, con cadenas. El péndulo quedó inmóvil, sobre su valle helado, blanquecino y vacío, y los hombres en la cantina esperando a que el tiempo mejorase. Pero era mucho el poder de aquel demonio de Molina y allá arriba, por los inciertos caminos de los valles, la nieve debió seguir cayendo, porque el río aumentaba cada día, primero turbio, más tarde ceniciento, gris, finalmente opaco, terroso, violento. Los hombres se cansaban de mirar aquellas aguas, donde ya no se atrevían a matar el tiempo tratando de pescar. A veces se sentaban, miraban, maldecían y hasta escupían en él o dejaban rodar sobre su lecho pequeños aludes de hielo y rocas, como si él fuera el culpable de mantenerlos así, quietos, a su orilla, como una secreta venganza contra el espíritu del agua que les negaba la subida hasta la negra boca, blanca ahora, donde estaba su suerte o impedía mover a su gran péndulo helado, o subir al camión, que ya por dos veces lo había intentado.
Y allí, en aquellos largos días en que la nieve impedía cazar por lo fácil que resultaba seguir los rastros en ella, ni el agua pescar por lo revuelto de los pozos, en las largas jornadas al pie de la radio del bar, junto al modesto tocadiscos, con sus eternas canciones de flamenco, nació, tal como Molina se temía, el primer descontento. Y era, de los dos picadores, el que menos se apuraba, el primero en quejarse, en plantarse, en afirmar que todo aquello no era más que un robo, aunque él no supiera nada de leyes ni salarios. La mina, bien se veía, no era un filón como los del Norte. No compensaba de tantos días perdidos y aquel mísero sueldo. Aquel mismo trabajo, en otras de primera o de segunda incluso, rendía, producía, daba a ganar el doble. Había sido como un mitin en pequeño donde lo peor no habían sido sus razones, sino el silencio del viejo que, más tarde, en tanto examinaban el hielo de la curva junto al río, le había confirmado a Molina lo que ya desde un principio suponía.
—Aquí, legal, lo que se dice legal, no creo que haya nada. Puede que la denuncia del terreno, y eso porque no queda otro remedio.
De modo que fue preciso avisar al «jeep» de la Venta de abajo, que subió renqueando, patinando, a pesar de sus cadenas, y marchar a la ciudad a consultar con el hermano.
—Bueno, ¿qué quieren? ¿De qué se quejan? Lo peor de cada casa y encima protestando. De eso sirve ayudar a las personas. No sé dónde pensarán ir. En esto del carbón, lo que sobran son hombres. Ya hablaré yo con ellos.
Pero la nieve se fue del fondo del valle antes de que apareciera. Quedó en los altos, y el río hinchado, bravo, fuerte, con la carretera libre, aunque el viejo no sabía si por mucho o poco tiempo. El peón del plante pidió su dinero y se marchó aprovechando un viaje del camión; se marchó, según dijo, en busca de otro sitio donde la gente fueran personas y no trabajaran para nada como animales. No hubo quien aceptara su puesto, ni siquiera entre los que vagaban por el pueblo, y Molina se decidió a picar. A fin de cuentas era mejor que quedarse allá abajo en el bar, fumando, bebiendo, jugando interminables partidas de cartas hasta la madrugada. Ahora se daba cuenta de que no había nacido para eso. Quizá tampoco para picar, pero al trabajo, al menos, estaba acostumbrado desde chico. Además, los otros tenían ya la cosecha en casa y en cambio su cosecha estaba allí arriba esperando, amenazando, apremiando, otorgándole un último plazo, quizás hasta la siguiente primavera.
Se llevaba la comida como el joven y el viejo, y su demonio y el chófer del camión, que jamás se ensuciaba las manos con el mineral, apenas le reconocían a la tarde, a la vuelta. Su demonio le reñía a la noche en tanto se lavaba, en tanto se miraba aquellas huellas negras, imborrables ya en las manos, o las uñas partidas. Parecía la voz del otro, de aquel a quien sustituía, mas a pesar del cansancio del carbón, más duro que el del barro, prefería subir cada mañana, embadurnarse en aquel cieno oscuro que tanto aborrecía el chófer, a asistir de mirón a las partidas del bar y volver aburrido y con mala conciencia a la noche. No le gustaba oír las blasfemias ni las veladas bromas que apuntaban a él desde la mesa y odiaba el vino desde aquella vez primera. Aunque él viviera con su demonio, no era un demonio más. Había palabras, voces, que aún al cabo del tiempo no se atrevía a decir, a gritar, como viejas supersticiones aprendidas de niño. No podía jurar como los otros, e incluso oírlo le molestaba, aunque a veces procurara disimularlo. Posiblemente, con el tiempo, llegaría a ser un demonio también, pero no tan obstinado, porfiado y vengativo como aquel que cada vez que las sábanas olían a carbón, lo mismo que antes al hollín de los hornos, cada vez que su cuerpo, cansado de picar, espalar, empujar la vagoneta trataba de dormirse, luchaba por mantenerle en vela, no para recorrer aquellos tibios caminos que tan bien conocía, sino para insistir rogando, amenazando, avisando como el viejo, aconsejando que, de no venir más dinero, era inútil, para él, tanto trabajo. Pero Molina seguía confiando en el hermano. A su tiempo vendría. Él, por su parte, estaba dispuesto a mantener su palabra en tanto el tiempo se lo permitiera. De todas formas, iba a escribirle una vez más explicándole, pidiéndole consejo, si es que algún otro negocio le impedía el viaje.
Al sábado siguiente, por la gran curva paralela al río, aparecía el coche gris, pulido, silencioso, haciendo crepitar la grava al deslizarse. Aún sin oírlo, el demonio adivinó que llegaba, nada más escuchar el ladrido de los perros, más agrio que otras veces y, viéndolo llegar, reconociendo su pulida silueta, entornó con cuidado las contraventanas. Se cambió de vestido lo más rápido que pudo, corrió a vestirse como aquella otra vez, aprovechando el buen tiempo que entonces se mantenía. Se peinó un poco, se puso los zapatos de entonces y se miró en el espejo sin marco de la alcoba. Resistía bien el frío, lo mismo que su piel, incluso el frío de los pasados temporales, y aquellas piernas, muertas, tristes, cansadas, de nuevo se volvieron alegres, esperanzadas y brillantes. Molina y los demás tardarían en bajar aún, a no ser que alguno de ellos hubiera visto desde arriba el coche. Había tiempo, pues, para charlar de nuevo, para intentar otra vez cambiar su suerte desde aquella pobre casita con sus suelos de pino hasta quién sabe dónde, hasta aquel duro escalón rosado. Cuando, al fin, se decidió a salir, allí estaba el coche, a la puerta, tal como esperaba, mas no estaban ni el chófer ni el hermano de Molina. Era el hijo quien le tendía la mano. Y el demonio pensó, se dijo, que aquel nuevo escalón era mejor que el otro, si es que ella era capaz de remontarlo. De todas formas, lo consiguiera o no, siempre le iba a resultar mucho más agradable. Lo adivinaba en aquella manera de mirar. Aquellos dorados senderos de su cuerpo que Molina en un tiempo amaba tanto, lo decían también, parecían otra vez, como en las buenas rachas, alegres, esperanzados y contentos.
Y ya bajando el Bruch, pasada la blanca estatua y la gasolinera, con un poco de niebla y la noche encima, parecía Barcelona al alcance de la mano, pero aún faltaba esa hilera intermitente y prolongada de faros grandes, de distintas formas y tamaños, avanzando unos sobre otros como un rebaño inacabable de enormes ojos luminosos, superponiéndose en las cuestas, alumbrando recodos, villas y pueblos cada vez más unidos entre sí, sobre cuyos paseos solitarios trepidaban. Paseos defendidos por luces intermitentes y señales, con las sillas y mesas de sus terrazas, sin recoger aún, a la puerta de los bares, desafiando, defendiéndose del mal tiempo que las había arrinconado.
Salieron tarde de Zaragoza. Atrás y a un lado iban quedando las lomas arrugadas, grises y ceñudas de los Monegros, parecidas al Páramo, pero aún más vacías, menos hospitalarias. Atrás quedó aquel nuevo parador que empezaba a encender el neón de sus salones interiores, con sus coches ocultos bajo el cañizo en el que se adivinaba el terrible verano de aquel cielo que ya se iba oscureciendo. Atrás iban quedando, más despacio porque Agustín conducía con mayor precaución ahora, pueblos partidos, divididos en dos por el asfalto nuevo, con las aceras reducidas a un leve y estrecho borde y sus obras de rectificación de curvas tan pronto cercanas como en el fondo de los valles.
Llegaron a Fraga y nadie habló de parar, el que menos Agustín, que temía a la niebla que más allá vendría. Emprendieron la subida de la cuesta y al cambiar el paisaje que aún se adivinaba, todos, excepto Agustín, que conocía el camino, pensaron que el fin de aquella aventura estaba cerca. Pero aquellas luces eran Lérida, con su torre perdida allá en lo alto de la ciudadela, con sus campos de aliento tan frío, con el río que es preciso cruzar despacio, para seguir, ya con la noche encima y aquellas caravanas de luces en contra, multiplicando su resplandor por el reflejo húmedo del suelo. Y dentro del coche, tan sólo el rumor del limpiaparabrisas sobre el cristal de nuevo sucio a cada instante, que es preciso limpiar tras de cada pasada sorda de los enormes tráileres. Iban ahora los dos hombres delante; el uno conduciendo y el otro a su lado intentando ayudarle, limpiando el vaho del parabrisas nuevo porque el coche era viejo y no llevaba instalación para desempañarle.
Iban los dos delante. Y tú, Cecil, ¿qué dices?, ¿cómo juzgas el viaje? Tú, Cecil, seguro que no lo apruebas. Quizá te resulte un poco absurdo y, sobre todo, inútil, cuando tanto hay que hacer en el campo del Señor, tanta semilla que repartir, tanta mies sin recoger, sin conocer siquiera en nuestro mismo Páramo, sin ir más lejos. Quizá tampoco te parezca bien esto de viajar las dos solas con dos chicos, con dos hombres, aunque en todo momento ellos sepan comportarse. Ni siquiera en aquel largo paseo por la orilla del río, ese río sereno y caudaloso, pegado a la gran basílica católica, en tanto que arreglaban el cristal del coche, hizo o dijo Agustín nada fuera de lo normal y lo corriente, a no ser que se tomara como tal el cogerme dos o tres veces del brazo, igual que en aquella ocasión, cuando lo de Lutero King, y al final en aquel antro de canciones. Es su modo de ser, tan particular como aquella idea suya de cantar sus canciones en el Rastro, echándole valor, no tanto como míster Baffin, desde luego, pero expuesto a que alguno se metiera con él, aunque a esa hora se veían tales cosas, tipos y fachas subiendo y bajando aquella cuesta, que con toda seguridad le confundían con uno de tantos, aunque los libros de nuestro pequeño puesto no ocultaban a nadie quiénes éramos. Pero de todas formas, seguro que los demás Hermanos tampoco aprueban de ninguna manera este viaje. Y no es eso lo malo, sino que, apenas se piensa en ello, en su opinión, aparece como una víbora el orgullo. El orgullo se arrastra, se mete en el alma, preguntando:
Y ¿quiénes son esos otros Hermanos? ¿Por qué han de saber más? ¿Quiénes son ellos para juzgar lo que no ven sus ojos, ni sienten, ni padecen? Pero tú, Cecil, eres distinta, tú que todo lo oyes, lo ves y lo sientes. Tu opinión sí cuenta, por supuesto, más que la de Martínez, que se oponía a ti también, pero a ti por ser extranjera. Ni siquiera aprobó tu matrimonio, a pesar de que, gracias a ti, tantas cosas llegaron de fuera: ropas y medicinas y dinero para obras del cementerio y la capilla. Y lo que menos debió aprobar también de ti (si es que llegó a saber de ella), fue aquella ropa que te hiciste traer de Inglaterra porque en el pueblo, según decías, las mujeres se vestían lo mismo por dentro que por fuera. Por ser distinta influiste tanto en papá, según unos en malo, según otros en bueno; ni siquiera en eso fue posible ponerlos de acuerdo, pero lo que, eso sí, más admiraba a todos, era verte luchar, ir y venir a la capital, visitar a los enfermos, empujar a Sedano en cada discusión con los Hermanos, escribir largas cartas a tus padres y no acabar agotada, rendida, sino vestir tus galas cada noche, cosa que nadie se atrevió a reprocharte, aunque en pueblos tan pequeños todo a la larga termine por saberse, quizá porque estaban al tanto de lo mucho que Sedano te quería.
Como el lirio entre las espinas,
así es mi amiga entre las doncellas.
Como el manzano entre los árboles silvestres,
así es mi amado entre los jóvenes.
Bajo la sombra del deseado me senté,
y su fruto fue dulce a mi paladar.
Llevóme a la cámara del vino
y su bandera sobre mí fue amor.
Pero antes del amor, allí estabas, en aquel mísero lecho, enferma, no de amor, sino de aquella triste enfermedad, como tantos, de aquel mal que a ti, tan pulcra y limpia siempre, debía humillarte más. Aquella enfermedad, aquel castigo que revolvía las entrañas en vómitos y amagos, al primer alimento que se tomaba, que te hizo perder el color, los ímpetus primeros, la energía que hasta entonces jamás te había faltado, ni siquiera en las jornadas más duras. Tan postrada estabas, tan perdida, que ni papá mismo te reconoció al pronto. Te estuvo mirando un rato en silencio, y tú le respondías con el mismo silencio. Al fin, Sedano te tomó la muñeca, pero estaba demasiado cansado para llevar la cuenta al galope de la fiebre. Él contaba después que creía más en la fe, en la suerte, en el destino, que en aquellas medicinas que él mismo repartía, en todas aquellas medidas por él recomendadas y que él mismo ya, en ocasiones, ni cumplía. Mas comprendía que incluso la fe, el deseo de vivir debían mantenerse de algo, como el alma del cuerpo, y eso era lo que él suministraba, aún sin gran esperanza. Además, aquel brazo tan blanco le mantenía allí, aquel brazo y la mano apagada sobre el embozo oscuro de la cama. Había tomado la mano aquella y la había ofrecido parte de aquella fe suya, de su energía y su firmeza, intentando sacarla de aquel sórdido lecho, de aquella alcoba oscura y pequeña donde la vida, el mundo, parecían terminar entre aquel rumor monótono de esquilas abajo y la luz escuálida del techo que ayudaba a la que más allá del ventanillo huía.
Allí estabas, tan sola, tan alejada, tan débil, con aquella sonrisa agradecida, cuando juntó con las tuyas sus dos manos, para arrastrarte más, para salvarte más, para hacer de algún modo que siguieras viviendo.
—Vamos, no se preocupe usted. Lo peor va pasando.
—¿Cómo van los enfermos, los demás?
—Mejor también. Les va costando trabajo, como a usted, pero algunos ya hasta se levantan. Ahora ya, las próximas lluvias de abril acabarán barriendo el campo y las conciencias.
—¿Por qué dice las conciencias? —había preguntado, procurando pronunciar correctamente, a pesar del esfuerzo que para ella suponía.
—¿Cómo, si no, el Señor vendría a castigarnos con un mal semejante?
—Sí; quizá sea verdad; puede ser, pero los designios del Señor son difíciles de adivinar; nunca se saben.
—Los designios del Señor, no; pero las lluvias generalmente sí —se había acercado al ventanillo y miraba fuera, como aspirando el aroma del aire—; yo le aseguro que estas lluvias que ya vienen acercándose acabarán con esta mala racha o, como dice el Libro Santo, con nuestras tribulaciones. De modo que esté tranquila y coma en cuanto el cuerpo se lo consienta. —Se volvió hasta el pie de la cama, hasta aquella mano transparente—. ¿Llegó la carta que esperaba de sus padres?
—Sí, aquí la tengo —se la mostraba en el fondo del cajón de la mesilla.
—Seguirán con su miedo todavía.
—¡Oh, yo no les digo la verdad! Espero que el Señor me lo sabrá perdonar.
—Yo sí lo haría, desde luego.
—¡Oh, usted siempre habla de usted, cuando habla del Señor!
—Es que esa es mi mejor forma de conocerlo. Debe ser la costumbre de hablar en la capilla. Yo también espero que Él sepa perdonarme eso.
Si sus padres hubieran conocido sólo una parte de la verdad, hubieran venido en una semana de Inglaterra a llevársela, de igual modo que intentaron hacerla abandonar la idea de aquel su primer viaje. Mas Cecil, desde que lo hubo decidido, desde el primer día en que comenzó a aprender aquel idioma tan duro y tan difícil para ella, pensaba cada mañana en aquel país al que no estaba dispuesta a renunciar, por muchas cosas terribles que contaran.
A veces llegaban a la casa de Londres algún que otro Pastor a su vuelta de España o pintorescos colportores que acababan de recorrer el país intentando repartir propaganda y folletos. Todos a una coincidían. En ningún caso, y menos aún para predicar el Evangelio, era lugar, tierra recomendable para una mujer sola. Una y otra vez, en las tertulias de los sábados, enumeraban los riesgos y peligros: la geografía del país, el carácter agreste de las gentes, los caminos difíciles hasta llegar a las pequeñas Comunidades del interior mantenidas con tantas dificultades y trabajos, la falta de alimentos y, de año en año, aquellas terribles epidemias. Pero Cecil, desde el día en que el padre accedió al fin a contratar al profesor de idiomas, acostumbraba a mirar, nada más levantarse, aquel lienzo de muro que la vista alcanzaba desde su ventana, al otro lado de la calle. Era una casa igual que las demás, con su verja exterior y su breve escalera y aquel farol de cristales oscuros que tanto gustaba ver encenderse de pequeña. Pero ahora aquel muro significaba más, incluso de mañana, cuando parecía más sucio y anodino. Uno de los Pastores le había explicado que, siguiendo en aquella dirección, en línea recta, por un imaginario camino recto, se llegaba a la costa más próxima de España. Hasta allá, hasta esa misma costa —insistía el Pastor—, podía una mujer, una joven señorita, llegar, incluso residir por algún tiempo, en alguno de sus pequeños puertos, templados en el clima y en las almas, con capillas y Comunidades relativamente numerosas, mantenidas casi todas por misioneros ingleses. Allí podría llevar una vida de acuerdo con su condición, gozar al menos de alguna compañía, tratar con las mujeres de los demás Pastores. Pero ya entrar en los pueblos del interior, allí donde los bosques claros de la costa comenzaban a faltar, anunciando desnudas mesetas, era arriesgar mucho, sobre todo una mujer sola y sin ninguna experiencia misionera.
Pero ni aquel Pastor, ni los demás que tantas fatigas contaban de sus viajes, conocían a Cecil. Sólo el padre, quizá, y así lo demostró cediendo al fin en lo del profesor, igual que cedería más tarde en la cuestión del viaje. Él sí debía comprender a Cecil, cuando, a pesar del cólera, insistió en llevar personalmente los socorros que ella misma había reunido, en dinero y medicamentos, a fuerza de visitar Hermanos, parientes y amigos. Ella no amaba aquellas pequeñas ciudades de la costa, blancas, centelleantes de cristales, con su clima tan tibio y barcos que les unían una vez a la semana con su patria. Ella no amaba esa serena calma tan elogiada ante sus padres, ni siquiera la actitud de aquellos misioneros que abrían sus capillas, dispuestos a que la Palabra del Señor se abriera por sí misma paso, por estar la verdad encerrada en ella. Cecil, por el contrario, se veía cruzando aquellos ásperos desiertos que algunos colportores describían habitados por hombres altaneros o afables, por mujeres que la recibirían con recelo. Se veía a sí misma predicando entre ellos cada vez que cerraba los ojos, cada vez que volvía a fijarlos en el muro de enfrente, sucio, feo y monótono. Se veía a sí misma cruzando aquellas llanuras que llamaban páramos, llevando la palabra del Señor, arriesgando su vida, diciendo como Pablo: «He visto a la entrada de vuestra ciudad una estatua a un dios desconocido. De ese Dios es del que vengo a hablaros».
No; ella no pensaba quedarse en la costa. Aún con su imperfecto español elemental, llegaría hasta donde los otros misioneros no habían llegado, más allá de carreteras y caminos, aunque fuera a través de senderos de montaña. En La Coruña, otra vez le habían intentado hacer desistir con las noticias de la epidemia que desde el Sur llegaban. Incluso la mujer del cónsul había intervenido, pero no pudo impedir que tomara el tren a la semana siguiente. Y ya en aquel pequeño convoy que tanto se esforzaba por las cuestas, en el que el revisor hacía su recorrido por un estrecho saledizo, al otro lado de las diminutas ventanillas, viendo los rostros de los viajeros que subían a los últimos vagones, iba reconociendo a su grey, a sus nuevos Hermanos, a sus nuevos amigos. Un nuevo pueblo distinto al que le habían descrito allá en Londres, distinto incluso de aquellos que ocupaban su propio departamento. Todos aquellos hombres y mujeres apiñadas, bajos y negros, sentados sobre fardos y maletas, eran su grey, su pueblo, su destino, por los que era preciso dejar padres y amigos y aquella casa de Londres tan cómoda y silenciosa siempre, tan viva y animada los sábados. Bajo aquel sol vivo y brillante, bajo aquel cielo alto y tan azul, su corazón se aceleraba cada vez que, arrancando del siguiente apeadero, aquel diminuto tren la acercaba a su destino. ¿Quién le habló de aquellos páramos por primera vez? ¿Qué la hizo escogerlos como una vocación, igual que quien adopta un hijo? Puede que el matrimonio aquel que vivió tantos años muy cerca de estas tierras, que al final acabaron por abandonarlas y emigrar a los Estados Unidos. Para hacer una labor allí, al menos decorosa —venían a decir—, era preciso gente joven y de gran vocación. Ellos —reconocían— se sentían cansados, viejos, porque nada cansa, envejece más que sembrar año tras año, sin recoger cosecha. Quizás había sido un desafío como el de aquel otro joven Pastor a quien el mismo cónsul tuvo que ir a sacar de la cárcel. Nunca quería hablar de la aventura aquella, de la que había vuelto con el orgullo más herido que el cuerpo.
Ahora el paisaje, los niños y soldados, con la cabeza al aire fuera de las ventanillas, los bandazos del tren, los desiertos de tierra que llamaban los páramos, no le parecían ni hostiles ni sombríos. Peor eran sus compañeros de viaje que, a fuerza de quererse hacer simpáticos, acababan por resultar tediosos, examinando, hora tras hora, su vestido, su sombrero, sus zapatos, sobre todo después de que el revisor se volviera a asomar para asegurarse de que aquel voluminoso envío de medicinas y alimentos que viajaba en el furgón de equipajes venía realmente a su nombre.
Ahora que ya es noche cerrada, que más allá de los cristales surgen y van quedando atrás luces solitarias, y el rumor de los coches que se cruzan, Virginia descabeza un sueño. Ha apoyado la cabeza en el respaldo del asiento, y su pelo, con la leve corriente que se filtra de fuera, vuela sobre su frente. La boca se entreabre, pero ella se despierta súbitamente, traga saliva y la cierra suspirando como siempre. Parece que estuviera allá en casa, en la alcoba, aunque aquí no hay ruido de trenes, salvo ese que nos siguió un buen trecho, palpitante y negro, abriéndose paso tras de su luz blanca, cónica, inmensa. ¿Tú sabes que allá en nuestra ciudad, en nuestra calle misma, una noche, dos chicos, estos chicos de ahora que se atreven a todo, siguieron hasta el portal de casa a Virginia? Era de noche, y como está delgada y con ese vestido blanco que se hizo este verano, parecía otra, y los chicos, de veintitantos años, iban tras ella insistiendo, diciéndola esas cosas que se dicen ahora. Y Virginia, como de niña muchas veces, se les volvió a la puerta de casa para hacerles cara y no hizo falta más porque los tres se quedaron como helados. Virginia, de su propio valor, y los chicos gritando: «¡Pero si es una vieja!». Ella no me lo dijo. Lo contó la portera. Recuerdo que aquel día se metió en la alcoba y luego, cuando salió a cenar, estaba más cerril que nunca, y bien que se le notaban las lágrimas. A mí, no sé por qué —sí que lo sé—, todo aquello me dio mucho miedo. No por ella, que acaba olvidándolo todo —al menos eso dice—, metiéndolo en esa especie de desván que tiene en la cabeza. Me dio miedo por mí, porque yo no tengo ese desván, ni su fuerza, ni su entereza, y si me echaran así, de pronto, tantos años encima, no volvería a tener un buen sueño, si es que vuelvo a tenerlo algún día. Quizá por eso, este chico, este Agustín, me parece simpático ahora; por lo menos es amable conmigo. En aquel paseo a lo largo del río desde la gran iglesia de los católicos, a veces este pelo mío tan largo que en ocasiones se me enreda, le daba en la cara y él también tenía que apartarlo. A veces, con las cabezas juntas, las manos se tocaban y, sin embargo, apenas nos oíamos, por aquel viento tan fuerte que se levantó y que obligaba a acercarse aún más si querías que te oyeran. Agustín, en vez de hablar, gritaba y se reía.
¿Qué puede suceder cuando un hombre y una mujer se acercan así? ¿Qué puede suceder cuando van, como en Madrid, a un sitio así, donde suceden tales cosas, y luego viajan juntos y duermen tan vecinos que desde una habitación se oye casi todo lo que sucede en la otra, desde palabras al crujir de los muelles de la cama? ¿Qué puede suceder, dime tú, Cecil?
(Sr. Don Lucio Sedano. Ribera de Negrillos.
Mis queridos Hermanos: Si hasta hoy no habéis vuelto a tener noticias mías, no ha sido ciertamente por alejamiento de vosotros o desánimo por mi parte en las tareas del Señor, sino por los trabajos que a veces nos impone, por los hechos que con mi torpe pluma os voy a describir. Como mis queridos Hermanos recordarán, aquel desagradable suceso de nuestro colportor y maestro del pueblo parecía tocar a su fin con la vuelta de aquel a su patria y la requisitoria para el juicio oral en el que estaba seguro saldría victoriosa mi causa. Para honra mía, pues el Señor así lo dispone, y deshonra de la justicia que de tal modo procede, no ha sido así. He sido condenado a una semana de cárcel por desacato a no sé qué invisible o impalpable autoridad, a no ser que se considere como tal a la turba de niños a los que el colportor y yo afeamos su conducta. Entrar aquí es como entrar en el infierno y no por causa del guardián, hombre amable que me respeta y no ha puesto el menor obstáculo para que escriba y salga esta carta de entre estas oscuras y cerradas paredes. El infierno al que quiero aludir es el del piso alto, donde están encerradas las mujeres, unas cuantas celdas pobladas de demonios que gritan, charlan, dicen cosas que ningún oído que se tenga por cristiano, o decente tan sólo, puede oír…)
Y Sedano, a medida que caminaba tras el guarda, pensaba que el Hermano no exageraba en su carta demasiado. Era como si un barco cargado de demonios se amotinara arriba, más allá de la celosía de madera que cubría el último piso y la azotea. El carcelero no hacía mucho caso, según iban cruzando el piso de cemento de aquel patio hexagonal. Sólo, a veces, gritaba: «¡A callar, zorras!», en tanto se acercaban a la celda. Y de arriba, como un coro, como una letanía, las mismas voces, pero ahora riendo: «Tu madre… tu madre… tu madre…»
—¡A callaros o subo con el cinto!
—¿Nos trae usted otro hombre, señor Jacinto?
—Os traigo lo que yo me sé a la primera voz que vuelva a oír.
Y ahora sí que habían enmudecido, aunque el rumor de pasos, cuchicheos y risas, continuaba tras las celosías.
—¡Ya ve qué gente! —se había lamentado el señor Jacinto—. Y eso que las tenemos separadas de los presos. Aunque no sé qué será peor.
Y de nuevo llegaba aquella voz desde lo alto, la más ronca de todas.
—¿Cuándo vuelve la música, señor Jacinto?
—Para el año que viene.
—¿Y el globo, señor Jacinto?
—El globo te lo van a hacer a ti, el día que te suelten.
—Si es usted, no hace falta esperar tanto, pero súbase un puñado de almendras, un paquetillo de caramelos.
—Esa es la peor —murmuraba el señor Jacinto por lo bajo—; con ser la más vieja, es la que revoluciona a las demás. El día que la pongan en la calle, va a ser un buen respiro para todos, para las mujeres y los hombres, aunque a los hombres, como podrá usted ver, apenas se les oye.
—¿Y eso de la música?
—Pues eso de la música es que de vez en cuando, por deseo de la Junta de Damas, de no sé qué damas que se ocupan de los presos, viene aquí la banda municipal y da un concierto en el patio. Es una historia, porque tengo que sacar a los reclusos de las celdas, pero lo que es a las mujeres, no las suelto. Pero con todo y eso, ya puede imaginarse: todo son señas y voces. Lo del globo es que una vez, hace ya algunos años, por las fiestas de aquí, además de la música, se soltó un globo de esos que suben, de aire caliente, que llevan una mecha dentro, pero casi se quema un tejado de arriba y desde entonces lo suspendieron.
Había alzado el gran manojo de llaves tan macizas y sonoras, abriendo una de aquellas celdas del piso bajo, todas blancas e iguales. Allí estaba el Hermano, tal como Sedano esperaba encontrarle, sentado en su petate, con su Biblia en la mano.
—Aquí le tiene usted —decía el señor Jacinto—; como no es de delito común, pueden salir ustedes, si quieren, al patio.
Había otros dos reclusos en la celda. Uno tumbado, fumando, y otro que preguntaba, viendo salir al Hermano acompañado de Sedano:
—¿Y nosotros, señor Jacinto?
—Vosotros a callar y estar tranquilos, que bastante revuelto anda hoy el cotarro.
—¿Lo dice por la Coja?
—No lo digo por nadie. Hale, adentro —y echó otra vez la llave, dejando al preso asomado al ventanillo de la puerta.
—¡Eh, Coja! —le oyó gritar a sus espaldas—. ¿Qué tal andamos hoy? ¿Cómo va ese rebaño?
—Aquí no hay ningún rebaño —vino al punto la voz ronca de arriba—. Los únicos cuernos que se ven por aquí, son los del piso de abajo.
Pero el señor Jacinto no oía ya aquellas voces. Dejó a los dos hombres paseando en el patio y él se metió en su pequeña oficina, dejando la puerta entreabierta, a través de la cual se veían un retrato del rey y una mesa con brasero de cisco.
Allí estaban los dos, yendo y viniendo por el cemento helado del patio, sin atreverse a levantar la voz, interrumpidos a cada instante por los gritos que de arriba venían. Al fin, a fuerza de hacer como que no los oían, se habían calmado un poco y el Hermano le explicaba ahora que a fin de cuentas apenas le quedaban dos días y el Señor seguramente había querido con todo ello probarle, llevarle a conocer un mundo que a veces se olvidaban de que existía. Había otros que padecían su misma suerte, pero por más tiempo, como aquel soldado que se había negado a arrodillarse en la misa y que gracias al telegrama al rey llevaba camino de recuperar también la libertad dentro de poco. (Exmo. Sr. Presidente del Consejo de Ministros: Los miembros de las Iglesias Evangélicas de esta región, reunidos en Asamblea, suplican respetuosamente a V.E. que por su Gobierno se den disposiciones necesarias para dispensar militares Evangélicos asistencia cultos católicos. Además aconsejar al Rey, indulto en favor del soldado, caso de ser condenado.)
Sedano se calló que el rey no firmaría aquel indulto, ni posiblemente ninguno más, porque estaba muriéndose. Había sido un buen rey para ellos, mas si era verdad lo que se decía, y aunque el primer ministro quisiera hacer la gestión, aún pasaría un largo tiempo para aquel soldado preso.
Y, mientras tanto, de nuevo, las voces llegaban desde arriba.
—¡Eh, pareja! ¿Qué andáis tramando ahí? ¡Eh, tú, buen mozo; sí, tú, el del pelo blanco!
—Señor Jacinto, salga, que suben.
—Salga, que vienen a por nosotras.
Sedano había querido contestarlas, pero el Hermano casi se había echado a temblar.
—No, por Dios. Ni lo intente. No tiene usted idea de lo que son capaces cuando se ponen como ahora. Además, es inútil. Yo también intenté dialogar con mis dos compañeros de celda, pero es inútil, a pesar de que los hombres por lo menos escuchan. Te escuchan, parece que te entienden, pero en realidad se ve que están pensando en otra cosa; los que tienen familia, en la familia, y los que no, en los días que les quedan, a ellos y a las otras. Te escuchan, se encogen de hombros y se tumban a dormir sin decir nada. Pero con las mujeres, peor, sin comparar. Cuando les da por gritar, ya puede prepararse a escuchar y ver cosas.
—¿A ver? ¿Qué puede verse desde aquí abajo?
—Mire usted; un día que trajeron a una reclusa nueva se armó otra como hoy, pero en peor. Por lo visto, no estaba bien del todo, no estaba bien de la cabeza y la dio por desnudarse y tirar todo al patio, todo: ropas mayores y menores. Se armó tal alboroto, que estuvieron todos, hombres y mujeres, un día a pan y agua.
Ahora arriba, de nuevo, no se escuchaba ni siquiera un murmullo, sólo el lamento, cada vez más tenue, de unos grajos lejanos. Los otros grajos, los del piso de arriba, o se habían vuelto cada cual a su celda, o intentaban escuchar la conversación de los dos hombres abajo.
—Todo eso es sólo culpa de la vida que llevan —opinaba Sedano.
—De la vida que arrastra el país —de pronto se inflamaba el otro—. Dígame: ¿qué vemos a nuestro alrededor? Cada vez mayor indiferencia. Ya pasaron aquellos días grandes en que la gente acudía a nosotros casi sin ser llamados. Ahora, con esa propaganda anticlerical que invade media España, acabaremos perdiendo unos y otros, todos.
—Allá en la ciudad nuestra ya existe una sociedad de esas. Una sociedad laica, con su escuela y todo, en contra de todas las Iglesias.
—¿No le digo? Y por si fuera poco, llegan los darbystas ahora, con sus ideas nuevas.
Se detuvo un instante y miró las silenciosas celosías, las paredes de sucia cal y el grifo con su sonoro gotear en el silencio del patio. Miró también la puerta entreabierta del señor Jacinto, más allá de la cual podían verse sus piernas al resplandor rojizo del brasero.
—Bien puede asegurarse —suspiró— que atravesamos malos, muy malos tiempos.
—Peores los hubo.
—Sí, claro, en la Antigüedad, cuando nuestros antecesores acababan en la hoguera; pero hoy no es ese el caso; hoy nuestro mayor enemigo no son las llamas, sino la indiferencia. El interés de todos, cualquiera que sea su condición social, se vuelve hacia la política. Ya los más pobres sueñan con una república extremista que les saque al fin de la miseria y lo peor de todo es que hay muchos que les dan la razón y les animan, no sólo con la palabra, sino con el ejemplo.
—Lo dice por el Pastor de Linares…
—Por ese y por los otros que se afilian a los Partidos que conspiran contra el Gobierno. A ese le destituyeron, le cerraron la capilla…
—Pues al que vino tras él, le vino a suceder más o menos lo mismo.
—En eso hay que reconocer —había suspirado de nuevo el otro, mirando fugazmente hacia las celosías en lo alto— que las mujeres son más constantes, más firmes en la fe. Siguiendo un poco la historia de cualquiera de nuestras Iglesias, hay que reconocer que en ellas fue donde antes prendió la palabra del Señor y las últimas en abandonarle, cuando vinieron los malos tiempos.
—Incluso aquí —insistía Sedano, mirando también la celosía—; si alguien se decidiera a hablarías, puede que algo se consiguiera.
—No, no; ni pensarlo —había un gran temor en los ojos del Hermano—. Ni ellas le escucharían, ni el reglamento lo permite. Sólo pueden dirigirles la palabra el médico, el capellán o las autoridades de la cárcel.
Quizá tenía razón, pero bien se veía que, sólo de pensarlo, aquel hombre que se había enfrentado a mayores riesgos, se echaba a temblar. Y, sin embargo —pensaba Sedano—, eran mujeres como las demás, aunque las leyes impidieran hablar con ellas, aunque la mayoría, como el señor Jacinto aseguraba, estuvieran perturbadas por la vida o el vicio.
—Ellas tienen su gimnasia, su método —caminaba entre los dos rumbo a la celda—; ellas aprenden a arreglarse a su modo. La que no sabe, pronto se lo enseñan.
—Aunque usted lo cuente así, con tal tranquilidad, no deja de ser terrible.
—Terrible. ¿Por qué? Lo malo es tirarse de cabeza al patio como ya se tiró una, hará como un par de años. Yo ya llevo mi tiempo aquí y he visto lo bastante para no asustarme, cosas de las que ni usted, ni aquí su amigo el recluso, tienen idea, aunque son hombres y pueden figurárselo. Gracias a que me destinaron ya casado, que si no, bien soltero me quedo de por vida.
—O sea, que me da usted la razón…
—Se la doy y no se la doy. Aquí cada uno pide lo que Dios no le dio, y algunos lo que les dio y un poco más, si me apura. Aquí hay pocas cosas en qué pensar si no es en escaparse, y de aquí no se escapa ninguno, ya me entiende. Fuera, en la vida, hay cosas que no se piensan ni se hacen pues, por falta de tiempo más que por otra cosa. Aquí el tiempo les sobra; se me pasan el día en el petate, de modo que los que tienen condenas largas, pues lo corriente es que no salgan como entraron. Y lo mismo digo de la banda de la Coja. En fin —abría la puerta de la celda—, para qué les voy a contar. ¿No son ustedes hombres como yo?, pues ya se lo imaginan, repito. Lo que hace falta es que su amigo vuelva por aquí lo menos posible, porque yo, que al primer vistazo catalogo a los reclusos, sé distinguir quién es persona y quién es chusma, gente de tralla, de la que nada se saca en limpio por mucha misa que les digan los domingos. Y lo mismo les digo de las prójimas de arriba.
Y, sin embargo, el Señor no hizo jamás tal distinción. Era cuestión de un poco de valor, de no oír, de sufrir un poco. ¿Qué puede insultar, ofender, despreciar, herir una mujer que no haya herido, insultado, ofendido, la palabra del hombre? La diferencia estaba, como siempre, en que el sexo andaba de por medio; mas a Sedano eso no le asustaba como al otro Hermano. El sexo no era ni más ni menos que un instante, un acto más de la ley natural, santificado luego dentro del orden de la Iglesia. Tal se lo había explicado a sus dos hijas. Por lo demás, tan sólo unos instantes, borrados después, sin huella, a no ser que se deje uno dominar por él, a menos que se le permita entrar en la cabeza. Entonces se convierte en un animal salvaje, peligroso. Si se le deja en paz, él os dejará en paz. Si se le excita, acabará por devoraros. Y como una alimaña también, tiene a su vez sus lugares y sus días.
Algo así les hubiera explicado a la Coja y las otras: «Si os dejáis devorar por tal animal, de nada os servirá salir de aquí un día, pero si conseguís alejarle de vosotras, estos días de cárcel, de prisión, pueden llegar a ser de libertad definitiva, porque la auténtica libertad sólo se halla en el camino verdadero».
Pero no, Cecil, eso no es el amor tal como yo me lo imagino. El amor debe ser lo de aquel chico pequeño, pegado a la verja de la casa. Aquello de pensar en él por la noche, en la escuela, o después en la cama, cuando Virginia aún no me hacía compañía. Era echarle de menos cuando no le veía pasar por delante de casa, camino de la escuela con los otros y acordarme después de esos ojos tan grandes y sentir de noche como si se fuera a abrir la puerta de la verja. Y el gran disgusto cuando estuvo malo, y aquel otro cuando se fue definitivamente y Virginia me dijo que nunca más volvería. Debe ser ese modo de mirar que tiene la mujer de Muñoz cuando le mira y calla, cuando le oye hablar el domingo en la capilla; debe ser ese odio que ha cogido Virginia a Molina y su demonio, o esas prisas de Arturo en los días que se queda citado con la novia, esa novia que lleva en la cartera en un marco redondo de plástico. Debe ser ese ir y venir de los chicos y chicas hasta el río en verano. Debe ser eso y todo lo demás, todo lo que se sabe, todo lo que se adivina, más allá de la niebla del río, tu ropa y tus sábanas que mamá quiso quemar. Lo que no es amor es aquella soledad del piso, con sus trenes que lloran y también aquella otra soledad más callada de nuestra biblioteca. La soledad de la visita a los enfermos o los cultos en la capilla, o el contar en el espejo los años, ese espejo del que mamá decía que, mirándose en él, aparece el demonio al otro lado. Pero ni siquiera el diablo aparece. No me importaría verle una noche la cara y los cuernos, porque nada de eso es amor, como tampoco lo eran los años últimos de mamá, con sus llantos a solas, ni hasta puede que ni siquiera los primeros. ¿Qué veía mamá, cuando ella se miraba en ese mismo espejo que está ahora en nuestra alcoba? ¿Vería al demonio? ¿Se vería tal como la iban dejando los años y los llantos? ¿O te veía a ti, Cecil, en aquella misma alcoba con Sedano?
Yo no sé cómo será, pero me imagino que, a partir de cierta edad, debe ser no volverse tan dura ni tan agria como Virginia, y antes como Sedano y tú: esperarle a veces hasta bien entrada la noche, metida entre esas sábanas que te mandó tu madre de Inglaterra. Era esperar leyendo a la cálida luz de la pantalla, sentir pasar las horas, escuchar su sonido en el reloj de abajo con su máquina tan suave y solemne, con sus campanadas interminables. De tiempo en tiempo, luchar con el sueño, siguiendo con esfuerzo las apretadas hojas de tus revistas o tu Biblia. Encontrarte Sedano dormida y despertarte al quitar aquel libro de las manos, o resistir el sueño hasta escuchar abajo la cerradura de la puerta. Oír ese rumor metálico y, hasta entonces, el ladrar de los perros y el rumor de todo lo que el viento arrastra, rompe o mueve. Oírle subir desde el piso de abajo; dejar el libro a un lado y seguir esperando («busqué en mi lecho al que ama mi alma y no lo hallé»); verle aparecer en el quicio de la puerta, cansado o victorioso, alegre o muerto («huerto cerrado eres, hermana, esposa mía; fuente cerrada, fuente de huertos, pozo de vivas aguas»); contemplarle allí inmóvil casi cubriendo el marco y sentir acercarse («ven, sopla mi huerto y desprende mis aromas; ven, amado, a mi huerto y come de su fruta»). Es tal vez como esas luces que se apagan o pasan, que se asoman, iluminan los rostros desde fuera, que los deforman a través de los cristales, mojados, arañados a veces por la lluvia. Se apoya la cabeza en el respaldo del asiento y se ven tus ojos donde está la muerte. Cierro mis ojos y te sigo viendo junto a imágenes lejanas, vagas constelaciones, grietas, sutiles transparencias más allá de las cuales se agitan, van y vienen Agustín, Virginia, Arturo, papá, mamá, en relámpagos que no se llegan a entender pero que están a punto de ser verdad, que llegan a acongojarte como las historias verdaderas. Son historias a veces complicadas que se prolongan interminables hacia los años que vienen o hacia atrás, hacia la infancia, donde lo único que falla es que no puedes oír lo que dicen sus personajes. Nunca es posible seguir, todo a lo largo, el hilo de una frase.
Aquí, en el coche, es diferente, porque el sueño no es sueño, sino sólo como una ausencia, pensar que se pasea con Agustín por aquel ancho río, pensarlo, imaginar lo mismo, idéntica escena tanto tiempo que al abrir los ojos es como si hubiera pasado un año, cien kilómetros, aunque todo sigue igual, con Virginia a mi lado, quién sabe si también imaginando sus historias.
Luces, rumor de tráfico, primeras detenciones largas. Largas hileras de luces que se van alternando con otras de colores, más allá de la lluvia que continúa arañando los cristales. Las primeras preguntas de Agustín sobre la calle del hotel, esa fuente tan blanca, luminosa, como polvo de azúcar, como ese algodón que venden por el verano en las verbenas. Gente que se apresura a la entrada de los cines, bajo el relámpago luminoso de las enormes letras. Puestos unas veces cerrados, con macetas vacías, y otras iluminados, repletos de revistas enfundadas en plástico, bajo la mansa luz de esas bombillas de esos árboles sin hojas que forman como una gran tela de araña que flota mecida por la brisa cuando sube a ratos desde el puerto cercano.