Cuando el segundo de los peones hubo abandonado el tajo, siguiendo el camino del primero, quedaron solos, mano a mano, Molina y el viejo. Ahora que los días lluviosos, pero templados aún, parecían llamar definitivamente al invierno, cuando el tiempo valía más, sus manos valían menos. La gente del pueblo siguió sin querer subir. Por ese dinero —decían— no valía la pena. Era mejor quedarse en casa o en el bar con su televisión y su flamenco, jugando unas manos, dejando pasar la tarde. Además, siendo tan pocos ahora, sobraban pastos, tierras, casas para ellos, para los seis o siete vecinos a que la aldea había quedado reducida. Los pobres de antaño, los que nunca tuvieron tierras, los que no tuvieron prados que vender para marchar, eran ricos ahora. Por apenas dinero, eran ricos en tiempo, tranquilidad, cosechas, luz, televisión, agua corriente incluso alguna de las casas y, con el tiempo, hasta puede que con teléfono, a no ser que, como a los otros antes, les arrastraran las hijas fuera. Las hijas eran su demonio —se decía Molina—, llevaban a los padres a su vida de miseria, allá adentro, en los barrios oscuros de las pequeñas ciudades donde, desde pequeñas, sin conocerlas, anhelaban casarse.

Y pensando en ellas se veía a sí mismo, aunque él su huerta no la hubiera vendido, ni su casa, ni el horno, ni su demonio le empujara tanto ahora, ni se preocupara tanto como en un principio de si el péndulo iba o venía más de prisa o despacio. Y no empujando su demonio y el hermano sin aparecer, sólo el hijo venía con el dinero cada quince días, en viajes rápidos cuya vuelta aprovechaba ella para hacer una visita a sus padres; sin la ayuda fundamental de los peones, a veces se sentaba con el viejo a encender un cigarro, dejando el pico quieto y la vagoneta inmóvil, olvidando incluso el camión, a pesar del claxon insistente que sonaba abajo.

—Tú déjale que toque —aconsejaba el viejo—; estos, los de junto al patrón, son todos iguales. ¿No le tiene tanto reparo a mancharse las manos? Pues que espere, que eso no mancha a nadie. Ahí tiene un bar abajo. Y si eso no le gusta, que se largue. ¿Qué va a decir? ¿Que trabajamos poco? ¿Cuántos somos? Que aprenda a tener paciencia. En este mundo, la paciencia hace falta siempre, para todo.

A no ser por las bocanadas de humo que el viento barría de sus labios, Molina hubiera dicho que escuchaba a un misionero, pero no al Hermano Muñoz, sino a míster Baffin. La misma tranquilidad, la misma aparente indiferencia hacia las cosas que, como el tiempo, a veces se encrespaba si creía que su causa era justa. Miraba o, mejor, asistía a la vida como desde una lejana eternidad, igual que si sus ojos azules y un poco velados ya, como los de Baffin, abarcaran, no la mina, el pueblo y el valle, sino el tiempo en común de los dos, a un tiempo, la eternidad y el valle, el cielo y la tierra. No trabajar con él, ese ocio en común era distinto al ocio con los otros, con los dos que se fueron, era mirar como siempre hacia atrás, recordar a través de aquellos turbios, grises cristales, de sus palabras espaciadas y concretas, la llegada de míster Baffin al Páramo para salvar los lugares de culto establecidos antes. Él, por entonces, apenas conocía a los Hermanos sino por informes negativos, como el de aquella revista presbiteriana que decía: «Es de esperar que sus Misiones se extingan pronto, pues de todas las confesiones protestantes son los vistos con menos simpatía». La unidad de los primeros tiempos, de aquellos tiempos que describía a menudo el padre de Molina, había ido poco a poco desapareciendo, a medida que el número de fieles crecía. Todos se lamentaban de no formar un bloque unido como los católicos, mas al tiempo, ninguno estaba dispuesto a transigir; todos pensaban encerrar la verdad en su mano. Molina recordaba aquellas marchas súbitas, las discusiones largas en casa de su padre con aquellos violentos pioneros de tan distintas confesiones. Predicaban su fe en la capital o en el pueblo, sus propios puntos de vista sobre la doctrina, celebrando unas cuantas reuniones de culto, y acababan registrando en sus libros las profesiones de fe que hubieran tenido lugar durante su estancia. Luego, a los pocos meses de su marcha, las aguas de la fe volvían a su cauce. Por eso le llamó más la atención míster Baffin. Era el único dispuesto a cambiar a su vez, el único que —como ahora se decía— admitía dudas, preguntas, diálogo. Estaba dispuesto incluso a dar, por su parte, un primer paso hacia cualquier Iglesia que se mostrara más eficaz en la conquista de estas hostiles almas españolas. Así fue cómo desde Madrid llegó hasta la pequeña capital del Páramo, con su impasible tranquilidad, terca y segura en apariencia y, como tantos otros, con su torpe castellano. A pesar de los avisos de amigos de Madrid, pronto se dio cuenta de que, a medida que se iba abriendo paso por aquellas peladas llanuras hacia el Norte, cada vez más lejos de las grandes ciudades, las Comunidades más numerosas y, en el peor de los casos, más fieles eran precisamente las de los Hermanos. Las respuestas del padre de Molina, de Martínez, del ya viejo Sedano, eran siempre las mismas: el país no era su capital, ni sus grandes ciudades, el país eran cientos de aldeas como aquellas y el aire de la ciudad no hacía al hombre libre, como dice el refrán, sino que lo esclaviza, lo aparta del Señor. Aquellas asambleas que a Baffin le parecieron en un principio anárquicas, eran las que más se adecuaban al modo de ser, anárquico también, de aquellos aldeanos resecos, mudos, pero que una vez rota su primera desconfianza, una vez libres de su timidez hacia todo lo nacido más allá de aquella borrosa cadena de montañas, eran capaces de explicarse, de razonar, a la altura de otro cualquier cristiano, si no a veces en floridas palabras, sí, en cambio, en muy claros conceptos, que al mismo míster Baffin, en ocasiones, dejaban perplejo. El obstáculo mayor era su tradicional desconfianza por los maestros extranjeros, que a algunos hacía escribir en sus cartas a Londres: «Los celos de los españoles contra la intervención extranjera y su ingratitud por los favores prodigados, harán la tarea del misionero que trabaja en España siempre difícil e ingrata. Es de esperar que, con el tiempo, el Evangelio deje hacer notar su influencia sobre ellos de manera que abandonen tal actitud».

Mas míster Baffin no era de tal opinión y en vez de escribir cartas no se cansaba nunca de cruzar una y otra vez la región desde el valle donde el herrero, entonces joven, luchaba con el fuego y la humedad de su fragua, hasta las florecientes Misiones de la costa, más allá de la gran cadena de montañas. Aún las lápidas no estaban en el prado. Aún vivían aquellos que ahora ya descansaban bajo la blanda hierba, cubiertos de genciana, de zarzas y violetas. Aún vivían con su fe traída del otro lado del mar y Baffin, que tanto gustaba de la naturaleza, había llevado un día a Molina hasta allí, a conocer aquel valle del que siempre hablaba, con su recodo junto al río, con sus robles y enebros, tal como él mismo se imaginaba el Paraíso a través de sus lecturas de los Libros Santos.

Mas no todo era paz. Los días de trabajo de míster Baffin, ya metido de lleno en la labor de los Hermanos, variaban como el viento en verano. Molina recordaba tan pronto una total libertad religiosa, como un tiempo de simple tolerancia, con prohibición de ceremonias en público, lo que daba lugar a interminables discusiones con las autoridades, según la interpretación de cada uno. Acusaciones de manifestación pública, cada vez que un entierro cruzaba cualquier plaza mayor, camino de su propio cementerio, nueva acusación por rezos o dirigir la palabra a los asistentes, al ser considerado el cementerio como lugar público también, demandas ante los jueces por no descubrirse al ver pasar el Viático, autos de fe con Biblias y desafíos orales entre curas y Pastores, que al final degeneraban en riña entre los espectadores. Terrenos de habas sembrados de sal, chopos descortezados para que se secaran y hasta un disparo de revólver que entró por la ventana, se enterró en el techo y dejó a Molina y los demás temblando, tratando de concluir sus himnos a duras penas, rogándole al Señor que no les imputase pecado de odio, sino valor para perdonar a sus enemigos.

Por entonces escribió míster Baffin a Inglaterra: «Todo son desafíos y provocaciones, pero esperamos vencer por medio de Aquel que nos conforta…» Mentir le repugnaba, pero su miedo apuntaba, más que a las piedras o aquel disparo perdido, al hecho de que la Sociedad Británica decidiera cerrar en España sus Misiones, tal como ya había sucedido en otros países.

Un día, también ellos tuvieron derecho a anunciar sus Iglesias y capillas y surgieron letreros en muchas fachadas hasta entonces anónimas; mas a pesar del trabajo tan duro, de tantas predicaciones, tantos viajes constantes, míster Baffin se preguntaba cada día si los frutos correspondían a lo que él en sus cartas a la Sociedad contaba. Era fácil relativamente llegar a una determinada cantidad de adeptos, proporcionada a cada villa o pueblo, mas rebasarla en proporción importante, en medida apreciable, resultaba imposible. A veces, en las ardientes pensiones del Páramo, a lo largo de aquellas interminables pausas entre plato y plato, con el cuello acribillado por las moscas o en la cama prestada por algún Hermano, se preguntaba si aquellos nuevos obreros de su Iglesia, educados por él, seguirían en su misma fe al paso de los años, como auténticos obreros, como auténticos Hermanos.

Otro día, ya al final de sus viajes, cuando las piernas ya empezaban a fallar, un día de verano, con el tiempo amarillo y tostado, vibrante, crepitando, le llegó una noticia buena y mala a la vez. El Comité de la Sociedad había recomendado retirarse paulatinamente y con cautela de todas las Misiones en Europa, es decir, de todo el Continente, pero tal recomendación, al final, no había sido aceptada. Ello significaba que aún seguirían recibiendo respaldo y ayuda, pero, también, que en cualquier momento estaban expuestos a perderla.

—¿Alguna mala noticia, Hermano? —le había preguntado la madre de Molina.

—No; todo lo contrario —aseguraba—. ¿Cómo habría el Señor de enviarnos una noticia desagradable en un día como hoy?

—Bien puede usted decirlo —respondía la mujer a sus espaldas—. ¡Lástima que se lo pierda mi marido!

—Aunque no esté entre nosotros, ya él también dará al Señor gracias por nuestro Hermano nuevo. Allá adentro, en la cocina de la casa, andaban ayudando las dos hijas de Sedano, la más alta y más rubia, y la otra, sonriente y más pequeña, mirando como siempre aquel pelo entre dorado y blanco, quizá riéndose, como siempre también, de aquel acento extraño, de aquella lengua vacilante que parecía buscar las palabras, sopesarlas, calibrarlas, censurarlas incluso, antes de que salieran de sus labios.

—¿De modo que vuestro padre está de viaje? —había conseguido hilvanar míster Baffin.

La rubia de las trenzas había asentido y la pequeña había vuelto a reírse en el fondo oscuro de sus ojos.

—¿Y está todo ya listo?

—Todo listo —respondían, a la vez, la madre de Molina y la mujer de Sedano.

La huerta donde la acequia estaba, no andaba muy lejos. Allí esperaban los hombres de la Comunidad y Molina iba indicando a Baffin el camino procurando no llamar demasiado la atención, pero siempre era igual; ya a los primeros pasos, la gente parecía estar al tanto de su llegada, incluso del motivo de la presencia de míster Baffin allí.

Molina recordaba aquel largo camino hasta la acequia como un desfile ante rostros avizores que se asomaban tras un rumor de cortinas descorridas, de persianas subidas apresuradamente. Otras veces miraban desde algún balcón o, sin más, saliendo hasta el quicio de la puerta. Ni una palabra, ni un comentario entre sí; algunos volvían al interior, a su quehacer en los hornos o en la casa, pero otros, los chicos sobre todo, les seguían buen trecho, en un grupo que, poco a poco, iba aumentando hasta llegar al pie de las mismas tapias, tan altas, empinadas y enteras que sólo ellos eran capaces de escalar.

Y a a la puerta del huerto esperaba parte de la Comunidad con el tío de Molina, Martínez y algún otro de los Ancianos excusándose de aquel sol que tanto debía agobiar a míster Baffin, insistiendo en que se refrescara un poco.

—¡Oh! Ya estoy acostumbrado a este calor. Ya los he pasado peores. Yo prefiero no beber nada por ahora. Prefiero no sudar luego.

Se había iniciado un pequeño cortejo de hombres solos que aumentaba también a medida que cruzaban, todo a lo ancho, la interminable penumbra de la casa, hasta llegar casi de improviso ante la acequia. Allí, al pie de unos árboles frutales se hallaban el resto de los hombres, de los Hermanos, también vestidos como para una fiesta, con su camisa blanca, planchada, y sus zapatos negros, relucientes, brillantes.

A todos fue saludando míster Baffin, estrechando las manos de aquellos rostros sonrientes, hasta llegar al primo de Molina, cubierto con un guardapolvo color barro.

—Les presento a mi hijo —murmuraba con orgullo el padre—. Quiera el Señor que estas aguas que hoy va a recibir, se perpetúen a su vez a través de sus hijos.

—Así sea —habían respondido todos.

Y Molina recordaba bien aquellos ojos de su tío, como un cristal azul en la maraña oscura de su rostro deshecho en arrugas. Sonreía, apenas sabía qué añadir, inclinó la cabeza como esperando alguna bendición y, apartándose definitivamente, dejó de protagonista al hijo, enfundado en su viejo guardapolvo.

Todo el grupo se había acercado ahora en torno a la acequia. Todos, hombres, jóvenes y viejos, incluso algunos niños que entorpecían el paso de los mayores. De pronto se había hecho como un tácito silencio hasta el que llegaban las voces y rumores de siempre: aquellos eternos perros ladrándole a su eco o el disparo de invisibles cazadores, el segar agresivo de las chicharras como cortando un páramo de piedra. Más allá de las tapias, lejos de los manzanos, allí donde el sol hacía reverberar las viñas, alzando sobre el campo aquellos errantes torbellinos que eran el alma errante, extraviada, de la tierra, parecía nacer la voz de Baffin, ahora segura, trasformada a medida que leía en su gran Libro de tapas relucientes y oscuras.

—Oídme los que en torno a estas aguas os halláis reunidos, los que perseguís la justicia en esta Tierra, los que a orillas de este nuevo Jordán buscáis en Jehová consuelo. Ciertamente Él consolará vuestras soledades, tornará vuestro desierto en Paraíso y vuestra tierra estéril en frondoso huerto. En Él encontraréis alegría, gozo y alabanza. «Estad atentos, dice Jehová, pueblo mío, nación mía, pues de Mí saldrá la ley y Mi juicio descubriré para luz de los pueblos. Alzad al cielo vuestros ojos —y casi sin querer los alzaba el grupo entero, en torno al neófito, desde el fondo verdinegro hasta el techo inmóvil de las hojas— y mirad después abajo, a la tierra. Los cielos serán deshechos como el humo y la tierra envejecerá, de igual modo que sus moradores. Mas la salud de los míos será eterna y Mi justicia no perecerá.»

Ya el joven se había quitado el guardapolvo y, descalzo, se alzaba hasta el borde del agua, sentándose en el muro de ladrillo ayudado por otros dos Hermanos. Había cruzado las manos sobre el pecho y cerrado los ojos.

—«Oídme los que conocéis la Verdad, pueblo en cuyo corazón está Mi ley. No temáis las afrentas de los hombres, ni desmayéis por sus denuestos, porque igual que a la carne la comerá el gusano, Mi justicia permanecerá perpetuamente, y Mi salud, por los siglos de los siglos.»

Ahora el primo de Molina se deslizaba, apretándose la nariz con los dedos, en el fondo tranquilo, verdinegro, hasta que el agua cubrió totalmente su cabeza. Con su calzón de baño y su blanca camiseta y la mancha tostada del sol en el cuello y los brazos, parecía un paisano como algunos de los que allí mismo, en aquel pueblo, a aquella misma hora, se refrescaban como podían. La única diferencia era aquel corro de figuras negras alrededor del ojo verdinegro y la voz vacilante de Baffin recitando a Isaías en el silencio animado por el monótono danzar de los moscones. El recién bautizado había vuelto a sacar la cabeza al aire seco, fresco de la huerta, su cuerpo volvió a recuperar sus formas y, poniéndose en pie, surgió de pronto asiéndose al borde de ladrillo. Volvieron repentinamente las voces y todos se apresuraron a secarle, a darle la toalla.

—Hermanos: hoy es un día grande para la gran familia del Señor, es un día que muchos recordarán, aún cuando pase mucho tiempo. No sólo aquel que fue redimido por el agua, sino aquellos otros que estáis aquí, pues a todos alcanzará Su gracia.

Y de más allá de las tapias viene de pronto el estampido de un rosario de cohetes y luego un alarido, un grito de muchas voces jóvenes que se prolonga hasta los chicos subidos en las tapias. Mas el rostro de todos los presentes, la voz de Baffin, permanecen inmutables, como ya acostumbrados a peores avatares, ajenos a los cohetes, incluso a la campana que, al otro extremo del pueblo, comienza a repicar a muerto. Ni siquiera las mujeres parecen oírla en tanto reciben a la comitiva, a la sombra fresca de las parras. Al contrario, sonríen, en tanto van extendiendo los manteles sobre las mesas, unidas ya, en torno a las cuales vendrá luego la comida. Los chicos que atisbaban sobre las tapias, algunos otros que esperaban ante la puerta de la casa como allá en la capital a cada entierro, acabarán por aburrirse, por marchar, agotada la curiosidad y los cohetes, y cuando míster Baffin vuelva a cruzar, con Molina a su lado, el camino que le lleva hasta casa de este, ya no será tan largo, apenas algún niño, una mirada seguirán sus pasos o un perro de esos que van y vienen solitarios, que siguen a todos durante un trecho como pidiendo un amo.

De pronto el claxon vuelve a sonar insistente, abajo. Esta vez no es el camión, sino el coche del Hermano que acaba de aparcar a su lado.

—Es el hijo —aclara el viejo, antes de comenzar a cargar el péndulo de nuevo.

Abajo se reconoce al muchacho con su jersey oscuro, de cuello alto, con sus pantalones ceñidos y claros.

Molina examina con atención, junto a él, la carretera, abajo, pero nadie más se apea del auto. Su demonio ha debido quedar otro día con sus padres. El sobrino, como siempre, trae el dinero. Habla poco y se despide pronto, con un vago saludo a los dos y a los que vienen a cargar la camioneta.

—A este me parece que el padre le sacó de la carrera —comenta el viejo.

—¿Por qué? ¿Le salió tan mal estudiante?

—No debió de salirle muy bueno cuando le anda metiendo en los negocios.

«Como a mí, pero no de criado», piensa Molina, en tanto el coche se aleja despacio, silencioso. Y no se había atrevido a preguntar por su demonio porque en la mirada del muchacho, en su forma de saludar al viejo, había como una luz incierta que él conocía bien, que él sentía en sí mismo aún como una hostil vergüenza que a él mismo le desconcertaba desde el primer día que le vio marchar con su demonio, desaparecer en el recodo donde el péndulo vaciaba su carga.

El mismo viejo había quedado en silencio; había arrojado lejos su cigarro, entrando después en el bar sin dejar a sus espaldas una sola palabra. ¿Qué pensaría de él? A fin de cuentas, tanto daba. Ni siquiera importaba su propia opinión, si eran verdad o no aquellos días de su demonio en casa de los padres que ahora se prolongaban paulatinamente a medida que el mal tiempo llegaba envuelto en niebla, en ráfagas Heladas, o esas tardes con el sobrino que él mismo imaginaba también en los largos preludios al sueño o cuando, al despertar, debía esperar aterido entre las sábanas. Era un demonio y de algún modo era preciso pagarle por descargar en ella su pecado, los pecados de los demás incluso, de ese sobrino de jersey ceñido que traía su limosna los sábados. ¿Qué clase de culpa le alcanzaría a ella? Era él quien la había buscado, sacado aquel día de entre el calor y los cacharros, quizás en un esfuerzo por liberarse definitivamente de los Hermanos o puede que del recuerdo de su mujer o quizá de sí mismo, como una muerte, lo mismo que una ruina anticipada. Porque al día siguiente de conocerla allí, entre el polvo y la mirada de los otros, había vuelto sabiendo que posiblemente elegía su fin, imaginando un poco lo que a través de ella —de su recuerdo ahora—, más tarde o más temprano, llegaría. Aun deseándolo, no hubiera sido, no era capaz de juzgarla, ni apartarla de sí, de su memoria. Como en lo del abandono de los hornos, ella, desde la ciudad, mandaba, ordenaba su vida, más ahora que no le era preciso humillarse cada noche, ahora que su presencia crecía, parecía envolverle desde su distancia en la helada y blanca soledad de su cuarto. Quizá porque su sombra se alzaba así, temiese en el fondo su vuelta, quizá porque a medida que había ido dejando de vaciar en ella sus pecados, había ido surgiendo, volviendo a renacer en cada rincón, en los fríos laberintos de la alcoba, la sombra de su mujer, la verdadera, ordenando su vida también, su amor, su fe, incapaz de humillarse, lejana, invicta, como aquella nevada montaña que en vida de ella ambos, desde la alcoba, veían. Era imposible amar, querer, desear aquella silueta nevada, desnuda. Sólo mostrarle admiración, respeto, hasta cariño, y el demonio ahora tomaba su forma, su relevo, en aquella otra afilada sombra que de noche se deslizaba en su memoria, que arrebataba todo sentido a su trabajo con el viejo, haciéndole sentir lo absurdo de su esfuerzo.

De todas formas, allá para Noviembre, el péndulo quedaría inmóvil definitivamente. Ya entonces decidiría. Hasta que no nevara de verdad, seguiría luchando allá arriba, sin saber muy bien por qué, como cuando de joven acompañaba a Baffin por los pueblos.

»—Necesitamos menos enseñanza en las ciudades y más predicación por los pueblos sumidos en tinieblas —decía. Pablo, que fue maestro de misioneros, nunca escogió lugar fijo, no fue pastor de ninguna Iglesia, sino que fue por todas partes, predicando el Evangelio de Cristo. Esta gente será mejor material para la edificación del Reino del Señor que la gente corrompida de las ciudades.

Cuando estaba enfadado o en plena labor de apostolado, olvidaba su vacilante español y decía cosas así, que a Molina entonces le impresionaban mucho.

(Queridos Hermanos: Antes de entrar en un pueblo, dedicamos mucho tiempo a la meditación de la Palabra y a la oración. A partir de la primera reunión, hacemos claro nuestro propósito de sostener controversia con la conciencia del pecador más bien que con la Iglesia de Roma. Cada noche se celebran reuniones y nosotros y nuestras doctrinas son el tema de cada hogar y los niños cantan nuestros himnos por la calle y en sus casas. Al cabo de un tiempo, la curiosidad de los más queda satisfecha y las reuniones se ven menos concurridas, pero a los que quedan les enseñamos a mirar al Señor en sus necesidades. Desde que trabajamos en esta forma apostólica hemos visto, en los últimos seis meses, más conversiones que anteriormente en seis años. Acostumbramos a culpar a Roma, a la gente o al ambiente, de nuestro poco éxito; pero Dios ha abierto nuestros ojos y nos ha enseñado a culparnos a nosotros mismos y nuestros propios métodos.) ¿Qué subsistió de aquellos buenos tiempos? Quedó lo que Molina imaginaba cada vez que copiaba por la noche los informes de Baffin a la Comunidad. Quedaron lugares como aquel de Sedano, mientras él se mantuvo vivo y firme, y aquellos otros que pudieron subsistir por sus propios medios cuando llegó la guerra.

(Actualmente, nuestra querida Sociedad que nos sostiene, pasa por una grave escasez de fondos, a consecuencia, principalmente, de la conflagración europea, que está haciendo sentir sus desastrosos efectos en toda Europa y en especial en los países beligerantes. El Comité se ha visto obligado a hacer economías y, dado que el dueño del inmueble donde se halla nuestra capilla en esta capital quiere subir el alquiler, hemos decidido abandonarlo y que los Hermanos busquen lugar donde reunirse, sin gravamen extraordinario. Siendo concedida la palabra en varias ocasiones, todos manifestaron que estaban dispuestos no sólo a ofrecer sus casas, sino también ayuda pecuniaria, en tanto que pudieran, llevando así el buen ánimo a todos los presentes.)

Fue en la casa del Pastor de la radio, en aquella casita confortable en las afueras de un pueblo de adobes, como siempre, donde Molina se convenció de que aquella guerra era verdad; que, una tras otra, iban entrando en ella todas las naciones. Allí estaba con míster Baffin en el jardín tomando el té, el mismo té —había oído decir— que tomaban los ingleses en la India. Allí charlaban gravemente Baffin y su amigo el Pastor sobre lo que más convenía hacer en momentos tales, opinando sobre si España tomaría partido por alguno de los dos bandos beligerantes, si debería hacerlo, si aquella guerra era lícita o no, sobre si las Iglesias o Comunidades podrían subsistir sin auxilio económico de fuera. Baffin, que había llegado sudando, con la camisa igual que una segunda piel pegada al cuerpo, rezumando sudor por nalgas y sobacos, debía pensar que bastante guerra era aquel sol blanco, sordo y total, aquel polvo que se podía barrer de los labios con la lengua como el azúcar de los dulces, o el rechinar necio, obstinado de los insectos o el vaho ardiente que a veces, de fuera, se filtraba.

Sin embargo, pasando la pequeña verja, en aquella casa distinta de las otras del pueblo, con su antena de radio en lo alto que más tarde había sido causa de su ruina, bajo la sombra inmóvil de aquella higuera vieja, más vieja que la casa, con un vaso en la mano de té tibio, tan dulce y tan suave, se podía estudiar cualquier problema, incluso aquella guerra que de forma tan distinta trataban los Hermanos en sus propias asambleas.

(…A las ocho de la noche se reunieron los miembros de nuestra Comunidad bajo la presidencia del Comité de Ancianos. Dio principio la reunión con la lectura de algunos versículos de la Palabra de Dios en la primera epístola de Timoteo. Se dio cuenta del objeto de aquella, a saber, el comunicar a los miembros de las Iglesias que el Comité de Inglaterra, en vista de las circunstancias tan graves por las cuales el país atraviesa con motivo de la guerra europea, se ve obligado, con profundo sentimiento, a cesar en el sostenimiento de sus distintas Misiones en España. En virtud de tal decisión, algunas de nuestras Misiones no podrán continuar, por lo que el Hermano Sedano hizo la siguiente proposición: En vista de que los obreros han quedado sin medios y no pueden subvenir ni a sus viajes, ni apenas a su propia subsistencia, se sirva conceder nuestra Comunidad, del fondo de enfermos y funeraria, una cierta cantidad en calidad de préstamo que les será devuelto tan pronto esta guerra termine, tal como todos deseamos fervientemente.

Considerando que tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo se hace un deber de los fieles el contribuir a la obra del Señor; considerando que no es tan sólo un deber, sino también un privilegio, un culto, y una ofrenda grata al Señor; considerando que el ideal de la Iglesia es llegar a su propio sostenimiento, se decide establecer una contribución mensual que cada cual acordará según sus propios medios.)

Pero Baffin ya conocía otras guerras, incluso aquella que, en el mismo país, apenas acababa de concluir, cuando ya empezaba la otra, la de fuera. La había previsto, razonado, avisado en sus cartas a la Sociedad, incluso en los artículos que de cuando en cuando publicaba en las revistas evangélicas.

(El nivel religioso y moral del pueblo español ha descendido en gran escala. Las campañas contra la Iglesia católico-romana se confunden casi siempre con campañas contra la idea de Dios. La actividad de la literatura ateísta ha incrementado cada día esta pérdida irreparable de la fe, especialmente entre las clases humildes, por lo cual no es de extrañar este enfrentamiento en que hoy nos encontramos, esta guerra que enfrenta hermanos con hermanos, sin que hayamos podido aprovechar aquella nueva oportunidad que la República nos ofrecía para predicar el Evangelio públicamente.

Ahora, con el frente y la guerra a nuestras puertas, el panorama ha cambiado totalmente. La membresía de la Iglesia ha desaparecido casi por completo. Algunos se fueron, llamados a filas, otros han buscado refugio en el campo y algunos cristianos débiles se han asustado de tal forma que cerraron la capilla, escondieron sus Biblias e himnarios. Ahora, ya pasados los primeros miedos, comienzan a celebrarse de nuevo los cultos, a pesar de que alguna bomba haya caído muy cerca de nuestra capilla. Son tan pocos los que asisten que los cultos se celebran en algún domicilio particular. Aunque a veces estas reuniones se ven bendecidas por la asistencia y testimonio de algún joven que se halla de permiso, es de desear que esta guerra dure lo menos posible, ya que supone una ruda prueba para todos.)

Ahora, en cambio, según aseguraba el Pastor de la potente radio, era cosa diferente y, para él —que escuchaba la BBC cada noche—, de mayor importancia, en razón de los distintos países que iban entrando en guerra. Era mejor seguir los consejos del cónsul, ya que España, en cualquier momento, podía dejar de ser no beligerante. Él y su mujer hicieron su equipaje con calma y como si nada de su vida, de su obra y vocación quedara a su espalda, tomaron el barco que al día siguiente estaría ante las costas de Inglaterra. La casa quedó sola y es verdad que nadie la tocó, tal como el Gobernador había prometido, ni en su jardín, ni en sus ventanas cerradas, ni en sus muebles enfundados como inmóviles fantasmas, condenados a irse desmoronando poco a poco como la casa toda, desde que los canalones se cegaron. Cegado su camino, el agua de las lluvias, repentina y violenta, el agua de las nieves, invisible y taimada, fueron lamiendo primero los ladrillos, cubriéndolos luego con su verde pátina, comiéndoles la cal, hasta desprender los primeros, los más cercanos al tejado.

Y más tarde, los caminos del agua, al fallarles el muro, se acabaron desprendiendo en raras figuras como de huesos vacíos, huesos que chocaban entre sí cada vez que el cierzo batía la llanura. Algunos de ellos cayeron al jardín, donde se hundían más en la maleza cada invierno, al tiempo que las parras y la higuera seguían paso a paso su camino desde los muros a la verja, donde retrocedían, como negándose a salir, a abandonar la casa, en torno a la mesa y las sillas agrupadas en un rincón, casi invisibles de puro oxidadas.

Como en otros jardines, como en otras casas parecidas, un telón de geranios cada vez más gigantes, crecidos hasta tamaños colosales, volvía rojos los porches allá en la primavera y amarillos de evónimos los muros, a veces erizados de rosales. Y también se salvó algún que otro pequeño ciprés con sus frutos como excrementos de feos animales y algún laurel de aceradas hojas y los lentiscos donde tejían con paciencia su tela las arañas. Llegando Mayo, era como si los dueños de aquellas abandonadas casas, de aquellos solitarios jardines fueran a volver, tal lucían las enormes margaritas, los alhelíes, el violento estallido de las amapolas o los girasoles de pesada cabeza apuntando al suelo. Los lirios saltaban su cerca de ladrillos hundidos de costado en el suelo por los senderos que llevaban desde la entrada de la verja a la puerta de la casa, pero los dueños jamás volvían, prefirieron las ciudades más grandes, incluso cuando, por fin, acabó aquella guerra.

Cuando se hizo la paz, míster Baffin, Muñoz, Martínez y Sedano se preguntaron qué vendría con ella. Hubo un compás de espera hasta volver a abrir la primera capilla, allá en Madrid, a fin de comprobar qué sucedía. Vino un tiempo de continuos viajes para Baffin y Muñoz por aquellas ciudades donde los cultos se celebraban aún clandestinamente en casas particulares. A veces era preciso pagar alguna multa por asociación clandestina y a veces, también, los muros de la capilla de Madrid aparecían con letreros de alquitrán que era preciso borrar picando el muro. Pero al final había llegado la paz o al menos lo que parecía un armisticio, con el nuevo Fuero de los Españoles que en su artículo número seis decía:

«La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado Español, gozará de protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias religiosas, ni por el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias externas que las de la Religión Católica».

Era volver a empezar de nuevo, pero a fin de cuentas empezar, vivir, formar proyectos. No podrían anunciarse las horas de culto o enseñanza en la capilla, pero al menos existirían legalmente, aparte de que la gente, con el correr de los años, se había vuelto menos hostil, más indiferente.

Como Baffin decía: «Al menos algo se saca en limpio de las guerras». Y era verdad que las guerras habían cambiado en cierto modo a las personas, la situación de los Hermanos, pero no en la medida que Baffin escribía: «En casi todas las Iglesias hay conversiones constantemente. Nunca en los últimos años hemos visto tal movimiento. La asistencia dominical a los cultos es, por regla general, mayor que la membresía de la Iglesia y muchos de los que asisten a ellos son jóvenes».

Las palabras de Baffin pecaban de optimistas. Su sentido de la realidad, como sus piernas, con la edad, fallaban y, a medida que su prestigio y su salud iban declinando, a medida que los años y las hijas arrastraban a Sedano a la dudad, se esforzaba más, dentro de lo posible, en que los Hermanos prescindieran de toda ayuda exterior, en que fueran protegidos por las leyes de su Estado, gobernados por sus propios medios. En su pequeña capital, en su casa si era necesario, como Sedano anteriormente, Muñoz quería montar su propia Academia para enseñar a algunos jóvenes de los que proyectaba hacer maestros de los otros. Ahora podría montarla y anunciarla libremente si es que los Hermanos no se negaban, como ya era tradición en ellos, a la nueva ley del registro de Asociaciones Religiosas no católicas.

—La mitad aproximadamente de los protestantes españoles —había dicho en la junta Emilio, a su favor— han decidido aprovechar los derechos comunitarios de esta ley; es decir: quedar al amparo legal de la Justicia.

—Bueno, pero hay otra mitad que no las aceptará —le respondían—, y nosotros estamos con ellos. Y nosotros estamos con ellos, aunque tengamos que quedarnos solos.

—Todos los protestantes españoles —insistía Muñoz—, todos los no católicos, esperan conseguir, con el tiempo, un acuerdo con la Administración civil. Cerrarse en banda, es negarse a que nos ampare el día de mañana un régimen jurídico.

—Es cerrar el camino a una auténtica libertad religiosa.

Mas los Ancianos votaron en contra. La Iglesia nunca fue más fuerte —afirmaban— que cuando luchó en las catacumbas. Y era extraño oír aquellas ideas a Muñoz, siempre enemigo de unirse a los demás en nada, siempre tan intransigente en la independencia de su Iglesia.

Ni siquiera les había convencido la enumeración lenta, implacable, intencionada, que Emilio hizo de las noventa y nueve peticiones de inscripción: cuarenta y siete de la Iglesia Evangélica, casi la mitad; once de la Iglesia Bautista, ocho de la Iglesia de Cristo y tres de la Iglesia Cristiana. Con otras tres venían, a continuación, la Iglesia Cristiana Evangélica de Pentecostés, y con algunos menos la Reforma Presbiteriana, la Reforma Suiza, los Testigos de Jehová, los Adventistas del Séptimo día, los de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días de España (es decir, los mormones), la Sociedad de la Ciencia Cristiana, la Iglesia Ortodoxa Griega y la misión Ahmadía del Islam.

—Pero nosotros somos los más —habían respondido como siempre, en aquel tono que tanto molestaba a Emilio.

—Bien; eso no quiere decir gran cosa. La Biblia dice que cien tontos no hacen un listo. Lo que debemos pensar es en nuestro futuro, no en si somos los más o los menos. Pero lo que a Molina más había llamado la atención, lo que siempre recordaba desde entonces, no era el hecho de que ellos fueran los más (eso ya lo sabía porque siempre, desde niño, se lo andaban repitiendo), sino aquella interminable enumeración de Iglesias que Emilio había leído. Aquel día, volviendo a casa como ahora, en su casa igual de solitaria en la noche, silenciosa y vacía, que tanto tiempo libre dejaba para pensar desde que el sol se iba, había comenzado a preguntarse cómo la Palabra del Señor podría ser tan difícil de interpretar, cómo podría ser tan complicada como para dar ocasión a tal número de Comunidades, dispares entre sí, diferentes. Una cosa era saber vagamente que existían y otra oírlas enumerar allí, como un frío boletín de asociaciones laicas, sin que nadie se asustara por ello. Era fácil decir «somos los más» o «sólo la Verdad es nuestra», pero lo mismo, igual se dirían los otros; palabras que no acababan de convencer, que no aclaraban sus dudas, como las respuestas de Baffin en tanto cabalgaban cruzando el Páramo, como aquellos himnos aprendidos de pequeño, repetidos después, ya hombre, un día y otro, palabras también que eran tan sólo deseos como las que cerraron en aquella ocasión la asamblea: —Unimos nuestras débiles voces para que la Iglesia y la tierra sean habitables, para poner fin a la guerra entre nosotros mismos. El hombre hace mal empleo de la libertad. Dos mil millones de seres humanos sufren hambre, mientras que, tanto cristianos como ateos, se dedican a levantar sociedades injustas. Cada día muchos de nuestros jóvenes van a engrosar las filas de la protesta. Pues bien, ellos pueden ser el fermento decisivo en favor de la comunidad humana y será el Evangelio el que «proteste» cada día en ellos y provoque, en cada uno, una pasión ferviente y creadora.

No había comprendido nada y lo que había entendido poco le importaba. Lo que de verdad seguía dando vueltas en su cabeza a la noche, era aquella lista inacabable de títulos que Emilio había leído antes.

Llegar y detener el coche con dificultad, junto a la otra fila que ya ocupa la acera ante el hotel, que es hostal en el letrero luminoso. Es una de esas antiguas pensiones-­hotel-­hostal que son dos pisos nada más, de todo el edificio. En el primero, su pequeño mostrador con el chico de uniforme y unos cuantos banderines y carteles desvaídos, sobre la centralita tan antigua y pequeña.

Allí están sus nombres, con las dos habitaciones reservadas en el piso segundo. Dijeron a los Hermanos de Barcelona que no fueran muy caras, que no querían un hotel de lujo, sino más bien discreto y las habitaciones tienen un techo alto, con complicada cornisa de escayola y grandes camas de barrotes gruesos y dorados. Hay armarios forrados de caoba, enormes también, chirriantes, con espejos biselados donde parecen a punto de asomar generaciones enteras de viajeros. Mejor apagar la luz azul de arriba, encender las tulipas de tela que ocupan gran parte de las mesillas de noche. Mejor apagar todo, cerrar los ojos, aunque a Virginia nada parece impresionarle, ni asustarle, como si nada de lo que ve a su alrededor existiera, y ya ha salido a preguntar si puede cenar todavía llamando después, con golpes discretos, en la puerta vecina.

—¿Qué hay? —pregunta Agustín desde dentro.

—¿Bajáis a cenar?

—¿Se puede todavía?

—Dicen que sí.

—Yo, lo que tengo es que quitar el coche y buscar dónde aparcar; no venga ahora la grúa y se lo lleve.

Ya se ha abierto la puerta y aparecen los dos, lavados y peinados.

—Entonces, te esperamos.

—Si me esperáis os quedáis sin cenar. Yo me tomo un bocadillo por ahí y una cerveza. No tengo mucha hambre.

—Pero no vas a ir solo.

—Voy yo con él —se adelanta Margarita—. Yo tampoco tengo muchas ganas.

Qué a gusto ir con él, a su lado, por estas calles, en el coche, sentada delante, ni muy cerca, ni lejos, despacio, como en un largo paseo interminable. Ojalá nunca aparezca ese hueco que tampoco se sabe si Agustín busca o no. Esas calles, las luces, la gente de antes, la misma avenida con su bulevar, al que una y otra vez salen, con su nombre tan claro en su luminoso de cristal, ese aroma que no se sabe de dónde viene, quizá desde allá lejos, desde el puerto, la vergüenza de reconocer —aunque Agustín no lo pregunte— que nunca ha visto el mar, ni un puerto, por supuesto, la alegría de reconocerlo así, iluminado a medias, con su gran trasatlántico a juzgar por el tamaño del barco, por sus luces encendidas todo a lo largo, y aquel otro más afuera, en lo que debe llamarse ya alta mar, y otras luces que no se sabe qué son y las vías y grúas y esos destellos que bailan mansamente en las aguas tan negras.

—Bueno, esto es el cuento de nunca acabar. Además, lo estamos haciendo mal.

—¿Mal? ¿Por qué?

—Porque es más lógico tomar algo primero y después dejar el coche. Un sándwich se toma en cualquier parte.

Y allí, no muy lejos de la gran estatua de Colón, lo han dejado abandonado con placer, con el sentimiento de quien es libre por fin, comenzando a caminar cuesta arriba, igual que si la búsqueda del bar se hubiera convertido en un paseo. ¡Pensar que allá, en su pequeña ciudad, casi todos dormirán, salvo Muñoz, que andará a vueltas con sus libros o escribiendo! Pensar que la calle principal estará ya vacía y la niebla subiendo desde el río y la gente puede que encienda ya la calefacción y los braseros. Allí, en cambio, a la orilla del mar, sobra el abrigo, basta con ese brazo de Agustín que la acerca, la conduce, la lleva, en busca de ese sándwich que ojalá nunca aparezca.

Pero al fin allí está la cafetería que buscaban, una gran caja de cristal, iluminada, con los últimos clientes leyendo los diarios de la noche, menos uno que, al fondo, no se sabe si medita o, simplemente, tiene unas copas y no ve más allá de la pulida cafetera. A pesar de la hora, hay mucho tráfico aún. Los coches van pegados los unos a los otros y es preciso decidirse, imponerse a los taxis. Cada vez que va a avanzar y retrocede, el brazo de Agustín se aleja, pero no su mano, que coge al vuelo la suya y la hace traspasar definitivamente la barrera luminosa y movediza. La mano en la mano está casi mejor que la mano en el brazo. Esa mano que la lleva hacia la gran caja de cristal no es dura y fuerte como la del padre o dura simplemente como la de Virginia, sino mucho más tierna y blanda, y no grande, sino pequeña, se diría. Pero, pequeña y todo, se va bien dentro de ella, hacia ese gran acuario de los peces inmóviles sobre espigados taburetes, con sus mesas vacías y su suelo sembrado de papeles. Luego esperar los sándwiches, uno al lado del otro, como aquella otra vez en Madrid. ¿En qué piensa Agustín? ¿En acabar la noche como aquella tarde de Lutero King, en un lugar tan horrible como aquel? ¿En un lugar como ese, que aquí ha de haberlos a montones? ¿Terminar así, a pesar del, cansancio y el sueño? Puede que lo proponga. Tal vez no. Mejor así, charlar juntos del Congreso que ya empezó, cuyo lugar, el local donde se está celebrando, busca Agustín ahora en su guía, ese Gran Price donde, según explica, también hay, de cuando en cuando, veladas de boxeo y hasta bailes.

¿Qué diría Muñoz de celebrar un Consejo Evangélico en un lugar así? Tal vez contestaría que el Señor está en todas partes. Entonces ha de estar también en los bajos del hotel que tanto le molestan, frente a su casa, ese sitio de música de hoy, donde deben alzar al aire sus brazos las parejas. Allí mismo, en el Gran Price, estará también cuando esos mismos bailes. ¿No llevan los católicos y también los Evangélicos conjuntos musicales, de estos de ahora, a sus oficios, a sus catedrales? ¿No dicen misas con la misma música que cantan los salvajes? Habría que oír a Martínez, sería divertido escuchar su opinión sobre el Congreso, el lugar escogido y el viaje. O quizá no lo juzgara mal. A veces nos formamos una mala opinión de la gente sin llegar a conocerlos, o precisamente por ello, por sólo conocer lo que nos dijeron o lo que les oímos decir en la capilla. ¿Quién hubiera pensado que este Agustín, Agustinillo, era así, iba a ser así, estaríamos así, uno al lado del otro, bebidas las cervezas, buscando en el dichoso plano el Gran Price que ya aparece en el papel rosado, donde lo encierra cuidadosamente en un círculo que se prolonga después en una línea para llegar hasta el pie del sitio donde debe de estar el hotel precisamente?

Yo sé que dices, Cecil: «Está mal; estás pensando en no asistir mañana a ese Congreso. Estás pensando que quedan aún dos o tres días más y si Agustín quisiera podríais conocer esta ciudad tan alegre y hermosa e incluso los alrededores y la costa esa que tiene tan famosa. Estás pensando que el Señor está en todas partes, que a fin de cuentas apenas vas a enterarte de los discursos y ponencias, esos largos discursos interminables donde todos parecen coincidir, estar de acuerdo, pero que al mismo tiempo, según Muñoz, saben imposibles de realizar, al menos en lo que a nosotros, los Hermanos, nos atañe. Estás pensando en otras cosas, lugares, personas, en este Agustinillo que ahora duerme o puede que no, lo mismo que tú, que quizá vela, mirando la negra oscuridad de sus ojos cerrados o esa otra oscuridad más negra de los ojos abiertos frente al reflejo inquietante del espejo. Piensas que todo se ve muy diferente aquí, comparándolo con nuestra casa, con nuestra ciudad y no digamos con el pueblo, y no digamos cuando sea de día, y no digamos con un coche grande, cómodo y rápido para ver las cosas, el mundo, el paisaje. Estás pensando en ese Agustín que duerme al otro lado, o que no duerme, que quizá piensa en ti y en qué gran solución sería, para todo, no asomarse a ese Gran Price. Estás pensando en la casa de Muñoz, en lo que es un matrimonio, a pesar de su mujer tan callada, tan aburrida, tan fría. Estás pensando ahora, en esa oscuridad tan negra de los ojos cerrados, estás viendo la casa de Muñoz, que no te gusta, pero que a fin de cuentas es una casa y no aquella otra para mujeres solas, con el eterno ruido de los trenes. Estás pensando que de este Agustín, Agustinillo, cuáquero, Hermano, Adventista, Testigo o lo que sea, apenas sabes nada, salvo que es un amigo de Emilio, lo cual, por otra parte, ya es bastante, y que ya hizo otros viajes con él y que es simpático, distinto de los otros mayores o más jóvenes que allá en Madrid o en nuestra capilla se pueden conocer. Estás pensando, ¿estás echando la cuenta de tus años? ¿Qué importa? ¿Qué hay que hacer? ¿Qué hay que sacrificar? Hasta has pensado, en esta larga noche, en una de esas operaciones que te dejan la cara estirada y joven, pero que duelen tanto y que al mismo tiempo resultan tan costosas. Estás pensando en levantarte y acercarte al espejo como tantas veces, pero es preciso antes encender la luz de la mesilla y quizá Virginia se despierte a pesar de que a veces duerme más de lo que ella quiere después reconocer. Estás pensando que si la despiertas puedes decir que ibas al lavabo. Vamos, anímate, busca a tientas la luz de la mesilla, enciende la pantalla, espera. Virginia respira igual, murmura igual, ronca a medias, como siempre. Levántate, vete al espejo y mira.

»¿Qué ves? ¿Ves tu cara, tu pelo caído en dos mitades, en dos partes iguales, lo mismo que tu madre? ¿Ves tus ojos, que no tienen color, comidos por la vela y el sueño? ¿Ves también esas cejas delgadas que nacen rectas y luego van volviéndose hacia abajo? ¿Ves tu nariz tan recta, igual, y que luego se afirma, lo mismo que si fuera transparente? ¿Ves esa boca recta, más ancha y como perdida por el centro? ¿Eres capaz de contemplarte así, de adivinarte, con la luz a tu espalda? Levántate, anda, cálzate, vete hasta ese espejo. Nada verás al principio, como quien mira al sol; luego un globo redondo, blanco, que se transforma en plano, como la luna de Agosto, y verás otras cosas que mañana olvidarás, esas cosas que se adivinan siempre cuando niñas, que luego vuelven, de pronto, sin saber nunca cuándo, cuando el Señor permite que el Tentador nos tiente. Ves ese bosque en que hay hombres que flotan en el aire como si al hacerlo respiraran, igual que si ello ayudara a alzarse del suelo a izarse hasta esa muralla donde están de centinelas, ese muro que escuchaste describir un día a tu padre, frente por frente a la cárcel, donde llevaron al Hermano que él estuvo visitando. De noche, al otro lado de la calle, se escuchaba a las mujeres llamarles en voz baja desde el piso alto.»

El señor Jacinto contaba que a la luz de la luna de Agosto, que es la más clara y pérfida, se alzaban las faldas y cometían a la vista de los pobres soldados un pecado doble con su mente, su palabra y sus manos, por el pecado en sí y por el escándalo que daban. Y los soldados hablaban, gritaban a su vez a media voz, y así la más nefanda abominación iba y venía en la noche tan callada, cruzando sobre la calle vacía, en tanto que las manos y las mentes pecaban a ambos lados, en lo que el señor Jacinto llamaba su gimnasia.

Ahora ese globo blanco que antes fue tan sólo eso y la cara de Cecil después con sus ojos cerrados y esa sonrisa suya, ya es un círculo color de rosa, rosa-tostado con un punto en su centro: un botón oscuro, abultado, que apunta, amenaza, que parece a punto de romper el cristal y lo que en él se encierra, la vaga luz y esa imagen piadosa sobre el lecho que lo oscurece y nubla todo y llega hasta las sábanas de esa cama abierta y vacía ahora, tan alta, complicada con ese color dorado, mortecino, y su olor acre y un sabor como a almendras amargas.

Tu consejo, tu opinión no sirve, Cecil. No sirve para Agustín porque es bueno para todos: «Bienaventurado el hombre que no escuchó consejo de los malos, que no siguió el camino de los pecadores, ni en la silla de los escarnecedores se ha sentado. Antes bien, en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita día y noche. Será como árbol plantado junto a arroyos de aguas que da su fruto a tiempo, y su hoja no cae, y todo lo que hace, prospera».

Eso no es un consejo, es como aquella pareja de la película en el salón de Madrid, un personaje, una película, un sueño. Se ve, se mira, se piensa que sería bonito, bueno, hasta justo, y nada más. Son palabras bonitas pero que nada ayudan, que nada significan, parecidas a las de mamá en el jardín, en tanto esperábamos la vuelta de Sedano, en tanto escuchábamos el suspiro del agua en el jardín y el canto inacabable de los grillos, en tanto la luna iba marcando, con la montaña solitaria, el paso de las horas, con su aguja nevada, como un reloj de luna que nos dice que ya viene acechando otra vez la madrugada. Aquellas palabras de mamá no servían tampoco. Quizá para ella y para todos los que como ella esperan en algún rincón del Páramo, encima o debajo de la tierra. ¿Qué eran? ¿Qué son? ¿Una advertencia, un resumen de sus últimos días con Sedano? ¿Un deseo? ¿Una condena? ¿El fin de eso que llaman, que llamamos amor y que Cecil hizo vivir para siempre con su muerte? Dice la madre en el libro que lee, en el único que tocan sus manos a esas horas:

¿Hasta cuándo me olvidarás?

¿Hasta cuándo esconderás tu rostro de mí?

¿Hasta cuándo pondré consejos en mi alma?

¿Hasta cuándo será enaltecida mi enemiga sobre mí?

Ven, llega, mira, óyeme.

Alumbra mis ojos para que no duerma en muerte.

Para que no diga mi enemiga de mí:

«La he vencido»

Esas páginas le dan más miedo aún. No la dejan dormir, a pesar del cansancio, a pesar de la hora. Esas páginas que leyó un día a sus hijas cuando fueron mayores, a fin de apartarles del pecado, y que ella, Margarita, recuerda agradecida porque le hablan de un rey que, al igual que ella misma, perdió un mal día el sueño.

«Aquella noche se le fue el sueño al rey y dijo que le trajesen el Libro de las memorias de las cosas y mandó que lo leyeran en su presencia. Y decían: No habrá ojo que se apiade de ti por hacer lo que hiciste, ni quien tenga de ti misericordia. Serás echada de la faz del campo con menosprecio de tu vida. Te dirán: tus pechos te brotaron, tu pelo te creció, mas tú estabas desnuda y descubierta. Y pasé junto a ti y te miré, y he aquí que tu tiempo era tiempo de amores. Extendí mi manto sobre ti y cubrí tu desnudez y entré en concierto contigo y fuiste mía. Mas confiaste en tu hermosura y fornicaste a cuantos pasaron y derramaste tus fornicaciones a cuantos pasaron; suya eras.

»Y fornicaste con los hijos de Egipto, tus vecinos de grandes carnes, y por ello te entregué a los hijos de los filisteos, que te aborrecen, que se avergüenzan de tu camino deshonesto. Fornicaste también con los hijos de Assur por no haberte hartado; y fornicaste con ellos y tampoco te hartaste. Multiplicaste tu pecado en la tierra de Canaán y de los caldeos y tampoco te hartaste. ¡Cuán inconsciente es tu corazón, como aquel de una poderosa ramera! Pero no fuiste ramera, porque a ellas dan dones, y tú, en cambio, diste dones a tus enamorados y les diste presentes para que entraran a ti. Por tanto, he aquí que yo te juzgaré por las leyes de los que derraman sangre y te castigaré en sangre de ira y de celo. Porque no en vano tu hermana mayor es Samaría y tu hermana menor es Sodoma.»

Y aquella noche, como aquel famoso rey, tampoco pudo dormir apenas Margarita. Más allá del espejo, más allá del cristal de la ventana, más allá de las arrugadas sábanas de Virginia que forman en el centro de la cama aquella diminuta cordillera, se alzaban aquellas páginas del Libro de las cosas y a veces venían los días de Madrid y los días de infancia, más lejos, en el pueblo. Aquella noche no pensó en morir, que pensó en matarse no recuerda cómo, que despertó con palpitaciones, pensando, sospechando que había pecado en sueños y las veces que después pecaría sin proponérselo, unas veces dormida y otras veces despierta.

Venían días tranquilos, casi felices, de la mano del padre o en compañía de los demás Hermanos, el tiempo de los primeros consejos, de la nieve, tan tibio en casa, melancólica fuera con el sonar de la campana y el crujir de los pasos en la nieve. Los primeros y animosos años que recordaba de Virginia y el padre; aquella escuela que no era escuela sino uno de los bajos de la casa y las primeras cigüeñas ateridas, enhiestas sobre su nido de años atrás, heladas como siempre en los primeros días, por venir antes del tiempo al Páramo, donde no existe la primavera. Recuerda aquel afán, en los días en que el padre se ausentaba, por ocupar su puesto en la cama matrimonial, por hacer compañía a la madre, por no dejarla sola —decía—, levantándose luego, tan tranquila y reposada. Aquel sueño terrible de levantarse a solas con una luz tan tenue como ahora y salir de la cama, levantarse, dar vuelta con cuidado, acercarse a la madre y extender las manos sobre aquel nudoso cuello y apretar hasta acabar con ella, tal como ella hacía con las gallinas en el patio. La madre graznaba igual, era un quejido terrible, a medias animal y a medias suyo, y también recordaba el placer, el respiro de despertar y saber que todo era tan sólo un mal sueño, una de tantas pesadillas.

Luego, al cabo del tiempo, volvían días melancólicos o alegres, de encontrarse canturreando sin saber por qué o sentirse iracunda, lo mismo, sin motivo. Y días, sobre todo, en que el sueño no venía, huía, a causa de Virginia y sus medias palabras, que siempre se confundían con ronquidos. Días en que si era verano, con la ventana abierta y la luna sin entrar en el cuarto, dirigía sus ojos hacia la gran montaña, alta, afilada y picuda, invisible ahora, mas que ella adivinaba rodeada de su constelación de estrellas, adornada, en su extremo, por la aureola azul del Camino de Santiago. Las estrellas rojas, verdes, amarillas o azules, tal como el padre les enseñó en su día, parpadeaban o miraban fijas el nacimiento de esa gran cara blanca que las iría borrando definitivamente hasta hacerlas desaparecer en la amanecida.

Pero ahora no es verano. Hace frío, un frío que sube desde los pies desnudos hasta el vientre. No hay estrellas más allá del espejo ni la montaña delgada y puntiaguda. Sólo el oscuro interior, las blancas tuberías de la calefacción apagada ya que ilumina la lámpara roja de la mesilla. Y también hay esa cara que odia, esa su misma cara que aún en ese momento a oscuras adivina, le hace tiritar, temblar, sentirse mal, con ganas repentinas de marchar al lavabo. Pero no quiere; se aguanta, se resiste; querría ser, estar normal a fuerza de voluntad, de una vida, si es preciso, rigurosa. Querría huir de este cuarto que aborrece, de ese espejo, de la ciudad que hace unas horas amaba tanto. Volver a su ciudad, a su capilla, renegar de aquel estúpido viaje, dormir de cualquier forma, llorar, aunque lo que más le apremia sea correr, huir al lavabo.

—¿Pero qué haces ahí? —es la voz de Virginia quien le ayuda—. Te vas a constipar. Vas a coger frío.

—Es que han quitado la calefacción.

—No te estés ahí, parada.

—Es que iba al wáter.

—Pero ponte algo encima.

Ha entrado en el lavabo, que está más frío aún con ese cuchillo de aire que guillotina un poco por debajo del cuello, a la altura de los hombros. Ha encendido tiritando la luz, temiendo ver su cara otra vez en el espejo que ahora aparecerá bajo la tulipa. Por eso apoya ambas manos en la taza de loza e inclina la cabeza, huyendo de esa luz, de su rostro, de esos huesos que al borde del escote del camisón se adivinan. Se ha colocado en la postura conveniente que ya conoce por experiencia. Luego cierra los ojos y sucede lo mismo que otras veces. Todo el cuerpo, todo su interior se vacía, se vuelca. Después se vuelve más tranquila a la cama.

Al demonio, en cambio, el viejo, ahora enfermo, en aquella estrecha habitación hasta donde llegaban los cánticos de los demás, abajo, las blasfemias de las disputas, el golpe afirmativo, seco, impertinente de las fichas del dominó, envuelto todo en la voz monótona del televisor encendido eternamente, le recordaba al padre, aunque a este no le viera tan a menudo en la cama, con el rebozo subido hasta el mentón, ni sus ojos fueran azules, sino negros, y en su boca luciera eternamente un cigarro que ardía o se apagaba al compás de su respiración, hasta acabar en el pequeño montón, en el gran cenicero rebosante en el suelo. Todo ello lo había visto alguna vez, cuando la madre se negaba a subirle la comida, después de aquellas noches de gritos y llanto por culpa de la falta de dinero y otras razones que no alcanzaba a entender por entonces. Al demonio le hubiera gustado frecuentar más a menudo ese cuarto donde el padre parecía refugiarse cuando volvía a casa, pero la madre lo tenía prohibido y ella misma lo limpiaba. Nunca entonces pudo imaginar la razón, ni siquiera aquel día en que la hermana mayor lio sus bártulos, recogió sus pocas cosas y se marchó de casa sin dar cuentas a nadie, ni a la madre que, por cierto, no trató de impedírselo, ni al padre, tan bravo otras veces, pero que en esta se calló, encerrándose como de costumbre en su cuarto. Siempre en pijama, con una vieja bata anudada en la cintura, como el abrigo de un soldado, apenas le recordaba vestido del todo, salvo cuando hacía sus viajes a la ciudad, cuando, como en un rito ceremonial, se ponía de punta en blanco, igual que si se tratara de asistir a una boda. Entonces salía del portal, al filo de la tarde y ya era todo esperar despiertos, excepto el hermanillo, hasta sentirle llegar ya mediada la noche. Unas noches venía bien; otras, la madre y la hermana mayor tenían que ayudarle hasta la cama; pero lo verdaderamente extraño para ella, entonces, era que no llegaba bebido, en contra de lo que la madre aseguraba, no olía a nada, a ese hedor ácido que tan bien aprendió más tarde a conocer. Hasta podía razonar, sobre todo una vez metido en la cama y arropado. Su único mal se delataba en una especie de fatiga, en aquellas ojeras, en aquellas mejillas demacradas, en su nariz tan afilada como la del halcón de Molina y ese mirar perdido, como el del viejo ahora. Primero había perdido la costumbre de trabajar; luego, más tarde, la de intentar una chapuza siquiera. Nunca nada de lo que se le ofrecía estaba a la altura de su oficio y, mientras tanto, su cajón de herramientas yacía inmóvil, cerrado, debajo de su cama. Más tarde, cuando los posibles clientes le fueron olvidando, acabó por quedarse la mayor parte de los días allá arriba, en su cuarto, leyendo los periódicos atrasados de los demás vecinos, saliendo cada vez menos, sólo cuando conseguía un poco de dinero de la madre, con su traje de fiesta, cepillado, planchado.

Antes, la hermana mayor iba sacando, mal que bien, la familia adelante con los trabajos extra de la madre, hasta que cierto día algo pasó, algo debió de suceder, porque le vieron volver a casa como ninguno, ni el hermanillo, recordaba. A los dos pequeños los mandaron a un recado remoto y nada más cerrarse la puerta a sus espaldas, ya la hermana mayor y la madre discutían a media voz, aprisa, acelerada, angustiosamente. Se hubiera quedado tras la puerta, escuchando, intentando adivinar la razón de aquella llegada imprevista, iracunda, pero el hermanillo allí, a su lado, esperaba y estaba bien segura de que, a la vuelta, como de costumbre, contaría cualquier anomalía en el encargo. Era el espía, entre consciente y no, de la madre; le gustaba delatar, como a todos los niños, y justamente le adiestraban —también consciente o no— para eso. Le hubiera gustado asistir a aquella discusión, porque el corazón le decía que el padre era el protagonista invisible de ella. Se lo daba el corazón y el hecho de que él no se moviera, de que no bajara de su cuarto cuando, en caso de voces, intentaba siempre mantener su autoridad, aunque durara tan poco como su presencia abajo. Aquel escándalo secreto pareció por un tiempo uno más, uno de tantos mucho peores y, sobre todo, más ruidosos que los vecinos recordaban u olvidaban, pero a los que desde tiempo atrás ya estaban acostumbrados. Generalmente les volvían más amables hacia la madre y cuando el buen tiempo llegaba, al fin, le guardaban su sitio ante el televisor asomado al halcón en la plaza. Todo siguió como de costumbre, como siempre, con el padre arriba intentando arrancar una noticia nueva y espectacular sucedida una semana antes, o un trabajo a su altura, digno de sus hábiles manos, bien pagado; y la hermana levantándose más temprano que ninguno, volviendo con los ojos no borrosos de vacío, sino hundidos de cansancio y de sueño. Todo fue bien hasta el día en que el demonio descubrió debajo de su cama la maleta aquella. Era como encontrar un barco, un tren, un automóvil, tan raro, tan extraño era y, a la vez, tan claro, tan evidente. La hermana iba a emprender un viaje largo y extraordinario.

A nadie contó su hallazgo. El padre no debía saberlo. La madre, tal vez, y si ella se callaba, no había razón para darse por enterada; pero aquella maleta azul, con su borde metálico, que en nada recordaba a aquellas otras de cartón o lona ya viejas cuando llegó a conocerlas, alejaba ya a la hermana de la casa, del resto de la familia entera y por supuesto de ella. No hubo más discusiones secretas entre las dos mujeres; sólo conversaciones a media voz, como secretos pactos ajenos al resto de la casa, hasta que otro día, o mejor una noche de aquellas en que el padre salía, fue admitida, casi solemnemente, a su presencia sin la eterna compañía del hermano. Se le explicó que iba a empezar a trabajar, a servir en un hotel nuevo, apenas terminado. La hermana mayor lo había conseguido mintiendo un poco en el asunto de la edad y gracias a su amistad con el encargado. No ganaría mucho, pero así era la vida, al principio y, además, todo era poco para sacar adelante la casa, ahora que la hermana se iba de la ciudad en un viaje inesperado y largo.

Allí había comenzado su vida verdadera. Se acabó el espiar aquel cuarto en lo alto, donde el padre descifraba sus periódicos y los viajes interminables a través de la ciudad, bajo la necia vigilancia del hermano. De la mayor, a veces se recibía alguna rara postal, alguna breve carta, que la madre guardaba con celo, o un poco de dinero, algún pequeño giro oculto con más celo todavía. Ahora le tocaba a ella esperar cuando el padre salía, llevarle hasta la cama, desnudarle, acostarle y desear dentro de sí no verle abrir los ojos —esos ojos de viejo— a la mañana siguiente. Cuando desde el sótano grasiento, cargado siempre de aquel bochorno pesado y oloroso, pasado el primer año, subió a la cafetería con aumento de sueldo, vino con este la primera paga extraordinaria ocultada a la madre, los primeros paseos más allá del río y aquella vuelta bien entrada la noche, aquella noche entre alegre y dolorosa, humillada y feliz, aquel primer escalón de la invisible, inalcanzable escalera. Aquel primer peldaño la tuvo dos o tres días como flotando al otro lado del mostrador y también en casa, aunque al llegar tan tarde era fácil engañar a la madre. Dos o tres días, una semana, un mes, y aquel chico de aquella noche, al otro lado del río, de tantas tardes al otro lado de la barra, no volvió. Quizá, como a ella misma, aún le durara el susto. Ni aquel chico del tupé sobre los ojos, a la moda de ahora, apareció, ni la madre se decidió a hacer más preguntas cuando un día, cansada, con los pies hinchados, se revolvió a explicarla todo lo que en aquel hotel había aprendido, en aquel hotel donde la habían metido su hermana y ella. Lo que no explicó fue aquello que le dijo el encargado en su primera noche, cansado de lo que él creía sus fingidos miedos. —¡Acaba ya con tantas historias! ¡Tu hermana valía cien veces más que tú y no hacía tantos ascos!

Fue la primera vez que se equivocó y tomó buena cuenta de ello. Había pensado que al ser una obligación impuesta nada perdía con darse a valer, con cotizarse alto pero, en contra de lo que se esperaba, a la tercera falta en el trabajo, después, aquel mismo encargado a quien tanto gustaba, la había puesto en la calle. La noche y el día, sin embargo, eran juntos demasiado trabajo, y aunque la madre se comenzaba a acostumbrar a sus ausencias, en su racha de casas de comidas, cuando en los meses malos faltaban restaurantes, procuraba ahuyentar, como podía, al dueño.

Había llegado bien pronto a la conclusión de que para fregar, servir, hacer las camas y dejarle jugar al patrón por las noches sobre ella, la mejor solución era la última, pero exclusivamente, con tiempo para dormir las mañanas al menos. A fin de cuentas, aquel chico tan simpático del tupé, como el torero de moda, el de las largas horas de vacile en la barra y el breve y violento amor del que los dos salieron confusos y asustados, no había vuelto, el padre seguía sin salir apenas de su alcoba y la madre había renunciado a las preguntas, salvo en los días en que sabía que llegaba el sueldo. Ahora esos días ya no eran regulares, pero ella se cuidaba de que para la madre continuaran en fecha y cantidad inmutables. ¿Quién pensaba en casarse ya? ¿Para qué? ¿Para fregar, coser, sudar en la cocina y después aguantar en la cama por la noche? Todo eso ya lo conocía del hotel. Mas como había oído explicar allí a las compañeras, si una se decidía a dar el salto, era preciso pensarlo bien, porque una vez dado, ya no había ocasión de volverse. Y, sin embargo, a simple vista al menos, aquel salto parecía fácil, relativamente. Era curioso verlas, allí enfrentadas, las que no se decidían y aquellas otras que ya lo dieron antes. Las unas trajinando, sudando desde bien temprano; las otras bien dormidas, pintadas y aseadas, levantándose tarde, sentadas a la espera.

Sí, los ojos del viejo, en su blanca y ahora silenciosa habitación, en su cama de madera tan crujiente como el piso de pino, recuerdan los del padre. Quizá por eso nunca le cayó simpático. Quizá le recordaban los del padre aquel día en que al entrar en un bar se lo encontró sentado en un rincón, con el vaso de vino intacto al alcance de su mano. Allá, en la oscuridad, parecía como en sus días buenos, limpio, afeitado, escuchando atento las palabras de otros dos de la edad del chico del tupé. Allí estaban los tres charlando, riendo a medias, sin importarles mucho los modales bruscos, las miradas hostiles del dueño. Era un sábado y el demonio recordó al punto aquella llegada iracunda de la hermana, su viaje del que no volvió nunca, y pensando, pensando, se acordó también de la madre, que allá en la casa estaría esperando. Menos mal que el hermano había crecido. Ahora ya tenía tanta fuerza como ella. Él solo, incluso, se sentía capaz de cargar con el padre.

—Sí, bueno, yo le contesto; no tengo inconveniente, pero no aquí, con tanta gente alrededor que casi ni podemos oírnos. Podemos ir andando, si quiere, hasta un café aquí cerca. Podemos ir charlando de paso. Bueno, no sé de qué. Pregunte, pregunte usted, aunque a mí me parece un poco frívolo todo esto. Sí, ya sé, lo de la espontaneidad, pero, ¿por qué precisamente a mí, o, mejor dicho, a nosotros, cuando hay más de mil congresistas ahí dentro? Todavía quedan, por lo menos, la mitad. No, no soy de aquí; he venido con dos amigas y un amigo. No, tampoco de aquí, ni de Madrid. Digamos que de provincias. Una de ellas es esta señorita.

La señorita ya casi va para señora. Ha inclinado un poco la cabeza con el pelo tirante hacia atrás, recogido en su gorro de lana. Parece incómoda, no deja de lanzar miradas a ambos lados, como si estuviera a punto de marchar, como preocupada de que los otros congresistas la vean. Mas los otros, hombres y mujeres, jóvenes sobre todo, van saliendo, saludándose entre sí, alejándose o metiéndose en sus coches. El Gran Price va quedándose vacío como tantas veces, aunque en esta ocasión no sea necesario limpiar sus gradas de papeles o cáscaras y envases, como cuando en él se celebran veladas de boxeo. La señorita mira hacia atrás, como añorando la vetusta mole donde en Cuaresma hay también conferencias para obreros, mirando ese cielo gris que la rodea como una telaraña plomiza de ramas entrecruzadas y desnudas. También mira fugazmente a su compañero, procurando no alejarse mucho, escuchar lo que dice:

—Es un poco molesto —y no querría ofenderle— que pregunten ustedes así, en plena calle; pero en fin, parece que no hay otro remedio, y si no hay otro remedio, lo mejor será meternos en un café, por lo menos. Sobre eso de cómo llegué a lo que usted llama «convertirme», lo mejor es que sepa que ya nací «convertido», porque mis padres eran «conversos», como usted diría. Lo que más nos molesta —y siga perdonándome usted— es eso: que nos miren, que nos traten como a seres raros, como si no fuéramos españoles como los demás, aunque, la verdad, desde que nacemos ya nos vamos acostumbrando. La verdad es que tenemos cosas importantes que decir, pero cuando salimos de nuestro círculo estricto, interesan a pocos, aunque de momento aparenten lo contrario. Esto no va por usted, por supuesto, y si le ofendo en algún momento, espero que sepa perdonarme. En realidad esto ha sucedido siempre, tanto entre los elegidos del Señor como entre los gentiles. Se habla, se dicen cosas, se predica, incluso se amenaza, se hace propaganda y la gente sigue igual hasta la muerte, en que sucede como en los grandes desastres de la Humanidad, que sólo los elegidos se salvaron. Bueno, hale, pase; no, usted primero; entre. Aquí al menos se puede entender lo que se dice. ¿Qué va a tomar usted? ¿Tú qué tomas, Virginia?

Es un bar sin grandes pretensiones. Un bar donde nadie iría a charlar con nadie, a dialogar, responder, pero en los ojos de la pareja, ahora, tras aquella prevención inicial, se ve un vago interés por ir contestando a las preguntas. Parecen el polo opuesto a los Testigos. Hablan con recelo y prevención, con monosílabos, hasta que, una vez rota la primera barrera, se explayan, casi sin pausa, como todos aquellos que han callado demasiado tiempo. De todas formas son menos locuaces por más viejos; no parecen tan impacientes como los otros por entablar el diálogo, quizá porque para unos el fin de los tiempos está marcado ya y, en cambio, estos quizá tienen toda una eternidad todavía por delante. Fuera, el tráfico es moderado y no molesta a la conversación. La luz es gris también, lo que en cierto modo ayuda. El camarero ha traído los tres cafés, y el hombre, un hombre no joven ya, aunque aparente algunos años menos que su compañera, continúa:

—Mire, esto del ecumenismo, a mí, personalmente, me parece bien, aunque yo creo que va para largo. Ya es bastante el haberse reunido aquí, en Barcelona, gente tan diferente, de tan distinta forma de creer y pensar; eso ya es algo, que se pueda convivir durante unos días, dejando a un lado tanto prejuicio inútil y olvidando tantos siglos de historia. Yo creo que la gente hoy, no importa cuáles sean sus dogmas o creencias, tiende a unirse, en estos años de crisis que estamos viviendo. Yo creo que estos años, aunque la cosa ya venía de atrás, empezaron a concretar estas ideas, sobre todo después de la última guerra. Ya sabe usted que las guerras elevan, por así decirlo, la tensión, el espíritu religioso. Después de cada guerra hay un acercamiento masivo hacia el Señor que, en este caso, se ha ido concretando hasta tomar forma, en el lado católico, por qué no decirlo, en el Vaticano II. Hoy día ya estamos lejos de esa posguerra que le digo, pero cualquier día todos sabemos que puede estallar otra, y el mundo se halla dividido, a mi juicio, claro, entre el Señor y el César. Aquellos que piensan que Dios ha muerto definitivamente y aquellos que pensamos que vive todavía. Por ello, precisamente, nosotros los cristianos debemos unirnos, y nada mejor, aunque sea simbólicamente, que la conmemoración del centenario de la Segunda Reforma Protestante en España, tras el fin, por la Inquisición, de la primera.

Ha hecho una pausa, apurando de un sorbo media taza de café, tras descargar su respuesta que, al final, inevitablemente, toma el tono inconfundible de un sermón, cuyas palabras sigue fielmente su compañera, sin prestar apenas atención a su taza. Ella no interviene en la conversación, en las respuestas que, surgidas un poco torpemente al principio, luego parece que se vuelcan y concretan.

—¡Qué clase de preguntas tiene usted! ¿Cómo voy, o mejor dicho, vamos a ser partidarios de la guerra? Yo no lo soy; mas, desgraciadamente, el mundo es una realidad, no una utopía, y el mismo Jehová ordenó a Josué acabar con los cananeos sin dejar uno solo. Eran culpables de incesto, sodomía… en fin, ya me imagino lo que está usted pensando: que todo eso existe hoy, puede que multiplicado; pero yo, en mi interior, soy enemigo de la guerra; nosotros siempre fuimos gente de paz y mucho más hoy, cuando una guerra supondría prácticamente el fin del mundo que anuncian los Testigos. Nosotros no podemos asegurarlo a fecha fija o poco menos, como ellos, ni pensamos, como los Adventistas, que todas las profecías están ya cumplidas. En cuanto a libertad religiosa, naturalmente que cada cual debe escoger su propio camino y que debe ser respetado como hijo del Señor y como ciudadano del país en que ha nacido. Quiero decir que también soy partidario de un régimen liberal, de libertad civil, política y religiosa. Es una opinión mía personal, naturalmente. Ahora sí duda, antes de responder. La mujer incluso ha torcido el gesto, aunque sin llegar a ponerse colorada. Duda. Tiene que pensarlo, no como en las anteriores ocasiones, que la respuesta venía sin esfuerzo.

—Eso no me lo preguntaron nunca. Al menos que yo recuerde. Esta historia de la dichosa píldora. Yo no soy casado… —la mujer hunde su mirada en el fondo turbio de la taza de café— soy soltero, pero de todos modos he pensado algunas veces sobre este hecho, sobre esto del control de la natalidad. El Señor dijo, por supuesto: «Creced y multiplicaos», pero, en fin, comúnmente se admiten entre nosotros, de acuerdo cada cual con su conciencia, los procedimientos naturales propios de la naturaleza misma, no los antinaturales o, por decirlo de otro modo, externos al cuerpo humano, y entre ellos incluimos cualquier medicamento y el aborto, por supuesto. Para mí, Dios no ha muerto —cambia él solo muy rápido de tema—. Si no, nada haríamos aquí. Venir a este Congreso resultaría absurdo. Como dice Courtney Murray —pronuncia perfectamente, como quien lo ha citado muchas veces—, que Dios puede morir por indiferencia. Es el caso de la gente absorbida por la frivolidad o el trabajo, muchos que ya le llevan muerto desde mucho atrás, bien muerto en la conciencia, sin darse cuenta, o lo que es peor, sin preocuparse de ello. Son esas filas y filas de caras, de personas que yo veo a menudo en las capillas. Personas que repiten los himnos, las oraciones, que se levantan o se sientan, sin que uno sepa si verdaderamente piensan lo que hacen, si lo entendieron alguna vez o si lo han olvidado. Hay quien dice: «Dios es aquello que no puedo comprender». Yo creo que es una errónea interpretación. Incluso el mismo autor que antes le decía, afirma que el hombre perdió su contacto con el Señor al pasar a este mundo urbanizado y técnico, porque lo imaginó a semejanza de una cultura, una civilización que, al dejar de existir, arrastró la imagen de su dios consigo. Por eso nosotros seríamos los últimos en sentir esa muerte por la que usted se preocupa. Nuestra vida, nuestra fuerza, no se halla en las grandes ciudades. Si, como dice, ha conocido algunas de nuestras Comunidades, habrá podido comprobar que, salvo casos excepcionales, siempre se hallan en pequeñas aldeas o capitales de provincia que sólo llegan a unos cuantos millares de habitantes. Así, el reino del Señor está entre nosotros, como dijo a los apóstoles, en nuestras casas, en nuestros campos y capillas, mejores cuanto más humildes y pequeñas, porque, como ya le dije (y perdone que insista, ya que usted lo pregunta), el cristianismo, al imponer su fe al arte, a la política y hasta a la economía de una cultura concreta, no se dio cuenta de que hizo al Señor formar parte de esa misma cultura, y al cambiar el mundo, cuando esa cultura desapareció, la imagen del Señor quedó minada, se volvió tan confusa como las muchas imágenes que ese mismo arte nos ha ofrecido de Él a través de los siglos.

Y allá arriba está Dios, el Señor, con su recta nariz que es una línea, y sus cejas que se disparan a los lados. Allí arriba está con su poblado bigote caído en dos lacias mechas a ambos lados de la boca, tal como el artista lo pintó, en medio de un gran óvalo, con sus ojos tan grandes, rojos y negros, y su pelo recogido detrás en grandes ondas. Allí está Dios, rojo, amarillo, azul, con su túnica de la que surge un brazo erecto, una mano tiesa, con dos dedos en alto. La otra, casi escondida del todo por el manto, sostiene un libro en cuyas páginas puede leerse: Ego sum lux mundi. Los otros demás evangelistas y apóstoles no importan. La luz es Él, sus ojos tan enormes que no se sabe si miran o condenan o perdonan. Quizá miran al mundo entero, ese mundo que se extiende más allá de los muros del Museo, más allá de toda la ciudad, más allá del puerto y el mar, más lejos de este mundo, hasta el rincón más remoto del infinito Universo. Quizá perdona los pecados grandes contra la fe y también los pequeños, como no asistir esa mañana a las largas sesiones del Congreso. Pero, después de todo, en esa especie de óvalo perdido, dividido en dos por un sutil y alargado ventanillo, también está Él, y no invisible como en todas partes, sino tal como lo conocieron aquellas Comunidades cristianas de las que son remedo y aspiran a heredar los Hermanos.

A fin de cuentas, se entiende allí mejor (tiene razón Agustín) lo que fue el cristianismo unido, primitivo, que en cincuenta sesiones de otros tantos Congresos. A ninguno, ni siquiera a Emilio, ni a Virginia por supuesto, ni a Baffin, se les ocurrió pasar por allí ni siquiera en las horas libres que dejan las sesiones.

Allí sí que se entiende bien, con un poco de imaginación, con algo de fantasía, lo que debió ser esa Iglesia primitiva que tanto ensalzan Emilio o Baffin en sus charlas y sermones. Allí están los apóstoles pescando, crucifijos enhiestos, crispados, antiguos sacerdotes y profetas, capiteles, columnas y un hermoso banco de madera tallada que evoca, tanto como las figuras de los muros, aquellas asambleas de los primitivos Hermanos. Es un Museo silencioso y vacío, y quizá por ello más hermoso (en esto tiene también Agustín razón). Si no fuera porque al estar vacío, a pesar de ser día de trabajo, demuestra poco interés por parte de la gente. El público prefiere los otros, quiere ver los Picasso, les llama más el nombre, el apellido, antes que estas otras figuras anónimas que no acaba de entender bien, a pesar de lo bien ambientadas que están, en sus naves bajas y diminutas, con columnas y arcadas, que son como debieron ser aquellas de los primeros tiempos.

—No; no viene por aquí mucha gente —insiste Agustín, nada más salir a la gran terraza desde donde se domina la ciudad.

Y a pesar de que es un día de sol, un día despejado a medias, de esos en que el invierno engaña todavía, los edificios rojos, las dos grandes torres de entrada a la Exposición, el verde de la rotonda principal, de los paseos, los otros edificios más lejanos, la cadena de montañas que arropa a la ciudad, van perdiendo su color tan alegre y se vuelven más tibios, cenicientos.

Sí; viene poca gente por aquí. Ni aún en días de fiesta debe hallarse aquello muy concurrido. Ahora llega una racha de viento, y las manos vuelven a buscarse, a entrecruzar los dedos, esta vez en el tibio bolsillo del abrigo de Agustín. ¿Qué dirán? ¿Qué pensarán los Hermanos? ¿Qué pensará Emilio, Virginia sobre todo? Sería fácil decirles que no pudieron encontrarles a la salida, que estuvieron allí, cuando al fin Margarita acabó de despertarse y recoger a Agustín, que le esperaba, correspondiendo a su compañía de la noche anterior. Pero Virginia, que se puso tan nerviosa, que se fue por delante con Emilio, no les creería y tendría por una vez razón. Notaría su mentira, nada más mirarla a la cara, nada más escuchar el tono de su voz, incluso esa especie de alegría que parece llenarla, fluir de la mano de Agustín, hundida, tan cerca de la suya, en el fondo forrado del bolsillo. ¿Qué importa lo que Virginia diga? Se está muy bien allí, dominando a sus pies la ciudad, su vida, incluso la del Congreso, los Hermanos y la misma Virginia. ¿Qué va a decir a la hora de comer? ¿Qué puede inventar? ¿Por qué empeñarse en ir a comer a ese hotel tan triste cuando se puede tomar cualquier cosa, incluso un bocadillo? ¿Quién asegura que los otros irán? Van bajando hacia la ciudad despacio, con parsimonia, por los paseos solitarios a esa hora, animados a veces por algún ciclista esforzado, por motos que aparecen y pasan en un instante y parejas que se detienen y miran a lo lejos, por encima de barandillas monumentales y jarrones de piedra.

¿Por qué buscar a Emilio, a Baffin y Virginia? ¿Para qué asistir a las sesiones de la tarde —si es que las hay—, cuando en una ciudad como aquella hay tantas cosas que ver y que Agustín conoce?

—Y si hay sesión de tarde, ¿cómo nos enteramos?

—Si es que hay sesión de tarde, no vamos y ya está.

Lo ha dicho sin pensarlo, apretando la mano aquella, como si no quisiera correr el peligro de asustarse y romper aquel contacto, ese cabo que la mantiene sujeta a tierra firme.

—Lo malo es que si no vamos a ninguna sesión, va a parecer un poco absurdo haber venido aquí.

—A mí no me parece absurdo. Para mí de todas formas vale la pena.

Es una mentira, tan fuera de lugar que ni el mismo Agustín la debe haber creído, pero calla, y sólo abajo, ya pasadas las torres, murmura:

—Por lo menos, debíamos llamar.

Bueno, es su amigo. Él debe referirse a Emilio. Lo malo es que, si llama, acabarán comiendo juntos los cuatro. Pero ya no hay remedio, ya Agustín se ha metido en uno de esos ataúdes de cristal donde la gente no te oye, pero en cambio ve tu cara, tus gestos, tu postura, y da casi más vergüenza que si estuvieran escuchando. Se ha metido también con él en esa huma de cristal, como la de los faquires, y lo reducido del espacio les acerca aún más, les hace, sin querer, tocarse con las piernas, con las manos. Es una sensación especial, sobre todo a la vista del público, aunque el público, la gente, pasa, se abriga, se apresura a medida que se acerca la hora de comer.

—¿Tienes tú el teléfono?

—Sí que lo tengo, espera.

Buscar en el bolso, allí apretados los dos es, aparte de incómodo, ridículo. Es preciso salir. Sale, mira, busca, no lo encuentra; cada vez se nota más nerviosa, hasta que de pronto oye los golpes, la llamada de Agustín desde el otro lado del cristal, y ve sus ademanes invitándola a volver.

—¡Qué frío se está poniendo ahí fuera!

—Lo tenía yo aquí, en la tarjeta del hotel. Se me había olvidado.

Una larga espera, una conversación prolongada, poblada de respuestas breves, de preguntas interminables, inconcretas, que acaban fatalmente en nuevas preguntas, hasta que, al fin, al otro lado, allá en el teléfono del hotel, parecen aceptar, resignarse.

—¿Qué tal?

—Nada.

—¿Cómo nada?

—Que nos vamos a comer tú y yo.

—¿Quién se puso?

—Primero Emilio y después tu hermana.

—¿Y qué dijo?

—Nada; ¿qué va a decir? Que estuvieron en el Congreso, que todo fue muy bien y que Emilio se quedó un rato con uno que quería entrevistarle, preguntarle.

—¿Y de nosotros?

Se ha quedado mirándola y ha roto a reír.

—Sí, claro. Hoy, todo el mundo pendiente de nosotros.

Su risa le hace sentirse ridícula y feliz a la vez, igual que si un gran cerco se alzara de pronto y apenas importara la opinión de Baffin o Virginia, aunque ya sabe lo que la espera a la noche. Pero ahora allí, en la calle, a la luz del día, resulta todo tan fácil como en esas palabras de Agustín, en su actitud, su risa que, de pronto y sin proponérselo, le hace ver ante sí, para su bien o para su mal, qué cosa tan pequeña y limitada es su vida y qué poco sentido tiene preocuparse por lo que piensen Virginia o los hermanos.

¿Y el mar? ¿Era así, Cecil? ¡Impresiona tan poco, llama también tan poco la atención descubrirlo así, a retazos, entre las casas, como oscuras parcelas de bronce unas veces opacas y otras, por el contrario, relucientes! Se oye, se lee, se dice: «el mar», y se imagina algo que verdaderamente debe llegar hasta aquí dentro, hasta el fondo del alma, cubrirlo todo, cegarte por completo, amenazarte, hundirte o elevarte o hacerte meditar o huir, flotar, gozar, quedarte como en éxtasis, sentir ese placer, ese vacío que llega siempre apenas amanece. Esa nada que llega, que te socava el cuerpo tan cansado, que te deja en la cara, en las mejillas, cicatrices leves que luego se van borrando a lo largo de la mañana, a medida que la piel se relaja, restos de pesadillas, retazos de perdidos sueños que aún se resisten por dentro de la frente, que sólo la plena luz del día, el frío de la calle, la sonrisa eterna del pobre Arturo, los estúpidos lectores acaban de apartar, en la helada biblioteca. Así, Cecil, debía ser el mar y el amor y la vida, no esos trocitos de metal plateado o mate y ese murmullo de algún motor lejano que apenas se oye y ese olor en que el mar sí que se reconoce aún de noche.

¿Y si el amor es también así? ¿Y si la vida de Muñoz y los demás se le parecen, son pequeños retazos opacos y un olor lejano a sal y todo lo demás que flota, oscuro y vago, en el fondo del agua? ¿Y si el amor, el otro amor, ese amor del que nosotros nunca hablamos, pero que nos acosa y llega y se nos viene encima cuando estamos a solas, resulta así, también, monótono, amargo, aburrido? ¿Es posible, di, Cecil, tú que lo sabes todo, tú que siempre estuviste en lo justo? ¿Es quedarse vacía, como dicen, cada noche, cada vez, para siempre, herir, sufrir, matar, nacer, cerrar los ojos con angustia y dejarse hundir como en los malos sueños, esperando no abrir nunca más los ojos?

El coche gira y vuelve más allá de los grandes edificios, de las enormes casas donde la ciudad crece, se prolonga, no se acaba nunca. Ahora apenas sale de un recodo cuando ya entra en otro y sale y vuelve a entrar con un chirrido que sólo a Agustín divierte. ¿Y si ahora fuera a vomitar como anoche? ¿Si tuvieran que parar, que detenerse, por su culpa? Es preciso distraerse, mirar ese paisaje, ese mar abierto ya, que va quedando a un lado, separado por la vía del tren a lo largo de breves tramos. Mirar, fijarse bien en estos pueblos silenciosos ahora, donde aún queda el eco de las voces, del rumor del verano, en los carteles, en esos restaurantes con el cañizo medio deshecho, caído, roto, en las sillas y mesas arrinconadas, letreros, vallas, aparcamientos, campings que son el esqueleto, la sombra del verano durante el cual, según Muñoz y Baffin, tanto se ofende por aquí al Señor, tanto se peca en esos cuatro meses.

¿Tú qué piensas? ¿Qué dices? ¿Cómo crees tú que me habla Agustín? ¿Hasta dónde va en serio y hasta dónde se burlan de mí esos ojos a medias negros, casi grises? ¿Qué piensa si me acerco a él, si le cojo del brazo cuando vamos andando, si le cojo a escondidas esa mano que deja a veces sobre el asiento, cuando vienen las rectas?

Según el coche gira, a medida que van desvaneciéndose pueblos grises, vacíos, como muertos, sin sol, esa angustia, una angustia me va llenando el cuerpo como antes de dormirme a la noche, pero este Agustín-Hermano, Agustín, Agustinillo, no me ayuda a salvarla. ¿Qué quiere? ¿Dónde vamos? Y, sobre todo, ¿qué es lo que quiero yo? ¿Hacia dónde vamos? El coche gira, continúa con sus vueltas y ya es media tarde. Hemos parado en un pueblo igual que todos, sin saber por qué, quizá porque Agustín lo conocía ya de antes.

—No puedes hacerte idea de lo que es esto en verano.

—Me lo figuro; me lo imagino.

Y Agustín la ha mirado, sin responder, un poco incrédulo. De pronto el mar se ha vuelto rabiosamente azul, tenso, profundo. En él se hunde la luz que parece dar forma a aquellos cuerpos medio desnudos, mezclados, juntos en el pecado, en la arena tan sucia, tan revuelta, amarilla, tostada, ardiente, envuelta en el rumor de los pequeños barcos, de la eterna marea. Y esos cuerpos semidesnudos, tostados, negros, revueltos, inmóviles o errantes entre el bosque de sombras y luz violenta, miran, piensan, desean, pecan, a fin de cuentas, desde ese mar templado, hasta la primera línea blanca de hoteles. Y después, a la noche, esos bares y salas que ahora son sólo un desconchado rótulo y su portada de cal desportillada, que el viento hace saltar en diminutas astillas rotas. Por la playa sucia de arena gris, donde aún revolotea un reseco periódico con sus noticias bélicas, donde brillan, hundidos todavía, solitarios cascos de botellas y latas, de turistas domingueros, va un perro siguiendo su rastro invisible, inacabable, que le lleva paralelo a la espuma apagada de las olas.

¿A qué venir aquí? ¿Para qué esta loca carrera? ¿Quién entiende a Agustín? ¿Sería pecado o no dejar que la besara, abrazarla siquiera, allí, solos los dos en las tinieblas? Pero Agustín, Agustinillo, calla. ¿En qué piensa? ¿Cuántas veces estuvo allí, aquí, en ese verano que tan bien conoce? De nuevo esa náusea, esa angustia terrible por la angustia en sí y también por el miedo al ridículo. Menos mal que Agustín no se entera.

—Esto en invierno no se puede mirar. Esto deprime.

—¿Y en verano?

—En verano, mujer, es otra cosa.

No se llega a saber si condena o no ese verano. Ni siquiera sabe si estuvo ciertamente allí, ni se atreve tampoco a preguntarlo. Han entrado en el único bar abierto de los que miran al mar, y el chico y un vecino del pueblo que se adivina detrás, han mirado con extrañeza a la pareja. Agustín ha tomado su copa, ha dicho «vámonos», igual que si quisiera quitarse de delante todo aquello. Y el pueblo, otra vez, a medida que el coche y la carretera giran y giran como un oscuro tobogán que cruzara entre olivos, va quedando, con su atalaya y su iglesia blanca, abajo, solitario, de cartón ceniciento. Los olivos, sin apenas notarlo, se van volviendo verdes oscuros, negros como el mar que ya va sonando sólo con esa primera estrella que aparece en la claridad que dura todavía. Y otra vez esos faros de los coches, en un principio aislados, en algún recodo, perdidas nebulosas, luminosos vacíos que son aldeas, pueblos que se prolongan, que se desvanecen a poco, detrás del coche. Ese rumor del mar, el rumor de la radio, la voz de Agustín que murmura de cuando en cuando, que no se sabe bien qué tararea. ¿Por qué no detenerse aquí, ahora mismo, para siempre, en uno de estos recodos que limitan los negros olivos y esos trazos continuos y blancos? ¿Por qué no quedarse así, escuchando esa música y el mar, mirando ese lucero de la tarde como hace alguna vez todo el mundo joven o viejo, tonto o no, una vez en la vida por lo menos?

(—Arturo.

—Dígame, señorita.

—¿Por qué no ordena usted un poco esos periódicos?

—¿Qué periódicos?

—¿Qué periódicos van a ser? Las revistas. Todas esas.

Y pásale de paso un paño al diccionario.

—¿Al Espasa?

—Sí; a todo.

—Usted quiere acabar conmigo, hoy.

—Deja las bromas para otro día y haz lo que te digo.

—Pero, ¡si está como si acabaran de comprarle!

—Empieza por los tomos de arriba. Son los peores. Desde aquí se ve.

—Usted me quiere hundir, doña Magdalena. Además, puestos a limpiar, hay otros libros más sucios todavía.

—Pero el Espasa es el que el público más ve.

—¿Pero qué público?

—Arturo, por favor, acaba. Levante y empieza.

—¿Y para cuándo cree usted que volverán?

—¿Quién tiene que volver?

—¿Quién va a ser? Las hermanas.

—Y, ¿a qué viene tanto interés?

—No sé, señorita, por saberlo…

—El lunes; puede que el martes. Venga, llévate de aquí la escalera y empieza.

—Ahora parece que están levantando cabeza.

—¿Quién?

—Ellas… y sus amigos. ¿Quién va a ser? Mire usted, en eso, yo que el Papa no pasaba.

—¿En eso de qué? ¿Pero qué estás diciendo? Tú no sabes nada. Nada de nada.

—Tanto como eso… Uno sabe lo que todos: lo que lee.

Y el mismo Papa lo dice: que allá cada cual con su conciencia.

—¿Pero dónde lo dice?

—Pues ahí mismo lo tiene usted, delante. Abra usted el periódico y lo lee. Vienen dos páginas del Concilio Vaticano tercero.

—Será el segundo.

—Bueno; el segundo. ¿Qué más da un año más que menos?

—¿Y desde cuando te interesan a ti esas cosas?

—Pues ya ve, todo se pega. Mire, convénzase, vamos a ver, espere que lo busque. Ya verá como aparece. Esta hoja es… Ahí lo tiene, y bien claro que lo dice: «La persona humana tiene derecho a la libertad religiosa». ¿No lo ve? «Esta libertad religiosa consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares, como de grupos sociales y de cualquier potestad humana. Y esto, de tal manera que, en materia religiosa, no se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se impida que actúe conforme a ella en privado y en público.» Esto quiere decir que no les metan mano, que allá cada cual con su conciencia, igual que la decía, y que nadie se meta en la vida del vecino.

—Eso mismo. Eso es lo que quiere decir y lo que debes de aprender.

—¡Pero si ya lo he aprendido! Viene a decir que una cosa es la vida, el largue, el chismorreo, y otra saber si nos vamos o no a otro sitio, después de muertos. ¿Es así o no es así?

—Más o menos.)

Y es Agustín quien pide, a la luz que el auto va sembrando en la noche, a la voz insistente del mar, al resplandor que nace de sus manos, al monótono ir y volver del volante entre esos mismos dedos, a la cambiante oscuridad que por todas partes, menos al frente, les estrecha y rodea:

—Ante todo, que se nos reconozca el derecho a regirnos por nuestros propios principios, pública y privadamente, y a elegir nuestros propios ministros. Que puedan trasladarse libremente; que podamos tener nuestros propios centros docentes, sociales y benéficos. Y sobre todo, que no se nos obligue a presentar al Estado esos registros propios de Asociaciones y no de Confesiones religiosas.

Margarita pediría, en cambio, no volver nunca más a su ciudad, ni a la ciudad donde seguramente ya espera, en el hotel, Virginia, ni a Madrid, ni a ningún otro sitio. Quedar allí para siempre, tal como están, con la luz del Camino allá arriba y el mar adivinado abajo.

—¿Por qué no nos paramos un rato?

—Aún nos queda bastante de vuelta.

—Mira; han encendido fuego, allí, cerca del agua. Alguien que está allá abajo, que tiene frío, ama o busca quién sabe qué, cualquier tesoro. Aún queda un trecho largo, dos horas, o tres mejor, ojalá quedara toda la vida, todo el tiempo de vida que aún resta. ¿Por qué no quiere detenerse Agustín? ¿Por qué tienen los hombres tan dura, tan estrecha la conciencia? Son como el padre, todos, aunque no lo parezcan. Son siempre como el padre o Baffin o incluso Emilio o el Hermano Muñoz. No se detienen nunca, no les caben sino sus propias ideas en la cabeza. Siguen como Agustín, con sus dos manos como soldadas al volante, volviéndolas a un lado o a otro, igual que si una curva compensara a otra vida, lo mismo que en la vida una alegría compensa a una miseria.

—Mientras no se publique un reglamento, la ley no es nada, hablar por hablar, papel mojado. De todas formas, con ley o no, con nosotros, con muchos, que no cuenten.

—Ya lo dijiste antes.

—Sí, lo he dicho. Tienes razón.

Ha detenido el coche al fin. Lo ha metido en el fondo de un estrecho pasillo de tapias blancas que muere en la misma playa.

—Anda, ven, vamos a ver qué hacen allí, aquellos de la hoguera. —La ha cogido del brazo, luego de la cintura—. De todas formas tendremos que cenar por aquí esta noche. Esta noche tampoco llegamos. Hoy no nos ven en todo el día por el hotel.

Desnudarse, ¿por qué? Si aún fuera por dinero, a solas, por cariño, lo podría entender, pero todos juntos, allí, como caníbales, ¿a santo de qué? ¿Para ver qué cosa que nadie haya visto todavía? Porque todas aquellas que estaban tan dispuestas a quedarse en cueros, debían creerse como artistas de cine, de esas que lucen en las portadas de cualquier revista, no desnudas del todo, pero que se las nota con su cuerpo bien, como debe ser: cada cosa en su sitio. Aquellas bobas que nada más entrar habían empezado a beber como unas locas, como si llevaran ya dos horas en la casa, aquel rebaño de pechos pequeñitos, tontos o mal puestos ya a la media hora de moverse, de agitarse con esa música tan alta y con el rímel haciéndolas llorar cuando el sudor se lo iba metiendo poco a poco en los ojos, con las pestañas postizas como una hilera de gotitas relucientes y pequeñas. Aquellas tontas que tan mal, tan de rechazo la miraron, desde el principio ya, podían empezar a quitarse pantalones, blusas, faldas, quedarse como su madre las echó al mundo, a ella tanto le daba. Podían quitarse todo eso y algo más si aún les quedaba. Pero en vez de hacer caso a las otras barrigas, también llenas de amor y cubalibres, de los amigos del dueño de la casa, se habían negado. «O todas o ninguna». Y los rostros rojos, de mirada errante, de piernas no tan juntas como en un principio a la hora de sentarse, se habían vuelto a sentar, ofendidas, aburridas, cansadas. Tan sólo una de las más flacas se había revelado, había decidido cargar ella sola con el espectáculo. «A mí ninguna tonta me estropea la fiesta», había dicho, y los demás habían aplaudido y el demonio se había encogido de hombros como si no fuera con ella. En realidad le daba lo mismo, no estaba a gusto allí, pero sentía curiosidad por la flaca, que tan brava se mostraba, por aquel juego que ya, a veces, el sobrino de Molina le había descrito de pasada pero que para su protagonista debía ser cosa habitual, corriente. Ya se había subido en lo alto de la mesa sin hacerse rogar, tomándoselo en serio, como una profesional, casi como un desafío, y hacía falta mucho valor para desafiar a nadie con aquel triste cuerpo, con aquellas flacas piernas. Mas para ella debía ser corriente, normal, en momentos tan tontos como aquellos, cuando la fiesta se venía abajo y al rebaño se le ocurría aquello de quitarse los trapos todas juntas, al compás de esa música que ya estaba sonando. Debía ser corriente en días, en tardes como aquella, como todas, porque todas lo eran cuando a las diez se cansaban de bailar, de marearse, de abrazarse por los sofás o por la misma alfombra, las chicas con esa risa tonta que irritaba tanto, que ponía los nervios a cien y los novios o quienes fueran aquellos, luchando a brazo partido con el broche del sostén, rodando por los somieres sin ropa aún, del chalet apenas terminado. Debía ser como una solución a ese sabor azucarado de los cubalibres, al dolor de cabeza de ese whisky barato y a la música que machacaba el vientre, los oídos, la cabeza. Seguramente siempre alguno debía decir, como aquella tarde: «Tienes razón, Juani, ahora viene tu número», y Juani, sin dudarlo, sin hacerse rogar, como esos otros que imitan a los cantantes de la radio, apartaba de encima a aquel otro que intentaba sujetarla de la falda, y como una actriz de revista contestaba valiente: «Venga, ponerme el disco», y se subía al redondo escenario de madera, en tanto los demás, unas y otras barrigas con su alcohol dentro, se pedían silencio las unas a las otras.

El disco había comenzado a sonar, rayado, gastado seguramente de fiestas semejantes, tan triste como aquellas tristes piernas que, sin embargo, eso sí, por lo menos sabían menearse, según iban cayendo al suelo primero aquel jersey que valía mil y pico de pesetas por lo menos y la falda tan corta y seguro que también tan cara. Cada vez que una prenda caía, una salva de aplausos sonaba, y fijándose bien, eran las chicas las que más aplaudían. Lo normal hubiera sido lo contrario, pero los chicos parecían como más apagados, menos entusiastas, quizá porque aquel juego ya lo conocían. A veces sus ojos, a pesar de los cubalibres, se reían. El demonio llegó a la conclusión de que viendo a la tal Juani desnudarse, quitarse la combinación ahora, todas aquellas que tanto la animaban se estaban desnudando también, si no allí delante de los demás, al menos cada una dentro de su cabeza; se veía cuánta importancia le daban a su cuerpo, en cuánto le tenían, qué ganas les debían llegar de hacer igual que Juani, aunque no se atrevieran una por una, a solas como ella. Debían pensar que desnudarse así era como algún acto heroico, como una cosa difícil y tremenda. Seguro que era así; lo que no entendía bien es qué iban a conseguir con ello, de qué se iban a librar, qué tomaban a cambio si a fin de cuentas había chicos de sobra en la casa y hasta puede que alguno tuviera que marcharse de vacío.

Y cuando la llamada Juani se quedó como en la playa o en la piscina, tras los últimos aplausos que saludaron la caída al suelo de su combinación, el demonio pensó que llegaba lo verdaderamente importante de la fiesta. Hubo una nueva pausa y también un pequeño desconcierto porque en ese momento el disco se acabó y fue preciso volverle a su principio y el encargado de ello, entre la poca luz y los nervios, no acertaba. La pobre Juani allá arriba, como tomando el sol, no sabía qué hacer y abajo los espectadores menos. Al fin la música volvió y el silencio con ella y, tras otra breve y torpe danza, Juani se echó mano a la espalda y de un solo golpe, eso sí, hábil, técnico, seguro, había hecho saltar ese broche con el que tanto luchaban los amigos del dueño de la casa. Una nueva ovación y, ante la sorpresa del demonio, todo había acabado allí. Con un saludo final, el juego terminaba. Se habían vuelto a encender las luces, y otra vez a darle a la ginebra, pero ya con menos prisa, con menos entusiasmo y Juani, olvidada ya, se había ido a vestir pasillo adelante, por aquello de que da más vergüenza ponerse la ropa que desnudarse. Según alguna de las chicas había murmurado, daba gusto invitarla porque siempre acababa salvando la fiesta. El demonio entendía bien que aquellas alabanzas eran reproches, mala fe, andanadas dirigidas contra ella y que, de no haber entrado allí de la mano del dueño de la casa, seguramente ya a esas horas tendría que estar fuera de ella. Pero ni lo uno ni lo otro le importaban ya. Ya en aquel tiempo tenía su defensa, era un demonio —hubiera dicho Virginia— con espada y coraza, como un jinete del Apocalipsis. Y en cierto modo, si Virginia lo hubiera dicho, tendría su razón, pues ni el cuerpo aquel de Juani, ni aquel vacío en torno, casi palpable, que vino tras el juego (como si ella fuera culpable de haber estropeado el colofón de la fiesta), podían destruirla, ni el alcohol, ni aquellos misteriosos cigarrillos que vinieron luego, cuando marchó la mayoría y quedaron el sobrino de Molina y una pareja. Nada de aquello podía destruirle. Ya desde tiempo atrás sabía cuándo debía beber o cuándo no podía. Con el único que recordaba haberlo hecho a gusto fue con el rubio aquel de la orilla del río y así marcharon las cosas, no aquel día, que de nada se quejaba, sino más tarde, luego, pensando para qué aquella tarde, aquel dolor, tantas promesas, habían realmente servido. Fumar era distinto. Mantenía despierta, calmaba los nervios y, en ocasiones como aquella, entretenía, pero cuando después de marcharse los otros, de quedarse a solas los cuatro, el amigo había ido a buscar a su chaqueta aquellos feos y mal hechos cigarrillos, solos, sin su paquete como Dios manda y tan distintos de los que ella conocía, hasta el demonio más tonto sin armadura, sin espada alguna, se podía dar cuenta. No era lerda ni sorda ni ciega. A veces veía la televisión allá en la plaza, en las rápidas visitas a la madre, a veces escuchaba esas historias que alguna amiga raramente contaba, y por si todo ello no le era suficiente, había leído en un periódico del padre un artículo entero sobre aquellos cigarros. No era sorda ni ciega ni tonta como la otra muchacha que, frente a ella, ya andaba chupando del mismo que el compañero. Sabía que lo mejor era encenderlo y darle una chupada y de pronto sentirse mal y decir todo aquello de las náuseas. Irse al cuarto de baño como cuando bebía de verdad, y quedarse un buen rato allí admirando todo tan limpio, tan nuevo, tan bonito, con sus cenefas de azulejos azules, sus grifos tan sólidos y suaves a la vez y aquella gran bañera con sus cortinas rosas. Al fin, el sobrino de Molina llamaba quedamente a la puerta.

—¿Qué tal estás? ¿Te encuentras bien?

—Sí; ya estoy bien. Ahora mismo salgo.

—¿Seguro que estás bien?

Sus dudas, su miedo le divertían ahora, en tanto se miraba en el gran espejo ovalado.

—Ya voy; no te preocupes.

Ni rastro de ojeras, la lengua limpia, los ojos tan bonitos y brillantes, las pestañas bien puestas, la nariz bien hecha, no como la del halcón ni como esas terribles que se operan. Aquel cuarto de baño de paredes relucientes, su loza de formas ovaladas, suaves como el espejo, era como un palacio digno de aquel demonio hermoso, invicto, bello, era lo que más envidiaba de la casa. Se lo hubiera explicado al sobrino de Molina, a aquel Daniel que ahora, por miedo, tanto se preocupaba al otro lado de la puerta, quizás un poco por amor y un poco también por aquello que los periódicos y las revistas, sobre todo, decían. Pero si era verdad, si le hacía correr aquellos tontos riesgos, justo era que se asustara un poco ahora, que pasara también su buen rato de miedo.

Cuando abrió, pareció tranquilizarse, pero ya aquellos feos cigarrillos eran sucia ceniza, una mancha azulada en la bonita alfombra que su dinero debió costar al padre. Los otros dos se perseguían sobre ella, sin saber bien por qué, si para hacer el amor o por el gusto de ensuciarla más con el sudor del cuerpo. Ahora, con la habitación oscura, eran como los gatos en las largas noches de Febrero, quejándose y quejándose, luchando, persiguiéndose, y los ojos de Daniel eran helados, de pálido cristal ahora. El demonio, que le gustaba andar siempre buscando parecidos, le recordaban ahora los del viejo cuando, al morir, el mismo Molina se los cerró con cuidado, con un respeto que a todos, y a ella misma, les llamó la atención. Allá en el cementerio empinado, dominando el pueblo, quedó, bastante cerca de la mina.

Si era verdad lo de la Resurrección que Molina contaba, nada más que levantara la cabeza podía ponerse a picar de nuevo. El hermano pagó los gastos del entierro y el pueblo cedió el terreno entre las cruces negras, oxidadas, algunas con el retrato del difunto en esmalte roto por el granizo o las piedras de los chicos. Le regalaron su lugar en un rincón, entre cardos y lirios, porque era un viejo buen amigo de todos. Sin embargo, nunca fue buen amigo del demonio. Quizá por culpa de aquella forma de mirar tan parecida al padre. Quizá lo hubiera sido, de tener otros ojos.

Dime, madre, tú que nunca sacaste la cara por mí; tú que en vida tan poco me quisiste (perdona), tú que Virginia fue tu favorita, dime si estuvo bien aquello, si estuvo bien aquella segunda bofetada. ¿Es que es mi madre? ¿Eres tú? ¿Es mi padre? ¿Quién es para tratarme así? ¿Con qué derecho? ¿En nombre de qué cosa tengo que darle cuenta de lo que hago, de dónde voy, con quién salgo, a qué hora, de dónde vuelvo? Bruja, imbécil, fracasada, la dije, la grité sin poder aguantarme las lágrimas de rabia, que poco daño me hizo a fin de cuentas. Se había levantado y había llegado hasta la puerta al sentirme entrar. Estaba mucho más nerviosa que yo, que ya es decir, estaba como loca, como yo nunca la había visto; luego la dio un temblor para compadecerse, si no fuera por el recuerdo de otras veces, de aquellas noches que, al día siguiente, a la mañana siguiente, vuelven a ser como sueños de siempre, como una de sus tantas pesadillas. Y lo peor de todo era la vergüenza de que oyeran todo los dos chicos de al lado, sobre todo Agustín, que entonces se estaría acostando.

Y si lo oyeran, ¿qué? ¿Qué pasa? ¿Qué me importa? ¿Por qué, si Dios perdona, tiene ella que saltar por una causa tonta? Es verdad que no fuimos a la sesión del Congreso, ni pienso ir mañana que es hoy ya, ni nunca, por si quiere saberlo. Me voy, me marcho a casa en tren, en coche, con Agustín o sola, como sea, pero no aguanto una noche más ni aquí ni allí, en la alcoba de ella. Volveré cuando quiera y saldré cuando quiera, y si es verdad que Agustín va por casa en Navidad, como me ha prometido, ya veremos, ya verá mi hermana si se acaba la esclava. Estoy harta, cansada de esperar. Esperar, ¿qué? ¿Qué vida? ¿Qué trabajo? ¿Qué palabras vacías o qué gloria más allá de la muerte? Me arreglaré un cuarto mío, para mí sola, me llevaré el armario y mi mesilla de noche. Ya no le tengo miedo a esa soledad de que tanto se discute en la capilla, ni me molesta el ruido de los trenes. El espejo sí se lo dejaré, para que se mire en él cada mañana y haga como que no se ve, como que no se entera de cómo, poco a poco, la cara se le va volviendo transparente. Se lo voy a dejar, y esas perchas tan feas, donde cuelgo esa ropa horrible, y esos gorros de lana que ella se hace en invierno y quiere obligarme a poner a mí también. La dejaré esa cómoda llena de ropa como gastada, deslucida y fea, se la voy a dejar para que cada día meta el cuerpo en esas telas raídas de tanto lavarlas, en las que los encajes son ya tan sólo flecos.

¿Quién dice, quién puede asegurar que es pecado lo que hicimos? ¿Quién puede saberlo sino el Señor o yo o Agustín, que seguro a estas horas ya se olvidó durmiendo? ¿Quién es ella para juzgarme a mí? ¿Quién es ella —sobre todo— para pegar? El Señor no castiga si se le ama. El Señor perdona, del mismo modo que perdonó a sus enemigos, pero esta vez me voy, no de casa, que sería demasiado, pero me voy, me marcho a la otra habitación, a esa que da a ese patio interior que, aunque no tiene la luz del sol, le llegan en cambio menos ruidos de trenes; ese patio que al principio repele con sus sucias tuberías, a veces silenciosas, tan sonoras a veces; esas cañerías grises del polvo, del vaho de los trenes acumulado durante tanto tiempo, de colgaduras que son telas de araña ya sólidas por el humo, de la cal de las paredes que va cayendo en ellas como un banco de peces en las redes. Ese patio que al principio repele, huele, pero al que se le acaba cogiendo cariño, tan sólo con no abrir la ventana, sólo con colocar en ella unos visillos limpios. Entonces ya no existe, ya no se oye bajar como un torrente el agua, ni se ven las viejas y pesadas cortinas de las arañas, ni el sumidero abajo, con ese aspecto fatal de cosa fea que no se dice, que parece que te atrae, que va a tragarte entera, viva, como al agua de lluvia, como a las voces, el ruido, el murmullo de las criadas que charlan, critican, los lunes sobre todo, en ese lenguaje a medias, especial, que ellas piensan que no se entiende y que es tan claro como el día con un poco de atención, con un poco de malicia. Ese patio crecido, dividido en cada piso por cuerdas paralelas, solitarias, unas veces con ropas interiores de esas que no se enseñan y otras vacío con sus pinzas de madera colgando en el aire como diminutos equilibristas. Allí, detrás de esos visillos nuevos que me pienso comprar en cuanto cobre la primera extraordinaria, estaré bien tranquila, a solas, y, ¿quién sabe?, aunque es mucho pedir, puede que vengan Emilio o Agustín cualquier día. La que no entrará nunca va a ser Virginia, ni su cara de cera, ni sus manos delgadas, transparentes, que no hacen daño pero que humillan, ni sus palabras, ni sus suspiros por la noche. Yo me traeré mi cama y mi mesilla y mi alfombra y no pienso dirigirla la palabra ni siquiera cuando comamos, si es que volvemos a hacerlo juntas.

¿Cuál ha sido el pecado? ¿Será pecado o no? Ya viene amaneciendo, ya esas ramas sin hojas se van destacando contra el cielo, como las telas de araña que decía. Ahora vienen dos chicos, dos jóvenes que se acercan, que miran. Yo agacho la cabeza, la meto entre las solapas del vestido y espero a que se marchen. ¡Quién os tuviera aquí, mamá, Cecil, papá, de guardianes y amigos! Por fin he levantado la cabeza, les he mirado y uno de ellos ha dicho algo que no he entendido, pero, gracias a Dios, se han ido y el cielo se hace más blanco, se aclara por momentos y a un lado y a otro, los coches, los taxis y autobuses no son tan raros ya, ya van menudeando. Dentro de poco, con el sol sobre los pisos altos, vendrán los de los puestos, los dueños de estas tiendas de madera, de flores, a abrir, vender, supongo, y empezarán también a abrir los Bancos y el comercio y, Cecil, me pregunto: ¿qué hago yo aquí?, sentada, helada, inmóvil, con la cara seguramente marcada aún por los regueros de las lágrimas. ¿Qué hago en esta ciudad, a punto de llorar otra vez en medio de la calle? ¿Qué fue lo que me acabó por convertir definitivamente en enemiga de mi hermana? Ya viene el sol allá por los tejados, ya baja o sube gente, público de aquí, desde la estatua grande hacia la plaza grande, o de la plaza grande camino de ese mar que recuerda a Agustín y la noche pasada, nuestra única noche. Ya van de retirada esos turistas que viven por la noche como ahora yo, que quién sabe si duermen o dormitan igual que los caballos, de pie, o como los murciélagos, colgados boca abajo de las vigas. Deben pensar que uno de ellos soy yo, se lo deben creer esos que van a trabajar porque ninguno mira. Ahora sólo queda esperar hasta las nueve o las diez, lo más tarde posible, a que empiecen las sesiones. Entonces es fácil volver al hotel, dormir un poco y hacerme mi maleta antes que llegue la hora de comer, antes que vuelvan los otros, que estarán en ese palacio de deportes, o como se llame, hasta casi la una. Puedo sacar un billete para Madrid, decir que estoy enferma en la carta que le ponga a Agustín, decirle que me puse mala de pronto, sin mucho dramatismo, no se vaya a asustar y no vuelva, que eso sí que sería lo más serio.

—No hay tal problema si se tiene fe. Es cuestión de fe, no cuestión de dinero. No cuenta ni el tiempo siquiera. ¿Qué cuentan cuatro, cinco, nueve años, cuando se sabe que el tiempo y la verdad están a nuestro favor, a nuestro lado? Aquellos primeros cristianos la tenían, por eso marcharon alegres al martirio con la mirada puesta en el Señor, y otros, después, no temieron las hogueras, soportaron padecimientos mucho mayores que los nuestros porque sabían que, al final de su camino, Él les estaba aguardando. ¿Qué son, al lado de eso, estas miserias nuestras? Seguro que tú piensas, Adela, estás pensando que desde aquí fuera, libres, se habla, se dice fácil, suenan bonitas todas esas cosas, bonitas y hasta puede que heroicas, pero es así, estemos donde estemos, él es fuerte precisamente por su fe y yo le quiero y le admiro por eso. Por eso vengo aquí cada semana, para darle, si puedo, un poco de mis fuerzas, aunque, en la realidad, son las suyas las que a mí me ayudan, son sus fuerzas las que ayudan a mis fuerzas. Por eso mismo nos vamos a casar. Así, en la cárcel, como lo estás oyendo. No es raro, no es la primera vez, incluso los de delitos comunes lo hacen. ¿Y por qué no nosotros? Ya lo tenemos arreglado casi todo, que no es cosa sencilla. Incluso el capellán, que le tiene en tanta estima, que hasta a veces le pone como ejemplo a los demás reclusos, nos va a ayudar, no va a hacer nada en contra de la boda a pesar de que tendría que ser civil y allá arriba, claro, dentro. Es muy distinto, tú no sabes, ser marido y mujer. Los dos sabemos que yo así le ayudo más porque es como si estuviéramos más juntos. Además de las otras ventajas. No es lo mismo venir aquí ya siendo su mujer que llegar como novia o visita o como amigo. Después de todo, si hasta el director del penal está de acuerdo, da su consentimiento, ¿por qué esperar? ¿Qué nos hace distintos a los otros? ¿Esas piedras? ¿Esos hierros? Al contrario, y no son palabras bonitas, sólo separan a aquellos que no saben ver, a aquellos que sólo viven esa vida vulgar, a ras de tierra. A mí ese castillo negro, roto, con sus muros y rejas y galerías caídas, me une, me acerca más a él porque sé lo que piensa, lo que hace a cada hora, desde que se levanta, desde que se despierta temprano y dice sus oraciones (o mejor, las decimos, juntos a la vez, los dos), hasta, que tocan a callar, silencio. Ahora tiene de compañero a uno que no sé qué delito cometió, si robar o escaparse, pero este también le admira y le aprecia tanto como los otros y se empeña en hacer por él los trabajos peores, los más pesados, como fregar los suelos, arreglar los petates y cosas parecidas. Pero él, como es lógico y natural, no lo consiente, ni siquiera le deja preparar el café que están autorizados a servirse ellos mismos ni, mucho menos, los más desagradables, esos que según el reglamento deben hacer uno y otro, por turno. Yo estoy con él mientras se lava, se afeita y se peina, mientras que espera la hora de comer, unas veces lo que le dan y otras lo que nosotros le traemos. Estoy con él cuando, después de la comida, sale a pasear a ese patio de piedra también, a medias caído, a medias derrumbado, tan fresco en el verano, tan duro en el invierno que muchos desearían quedarse en el petate, metidos en sus celdas; voy con él, a su lado, en esas vueltas constantes que da una y otra vez, caminando, charlando, fumando y, cuando vuelve a la celda, en esas horas tan largas, cuando escribe, estudia, lee, también cuando hace todo eso, porque no hay cosa peor (dice) que pasarse las horas mirando, igual que hacen los otros, hora tras hora, lo que pasa más allá de la ventana, sin moverse hasta la hora de la cena. Estoy con él, pienso en él toda la noche hasta que viene el sueño y acaba con mis fuerzas. ¿Por qué entonces no vamos a casarnos? ¿Qué nos falta? ¿Por qué no hacéis lo mismo vosotros que sois libres? Tú no lo sabes, pero sería una gran ayuda para Claudio si es que piensa seguir el mismo camino que Julio. Si yo le hubiera conocido antes, él hubiera entrado allá arriba ya siendo mi marido. Es un gran consuelo, un alivio que no tiene medida, tener alguien detrás, a tus espaldas, saber que nunca van a abandonarte caiga quien caiga, pase lo que pase. Y vosotros podríais arreglarlo mejor, con más tranquilidad, con más cuidado. Para nosotros hay algunos obstáculos, pegas que, al fin, según el abogado dice, se podrán arreglar. Yo sé que para él será un gran día, pero más para mí, que, a pesar de estar fuera, soy más débil, necesito más de su ayuda que él, aún estando dentro, de la mía. Yo, en tu lugar, Adela, si le quisiera de verdad, no lo pensaba más, a pesar de eso que dices del problema de tu padre. Piensa, hazte a la idea de que algún día te tiene que pasar, lo tiene que saber, se enterará, y cuanto más tarde en llegar ese día, peor para los dos, para ti y para él, aparte de que puede que lo tuyo alguien se lo haya dicho o él se lo imagine por su cuenta.

Se dice «algún día» y se piensa «nunca», se puede llegar a pensar hasta en la muerte del padre o en que Claudio acepte su servicio militar o que una misma cambie. Pero él no va a cambiar, él seguirá tal como a sí mismo se retrata, «inasequible al desaliento, como un buen vendedor de lavadoras». Quizá, casi seguro, que el miedo, la compasión, la duda, vienen, llegan, están de mi parte. No se olvida en un día, en un mes, en un año, aquella capilla nuestra y las Sedano, tan flacas, tan mayores ya, ni a Martínez y sus eternas protestas, ni a Molina, aquel que se marchó, que se fugó más bien, con la chica del hombre de la loza. No es lo mismo venir de la nada a los Testigos que llegar desde allá, desde aquel despacho donde papá, mi padre, se afana, se mata cada día por los otros Hermanos. No es lo mismo llegar desde una gran ciudad como esta que venir de allá, del borde mismo del Páramo, de la orilla, de casi un siglo de hablar con el Señor en su misma lengua, de vivir a su sombra, de escuchar desde niña que sólo la verdad se encontrará entre ellos. El mismo Claudio que ahí viene, que ahora llega con el agua para comer aquí al borde a la sombra del río, que se acerca por el camino que baja más allá de la última garita con su guardia oculto, vino de nada, de no creer en nada, a los Testigos, no dejó prácticamente nada atrás. Yo sí; yo dejaré a mi hermano de veras, de verdad, dejaré (tal como el Libro dice) a mi padre y a mi madre, porque tras de este matrimonio, si llega a realizarse, viene seguro (y ojalá me equivoque) el romper, el separarme, quién sabe si para siempre, aunque yo, desde luego, esté dispuesta a soportarlo. Pero Isabel debería saber que no es igual, que no puede ser igual, que a veces, en nuestros paseos por la Casa de Campo, o ahora mismo que ya Claudio se acerca, que hace señas alegres, divertidas subiendo y bajando la botella, viendo esos llanos pardos tras él, más allá de ese castillo renegrido que yo no veo como Isabel, que yo, sinceramente, temo tanto, pienso en nuestros llanos de allá, tan blancos, tan bonitos en invierno, dorados en verano, vuelvo, a pesar mío, a la casa donde está mi padre y mi madre y los demás y hasta recuerdo aquel nuestro destartalado cementerio. ¿Cómo puede Isabel imaginarlo? Claudio tal vez; por eso calla seguramente y nunca da consejos. Él sabe, como yo, qué difíciles son de decir las cosas más simples, más normales, enfrentarse, no mentir más, incluso no molestarle a él con estas historias, ahora que llega y se sienta a nuestro lado y se vuelve a levantar para meter las botellas en el río y llega otra vez y nos envuelve, nos anima, se diría que nos empuja a comer. Seguro que es el único que no piensa en el castillo a sus espaldas, en las negras almenas y las ventanas altas. No lo mira; no puede verlo, quizá no quiere, no le interesa, sólo parece pendiente de servirnos, de hacernos cómoda la comida. Dios quiera que, en su día, tenga yo ese mismo coraje.

Ahora que ya es de día, viene ese aliento tan frío y tan húmedo del mar, y a medida que se hace más claro sobre el bulevar donde Margarita espera, a medias helada, a medias dormida, en su banco de piedra, va cubriendo de brumas esas manchas primeras del sol más allá de los árboles. Margarita se levanta y mira su reloj, al que se olvidó de dar cuerda. Se levanta, se estira la falda y el abrigo y se vuelve a sentar para peinarse un poco con ayuda del espejo de la polvera. Se ha mojado con disimulo las cuencas de los ojos y las mejillas por si aún quedan huellas de lágrimas, pero es inútil tanta precaución. Nadie mira, ni los dueños de los puestos de periódicos, ni las mujeres que van ya colocando sus flores, ni la gente que llena, ya a buen paso y en todas direcciones, la moderada cuesta. Ha entrado en una cafetería para entonar el cuerpo y también para hacer tiempo hasta que Virginia, Emilio y hasta quizás Agustín salgan para el Congreso. Se ha tomado el café tan caliente que parece salir de un volcán, del fondo de la Tierra. Ha buscado un reloj con insistencia, pero no ve ninguno y al final tiene que preguntar. No son ni siquiera las nueve. Le asusta tanta espera. Sobre todo si Virginia decide no ir al Congreso y todo este esperar, este frío, este sueño, no evitan, al final, encontrarse con ella. ¿Cómo llenar una hora todavía? Pasan tras los cristales los primeros paquetes de diarios que vuelcan desde los camiones al pie de los quioscos, donde los dueños, con parsimonia, los van deshaciendo. Una iglesia católica ya debe abrir sus puertas porque viene de lejos el tintineo agudo, insistente de una campana. ¿Cómo llenar esa hora que es casi como un día, como toda la vida, como esos años de niño cuando se añora tanto que pase el tiempo y poder ser mayores? No le interesa lo que dice el periódico, no conoce a nadie, nadie le dirá nada de todo ese fluir apresurado que llena la calle ahora. ¿Qué hacer? ¿Tomarse otro café? Quizás. No vendría tan mal, pero mejor cambiar, en otra parte. Aprovechar para poner en hora su reloj, fijarse un plazo estricto, hasta las diez, para arrancar, de una vez, camino del hotel. Otra vez en la calle. Esa gente que no conoce, sin embargo, le anima, le levanta el ánimo mucho más que la soledad del bar, tras la noche con sus ramas bajo las luces, el olor tan insistente del mar y el sueño y la vergüenza. Ahora esta gente que no la mira, que se apresura, que para o pone en marcha sus taxis y automóviles, todos esos rostros parecen más afines, amigos, como ese mismo sol que por fin se abre paso a viva fuerza entre las barreras superpuestas de la niebla y las nubes, ese sol que es el mismo que alumbrará a esa hora a tantos otros Hermanos, allá en la fragua, entre los álamos del valle de las lápidas donde el herrero fabricará en cuclillas sus rejas de arado, o la casa abandonada de aquel Pastor inglés o las demás capillas, empezando, como siempre, por el pueblo de los hornos del barro.

Ahora arrastra los pies cuesta arriba, empuja a su mismo cuerpo camino del hotel, ese cuerpo mísero que aún se rebela y pide otro nuevo café o un taxi si no fuera demasiado pronto todavía. Ha comprado un periódico por entrar con más soltura en la nueva cafetería, casi tan solitaria como la anterior, y por mirar las fotos y saber cómo va el mundo aunque ya se lo imagina. Se ha sentado porque su cuerpo ahora parece partido en dos: arriba, donde responde, funciona todavía; abajo, las piernas heladas que parecen flotar, desvanecerse. Tras sentir el café otra vez como un fuego repentino, va haciendo pasar despacio las hojas sin apenas ver, sin apenas enterarse, tanto, que se sorprende cuando llega al final, cuando el periódico, al final, concluye con las listas de anuncios y las columnas de sucesos. Allí podría estar, en esa estrecha columna de robos, accidentes y suicidios. ¿Qué se iría a perder? ¿Qué se pierde por todos esos hombres y mujeres que se mueren o matan? La vida es flotar, marchar adelante, sin saber bien por qué razón, seguir aún con las piernas rotas, ateridas, o esperar mirando de cuando en cuando ese reloj tras comprobar que no se ha detenido, que la aguja marcha todavía. Ya es como si hubiera visto aquel gran rostro del Señor en el Museo, casi de niña, de pequeña, no de la mano de Agustín, sino en compañía del padre, tanto pesa en la carne y en el alma ese día. Vuelta a pasar las hojas. Rostros, palabras, rótulos en grandes caracteres que se fijan, que viven aún cuando se mira a la pared blanca, nueva. Ahora hay un joven, un muchacho, que también hojea su periódico y levanta la mirada a veces y la mira. Cada vez que le ve alzar los ojos se estremece. Tan horrible debe estar a esa hora, a plena luz del día, al cabo de una noche parecida. Iría al lavabo pero aún le da más miedo mirarse en esos espejos con tubo de neón que agrandan, hacen enormes las ojeras. Además, si se levanta, si hace ese esfuerzo considerable, es para aprovecharlo y llamar y pagar al camarero y huir hacia la puerta, hacia el hotel, para hundirse entre las sábanas, ojalá para siempre.

Pero arriba, antes de entrar, en el tresillo de mimbre barnizado de amarillo, frente al mostrador de la centralita, están los tres, Emilio, Agustín y Virginia. Ninguno dice nada. Todo deben habérselo dicho ya. Sólo miran como aquel muchacho del café. Agustín y Emilio parecen vestidos, dispuestos para salir; sólo Virginia mira como asustada, inquieta. Pero no se atreve a preguntar, ni siquiera se decide a seguirla cuando, sin murmurar una palabra, pasa y entra en el cuarto. Ninguno dice nada y es una gran vergüenza aguantar no sólo sus miradas, sino la de la telefonista, que la lanza una ojeada igual que si trajera el pecado escrito sobre la cara, en la frente. El pecado es la hora y ese aspecto que tanto le atormenta en tanto se desnuda torpemente y, sin siquiera buscar el camisón, se mete, como en un suave regazo, en el vientre profundo de la cama.

Y cuando los muelles dejan de crujir, entra a su vez Virginia, y a oscuras, sin encender la luz, comienza a cambiarse a toda prisa, como si afuera los dos hombres estuvieran aguardando. Es preciso quedar inmóvil, fingir que ya se duerme, tener a la vez los ojos abiertos y cerrados, cerrados de vergüenza, abiertos por ver si duda, por saber si tan siquiera se preocupa. Pero Virginia se coloca a toda prisa ese horrible gorro de lana y cierra tras sí la puerta con cuidado, como segura de que no despertará por lo menos hasta la hora de comer.

Y, sin embargo, su cuerpo tan dolorido y frío se resiste, aunque allá adentro, en la cabeza, viene como un dulce vacío, estremecido a veces por relámpagos de dolorosos murmullos que cruzan de sien a sien o suben por el rostro como las blancas cicatrices del sueño. El sueño llegará, siempre acaba llegando, podría incluso acercarse blando, eterno, hundirla poco a poco en ese gran vacío tembloroso donde a menudo despierta a mitad de la noche. Quedarse para siempre allá abajo, atrapada en aquella agua oscura, cálida, sin pensar ni sufrir ni gozar, como en esas mañanas de Enero cuando un rayo de luz acaricia los pies de la cama o, allá por el Agosto, esa brisa tan suave vuela sobre la cabecera, de madrugada, o como cuando toca la mano de Agustín o como cuando el padre, de niña, la besaba. Quedar para siempre así, como cuando el cansancio huye y también ese miedo, esa sospecha de pecar en sueños, de nunca más escuchar las palabras de Cecil.

—La mano del Señor vino sobre mí y me sacó en espíritu, poniéndome en medio de una gran llanura sembrada de huesos.

—¿De huesos?

—Sí; de huesos. Y en medio de ella había un pueblo vacío y una montaña puntiaguda.

—¿Un pueblo como el nuestro?

—Un pueblo como el nuestro, Margarita. Y me hizo acercarme a ellos y eran muchos sobre el campo y todos secos.

—¿Secos de qué? ¿Los huesos?

—Secos del sol, del aire, de los días de Agosto, de aquel verano a la vez tan duro, tan seco y tan largo. Y me dijo el Señor: «¿Tú qué piensas? ¿Vivirán estos huesos?».

Y yo le contesté: «Señor, sólo Tú lo sabes».

—¿Y Él qué te dijo entonces?

—Dijo entonces: «Háblales, diles: “Huesos secos de sol; oíd la palabra del Señor. Él hará entrar el espíritu en vosotros y viviréis, y pondrá nervios sobre vosotros y hará subir sobre vosotros la carne y os cubrirá de piel”».

—¿Y fue así? ¿Sucedió así? ¿Así como tú dices?

—¿Y cómo iba el Señor a engañarles, aunque fueran tan sólo pobres huesos?

—No digo que mintiese. Él no puede mentir. Pero, a veces, somos nosotros los que no entendemos.

—Entonces hubo un ruido terrible, como si todo el Páramo, con su montaña, se fuera a derrumbar y los huesos se juntaron de pronto cada cual con su parte, los unos con los otros. Y cuando abrí los ojos vi que había carne sobre ellos y la piel les había cubierto pero aún no había espíritu dentro de ellos. Entonces el Señor me dijo: «Di al espíritu: “Ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos huesos muertos para que vivan”». Yo hice como me había ordenado y ellos vivieron, estuvieron sobre sus pies, como un gran ejército. Y Él entonces les prometió perdonarles todos sus pecados.

—¿Eso dijo?

—Eso dijo. Dijo: «Perdonaré incluso a aquellos cuya simiente manare de su carne, a aquellos que descubrieron la desnudez del padre o de la madre, de la hija o del hijo o de la misma hermana. Yo les perdonaré a todos para que sean inmortales». Y así los perdonó. Así hizo revivir a aquel pueblo que tanto había pecado. Los huesos fueron hombres otra vez y volvieron a trabajar en sus hornos y en sus viñas.

—¿Tanto perdona, entonces?

—Tanto perdona, a los que creen en Él. ¿Tú crees en Él?

—Yo sí que creo, Cecil.

—¿Entonces, de qué tienes miedo? ¿Qué te asusta?

—Tengo miedo a la muerte.

—No hay muerte. La muerte es sólo estar lejos del Señor.

—Cecil, tengo miedo a la muerte. Hay muchas largas noches que pienso en ella. No pienso en otra cosa.

—No hay que temer la muerte.

—Di, Cecil, ¿cómo es?

—No hay que temerla.

—Di, Cecil, no te vayas. Estate sólo un momento, por favor. Estate quieta, dime.

—Yo conocí a tu padre cuando todos los ganados que pacen por los campos, caballos, asnos, ovejas, estaban muertos y muchos hombres y mujeres también. Y, sin embargo, yo viví. Y era tal la sequía que las fuentes, los pozos más ricos se secaron, y tampoco morí yo. Y otro día vino el granizo y tras él un fuego que hirió todo lo que sobre la tierra estaba, salvo las piedras de las casas, dejando seca la hierba en el campo y los árboles sin fruto, y yo seguí viviendo. Y otro día llegó un mal viento de Oriente, soplando una tarde entera y una noche y toda una mañana hasta nublar el sol y murió uno de cada familia, desde aquellos que no trabajan la tierra, hasta aquellos de la cara negra por el humo del horno. Y yo no morí, no he muerto todavía. Nosotros no morimos, Margarita, porque el Señor pasa hiriendo a los demás, pero no a nosotros. Tú tampoco morirás. No temas; duerme; descansa; confía.

En aquel gran mar de rostros, unos borrados por la pena y los años, y otros alegres, invictos, decididos; unos de edad madura ya, otros jóvenes, niños, con los ojos y oídos alerta como temiendo perderse una sola palabra de cada discurso, destacaban los dos hermanos que junto a míster Baffin parecían más negros, más cetrinos aún, que allá en Francia, en Burdeos, entre sus otros hermanos de raza, en la sede de su Organización Mundial Evangelista Gitana. Vinieron con míster Baffin, que los trajo de Madrid después de su rápido y singular proceso, porque habían querido aprovechar su paso para asistir, ellos también, a aquel Congreso antes de volver a pasar los Pirineos.

Porque sucedió que los dos hermanos gitanos, españoles y Pastores, llegaron medio año antes a Madrid y en vez de predicar a los de su raza en las capillas, se fueron cierto día a un barrio de ladrillos y latón, donde el río se aleja de la ciudad, con su carga oscura de arrastre y detritus.

Es un olor que sube, se alza, rezuma y vuelve a caer sobre los tejados cada vez que los grandes camiones abren su gran mandíbula metálica, en la trasera niquelada, y van dejando caer su destrozada carga. Y como llega el polvo, el olor, el rumor de las voces más allá del río, llegaron, sin hacerse apenas notar, los dos hermanos. Venían, llegaban bien vestidos, al menos lo bastante como para llamar la atención, como para distinguirse de aquellos otros que a veces asomaban a sus puertas, a la puerta de sus barracas de latón o adobes, de sus viviendas que unas veces fueron muros de verdad y ahora sólo miseria y mal remendadas ruinas. Mas su color, el color tostado de su rostro, les abrió esas primeras y difíciles puertas, y su lengua y su suave ademán, las pocas que aún quedaron cerradas. Hasta los rostros toscos o agresivos, marcados por el sueño o el ocio prolongado, apenas tuvieron razones que oponer ante aquella pareja, a la vez tan humilde y tan concreta, que hablaba su misma lengua, con sus mismas palabras y sus mismas maneras.

Así lo dijo, se lo explicó al fiscal, el mayor de los dos hermanos, en castellano, claro, concreto, humilde también, tan sereno como respetuoso.

—Somos siervos de Dios. Llevamos por el mundo el testimonio de la fe a nuestros hermanos gitanos.

—¿Y por qué no hablan ustedes en español, en castellano?

—Señor —continuó el gitano con el semblante tranquilo y la voz respetuosa—. Entre nosotros nos entendemos en idioma caló. Es el idioma internacional de nuestra raza.

Así hablaron, en idioma caló y, poco a poco, los otros, los de dentro, aparecían. Se fueron acercando a saludarles y, lentamente, el grupo fue aumentando hasta formar una pequeña multitud en marcha, a lo largo del río ceniciento. Al otro lado, en la ribera opuesta, unos obreros reparaban cables de alta tensión en sus plateadas torres metálicas. Parecían torpes gorriones, inmóviles arañas, moviéndose lentamente contra el cielo herido por el vaho oscuro de los vertederos. Y aquella pequeña multitud de gitanos, mujeres con su eterno vientre a punto de romper, hombres delgados hasta lo inverosímil, con sueño eterno en los ojos, con la camisa blanca y sucia y el pelo brillante de sebo, aquella otra tropa de mujeres mayores, adornadas como reinas antiguas y niños vestidos tan sólo de ombligo para arriba y los pies, todo callo, hundidos en el polvo, llegaron hasta la pequeña hondonada donde acababan las casas de latón, las casas de los que no quisieron salir, desconfiados.

Y viendo los dos extraños pastores tantas gentes hermanas, subieron al pequeño montículo que dominaba la vaguada, el castillo de apisonados restos, desechos de la ciudad, y se sentaron. Y cuando vieron que el grupo en rededor era ya lo suficientemente numeroso, uno de ellos comenzó en su idioma: «Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos». Y algunos no entendían porque no eran gitanos del todo, pero lo que uno decía en caló, el otro, con gran cuidado, se lo iba traduciendo. «Bienaventurados los que lloran porque ellos recibirán consolación; bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad; bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos.»

Y al oír hablar de justicia en su lengua, se levantó un clamor que debió de llegar al otro lado, más allá del río, hasta las primeras torres de ladrillo.

—Nosotros os traemos la Palabra del Señor, que también es para vosotros, los pobres de condición, que es también para nuestra raza, la nuestra y la vuestra. Por eso estamos aquí, para deciros en nombre de Aquel que es el principio de todas las cosas: «Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos; bienaventurados sois cuando os insultan y os persiguen por causa del Señor, mintiendo».

Y esta vez el clamor debió llegar aún más allá de las primeras casas, hasta él corazón mismo de la gran ciudad, porque quedó tras él un silencio oscuro y vacío.

—Vosotros sois la sal de la Tierra, y si la sal de la Tierra se desvaneciera, ¿con qué será salada? No vale para nada. Solamente para ser hollada por los hombres.

Y ahora las mujeres más jóvenes y aquellas como diosas antiguas vestidas de colores brillantes, lloraban y gemían.

—Vosotros sois también, como los otros, la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder, ni tampoco una luz delante de los hombres, de aquellos de buena fe que saben conoceros y, a través de vosotros, glorifican al Padre común, que está en los cielos.

Todos callaban ya, hasta los niños, hasta los perros entre las huertas míseras. Ahora sólo sonaba el río, oscuro, opaco, y el zumbido de los cables de alta tensión que lo cruzaban en una grande y pesada curva.

—No penséis que hemos venido hasta aquí para anular la ley, esa ley que todos debemos respetar. No venimos a negar nada, sino a cumplir, a haceros hombres. Se ha dicho siempre y se repite hoy entre nosotros: «Ojo por ojo, diente por diente». Mas decimos: Al que quiera ponerte pleito, dale lo que él quisiera; no se lo niegues. Esa es la verdadera ley del Señor y la costumbre de nuestra raza, amigos, hermanos nuestros. «Ama a tu prójimo y aborrece a tu enemigo», se ha dicho siempre, mas nosotros venimos a decir: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen para ser dignos hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que vela por los malos y los buenos. Porque si tratáis bien a quien os trata bien, ¿en qué os ibais a distinguir de los otros? ¿No hacen eso los demás también? Si rezáis, no seáis como los fariseos, que lo hacen sólo de labios para afuera. Rezad con vuestro corazón, así: «Padre nuestro que estás en los cielos…».

Y otra vez el rumor comenzó a levantarse, al compás de la oración que aquel hombre iba dictando y que cada uno, en su lengua, repetía. Y cuando aquel vago coro cesó, por un instante nadie supo qué hacer, ni siquiera los dos predicadores supieron si el sermón continuaba. Los dos hombres, allá arriba, en su cima, en su trono de polvo y desechos, sobre aquella montaña cenicienta, hablaron entre sí, tuvieron como un cambio de impresiones y aún estaban dudando si proseguir o no, cuando vieron venir de lejos dos Land-Rover grises que dejaban tras sí grandes tolvaneras de polvo. Los dos coches se habían detenido en las últimas filas, entre los perros y los niños. Habían ido bajando, uno tras otro, los guardias del color de los coches, salvo el de la banda roja en la gorra. Y su jefe —eran jóvenes todos—, con el pelo y las patillas canosas encuadrándole el rostro viejo y tostado, se había abierto paso entre la pequeña multitud, sin decir palabra, en un silencio parecido al que precedió antes a los dos hermanos, hasta el pie de la montaña de desechos, seguido de los ocupantes del primero de los coches.

—¡Eh! Ustedes dos. Bajen de ahí.

Los dos hermanos habían obedecido. Bajaron despacio, cuidando de no resbalar, limpiándose el polvo de sus trajes oscuros, como si quisieran presentarse ante la justicia tan limpios por dentro como por fuera.

—¿Qué hacen ustedes ahí?

Los dos le habían mirado sorprendidos. Luego había preguntado el que mejor hablaba castellano:

—¿Que qué hacemos?

—Eso mismo. ¿Está autorizada esta reunión?

—¿Autorizada?

—Vamos; acaben; no se me hagan los tontos.

—Verá, señor: somos siervos de Dios. Llevamos por el mundo el testimonio de la fe a nuestros hermanos gitanos.

—Pues para ser cristiano hay que hablar en cristiano.

—Verá, señor —había respondido el otro, en el tono de siempre, entre suave y orgulloso—. Nosotros les hablamos en nuestro idioma, en el de nuestra raza, como usted seguramente sabe. Es nuestra lengua, en la que nos entendemos en cualquier país donde vamos.

—Todo eso está muy bien, ¿pero dónde está ese permiso?

—No sabíamos que hiciera falta, la verdad. Además, no pensamos en reunimos. Estábamos visitando a nuestros amigos aquí, y muchos que ya nos conocían y otros que no, se acercaron a saludarnos. Entonces comenzamos a charlar y, como es natural, a explicar el Evangelio. Esa es nuestra misión aquí, la misión que nos trajo, no podemos negarlo, no lo negaremos nunca, no señor, es la misión que se nos ha encomendado en la Tierra y si es preciso responder ante la ley, puede usted disponer de nosotros desde ahora mismo. Por nuestra parte, no se lo negaremos nunca.

Y en el Tribunal de Orden Público, los dos mantuvieron su palabra, su actitud. El fiscal les pedía tres meses, en tanto el defensor, absolución total. La sala estaba llena de gitanos, algunos importantes, directivos venidos de Burdeos, españoles, amigos y conversos de aquel rápido sermón, los unos con su sombrero mate entre las manos, los otros con su sombrero color barquillo sobre las rodillas, todos con su camisa blanca y la piel blanquisucia, verdinegra.

Y cuando, finalmente, el fiscal retiró la acusación y los dos procesados quedaron absueltos, aquel público de casi hombres solamente, se fundió todo en abrazos y alabanzas a Dios, y había quien lloraba y quien reía. Era como si aquel pueblo, aquella colonia de la orilla del río, sucia, olvidada allí, acicalada ahora, tuviera por fin a la vista la Tierra Prometida. Incluso los dos hermanos juntaron sus manos y dieron gracias al Señor entre aquel tumulto alzado en torno a ellos.

Ahora, junto a míster Baffin, escuchan atentos la ponencia que una voz vibrante va dejando caer ante el micrófono, más atentos que Virginia o Emilio, que apenas terminada la sesión se alzan y van rápidos hacia la puerta. Pero es difícil alcanzarla porque el resto no tiene prisa alguna. Por el contrario, demoran la salida. Es su gran ocasión de reunirse, saludar, alentarse, incrementar su fe o preguntar por lejanos familiares. Es preciso abrirse paso tan despacio que incluso míster Baffin les alcanza, míster Baffin, que en el círculo de apretados entusiasmos parece el más ajeno, apagado y gris, mientras las ráfagas primeras del invierno hacen llover las hojas sobre su cabeza y aborrascan el cielo por momentos. Es como si, de pronto, ante el repentino entusiasmo de los otros, le aflorara al rostro la huella de tantos años, incertidumbres y pedradas, como si, igual que siempre cuando el invierno llega, cuando sus huesos restallan al levantarse tan temprano, añorara, sintiera ya definitivamente, lejos su país, su propia voz, su propia lengua, sustituida ya, al cabo de los años, por este idioma al que nunca llegó a acostumbrarse, que le es necesario constantemente pensar, pulir, antes de intervenir en la capital o en el Congreso, como ahora hace poco esta misma mañana, cuando tan atentamente le escuchaban los jóvenes.

Ha intervenido, no porque pensara aportar nada en particular, sino como acto de presencia, como testimonio de los Hermanos, para que se conozca, de una vez para todas, su existencia. Sobre todo cara a los jóvenes que dirigen sus entusiasmos, su vocación, hacia otras confesiones quizá más luchadoras, modernas o atractivas en apariencia cuando, si pensaran un poco, llegarían a caer en la cuenta de que lo más actual, lo más moderno es volver al límite extremo, a los Hermanos, a las iglesias primitivas, tal como él mismo enseña y predica.

Ahora que el viento de la tormenta ya se viene alzando, levantando el polvo y la grava del paseo, azotando la cara y las manos, vuelve Virginia de la cabina de teléfonos. La hermana no está en el hotel. Puede que haya salido a hacer alguna compra. De todas formas, es mejor volver a llamar dentro de un rato, y si no —concluye por su cuenta—, ya se la encontrará en la sesión de clausura seguramente.

A veces, los domingos, el padre, que en sus días buenos tenía arte y tiempo para todo, que le gustaba descansar a veces con trabajos manuales que sirvieran al mismo tiempo para entretener a las niñas que tan pocos amigos tenían en el pueblo, solía hacer cometas. Su tiempo mejor eran aquellos días primeros de la primavera o las últimas semanas de otoño con los vientos revueltos y las nubes encrespadas, violentas, como ahora. A veces demasiado violentas, como cuando el bramante estuvo a punto de cercenarle un dedo, pero, a medio verano, se alzaban esas corrientes cálidas, capaces de consumir cien o más metros de hilo aunque el sol era tan fuerte, tan duro que apenas compensaba el juego, sobre todo a los niños.

Para estos juegos guardaba en el desván su grueso rollo de papel de estraza y sus cañas largas y ligeras, cortadas en el límite del Páramo, allí donde la humedad las hacía crecer altas, derechas como bosque de lanzas. Primero hacía una gran cruz con tres brazos más cortos y uno largo, como aquella en que murió Nuestro Señor; luego unía las puntas con bramante y aquel polígono —como Virginia le llamaba— quedaba recubierto de ese duro papel color de tierra, pegado con engrudo que la madre traía, no de muy buena gana, de la cocina. Con eso estaba ya la parte principal. Sólo era preciso añadir la cola para que no se encabritase allá arriba y cayera a plomo sobre las viñas, igual que esas perdices que el perdigón acierta en pleno vuelo. La cola es otro trozo de bramante que cuelga lleno de trocitos arrugados de papel, parecidos a los que las del mundo se ponen los domingos en la cabeza. Luego viene sujetar los cuatro tirantes, uno en cada esquina y el más largo, en el centro, que sostiene papá en la mano, ese hilo que, cuando el viento es fuerte, hay que soltar aprisa sin que te llegue a abrasar la mano. Pero papá sabía dominarlas con suavidad y tiento, lo mismo que a los hombres, casi sin que allá arriba el papel y las cañas se dieran cuenta de ello, lo mismo que hacía en la capilla con los demás Hermanos. Cuando el viento fallaba, era preciso alzarla con tirones muy suaves, que la hacían empinarse hasta las nubes, mas con el viento fuerte había que soltar amarras, como él mismo decía, y dejarla alejarse, huir, hasta que el peso de la cuerda la impedía subir más y se podía recuperar el hilo otra vez, antes de que volviera a remontarse. Papa decía que era igual que los hombres, que a veces es preciso dejarles alejarse un poco para que luego vuelvan. Hay que tenerlos así, sujetos, firmes y a la vez como libres, en el aire hay que alzarlos sobre las cosas de este mundo y dejarles volar hasta lo alto para que, viendo el mundo desde allí, comprendan qué poco vale todo lo que aquí abajo se arrastra al nivel de la tierra.

Y siendo así, le dije que por qué no me hacía una tan grande que pudiera llevarme a mí, no tan alta como las nubes pero sí lo bastante para abarcar con la vista todas nuestras capillas del Páramo. Y él contestó que había leído, en una de aquellas revistas que le llegaban de Madrid, cómo los chinos, que fueron quienes las inventaron, llegaron a hacerlas tan enormes que eran capaces de levantar a un hombre, cuánto más a una niña pequeña.

Y allá, debajo del papel que restallaba con el viento, iba yo, con la cola de papeles debajo de mí, danzando, persiguiéndose como una fila de blancas mariposas. Veía pasar, veo pasar, las ciudades y los pueblos pequeños, diminutos, como los nacimientos que ponen los católicos. Se ven ríos como serpientes oscuras, anchas, quietas, y bosques muy pequeños, ralos, y tierra roja como si acabaran de levantarla con la azada, cuadrados amarillos que serán centeno, cebada o tierra simplemente y otros ríos mezquinos y pequeños. Desde arriba, lo único que sobresale entre tanto tejado, en medio de esos círculos oscuros que son pueblos, es la plaza mayor, más despejada, y la iglesia, tan grande, que ocupa media aldea. También se ven aún algún pequeño lago, una charca como un ojo cegado, malo, que brilla con su poco de vergüenza, y montes con su cima pelada, con sus caminos que llegan a la cumbre donde siempre hay un pequeño valle, una hondonada de pasto y rocas, sin que jamás acaben en punta como parece desde abajo. Pasan rachas de nubes que se deshacen aventadas y otras se mantienen altas, aldeas donde puede que algún Hermano piense en el Señor o en sus otros Hermanos ahora que ya la noche se nos viene encima. Ya el papel no restalla, abajo se calma el viento que aquí arriba no cesa, no se calla. Ahora de noche, ya todo, abajo, debajo de mis pies, se parece. Ya sólo se distinguen resplandores blancos y difusos como la Vía Láctea que deben ser grandes pueblos y ciudades. Luego ese resplandor se va apagando, desaparece a la cola como siempre. Y vienen otra vez las tinieblas; se cierran los ojos; se piensa, se pregunta una qué será de nosotros, qué será de mi vida, de mis años, y se siente la angustia de todos los que esperan, sean o no Hermanos.

En el hotel, el chico, tras del mostrador, responde palabra por palabra, impasible, con técnica que se nota aprendida en la costumbre. Por su voz y sus ojos va y viene la indiferencia, unas veces divertida y otras molesta. Virginia y Agustín insisten; Emilio calla, y la respuesta del chico continúa invariable: ningún recado. Se fue a Madrid en uno de los aviones de la tarde.

—Pero si ella no montó nunca en avión…

—¿Y qué tiene eso que ver? —pregunta Emilio desde el sofá de mimbre.

—Ya le digo que salió con su maleta. Sólo dijo que usted (¿usted es su hermana, verdad?), que usted pagaría la cuenta.

Emilio ha lanzado una mirada a Agustín, que calla, que ha ido a sentarse en una de las butacas a su lado. Parece mirar los folletos de turismo sobre la mesita de cristal, pero apenas los ve con Virginia allí, terca, ante el pequeño mostrador, como si el muchacho de gastado uniforme fuera capaz de hacer volver al avión en pleno vuelo.

—Bueno —concluye Emilio—. No la van a raptar, supongo. Yo no veo tan grave la cosa. Se cansó y se marchó. Nosotros nos marchamos mañana, de modo que es lo mismo.

—Pero irse así, sin avisar, sin despedirse…

—Cada cual es como es —continúa, como si estuvieran solos, como si el botones no estuviera delante—. ¿Qué importancia tiene coger el avión y plantarse en Madrid, ahorrarse todo el viaje que mañana nos espera a nosotros? Yo no la veo por ninguna parte. Si ella se lo ha arreglado así, será porque la conviene, ¡qué sé yo!, por alguna razón, y las razones de los demás son siempre respetables. Pero los ojos, el crispar de las manos de Virginia, no perdonan, no escuchan la voz tranquila y suave de Emilio como en otras ocasiones. Tan pronto mira al suelo como a Agustín, que sigue imperturbable hojeando folleto tras folleto. Al fin sus ojos se detienen y declara:

—Yo no voy a cenar.

—Pero, ¿por qué? ¡Qué bobada!

—No sé. Que no tengo ganas, nada más. Además, estoy cansada. Voy a tomarme un té y me meto en la cama. A lo mejor llama, pone una conferencia.

—No veo para qué, si os vais a ver mañana.

—¿A qué hora salimos?

—Tú estate aquí lista a las nueve. Tenemos tiempo de sobra.

—Pues a las nueve en punto; buenas noches.

Es difícil, imposible dormir. Quizás el té, además de los nervios, puede que la costumbre de no dormir sola. ¿Dónde estará? A poco que corra ese avión, es fácil empalmar con el tren, dormir toda la noche en él y amanecer mañana cerca de casa. ¿Qué sentido tiene marcharse así, escapar de esa manera? ¡Ojalá no se haya alejado del Señor! Ojalá la influencia de ese hombre no sea tan mala como lo fue para Molina su demonio. Ojalá no se empiece a apartar de nosotros y nos venga con ella un nuevo escándalo. Lo primero, lo principal sería evitarlo. Bastante nos critican, bastante nos atacan. Que el Señor nos oriente, nos devuelva la paz, no nos deje de Su mano, y quiera perdonar a Margarita si es que ha pecado en algo. Yo hablo contigo.

Confío en Ti y sé que también sabrás perdonarme a mí si también yo pequé por soberbia o negligencia, aunque creo que sólo hice lo debido. Puede que Margarita haya cambiado, quizá sus oraciones son más tibias o le falta a su edad un interés, un trabajo piadoso como el mío. Quizá piensa, ¿quién sabe?, en casarse todavía; quizás hablaron algo, hicieron algo, pasó algo en estos días, mientras nosotros escuchábamos tanto discurso en el Congreso. Quizá se haya alejado de Ti, puede que no te sienta cerca, como yo en cada momento de mi vida, en las cosas que digo y que siento. El amor de los hombres aleja de Ti. Quien lo ignora, no sabe lo que es la paz, la confianza, ese sentido serio de la vida que se alcanza a nuestra edad, en la que ya las ideas y experiencias están como en su sitio y todas esas tontas ilusiones de antaño volaron, dejando sólo como una melancolía que, a veces, a algunas horas, más que hacerte sufrir, se agradece.

Las tres, y el té o los nervios o la misma conciencia o aquella bofetada no me dejan dormir, no me dejan tener vacía la cabeza. Quisiera echarlo fuera todo, pero no puedo, y si es malo apagar la luz, aún es peor el tenerla encendida. Al otro lado de la alfombra repelada está esa cama vacía que asusta un poco después de haberla visto a ella llegar ayer, a aquellas horas, como un fantasma, con aquellas ojeras horribles, hundida, derrotada. Yo me preguntaba si dentro de esa cabeza que apenas sabe decir sí o no, se habría roto o descompuesto alguna ruedecita, algo que no marchara, algo que la hubiese vuelto distinta, como a aquel reloj de casa al que, para jugar, le quitábamos la péndola. Entonces sus ruedecitas, las de su cerebro, detrás de aquella esfera que era su cara, su rostro, su cabeza, aquellas ruedecitas, el mecanismo entero de madera y alambres comenzaba a correr, a acelerarse, porque el péndulo, según nos explicaba papá, era quien regulaba la fuerza de las pesas. «Así (recuerdo bien que explicó cierto día en la capilla) es la vida, la moral del hombre. El péndulo es la fe, la religión, y esas pesas las pasiones, su natural condición, que tratan de arrastrarle, que intentan romper esa armonía, ese compás continuo, inalterable, que hay siempre, cada día, en el sereno reloj que es el alma del justo.» Esa armonía es la que le rompió a Molina su demonio y así andará él, según dicen, huido, avergonzado de los demás, como Caín, de la sombra de su hermano. ¿Llevará consigo aún a su demonio o ya andará con otra? Ojalá esa armonía no se rompa esta vez en Margarita, porque no viene el sueño y quizá no vuelva más.

Y, sin embargo, cuando se hace la luz en las ventanas, se asombra una de lo poco que dura una noche, cuando todas las horas se reúnen en un pensamiento fijo. Habrá que hablar con Margarita, aconsejarla. Quizás el Hermano Muñoz sea el más indicado, mejor que Emilio, soltero y que nos trajo a su amigo, a ese Agustín, sin el cual las dos estaríamos tranquilas, durmiendo. El Hermano Muñoz sí podría ayudarla, y también su mujer. Los dos tienen siempre palabras oportunas, detalles, hasta libros. Todo se empezará a arreglar cuando estemos en casa y Muñoz hable, tal como él sabe, con ella, en ese tono suave y cordial que convence, con esa paciencia suya, como la de Emilio ayer con aquel periodista, o lo que sea, al que daban ganas de contestar: «Todo eso que pregunta es cosa nuestra. No hay por qué escribirlo, publicarlo. ¿Por qué no acaba con tanta pregunta impertinente? ¿Por qué no se las hace a los demás, a esos que corren tras la publicidad, que se anuncian incluso por la radio? Nosotros no somos así; somos distintos; déjenos. Si alguien tiene interés por nosotros, nosotros nunca les cerraremos nuestras puertas. Nuestras capillas están abiertas siempre a los que vienen de buena voluntad, seriamente, pero no para los que hacen preguntas como esa de la píldora, que ya sólo escucharla es de vergüenza».

Pero la culpa es nuestra; la culpa de esta noche que no acaba, de esa luz que no acaba de asomar, es mía sobre todo, porque al final me dejé convencer y, sin mí, a buen seguro que Margarita sola no venía.

La culpa es mía por no acertar a entender una vez más que nuestro sitio no está aquí, en este dichoso viaje. ¿Qué hemos sacado de él? Nada. Tres días de palabras y palabras, y para rematar, este asunto de ese Agustín famoso y Margarita. Y Margarita es boba, porque no se va a casar. Viviremos juntas las dos, como hasta ahora. Sería raro, incómodo, incapaz de imaginarlo, quedarse sola en casa, en esta casa ya grande para las dos, sería raro dormirse cada noche, con esa cama vacía al lado, sin su ropa en la silla, sin esas zapatillas rosas asomando debajo de la cama, sin sus lamentaciones al volver por la tarde.

Ahora, apagando la luz (apago la luz), va el tiempo más de prisa. Ahora, si no se mira el reloj (me desabrocho la correa, le dejo en la mesilla, no le miro), es cuestión de esperar esa luz que es el día. Un poco de voluntad y es el tiempo quien camina a nuestro paso, el que corre al compás que le ordenamos. Un esfuerzo, proponérselo, querer y, como dice el Libro, el tiempo, la justicia, la vida, el porvenir de Margarita estarán a salvo. «Cuando alguno tuviere hijo contumaz (dice) y rebelde, que no obedeciere a la voz del padre, y habiéndolo castigado (fue un castigo bien suave) no le obedeciere, entonces le tomarán y lo sacarán a los Ancianos de su ciudad, y a la puerta del lugar suyo. Y dirán a los Ancianos de la ciudad: “Este hijo nuestro es contumaz y rebelde”. Y si en vez de ser hijo fuera mujer, es decir, Margarita, le dirá el Señor, como a Jerusalén: “Yo pasé junto a ti y te vi sucia de sangre, pero fuiste aumentada y engrandecida y viniste a ser adornada grandemente. Los pechos te crecieron y tu vello brotó. Mas confiaste demasiado en esa tu hermosura que yo puse sobre ti y pecaste. Por tanto, escucha mis palabras: yo te juzgaré por las leyes de las que derraman sangre y pagarás tu culpa y te avergonzarás cuando encuentres a tu hermana, y yo haré que nunca más abras la boca al recordarlo”».

Ahora sí, ahora sí que comienza el resplandor. Ya amanece en la ventana, ya se van dibujando poco a poco los resquicios, despacio. Ya se ven en el techo esos haces de luces y sombras, gentes que pasan, coches que empiezan a circular, que cruzan, que se alejan. Ahora sí que amanece.

Fue idea de míster Baffin, recién llegado a España, organizar un concurso entre los escritores Evangélicos para editar un librito que pudiera servir como regalo de Navidad a los niños de sus escuelas. Las condiciones eran no pasar de las cuarenta páginas, en tamaño octavo francés y letra de tipo cuerpo diez. Debería tener la mayor variedad posible de lectura en historias, anécdotas y poesías que pudieran llegar al ánimo de los niños, y el autor del mejor librito recibiría, no como precio, sino como obsequio, la cantidad de cincuenta pesetas en metálico o en libros del catálogo del Comité de Tratados. Debería ser original, admitiéndose también traducciones de otros idiomas, inéditas en la literatura Evangélica española. Los originales deberían remitirse antes del quince de Noviembre al dicho Comité de Tratados, con un signo o lema y el sobre correspondiente con el nombre y las señas del autor. El librito podría llevar su nombre en caso de desearlo aquel, pero los niños Evangélicos españoles no llegaron a recibirlo porque el concurso quedó desierto, y no por falta de originales, sino porque a míster Baffin y al Jurado no pareció adecuado ninguno. Así, pues, ningún sobre fue abierto. Todos fueron quemados y los originales se archivaron en la secretaría del Comité, en espera de decidir qué se haría con ellos, si publicarlos paulatinamente en su revista o devolverlos por correo a sus autores, aunque esto —según apuntó míster Baffin— era ciertamente difícil, después de haber quemado los sobres con las señas.

Entre unas cosas y otras, el Año Nuevo de los Evangélicos, las Navidades de los romanistas se vinieron encima, veloces como el viento, un día en que, como uno de los originales describía, los últimos suspiros del otoño quedaban atrás, en tanto el frío invierno afilaba sus dientes.

No llegaba a nevar, por eso era más duro aquel frío, más negro, como una mano helada, rígida, pegada a la frente, cada vez que en plena calle embestía, hecho ráfagas de cristales, gotas, afiladas astillas de hielo que parecían traspasar la carne, el abrigo, los huesos. Sus rachas barrían, hacían estremecer la calle principal, llenaban la ciudad, la aterían más que la nieve misma, tanto como los hielos de la noche, tanto como el amanecer de las mañanas. La nieve ya era cosa del invierno, ya hacía correr, poner a punto el calendario, situarse a las gentes y pensar en otras ocasiones, otros años, como si, una vez aquel ciclo cumplido, ya lo demás viniera de corrido, todo el resto del tiempo, los días que por entonces comenzaban a contar aún antes de iniciarse el año nuevo.

Y ese mismo viento era en el campo un viento más abierto, más tranquilo, no encajonado, dirigido, revuelto en las esquinas, no ese puño helado y cristalino, sino algo que avanzaba, lento y blanco, sonoro, intermitente, desde más allá de la montaña puntiaguda. Para unos era viento indiferente, igual que en cualquier época del año; para otros, para aquellos que vivían del barro, viento malo; porque ese puño, esa blanca mano, taponaba el tiro negro de los hornos y el barro cocía mal porque el humo desandaba su camino bajando por las romas chimeneas. Pero eran avatares del tiempo, azares del oficio que se olvidaron al llegar el día grande, los días de visitar a los Hermanos con atención especial, de celebrar los cultos especiales del año.

«Todo a tope —escribía Baffin, por mano de Molina—: los bancos, los pasillos, la anteiglesia. Los niños que entraban iban a colocarse cada cual en su sitio. Alguien desde el estrado saludó al público recordándole el hecho del Nacimiento del Salvador. Tan bien lo hizo que la gente comenzó a aplaudir y fue preciso pedir silencio. Luego los parvulitos leyeron profecías y versículos sobre el Nacimiento, y una niña cantó villancicos acompañada por los demás con almireces y sartenes y otros muchos instrumentos primitivos. Oyéndolos cantar, era como si el mundo entero estuviera con nosotros, como si todos fueran de veras hermanos nuestros. Luego vino el recital de poesías, historietas y leyendas y, finalmente, jotas como se bailan por esta tierra, al parecer tan diferentes de las otras. Quizá fue aquel el mejor día del Señor aquí, el más dichoso al menos, el mejor que yo recuerdo. Allí estaban los padres y los parientes de los niños. Los del mundo vinieron pocos, pero allí, en el centro de la sala, estaba el árbol lleno de frutas, de las pocas que por aquí se dan, y unas bolsitas de papel con dulces y avellanas. El local estaba lleno de luces que pusimos, y en medio ese árbol representando la hermosura del otro, de aquel del Paraíso que, sin embargo, nos hizo caer en el pecado. Las niñas tenían regalitos en platos, en la sala de atrás, alguna camisita y pañuelos, y los niños navajitas que nos mandó el herrero que vive tan lejos, en su valle. ¡Qué bien sonaban, tras el descanso, todas las voces!

Tortolita que en el árbol,

arrullando hace su nido,

canta conmigo esta noche

al niño recién nacido.

Palomita voladora,

sube al cielo y di a mi dueño

que venga pronto a buscarme

porque si tarda, me muero.

Niño precioso

niño de amor;

toma enterito

mi corazón.

Fue la única vez que la capilla se nos quedó pequeña, a pesar del frío, de la helada, de ese viento que se nos vino encima, que dejaba como muerta la cara. Pero aun así, a pesar del frío que dentro, con tanta gente, se notaba menos, todos escuchábamos arrobados, como los pastores de aquella otra noche gloriosa, la historia del nacimiento de Jesús (en castellano, que no en latín), en palabras bien claras que todos comprendían y sin pensar en el camino ni en las calamidades de la vuelta. Y también en otros lugares, muchas leguas más al Sur, al Norte, por toda la Península, en cualquier sitio donde hubiera Hermanos, Misiones nuestras, tuvimos reuniones de oración, se cantaron los himnos y se rogó al Señor, despidiendo el año con gracias al Dios Omnipotente, al divino Jesús y al Espíritu Santo.»

(Ahora es distinto. Más allá de la ventana no hay nieve, ni montañas, ni las cepas ordenadas de las viñas; más allá de los cristales que tanto costó fregar, porque la asistenta no supo hacerlo tal como debía, sólo se ven esas cuerdas de tender que el viento agita sin llegar a desprender las grandes telarañas, que cubren los rincones a ambos lados de las ventanas cerradas, esas dos paredes donde no llega la escoba de la casa. El cuarto es frío, pero puede arreglarse con un calentador, ayudado, de noche, con una bolsa de agua caliente entre las sábanas. Es preciso acabar, rematar, colgar los dos visillos, colocar los dos rieles que Arturo recomendó en cuanto supo que arreglaba el cuarto.

—¿Es que se muda de casa, señorita?

—No; no me mudo.

—O se casa, o se va de veraneo.

—¿Cómo voy a irme de veraneo en pleno invierno?

—No; si yo se lo digo por su bien, por saberlo.

—Ya lo sé, Arturo.

—Por su bien, porque Dios Nuestro Señor dijo aquello de: «Creced y multiplicaros», ¿no?

—Sí, claro que lo dijo. Estás hoy muy piadoso.

—Pues yo digo que para multiplicarse hay que arrimarse, y como usted me preguntó por las cortinas…

—Cortinas, no; visillos.

—Bueno, visillos. Eso se soluciona rápido con los carriles que tienen ahora en las ferreterías y que, además, se los van a poner a casa si quieren. Se los pone mi amigo. Eso me lo dice usted, tal que hoy, y mañana o dentro de dos días los tiene. Y, además, de toda confianza.)

No son para taparme yo, para tapar mi habitación, que nada tiene que ocultar porque, enfrente, las dos ventanas están siempre cerradas, sino para no ver tantas cañerías y telarañas, por no sentir cómo cae la noche, esa hora peor, la mejor para marchar de aquí, para irse de paseo por la calle, que bulle a esa hora gracias al tráfico que cortan. A esa hora, la calle grande, desde la biblioteca a casa, desde la Audiencia hasta donde acaban los soportales y comercios, se ve tan apretada que a veces es preciso salir al centro para avanzar un poco, de tanta gente como va por ella o se detiene charlando, dudando, mirando los escaparates que entonces se iluminan. Ya van viniendo, volviendo gente de los pueblos, de Madrid y Barcelona, muchos de los que fueron a trabajar allí y ahora vuelven a pasar estos días con familia y amigos. Para nosotros es diferente. Nosotros ya somos de por sí una familia. Nos vemos, nos saludamos, nos tratamos todo el año y la única diferencia son los cultos y alguna que otra cena en común, como el día que nos invita Muñoz en la primera semana del año, y que esta vez no sé si aceptar o no.

Ahora, en la biblioteca, no hay tanta prisa por ver echar abajo el cierre. A veces, cuando la señora se queda rezagada, yo también hago tiempo y me espero, y luego, con mi abrigo y con mis botas, voy bajando hasta más allá de los dichosos soportales, todo a lo largo del paseo, que está entonces en su mayor apogeo; voy bajando hasta más allá de aquellos escalones donde los niños corren y la gente se atropella y detiene a comprar en cualquiera de las tantas confiterías que han ido inaugurando en ese tramo. Voy bajando hasta donde empieza la niebla, donde sí que hay que ir bien abrigada, aunque se esté acostumbrada a estos sitios. Allá, las luces del puente son estrellas lejanas y borrosas y el ruido del agua, sordo y acogedor, parece que te llama, que te envuelve. A esa hora no se ve ese molino roto que se llevó la riada y que nunca más volvieron a levantar, ni ese claustro famoso, caído, de Templarios, que es lo único que aún resta del monasterio que hubo. A veces, si la niebla no se agarra al río, si no es ya demasiado espesa, pueden adivinarse esos arcos tan raros que todo el mundo encomia tanto y las tristes bombillas de los garajes, de los coches de línea y los camiones que duermen descansando hasta el día siguiente.

—¿Y no le da a usted miedo andar por ahí sola, a esas horas?

—No; no mucho. Al principio un poco, pero luego se acaba una acostumbrando.

—Pero pueden darla un buen susto algún día.

—¿Y qué me va a pasar?

—Como pasarla, nada: el susto que le digo. Anda el mundo tan revuelto ahora…

—Donde está bien revuelto es en la calle.

—¿Lo dice por la gente?

—Porque no se puede pasar a esas horas.

—Sí, eso es verdad. Es cosa de estos días.

—Y de todos los días.

—De todos los días, de acuerdo, pero más los de fiesta. De todos modos, yo de usted no andaría por allí tan confiada.

—Pero, ¿por qué?

—Hombre, no sé; hay mucho loco suelto por ahí, sobre todo los domingos. Tampoco debe ser plato de gusto encontrarse con alguno.

—¿Y qué me va a hacer? ¿Ya a matarme?

—¡Tanto como matarla yo no diría!

—Entonces, ¿qué?

—¡Qué preguntas tiene usted, señorita!

El riesgo no le importa, suponiendo que exista. El caso es llegar lo más tarde posible a casa. Ella está en la cocina. Se saludan. Se preguntan: «¿Eres tú?». Responde y se mete en su cuarto, enciende el calentador y mira el techo o lee el periódico o algún libro que ahora tiene siempre en su mesilla de noche. Ese libro que ni siquiera consigue empezar, que sólo verle de lejos tan forrado y cuidado, huele ya a cosa de la mujer de Muñoz. Sólo cabe esperar esos dos golpecitos de la cena, esa especie de morse sobre la puerta que anuncia que ella ha cumplido con su parte en la casa, lo mismo que la hermana aportando su sueldo. Los domingos, los días de fiesta, tras el culto de la tarde, la calle se aprieta también como las márgenes del río, a esa hora todavía limpias de niebla. A ambos lados, en las dos riberas, todo a lo largo del paseo, van y vienen, se estrechan las parejas, más jóvenes cada vez, a veces casi niños. Van y vienen, se sientan, se unen, se separan, se besan más o menos fugazmente, con más o menos voracidad, o riñen en huidas desesperadas, regresos melancólicos, nuevos besos y lágrimas. Es como una criba, como una selección del paseo, más arriba, un escalón, una etapa más cerca de la boda que suele acabar cuando la novia lleva el ramo hasta el altar del santo con sus dos ermitaños que le cuidan.

En ese paseo, cerca del agua que siempre le recuerda a Agustín, al pie de esa ermita con los dos ermitaños vestidos de paisano, corrientes, no como se los imagina una en los Libros Santos, ha visto cierto día al demonio de Molina con un chico muy joven, un chico que debía de ser tan joven como ella. Sintió un íntimo gozo y meses atrás se lo hubiera ido a contar a Ella, pero ahora no; se calla cómo los dos se abrazaban, se besaban, sentados en uno de los bancos de piedra, no muy lejos de un coche grande, reluciente. Al principio no estaba segura de que fuera ella; fue preciso cruzar un par de veces para reconocerla al fin mientras se encaminaban hacia el coche, seguramente empujados por el frío. El coche aún se estuvo parado un buen rato, para luego alejarse majestuoso, en silencio, como bogando a través de las primeras fumarolas de la niebla. Y el demonio, a su vez, tampoco le había reconocido a ella, aunque era difícil porque, probablemente, nunca se llegó a fijar, ni el chico, que debía ser uno de tantos amigos y a quien no había visto nunca. Meses atrás se lo hubiera contado, la hubiera hecho feliz, mucho más que ella al verlo aquella tarde; mas, en vez de ello, se calla y pregunta como tantos días:

—¿Por fin vamos a casa de Muñoz este año?

—Sí. Me lo volvió a repetir hoy. Yo quería después de cenar, por ahorrarle a su mujer ese trabajo, pero él dijo que no, que su mujer encantada. Por cierto que me dijo que cómo andaba el libro.

—Dile que bien, que lo estoy terminando.

—Siempre que voy, no pasa día que no me pregunten los dos, ella y Muñoz.

—Diles que yo también te pregunto por ellos.

¿Vendrá Agustín? ¿Vendrá siquiera Emilio? Si viniera Agustín, tal como prometió aquel día, o mejor aquella noche, en la playa, podría enseñarle ese paseo ahora que llegan tantas fiestas juntas; ese camino que va, entre los árboles, hasta la ermita de los dos ermitaños hermanos y calvos. ¿Vendrá Agustín? ¿Llamará por teléfono siquiera? Si fuera preciso, hasta sería capaz de volver a las Misiones de los domingos, si Emilio y él volvieran, aunque no con Ella. Ella a veces comenta, deja caer: «Mañana nos vamos a Negrillos», o «hace un día tan bueno… frío, pero con un buen sol; un día bueno para la época en que estamos». Entonces, lo mejor es el silencio, callarse; ese silencio que a veces cubre cenas enteras. Así sus palabras caen como en un estanque, se esparcen por toda la habitación y se disuelven; se deshacen, se escapan tras el zumbido de los trenes, los avisos del altavoz de la estación y vagas palabras sobre el trabajo en la biblioteca.

—Los que vienen ahora son los chicos de Muñoz.

—Ya estarán terminando la carrera.

—No sé. Adela puede que sí. El chico es más pequeño.

—Ah, sí, Adela, la que estudia Letras.

La verdad es que desde que se fue a Madrid ya casi está olvidada. No sólo por la diferencia de edad, porque tan sólo se acerca en vacaciones, sino por ese aire raro, un poco importante que se da, como todos los que estudian fuera, las chicas sobre todo. Ella intenta hacérselo perdonar, y a veces puede resultar encantadora, pero de pronto calla; es como si cayera en la cuenta del pozo donde se hallan los otros, los demás, y se cansa y se nota que se aburre, se vuelve rara y como lejana, como pensando en otra cosa, todo lo que es simpático su hermano, que fuera de los cultos apenas se le ve, apenas se hace notar, tan joven, tan callado.

Si viniera Agustín, tal como prometió aquel día, aquella noche en la arena tan húmeda y tan sucia, donde unos hombres, quién sabe con qué fin, encendían pequeñas hogueras, podrían irse de paseo, como los demás, hasta ese claustro de los Templarios, aunque quizás a él, que ha vivido tanto tiempo fuera de España, no le cause impresión ninguna, ni ese ambiente de abrazos y besos, esa forma de devorarse las parejas entre la niebla.

—No sé cómo, pero el caso es que lo sabe.

—Pero, ¿quién se lo ha dicho? No sería su hermano.

—¡Yo qué sé! Cualquiera que nos haya visto. —Las manos se hunden en los abrigos del bolsillo, sus ojos en la niebla—. El caso es que lo sabe. Él nunca se mete en estas cosas mías, en cosas como estas. Al contrario; él es quien menos puede hablar. Él sabe que los demás no somos ni tontos ni ciegos. Pero ahora se le nota diferente; yo le conozco bien, como si le molestara ¡yo qué sé! Se le nota en las cosas que dice y en cómo las dice. Y hay otra señal clara; bueno, la principal: ¿a santo de qué viene mandarme ahora a Madrid? Toda la vida pidiendo que me deje, y ahora, de pronto, me sale con que me vaya allí, a la oficina aquella, porque así aprendo. ¡Imagínate! Mi madre no quieras ver cómo se puso; ella siempre en la luna, la pobre. Mandarme solo, dice, como si yo tuviera quince años. «Así no acaba en la vida la carrera.» Y mi padre, que qué carrera; que lo que él necesita es alguien que le ayude en los negocios, que esa sí que es carrera segura, tal como están las cosas en la Universidad ahora. Y mi madre, con que mande allí a su hermano, y mi padre que se echa a reír y contesta que está muy bien donde está. Y a propósito, ¿seguro que no ha sido él? Esas cosas acaban por saberse. Además, hace ya no sé cuánto que no te pasas un mes entero allí, con la historia de tus padres.

—Más tiempo lleva tu padre sin aparecer.

—¿Y para qué está el teléfono, las cartas?

—Bueno, sí; se lo puede pensar.

—O quizás otra persona tomó la dirección del coche. Nos vio, llamó.

—¡Qué cosas se te ocurren!

—De algún modo ha tenido que ser. No por obra del Espíritu Santo.

Y la mente —la ira no—, el recuerdo del demonio vuelan tras el halcón y su cría, piensa, calcula. Ellas viven en la misma ciudad, esa llamada que el sobrino imagina pudo venir de su pico romo, bajo sus alas negras y pesadas. Ellas, sus amigos, pudieron averiguar el sitio de la cueva de Molina, y Molina escribir al hermano, y todo así explicarse sin más, sin otra solución posible, como en esas películas de la televisión que ve la madre, donde al final todo encaja, nada sobra. Y lo peor no es que el sobrino se marche; no es fatal para ninguno, aunque él se ponga así, se lo tome así: melodramático. Él mismo lo reconoce, lo declara, que siempre quiso marcharse a Madrid, y seguro que a la semana de estar allí, ya tendrá su demonio y ni acordarse. Lo malo es si Molina lo sabe, si le cierra la puerta de esa casa fría y todo, pobre y todo, aunque quizá no tan pobre, porque, salvo aquellos primeros regalos que le trajo de los primeros viajes, desde que no trabaja, ahorra hasta el aire que respira.

«Felices Navidades», van diciendo ya los escaparates, en los que torpes dependientes colocan guirnaldas de colores y muñecos como los enanitos de Blanca Nieves. Felices Navidades, ¿para quién? No serán para ella.

No volver a casa, no volver con el padre, cada vez más viejo, más loco, con esa cara tirante como cera y sus ojos siempre apagados, muertos, cuando vuelve los sábados por la noche. No volver a ese pueblo de hielo, bajo esa boca negra e inútil, al lado de Molina, que ni siquiera bebe en días como estos, en tanto el bar estalla y el río baja hinchado, amenazando nieve. No volver nunca atrás, no perder ninguno de aquellos fatigosos escalones que tanto trabajo cuestan, que no es fácil recuperar una vez que ya se ha estado arriba, encima de ellos.

O quizá, después de todo, al sobrino de Molina le pase lo que a la madre en verano, en su pequeña plaza, con las vecinas: que haya visto demasiadas películas. No hace falta tanta complicación como imagina; tan sólo ver las cosas con claridad, simplemente. Molina no es ciego, ni tonto tampoco. Les ha visto marchar juntos muchas veces. ¿Por qué no pudo él mismo hablar con su hermano, cara a cara, sin teléfono ni nada? ¿Por qué no pudo acercarse también él a la ciudad, cuando se pasa el día, ahora, mirando el río, encendiendo lumbre, escuchando la radio, leyendo los periódicos, igual que el padre? ¿Por qué no pudo hacerlo?

Y si lo hizo, también, ¿por qué? Por vengarse, quizá; quizá porque la quiere, y eso puede que venga a ser peor; puede que quiera mantenerla allí, al pie de la negra boca para toda la vida.

No volver hacia atrás, no dejarse vencer ni por Molina, ni por su hermano, ni por aquel sobrino que ahora huía, se marchaba a Madrid. A medida que el coche de la venta aminoraba la marcha en las curvas, procurando evitar las lastras de hielo, cada vez más numerosas, se convencía más de que aquella denuncia, si es que había existido, era cosa de Molina. Aunque tarde —casi reía para sí—, a pesar de su aire impasible, paternal, aunque su propio hermano se lo tomara a broma, también era capaz de sentir celos y, a fin de cuentas, amor por ella, envidia de ese sobrino joven que venía cada sábado a humillar a todo el mundo con la paga, que ya no volvió más, ahora que su regalo llegaba por correo. De pronto su rencor hacia las dos hermanas se fue, voló como ellas mismas, como el batir lento y pesado de sus grandes alas negras. No habían sido ellas, y era quizá peor si Molina no quería soltarla. Si la fortuna no cambiaba para los dos, estaba dispuesta a que al menos cambiara para ella.

En estos días en que apenas se trabaja, sólo cabe esperar, pensar, imaginar que Agustín viene ya de camino, que se encuentran al otro lado del puente de la niebla, que sus manos y sus bocas se rozan, que quizá se devoran como las otras bocas. Esperar, ser más amable con Arturo, que no es tan tonto, ni tan mala persona, tan mal pensado como le juzgó al principio, y alargar el trabajo por la tarde con doña Magdalena, gracias a la cual, a fin de cuentas, y de su vago parentesco con Muñoz, tiene aquel puesto allí que, aunque aburrido, por lo menos resulta cómodo. Porque aun siendo pariente y todo, no todo el mundo, y menos a su edad, quiere tener al demonio a su lado. Así pues: alargar el trabajo, ayudarla en algo si se puede, y después, prolongar, matar ese tiempo que resta hasta la cena bajando a través de la muralla de gente, sobre todo a la altura del Casino, hasta la niebla donde se encienden las estrellas y el río suena con su voz velada y oscura, o en caso de que el frío arrecie demasiado abajo, huir del tumulto de la calle mayor, en sentido contrario, subiendo, casi trepando, hacia donde esa misma calle nace, al pie de lo que queda del castillo, en donde hay unos jardines ahora y las instalaciones de la emisora local. Es una radio modesta, donde la voz de los locutores suena —como cierto día oyó decir a Arturo— igual que si hablaran desde el retrete, que emite pocas horas al día y calla, como todo en la ciudad, apenas iniciada la noche. Es mala, pobre, como de aficionados; emite anuncios que son como colectas, avisos de alguien que quiere vender un carro, un traje usado, una buena partida de estiércol; pero su luz, allá arriba, anima, abriga, levanta el ánimo cuando se está a su lado, sabiendo que tras sus ventanas iluminadas hay alguien, debajo de la pequeña antena, a trozos roja y a trozos blanca. Desde allí, en los días de niebla, la ciudad se borra abajo; es como estar en el cielo, en el pico de una alta cordillera; las estrellas se estremecen arriba y las otras de neón, abajo, son como luminarias fijas, paralelas. Además, es un frío distinto, que no hiere ni duele debajo del abrigo, que es bueno para esperar en estos días que ni son de fiesta, ni de trabajo, laborables, aguardar a que Agustín cumpla aquella promesa que nadie le pidió, o que alguien hable, comente o critique estos mismos paseos en la capilla o en las tertulias que se quedan rezagadas al terminar el culto. Pero nadie dice nada. Es como si la vida siguiera normal, como siempre, y para ellos bien puede que lo sea. Pero seguro que hablan, algún comentario tiene que haber a su alguna que otra falta a la capilla. Quizás ellos esperan también, quizá para el verano llegue el primer aviso, alguna amonestación amable del Consejo de Ancianos, aunque les tiene que ser difícil por el recuerdo de Sedano y también porque tales avisos, como ya se vio en el caso de Molina, suelen surtir un efecto opuesto al que persiguen. Te pueden expulsar por rebeldía al padre, pero el padre no vive, por trabajar en domingo, por vivir en concubinato, lo mismo que Molina, o por alejamiento y frialdad, es decir: por no asistir habitualmente a la capilla.

Y, sin embargo, Ella no comenta, apenas dice nada, ni siquiera ante el arreglo de la nueva alcoba. Sólo queda esperar, dejar pasar el tiempo, matarlo de algún modo, mirando esos cristales como flecos, como espuma de nieve, mecidos por los invisibles remolinos del patio. Menos mal que, por fin, se decidió a nevar. Fue como si todos, chicos y grandes, se quitaran una preocupación de encima; igual que si anduviera por medio una cosecha. Todos aseguraban que así el frío se iría, a medida que ellos iban llegando enfundados en sus gorras y botas, en sus pesados y toscos abrigos nuevos. Como siempre, los niños fueron lo mejor, quedaron convertidos en héroes de la fiesta, en el centro de la capilla decorada con transparentes en los que se leían textos bíblicos alusivos al nacimiento de Cristo.

Se les hizo preguntas a las que supieron responder, demostrando su preparación excelente respecto a los Libros Santos, y más tarde, para mayores ya, recital de poesías y textos españoles. Un muchacho recitó «La primera devoción es la obligación», aquello que comienza: «Como en la guerra el soldado que desampara el arma…», de Fray Luis de León, y otro, «El látigo», de Campoamor, y una muchacha esos versos de Lope de Vega, que dicen al principio:

«Oh tú, que estás sepultado

en el sueño del olvido…»

Y después de los últimos himnos, el Hermano Muñoz hizo un brillante comentario al capítulo segundo de san Mateo, cuando los Magos son avisados en sueños de los propósitos de Herodes acerca de aquel niño que acaba de nacer y que habían venido a adorar de tan lejos. Ese niño al que Herodes buscaría para matarlo.

—Pero, en realidad, yo me pregunto —su voz, como de costumbre, se va levantando poco a poco— si no matamos nosotros también a ese niño cada día, cada vez que pecamos, cada vez que ofendemos al Señor en obra o pensamiento. —Su voz, su mirada, que parece escarbar los rincones de la sala, llega, llena el corazón de Margarita, que ahora lamenta haberse decidido por fin a venir—. Muchos pecamos, todos pecamos, y no por omisión, sino muchos deliberadamente, en pensamiento y obra, no sólo los del mundo, sino también nosotros, con la falta peor: el pecado a sabiendas, aquel que no va seguido de un pronto y sincero arrepentimiento. Pensemos en el año nuevo que comienza, pidamos al Señor, oremos porque oriente a aquellos de nosotros, sobre todo, que se hallen perdidos; roguemos para que el hijo vuelva con el padre, el hermano con el hermano, la hermana con la hermana, pues, como Pedro dice, y con esto concluyo: «Es preciso ser templados, velar, porque nuestro adversario principal, el diablo, anda como un león bramando a nuestro alrededor, buscando a quien devore». Y alguno de vosotros, alguna de vosotras —Margarita tiembla—, puede caer, porque el diablo, ese león bramador, tiene a veces rugidos que suenan como una voz suave, armoniosa, que dice, que repite: «Total, hoy día, ¿qué más da?, ¿qué importa? En los tiempos que andamos, todo va tan revuelto como en otras ocasiones de la Historia». A veces, sus rugidos son una voz tan suave, tan dulce como la del viento en Mayo, que anima los sentidos, los engaña, que envenena el alma, como si nunca más fuera a volver el invierno, esa muerte fría, eterna, del alma.