8.
LA FRÍA CUCHILLADA DEL TIEMPO
Fue sumamente extraño. Treinta años después de aquellas crueldades, fatigado y algo perdido, el viejo general se encontró de pronto en el pequeño patio de hortensias de su casa de Boulogne-sur-Mer con aquella antigua medalla. Era un día de sol tibio e intermitente entre varios días grises, y se estaba terminando. El general dudaba entre un paseo por la ciudad amurallada y un breve descanso en ese rectángulo de flores donde solía quedarse un rato pensando a veces en las guerras americanas. Tomó provisionalmente la segunda opción y se sentó en un banco. Las cataratas conducían sus ojos sin brillo hacia una ceguera, pero así y todo vio esa tarde el refulgir de la medalla caída. Un milagro de nitidez y pureza en una vida empañada y borrosa.
El general tuvo que agacharse para levantarla y comprobar, con asombro, que efectivamente era una de sus condecoraciones. Hacía mucho tiempo ya que sus dos nietas jugaban con ellas. La primera vez que se las había dado, Merceditas lloraba en un día de lluvia. Su madre, escandalizada, le había proferido una dulce recriminación. Pero el general le respondió encogiéndose de hombros: «¿Para qué sirve la gloria si no alcanza para detener las lágrimas de una chiquilla?». Tal vez no era consciente de que estaba dictando una frase para la historia de la falsa modestia.
Como sea, él jamás tocaba sus condecoraciones y sus nietas se habían acostumbrado a sacarlas del cajón, lustrarlas, portarlas y darles usos imaginarios. Se les tenía prohibido bajar con ellas al patio, pero a veces los niños no se atienen a esas disciplinas. San Martín examinó bien de cerca aquella pequeña pieza refulgente y extraviada. Era la medalla de Bailén. Reconoció su anverso ovalado, los dos sables ligeramente curvos y cruzados, y en su punto de unión la cinta de la que colgaba invertida un águila imperial napoleónica bajo una corona de laurel. En ese momento recordó la voz lejana del general Castaños. Casi podía verlo, luego de la capitulación, entrando en el cuarto de los ayudantes y diciendo, socarronamente: «Al fin se rinden todos, águilas, aguiluchos y aguiluchillos». Hacía mucho que no veía al vencedor de Bailén, debía de andar por los noventa años, y alguien de Madrid andaba murmurando que luego de haber ocupado los más altos cargos en el reino de Fernando VII, Castaños estaba pasando una vejez oscura. «Nuestro destino es el olvido», se decía San Martín moviendo la cabeza.
El marqués de Coupigny, héroe de la guerra de la Independencia, se había tenido que defender, en proceso judicial, por haber nacido en Francia y por haber practicado la masonería. Tras el escarnio, sus perseguidores habían accedido a regañadientes a purificar su expediente y absolverlo. Pocos meses después, hacía ya más de veinte años, el marqués había muerto de mala sangre en su cama.
El general Dupont, en cambio, había vuelto a la vida en París con el regreso al trono de los Borbones. Luego de seis años de cárcel, Luis XVIII le devolvió prebendas y honores, y lo nombró ministro de Guerra. Pero las intrigas políticas y los envenenamientos de la gestión pública lo borraron rápidamente del poder, y murió en el ostracismo.
Juan de Dios, el brioso húsar de Olivenza, se había perdido para siempre en la bruma del tiempo. Una sola vez San Martín había soñado con el salvador de Arjonilla. Y en aquel delirio de fiebres, que lo había postrado en grave estado durante siete días en el Perú, estaban los dos comiendo puchero y panecillos secos en la trinchera, y de pronto una palabra llevaba a la otra, y cruzaba espadas con el húsar. Y la punta del sable del húsar lo atravesaba. «Era uno de los profanadores de Jaén, mi capitán», le repetía.
San Martín apretaba la medalla de Bailén evocando todos aquellos fantasmas. Y seguía moviendo la cabeza en medio del patio de hortensias. «A mí mismo no me ha ido mejor que a ellos», se dijo sin mover los labios. Luego se incorporó con cierta dificultad y salió a la calle arrastrando los pies. El sol se estaba yendo de la Grand Rue y ya no era aconsejable dar una vuelta. Sobre todo para un anciano frágil y próximo a la ceguera. Pero los recuerdos le habían hecho mella y necesitaba un poco de aire.
Inició entonces el camino que hacía por las mañanas con sus nietas. Repechaba las calles inclinadas y pasaba por delante del Palacio Imperial. Y se quedaba un rato viendo ese edificio imponente donde Napoleón había dormido algunas noches. Desde ese cuartel general, el emperador había reunido a la gran Armada francesa con el frustrado propósito de invadir Inglaterra, y luego a ciento ochenta mil hombres para la campaña en Austria. «Le petit caporal», repitió San Martín, encorvado y admirativo. Admiraba hasta la ingenuidad a aquel magnífico enemigo que había muerto en el exilio y que, hacía ya casi diez años, había sido repatriado para un funeral tardío en París durante el que había sonado el réquiem de Mozart.
¿Y qué pasaría con sus propios restos? ¿Serían repatriados también? ¿Alguien recordaría alguna vez que el teniente coronel de Yapeyú había viajado a América para levantarla en armas contra la España siniestra de Fernando VII, que había construido un ejército, que había ganado batallas imposibles, que había cruzado los Andes y que había liberado a los pueblos del sur?
Tenía setenta años y seguía siendo, en el Río de la Plata, un turbio personaje del pasado luego de haber sido su prócer mayor. Había tenido que volverse a Europa en medio de ataques políticos y calumnias, y en 1826, cuando su nombre ya era mala palabra, hasta habían ordenado la disolución de su mítico Regimiento de Granaderos a Caballo. Un escritor que lo había visitado en Grand Bourg le contó aquella escena, ochenta jinetes entrando en silencio a la ciudad y entregando, como si fueran los vencidos, uno a uno sus sables. Venían de guerrear por toda la región y declaraban solemnemente: «No queda un solo español armado en América». Pero en Buenos Aires eran tratados con sospecha y con distancia, como si trajeran la lepra.
El viejo general subió por la rue de Couisiniers y estuvo, por costumbre, a punto de entrar en la farmacia de Notre Dame para saludar al boticario. Allí compraba siempre sus medicamentos. San Martín tenía todo tipo de dolencias. Tomaba opio en pequeñas dosis para combatir sus dolores de estómago. Luego de Bailén había vomitado sangre muchas veces, y le habían diagnosticado úlceras y espasmos. Aquella cuchillada en el tórax que le habían dado los bandoleros camino a Salamanca le había producido problemas pulmonares crónicos, o al menos así lo creía. También sufría tremendos dolores óseos. De hecho había tenido un ataque agudo de gota durante la batalla de Chacabuco, y ese endiablado achaque lo seguía mortificando en el otoño de su vida.
Era un hombre de férrea voluntad, pero había llevado desde los trece años una existencia áspera y rigurosa, llena de privaciones, sufrimientos, sinsabores, ansiedades y malas noticias. Había luchado a muerte mil veces, había recibido heridas y contusiones de toda especie, había contraído la fiebre tifoidea y el cólera, y con todo había logrado sobrevivir a muchos de sus amigos y adversarios.
Allí estaba, doblando hacia el Gran Castillo y mirándose un instante en el foso de agua, que le devolvía la imagen de un hombre canoso de mirada quebradiza. Ningún general enemigo es tan soberbio e impiadoso como la vejez y el deterioro. Empezó a sentir frío y apuró el paso por los bordes de la muralla. Un viento helado que venía del mar le quemaba el rostro serio. Subió los escalones hasta el segundo piso y le anunció a su familia que no tenía ganas de cenar y que se recostaría un rato. Cerró la puerta a sus espaldas y se fue quitando lentamente la ropa. Luego colocó la medalla junto al pequeño retrato de Solano, que siempre tenía cerca, y se acostó mirando hacia el techo. Se acostó a soñar despierto con Bailén. El lodo y la sangre. Las risotadas y las chanzas. Las descargas cerradas. Los soldados que empuñaban carabinas y calaban bayonetas. Los chasquidos. Las balas que pasaban silbando. Los fusileros intoxicados de pólvora que mordían el cartucho, empujaban el proyectil con la baqueta, se ponían los mosquetes contra la cara y disparaban. Los bordados y los cordones. Las fogatas y las antorchas. La miseria. El dolor. Los muertos.
Como en una epifanía imaginó un lienzo de Velázquez. El cielo cargado y también azul, en el fondo las serranías y los olivares, y en el centro los generales —uno victorioso e indulgente; el otro orgulloso pero vencido— con sus ayudantes y con sus tropas. José de San Martín se buscó en las segundas líneas de la rendición de Bailén, y se encontró al fondo del cuadro de la historia, apenas una silueta sombría detrás de las banderas.
Cerró lentamente los ojos como si quisiera morirse, y recién entonces se durmió.