3.
LA SOMBRA DEL LINCHAMIENTO
De regreso del fogón, con un cansancio sobrenatural encima, el capitán ya se encontraba en su pequeña tienda de lona, baúl y candil, cuando Juan de Dios se presentó a brindar con él. Venía un poco achispado el cazador y traía de regalo dos frascos enfundados en cuero. El capitán dejó los correajes y brindó por el rey con aquel otro héroe de Arjonilla. Juan de Dios, tambaleante y emocionado, le deseó fama y gloria, y a punto estuvo de desmayarse con un hipo sobre el catre. San Martín, que ya había sido demasiado condescendiente, llamó a su ordenanza, le pidió que llevara a Juan a la cama, lo arropara y que avisara a los suboficiales que tenía dos días de arresto por presentarse en estado de evidente ebriedad. Cuando se daba la vuelta para lavarse la cara en un cubo de agua fría bajo la luz de un farol de petróleo, tres húsares que pasaban lo vitorearon. El capitán les devolvió el saludo con simpática parquedad, se lavó, se secó, volvió a entrar en la tienda y se quitó las botas.
Afuera se escuchaban toques de cornetín y murmullos. «Y qué dirán ahora en Cádiz —se preguntó—. ¿Seguirán diciendo que soy un afrancesado, esos hijos de la gran puta?». Se sentó en el catre, prendió un cigarro habanero y, completamente insomne, procedió a afilar la hoja del sable sobre una piedra de esmeril. Mientras afilaba pensaba en el marqués del Socorro.
Se llamaba Francisco María Solano Ortiz de Rosas, también había nacido en América, y era a un mismo tiempo maestro y espejo del capitán San Martín. Un hombre gallardo y teatral, capaz de utilizar por igual la pluma y la espada, un héroe y un caballero, capitán general de Andalucía y gobernador político y militar de Cádiz. Solano había tomado a San Martín bajo su mando. Se habían conocido en la guerra del Rosellón y habían combatido juntos contra la terrible epidemia de la fiebre amarilla. En casa del gobernador, el capitán de Yapeyú se había relacionado con el arte, con la política, con las ideas y con la masonería. Ambos eran, naturalmente, contrarios al oscurantismo de sacristía y admiraban los ideales luminosos y modernos de la Revolución francesa. Pero la ocupación de España y la masacre del 2 de mayo de ese mismo año, cuando el pueblo de Madrid se levantó contra las tropas de ocupación y fue duramente castigado, los habían convencido de que debía declararse con urgencia una guerra contra Francia. Aunque las órdenes no llegaban y la gente tomaba la prudencia de Solano como un signo de traición.
Una noche, cien de los más exaltados entraron en la residencia por la alameda. Iban armados con pistolas, escopetas y navajas. Y los soldados que custodiaban el lugar los alentaban o hacían falsos gestos de resistencia. Sabiéndose perdido y entregado, Solano sólo atinó a dar unos disparos al aire que no disuadieron a nadie; subió por una escalera interior y ganó los tejados mientras sus compatriotas entraban en la Capitanía y destruían y saqueaban todo a su paso.
El marqués del Socorro saltó una pared y pidió refugio en la casa de una vecina irlandesa, viuda de un banquero, que lo escondió en una cámara secreta. Pero entre sus perseguidores estaba el albañil que había construido aquellos pasadizos y la suerte de Solano quedó sellada. Todavía logró correr un trecho, pero un ex novicio de la Cartuja de Jerez salió a atajarlo. Y el general lo empujó a la carrera. El ex novicio cayó a un patio interno y murió.
Entre varios lograron sujetar entonces a Solano y quitarle el calzado y las ropas a zarpazo limpio. Desgarrado y desnudo, el general fue conducido hasta la plaza de San Juan, donde ya estaban improvisando el patíbulo. Ataron sus manos a la espalda y dejaron que la turba lo golpeara, escupiera e injuriara de mil formas. Un marinero de los bajos fondos emergió del tumulto y lo alcanzó con su cuchillo en un costado. El general, mirándose la herida, le habló despectivamente: «Gran hazaña has hecho». Un amigo personal apareció al rato y lo atravesó con su espada para abreviarle los sufrimientos y evitarle una muerte afrentosa.
En ese momento desembocó en la plaza el capitán San Martín, que en vano había intentado bloquear a los saqueadores en las otras alas de la residencia del gobernador. Tenía ya el sable roto en el puño y quería abrirse paso entre aquella muchedumbre cuando otro grupo que venía de incendiar la residencia del cónsul francés lo rodeó de repente. San Martín retrocedió dos o tres metros y descubrió en ese instante que lo estaban confundiendo con Solano y que ya lo insultaban en esa peligrosa vacilación que antecede a un ataque atroz. Era imposible hacerles frente. Dio media vuelta entre insultos y empujones, y echó a correr desesperadamente por calles laterales de Cádiz. Lo perseguían llamándolo «mameluco» y «afrancesado», dando voces y disparándole cada tanto con un trabuco casero. Exhausto, sin esperanza alguna y sin aliento, el capitán penetró en los umbrales de la iglesia abierta de los capuchinos, se paró junto a la imagen de la Virgen y nombró en un susurro final a su amigo, dándose por muerto.
Un fraile que rezaba frente al altar se interpuso con un crucifijo en la mano. «No deis al vivo el nombre del muerto —dijo a la multitud que irrumpía—. El capitán general Solano ya no vive. En cuanto al hombre que estáis persiguiendo, su nombre es José de San Martín y esta santa imagen se llama la Madre de la Merced». Todos miraban con desprecio al capitán sudoroso pero nadie se atrevía a llevarle la contra al fraile ni a profanar aquel lugar sagrado. A regañadientes fueron reculando hasta la esquina y emprendieron el regreso a la plaza. San Martín entró en la iglesia y se dejó caer en un banco. El padre capuchino cerró las puertas y lo tuvo escondido unas horas. Luego el capitán le apretó fuerte la mano, le dijo «no me olvidaré» y salió de nuevo a la calle, amparado por la oscuridad. Estuvo oculto varios días en la casa de un camarada, y cuando se calmaron las cosas volvió al ejército, herido en su orgullo y dolido por haber perdido a su gran amigo y maestro. La casa de Solano y la ilusión de aquellos días habían sido quemadas en nombre de Fernando VII, un rey negligente e infame. Vaya suerte perra.
San Martín repasó la hoja del sable reluciente y afiladísimo bajo la luz del candil y la devolvió a su vaina. Después salió de su tienda con el cigarro entre los dientes, se acarició los riñones y contempló la noche andaluza.
En la madrugada, muy temprano, tendrían que ponerse nuevamente en marcha. A Solano le hubiera gustado tener aquella enorme oportunidad. No le habría importado, como no le importaba a San Martín, la posibilidad de que las tropas del emperador —el ejército más poderoso y temido del mundo— los estuvieran esperando con las armas listas a la vuelta de un recodo.