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Una Feria Tecnológica como el lugar de las evidencias.

Las chicas CSI saben de lo que hablo. Do not cross.

Fue en una de esas ferias donde encontré el gadget inservible que me serviría para hacer el descubrimiento más paranoico de mi vida.

En una librería de libros usados.

Ya me estaba preguntando por qué una librería de libros usados en una Feria Tecnológica cuando vi que el dependiente era una copia de Bender, el robot de Futurama.

Exploré los anaqueles y las mesas. El robot copiado de Bender me miraba como diciendo: Todo es una feria, o mejor, una lectura tecnológica.

Iba a salir sin comprar nada cuando Bender me llamó:

—Oye, ¿te interesa comprar un kit radiométrico barato?

En su mano metálica apareció una cajita metálica. Era como una consola pequeña con una pantallita. Yo ignoraba la utilidad de aquello, pero lucía muy weird tech y de verdad que estaba barato. Lo compré.

El robot me pasó unas instrucciones.

Decía: KIT RADIOMÉTRICO C-14. MANIPÚLESE CON CUIDADO.

Decía: PARA UNA EXACTA MEDICIÓN DE LA ANTIGÜEDAD DE LOS MATERIALES. MÉTODO DEL CARBONO-14. BATERÍAS RECARGABLES. ENCENDER AQUÍ.

La marca y las demás cosas estaban escritas en caracteres chinos: páginas y páginas de

Empecé a medir. Empecé, como se dice, a datar. Puertas, muebles, trastos, gomas, cortezas. Se convirtió (me convertí) en una instantánea obsesión. El kit tenía por un lado un sensor que, puesto en contacto con la materia muerta, arrojaba la cifra en menos de un segundo por el otro lado.

Viejos jeans míos, cadavéricos y rasgados en las rodillas, databan del principio de la era del grunge. Un jarrón en forma de huevo que Amanda Peet (a lot like love) le había regalado a mi amigo Frank, resultó ser una reliquia del siglo I (y da igual si antes o después de otra era). Me comí cajas de cereales Kellogg’s que no tenían ni dos meses. No sé qué derrame cerebral latía bajo esas mediciones. Pero fuese lo que fuese lo que yo estaba buscando sin saberlo, lo encontré.

Quizás sea prudente omitir nombres. La llamaré UNO. Cali me JE.

Aquel día nos encontramos en el Café G, una esquina célebre de la calle 23, un sitio que no me gustaba porque siempre estaba lleno de estudiantes y de farándula universitaria.

—Por tu culpa se me ha hecho tarde —dijo ella.

—El hospital está ahí mismo —señalé.

Uno era estudiante de enfermería. Estaba de prácticas. Vestida para curar.

En ese lugar y en ese momento, su uniforme de enfermera era una aberración de los sentidos.

—Dime lo que vayas a decirme y deja ya de jugar con eso, por favor. Van a pensar que estoy con un paciente.

Estaba allí conmigo porque yo quería hablarle de algo importante: las adicciones callejeras, el sexo de las calles, mi decisión de no vemos más ni en puntos G ni en ninguna otra parte. Algo así.

Ok, yo iba a romper con ella. Pero de pronto la manera de decírselo

(«Cuando rompes con los números reales tienes que romper también con los imaginarios».) carecía de importancia. Y no porque yo estuviera jugando con nada, no porque estuviera concentrado o desconcentrado pegando el C-14 al mantel, las tazas, las sillas, evaluando estadísticamente, por repetición, la exactitud de las mediciones, sino porque algo mucho más importante estaba a punto de suceder en el mundo.

—¿Quieres hacer el favor de regresar al mundo de los normales?

Ya iba a replicarle cualquier cosa

(«He caminado por el lado freak y ya no puedo regresar».)

cuando ella me quitó el C-14 y se lo metió en el escote.

Le pedí que me lo devolviera.

—Ven a buscarlo.

—Estamos en una mesa pública.

—Entoces te invito al hospital. Camas y camillas.

Juguetona, repasando con el dedo índice la ranura entre sus senos antes de devolverme el kit, que estaba encendido. Por primera vez no era yo quien lo usaba.

Miré la pantalla.

Dije:

—No puede ser.

Era una cifra absurda.

Millones de años.

Decir cuántos millones haría más complicada la situación.

Dejémoslo así: Millones de años. No nos volvamos locos.

—¿Dónde te enganchaste esto? —le pregunté.

—En el ajustador, ¿por qué? —sonrió—. ¿Te lo rompí?

—No sé. Pasó algo raro... Póntelo ahí de nuevo.

Ella lo hizo. La datación fue la misma.

Empezó a dolerme la cabeza.

—¿Quépasa?

—Tu ajustador es un poco... antiguo.

—¿Quieres decir que tienes algún problema con mi ropa interior?

Una idea me martilló al escuchar eso. Miré las medias ondulantes de nylon y las piernas abiertas de Uno debajo de la mesa. Me incliné sobre la mesa y le susurré un experimento.

—No me digas. Ahora quieres ponerme tu aparatico en el blúmer.

El Café G se contrajo en un silencio lúbrico. Todo el mundo nos miró.

En otro momento me hubiera preocupado tanta atención sobre mí. Pero ahora una idea con mucha metástasis me estaba nublando los sentidos. Pensé que me iba a desmayar.

Uno (ella) se desmayó.

Lo siguiente que recuerdo mejor es estar en una ambulancia aérea con su desmayo que era el mío volando en dirección al Calixto García mientras sonaba una sirena sobre un fondo musical de Green Day.

Esperé sentado en un pasillo de luz blanca.

A mi lado se sentó un tipo.

Despeinado.

Encogido.

Tenía la misma cara de Billy Joe Armstrong.

Tal vez era Billy Joe Armstrong, no estoy seguro.

—De pinga, ¿eh? —dijo.

Yo asentí.

Cabizbajo.

Mudo.

—Las cosas se están poniendo feas —dijo.

No quedaba claro a qué se refería, pero volví a mover la cabeza.

Billy me dio unas palmadas en el hombro, se levantó y se fue.

Continuaba la música de fondo.

Hecho un videoclip de nervios, estuve pegando el C-14 a la pared y a las patas del banco y a la pared y a las patas del banco (todas las dataciones eran correctas, todas eran verosímiles) hasta que apareció un doctor.

—¿Cómo está? —pregunté levantándome.

—Buenísima —dijo el doctor.

—¿Qué es lo que tiene?

—Hicimos unas pruebas. Parece un tumor cerebral.

Me volví a sentar.

—¿Van a extirpárselo?

—Es un tumor grandecito. La única opción es el transplante de cerebro.

—¿Puedo verla?

—Es toda tuya —me señaló una puerta al final del pasillo de luz.

Caminé como todo un dead man walking y entré en la última sala.

En la última sala había dos enfermeras, y las dos parecían actrices pomo. Probablemente lo eran. Una me sonrió y me dejó a solas con la otra, que estaba acostada en la cama y que era Uno.

Muy pálida.

Destruida.

Llorosa.

Seré cruel: nunca vi nada sexual en peores condiciones.

—Quiero que me digas la verdad —dijo.

—Claro. ¿De qué se trata?

—¿Alguna vez pensaste seriamente en mí?

Dudé.

—Define seriamente.

Dudó.

—Como si yo fuera un monstruo de hielo como tú y no una muñeca con rizos y un hueco entre las piernas.

Sentí un flujo dentro de la nariz, como si se me fuera a salir algo. Entonces un hilo de sangre salió por la nariz de ella.

—Respóndeme, JE —Sé limpió la sangre con un kleenex que ya estaba manchado de sangre. Yo dije:

—No. Nunca lo pensé. Hasta ahora.

Ni una pestaña de movimiento en su rostro terminal.

Uno de los rostros más bellos, por cierto, en muchos hospitales a la redonda.

—Ya lo sabía. Pero quería oírtelo decir a ti —Señaló mi mano—. Dame acá eso.

Le di el C-14. Ella lo metió bajo las sábanas e hizo un movimiento allá abajo. Un click. Al devolvérmelo me dijo:

—Que te aproveche. Ahora vete.

Me fui. Todavía me estoy yendo.

En una pared colgaba un póster que decía:

DEJEMOS LOS TRANSPLANTES DE ÓRGANOS EN MANOS DE LOS PROFESIONALES

Pensé: Esto empieza mal.

Pensé: ¿Qué es lo que empieza?

Cuando llegué a la calle miré la nueva cifra en la pantalla del C-14.

Otra cifra íntima en el orden de los seis ceros y en el orden de la comedia.

(risas)

No tenía que coincidir exactamente con la edad del ajustador: coincidía exactamente con mis sospechas.

Frank, mi mejor amigo, mi único amigo, es un buitre.

De los buitres exiliados de V.

Vive en La Habana en un lugar llamado Villa S.

Zoom out: distrito 10 de Octubre, cerca de un barrio residencial llamado Casino Deportivo, que pertenece al distrito Cerro, no muy lejos del distrito Arroyo Naranjo.

Si todo fuera así de fácil. El lugar llamado V no tiene localización.

Mi hermana (DOS) vive a unas cuadras de mi casa.

Toqué el timbre. No me abrió. Crucé el jardín y me asomé a la ventana de su cuarto.

Lo primero que vi fue la ropa regada en el piso. Luego, metiendo el dedo entre las persianas para deslizar la cortina, las vi a las dos en la cama y la cama empezó a sonar al ritmo con que ellas sonaban.

Musiquita electrónica.

Electroarácnidos en las paredes.

Mi hermana y una visión infrarroja (TRES) de pelirroja con trenzas.

Tres tenía pechos pequeños y un dildo enorme, color rosa chicle, colocado en el pubis. Mi hermana tenía las piernas abiertas y Tres la follaba sacudiéndola y sacudiéndose con repetidos corrientazos de su vulva pelirroja.

Estuve un rato mirando aquello y tuve una erección aburrida. Cuando cayeron la una sobre la otra, tiernas y sudadas, abandoné la ventana y volví a la puerta.

—Puedes entrar con las manos en alto —me dijo Dos: una bata apurada, a medio cerrar, y una sonrisa todavía orgásmica.

—Yo ya me iba. —Tres salió del cuarto vestida con una blusa de Ghost World y una minifalda de mezclilla y se sentó frente a mí a ponerse unas botas estupendas—. ¿Tú eres...?

—Sí, yo soy —le dije.

Ella sonrió. Muy dulcemente.

Era un tipo muy dulce de muchacha: un 16-17 años con pecas.

En su rostro había un aire Thora Birch que no terminaba de formarse.

Los secretos de Nuevo Vedado o las ventajas de vivir en el barrio de mi hermana.

Se despidieron con un cuchicheo breve y unos rápidos lengüetazos.

—Has vuelto a la cacería salvaje —le dije cuando cerró la puerta.

—Dicen que no hay dos sin tres —dijo mi hermana—. ¿A qué se debe la visita?

—Te sonará raro, pero necesito desesperadamente husmear en tu ropa interior.

—Seguro. Para qué está la familia. ¿Sucia o limpia?

No había considerado esa variable.

—Mejor limpia —convine.

—Adelante. Tú sabes dónde encontrarla.

Entré al cuarto. Abrí la gaveta. Escogí la muestra más amplia que pude: todo. Toda la variedad de confecciones y de telas. Mi hermana tiene un gusto exquisito.

Fui pegando el C-14 a cada blúmer y a cada ajustador y cada medición no hacía más que confirmar el fenómeno.

(¿Cuál fenómeno?)

—¿Ya estamos calenticos?

Me volví. Dos entraba con la lengua afuera, terminando de lamer un pote de helado.

—Yo sabía que tú estabas ahí en la ventana, mirando. Y no es la primera vez que lo haces, ¿verdad, voyeur?

—¿Es necesario el francés?

Voyeur. Voyeur. ¿No te gusta?

—Hay palabras que nunca he podido pronunciar.

—Porque lo tuyo es lo impronunciable. —Se derritió desnuda sobre la cama—. ¿No tienes ganas de ejercitar el lenguaje?

Lo inquietante de mirar fijo el rostro de mi hermana es esa sensación de estar mirando un espejo. Nos parecemos milimétricamente. Ella me ha dicho que al mirarme le parece estar contemplándose a sí misma después de una operación de cambio de sexo. Yo pudiera decir lo mismo. Una vez tuve una pesadilla erótica en la que ella, con mi pene erecto en la mano, me decía: «Hay que extirparlo. Parece un tumor».

Dos abrió el aire entre sus piernas.

El lenguaje.

Me arrodillé.

Mi rodilla sobre una novela de Boris Vian en el suelo.

Mi hermana es de ese tipo de lectoras que siguen leyendo La espuma de los días en versión original pase lo que pase.

Metí mi lengua en su vagina. Sabía a chicle.

Vi el dildo rosa con su arnés en una esquina del plano. Por un momento consideré la posibilidad de ponérmelo. Solo para ver cómo era tener eso ahí. Dos me puso la mano en la cabeza para indicar: concéntrate.

Me concentré en el clítoris.

Me lo tragué.

Lo digerí.

Lo puse de nuevo en su lugar.

Todo volviéndose espuma alrededor.

En mi cabeza vacía apareció de pronto el número...

...Tres Tres Tres: ella acercándose a mí con intenciones difícilmente comprensibles, acompañándome en una búsqueda sin futuro, enamorada y enloquecida detrás de mí, sus trenzas y sus pecas en mi mundo fantasmal, etcétera.

Dos/Tres se tensó y se deshizo toda en mi boca.

Gimiendo, apuntando al techo con una mano.

Miré.

Una araña grandísima se coloreaba con descargas de luz.

Una araña de luminosidad y nervadura colgantes.

Sonido: Kiss Kissssss Kisssssssssssssssssssssss.

Dos/Tres me haló hacia ella con avidez. Besó toda su humedad en mis labios.

—No es porque seas tú, pero tienes un no sé qué femenino que me encanta.

—Te voy a decir lo que tengo —le dije, y saqué el C-14 del bolsillo, y le expliqué para qué servía un kit radiométrico, y le conté mi descubrimiento, y

En el televisor estaba puesto el show de los dos comediantes, Watson y Crick.

Hay que decir que el programa había evolucionado mucho, ya no tenía nada que ver con el set-laboratorio y las risas grabadas del principio.

—A lo mejor es con toda la ropa interior —dijo Dos—. ¿Ya mediste tus calzoncillos?

—Fue lo primero que hice.

—¿Y los bikinis? ¿Y las batas de dormir?

—Es de esperar que todo eso esté en orden.

—Vaya, vaya. Eres un científico.

(risas)

—Tengo que averiguar qué es lo que está pasando. Tengo que llegar al fondo de esto.

—Entonces te recomiendo que visites una tienda de lencería. O mejor: una fábrica de lencería. No vas a seguir haciendo mediciones en la intimidad de tus amigas.

—No tengo amigas.

—Las mías también son tuyas.

LAS MÍAS TAMBIÉN SON TUYAS —Voy a recordar eso en letras bien grandes —le dije.

Ahora Watson y Crick se dedicaban a aparecer de improviso en otros programas. Siempre fuera de contexto y de canal, burlándose y haciendo declaraciones. En eso consistía el show. Nadie sabía cómo lo hacían, cuál era el secreto. Ellos alguna vez dijeron conocer una estructura. Lo cierto es que parecían un zapping, pero no entre varios canales sino entre varias posibilidades de zapping.

—Ya no saben qué inventar en el cable —dijo Dos.

—Es que en tu televisor se ve hasta lo que no se ha inventado —sugerí.

Mi hermana se encogió de hombros:

—Esto es Nuevo Vedado, acuérdate.

Ok.

Lo malo es que no sabemos qué cosa es esto.

El buitre es escritor. Se pasa todo el tiempo escribiendo un libro llamado Vultureffect y leyendo libros que no se entienden.

Cuando fui a Villa S a mostrarle el C-14, estaba absorto en una lectura especialmente complicada que hablaba de devenires.

—Hay un devenir-mujer —me dijo—, por ponerte solo un ejemplo.

—Escúchame, Frank, esto es importante. La ropa interior femenina está hecha en la prehistoria.

Frank abrió la boca. Es decir, el pico. Él mismo probó a medir la antigüedad de unas gafas de sol para altos vuelos (sus gafas) y del libro que estaba leyendo (que resultó ser viejísimo), y cuando finalmente se convenció de que el C-14 funcionaba me preguntó qué salía en pantalla frente a «la materia under».

—¿Underground? —pregunté.

—Underwear.

—Millones de años.

—Creo que la prehistoria va desde la aparición del hombre hasta que el hombre inventó la escritura. En caso de que el hombre la haya inventado.

—¿Es todo lo qué tienes que decir?

Frank se frotó la cabeza con un ala.

—¿Ocurre solo con la línea lingerie más mortal?

—Perfecto. ¿Desde cuándo estás mezclando inglés?

—Eso es lo único que yo hago. Mezclar. Remix.

—Pero tienes una pronunciación macabra.

—Es a propósito.

Recorrí el boulevard de San Rafael. Hasta El Palacio.

—Bienvenido a El Palacio —me dijo una dependiente—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—¿Pudiera decirme de dónde vienen las prendas que se venden aquí?

Pensé: Unos hombres a los que no se les ve el rostro las traen en camiones blindados.

—Vienen de diferentes compañías. Nosotros vendemos muchas marcas.

—Sí, pero... ¿detrás de todas esas compañías no hay algo más? Digamos... ¿algún tipo de organización?

—Aquí todo está organizado —asintió la mujer—

¿Por qué no revisa la información del catálogo? Tenemos muchos modelos, alta calidad y buenos precios.

Le pedí el catálogo antes de que empezara a indagar mis preferencias.

Ella señaló una escalera automática:

—En el piso de arriba está la biblioteca.

—Gracias —le dije, y me fui a mirar los mostradores y las maniquíes.

Las maniquíes eran viejas, o gordas, o muy flacas. Se paseaban por los pasillos luciendo distintas combinaciones de lencería. Me miraban con desinterés.

Las princesas de El Palacio.

Había de todo en esa tienda.

¿Qué es un «babydoll» o un «bodysuit»?

Ideas muy generales. Conceptos abstractos.

Hay que chocar con la vasta pluralidad y después morir.

Y después medir. Datar. Aproveché los instantes en que no me miraban para enganchar el C-14 a distintos colores y diseños.

Maidenform, Wonderbra, Victoria’s Secret, Blanquísimas Mofetas... Las marcas que se me ponían delante.

Sin novedad.

Es decir, todo en la tienda era nuevo, pero era nuevo desde hacía muchísimo tiempo. Seguí sumando millones y millones de años en una repetición de cansancio.

Me senté.

Una de las maniquíes se acercó a mí.

Lucía un conjunto negro más bien lamentable. Se parecía a Sarah Jessica Parker. Un cuerpo que alguna vez fue el cuerpo de Sex and the City pero que ahora era solo Sarah Jessica Parker.

Le dije:

—Hola, Sarah. Todavía te ves bien.

—Mentiroso. Estoy acabada.

—Como ha pasado el tiempo, ¿no?

—Tú lo sabes bien. ¿Qué haces aquí?

—Buscando —le dije—. Buscándote.

—Sigue mintiendo mientras puedas.

—Yo también estoy acabado, Sarah.

Ella asintió. Me pasó una mano por la cabeza.

—Lo supe en cuanto te vi manoseando lencería.

—No, no es eso. Es que hay algo...

—Siempre hay algo, sí. Una textura. Un misterio. Otro día me cuentas.

Me dio la espalda y se fue. Balanceando las viejas caderas, taconeando tristemente. Yo decidí subir al piso de arriba.

Era la primera vez que entraba en una biblioteca lingerie.

Una bibliotecaria me dijo:

—Bienvenido a El Palacio.

—Eso ya me lo dijeron. Y ahora viene...

—¿En qué puedo ayudarlo?

—Quiero ver el catálogo.

—¿El de préstamo o el de venta?

—¿El de venta no debiera estar abajo?

—Ponemos todos los catálogos juntos.

—Me gustaría verlos todos.

Pero no todos eran de lencería.

Había un catálogo de pinturas de uñas.

Había un catálogo de jeringuillas.

Había un catálogo de personajes.

Había un catálogo de catálogos de otras tiendas. Había un catálogo de textos que eran como catálogos. Había un catálogo de los diferentes tipos de espuma. Ese me interesó mucho. Cuando me senté a leerlo entró en la sala una ratoncita de biblioteca.

Cuello alto, mangas largas y espejuelos.

Se sentó frente a mí sin pedir permiso.

—Hola. Me llamo CUATRO.

—Hola. Soy JE.

Ocultándonos.

—Pensé que a lo mejor te interesaba sacar esto —dijo—. Yo lo voy a devolver.

Puso sobre la mesa un juego de blúmer y ajustador. Sencillo pero simpático.

—¿Lo quieres o no?

Le dije que tenía que pensarlo.

—Es la primera vez que te veo aquí. ¿Ya te hiciste el carnet? Sin el carnet no te prestan nada.

Le dije que también pensaría lo del carnet.

—¿Ese es el catálogo de préstamos?

—No, el de la espuma —respondí—. Quiero llevármelo.

—Así que eres uno de esos lectores de catálogos... —sonrió.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Qué lees? ¿Cómo lees lo que lees?

—¿Vas a ponerme en un catálogo de tipos de lectoras?

—Ya estás en un catálogo de tipos de lectoras. Solo que no te has dado cuenta.

—Creo que la espuma se te ha subido a la cabeza. Si te la llevas va a ser peor.

—No es para mí. Es para un amigo que es buitre.

—Qué interesante. ¿Un buitre?

A Frank una vez le dio por eso. Hay que escribir espuma, decía. Siempre el gas y el líquido revueltos. Escribir espuma de afeitar pero con una cuchilla dispuesta a rebanar cuellos. Esa es la cosa, decía. Luego se concentraba en la misma escritura monótona de siempre: su libro Vultureffect.

Sin embargo, cuando le llevé el catálogo no le prestó atención.

—El devenir-espuma es interesante, como todo devenir-coloide, pero ahora lo que se impone es el devenir-lingerie de la escritura. No lo olvides.

(Estaba hablando el más acabado de los buitres en el exilio.)

—Una textura hecha con encajes y destellos y secreciones. Dejar ver y no dejar ver. «Only provoke!», dijo Ronald Sukenick.

—¿Quién?

—La inminencia, sobre todo, de un desnudo artificial que nunca se produce. Esa es la cosa. Yo sé lo que te digo.

Luego de decirme todo lo que sabía, Frank se puso a trabajar de nuevo en su libro. A todas estas, la escritura de Vultureffect en Villa S se iba desarrollando implacablemente, separada de todo lugar, al margen de mi presencia y de mis historias y al margen de cualquier discusión sobre la escritura.

Cuatro revisó el catálogo de préstamos de lencería y se dirigió a la bibliotecaria, carnet en mano. Volvió a la mesa con las manos detrás de la espalda.

—Si quieres ver lo que saqué, estoy en aquel cubículo —me dijo.

Un cartel lo indicaba. Pero se habían borrado las cuatro primeras letras de la palabra cubículos y se leía CULOS DE LECTURA.

Dejé pasar unos minutos y seguí a Cuatro.

Abrí la puerta

—Ciérrala —dijo ella, y me encontré en un espacio pequeño lleno de espejos. Las paredes eran espejos. El techo y el piso eran espejos. Reflejada en todos los ángulos, cada reflejo suyo repetido en profundidad, Cuatro estaba parada en medio de la habitación con las manos en la cintura y un juego de blúmer y ajustador adecuado para saturar las imágenes.

—¿Te gusta? —preguntó, dando unos pasitos hacia mí como una niña estudiosa que juega a ser top-model de biblioteca—. ¿Me queda sexy?

La tomé por las nalgas. Nos besamos. Ella bajó mi portañuela y me saltó encima, sus piernas alrededor de mi cintura. La penetré por una abertura que tenía el blúmer sobre la abertura de su vagina. Comencé a mecerla para que se durmiera.

—Tu reflejo —susurró.

Me busqué en los espejos.

No me encontré en ninguno.

—No estás aquí conmigo. ¿Dónde estás?

Ella buscándome arriba y abajo y a los lados mientras yo la cargaba apoyándome en un espejo o superficie reflectante que no me reflejaba. No sé con qué mano pude sacar el C-14 del bolsillo y pegarlo al blúmer por detrás, justo sobre el ojo del culo.

—¿Te crees un vampiro, JE? ¿Eres un vampiro? ¿De dónde vienes y adonde vas? ¿En qué mierda andas metido? ¿Qué es esto?

Imagen multiplicada alrededor: ella sola levitando, ella sola colgando de la nada, ella colgadísima y abrazada al aire con las piernas abiertas, el pelo moviéndose hacia arriba y hacia abajo, la boca contraída en una de esas mordidas del orgasmo, sus colmillos clavados al vacío:

Mi cuello.

Mi grito y el suyo.

Me deslicé fuera de ella y eyaculé

—¿Qué es...? —jadeó— ¿Qué... es esto? chorros intermitentes de sangre espesa sobre sus pechos y su vientre.

Lo siento —dije—. Parece que es sangre en lugar de semen. Estoy tan confundido como tú.

Pero Cuatro lo que estaba era molesta. Se limpió con una toalla, murmurando algo sobre no sé cuántas enfermedades que por supuesto eran terribles y muy contagiosas. Se vistió rápido. Presionó la pared-espejo y en ella una puerta-espejo se hizo visible.

—Por aquí te puedas llevar todo lo que quieras. Yo me voy ya.

—¿Adonde sale esto? —pregunté.

—A las alcantarillas.

—Genial.

Entré al pasadizo detrás de ella. Caminamos unos metros en completa oscuridad. Descendimos por una escalera hasta llegar a la boca de un túnel. No se veía nada. No se escuchaba ningún sonido.

—¿Cuatro? ¿Estás ahí?

—¿Dónde voy a estar?

Seguía delante de mí pero su voz llegaba desde mucho más lejos.

Esa voz lejana me preguntó con qué la había tocado yo por detrás. Lo que haya sido, lo sintió frío. Sintió como una vibración. Quería saber si eso tenía alguna relación con mi sangre.

—No sé con qué tiene relación —expliqué—. Es solo un kit radiométrico en forma de cajita que...

Inmediatamente me preguntó (el radio de la palabra radiométrico) si yo la había usado a ella de ratoncita de laboratorio. O de rata de alcantarilla. Algo así. No estoy seguro. No podía escuchar bien.

—Verás, para hacerte el cuento cortó: este kit lee la antigüedad de los materiales, por ejemplo, la antigüedad de la ropa interior femenina, y resulta que toda la ropa interior femenina, usada o limpia, nueva o vieja, más barata o más cara, es de la prehistoria. ¿Tú sabes algo de eso?

No hubo respuesta.

No la hay todavía.

Así son los túneles.

—¿Tienes idea de por qué se ha ocultado esa información? —ya estaba gritando—. ¿Tienes la más remota idea de lo que significa? ¿Tienes ideas?

El sonido de mis pasos chapoteando en un fondo de agua.

Probablemente agua sucia y burbujeante.

Quién sabe cuántos microorganismos.

Grité varias veces su número:

Cuatro! —con mi voz hecha un eco.

Cuatro! —con las manos tanteando las paredes. Las paredes rugosas. Relieves que parecían fósiles. Empezaba a parecer el túnel de una locura muy larga. De pronto vi una claridad. Avancé hacia ella. Subiendo.

Subí rampas y escalones de tierra y entré por un hueco al lugar iluminado.

Era un garaje y al mismo tiempo era un taller y un depósito de viejas laptops.

Cuatro niños me miraban de frente. Calculé no más de ocho años por mirada. Tenían su buena pinta de nerds, pero en la falta de asombro al verme se configuraban otras cosas.

Pensé en prodigios protagónicos, niños Stephen King, niños que conocen de memoria al Stewie Griffin de Family Guy.

Pensé: nerdemonios.

—El detective —dijo uno, acomodándose los espejuelos—. Pero no tiene el tipo de los que salpican la cabeza donde no los llaman.

—La materia de adentro de la cabeza —precisó otro, con una sonrisa en la que faltaban dientes.

—Más bien parece un pervertido que no sabe dónde ir con su juguete nuevo —dijo el tercero, que manipulaba un trozo de látex.

El cuarto, el más pequeño y seguramente el más peligroso, permaneció sin hablar: la boca oculta y los ojos asomados en una capucha como la de Kenny McKormick de South Park.

—Nosotros te diremos adonde ir: a ninguna parte.

—Quédate con tu hipótesis femenina y sueña con ella, pero no sigas averiguando.

—Sin preguntar casi nada, ya has hecho y has gritado demasiadas preguntas.

Intenté ubicarme en la situación. Pregunté cuál de ellos era el jefe.

Se rieron. Dijeron que, de momento, ninguno.

—Al que llamábamos jefe ahora está preso.

—Por niño malo o por terrorista o algo así.

—No necesitamos de él para darte consejos.

Pregunté quiénes eran ellos para darme consejos.

Quiénes eran ellos para usar semejante tonito amenazador.

Al parecer la respuesta era obvia. Pasaron por alto las preguntas.

El de los espejuelos apuntó un control remoto a la puerta del garaje y esta se abrió.

Miré por última vez a Kenny McKormick antes de salir a la calle.

—Estás a tiempo —escuché a mis espaldas—. Vete a casa y lee un libro.

No hice ninguna de las dos cosas.

(aplausos)

(aplausos)

(aplausos)

Ya estaba lejos de El Palacio. Ahora me encontraba cerca del teatro Trianón, donde por alguna razón seguían aplaudiendo y aplaudiendo, insoportablemente. No tenía mucho que hacer, así que me metí en un Pubix de la calle Línea.

The White Stripes en el ambiente.

Fui directo a derrumbarme en la barra.

El barman parecía una heroína de cómic.

—Una botella de agua mineral, por favor.

—¿Congas?

—Con todos los gases que puedas.

—¿Quieres flotar esta noche, cielo?

No entendió nada. Es posible que no todo pase a través de los cómics.

No pasó un minuto antes de que una muchacha de pelo negro y ojazos azules (CINCO) viniera a sentarse a mi lado. Vista por arriba del ombligo-tatuaje, lucía una camiseta estrecha que marcaba sus pezones sobre un estampado publicitario de ella misma o de la increíble Zooey Deschanel.

—¿Me invitas a un trago? Me gusta el agua. Acomodó su maquillaje. Sacó un libro del bolso. Una tira de condones sobresalía de sus páginas como un marcador. Me pareció que era la Guía del Autoestopista Galáctico.

—No, no, es otra Guía.

Y me explicó algo sobre un libro de culto del que salieron cientos de blogs de lectura y luego cogieron esos blogs de lectura y los hicieron de nuevo libro, y luego de ese nuevo libro que también fue un libro de culto salieron otros cientos de blogs de lectura con los que hicieron una Guía de Lectura del primer libro de culto.

—¿Te gustaría leerla conmigo?

Hice lo que pude por mostrarme desinteresado. No fue fácil.

Había encontrado una lectora www: world waste writing.

—Pareces deprimido esta noche —dijo como si me hubiera visto en otos—. ¿Amores fugaces? ¿Amores tristes?

Y me contó que ella había estado enamorada de su jefe cuando trabajaba en otro de esos antros de la galaxia. El tipo duro de un Pubix, y al mismo tiempo el tipo más triste que ella hubiera conocido en su vida. Pero entonces él estaba viviendo con una primera dama de la televisión, y cuando se separaron, a los pocos días él se fue de la ciudad.

Una de esas historias de destino y de relleno.

—Yo también quisiera irme —confesó Cinco.

—¿Adonde? —le pregunté.

—Tengo amigos en Barcelona.

—Todo el mundo tiene amigos en Barcelona.

—O vidas paralelas, ¿sabes? —Trazó dos líneas deslizando un dedo por su muslo y por el mío. Pedí la cuenta.

En busca de dinero empecé a sacarme cacharritos chinos del bolsillo: puse sobre la barra un celular, un mp3 player, una agenda, dos o tres videocámaras...

—Eh, tienes un kit radiométrico —Cinco agarró el C-14.

—¿Sabes lo que es? —pregunté medio asustado.

—Mide algo en los materiales, ¿no? Yo sé usarlo, mira —y se levantó la camiseta, y dejó al descubierto sus tetas cubiertas de encaje, y se acarició recorriendo los encajes con el C-14 mientras yo miraba y ella me miraba como buscando una muestra de aprobación.

—Hubiera jurado que no llevabas ajustador —declaré.

—No debes jurar sobre nada relacionado con tetas, te lo digo por experiencia. —Me devolvió el C-14—. ¿Y bien?

—¿Y bien qué?

—¿Lo hice correctamente? ¿Qué salió en la pantalla?

Morbo en dos preguntas. Miré los millones de años de sus encajitos y me los metí en el bolsillo. Luego la miré a ella, suspicaz, y palpé alrededor de sus pezones.

—¿Por qué lo usaste justo ahí?

Sonrió:

—Dímelo tú.

Lo que le dije fue:

—¿Has visto algún otro kit radiométrico como este?

—Ese es el primero que veo. Vi su anuncio en una revista.

—¿Cuál revista?

—Nos ponemos misteriosos.

—Es que hay algo bastante extraño en las mediciones, créeme.

—¿Sabes lo que es extraño? Que la revista donde vi el anuncio desapareció inmediatamente después de ese número.

—Cosas que pasan. Dime cuál era la revista.

—Una de ciencia-ficción y diseño. No recuerdo el nombre. Recuerdo a la modelo.

—¿Había una modelo?

Cinco asintió con aire reverente:

—Un CV de la Serie Evelyn. Con tu curioso cosmético en la mano.

—Y ce uve es...

—Cuerpo Virtual. Así se les dice ahora a las fem-fetish. ¿No te has enterado?

—Estoy tratando de obtener mi propia jerga. ¿Cuál Evelyn?

—Evelyn H, creo.

—Hace bastante tiempo —calculé—. ¿La habrán retirado a ella junto con la revista?

—No. Dicen que ella misma decidió retirarse. Ella era tremenda. —Cinco agarró su bolso y me tomó de la mano—. Oye, por fin, ¿quieres ir a alguna parte? Ya sé que al lado de un CV yo soy un microorganismo, pero ser un microorganismo tiene ventajas prácticas.

—Eres real —observé.

Se rió.

Una risa y un cuerpo inmejorables.

Y de todas formas hay de todo en cualquier agua. Y al parecer ya yo estaba enfermo.

—Real ya no se usa en ninguna jerga de por aquí. Digamos que soy... natural.

—¿Natural a cuánto?

Me dijo el precio. Le dije que nunca había encontrado un precio tan alto.

—Porque nunca te habías encontrado a una puta tan reveladora como yo.

Por lo general yo llegaba a Villa S hastiado de los días, los loops, las adicciones callejeras. Hojeaba un libro, abría otro, me tumbaba en colchones de plumas a resistir un poco más, intentaba sacarle conversación al buitre.

Esta vez le pregunté a Frank qué había de nuevo con los devenires.

—Tú eres el que está en eso —me respondió—. ¿Qué hay de nuevo?

Contra lo que se suele creer, un hombre y un buitre no sostienen conversaciones profundas con los ojos inyectados de sangre y un montón de huesos alrededor en un paisaje de desolación y abandono.

Aunque Villa S es, en efecto, un paisaje de desolación y abandono.

Todas ellas son iguales, pero todas son diferentes. Lo único que la Z compartía con sus antecesoras era la apariencia Evelyn. Yo no tenía ninguna razón para concentrar la mirada en ella, pero lo hice. En los violentos comerciales de las avenidas, en las proyecciones 3D de las pasarelas y los supermercados, en los programas de participación nocturnos, cada vez que me encontraba con su imagen aumentaban mis dosis de ansiedad y de esperanza puesta en nada. Mucha gente termina así.

Evelyn Z en la arena, un jeep, los relámpagos.

Evelyn Z una secretaria unas uñas junto al teléfono.

Evelyn Z al otro lado de los telescopios más potentes.

Evelyn Z toda de Benetton en un casino film noir.

Evelyn Z perfecta con el creyón de labios movido.

Evelyn Z apuntándonos con una pistola láser.

Evelyn Z devorando el tenedor, los dulces.

Evelyn Z practicando un 69 consigo misma.

Evelyn Z rodeada de extras y de habanadies.

Evelyn Z «I have finally started to like being alone».

Evelyn Z en los pedales de la primera persona.

Evelyn Z escondida en el fondo de su ropero.

Evelyn Z espiada por gatos fan en el inodoro.

Evelyn Z autógrafos, peluches, waterfalls.

Evelyn Z virus de besos en el micrófono.

Evelyn Z gimnasta supernova de sudor.

Evelyn Z «I was never a prom queen».

Evelyn Z «What are you looking at?».

Evelyn Z en su velocípedo Z baby.

Evelyn Z en el retrovisor a 400 mph.

Evelyn Z relatos fantásticos.

Evelyn Z y Orlán 25.

Evelyn Z greatests hits.

Evelyn Z engendro de ángeles.

Evelyn Z «Would you erase me?».

Evelyn Z cuál es tu idea depiladora.

Evelyn Z cómo pensar desde el make-up.

Evelyn Z vestida con vestidos vaporosos.

Evelyn Z en raros tejidos de fibra óptica.

Evelyn Z groupie de bandas que no existen.

Evelyn Z sueño y pesadilla de las princesas pop.

Evelyn Z al final del puerto, una limusina blanca.

Evelyn Z en el techo de una patrulla de policía.

Evelyn Z nice & naughty a la hora de dormir.

Evelyn Z proponiendo fresas envenenadas.

Evelyn Z traduciendo frases fresas.

Por lo general conversábamos, Frank y yo, de temas superficiales. Nos gustaban las superficies. En ellas el buitre encajaba sus frases como puntas de metal. Citas de otros, citas de él mismo, cualquier cosa que pareciera una cita.

—Eso es lo que yo hago. Mixed quotes.

Le conté a Frank qué había de nuevo. Niños Malos. Malos Cuerpos. Le dije que se me estaban encajando encima las imágenes curvilíneas de

Evelyn Z desesperada housewife en una cama vacía.

Evelyn Z aeromoza perdida en la jungla.

Evelyn Z nadando como un rompehielos.

Evelyn Z una sirena dentro y fuera de las copas.

Evelyn Z una luz se separa en colores imposibles.

Evelyn Z la leche hot milk le corre por la barbilla.

Evelyn Z arreglo floral y decorado minimalista.

Evelyn Z descontrol de agujas magnéticas.

Evelyn Z «I love the idea of having a penis».

Evelyn Z «Atrévete a quitarme la toalla».

Evelyn Z revuelo de sedas y terciopelos.

Evelyn Z en el Hard Rock Cafe Havana.

Evelyn Z incendio en la cabina del piloto.

Evelyn Z se unta toda la playa en los muslos.

Evelyn Z el viento lo único que hace es peinarla.

Evelyn Z embarazada de un caballo de Marlboro.

Evelyn Z pariendo en vivo amamantando a crédito.

Evelyn Z los cristales rotos de un frasco de perfume.

Evelyn Z por los pasillos de un almacén: sonámbula.

Evelyn Z altas probabilidades de lluvia para mañana.

Evelyn Z cadenas de plata de tiendas de bodas de lujo.

Evelyn Z y un paraguas sobre una mesa de disecciones.

Evelyn Z Los Cantos de la Moda Maldoror.

Evelyn Z una bailarina dejándose bailar.

Evelyn Z pantalón, camisa, corbata.

Evelyn Z The L Word Guest Star.

Evelyn Z andrógino motorista.

Evelyn Z playboy bunny.

Evelyn Z fanart y wallpapers.

Evelyn Z y su espectáculo de tenis Z.

Evelyn Z respirando rayas de diamantes.

Evelyn Z mientras todo pasa y nada pesa.

Evelyn Z cucharada coctel de antidepresivos.

Evelyn Z últimas fotos de Roma y de Seattle.

Evelyn Z cadáver exquisito: moscas y paparazzis.

Evelyn Z comiendo popcom en cines multisalas.

Promocionaban una película donde ella tenía un papel secundario. El tráiler prometía un buen pedazo de cine de género. La película se llamaba: Nunca se te prometió nada, no firmaste ningún contrato (segunda parte). (No conozco a nadie que haya visto la primera.)

—De modo que la ropa interior femenina existe desde antes de que existieran las mujeres —razonó Frank—.

¿Crees que las mujeres existen para justificar la existencia de la ropa interior femenina?

—Yo no creo nada —dije, examinando un disco de Gorillaz—. Pero he oído hablar de evolución de las especies y cosas así. Tú debes saberlo mejor que yo, Eres un buitre.

Tirado entre cajas de pizza comida y latas abiertas de cerveza, el buitre meditaba.

—La ropa interior femenina es una superficie. La última superficie antes del cuerpo.

(El horror es que soltaba estas cosas por el pico a medida que se le iban ocurriendo.)

—Por supuesto, una superficie esencialmente mala, si entiendes lo que quiero decir.

—Cállate y déjame escuchar esto. —Los dibujos animados empezaron a tocar «Every Planet We Reach Is Dead». Esa que dice:

So no loose ends

Nothing to see me down

How are we going to work this out?

Me metí en una función continua del cine La Rampa.

Una chica entró conmigo a la misma función continua.

No le dirigí la palabra, solamente miradas. La miré al principio como si me asombrara de que ella estuviera a mi lado, con tantas lunetas vacías alrededor. Después la volví a mirar como si la reconociera, preguntándome dónde había visto antes esa cara color de yodo entre ondas oxigenadas.

Era SEIS.

En un dos por tres, allí estaba.

Masticando sus rositas de maíz.

Después de tantos cines y tanto reload.

—Cuéntame algo que no me hayas contado antes —le pedí.

Y ella:

—Una vez fui abducida por Gillian Anderson.

—‘No me digas. ¿Y hasta dónde te llevó?

Se apagaron las luces.

—¿Sabes algo de la película? —me preguntó.

Ella, como siempre, parecía saberlo todo.

—Vi el tráiler —dije.

—Andan circulando tráilers apócrifos.

Eso era Seis. Sentada sobre su saya muy corta, sus muslos eran dos mundos blancos en la penumbra. Como era de esperar, sentí la curiosidad del blúmer.

El C-14 salió afuera y empezó a picarme en la mano.

Le puse la mano en la rodilla y ella no dijo nada.

Miraba, mirábamos la pantalla frente a nosotros.

Poco a poco fui deslizando los dedos por la cara interna de la lima de sus muslos.

Y enganchado entre mis dedos iba un kit que se había hecho autónomo, independiente de su autor.

Do it yourself.

Llegué hasta el final.

Allí donde Seis se convertía en:

Una cajita peluda de música de olores.

Porque en su entrepierna ni tela ni nada parecido. No. En su entrepierna había una fuerza de succión.

Retiré la mano. Vacía. Pensé decir: Hubiera jurado que llevabas blúmer, pero ya sé que es mejor no jurar sobre nada relacionado con...

—¿Qué te detuvo?

—Se me perdió una cosa.

(Tú me la escondiste.)

—Mmm. Una cosa. ¿Qué será?

—Dentro —dije bajo.

—Ya lo sé, bobo.

Se rió, se reía, se reirá para siempre, como una muñeca de parodiar.

Yo no tenía, no tengo, ideas que echar adelante.

—¿Qué hago ahora?

—Búscalo.

Buscó en su bolso y me dio una linterna.

Pensé: Se la regaló Gillian A.

El FBI nunca ha llegado tan lejos.

—Anda, mi amor, entra y búscalo.

Se subió la saya y abrió las piernas todo lo que pudo, colocando cada corva en los brazos opuestos del asiento.

Me agaché frente al asiento.

Ella se concentró en la película.

Metí varios dedos y no encontré nada.

Metí una mano exploradora, metí la otra mano, y nada.

¿Hasta dónde podía haber llegado solo el C-14?

¿Hasta dónde puede llegar un objeto no identificado?

Metí la cabeza y los hombros y me impulsé hacia adentro.

—No hagas ruido, no sea que se crean otra cosa y vengan a sacarnos de aquí.

—¿Qué otra cosa se pueden a creer? —fue lo último que dije antes de entrar por completo en ella.

Al principio avancé arrastrándome. Luego me puse de pie.

Resbalé con sus secreciones y caí, pero no perdí la linterna.

Mis ojos se fueron adaptando, como en un cine.

Gané equilibrio apoyando una mano en la pared.

Paredes semilíquidas. Calientes.

Parecía ser el túnel de una vagina muy larga.

Por un momento pensé: ¿Qué estoy haciendo aquí?

Luego pensé: ¿Qué tienen de especial estos interiores?

Moví el haz de la linterna por lo que yo creía que era el suelo. No encontré nada que valiera la pena recoger.

Entonces escuché su voz. La voz de allá afuera que resonaba allá dentro con modulaciones graves, aunque probablemente ella ni estuviera hablando.

¿Cómo estamos ahí abajo?

—Se puede estar mejor —dije.

Hacía un calor riquísimo.

¿Todavía no aparece?

—Todavía. ¿Qué tal la película?

Ya han muerto muchos.

—¿Ya salió Evelyn Z?

Varias veces. Pero no veo las claves.

Ella buscando claves, qué fácil, sentada cómodamente, y yo a pasos torpes en la humedad, su humedad, sacudiendo el sudor que me caía sobre los ojos.

—¿Y qué es lo que quieres ver? —le pregunté.

Andan circulando rumores de que en esta película se esconden las claves sobre el posible retiro de Evelyn Z.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo la van a retirar? ¿Y cómo?

Es lo que intento descubrir, y no lo haré si seguimos en esto.

—Tú empezaste. —No es que me gustara hablar solo en el interior de una espectadora para quien una película de género era un texto con información en- capsulada, pero sentía que si no hablaba me iba a disolver ahí dentro como una cápsula cualquiera—. ¿Desde cuándo te interesa el retiro de una Evelyn?

Z es la última. Es el fin de una era, ¿no te das cuenta? El fin de ese misterio que las ha atravesado a todas y que viene desde el Informe B.

Tampoco me hubiera sorprendido si Seis hubiera dicho a continuación:

Yo he visto todos los Informes. Y he visto todas las primeras partes de todas las secuelas que nunca tuvieron primeras partes.

—Creo que te crees todos los rumores y te obligas a ver mucha mierda.

Yo, a fin de cuentas, por culpa de la exploración o del viaje al centro de ella, no estaba viendo nada y nunca vería la estupidez probable de esta película.

Hasta en la película más estúpida hay algo que se mueve en algún momento.

—Muy bien. Pero ahora no te muevas tú, por favor.

No me estoy moviendo.

Mareo, entonces.

Viscosidades.

Restos de semen como rastros de inscripciones antiguas.

Todo me daba vueltas, pero seguí avanzando a gatas, pero aún no había perdido la linterna de Gillian Anderson. Todo estaba bien.

Muy dentro y muy lejos tropecé con...

Mmm... Creo que tenemos algo en esta escena.

Alumbré una tela blanca, colgada y extendida como para proyectar en ella una película del peor body-horror. Sin presupuesto. Pura criptofilia.

—Eres una espectadora entrenada —intenté decir—. Y yo soy un explorador sin entrenamiento —pero mi lengua estaba rígida de sequedad.

¿Encontraste lo que estabas buscando?

La tela frente a mí era un Blúmer gigantesco. Con un gigantesco Lacito. Con el número Seis bordado. Con mi C-14 pegado y midiendo en condiciones climáticas adversas.

Lo guardé sin mirarlo. El kit.

Si por casualidad ves mi blúmer allá dentro, ¿me haces el favor de traérmelo?

La tela rezumaba líquidos. Y a mi alrededor todos eran altos fluidos de temperatura. O perdí el conocimiento o sin darme cuenta hundí la boca, el rostro, me hundí por completo en aquel Blúmer que cayó envolviéndome como una sábana.

Fue como recibir un golpe.

Salí repelido hacia atrás.

Sentí náuseas.

Comprendí que ya llevaba un buen rato soportando oleada tras oleada de náusea y que justo ahora me aproximaba velozmente al límite permitido. También comprendí que si vomitaba ahí dentro me ahogaría en el vómito.

Goteo regresivo.

Salir.

Salir.

Salir.

¿Sigues ahí, JE? ¿Me escuchas?

Desanduve el camino impulsado por sus contracciones, rebotando de un lado a otro.

Alcancé la entrada, alcancé la salida con la cabeza y allí mismo vomité.

Sus muslos apretando mis orejas y su voz de antes:

—¿Qué estás...? —cortada por un espasmo—. ¡Qué asco!

Sin mi cabeza ahí, entre sus piernas, ella pudo haber pensado que la había sorprendido la menstruación o que estaba teniendo un aborto. Pero yo pensé antes que ella: Tranquila que no eres tú, soy yo, soy yo vomitando, tu hemorragia soy yo, ¿no soy lo más gore que te ha pasado en un cine?

La sangre me salpicaba la cara, salpicaba la luneta de enfrente, salpicaba sus pies.

Cuando terminé de vomitar alcé la mirada y lo primera que vi fue una frase. Un segundo plano fugaz, menos de un segundo. En la película habían impreso como un anuncio la vieja disyuntiva de los X files:

RESIST OR SERVE

Venir a hablarme a mí, subliminalmente, de resistencia.

Esa misma noche robaron en un céntrico DVD Planet.

Un asalto con fusiles y todo en el DVD Planet cercano a 23 y 12.

Yo había entrado allí con cierta resaca-de-entrar-a-lugares. No tenía ninguna esperanza puesta en lo que andaba buscando.

Como mi objetivo era la sección de documentales, me pareció que debía disimular un poco. Pasé primero por la sección de adultos. Examiné varias cajas de pomo de enfermeras, descubrí actrices que me resultaban conocidas, busqué lo último en hentai yuri y encontré una versión futurista de Suite Habana.

Con más travestismo y más bailarinas.

Entonces entraron los tipos armados.

Usaban máscaras antigás.

—¡Todos al suelo! —gritaron.

Me tiré al suelo. Frente a mí aterrizó otro cliente de la sección de adultos.

—¡El dinero, rápido!—le apuntaron a la chica que estaba en la caja.

—¡La caja fuerte, ahora! —exigió uno, embulladísimo.

—Esto no es un banco, idiota -le acharó otro.

—Pero a lo mejor hay una caja fuerte llena de películas de robos de cajas fuertes —señaló un tercero.

El tipo frente a mí hizo una mueca de disgusto. Como uno de esos críticos que ya no le encuentran la gracia a nada. Cuando los asaltantes se fueron, nos pusimos de pie y él me dijo que se llamaba Ricardo. Algo hay que decir después de los momentos de tensión.

—Puedes llamarme R —¿Por qué alguien querría llamarse R?—. Puedes llamarme como quieras. Pero no soy el Ricardo de la banda esa de punk rock.

Iba a preguntarle cuál era «la banda esa de punk rock», pero no fue necesario. Me acordé. Suelo acumular toda clase de información basura.

—Claro que no. Ahora, si me disculpas... —y me fui tras el estante de los Informes.

El Informe X, todo un suceso, se vendía muy bien. Era el último porque el Informe Y aún no estaba a la venta. Entre los demás, a juzgar por los DVD colocados, algunos se vendían mejor que otros, pero aparentemente uno y solo uno se había agotado más rápido que los otros.

Justo antes del Infórme I había un sitio vacío.

Todo se desarrollaba de acuerdo con mi falta de expectativas.

Pensé que, una vez allí, peor que el vacío era no comprar nada.

Me moví hacia el estante de al lado, tomé un documental al azar y fui rumbo a la caja.

(Hacía mucho tiempo que no compraba una película. Desde que compré Eternal sunshine of the spotless mind para regalársela a un eterno resplandor parecido a Kirsten Dunst. O desde que compré Being John Malkovich para nadie, para mí.)

La cajera SIETE hacía lo que suele hacer una cajera de labios lindos y sueltos para disipar los momentos de tensión.

Coquetear con los clientes:

—Hola. No luces muy bien.

—Acabo de vomitar sangre, pero eso es lo de menos.

—¿Vomitaste sangre aquí dentro?

—Creo que no.

Le extendí el DVD.

—¿Un documental? Casi nadie compra documentales. Todos vienen buscando series IS. Ahora tenemos un pack chino titulado Long Series que se está vendiendo como rositas de maíz.

—Son peligrosas —dije.

—¿Peligrosas?

—Las rositas de maíz.

Ella me miró preocupada.

—Oye, ¿de verdad te sientes bien? Quizás yo pueda ayudarte en algo.

Le pregunté por el Informe H. Ella tecleó en la computadora.

—Qué extraño. Aquí dice que está agotado.

Salté al asalto:

—¿Lo habrán comprado todo los asaltantes?

Sonrisa Siete:

—Seguro. Ladrones fanáticos de Evelyn. Compraron las copias que quedaban con el dinero robado aquí mismo.

—¿Y no quedará alguna copia en la caja fuerte?

Ella interpretó que yo quería divertirla. Nada más falso, pero le gustó.

—Me parece que tengo una copia en mi casa. Pero es un poco lejos. ¿Tienes carro?

—Subterráneo —asentí—. Lo comparto con otras personas que le dicen metro.

—Muy bien. Espérame afuera unos segundos y nos vamos de esta zona asaltada.

—Un amigo mío dice que esta zona huele a cementerio. Es un buitre.

—¿Un buitre?

—En realidad, yo soy un erizo.

—¿Qué quieres decir?

No era en sentido alegórico. Claro que no. Porque aquí no hay alegorías y porque Frank quiso decir exactamente eso: que él era un erizo. Y me lo dijo cuando lo llamé para preguntarle si quería que le trajera algo del DVD Planet.

—Soy un erizo atrapado en el cuerpo de un buitre.

—¿Eso es posible?

—Estoy pensando en una operación de cambio de especie.

Colgué. Unos minutos después fue él quien me llamó.

—Pensándolo mejor, sí quiero que me traigas algo.

—Dime.

—Solo tienes que leer y memorizar.

—¿Leer qué? Yo no sé leer.

—Los tag-lines. ¿Te acuerdas del tag-line de Alien? EN EL ESPACIO...

—...NADIE PUEDE OÍRTE GRITAR.

—Exacto. Memoria tienes.

Colgó. El erizo alienígena. Del planeta V.

En medio de una loma satelital y de un caserío polvoriento de Regla se alza este rascacielos en cuyo piso cuarenta y nueve vivía Siete.

Un piso que ella no podía pagar. Vivía amplísima. Vivía al cuadrado.

—Vivo con mi novio —explicó—. Pero no te preocupes, que está trabajando.

—¿En qué narcotráfico trabaja? —Las luces se habían encendido solas. Pasé por delante de un bar que te servía la bebida que estuvieras pensando.

—Es doble de actores famosos. Ahora está haciendo de doble de Vega Boy.

Me acerqué a una pared de cristal. Abajo, la bahía era un charco de lava negra.

—Voy al baño un segundo. Acomódate como en tu casa.

Lo cual era imposible.

Le pregunté:

—¿Y el Informe H?

—Ah, verdad, tú eres el de los documentales —Apuntó con un gesto a la sala de al lado—. Búscalo allí, por el televisor. Enseguida regreso.

Me dejó solo. Fui a curiosear en un reguero de cojines y revistas (Interview, Posmopolitan) sobre mesitas de café y largos sofás rodeados de todos los equipos posibles de la marca Sony.

Encontré el DVD perdido.

Tuve ganas de ponerlo ahí mismo.

El tag-line decía: TEN LA SEGURIDAD DE NO OLVIDARLA.

No eran palabras que aseguraran la solución de ningún misterio. Me contuve.

Seguí paseándome por el apartamento en busca de alguna otra cosa que llevarme.

De pronto me vi frente a un librero que intentaba formar parte de la decoración pero no lo conseguía del todo. Demasiados libros y probablemente los libros equivocados.

Pensé: Los libros del doble.

Intrigado por ver qué leía un doble, me acerqué a los títulos. Lo primero que advertí fue que en ese librero podían ocultarse los títulos que leía, que había leído o que estaba leyendo Siete.

Quizás ella iba esparciéndolos por ahí, clandestinamente, como un polvo.

Todo lo que no sé ni me interesa saber de marcas literarias es nada comparado con este tipo de intensas, súbitas, malignas sospechas.

Siete podía ser una lectora del tipo Soy Inocente: de las que ponen determinados libros en el entorno de otros libros con oscura intención.

A esas hay que cogerlas por las huellas digitales.

Recorriendo los estantes llegué a un hueco entre dos volúmenes de arte pop. La huella de un volumen retirado.

En ese momento escuché un ruido, fui en su dirección y entré a la cocina.

En la cocina había una mesa y en la mesa un hombre sentado frente a una tropicola light, una cámara fotográfica y un libro de fotografías: Artists & Prostitutes de David LaChapelle, edición limitada.

El hombre no me miró. Le faltaban músculos para ser un doble de Vega Boy. Pero a simple vista nada le faltaba para ser, de momento, el autor de Artists & Prostitutes. La firma digital en cada uno de los ejemplares.

—¿Viniste a tirar fotos? —fue lo que se me ocurrió decirle.

—Vine a lo mismo que tú —dijo él, sin mirarme.

Me guardé el Informe H debajo del brazo.

Pero obviamente su respuesta iba más lejos.

(Vino a lo mismo que yo.)

—De todas formas, tú nunca saldrías.

—¿En dónde? —le pregunté.

—En las fotos —escupió—. ¿En dónde va a ser?

A continuación lo vi agarrar la cámara y apuntarse con el lente a la cabeza.

Yo me di cuenta de que la cámara era una pistola.

Él disparó.

Sesos desparramados.

Unos instantes después,

—¿No escuchaste un disparo?

Siete se detuvo y me detuvo a mitad de beso y a mitad de camino hacia su cama. Yo no le dije que era David LaChapelle suicidándose en la cocina. Le dije simplemente:

—No —y terminé de quitarle una bata de seda que dejó al descubierto una muestra de lo que se conoce como Lencería Provocativa Con La Etiqueta Todavía Puesta.

A todas estas, la habitación nos susurraba un concierto de viking metal.

Enslaved, creo. Paganos de la periferia de Oslo.

Siete me pidió violencia.

—¿Cómo dices?

—Que la rompas.

Se refería a su ropa interior. Un blúmer rojo y un ajustador rojo a punto de salir del anonimato. Declaré que yo no era muy hábil en esas funciones y ficciones de erotismo desesperado. Dije:

—Soy metairónico y autoconsciente —tratando de parecer serio.

—Inocente es lo que eres —sonrió ella, animándome—. Anda, que parezca perverso. Como si te hubieras vuelto loco. Pero al mismo tiempo con frialdad, como si no te importara demasiado la desnudez.

—¿Te excita eso? —todavía dudé.

—Dale, cariño. Esta tela es de papel escrito, se rompe sola.

De un tirón me quedé con su ajustador colgado del brazo. Ella se puso al rojo vivo. Rodamos sobre la cama de agua, termorregulándonos y mordiéndonos mientras yo maniobraba en pos de la mejor manera de rasgarle el blúmer.

En eso sonó otro disparo LaChapelle.

Más sesos desparramados.

Siete se congeló.

—No te preocupes —la besé—. No pasa nada.

—Mi novio —su mano en mi boca—. Escucha.

Escuché.

Efectivamente.

Pasos.

Los pasos del doble.

Lo imaginé como un ninja que llega del trabajo, listo y letal.

—¡Rápido! —dijo Siete—. Tienes que irte...

Salté de la cama.

—...por el balcón.

—¿Qué piso era este?

—Allá afuera hay un paracaídas.

Agarré los DVD (mi oportunidad para olvidar el que tenía que olvidar) y salí corriendo al altísimo balcón. Macetas, sillas plegables, luminotecnia lunar. Me puse el paracaídas en la espalda y salté al vacío.

Hay quien prefiere saltar sin nada en la espalda.

Directo al fondo de una imagen: ¡bang!

Vino una ráfaga.

(viento)

Me elevé un poco y empecé a deslizarme por el aire en una pendiente casi horizontal. Tal vez el paracaídas fuera uno de esos modelos parapente. Estaba casi planeando. Crecían lentamente las luces móviles de la ciudad debajo de mí: San Miguel del Padrón, Luyanó, Vía Blanca... Los más altos edificios empezaron a pasarme por al lado. Escuché una voz que salía de una ventana:

—Cochinos ladrones. Ya no saben qué inventar.

Entonces me di cuenta de que aún tenía el ajustador encendido de Siete: ahora colgado en mi hombro. Como me aburría cayendo tan despacio y como no podía tener un ajustador más a mano, saqué el C-14.

El kit, por su parte, se había quedado colgando de una datación anterior. Yo me había olvidado de apagarlo y la pantalla mostraba una cifra inusualmente elevada de millones de años. Como si se tratara de la antigüedad de una prenda muy interior o muy íntima.

Me pregunté cuál sería la antigüedad de una prenda deshecha. ‘

Encajé el C-14 en los encajes rotos.

El C-14 midió, puso un dato revelador.

La antigüedad promedio de un trozo de tela.

Tela nueva, cara, usada pero no muy sucia. Nada más.

Y sin tocar todavía el asfalto, en el espacio aéreo y mental en que me encontraba acabó de instalarse

(gritos) (gritos) una perturbación que nadie más podía sentir. El soplo de un murmullo alucinante.

Llegué a mi casa hastiado de las calles, los loops, los saltos de página de las madrugadas. Me acosté a dormir y estuve durmiendo hasta que me despertó el teléfono.

Era mi hermana: —¿Tú me llamaste?

—No recuerdo —admití. Sentía el cuerpo distorsionado.

—Tengo un mensaje de voz distorsionada en el contestador. Dice que si sigo adelante me van a romper la garganta con un strap-on dildo. Muy tierno. ¿Es una broma tuya?

—Claro que no —bostecé—. ¿Seguir adelante con qué?

El mensaje no lo decía. Mi hermana opinó que los anónimos de estilo realista no pasaban de ser un pujo en Nuevo Vedado.

Eran ingenuos.

Eran infantiles.

Después del desayuno me dispuse a mirar documentales.

A modo de calentamiento (pero el cuerpo no iba a reaccionar) decidí poner primero el documental que había comprado sin siquiera leer el título

Resultó ser el famoso Informe Escarlata.

Sobre la famosa actriz Scarlett Johansson.

La que en Match Point preguntaba: «Who’s my next victim? You?».

Pero no todo es fama y estilo, afortunadamente. Siempre quedan agujeros, como los del queso, por donde pasa el aire.

En la pantalla de mi televisor, por supuesto sin saber que yo la estaba viendo y sin medir el alcance de sus palabras,

1. Scarlett J confesó que su peor vicio era el queso, que era adicta al queso y que continuamente se sometía a tratamientos de desintoxicación.

Mientras yo la veía hablarle a la cámara y escuchaba lo que otros decían de ella y adelantaba las escenas que ya había visto en tantas películas, el malestar con que desperté iba propagándose en mi organismo.

Pensé otros tratamientos.

Pensé otras enfermedades.

2. Scarlett J contó que cuando tenía once o doce años un director le dijo: «Scarlett, ¿tú quieres ser una actriz o quieres ser una obra de destrucción masiva? Es importante que lo pienses desde ahora porque, ¿sabes?, el tiempo pasa».

3. Scarlett J expuso sus motivos para no volver a rodar en Tokio, en Las Vegas, en Bagdad, en Valparaíso, en Nueva Órleans, en las ciudades inventadas, en las ciudades en ruinas, y dijo sentirse por encima de todo muy orgullosa de sus tetas,

(Marca Registrada.) (Bombas de Hormonas de Diseño Natural.)

a las que consideraba sus adaptaciones femeninas más salvajes o algo así.

4. Etcétera: El Informe Escarlata avanzando sin pudor ni cronología entre recortes, ampliaciones, sutilezas, desmontando y reconstruyendo a esa Scarlett J que era mucho más que una leyenda rubia y al mismo tiempo no era más que una rubia cualquiera de Nueva York.

Aquí el teléfono volvió a sonar.

Sonó mi hermana otra vez:

—Lina amiga mía va para tu casa.

—¿Es...?

—Noy no es.

Le pregunté por qué.

—Porque es otra —dijo.

—No, que por qué viene a mi casa.

—Le dije lo tuyo con la ropa interior femenina y está loca por conocerte.

—¿Qué es lo mío con la ropa interior femenina?

—Dame las gracias. Te va a encantar.

Después puse el Informe H. Finalmente iba a conocer a la Evelyn involucrada.

La antigua fem-fetish cuya imagen pudo activar (o desactivar) un kit radiométrico.

Warning Serial: ESTA PELÍCULA ESTÁ BASADA EN HECHOS IRREALES. Y a continuación aparecía ella diciendo: «Helio!».

(Prepárense.)

—Aquí vamos —le dije.

Era similar a otros Informes más recientes. Un recorrido por la carrera virtual de una Evelyn. Pero a esta, a Evelyn H, la amé de inmediato. Así de fácil. La amé en cada minuto de sonido y color. Quise que fuera el insomnio que nunca tuve. Quise que fuera el infierno de todas mis pesadillas. La diferencia con las otras Evelyn que yo había seguido más o menos de lejos (sobre todo Evelyn Z) era definitiva: matices, expresiones, gestos, pero esencialmente un tono, cierto mood de neurotexto en su perfil. Ninguna otra (ni la suicida Evelyn S de mi sucia adolescencia) había conseguido dejarme anestesiado con las venas abiertas mirando una pantalla plana. Y así estuve toda la película: mirando a Evelyn H, conociéndola, deseándola, congelando sus poses distanciadas, pegado a su Informe sin la mínima distancia para poder hallar en él otra cosa que no fuera ella.

Algún indicio, alguna pista, algo relacionado con anuncios tecnológicos...

(Seis hubiera dicho claves, pero los números se dejan atrás y se olvidan y ya no vuelven.) (Resumen del fluido hasta aquí.)

Resumiendo: Evelyn H me hizo olvidar la razón por la cual yo había querido informarme sobre Evelyn H. De eso me di cuenta cuando el documental acabó y empezaron a subir los créditos y escuché cómo rompía el timbre de la puerta.

No tenía ganas de abrir.

Fui a abrir.

Un antifaz (OCHO).

Usaba, además del antifaz, unos guantes de goma.

El resto era deportivo y predecible. Una cheerleader en blue jeans.

—Llevo más de una hora tocando. Pero entiendo que debes estar ocupado, en caso de que tú seas... Tú eres JE, ¿no es cierto?

—No.

—Yo soy una colega tuya —un guiño del antifaz.

No entendí el malentendido. La invité a pasar y a sentarse.

—Mira, no sé qué te habrá dicho mi hermana, pero yo...

—No sabía que tuvieras una hermana. Y eso que he leído toda la información sobre ti en los archivos.

—Disculpa, ¿de qué archivos estás hablando?

—¿Estás seguro de que tienes una hermana?

—¿No te contó ella algo relacionado conmigo y con...?

—Un momento, ¿se suponía que alguien me dijera algo?

Opté por la calma. Ya un documental me había removido el piso.

—Despacio —dije—. ¿Se puede saber por qué has venido a mi casa?

—Estaba loca por conocerte, la verdad. Eres una leyenda en el hampa lingerie de La Habana. Todos los ladrones de lencería queremos ser como tú.

—Debe haber un error. O más de uno. Yo no soy un ladrón de lencería.

—También me advirtieron que lo negarías —dijo Ocho, sonriendo—. Pero apuesto a que en alguna gaveta de tu cuarto escondes tesoros.

Deseché preguntar quién le había advertido. Obviamente, se trataba de un error prolongado y con ramificaciones.

Intenté la reducción al absurdo.

—Muy bien. ¿Qué te apuestas?

Sus ojos brillaron.

—Yo —dijo.

—¿Cómo?

—Mi cuerpo. Es tuyo. Si no encuentro las evidencias.

La miré consternado. O sin querer yo había propuesto un juego, o aquello era una manera muy sofisticada de entregarse.

De pronto elaboré lo siguiente:

—Dime una cosa, ¿qué hay con tu ropa interior? ¿Usas la que robas, o compras la que usas y luego robas por otro lado? ¿Cómo funciona en las mujeres?

—Muy sencillo. Una cosa es la ropa interior que yo uso, y otra muy distinta es la ropa interior femenina. La ropa interior femenina siempre está en otra parte.

Me quedé pensando en eso.

Ocho se puso de pie.

—¿Empiezo a buscar?

—Adelante. —Hice un gesto de derrota y la dejé pasar a mi cuarto y la vi abrir una gaveta y acto seguido la escuché reír:

—Te perdiste mi apuesta. Te acabo de desenmascarar. ¿Viste qué rápido?

—¿Estás segura? —Me acerqué a mirar. Parpadeé varias veces. Me dormí. Y cuando desperté, los blúmers y los ajustadores todavía estaban allí. Y ya Ocho se quitaba los guantes, descubriendo dedos muy finos:

—¿Me permites? Para mí sería un honor.

—Nada de eso es mío —articulé.

—Claro que no. Lo robaste. —Sus manos sobre las evidencias, palpando toda la suavidad de confecciones y diseños—:. Tienes un gusto exquisito. ¿Me das un autógrafo?

En ese momento las prendas de la gaveta cobraron vida y la atacaron. Se alzó frente a Ocho una extremidad que era como un tejido multicolor donde unos colores arrastraban a otros. Antes de que ella pudiera gritar, un blúmer volante le tapó la boca. Y dos ajustadores que hacían una pinza al final de la extremidad le saltaron al cuello.

Yo retrocedí.

Vi a Ocho forcejear con aquel brazo de telas musculosas que la sacudía y la levantaba en peso. La vi con los ojos muy abiertos, implorando mi ayuda, tratando de zafarse las tiras elásticas que le apretaban la garganta. No resistió mucho. Descolgó las manos y los párpados y cayó al suelo pesadamente, mientras toda la ropa interior se retiraba al interior de la gaveta.

Me acerqué de nuevo.

Los blúmers y los ajustadores ya no estaban allí.

Me acerqué a Ocho y examiné las marcas oscuras en su cuello.

Volvió a sonar el teléfono.

Era el día de las llamadas.

—¿Sí? —probé una voz razonable, escuché una voz infantil:

—Segunda advertencia —uno de aquellos niños encantadores—. Para que no sigas adelante. Quédate quietecita. Te pudo haber pasado a ti, pero somos buenos y hasta te dejamos un cuerpo de regalo. Disfrútalo.

—Gracias. No tenían que molestarse.

Colgué.

Decidí concentrarme en el Informe H.

Necesitaba verlo por segunda vez, sin sobresaltos de amor a primera vista.

Necesitaba verlo con otros ojos, para lo cual fue oportuno haber visto un asesinato, tener en mi casa una muerta misteriosa que podía levantarse en cualquier momento.

Play.

«Helio!»

Y empecé a reparar en datos, bonus, materiales extra que no estaban incluidos en los materiales extra:

a) Los guionistas del documental habían dejado fuera a los guionistas de la Evelyn. Los autores del Perfil H no solo permanecían invisibles: no existían. Nada de entrevistas, ni un solo comentario, ninguna alusión al trabajo de escritura más allá del resultado evidente: Evelyn H. Como si los tipos, después de cobrar sus millones, se hubieran ido al aeropuerto más cercano para desaparecer en el mapa de otra ciudad.

Un mapa intrincado, probablemente, escrito con ideogramas.

2. Ella dice (no ha dicho casi nada) que lo suyo es la «polítika» (esa palabra dentro de una burbujita pink flavour que sale de su boca y a continuación sonríe). Un chiste pasado de extraño en una Escena Evelyn, pero un chiste y nada más. Pero se trata de un sentido del humor. Pero lo dijo en un plano con mar al fondo y un oleaje tremendo azotaba la costa y justo antes de la sonrisa sus ojos fueron dos ojos de huracán instantáneo. Pero no por eso dejaba de ser broma. Pero. Pero.

3. De cameos: de pronto se aparecen como si nada Kevin Silent Smith, Maggie Secretary Gyllenhaal, Bill Broken Murray, The Ironist Adam Brody (recuerdos judíos de Atomic County), un personaje expulsado del cast del próximo Drawn Together, Arturo Belano y Ulises Lima (sus rostros cubiertos con pasamontañas), Verónica Mars con subtítulos que son como los últimos suspiros de una lengua olvidada, Ijon Tichy, Kilgore Trout, Diablo Cody, el pistolero Bill Burroughs (impreso en su pulóver: EXPERIMENTAL ES CUANDO EL EXPERIMENTO SALIÓ MAL), un bicho inconcluso de Giger, el Doctor House y el Dexter Morgan sosteniendo una conversación que no se escucha, el crossdresser gótico que fue guitarrista de Malice Mizer, una rejuvenecida al videotape Andie McDowell y una Juliette Lewis andrógina y lisérgica.

Emisiones cruzadas. No precisamente para algo y no precisamente en ningún orden.

4. Llegando el final, en la fiesta de inauguración del primer hotel de la Cadena HH, un reportero de Posmopolitan consigue llegar hasta ella y sus palabras, que son las últimas que se graban, parecen calculadamente tontas: «Bonito lugar, ¿no? A una le dan ganas de quedarse mucho, muuuucho tiempo...»

5. Etcétera.

Y nada de eso conducía a ninguna parte, tampoco. Lo único que vi claro fue la ausencia de cualquier link con el Método del Carbono 14 en general o con el kit radiométrico en particular, el posible hipervínculo con el fenómeno lingerie.

(¿Cuál fenómeno?)

Pensé: No queda más remedio que salir á buscarlo. Click tras click. Físicamente.

Pensé que ese pensamiento era la confusión total que me había dejado ella. Lo único que Evelyn H podía dejarme.

Buscarlo por buscarla.

Apagué el televisor.

Me paseé por la casa.

Desaparecí ambos Informes.

Agarré el celular y, para seguir usándolo, llamé a la policía.

Villa S, que no tiene nada que ver con Evelyn E (aunque esta haya confesado en más de una ocasión que se excitaba usando el uniforme del Havana Police Department), es un parque de diversiones abandonado hace mucho tiempo y que con el tiempo ha ido adquiriendo cierto aire de military zone.

Por si acaso y por afuera hay señales que avisan: ZONA NO MILITAR.

De todas formas nadie entra. Como quiera que sea se trata de una zone.

Zoom in: una montaña rusa que se cayó en pedazos, carruseles donde gira el óxido, desarmados puestos de venta, laberinto de sillas y armazones metálicas, tiros al blanco sin blanco, columpios estrangulados en sus propias cadenas, avioncitos estrellados, toboganes con maleza, un túnel de trucos para asustar devenido almacén de papelería.

Esta es la fortaleza de la soledad de Frank. El buitre en el castillo.

—No pienso en el pasado —me dijo una vez, y yo creí que reiniciaba uno de sus discursos sobre las luchas viscerales que lo trajeron al exilio—. Cuando veo todos estos aparatos de tortura en lo que menos pienso es en el pasado que pueden contener, la diversión y la gritería que pueden haber presenciado.

Dije que, sin duda alguna, los tiempos habían cambiado y ahora los niños tenían otras diversiones en que invertir el tiempo. Frank siguió:

—Es como si aquí no se lograra recordar ningún pasado. Automáticamente se piensa en el futuro. Y si hay algo que no conviene olvidar es el futuro. «Remember the future!», dijo Ronald Sukenick.

—¿Quién?

—Haría falta poner en varios canales de esta zapping city carteles que avisen: FUTURO. Y el que sepa leer, que lea. ¿Tú qué crees?

Yo, por el momento, seguía sin creer y sin leer nada. Frank terminó confesándome que un parque de diversiones destruido (o un parque de diversiones destruidas) tampoco le hacía pensar en niños:

—Aunque algo queda de la atmósfera de juego, de orden desordenado, de dar vueltas y marearse o perderse. Pero ahora con criaturas distintas. Tienen que serlo.

—Hay de todo —opiné. No sabía de qué se estaba hablando.

—Volvamos a lo tuyo. ¿Qué dijo el detective de tu caso?

Los policías entraron a mi cuarto. Se pusieron a inspeccionar el cadáver y a tomar fotografías artísticas. Le expliqué al que estaba al mando lo que había ocurrido: una trampa de ropa interior femenina en mi gaveta, prendas como piezas que se ensamblan solas, estrangulan, y luego desaparecen.

—¿Sospecha de alguien? ¿De alguna organización? ¿Tiene alguna idea de por qué querrían asesinarla?

Me encogí de hombros.

Dije:

—Quizás sabía demasiado.

El policía lo anotaba todo en una agenda con una imagen de Six Feet Under en la tapa.

—El octavo cadáver de esta temporada —dijo—.

Ojalá todos los cadáveres fueran como este. ¿Cuál era su nombre?

—No sé.

—¿No sabe?

—No le pregunté.

—¿Por qué no le ha quitado el antifaz?

—No quise tocar nada. ¿Qué están haciendo?

Los policías que habían hecho el papel de forenses estaban desnudando a Ocho. Estaban manoseando su espectacular cuerpo desnudo. Sin quitarle el antifaz.

—Relájese —me dijo el de la agenda—. Ese cuerpo ya no es suyo.

—Sáquenlo de mi casa por lo menos.

—Ellos saben lo que hay que hacer.

Los policías sacaron erecciones profesionales como termómetros y empezaron a manipularlas sobre Ocho mientras le acomodaban las piernas y hurgaban por todas partes.

Salí del cuarto.

Mareado no es la palabra.

Cierta inestabilidad.

Detrás de mí:

—¿Se siente bien?

—No.

El policía tomó nota.

Parecía decirme: Hay que tomar nota de todo.

—Ya me daba la impresión de que usted estaba mal. En cuanto le vi la cara me dije: Este ciudadano está enfermo.

(¿Nos ponemos a hablar de esto ahora?)

—Es solo un malestar. —Pensé: como si mi cuerpo estuviera dejando de ser mío o se me vaciara por dentro, una bobería—. Una perturbación. Solo eso.

—Pueden ser los nervios —especuló—. Neurosis de transmisión sexual o NTS.

Moví condescendiente la cabeza:

—Me temo que no es tan sencillo.

El policía tenía una idea más compleja:

—También puede ser alguna neurosis producto de los tiempos. Ya no se sabe si vivimos en el presente. Demasiadas leyendas urbanas. ¿Ha escuchado la del pionero que aparece con el cráneo destrozado y el pionero que aparece todo cubierto de sangre?

—No. ¿Niños?

—Niñas. O algo por el estilo.

Arrancó una hoja de la agenda y me la dio.

—¿Qué es ésto?

—La dirección de un médico amigo mío. Muy discreto.

—Y profesional.

—Claro.

Dije que lo que yo necesitaba no era un médico. Eso ya me parecía evidente.

—Inténtelo. Estoy seguro de que él puede resolver su caso. La policía nunca sabe por dónde empezar.

Al poco rato se llevaron el cadáver.

Ya no puedo probarlo. Ya no tengo nada.

Ya no cuento con nada que cuente lo que estoy contando.

Empecemos.

La dirección se metía en lo profundo del distrito Playa. Un night-club de la avenida 31. El Garrand’s. También conocido como Fake a Go Go.

En el piso de arriba, una oficina.

Toqué.

—Adelante.

Entré. Un escritorio y un hombre sentado.

Le pregunté si él era...

—Privada.

—¿Cómo dice?

—Detective privada.

Lo miré atentamente. Me invitó a sentarme. Me ofreció una tarjeta que decia NUEVE. El número confirmaba que tras la fachada masculina de un Philip Marlowe se escondía una mujer.

Una mujer leyendo un gran libro titulado Cuba. Atlas geográfico-político.

—Quizás deba incluirlo en la tarjeta, ¿no crees?

—¿Incluir qué cosa?

—Que soy una lectora de tipo atlético.

Su diseño muscular sugería un fuerte rediseño.

Pensé: Una chica hormonada. Pre-op FTM princess.

Pensé: Un día se levantó triste. Cansada. Deprimida. Ese día probó algo y desde entonces no ha podido parar. Los médicos saben por qué.

—¿Quieres que te diga por qué soy de ese tipo?

—Te gusta el fútbol.

—Prueba otra vez.

—Lees material con calorías extra. Anexos. Complementos. —Toqué la tapa dura del libraco sobre Cuba—. Y eres capaz de leer hasta un apócrifo que no tiene nada que ver con nada.

Me miró sin creerse del todo lo que acababa de escuchar.

—Eres rápido. Me gusta eso en un hombre.

—No soy un hombre. ¿También te contratan para otras cosas?

—Solo para investigar, cariño. Ya te entendí. —Encendió un cigarro largo en una boquilla. Los labios se le pintaron solos—. ¿Cuál es tu historia?

(¿Cuál es la historia?)

—Estoy metido de lleno en un asunto ahí.

—Y necesitas ayuda.

—No había pensado en eso.

—Viniste sin pensarlo.

—Pero ya que estoy aquí, se me ocurre una pregunta.

—Yo supe que eras ocurrente apenas te vi entrar por esa puerta.

—De pronto descubres algo que pudiera ser la punta de un iceberg metálico.

—Iceberg... ¿Por qué metálico?

—Jerga. Tiene que ver con radiaciones.

—Continúa.

—Descubres esa punta y descubres las consecuencias...

—La vieja precaución de eliminar al que sospecha y al que busca debajo. Explotarle la materia contaminada dentro de la cabeza. Quitar del medio la mente.

—Exacto. Lugar común. ¿Cómo te quitas del medio un lugar común?

—¿Para qué?

—Para seguir.

Abrió mucho los ojos.

Crecieron sus pestañas.

—¿Seguir? ¿Hablas en serio?

—Depende de lo que sea para ti hablar en serio.

Aquí Nueve pensativa, exhalando humo, volutas voluptuosas, gestos afeminados como de drag king imitando a una gángster fatale, de pronto la voz de vuelta al doblaje masculino para decirme:

—Últimamente han venido a pedirme que investigue el fin de la última Evelyn. Gente que quiere saber si son ciertos los rumores, si el retiro es inminente. Gente que quiere saber cuándo. Gente que quiere hacerse una idea de lo que viene después. Vino esta muchacha con toda una hipótesis conspiranoica que yo debía confirmar. Me ofreció mucho dinero. Yo la subí a esta mesa. Hicimos un 69. Después le dije que se fuera al carajo con su hipótesis, su conspiranoia y su dinero. ¿Quieres saber por qué?

—¿Por qué hicieron un 69?

—No, por qué la mandé al carajo.

—Te escucho.

Me dijo que ella se imaginaba claramente que detrás de los que estaban detrás de las Evelyn, detrás de las productoras y los asistentes, estaban los que movían los hilos (los hilos que una no sabe que se mueven), estaban los que narraban y desnarraban y ella no pensaba asomarse ahí, ni que estuviera loca.

—Mi oficio es el peligro, pero no tanto.

—¿Y si alguien viene a pedirte que localices a una Evelyn que ya fue retirada?

—A cada rato vienen a verme esa clase de locos que creen que los CV son personas reales, y por lo tanto los CV retirados son personas desaparecidas, y quieren que yo las encuentre, y argumentan que nadie desaparece así como así, y citan la leyenda de un CV del pasado que todavía está escondido en alguna parte, y en fin. A esos les digo que se equivocaron de hombre, lo mío son las investigaciones literarias.

Pregunté sin mayor entusiasmo:

—¿Qué leyenda es esa?

—Una Evelyn. Una de las versiones.

Durante un tiempo circularon versiones legendarias. Que si ella se había retirado a sí misma antes de tiempo. Que si por eso o a pesar de eso había quedado habitando algún espacio virtual.

—¿Te imaginas?

—La locura—afirmé.

Quedamos en silencio. Se terminó el humo. Yo me puse de pie y puse una mirada inexpresiva en el atlas. Nueve me acompañó hasta la puerta y la abrió por mí, caballerosa, y me dijo:

—Vas a seguir, ¿verdad? Contra toda posibilidad y verosimilitud, vas a seguir.

La miré sin creerme del todo lo que acababa de escuchar.

—Puede ser —dije.

(Tú no puedes ser la última lectora, muñeca.)

—Date por muerto, cariño. Empieza a considerarte un fantasma.

—De acuerdo. Voy a salir a comerme la ciudad y al que me pregunte le diré que soy el último fantasma de Philip M —declamé.

—Di que eres el último fantasma de Philip K. Te va mejor.

Salí. No daba más. Me había agotado en la última frase.

Lo siguiente que recuerdo mejor es un anochecer que quizás fuera el del día antes. Se encendían los neones en la CIUDAD DE LA COMIDA RÁPIDA y de pronto empezaba a llover y yo me metía en una bolera cercana a la Plaza de la Revolución.

Después entré a un cibercafé. Se trataba de demorar lo que ya sabía que iba a ser el último movimiento. Además, seguía lloviendo. Imágenes. Otras. Mucho más que curvilíneas. Entrelineado puro y duro. Así que me dediqué a descargar fotos. Muchas fotos. Para dejarme matar por el tiempo. Mi mejor respuesta a la lluvia. Una actriz de rostro paranormal. Una actriz que pertenece a otra dimensión pero que vive, en Los Angeles.

Su piel dorada o pálida, generosa de tatuajes.

Su belleza haunted doll.

Más tarde o más temprano hay que citar a Google:

Mostrando Todos los tamaños de imagen. Resultados 1-20 de aproximadamente 12,600 de «Christina Ricci» (0.15 segundos).

Y un fansite:

Confessions of Christina Ricci // Your #1 source for everything Christina Ricci - [Traduzca esta página]

Puestos a traducir, hay que terminar ya la traducción de esto.

(¿Cómo?)

No sé (nadie lo sabe) por cuántos hoteles va la cadena HH solo en los distritos Vedado y Habana Vieja. Como todos los hoteles están conectados en red (navegador HH-Explorer), me daba lo mismo hospedarme en uno o en otro y era igual de inútil porque una vez adentro el espacio-oferta tiende a una geografía infinita, llena de rincones y de recovecos web.

Se puede explorar, pero no se puede encontrar a nadie que de verdad sepa lo que es ocultarse.

De todas formas, después de dar muchas vueltas, entré al Hot Hotel del Parque Fraternidad. O al de Malecón y Tribuna Antimperialista.

Pedí una habitación. Precio de escándalo las más baratas. En las más caras, una sola noche equivale a la extracción de un órgano de vital importancia. Yo no tenía una sola tarjeta de crédito legal, pero en ese momento tuve lo último en sistema de radares.

Capté algo en el ambiente.

En la atención de las cámaras.

Le dije al de la carpeta:

—Mira a ver a si hay una reservación a mi nombre, con todos los gastos cubiertos por una misteriosa cuenta bancaria.

—¿Y su nombre es...?

Se lo dije. Tenía que decírselo.

El carpeta chequeó en la computadora.

—Sí, aquí está —me dijó con una cara que decía: «Esto ya es el colmo», y yo lo miré como diciendo: «Sí, yo sé que es el colmo, ¿qué quieres que haga?». Acto seguido me entregó una llave—. ¿Quiere un password? Viene incluido.

Quise todo lo que viniera incluido. Menos la sobredosis.

El ascensor me llevó hasta un piso indeterminado. Me encerré en la habitación. Cama supersize, jacuzzi, microondas, bar surtido. Abrí los roperos y las gavetas. No encontré pastillas. Fui al baño a orinar y lo que salió no fue orine. Después fui al baño a cagar y lo que salió no fue mierda. Era predecible.

Sangre, en ambos casos, para no variar.

Gotas de sangre diluida y trozos de sangre coagulada...

...y el inodoro descargándose solo. Con música.

Algo parecido a un spot de MTV.

Me acosté y encendí el televisor.

Como para ir entrando en materia, empecé a ver una película de ciencia ficción que jugueteaba con la biología y el tiempo. Dinosaurios. El efecto mariposa. La Jemma Rooper en un papel secundario. Etcétera.

Debo haberme dormido con el efecto Jemma Rooper en los» ojos, porque al día siguiente la volví a ver ahí mismo, en la habitación: era ella la camarera gordita y repintada y reluciente que hacía la limpieza.

Y por supuesto, era DIEZ.

Y era...

—Eres justo lo que uno espera encontrar aquí, pero al otro lado del Portal;—le dije y ella me miró y sonrió y bajó la vista y no dijo nada.

Yo había, cruzado el Portal a primera hora. Una primera visita para hacerme una idea del entorno. En el pasillo encontré una terminal de plasma y tecleé el password, que resultó ser un balbuceo larguísimo, como una secuencia de ADN:

GCCTGACGATTACACGTAGGCCTGACGA TTAC ACGTAG...

Atravesé el plasma: pulsando enter entré a una sala donde podía escoger la edad, el sexo y el fenotipo que quisiera para mí. El asunto se volvía de lo más complicado en caso de que uno no deseara apariencia humana o de simple naturaleza realista. Un menú complejísimo. Me lo salté. En la siguiente sala daban la opción de seleccionar gustos y preferencias. No opté por nada en particular. Haría un recorrido aleatorio. Finalmente salí a un pasillo como el anterior pero con ventanas de texto móviles y banners parpadeantes en medio de una luz proveniente de ningún lugar.

Caminé flanqueado por dos hileras de puertas que se transparentaban mostrando semidesnudos masculinos y femeninos con distinto grado de nitidez.

Llegué a un restaurant-bar repleto: clientes de HHotel y chicos y chicas por cuyos cuerpos se podía entrar a otros sitios con más secciones y nuevos menús. Entre las mesas flotaban monitores que exhibían videos: uno podía meterse en ellos a dirigir o actuar y de ahí pasar a otros. Mucha gente bebía y comía.

Almorcé uno de esos sucedáneos orgánicos y luego salí por una ventana.

Me encontré en el cielo: una piscina rodeada de sombrillas y nubes algodonosas que servían de colchones. Mucho azul. Mucho topless. Bronceados. El sol era inmenso y se podía mirar de frente. Una adolescente con alas en la espalda me miró y dijo: «¿Me enseñas a nadar?»

—Cuando vuelva —le dije—. Por debajo del agua, siempre por debajo, para que no te vean. —Y me fui por el primer EXIT que apareció.

Una vez afuera, volví a mi habitación.

La puerta estaba abierta.

El carrito de servicio en la puerta.

Ella empezó a recoger sus cosas.

—No, por favor, termina.

Ella dudó un momento. Pero el cliente manda.

Trepé a la cama y me puse a mirarla.

—¿No te molesto, verdad?

Diez siguió haciendo lo suyo en silencio.

El uniforme le sentaba bien, y sabía moverse con su aspiradora sobre la alfombra.

Era evidente que yo no le molestaba, más bien parecía gustarle que estuviera atento a ella, supervisando de algún modo su trabajo.

Cuando ya se iba, le di una nalgada.

El uniforme le sentaba bien, y sabía moverse con su aspiradora sobre la alfombra, y yo le di una nalgada muy fuerte, por puro impulso de nalgada, golpeando bajo la falda ceñida los bordes de su blúmer, modelo hilo dental, y en lugar de volverse hacia mí con una pistola ella emitió algo parecido a un suspiro, quedó paralizada un instante y luego se fue. Sin mirarme.

Regresó al día siguiente.

A mí se me había olvidado cambiar el aviso de HAGA LA HABITACIÓN / MAKE THE ROOM por el de NO MOLESTE / DO NOT DISTURB. Ella metió su llave. Yo me estaba bañando. Salí desnudo del baño.

—No te preocupes, no estoy aquí —le dije amarrándome una toalla en la cintura mientras sus ojos subían a humedecerse con mis pezones mojados—. Haz lo que tengas que hacer.

No había mucho que hacer. Tendió la cama y sacó la basura. Repuso lo que faltaba en el bar y puso jabones nuevos. Esas cosas. Yo la seguía con la vista. Muy pronto acabó, y cuando se dio cuenta de que ya había acabado y solo le quedaba irse, miró alrededor como decidiendo si esperaba o no algo. Quizás una orden.

—Descorre las cortinas —le dije con suavidad.

Ella lo hizo. Luego se volvió a mirarme.

—Limpia los cristales.

Estaban limpios y ella lo sabía, pero igual se entregó a la tarea con una disposición y una agilidad increíbles. Y mientras rociaba y frotaba los cristales iba apareciendo del otro lado una ciudad distinta, una ciudad que recordaba a Londres o a un efecto Londres: un Londres instantáneo secretado por ella.

La Spider de Chelsea.

Supermaid.

—Quiero un beso.

Me miró confundida.

—Besa el cristal.

Obediente, le pegó un beso al skyline.

Allí quedó la marca roja de sus labios.

—Déjala ahí. Ahora sírveme un poco de leche.

Me senté a hojear unos periódicos. Ella vino hasta la mesa trayendo una bandeja con una caja de leche y una copa, que llenó frente a mí. Yo la vacié de un trago y luego cogí la caja y vertí lo que quedaba en el piso.

—Límpialo.

Hizo un movimiento de ir a buscar algo. La detuve:

—Con la boca.

Diez se agachó, se puso en cuatro patas y veinte uñas.

La lengua rápida sobre el charco de leche. Caderas y muslos firmes.

De pronto la saya se le hacía muy corta. Dejé a un lado las noticias meteorológicas del Granma y se la terminé de subir. Para que sintiera el fresco climatizado.

—Sigue lamiendo —le dije cuando sentí que se estremecía, cuando busqué sentirla en todo su poder.

Medirla.

Datarla.

Diez lamía y su sexo latía. Estaba caliente y mojada.

Aparté el hilo dental y le metí un dedo o dos y ella se puso a gemir o a maullar más allá de lo necesario.

Al rato le dije:

—Enseguida regreso.

Regresé con el C-14.

Ella seguía abierta y viniéndose, el hocico atento.

—Es de pilas, pero hasta donde yo sé, no es un vibrador.

Pegué el kit a la franja empapada del hilo dental. Hizo click.

La única noticia que yo era capaz de leer, y continuaba sin leerla.

Esta vez memoricé el resultado para una futura comparación.

Mi último experimento con la materia.

—Ponte de pie y quítate el blúmer.

Obedeció.

—Dámelo.

Me lo dio.

Intenté romperlo a manos limpias. No pude. Tampoco con los dientes. Era una tela fuerte. (Era un olor fuerte.) (Contenía alcoholes.)

Usé la punta de un descorchador de botellas.

Después se lo devolví:

—Cóselo y ven mañana. Lo necesito.

Diez se guardó el destrozo de blúmer bajo la blusa y se fue.

Al otro día lo trajo puesto. Un trabajo excelente con la aguja.

La hice acostarse y levantar las piernas y me apropié de su trabajo.

No la toqué, no la miré a los ojos, pero ella ya estaba a punto.

—Sube a limpiar el techo —le dije para quitármela de arriba.

Quería ver qué opinaba el C-14. Si cambiaba de opinión.

En efecto: despreciable la antigüedad de un blúmer zurcido.

Un underwear más, ya no más lencería.

Reflexioné en voz alta:

—Algo se rompe. Algo se pierde cuando lo rompes. Algo que no se puede recuperar.

Me senté en la cama y miré a Diez gateando por el techo, restregando manchas inexistentes y buscando electrotelarañas en las esquinas.

—Esto plantea dos cuestiones importantes.

Me senté en la cama y miré a Diez arrodillada entre mis piernas, con los ojos cerrados y los labios cerrados alrededor de un pene, probablemente artificial.

—¿En qué momento exacto desaparece el made in? ¿Qué se necesita para hacerlo desaparecer? ¿La ropa interior femenina que deja de ser prehistórica, de algún modo deja de ser Ropa Interior Femenina?

De nuevo yo con serios problemas de lenguaje. Mientras ella seguía esmerándose con la lengua. Era muy habilidosa. Pero mi pene no respondía: se desinflaba, caía en lugar de subir.

Le dije a la Diez del techo:

—No sé qué me pasa, no sé...

(ruido entrecortado de respiración)

—...lo que tengo, pero ya estoy bastante mal.

Pequeño el glande, apenas un clítoris inflamado y escurridizo en su boca. Y sin embargo ella, la de abajo, seguía chupando con insistencia. Hundía la cara en mi pubis buscando nada.

—Déjalo —le acaricié el pelo, la vi descender del techo dando una vuelta atrás con las nalgas al aire, esas redondeces que pedían azotes, pellizcos, irreality bites—. Me pregunto qué estarás pensando de mí ahora.

Yo pensaba en volver a la Red. Yo había estado entrando y saliendo de la Red a diferentes horas por diferentes puertos del hotel, por prolongar al infinito esta búsqueda, sin acercarme demasiado a los conte- nidos-oferta, sin preguntarme cuánto más podría resistir un cuerpo. Lo que quedaba de un cuerpo.

El mío.

Combinar recorridos.

Había de todo en todos.

Ya lo dije: Hay que chocar con una vasta pluralidad y después ponerse a hacer algo. Lo que a uno se le ocurra hacer con quien se le ocurra.

Con cualquier magical girl del shojo manga.

Con la Gilmore Girl de Sin City.

Con la sirenita inflable de Disney.

Con gynoids de vaginas metalizadas.

Dumblondes, coquetas y mofetas varias..

Pero también plantas carnívoras, flores succionadoras, formas líquidas del Terminator-Chocolate II, híbridos excesivos y exclusivos de la historia antigua, trozos de cuerpos/cadáveres VIP, cualquier concebible programación en lenguaje erótico.

Yo me aburría, me aburría otra vez, salía rápidamente deserotizado.

En una ocasión salí por un icono que era un shortcut a la sex shop del lobby. Me atendió un maniquí de verdad, de plástico sin rostro. Me compré unas gafas oscuras y un pulóver que decía UNMEDICATED PERSON.

El maniquí de verdad me dijo:

—Ten cuidado ahora —torciendo la boca que no tenía.

En otra ocasión estaba tomándome un expreso antes de entrar por el plasma-café de la cafetería. Dos hombres se sentaron en mi mesa.

—Y bien —me dijo uno—, ¿qué te parece toda esta mierda?

Reconocí las sonrisas, las corbatas, la manera súbita de aparecer.

Dije solamente:

—Watson y Crick, ¿no?

—Elemental —dijo Crick.

—En vivo desde La Habana —bostezó Watson—, it’s Saturday Night.

—Todavía no —dijo Crick—. Pásame una servilleta.

—Ya vienen con el autógrafo escrito —observó Watson.

—¿Debe haber alguna forma de salir de aquí —dijo Crick.

—¿Qué hay que hacer para que vengan a tomarnos el pedido?

—Un gesto con la mano pudiera ayudar.

—Todos mis gestos están destinados a causar un efecto.

—¿Qué quieres decir? —Crick se enfrascó en el menú de la pantalla.

—¿Tú crees que yo tengo tendencia a repetirme? No me gusta repetir.

—Una cosa es un gesto y otra cosa es volverte loco, digamos, con una tecnología de gestos.

Me sacudí en el asiento. Me miraron divertidos. Como si la mirada también fuera parte de una improvisación.

Siguió Watson:

—Te diré algo. Creo que ya no somos comediantes.

—Nadie ha dicho que lo seamos.

—Pero somos buenos.

—Oh, sí. Somos buenos.

—Somos los mejores que hay por todo esto. >

—Hay que tener en cuenta qué somos los únicos.

—Con permiso —me levanté—. Se me hace tarde para más de lo mismo.

Más de lo mismo. Aunque siempre era diferente cada vez que entraba. Aunque esta vez tampoco iba a sacar nada en claro de toda esa diferencia.

Nada que estuviera en mis planes: salí arrastrando obsequios procedentes de un MyHHSubSpace que apareció de pronto en el camino. Sin que yo me registrara en ninguna parte, sin configuración personalizada. Se me habían descargado encima como spam.

Mensajes de alerta de virus.

Relatos húmedos.

Chapitas RizoMall.

Sex toys en sus cajas.

Lo fui soltando todo por un pasillo alfombrado de regreso a mi habitación.

Un huésped venía en dirección contraria. Traía un ramo de flores en la mano y una guitarra enfundada en la espalda. Me pareció recordar su caricatura en algún t-shirt rockero como el que llevaba puesto.

De pronto tropezamos

—Disculpe.

y él siguió de largo. Ya se había metido en el ascensor cuando me di cuenta de que había dejado caer algo en mi mano.

Un frasco de pastillas rosadas.

Me imaginé a mí mismo tropezando con alguien y soltándole arriba el C-14 y luego escabulléndome de la acción.

Mi siguiente encuentro cercano con un huésped ocurrió online, de modo que no sé cómo era (edad, sexo, look) ni en qué Hotel Habanero estaba (probablemente en ninguno).

Me encontraba sin reservas de ironía, sin intenciones de conversar, en una especie de chat room o sala de espera en blanco decorada con peceras y máquinas lavadoras.

Allí se materializó DOCE.

Clairedanesca. Con unos toques de bailarina.

Sin llevar patines, era una patinadora: de las artísticas, de las de hielo.

Se reclinó sobre unos cojines flotantes a leer.

El libro se llamaba Carbono 14.

Pensé que podía ser una guía o manual de algo (¿pero de qué?)

—Hola —solté de pronto—. ¿Qué es eso que estás leyendo?

Me miró. Y en el acto de mirarme se convirtió en una trigueña de pelo corto (ONCE) vestida como un hada de Versace. Pero el libro siguió siendo...

—Tranquilo, es solo un libro —y ella volvió a ser Doce.

—¿Cómo lo haces?

—¿Leer? —Once pestañeó rímel—. Paso la vista por las palabras.

—No, que cómo haces esa... mutación de aspecto.

—Si te lo digo, tendría que matarte.

—Ah, claro.

No me imaginaba cómo podía ella hacerme daño en un site punto hot (nada más fácil de imaginar), en aquel impreciso no-lugar o lo que fuera. Se lo dije.

—Créeme que no es agradable no poder salir —dijo Doce—. No poder dejarlo todo e irte más lejos todavía.

—Se desplazó un poco por el aire para acercarse a mí—.

¿Y tú qué has venido a hacer aquí, si puedo preguntar?

—Fetish Fashion —pronuncié con fuerza la doble efe—. Estoy vagamente interesado en eso —y a continuación señalé su libro como si no me interesara, como buscando un tema en el aire—. ¿Y tú qué opinas del carbono numerado, si puedo preguntar?

Ella opinó que no estaba mal, pero que no era ninguna cult-novel, ni siquiera un cool-writing. Luego dijo:

—¿Quieres meterte en una máquina conmigo?

No entendí la propuesta. Miré alrededor.

Las lavadoras parecían lavadoras.

—¿Qué son? —sospeché.

—Las lavadoras no son —corrigió Once—. Las lavadoras lavan.

Nos metimos en una. Era grande, pero aun así quedamos apretados.

Aquello empezó a sonar, a vibrar, a llenarse de agua. Espuma. Prendas íntimas. No pude ver más. Ahora todo daba vueltas. Ella y yo también.

Giramos.

Giramos.

Giramos.

Yo sentí que me fragmentaba. Mis moléculas se convirtieron en peces nadando contra la fuerza del agua, entrando y saliendo del cuerpo de ella, atrapados en las redes de las telas sucias y dentro de las burbujas bobas.

El detergente no sabía mal, pero tampoco estaba como para tragarlo.

Cuando salimos, enredados y chorreantes, la lavadora aún no se había detenido. Nosotros tampoco. Nos costó estabilizamos.

Ella, divertidísima, se estuvo riendo hasta que dijo:

—Cada vez me gusta más. No puedo parar de hacerlo. Es... alucinógeno. —De pronto su expresión cambió—. ¿Te hiciste daño?

—Creo que no. ¿Por qué?

—Creo que es sangre.

Lo era. Otra vez. En el agua que salía de la lavadora. En las prendas manchadas. En los peces con tentáculos que ahora saltaban en los charcos del suelo, muriéndose.

—¿Te exprimí mucho? —preguntó Doce.

—¿O eres como esos animales que disparan tinta para ocultarse y huir? —preguntó Once, toda Discovery Channel.

—Cefalópodos. Los hay de tinta luminiscente —dije yo, por decir cualquier cosa mientras me examinaba la ropa y la piel. Pero ni Once ni Doce me hicieron caso.

Ambas estaban revisando las páginas del mismo libro con idéntica sorpresa.

—Mejor me voy—dije.

—¿Volverás? —despegó la vista de Carbono 14, que al parecer había mutado sobre los cojines y ya no se llamaba así. Era otro libro.

Otra novela. Otras páginas.

Menos mal.

No le respondí.

Abandoné aquel lugar por un desagüe del suelo. Quedé seco al instante.

Crucé entornos similares, algunos colapsados, otros en blanco, y luego (como era de esperar) mi habitación comenzó a parecerme tremendamente solitaria y común.

Hasta que tocaron a la puerta.

Cuando tocaron a la puerta yo estaba preguntándome qué clase de pervertido termina hojeando una edición tras otra del periódico Granma en un hotel como este.

A la caza y picoteo de titulares para...

(—¿Un buitre?)

Nadie preguntó eso. Abrí la puerta.

Un mayordomo con un sobre.

—Le envían esto.

—¿Quién?

—Usted sabrá —se fue rápido y sin propina.

Afuera estaba escrito: Persona-JE.

Adentro había una hoja de papel con un dibujo.

Los trazos infantiles, pero como de un niño que ha visto mucho y traza demasiadas referencias. Los colores chillones sobresaliendo de los bordes de la figura. Se parecía a mí, o a una parodia feroz de mí mismo, pero no me di cuenta de lo que realmente era hasta que el Cartoon Asesino saltó fuera del papel.

Acto seguido se me lanzó arriba.

Lo esquivé.

Rodamos.

No tenía zarpas, pero tiraba zarpazos.

Yo le tiré sillas, lámparas, intenté protegerme con las almohadas.

El Cartoon Asesino lo destrozaba todo, se movía con pausa profesional.

Casi alcancé la puerta pero él me cogió por una pierna y me arrojó hacia atrás y mi cabeza se incrustó en la pared.

Aunque mi cabeza quedó intacta, era cuestión de unos pocos lances más. Yo era una presa demasiado fácil ante aquel download de la evolución.

Me deslicé gelatinosamente por el suelo.

Volvimos a pasar por cuadros rayados.

El Cartoon Asesino volvió a saltar sobre mí.

No había psicosis alguna en su rostro anómalo, ni siquiera había abierto la boca, pero sus pupilas se me clavaron en el último instante diciendo que no era nada personal, que solo iba a chuparme todos los flujos que me corrían y no me corrían por dentro.

Entonces escuché el disparo.

Todo se paralizó.

(Bullet time.)

Seguí con la vista la trayectoria de la bala hasta el impacto.

El Cartoon Asesino suspendido en el aire y de pronto cayendo a mi lado con toda la gravedad del mundo, sacudiéndose hasta quedar inmóvil.

Caminé a tropezones hacia la puerta, donde había alguien de rodillas, con los ojos enrojecidos, apretando una pistola de dibujos animados.

ACME Corporation. Un arma que además de imposible, es ilegal.

—¿De dónde sacaste eso, muchacha?—Con mucho cuidado le quité a Diez la pistola y la abracé. Ella me abrazó más fuerte. Estaba temblando.

Soñé con Frank una de esas noches. Frank era un animal lleno de púas. Con una larga lengua de insectívoro. Con ventosas para adherirse a todo. Un animal excéntrico, improvisado, combinatorio. Frank Freak. Hablándome desde la pantalla de una laptop china con tendencia a bloquearse. O tal vez era mi mal sueño lo que se bloqueaba.

Tengo problemas con el libro, me decía. Con Vultureffect. No avanzo.

Quizás si le cambias el título, opinaba yo.

No, es algo que tengo que encontrar, decía él. Y rápido. Cuanto antes. He pasado el límite de lo que son capaces de soportar en V. No me puedo detener ahora. Tengo que lograr hacerme intraducibie, que cuando quieran traducirme a la lengua oficial de V no sepan cómo hacerlo, que se queden todos perdidos in translation.

Allá nadie va a querer traducirte, Frank. Por lo menos en un buen tiempo.

Claro que tampoco es cuestión de meterle a los ideogramas como tú le estás metiendo ahora al pomo. ¿Me entiendes?

Te estoy hablando desde un sueño, no desde el pomo, me lamentaba yo con una voz que no era la mía pero que estaba diciendo lo único que me importaba decir.

Como sea, no debiéramos seguir hablando por aquí. Todas estas webcams seguro están intervenidas. Y la velocidad de conexión enferma. Te veo inmóvil.

Es porque estoy dormido.

Haz otras conexiones o...

Ok. Apaga y escribe.

... alguien las hará por ti.

Voy a despertarme ahora.

Eso. Concéntrate en el insomnio. Yo sé lo que te digo.

Yo sé que tú lo sabes. Es lo único que sé.

Etcétera.

Etcétera.

Etcétera.

—Buenos días, fashionista —me dijo Once.

Cuando tecleé el password en el Portal, no sabía que iba a ser la última vez.

—Sabía que ibas a volver —me dijo Doce. Ahora no tenía libro pero igual era una lectora del tipo 2 en 1: esas que, estén donde estén, siempre están un paso por delante de ti—. ¿Te siguen los pasos?

Ahora la diferencia mutante entre ella y ella, entre Once y Doce, no era física: era cierta textura o tejido de variables que caen de la mirada a los hombros, una distribución de fuerzas, una manera de repartirse alrededor y en el propio cuerpo: aproximadamente, como la diferencia que se establece entre una Evelyn y otra Evelyn.

—Si me siguen, me han seguido hasta aquí —le dije.

Le pregunté por qué me preguntaba eso. Ella tocó con la punta de los dedos varios puntos del aire y fueron apareciendo abreviaturas y cifras en columnas coloreadas. Me acerqué a leerlas.

Si no leí mal (lo cual es muy probable), se trataba de los resultados increíbles de un análisis de sangre no menos increíble.

Debí quedarme mucho tiempo sin parpadear con aquello parpadeando delante de mis ojos. Hasta que ella lo hizo apagarse.

—Dime algo —dijo.

La miré.

(flashbacks)

Sí: nos ponemos a hablar de esto ahora.

En algún momento había que ponerle fin al silencio. ¿O no?

—Evelyn H —fue lo que dije inmediatamente después de la

(digresión)

Once/Doce lo escuchó todo. Mientras yo hablaba, daba la impresión de que al rostro de cada una iban acudiendo las piezas de un puzzle conocido. Y cuando al final dije Evelyn H, ella sonrió y me dijo:

—Ven conmigo.

Me condujo por una rampa brillante que bordeaba o atravesaba los ángulos de un buscador que homenajeaba o se burlaba de Google.

Me paseó por un estacionamiento de autos vintage en cuyas ventanillas se asomaban elfos jóvenes carcomidos por el resplandor.

Me guió por el vómito de otras razas en los interiores expansivos de una nave espacial de superproducción llamada La Estrella Bocarriba.

Me metió en un circo donde se presentaba un espectáculo de magia. Un prestidigitador que se hacía llamar P, desplegando sus trucos sobre una ayudante visiblemente excitada: un movimiento de manos y el pene ya no estaba ahí, y luego desaparecía una teta, y un pezón erecto salía, entre aplausos, de la boca o de la oreja.

—¿Por qué P? —preguntó Watson.

—Eh... hola —dije yo.

—Por Pailock, por ejemplo —dijo Crick—. Por Pussy. Puede ser por cualquier cosa o por varias cosas a la vez. Son truquitos.

—¿A quién le dices hola? —me preguntó Once, en voz muy baja—. Es mejor que no hables hasta que lleguemos.

Me llevó por una sala llena de camas con gente cuyo nivel de excitación daba miedo, y escuché que un hombre le decía al de la cama de al lado: «Este es mi segundo año en el hospital. Ayer me operaron por oncena y duodécima vez. Un caso de hipertrofia glandular. Y no crea que aquí acabarán mis sufrimientos. Es muy posible que las operaciones continúen».

—¿Sabes de qué me estoy acordando ahora sin ningún motivo? —dijo Crick—. El viejo Bart Simpson escribiendo en la pizarra: NETWORK TV IS NOT DEAD. ¿Eso fue en la temporada once?

—No, en la doce —dijo Watson.

Entramos a un salón de afrodisíacos. Había desde semillas y extractos que en ninguna otra parte eran afrodisíacos, hasta speed y archivos de audio y paisajes. Desde paisajes urbanos de barriada y de guerrilla hasta paisajes naturales estilo la isla de Lost. Perdida por completo, la gente estaba masticando los paisajes y escupiendo los pedacitos.

—Psss —me llamó Watson—. La niña tiene razón. Es mejor no hablar.

—De todas formas —dijo Crick—, lo que no digas también puede ser usado en tu contra. Estamos llegando a un nivel de maldad que da miedo.

Pasamos pasos peatonales muy cerca de tipos que se masturbaban en medio del tráfico, bajo los semáforos y la lluvia de direcciones y enlaces, con micrófonos pegados a la boca, eyaculando mientras le hablaban a atractivas reporteras que transmitían en vivo.

—¿En vivo? Eso es lo que ellas dicen. Fingen, of course, pero tampoco hay que pedirles tanto.

Caminamos por un pasillo, una sucesión de puertas cerradas tras las cuales se escuchaban gritos. No estaba claro que fueran gritos de placer.

—Aquí es donde se hacen los interrogatorios —me dijo Doce, la voz un susurro—. Aquí es donde todos confiesan.

—¿Qué interrogatorios? —quise preguntar, pero ya estábamos saliendo por una ventana veloz. Del otro lado la cosa iba de mazmorras sofisticadas y domina- trices de lujo. Pensé en Ilsa Strix, en Annick Foucault (que, entre paréntesis, estaban ahí).

—Ya estamos llegando —dijo Once, y luego me señaló un aparato, un gran efecto electrodoméstico que dejábamos atrás. Las palabras FASTER FEMINIZATION sobre un panel: resaltaba la doble efe—. ¿Has estado ahí dentro, por casualidad?

De pronto se veía ansiosa. Voraz.

Le dije:

—A ti de verdad te gustan las máquinas, ¿eh?

—La palabra es adicta.

Llegamos a un set. De laboratorio barato.

No se disimulaba ni un poco la utilería de cartón, el montaje, el escenario. O se disimulaba la intención de disimularlos mal a propósito.

Nos alumbraron unos focos virtuales.

—Te dejo solo. Espérala, que ella viene.

—¿Quién?

(¿Quién tú crees?)

—La Narratrix.

—¡¿La qué?! —corearon Watson y Crick.

Entonces se estremecieron las cuatro dimensiones.

Ocurrió como una fractura, una cristalización.

Miré a los lados. Once/Doce ya no estaba.

Una sombra.

Alcé la vista.

Tenía frente a mí a una mujer inmensa. En sentido literal.

Se encogió proporcionalmente, como Alice in Wonderland, pero solo hasta que mi cabeza quedó por encima de sus rodillas: levantando los brazos abiertos no hubiera podido tocar el arco voltaico de sus caderas.

Sus botas de tacón alto tampoco ayudaban mucho.

Full-body de cuero negro, no faltaba más, y un látigo XL en la mano. El pelo brillante le caía sobre los hombros y allá arriba, allá arriba

¿Si te pido algo vas a ser bueno y me lo vas a dar? en su rostro, los labios nunca se movieron. Pero era su voz...

—Todo esto es puro efectismo, si me preguntan a mí —murmuró Watson.

...su voz de contestador automático al otro lado de todas las líneas. Todo el misterio. La vibración de la tristeza o la soledad. Y al mismo tiempo la nada y una seducción irresistible. Y yo iba a contestarle que podía pedirme todo lo que quisiera y no pude, no encontré el tono justo de esa frase. Lo que hice fue meter la mano en el bolsillo y sacar el kit radiométrico.

Ella extendió un largo brazo de satén con bordaduras. Cogió el C-14 con delicadeza. Luego se dio vuelta y fue a sentarse en un sillón que gimió líquidamente bajo su peso. Allí cruzó esas columnas de diosa llamadas piernas y se quedó mirándome. Lina eternidad.

—¿Eso es todo? —dije al fin—. ¿Te quedas con el regalo y ya? ¿Para acordarte de los viejos tiempos?

—Ah, la prehistoria aquella... —suspiró Crick—. Admito que yo coleccionaba los pósters de Evelyn D.

Evelyn H sonrió. (Quizás una calculada languidez que Evelyn L volvió a poner de moda, quizás una calculada serenidad que la holográfica pin-up de Evelyn T contempló de nuevo, pero nada más. Algo único y desobediente se había retirado con ella. Y yo estaba ahora frente a ese algo: ella lo mostraba mostrándose para mí, un testigo incapaz de narrarlo. Los hechos acabaron de perder su sentido y solo podrían tener, en lo adelante, el sentido que ella quisiera darles). Su sonrisa dijo:

Fuiste tú quien me dio esto. No era lo que yo te iba a pedir.

Examinó el kit. En sus manos parecía mejor y más grande.

¿Sabes lo que creo, JE? Estos aparaticos de «hágalo usted mismo» son cómodos, son fáciles de usar, pero más tarde o más temprano uno tiene que leer las instrucciones.

—No hubo errores en la datación —dije—. Hubo dataciones peculiares.

Si estamos hablando de números, ¿cómo puede ser «peculiar» una datación?

—Me parece que tú lo sabes y que por eso yo estoy aquí —respondí.

Pero no pareces muy convencido. Hasta ahora no hemos dicho nada con suficiente claridad.

—¿Por qué la ropa interior femenina?

¿Y por qué no?

—No te pierdas esto —dijo Watson.

—¿Qué cosa? —preguntó Crick.

—Hay un rumor Lewis Carroll por aquí.

—¿Por aquí por dónde?

Su cuello. Se apartó el pelo con un movimiento de esos que son para rebobinar y volver a verlos tantas veces como sea necesario. Se tocó con el C-14 allí, como quien busca un latido. Después miró el resultado en la pantalla.

Ahora puedo hacer algún comentario científico, sin duda intrascendente. O puedo arreglármelas para darte un beso como nadie más te lo puede dar, pero que tampoco sería gran cosa. Escoge.

—Me lo pones difícil.

No estoy seguro de haberme escuchado.

Puede que, mirando la boca cerrada de ella, mi boca también haya permanecido cerrada. Puede que ya tuviera la cabeza abierta para ella, un agujero abierto en el cráneo por donde se veían pasar palabras de tejido conectivo.

(Secuencias de lencería lógica. O de lencería legendaria. Altas y bajas costuras. Exhibiciones. Usos. Preguntas. Cómo sobrevivir, cómo resistir ahora, en qué convertirse después, sobre todo después de las respuestas que no son tales o no son las que uno espera.)

¿Y qué esperabas? ¿Confessions of Evelyn H? Escucha: No soy una maldita IA ni nada por el estilo, como es posible que te hayan hecho creer allá afuera. No estoy aquí para atarte los cabos sueltos de los pies. Eres tú el que ha llegado hasta aquí de un modo que pudiera parecer enfermizo, y ahora estás mirándome con esos ojitos inyectados, como se dice, y entre los dos hay una historia equivocada. Pero el error es tuyo.

Tampoco estoy seguro de haberla mirado de ninguna forma especial.

Quizás ya todo el interior de mi cerebro había explotado sin explosión audible y los pedazos volaban desparramados por un vacío que no era tal vacío.

Quizás todo esto no es otra cosa que una historia de amor. Más que una historia equivocada: una historia imposible.

—Watson, ¿por fin cuál es el asunto con la ropa interior femenina?

Ella se acercó lentamente a mí:

¿Me dejas besarte?

—Pero... —Me enredé en consideraciones de tamaño. Sus altos labios eran más apropiados para un anuncio lumínico de lipstick.

Abajo. La punta de mi bota. Lo sentiré.

—Watson... ¿Watson?

Me arrodillé a sus pies.

El látigo repicó a lo lejos.

Recuerda: saliva y cinismo. Nada más.

Besé, lamí, devoré la superficie lustrosa con toda la lengua disponible. Ella hizo lo mismo en respuesta: una corriente propagándose en la superficie de mi erizada piel.

Como si hubieran gritado ¡corten!, nos detuvimos. Nos separamos. Cualquier decisión era de ella.

Saliva.

Cinismo.

Ahora vete. Rápido. No voy matarte, pero...

Pero la persecución apenas comienza, pensé.

...ten la seguridad de no olvidarme.

Y acto seguido desapareció.

O de pronto yo había dejado de ser o de estar allí.

La luz rectangular de un EXIT inundándome la cara.

Me di cuenta de que no había manera de abandonar la escena con un mínimo de elegancia.

Salí.

Pero no a un pasillo ni a un salón reservado.

Fui a parar directamente fuera del hotel.

Y lejos del hotel.

Y era de noche en La Víbora.

Puse rumbo a Villa S, como un zombi.

Aún no acababa de despertar del último gesto en dos capítulos (equivocarme e irme al carajo) cuando sentí un golpe que me tiró al suelo. Había chocado con algo. Abrí los ojos y vi un escupitajo sanguinolento sobre la acera. Supuse que era mío.

Me quedé mirándolo.

Sintiendo el golpe, la sacudida, sintiéndome bien, sorprendentemente bien por primera vez en muchas páginas. Creo que hasta sonreí.

La sangre en la acera se fue desvaneciendo en pequeños coágulos que estallaban, hasta que solo quedó como un recuerdo a sintetizar.

La parte fantasy del recuerdo vendría después. En ese momento lo que hice fue levantarme para investigar con qué (o con quién) había tropezado.