Capítulo 5
Después de almorzar con Dex, Jim Bonderoff regresó a su oficina y estuvo allí dos horas. En ese tiempo, ganó cien millones de dólares.
Habían subido sus acciones al extenderse la noticia de un chip de ordenador más rápido y pequeño desarrollado por los investigadores de su empresa. Los otros inversores de la empresa se enriquecieron de modo similar, y Jim concedió una gratificación a los empleados.
Las noticias volaban. El rector de la Universidad De Lune, Wilson Martín fue uno de los primeros en llamar para felicitarle y dejar caer algunas indirectas sobre futuras donaciones.
Por supuesto, no le pidió dinero directamente.
—Quiero aprovechar la oportunidad para darte las gracias por tu anterior generosidad con nosotros.
—Y yo quiero decirte lo mucho que he disfrutado siendo un Doctor honorífico.
Jim, que nunca había terminado sus estudios universitarios, se emocionó cuando recibió el título en la ceremonia de graduación el verano anterior. Fue un homenaje a sus logros en el campo de los negocios y la tecnología.
—¡Te lo has ganado, amigo! —declaró Wilson Martín, con su tono característico, más propio de un vendedor de coches que de un rector de universidad. En ese momento, estaría sentado en su despacho echándose hacia atrás el pelo que se teñía de gris para ocultar el hecho de que solo tenía cuarenta y dos años—. Por cierto, ¿has oído las trágicas noticias sobre la doctora Saldivar?
—Sí, algo sobre un elefante —contestó Jim, levantando un pie y atándose mejor los cordones de su zapatilla de deporte, ya que siempre que no tenía una reunión, vestía de forma muy cómoda.
—Una triste pérdida —dijo Wilson—. Su sueño era que algún día se creara una escuela médica en el campus.
Wilson no había tardado mucho en hablar de su propio sueño de hacía años. Jim dudaba de que también fuera el deseo de Helene, pero obviamente, su mención fue un modo apropiado de sacar el tema a relucir.
Bueno, Jim era cien millones de dólares, menos impuestos, más rico. ¿Por qué no hacer una cuantiosa donación? Estaba a punto de proponerlo, cuando de repente recordó algo.
Tenía una hija. Y su dinero también era de ella.
No era que pensara hacer de ella una consentida. A él le parecía una tontería dar a los jóvenes demasiado dinero. Pero por primera vez, sintió como si fuera el guardián de su fortuna en lugar del dueño.
—Será un placer echar un vistazo a los proyectos.
—Entonces lo haremos —respondió el presidente—. En cualquier caso, nos alegramos mucho de que tu empresa prospere. Es bueno para la comunidad.
Jim se alegró de colgar. No le caía mal Wilson, pero en ese momento tenía otras cosas en la cabeza. Una en particular le esperaba fuera.
Cruzó el despacho y salió a la habitación contigua. Entre máquinas de fax, fotocopiadoras y ordenadores, había un parque infantil.
Cinco mujeres lo rodeaban, unas de pie, otras arrodilladas, haciendo ruiditos tontos. Jim supuso que se habían acercado a ver a la inesperada visitante. Él no pudo ver a la diminuta figura que había dentro hasta que se acercó lo bastante para mirar por encima de las otras mujeres.
Ignorando un montón de peluches y juguetes, Annie estaba sentada mirando a las mujeres a su alrededor con una mezcla de interés e inseguridad. Alguien le había puesto unos lacitos amarillos en el pelo, uno de los cuales se había caído.
La niña se arrodilló y gateó hacia el lazo caído. Su público respondió con grititos de ánimo.
—¡Ve a por el lazo! ¡Puedes hacerlo, bonita!
Jim se aclaró la garganta. La respuesta fue instantánea. Las cinco mujeres se dieron la vuelta y se pusieron de pie o se enderezaron, dependiendo de su postura. No tenían miedo de él, pero parecieron avergonzadas de ser sorprendidas diciendo bobadas.
—¡Enhorabuena, Jim! —le dijeron casi a la vez antes de regresar a sus respectivos trabajos.
Solo su secretaria, Lulu Lee, se quedó.
—¡Es preciosa! ¡No puedo creer la suerte que tienes!
Jim no le había dicho a nadie quién era la madre, solo que recientemente había descubierto que tenía una hija. Sabía que habría rumores, pero eso no podía evitarse.
—No estoy seguro de que esos lacitos amarillos sean una buena idea —dijo Jim—. ¿No podría tragarse uno?
—¡Oh! —Lulu se agachó y recogió el lacito caído y luego le quitó el otro a Annie—. Willa, de contabilidad, se los puso.
Jim se puso en cuclillas junto al parque.
—¿Cómo estás, Annie?
—Ga ga da da —balbuceó la niña poniéndose de pie y agarrándose al borde del parque.
A Jim casi se le cayó la baba.
—¡Mírala! —exclamó—. Con nueve meses se pone de pie. Debe ser excepcional.
—No lo dudo —declaró Lulu sonriendo.
—No pareces sorprendida. ¿Lo hacen todos los niños?
Su secretaria, que hacía tiempo que había expresado su deseo de tener hijos si su novio alguna vez se decidía, asintió con la cabeza.
—Según lo que he leído, a menudo se mantienen de pie a su edad. Algunos niños ya caminan.
—Deben ser fenómenos de la naturaleza. Si Annie no lo hace, no será tan normal.
—Es una niña muy lista —dijo Lulu—. Me pregunto de dónde habrá sacado ese pelo —preguntó la mujer, que tenía el pelo negro y brillante, clara muestra de su herencia oriental.
Jim tomó nota mental de no dejar que nunca viera a Dex, aunque sabía que era natural que demostrara interés por la madre de Annie.
—Debe ser de mis antepasados —le dijo, en respuesta a su pregunta—. Creo que mi tatarabuela metió una vez los dedos en un portalámparas —añadió, y entonces recordó que algún día su hija heredaría esa empresa, y que no era demasiado pronto para prepararla a tomar las riendas—. Voy a darle un paseo por las instalaciones.
—Seguro que se divertirá —dijo Lulu.
Y así fue. Durante los primeros cinco minutos, se interesó por los ordenadores y los empleados que la admiraban.
Pero la historia de Jim de cómo creó la empresa en un garaje, se mudó a una nave de alquiler y finalmente construyó ese edificio, aburrió a Annie. La niña bostezó y luego se echó sobre su hombro.
—Hora de la siesta —dijo una de las ingenieras.
Jim había olvidado que los bebés dormían la siesta. No era extraño que Annie estuviera agotada. Había sido un día largo y aún no eran las cinco.
La llevó fuera, a su aparcamiento cubierto. Esa tarde, había llevado su turismo con una sillita instalada en la parte trasera. Fue todo un reto atar en la sillita a un bebé dormido, pero se estaba acostumbrando con rapidez.
Cuando su nariz le rozó la mejilla, descubrió que la niña olía como Dex y se sobresaltó al darse cuenta de que la echaba de menos. La echaba de menos mental y físicamente.
Pensar en ella era peligroso, así que se centró en Nancy.
Como siempre, la imagen de esa amiga tranquila y serena le calmó. Después de que la madre de Jim muriera de cáncer cuando él tenía catorce años, ella fue la persona que le consoló y dio consejos mientras que su padre trabajaba muchas horas vendiendo seguros.
En los meses siguientes a su cita con Dex, Jim se había sentido agitado y descentrado. Por eso voló a Washington y le pidió la mano a Nancy. Se había dicho que había sido un paso hacia su futuro y la realización de sus planes.
Deseó que ella hubiera aceptado inmediatamente. Pero en su lugar, Nancy murmuró que las cosas estaban en el aire en su universidad y que su carrera estaba en un momento crucial. Jim no había querido presionarla, pero por alguna razón, saber que Dex estaría viviendo en su casa, le causaba más que nunca la necesidad de tener una fecha para la boda.
Jim sacó el coche del aparcamiento y miró a Annie cuando se detuvo en un semáforo. La niña dormía plácidamente. Impulsivamente, marcó el número de Nancy en su teléfono móvil. Serían las ocho de la tarde en Washington D.C. así que ella estaría en casa.
—Hola, soy Nancy —declaró su voz familiar, con tanta suavidad que Jim no supo si era el contestador.
—¿Estás ahí?
—¿Jim? Es estupendo oírte. ¿Qué ocurre?
La última vez que hablaron, un mes antes, ella le había contado lo bien que estaban sus padres y le había hablado de sus seis hermanos menores. El tema de la boda no salió. Jim tampoco quería sacarlo a relucir de forma brusca esa vez, y además, había otra cosa que quería contarle.
—Quiero que sepas que tengo un bebé —empezó, y a continuación le habló de Helene Saldivar, y como no vio la necesidad de nombrar a Dex, no lo hizo.
—Un bebé —dijo Nancy cuando él terminó—. Bueno, vaya sorpresa.
—No te importa, ¿verdad? Sé que has cuidado mucho a tus hermanos y hermanas. Y además, te gustan los niños, ¿no?
—Claro —declaró Nancy pensativa—. De hecho, mi investigación actual incluye bebés.
—¿Qué investigación?
—La forma en que los bebés adquieren el lenguaje.
—Annie dice da da muy claramente —declaró Jim mientras atravesaba las verjas de Villa Bonderoff.
—En concreto estoy investigando cómo algunos bebés adquieren múltiples lenguajes. En cualquier caso, ella está allí y yo aquí, así que es irrelevante —declaró Nancy rápidamente.
—¿Cómo va tu beca? Mencionaste algo de que había problemas.
—Nada de lo que tengas que preocuparte.
Nancy siempre cambiaba de tema si había alguna posibilidad de que él hiciera alguna donación para beneficiarla. Ella nunca había codiciado su dinero, incluso aunque fue gracias a sus ánimos por lo que él dio los primeros pasos hacia el éxito.
Era una amiga estupenda y una mujer muy bella. Incluso en el instituto, había tenido ese aire de sofisticación, y siempre tenía el control de sí misma.
Jim deseó que estuvieran casados. Deseó que llevaran años casados. Así él no tendría que luchar contra esas imágenes confusas y atormentantes de Dex, desnuda y excitada, que no dejaban de aparecer en su cabeza.
Aparcó el coche.
—Tengo que colgar, Nancy. Solo quería saber si has pensado algo sobre nuestro futuro.
—Mucho. Si las cosas salen como tengo planeado, todo estará decidido en una semana. Volveremos a hablar.
Jim no entendió muy bien sus palabras.
—¿A qué te refieres con…?
—Tengo prisa. El trabajo me llama. ¡Cuídate!
—Tú también.
Después de colgar, Jim vio la bicicleta aparcada junto a la escalera de piedra. Y entonces vio a Dex, que bajaba los peldaños corriendo desde el jardín superior.
Las hojas y pétalos lilas, amarillos y blancos se habían pegado a su pelo, y un jersey rosa se ceñía a sus curvas sobre los vaqueros. Con los ojos iluminados, era la viva imagen de la primavera.
Jim salió y se quedó de pie, sintiéndose de nuevo como un adolescente lleno de lujuria.
—¿Dónde está Annie?
Sin esperar, Dex abrió la puerta de atrás y entró. Su trasero se movía de modo tentador mientras desataba a la niña, y entonces, salió con la pequeña.
—¿Te ha enseñado Rocky la habitación de invitados? —preguntó Jim—. Espero que sea lo bastante grande.
—Está bien —dijo Dex llevando a la niña dormida hacia la casa—. Por cierto, Grace y Rocky están peleándose de nuevo. Quizá quieras detenerlos antes de que rompan algo.
—No me digas —murmuró Jim dando pasos rápidos.
Las peleas no eran nada nuevo en su casa, pero no habían sido violentas desde hacía tiempo, en los primeros días en que Grace fue a trabajar, cuando ella había insistido en que Rocky cocinara como a ella le gustaba.
Los dos se habían conocido solo de lejos en el servicio militar, y cuando empezaron a trabajar para Jim, ambos querían mandar, y tardaron un tiempo en aprender a convivir.
Jim recordaba el ojo negro de Rocky y la cojera de Grace provocados por sus primeras peleas. Tras eso, llegaron a un acuerdo. Grace renunció a meterse con la comida a cambio de tener el derecho de mantener algunas tradiciones militares como tocar diana a las seis de la mañana e izar la bandera a las ocho.
Jim llegó corriendo a la cocina. Olía a comida, pero el fuego estaba apagado.
Se oían gruñidos de otra parte de la casa. Dirigiéndose hacia la izquierda, Jim cruzó el lavadero y se detuvo en la puerta del estudio.
La luz que entraba por las puertas marcaba las siluetas de las figuras enormes de sus dos empleados. Grace, la más pequeña de los dos, pero no por ello la más débil, se había echado a Rocky sobre los hombros y estaba girando. Los dos gruñían como perros rabiosos.
—Sabe que se marea —dijo Jim.
—¿Qué clase de marine se marea? —gruñó Grace.
—Eso solo demuestra su gran devoción —continuó Jim—. Por cierto, ¿qué ocurre ahora?
Grace dejó de girar y le miró. Era la primera vez que él veía a su doncella, normalmente pulcrísima, en un estado tan desaliñado. Su empeño en mantener las tradiciones militares hacía que llevara también en la casa uniforme, aunque en lugar de llevar ropa militar, había elegido uno más en concordancia con sus nuevas obligaciones. Normalmente, ella almidonaba y planchaba cada prenda, y Jim sospechaba que incluso también su ropa interior.
Pero en ese momento, tenía el delantal rasgado y caído a un lado, una carrera en las medias y la cofia blanca cayendo sobre la frente.
—Me dijo que me metiera la botella de desinfectante donde cupiera —gruñó la mujer.
—¡Pero jefe, la casa apesta! —declaró Rocky, balanceándose horizontalmente sobre los hombros de Grace.
—Sí, yo también lo huelo —dijo Jim acercándose a ellos—. Grace, no es necesario esterilizar la casa. Los bebés no son tan delicados. Baje a Rocky.
Haciendo una mueca, ella obedeció. Jim vio que Rocky se había puesto pálido.
Con un gemido, el mayordomo cruzó tambaleándose la habitación y salió al jardín. Jim le oyó vomitar en los arbustos.
—¡Limpia eso con la manguera! —gritó Grace—. ¡No es justo que Kip se manche con tus guarrerías! Ya es bastante excéntrico —bajó el tono y se dirigió a Jim—. ¿Sabe que desde que Kip se golpeó la cabeza en ese accidente piensa que las letras y los números tienen colores?
—Es un buen jardinero —dijo Jim—. Pero Rocky y usted deben solucionar las cosas.
—Deje que le machaque un poco más. Al final le convenceré.
—Así no se hace en el mundo civilizado —declaró Jim, pero antes de poder continuar, sintió un hormigueo en la espalda, y entonces se dio cuenta de que Dex estaba detrás de él.
Miró hacia atrás y vio a la mujer y a la niña, las dos con el pelo rizado y los rostros alegres muy parecidos. Odiaba admitirlo, pero cuanto más tiempo pasaba con su hija, más parecido le encontraba con su madre.
Annie sonrió a Grace y dio palmitas.
—¡Más! —dijo.
La habitación quedó en silencio. Incluso Rocky, que entraba mareado, se detuvo en la puerta.
—¡Ha sido su primera palabra! —exclamó Dex—. ¿Verdad? ¿Ha dicho hoy algo mientras yo no estaba?
—Solo ga ga da da —dijo Jim.
—Ba ba —replicó Annie, como si estuvieran teniendo una conversación.
El rostro de Rocky se iluminó. Grace pestañeó rápidamente varias veces.
Y en cuanto a Jim, ese momento fue más valioso que cien millones de dólares.