Capítulo 4
En lugar de discutir, Dex lo miró con tranquilidad.
—Lo que me sorprende es que un hombre que lo tiene todo pueda ser tan egoísta.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Jim, indignado.
—Quieres a Annie solo porque tiene tus genes. No puedes amarla porque no la conoces. Y como estás planeando casarte, podrás tener más hijos. Y a tu esposa posiblemente no le entusiasme la idea de cuidar a una hijastra. ¿Entonces por qué negarle a Annie una familia que esté deseando un hijo?
Jim se concedió un raro momento de autoanálisis. ¿Realmente se había encaprichado de ese bebé por que tenía sus mismos ojos?
La respuesta fue que no. Y si dedicaba a la paternidad la misma determinación que al negocio que había convertido en una empresa multimillonaria, esa niña sería la persona más feliz del mundo.
—Mi hija será privilegiada, amada y especial. Pregunta a cualquiera de mis empleados cómo soy. ¿Sabías que me habían elegido el jefe del año de Clair de Lune?
—Una niña no es un empleado —le recordó Dex con frialdad—. Como su madre, no puedo permitir que Annie se quede aquí sin luchar. Sé que si pido ayuda legal al campus, terminaré con la custodia y tú tendrás que casarte con mi casera. Pero mi conciencia me obliga a intentarlo.
Jim recordaba aquel embrollado caso de custodia. Los torpes aficionados que trabajaban en el centro de ayuda legal del campus tenían la virtud de enredar los casos de tal modo y volverlos del revés que los jueces perdían la cabeza temporalmente.
—Todo lo que te estoy pidiendo es que vivas aquí durante una semana —dijo Jim—. Que me observes, y veas por ti misma lo feliz que será nuestra hija.
La palabra nuestra hizo que Jim olvidara lo que iba a decir. ¿Cómo se le había escapado?
—No —replicó Dex—. Yo tengo una casa, aunque te parezca pequeña. Y amigos. Y una vida. Y por lo que tú sabes, incluso puedo tener un novio.
—¿Lo tienes? —preguntó Jim, sin saber por qué esa idea le molestaba.
—No —admitió Dex.
El alivio de Jim sólo duró un instante, hasta que volvió a recordar el tema real de su discusión. Dejó su plato en el carrito y se dirigió a Dex.
—Si no quieres venirte aquí, bien. Deja a Annie conmigo durante un tiempo y luego comprueba cómo está. Si sinceramente crees que no soy un padre apropiado, accederé a la adopción.
—No lo harás. Es una trampa.
—No soy un mentiroso —se defendió Jim—. En cualquier caso, si llevamos esto a un tribunal, es difícil que un juez me obligue a dar a Annie en adopción. Como mucho conseguiríamos la custodia compartida. ¿Es eso lo que quieres?
Una expresión melancólica cruzó el rostro de Dex, pero entonces tragó saliva con fuerza.
—No tengo instinto maternal.
—Entonces dame una oportunidad. Te prometo que si no funciona, accederé a la adopción. En cualquier caso, Annie tendrá un hogar y tú quedarás libre.
—Tendré que pensarlo.
Dentro de la casa se empezaron a oír voces de hombre y de mujer discutiendo. Grace debía haber vuelto de la compra, y a juzgar por el ruido, Rocky y ella estaban en desacuerdo por algo.
Jim deseó que Dex se hubiera marchado antes de que la discusión hubiera comenzado, ya que no decía mucho a favor de su casa. Pero no lo había hecho, y él tenía que solucionarlo.
—Discúlpame un momento.
—Yo también voy —dijo ella siguiéndole por el pasillo.
Y al avanzar, fueron entendiendo las palabras. Estaba hablando Rocky.
—¿Cómo puedes ser tan tonta y esterilizar pañales desechables? ¡Por el amor de Dios, no se puede poner lejía cerca de la piel de un bebé!
—¡No la estoy poniendo cerca de su piel, cara de torta! —gritó la mujer—. Estoy echando en la parte de fuera del pañal. ¡Debe estar lleno de gérmenes!
—El jefe me dijo que me ocupara yo de la niña, no tú. Aléjate de ella —gruñó Rocky.
—¿Siempre están así? —preguntó Dex mientras cruzaban la enorme cocina.
—A veces —admitió Jim—. Creo que echan de menos la acción.
En la entrada del lavadero, Jim se detuvo. Dex se quedó en la puerta a su lado, con la cadera rozando su muslo. Él dominó el impulso de girar y ponerla contra el marco de la puerta y se centró en la escena frente a él.
En un cambiador de plástico encima de la lavadora estaba Annie. Frente a sus ojos fascinados, el mayordomo y la enorme doncella, que a los treinta y siete seguía tan fuerte como siempre, estaban tirando cada uno de un lado de un pañal. La botella de lejía estaba en el suelo.
—¡Dámelo! —gritó la mujer, dando un tirón y quitándole el pañal a Rocky.
Tan absortos estaban en su pelea que no habían notado a los recién llegados.
Rocky agarró el pañal y dio otro tirón. La fibra se partió y el pañal se dividió en dos, haciendo que los dos se tambalearan hacia detrás…
—¿Ves lo que has hecho? —acusó el mayordomo—. Ahora vete a fregar las letrinas. ¡No me extraña que una bruta como tú nunca llegara a sargento mayor! —gritó, sacando otro pañal de una caja de cartón.
—¡No te atrevas a dejar que una de esas cosas contaminadas toque el culito de la niña! —rugió Grace.
—Haré lo que quiera —Rocky dio un golpecito con el pañal a la rodilla de Annie—. ¿Qué vas a hacer al respecto?
Jim se aclaró la garganta para anunciar su presencia, pero fue demasiado tarde. Una enfurecida Grace embistió de cabeza contra el estómago de Rocky, haciéndole caer. Sobre la lavadora, Annie dio palmas, fascinada.
Aún doblado, Rocky agarró a la mujer de la cintura. Se la echó al hombro y la tumbó en el suelo.
—¡Basta ya! —gritó Jim.
La pareja se detuvo, respirando con dificultad. Desde su posición de espaldas en el suelo, Grace miró a Jim furiosa. A Rocky tampoco le hizo gracia la interrupción.
—¿Permiso para hablar, señor? —preguntó—. Esto es algo entre la sargento Mars y yo.
En realidad, Jim normalmente permitía que sus empleados solucionaran solos sus diferencias. Después de todo, eran adultos responsables.
Mientras consideraba la situación, Dex corrió hasta la niña.
—Aquí nadie sabe nada sobre bebés.
—¿Y tú? —preguntó Jim sin poderlo evitar.
—Estuve cuidando bebés durante todos los años del instituto —declaró ella, sacando otro pañal de la caja—. En primer lugar, no hay que esterilizar los pañales desechables.
Rocky sonrió. Grace hizo una mueca mientras se ponía de pie.
Con una rapidez y facilidad que dejó a todos admirados, Dex sujetó los tobillos de Annie, levantó su pequeño trasero y sacó el pañal sucio de debajo. En milésimas de segundo, la niña estaba limpia y con un pañal nuevo.
—Impresionante —declaró Grace.
—Y en cuanto a usted… —Dex se giró hacia el mayordomo—, dejar a un bebé desatendido en un lugar alto es muy peligroso. No se debe uno apartar mientras se cambia el pañal.
En ese momento, los dos empleados se quedaron cabizbajos. Jim no había visto nunca a nadie enfrentarse a sus ex marines y ganar. No pudo evitar sentir admiración por esa pequeña mujer.
—En el futuro lo haremos mejor, señorita —declaró Rocky.
—¡Más vale! —Dex soltó un suspiro exagerado—. Me guste o no, tendré que venirme aquí hasta que aprendan —miró con dureza a Jim—. ¿Habías planeado esto?
—Claro que no.
Ella le dio al bebé.
—Intenta que no haya problemas mientras voy a por unas cuantas cosas, ¿de acuerdo?
—Yo la llevaré, señorita —dijo Grace.
—Gracias, pero tengo mi bicicleta —replicó Dex.
Y se marchó, dejándolos a todos asombrados.
Pasado un momento, Rocky habló.
—Es toda una mujer, señor.
—Me temo que aún no conocemos ni la mitad —dijo Jim.
Dex pedaleaba deprisa por la University Avenue, intentando eliminar los tres postres que había tomado.
Jim vivía en el extremo nordeste de la ciudad, donde la llanura de Claire de Lune empezaba a convertirse en las montañas de San Gabriel. La universidad estaba al oeste de su casa, también en un terreno elevado.
Muchas tierras de esa parte de Claire de Lune estaban sin construir debido a lo irregular del terreno, así que Dex no encontró mucho tráfico al que prestar atención, y así pudo concentrarse en sus pensamientos.
¿Realmente había accedido a ir a vivir con Jim Bonderoff? Ese hombre era un arrogante, ¡el jefe del año!, y no sabía nada de niños. También tenía una sonrisa preciosa, y una forma muy masculina de moverse que hacían que ella deseara desnudarse delante de él.
La idea era una locura.
Incluso más inexplicable era la reacción de Dex a Annie. Desde el momento en que había conocido a su hija, había sentido como si la niña fuera una parte de ella.
Era algo ridículo, por supuesto. Durante los primeros nueve meses de la vida de Annie, ella no había sabido de su existencia. Si Helene Saldivar no hubiera muerto, Annie habría crecido y si hubiera pasado frente a Dex, ella no la habría reconocido.
«No, en cuanto la hubiera visto, habría notado que era mía».
Rodeando una curva, Dex vio a su derecha la residencia de estudiantes. Había vivido allí durante cuatro años y seguía echando de menos la camaradería entre sus compañeros.
Echaría de menos su pequeño apartamento y su amistad con Marie Pipp cuando terminara su tesis y encontrara trabajo en la enseñanza. No había prácticamente ninguna oportunidad de encontrar un puesto en la universidad De Lune, que solo contrataba a profesores con mucha experiencia.
Sus padres, en las pocas ocasiones en que se comunicaban con ella, insistían en que debía terminar su tesis y embarcarse en una carrera estelar en el mundo académico. Y sin ninguna duda, ellos estarían de acuerdo en que diese a Annie en adopción.
«¿Y si yo no quiero una carrera estelar? ¿Y si lo que realmente quiero está aquí mismo?».
Pero no podía tenerlo. No estaba en situación de ocuparse sola de Annie, incluso aunque Jim estuviera de acuerdo. Y en cuanto al hombre que derribaba sus defensas continuamente, estaba enamorado de otra.
Y, de todos modos, no era para ella. Demasiado suave, demasiado rico… Demasiado de todo.
Dex pedaleó con más fuerza. Pasó volando junto a la entrada del campus en dirección a la calle Sirius, donde giró a la izquierda, y entró en la zona residencial de clase media en la que vivía.
Intentó pensar en lo estupendo que sería cuando terminase la tesis. Podría dedicarse a la enseñanza, la investigación y a escribir artículos profesionales. Al final, se haría un lugar en el mundo.
La bicicleta pasó junto a un coqueto bungalow. En el columpio del porche, una joven madre mecía a su bebé mientras miraba a un niño pequeño chapotear en una piscina de plástico.
A Dex se le partió el corazón. ¿Por qué seguía torturándose? Era inexplicable, pero desde la infancia, había guardado como un tesoro sueños prohibidos de la vida doméstica.
Había leído a escondidas novelas románticas en su dormitorio, y en los márgenes de los apuntes escolares, había escrito complicados nombres de bebés como Elridge y Valeria. Marginada por su sobrepeso y su inseguridad, había encontrado su mayor placer en leer y cuidar niños.
Pero sin hacer caso de lo que le dijera su instinto, ella no estaba hecha para ser madre. Y aunque Jim Bonderoff podría ser un padre medianamente decente con la esposa apropiada, la realidad era que estaba solo y podría seguir así. ¿Qué clase de mujer no se molestaba en darle una respuesta desde hacía tres meses?
Lo que Dex quería para su hija era lo que a ella le habían negado: la oportunidad de crecer con amor y cariño para poder pasar esas mismas cualidades a sus propios hijos. Y era obvio que ni Jim ni sus empleados estaban preparados para darle a Annie esa clase de vida.
Dobló una esquina y bajó por Forest Lañe. La señora Zimpelman, que estaba apoyada en su rastrillo y escuchando el teléfono, sonrió al ver la bicicleta. Empezó a hablar con animación, sin duda aburriendo a alguna amiga con las noticias de la llegada a casa de Dex.
Al otro lado de la calle, Marie Pipp se arrodillaba en el jardín cortando hierbas y echándolas en una cesta de mimbre. Llevaba un sombrero negro y un delantal sobre un vestido gris muy amplio y un par de rodilleras en sus piernas huesudas.
—¡Hola! —gritó al ver a Dex—. ¿Qué quería el abogado?
Dex apoyó la bicicleta en un muro de la casa y se acercó a contarle lo de Helene, Annie y Jim. Cuando terminó, Marie también había terminado de recoger sus hierbas y caminó delante de ella en dirección a su casa.
—Te echaré de menos —dijo quitándose el delantal, las rodilleras y colgándolas en un perchero—. Pero es solo una semana, ¿no?
—O menos, si puedo convencerle de que la adopción es lo mejor.
Marie frunció el ceño al ver un sobre grande encima de la mesa del recibidor.
—Oh, cielos, he debido dejar aquí el correo y lo he olvidado. ¿Qué es esto?
Dex miró el sobre. Llevaba el remite de una librería.
—¿Has pedido algo?
—Sí, claro —dijo Marie—. Ahora lo recuerdo. Pedí todo lo que tuvieran sobre Richard Grafton. Me temo que no hay mucho.
Sabiendo que su casera escribía sobre cuestiones literarias, Dex intentó buscar el nombre de Richard Grafton en su memoria, pero fracasó.
—¿Fue un poeta?
—Oh, seguro que lo recuerdas —la mujer abrió un cajón, sacó un abrecartas y rasgó el sobre para sacar un viejo libro en cuya cubierta ponía Crónicas de Inglaterra por Richard Grafton—. Era un escritor del siglo dieciséis.
—Refresca mi memoria —le pidió Dex.
—Todo está aquí —Pipp sonrió y recitó de memoria—. Treinta días tiene noviembre, con abril, junio y septiembre, febrero tiene veintiocho y los demás treinta y uno.
—¿Él escribió eso?
—Sí, ¿pero fue el primero en escribirlo? —la mujer levantó una ceja como invitando a Dex a un fascinante misterio—. Hay un poema similar de William Harrison, escrito casi al mismo tiempo, y rimas de ese tipo aparecen continuamente en el folclore.
—Ya veo la controversia.
Dex miró a la mujer con cariño. Difícilmente a alguien podría interesarle quién escribió esas palabras, pero estaba segura de que el artículo que escribiera sería fascinante.
—¡Oh! —Marie dejó el libro en la mesa—. ¡Casi lo olvido! Hay una estudiante en tu apartamento. Quería hablar contigo de algo e insistió en esperar. Se llama… Coreen o Cara, o…
—Cora Angle —terminó Dex, recordando que la estudiante le había pedido hablar después de tener un suspenso, y ella le había sugerido que fuera a verla, aunque no especificó el momento—. Será mejor que me dé prisa. Ya está bastante disgustada.
—Hasta luego entonces.
Claramente absorta en su proyecto, Marie Pipp entró en el salón leyendo el libro en voz alta y con el sombrero puesto.
Esperando que Cora no llevara mucho esperando, Dex salió de la casa y se dirigió al garaje. Desde el jardín, una escalera desvencijada llevaba al apartamento. Subió y abrió la puerta, que dejaba sin llave durante el día.
La única habitación parecía más pequeña y oscura que de costumbre, después de compararla con la enorme casa de Jim. Dex no vio a nadie, pero oyó un murmullo que salía de la cocina. Tuvo que cerrar la puerta para mirar, ya que la pequeña cocina estaba detrás.
Cora Angle estaba secando un plato y hablando sola.
—No deberías quedarte —murmuró—. Obviamente debe estar ocupada. Prometió verte. Yo solo estorbaré.
Una mirada a los armarios abiertos mostró a Dex que su vajilla barata estaba colocada en orden, los platos en la estantería más baja y las tazas y vasos en la superior.
—¡Oh, hola! —la estudiante dejó de limpiar y sonrió con timidez, mientras el pelo rubio claro caía por sus mejillas regordetas, y con una mancha de polvo en el hombro de su blusa.
—Has trabajado duro —Dex decidió no comentar que en la nueva disposición las tazas estaban demasiado altas para ella.
—Me gusta organizar cosas —dijo la muchacha regordeta mirándola con aprensión como si esperara una reprimenda.
A Dex le recordó a sí misma muchos años antes.
—Bueno, gracias —dijo Dex haciendo un gesto al ver la cafetera medio llena—. ¿Te apetece beber algo?
—Claro. Siento haber aparecido así… Bueno, no me esperabas.
—No pasa nada —le aseguró Dex—. Yo te dije que vinieras, ¿no?
—Cierto —Cora se aclaró la garganta—. Verás, solo he venido para decirte que he decidido dejarlo. Supongo que la universidad es demasiado difícil para mí.
—Si fuiste lo bastante inteligente para conseguir entrar, lo eres para continuar —Dex frunció el ceño mientras servía el café, ya que odiaba ver que alguien se marchara, especialmente después de menos de un año—. Mucha gente tiene dificultades adaptándose. ¿Cómo vas en las otras clases?
Cora puso dos cucharadas de azúcar en su café y se sentó en un taburete.
—Aprobados y algunos suspensos. Los estudios le están costando mucho dinero a mis padres, y yo no estoy haciéndolo bien.
—¿Quieres que vea si hay posibilidad de conseguir ayudas económicas? —sugirió Dex, que no se rendía fácilmente.
—Ya tengo una beca parcial —la joven se encogió de hombros—. Al principio, mis padres dijeron que debía buscarme un trabajo, pero cuando gané la beca, accedieron a ayudarme. Sin embargo, a los pocos días supe que había cometido un error viniendo aquí, aunque no quise admitirlo.
—¿Por qué piensas eso?
Cora arrugó la frente.
—Todos los demás estudiantes parecen muy seguros de sí mismos. Yo nunca sé qué esperan los profesores. No dejo de intentar averiguarlo y siempre me equivoco.
Con alivio, Dex pensó que quizá pudiera ayudarla.
—Quizá ese sea el problema. Estás demasiado ocupada intentando averiguarlo en lugar de expresar tu propio punto de vista.
—¿Pero a quién le importa lo que yo piense? —preguntó Cora mordisqueándose las puntas del pelo.
—A mí —dijo Dex—. Escucha, haremos un trato.
—¿Qué clase de trato?
—Tú prometes quedarte durante el resto del semestre. A cambio, yo te ayudaré a preparar los exámenes. No puedo ayudarte con la clase del profesor Bemling, ya que yo corregiré los exámenes, pero lo que aprendas podrás aplicarlo ahí también.
—No… no podré pagarte mucho.
—No te cobraré.
—No puedo aceptar tanta generosidad —Cora apretó los labios antes de continuar—. Además, estoy segura de que hay estudiantes que se lo merecen más.
Pero Dex estaba decidida a rescatar a esa joven, quisiera ella o no.
—En primer lugar, tú mereces mi ayuda tanto como cualquiera. En segundo lugar, no estoy siendo generosa. Considéralo como un préstamo. El año que viene tú podrás ayudar a algún estudiante de primer año que tenga problemas, y él podrá pasar el favor a otro al año siguiente, y así en adelante. ¿Qué te parece?
De mala gana, la joven asintió con la cabeza. Debía tener dieciocho o diecinueve años, pero parecía más joven. A los veintiséis, Dex se había considerado una chiquilla. Hasta ese día.
Se había convertido en madre. Cerca de Cora, se sentía prácticamente anciana.
Entonces recordó que iba a quedarse en casa de Jim.
—Deja que te dé otra dirección. Voy a ayudar a un amigo cuidando a su bebé durante una semana. Podrás localizarme allí.
Dex odiaba esa mentira a medias, pero los cotilleos eran frecuentes en el campus. Descubrir que James Bonderoff tenía una hija de Helene Saldivar y que la madre biológica era la ayudante de un profesor, sería una bomba.
Cora aceptó el papel, agradecida.
—No puedo creer que hagas esto por mí.
—Por eso estoy en el campo de la enseñanza.
Después de que Cora se marchara, ella se quedó pensando en la conversación. ¿Se dedicaba a la enseñanza por que realmente disfrutaba ayudando a la gente? Eso no se había mencionado nunca en las expectativas de sus padres.
Disfrutaba las veces que daba clases en las ocasiones en que Hugh estaba enfermo o en alguna conferencia. El problema era que enseñar en una universidad requería investigaciones y escribir artículos profesionales, algo con lo que no disfrutaba.
Bueno, no importaba, ella no pertenecía a ningún otro mundo, así que debía sacar lo mejor de ese.
Tras meter alguna ropa y artículos de aseo en una mochila, abrió los cajones de su escritorio y buscó entre las notas que acumulaba para su tesis. Realmente debería terminarla ese verano, para lo que solo le quedaban unos meses.
Había elegido escribir sobre la estructura de las obras de Shakespeare en las películas. Al ver a Kenneth Branagh en la versión cinematográfica de Enrique V, quedó impresionada por lo visual que resultó y lo bien que las escenas, con algunas adaptaciones, funcionaban en la pantalla.
A sus padres les pareció un tema interesante. Su madre le envió una carta con sugerencias y su padre la animó a publicar su tesis en cuanto fuera posible para ganar la atención de la crítica.
Eso ocurrió un año antes. Desde entonces, Dex no había podido reunir el entusiasmo necesario para empezar la tesis. Parecía que era algo que pertenecía más a sus padres que a ella.
Pero debía madurar. Así que en cuanto regresara de casa de Jim, se pondría a trabajar en ello.
Poco después, cerró la puerta con llave y se marchó con su mochila. Durante el camino, se detuvo en una tienda y compró un asiento de bicicleta para Annie. Era una extravagancia, ya que la niña sólo podría usarlo durante una semana, pero luego podría dárselo a sus padres adoptivos.
Quizás Annie se quedara en Clair de Lune. Quizá Dex la viera de vez en cuando, montada en ese mismo asiento, recorriendo la ciudad detrás de un hombre con barba o una mujer de pelo largo.
Inesperadamente, se le llenaron los ojos de lágrimas. Debía ser por el viento.