Algo que compartir

Jacqueline Diamond

 

 

 

 

 

Algo que compartir (2001)

Título Original: Excuse me? Whose baby? 

Editorial: Harlequín Ibérica 

Sello / Colección: Deseo 1502 

Género: Contemporáneo 

Protagonistas: Jim Bonderoff y Alexandra Fenton 

Argumento:

El millonario y soltero Jim Bonderoff era la envidia de los hombres y la fantasía de todas las mujeres. Pero hasta que no descubrió que era padre no se dio cuenta de que algo faltaba en su vida. Aunque la mayor sorpresa no fue la llegada de la pequeñita de pelo erizado… ¡sino de la madre! Alexandra Fenton sabía que ella no estaba preparada para ocuparse de un bebé, y tampoco creía que lo estuviera Jim. La pregunta era… quién se quedaba entonces con el bebé.

Capítulo 1

Ha llamado tu abogado.

Dex Fenton estaba bajando los peldaños de madera del edificio de estilo inglés, llevando un montón de exámenes que acababa de recoger de su clase de Shakespeare, cuando oyó el comentario del profesor Hugh Bemling.

¿Abogado? ¿De qué abogado estaba hablando?

Hugh, delgado y barbudo, estaba de pie en la puerta de su despacho, limpiándose las gafas con la corbata. Apartándose de los ojos un mechón de pelo castaño, Dex miró alrededor para ver si había alguien más a quien podría haberse dirigido.

Yo no tengo abogado —declaró.

Bueno, pues ha llamado un abogado preguntando por ti.

¿Dijo su nombre?

Sí, lo he anotado.

Hugh, que normalmente se perdía entre las estanterías de la biblioteca y había llamado a Dex por el nombre de Dixie durante los tres primeros meses que ella trabajó como su ayudante, buscó en sus bolsillos. Sacó un recibo de la lavandería y una tarjeta del campus antes de darle un papel arrugado.

Dex se fijó en las letras con borrones de tinta.

Oh, pelo ondulado. Oh, bella doncella… —leyó, y se detuvo.

Obviamente eso era un poema personal.

Hugh bajo la barba grisácea, se ruborizó. Le quitó el papel.

Son… son pensamientos al azar que he anotado. No sé dónde he puesto tu mensaje.

Seguramente sería para otra persona —dijo Dex, esperando que también lo fuera el poema—. Bueno, será mejor que me marche. Tengo que corregir todo esto para el lunes.

¿Corregir qué? Ah, los exámenes, claro —Hugh se golpeó los bolsillos de los pantalones—. Sé que el papel está en alguna parte. Iré a mirar a mi despacho.

Gracias, Hugh, pero no hace falta que… Dex no se molestó en terminar la frase, ya que él se había marchado.

No tenía sentido esperar. Una vez dentro, Hugh empezaría a mirar entre montañas de papeles y se olvidaría de lo que estaba buscando.

Y además, ella tenía trabajo. Aparte de ayudar al profesor, conseguía llegar a fin de mes trabajando como repartidora en el campus.

Había conseguido una licenciatura y un máster en Lengua Inglesa, pero ni los profesores ni sus padres parecían impresionados. Dex había completado el curso para su doctorado, pero se había quedado atascada en la tesis.

No conseguía reunir el entusiasmo necesario. O quizás fuera porque al convertirse en la doctora Dex Fenton tendría que abandonar el ambiente agradable de Clair de Lune en California y aceptar cualquier trabajo en la enseñanza que pudiera conseguir. Así que tenía dos trabajos de media jornada, montaba en bicicleta y vivía en un apartamento encima de un garaje. La mayor parte del tiempo le gustaban las cosas como estaban.

Una vez salió a la luz del sol, corrió hacia su bicicleta y guardó los exámenes en el compartimento lateral. Esperaba tener bastante espacio para llevar los repartos de ese día. Por suerte, era viernes, normalmente un día de poco correo.

Al montar en la bicicleta y marcharse, unos pétalos de flores se pegaron a su jersey rosa y vaqueros azules. Recordó el poema de Hugh y pensó que la primavera realmente estaba afectando al profesor. Era un hombre agradable para quien le gustaran los cuarentones distraídos. Dex, que tenía veintiséis años, lo consideraba demasiado mayor para ella.

El hombre que le gustaba tenía treinta y pocos, con pelo oscuro y ojos marrones. Daba la impresión de ser más alto de lo que era en realidad, y tenía caderas estrechas que se movían con un ritmo sensual.

Dex movió la cabeza disgustada. ¿Por qué estaba pensando en un hombre con el que no quería tener nada que ver?

La sección principal de la Universidad De Lune se extendía sobre un rectángulo, y su simetría solo la alteraba el centro de la facultad de cristal y acero. Dex estaba pasando junto a esa instalación cuando recordó una noche fría, cuatro meses antes.

En aquella fiesta de Navidad resaltaron el muérdago, la música de baile, los coqueteos alegres y una relajación general de las inhibiciones. Y Dex, con el atontamiento provocado por el ponche, había sentido los ojos de un hombre sobre ella con inesperada intensidad.

Él la invitó a bailar y se río de todo lo que ella le contó. Dex no se resistió cuando él la sacó al jardín, le acarició los rizos con las manos y la besó con pasión. Todo fue tan borroso, tan sensacional y tan… loco. Dex pedaleó más rápido, intentando dejar atrás la escena y el recuerdo de lo que siguió.

Más adelante, llamó a la puerta de una entrada trasera del edificio de administración. Esa era la morada de Fitz Langley, el encargado de mantenimiento y comunicaciones.

¡Eh, Fitz! —gritó Dex—. ¿Tienes algo para hoy?

La puerta crujió mientras quitaba el cerrojo. Finalmente se abrió y asomó una cabeza digna de colgarse en la pared de un cazador, con la melena desgreñada, frente ancha, nariz aplastada y una boca que podría rugir, pero rara vez lo hacía.

Fitz le dio dos sobres y una caja.

Casi todo está repartido, pero acaba de llegar esto. Por cierto, ha llamado tu abogado.

Vaya, parecía que realmente había un abogado esforzándose por encontrarla.

¿Qué abogado? —preguntó—. ¿Ha dicho su nombre?

Te lo he enviado por email.

Solo miro mi correo cuando meto notas en el ordenador. ¿No puedes decírmelo?

Cuando envío información lo borro de mi memoria —declaró Fitz, metiéndose de nuevo en su guarida.

Dex ató los repartos en la parte trasera de su bicicleta. Mientras pedaleaba, se preguntó si alguien habría muerto. Esperaba que no.

Por lo que sabía, sus padres, que vivían en Florida, tenían una salud excelente. Les llamaba poco, ya que ellos solo escuchaban cuando ella les deslumbraba con algún logro. Pero aún así, se habría enterado si alguno estuviera enfermo.

Su único familiar cercano aparte de ellos era su hermana menor, Brianna, una precoz editora de revista de veinticuatro años. Si algo le hubiera sucedido, habría llamado su marido, y no un abogado. Dex estaba segura de que no tenían ninguna tía abuela millonaria que hubiera muerto. De hecho, ninguna persona rica se había cruzado en su camino aparte de aquella única vez, y prefería no volver a oír ni saber de él.

Y como para recordar ese error, volvió a pasar junto al centro de la facultad. Dex apretó los dientes y pedaleó más rápido.

No sabía qué le había sucedido aquella noche. No era un hombre para ella. Demasiado directo. Demasiado seguro.

Dex necesitaba a alguien amable y comprensivo, alguien que le ofreciera el calor que había necesitado al crecer. Incluso en la fiesta, fue consciente del grave error, pero en los brazos del Señor Caliente, se transformó en una Jezabel cargada de hormonas.

Lo único bueno de toda la noche fue que nadie se fijó en el hombre que entró y salió del apartamento de Dex. En Clair de Lune, todo el mundo cotilleaba bastante.

Dex rodeó una esquina y tuvo que girar bruscamente para evitar chocar con dos estudiantes enamorados que estaban de pie contra la pared, con las piernas entrelazadas, los labios unidos y sin dejar de toquetearse. La primavera era la estación del amor entre los estudiantes.

En el departamento de arte, subió corriendo los escalones y con un breve saludo, dejó la caja en la mesa de la secretaria. Algunos días se quedaba un rato a charlar, pero ese día tenía que ocuparse de los exámenes, y también quería averiguar qué era ese asunto del abogado.

Dejó uno de los sobres en el departamento de música y se dirigió hacía el edificio de ciencias. La última entrega era para el centro de investigación de fertilidad.

En cuanto entró, notó algo extraño. Normalmente ese lugar tenía un aspecto estéril, con la recepcionista sentada sola frente a su mesa. Pero ese día, profesores, estudiantes y técnicos estaban en la entrada formando grupos.

Dex vio a una estudiante de doctorado a la que conocía.

Eh, Lashawna, ¿qué ocurre?

La mujer alta afroamericana se giró hacia ella. Pero en lugar de saludar alegremente, Lashawna apretó contra ella su carpeta como si fuera un salvavidas.

Es la doctora Saldivar. Ha tenido un accidente.

¿Un accidente? ¿Aquí?

No, en la India —declaró la mujer con los ojos húmedos—. Tenía que haber vuelto ayer de una conferencia médica, pero… —se mordió el labio—. No dejamos de oír rumores. Algo sobre un elefante.

Helene Saldivar era una investigadora brillante que ayudaba a las parejas a tener hijos.

Sus pacientes estarán muy disgustados.

¿Sus pacientes? —dijo Lashawna—. En realidad ella no trata…

En ese momento se acercó la recepcionista y le quitó a Dex el sobre de las manos.

Siento mucho interrumpir, pero aún hay trabajo por aquí.

Dex asintió sintiéndose culpable.

Espero que el accidente no sea nada serio —le dijo a su amiga, y se marchó corriendo.

Deseando empezar a corregir, recorrió a toda prisa las tres manzanas que separaban el campus del apartamento que le había alquilado la decana de literatura que estaba retirada…

Entre una manzana de bungalows de colores pasteles y palmeras, se levantaba la casa de la decana Marie Pipp, oscura, como salida de un cuento de hadas. Un enorme eucalipto daba sombra a casi todo el jardín.

Al otro lado de la calle, la pequeña y anciana señora Zimpelman dejó de podar sus rosales y saludó a Dex. Luego sacó su teléfono móvil y llamó a una de sus amigas cotillas. La señora Zimpelman informaba de todo lo que ocurría en Forest Lañe.

Marie Pipp, por el contrario, solo se ocupaba de sus cosas. Pero ese día debía de haber estado mirando por la ventana. Cuando vio a Dex, salió al porche envuelta en un chal de flecos.

¡Hola, querida! ¡Tienes un mensaje telefónico!

Pero Dex sabía de antemano de quién era.

 

 

La firma de abogados de Page, Bittner y Steele ocupaba la planta séptima del edificio de oficinas más alto de Clair de Lune. Tenía cuatro ascensores, dos de ellos estropeados y el tercero solo para subir a partir de la octava planta.

Dex esperó en el vestíbulo durante un rato. Pensó que debió haber almorzado antes, pero Marie Pipp, aunque veía muy bien de lejos, apenas podía descifrar su letra picuda, y le dijo que el abogado necesitaba verla enseguida.

Es un hombre muy importante de la ciudad —le había dicho la mujer—. Ya sabes, la firma de Algo, Algo y Algo. El señor Algo fue alcalde el año pasado, ¿no? Es su socio, el señor Algo el que quiere verte.

Page, Bittner y Steele —había descifrado Dex cuando leyó la nota.

Era una firma muy prestigiosa. ¿Qué querrían de ella con tanta urgencia?

Sintiendo curiosidad y cansada de los continuos mensajes, Dex montó en su bicicleta y fue a verles.

Al otro lado del vestíbulo de suelo de mármol, la puerta giratoria cobró vida. Aunque el sol que se reflejaba en las puertas de cristal la cegó, Dex oyó murmullos de otras personas que esperaban al ascensor, como si hubiera entrado en el edificio una celebridad.

La visión de Dex se aclaró. Hacia los ascensores se dirigía la figura del multimillonario de la ciudad, que también resultaba ser uno de los mayores benefactores de la Universidad De Lune y un miembro que visitaba frecuentemente la facultad.

Su cuerpo era atlético y musculoso. El pelo oscuro estaba ligeramente aclarado por el sol, aunque hacía años que había dejado de hacer surf para ocuparse durante el día de su empresa de software y durante la noche de hacer a las mujeres muy felices.

James Bonderoff era conocido por su estilo de vida sofisticado y, a juzgar por las fotografías en los periódicos locales, por su exquisito gusto por las mujeres. Prefería mujeres deslumbrantes, ejecutivas y profesionales, que se veían maravillosamente bien saliendo y entrando de sus coches caros.

Normalmente no iba con mujeres de pelo rizado y algo rechonchitas. Posiblemente ni siquiera recordaría a Dex.

James sonrió al grupo.

¿Ocurre algo con los ascensores? En ese momento, la puerta del único ascensor que funcionaba se abrió. La gente se separó para dejarle entrar.

Dex intentó echarse hacia atrás, pero estaba demasiado cerca de las puertas. La gente al entrar la empujó, y ella quedó justo al lado del último hombre en la Tierra al que quería volver a ver.

Olía a perfume caro, y llevaba su traje de seda con la misma naturalidad que si fueran vaqueros y camiseta. Bajo la tela elegante, se notaban sus músculos y, sobre todo, los notó más porque al empujar, la gente aplastó a Dex contra sus pectorales.

En el reducido espacio, su presencia dominante despertó en Dex una mezcla de inquietud y anhelo. Había demasiado de él. Sus piernas eran demasiado largas, los hombros demasiado anchos, la cara demasiado escultural…

No podía imaginarse rodando en un delirio de éxtasis con un hombre así. O más bien, no quería imaginarlo, porque lo había hecho, y lo lamentaba desde entonces.

Una mujer alta al otro lado del ascensor dirigió a Jim una mirada de deseo y con gesto seductor se pasó los dedos por el pelo. Dex se quedó impresionada. ¡Ella no podía pasarse los dedos entre su melena enmarañada!

Mientras paraban piso tras piso, los ocupantes se fueron bajando. Al final, solo quedaron dos personas en el ascensor.

Dex se apartó de Jim, manteniendo la mirada hacia otro lado. Con suerte, él saldría rápidamente en la planta séptima y ella no volvería a verlo.

¿No te conozco?

El comentario traspasó el sistema nervioso de Dex. Pero se armó de valor, levantó la barbilla y le miró a los ojos.

Podría decirse que sí.

Entonces se dio cuenta de que había confundido la distancia. Estaba más cerca de él de lo que había pensado, tanto que cuando el ascensor se detuvo, el pequeño bote hizo que ella se echara contra su brazo.

Pero se apartó a tiempo de ver la sorpresa en su rostro. ¡Por Dios, que no la reconociera!

¿No hemos…? —empezó Jim.

Fue mi hermana gemela —le interrumpió Dex—. Es la que hace estupideces en las fiestas de la facultad.

El rostro de Jim registró confusión, curiosidad, duda… Cuando las puertas se abrieron, Dex salió corriendo, evitando así más conversación.

Delante de ella las letras de la firma de abogado brillaban en unas puertas de cristal. Aparentemente, ocupaban toda la planta séptima.

¿Vas a ver a tu abogado? —preguntó Jim, que estaba muy cerca de ella.

¿Mi abogado? —preguntó perpleja, ¿cuánto dinero pensaba ese hombre que tenía?—. Bueno, ya sabes, entre el entrenador personal y la peluquera, me encontraba algo aburrida, así que he decidido venir a ver a mi abogado.

Pero su humor resultó un fracaso. Él la siguió por las puertas dobles de cristal, posiblemente ofendido o simplemente aburrido.

El despacho del abogado estaba decorado en un blanco y negro tan intenso, que las personas parecían intrusas. Entonces, de la parte trasera, se oyó llorar a un bebé. Si iba con la decoración, debía ser un bebé pingüino.

Al ver a Jim, la recepcionista se levantó para atenderle. La única otra persona presente era un joven ocupándose de las plantas. Se quedó mirando el pecho de Dex tan fijamente que accidentalmente regó un armario.

¡Señor Bonderoff! —exclamó la recepcionista—. Es un honor. Y usted debe ser la señorita… Fenton. El señor Page está esperando.

¿A cuál de nosotros? —preguntó Dex.

A los dos —dijo la mujer.

¿A los dos? —preguntó Jim tan perplejo como ella—. Debe haber algún error.

Oh, no —dijo la mujer—. Por favor, entren.

Dex y Jim intercambiaron una mirada. Entonces, ella se dio cuenta de que fue un error. Sus ojos la penetraron profundamente. Dex apartó la mirada y se recordó que ellos solo tenían una cosa en común que no quería repetir. Así que no podía imaginar qué podía querer un abogado de ellos.

¿Te representa este abogado? —preguntó Dex.

No, mi empresa tiene su propio departamento legal. Estoy tan intrigado como tú.

Bueno, entonces tenían dos cosas en común.

Siguiendo las instrucciones de la secretaria, cruzaron el suelo blanco y negro y entraron en un despacho del tamaño de una pista de patinaje. El diseño en blanco y negro continuaba en la alfombra con dibujos geométricos y una enorme mesa negra.

Una pared de cristal daban a los tejados rojos del centro de Clair de Lune. Los bloques se extendían en todas, direcciones. Incluso desde esa altura Dex pudo distinguir macetas en algunas ventanas.

Deseó estar fuera, en cualquier parte menos allí. La cercanía de James Bonderoff estaba siendo más perturbadora que su ausencia.

De detrás de la enorme mesa salió un hombre con la espalda encorvada y ojos claros.

Burt Page —dijo—. Nos conocemos —añadió, extendiendo la mano hacia Jim.

Oh, sí. El mes pasado en el desayuno de la Cámara de Comercio, ¿correcto? —Jim le devolvió el apretón de manos.

¿De qué va todo esto? —preguntó Dex.

Ah, señorita Fenton. Por favor, siéntense.

Jim se sentó. Dex también lo hizo, pero tuvo que apoyar los pies en una barra porque no le llegaban al suelo.

 

Bueno —Burt Page cruzó las manos sobre la mesa—. Es una situación peculiar.

¿Qué ocurre? —preguntó Jim.

Es sobre Helene Saldivar —dijo el abogado—. ¿La conocen?

Yo he financiado algunas investigaciones suyas —declaró el millonario.

¿Es su única conexión con ella?

Jim se aclaró la garganta.

Bueno, me hizo algunas pruebas médicas privadas, como un favor… Es una persona admirable —añadió rápidamente—. Espero que no ocurra nada.

Pero el abogado no le respondió.

¿Y usted, señorita Fenton? ¿También la conoce?

Algo así —dijo evasiva, ya que el tipo de relación que había tenido con Helene Saldivar no era algo que quisiera discutir delante de James Bonderoff—. He oído que ha tenido problemas con un elefante.

Eso me temo —el abogado colocó un montón de papeles delante de su mesa—. Parece que mientras estuvo en la India sufrió un problema de corazón.

Jim frunció el ceño.

¿Sufrió un infarto?

Fue una desafortunada coincidencia —continuó el abogado—. Aunque no es raro que un conductor sufra un ataque y choque, es la primera vez que he oído de alguien que sufre un infarto y cae de un elefante.

¿Se pondrá bien? —Jim se echó hacia delante con las manos apretadas.

Me temo que el accidente fue fatal —respondió el abogado.

Se hizo el silencio. Dex lo rompió.

¿Está muerta?

Page asintió con la cabeza.

Aquí tengo su última voluntad. Se les nombra a los dos.

¿Pero por qué? —preguntó Dex.

No podía imaginar que la doctora Saldivar le dejara más que un tubo de ensayo. Ella simplemente había sido, por propia petición de la doctora, una donante de óvulos para ayudar a algunos de sus pacientes más desesperados.

Entonces recordó con un sobresalto que según Lashawna, la doctora Saldivar no trataba con pacientes.

Yo tampoco lo entiendo —intervino Jim—. ¿Qué está ocurriendo?

Está relacionado con Ayoka —dijo el abogado.

¿El elefante? —preguntó Dex mordiéndose las uñas.

No, no —Burt Page se aclaró la garganta, miró hacia su mesa, luego al techo, y después a la ventana—. Ayoka no es un elefante. Es… un bebé.