Presentación

PRESENTACIÓN

Llamarse MacDonald

No es simple llevar el nombre, la marca MacDonald en cualquiera de sus variantes de escritura. Es una cuestión de espacio vital, de forcejeo por una costosa identidad. A la popularidad ruidosa y creciente de la multinacional de las hamburguesas hay que sumar, si se trata de un autor del género policíaco, la lucha por preservar del equívoco de los nombres la propia personalidad, conseguir ser, apenas, quien se es…

Y no es simple, claro que no. Porque primero está, al menos para el lector en español, la obra sólida y coherente, confusamente valorada, de Ross Macdonald. El creador de ese Lew Archer que tomó su apellido del socio de Spade rápidamente eliminado por Hammett en las primeras páginas de El halcón maltés. Es el Macdonald que no debe tanto a la tradición chandleriana como dóciles repetidores de esquemas suelen recitar. Nacido Kenneth Millar, en mal momento optó, vacilante, a mediados de los cincuenta, a firmar sus primeras novelas de Archer con seudónimo: John Macdonald, John Ross Macdonald, Ross a secas al final, definitivo. Pero la duda no era capricho: por esos mismos años, este John Dann MacDonald de nacimiento que tenemos entre manos comenzaba también su obra caudalosa y ya solían —como sucedería durante tres décadas— encontrarse en los anaqueles y escaparates, gozar una contigua celebridad, padecer algún equívoco macabro a la hora y el día de las necrológicas…

A Ross y este John D. debe sumarse la robusta fama del inglés Philip MacDonald a partir de los años veinte y la irrupción exitosa de Gregory McDonald, el creador del cambiante Fletch y de Flynn, a mediados de los setenta. Así, la lista de los MacDonald y sus variantes abarca una decena de páginas en las enciclopedias. Con las aproximadamente doscientas novelas que han firmado podría armarse una biblioteca curiosa, singular y representativa de las distintas tendencias del género.

Pero no hay duda que el estante más largo y nutrido sería el de John D.

Lo que ha escrito el coronel

Estamos acostumbrados a la lista de oficios extraños, preferentemente marginales, que marcan el itinerario usual de un autor norteamericano hasta que llega a descubrir que su vocación estaba en narrar historias y no en adiestrar perros ovejeros, limpiar vidrios en las alturas de Nueva York, cuidar bosques en Yukón o atender una gasolinera en Idaho. No es éste el caso de John D. Al menos con respecto a la naturaleza de sus actividades antes de dedicarse a la escritura.

Nacido en Sharon, Pennsylvania, en 1916, hizo estudios completos y formales e incluso se graduó en Harvard en 1939. Al año siguiente, con veinticuatro años, ingresó en la Armada. Era ya la Guerra, pero aún EE.UU. no había entrado en el conflicto. John D. permaneció bajo bandera y en servicio de Inteligencia hasta 1946, cuando se retiró con treinta años y con el grado de teniente coronel.

Y entonces fue el momento de la literatura. En un principio, la colaboración en los pulps, el ejercicio de los distintos tipos de la narrativa popular de aventuras, bajo seudónimo; luego, en 1950, a los treinta y cuatro años, su primera novela: The brass cupcake.

A partir de ese momento, el coronel retirado tiene a quién escribirle, y mucho: a un ritmo de dos y tres publicaciones anuales, produce veintisiete novelas en su primera década de trabajo profesional. Sin protagonista fijo, con circunstancias y ambientes cambiantes, va construyendo un sólido cuerpo narrativo que ya tiene algunas notas altas: The damned (Los condenados) (1952), A bullet for Cinderella (Cindy, un nombre para la muerte) (1955), The executioners (Los verdugos) (1958).

A partir de 1964, con The deep blue goodby, la producción novelística de John D. MacDonald se centró especialmente en narrar las historias de Travis McGee, el investigador aventurero que vive en su propio barco, el Busted Flush, anclado en Florida. A este exitoso personaje dedicó más de veinte novelas a lo largo de otros tantos años de producción ininterrumpida. Hacia el final con títulos como Condominium (El consorcio) (1977) y One more sunday (Un domingo más) (1984), pasó a las ediciones «hard cover» y a los temas no específicamente policíacos.

Casado con Dorothy Prentiss y padre de un hijo, dicen las enciclopedias, John D. MacDonald fue presidente de Mistery Writers of America en 1962, y esa misma entidad le otorgó la mayor distinción, al Gran Maestro, diez años después. En 1955 había obtenido el Premio Benjamín Franklin por la mejor short story, y en 1964, en Francia, se le concedió el Grand Prix de Litterature Policiére. Recibió otras numerosas distinciones a su obra de narrador.

John Dann MacDonald falleció en Sarasota, Florida donde residía desde hacía muchos años, el Día de los Santos Inocentes de 1986.

Esta obra maestra

The end of the night (El fin de la noche) fue publicada en 1960, el mismo año que daba a conocer otras dos novelas: la excelente The only girl in the game y Slam the big door. Editada por la prestigiosa Simon and Schuster de Nueva York, conoció la edición inglesa en Hale, cuatro años después. La versión inicial en español es de la Editorial Emecé, de Buenos Aires, que la publicó en su colección El Séptimo Círculo, en los años setenta. La presente es la primera edición española y llega en un momento en que la vasta obra de John D. MacDonald está buscando los parámetros justos para ser apreciada.

Nada mejor, entonces, que esta verdadera obra maestra de concisión, rigor formal y manejo deslumbrante de la estructura narrativa.

En principio, voluntad de suprema ambigüedad, el relato arranca ya con dos miradas contrapuestas y ejemplares: la palabra formal del alcaide Shires en el acápite —«Una ejecución es algo muy serio… y también intentamos infundirle cierta dignidad»— degradada por la coloquialidad irreverente de la carta de Willy a Ed que inicia la novela, narrando las macabras intimidades de esa misma ejecución de la llamada Manada de Lobos. Lugar común: la muerte.

Muerte legalizada por el juicio previo, el mandato de la Justicia. Pero muerte al fin: todos los aprestos y las prevenciones para convertir la electrocución en un acto humanitario desprovisto de sadismo, pulcro y aséptico, chocan con la alevosa realidad del hecho irreductible a cualquier disfraz o metáfora. El fin de la noche —el amanecer— es el momento de la verdad, la hora en que el condenado mirará cara a cara hacia la nada.

A este primer acorde siniestro a dos voces se contrapone, en el epílogo de la novela, un gesto menor, casi inconsciente, apenas un reflejo «culturalmente» instintivo, si cabe: el dolido Dallas Kemp, ahogado de dolor, sin el consuelo de una explicación para su pena injusta, maniobra bruscamente, esquiva con un gesto espontáneo el perro que se cruza en el camino de su automóvil y, al instante, estará a punto de comprender, en este gesto breve, el sentido de «una ecuación cósmica que equilibraba una lógica de amor, inocencia, accidente y muerte». Pero esa forma se esfuma, el sentido —si existe— se le escapa.

El despliegue, el desarrollo pormenorizado de esa ecuación, la pregunta por su significado, es lo que se lee bajo el agua del relato que corre, se desliza a través de El fin de la noche. La historia que se cuenta —básicamente: el itinerario criminal de un cuarteto siniestro, los prolegómenos al estilo de la violencia, las historias conexas de víctimas y parientes o testigos, la persecución, captura y ejecución final— es inseparable de los modos del relato, de las voces que asumen la palabra. Construida a modo polifónico, El fin de la noche cuenta su historia mediante tres formas narrativas que se alternan: una es el relato en tercera persona de un narrador perspicaz y analítico que, desde la perspectiva de los testigos, los policías, los afectados, desmenuza el contexto humano atravesado por la fuerza asesina como una ráfaga, un fenómeno casi «meteorológico», externo, que conmueve a la comunidad y a cada uno de sus individuos; otra forma narrativa son los memorandos «pomposos» y presumidos del abogado defensor Riker Deems Owen, introducidos por un narrador activo, irónico y que no soslaya su presencia —«… los que estuvimos presentes ese día glacial tenemos derecho a pensar que su esfuerzo final en el juicio pudo ser mejor», dice hablando del abogado— y desliza opiniones generalmente negativas sobre el texto. En los memorandos, Riker Deems Owen da su versión de cada uno de los acusados, su personalidad, motivaciones, sin soslayar las consideraciones sociológico-morales. Finalmente, el tercer registro narrativo es el Diario de la Casa de la Muerte, escrito por Kirby Stassen, uno de los condenados, en los días previos al ajusticiamiento. En el, narra sus experiencias personales antes y durante la odisea de sangre.

La alternancia de estas tres voces va estructurando la historia, reconstruyéndola, proponiendo sentidos, interpretaciones, datos, siempre parciales y entintados por la perspectiva del narrador, y dejando sabios huecos por los que se filtra el elemento de suspense. Porque pese a tratarse de una historia en que el Castigo no cierra sino que inaugura el relato —el enigma no consiste en saber quién fue ni si lo atraparan—, MacDonald manipula la información hasta el final, jugando con la sutileza del último secreto, el que discrimina el destino final de la víctima por excelencia —Helen— y el que determina la dimensión real de la culpa de Kirby Stassen.

En ese manejo intencionado hay algo mas que estrategias acaso tramposas, alardes de un narrador avezado como MacDonald. Se trata, alevosamente, de dar la última y retardada pincelada al retrato y al destino de los dos personajes que encarnan, en forma transparente, a un sector privilegiado en su historia, identificable con las expectativas emocionales del lector potencial medio: los jóvenes universitarios de clase alta o acomodada.

Helen Wister y Kirby Stassen, víctima y verdugo, ocasionalmente instalados a lados opuestos de «la gran puerta» que separa la confortable y luminosa normalidad burguesa del oscuro descontrol, el horror de siniestras fuerzas latentes; ambos son, en última instancia, iguales. Y en el reconocimiento mutuo y tardío de su «diferencia» respecto del contexto bestial que los rodea encuentran —y encuentra el lector invitado al mismo gesto de identificación— un espacio de cierto alivio en medio del drama.

El fin de la noche adquiere así una obvia intención de fábula moral con resonancias sociológicas y destinatario preciso. No es casual que el título de otra de las novelas de MacDonald de ese año 1960 sea Slam the big door (Cierra la gran puerta)… Pero de fábulas y de buenas intenciones morales está empapelado el pasillo que conduce a la mala literatura, y la impecable novela de MacDonald llega, saludablemente, mucho más allá; se define como pequeña obra maestra pese al guiño, la pretensión moral.

Los unos y los otros

Una gruesa línea separa en dos grupos a los personajes de esta novela: integrados sociales versus marginales. O, más violentamente: humanos y animales. Y no es en exceso. Cuando la palabra «monstruo» se filtra en su informe, Riker Owen corre a justificarla, no borra sino que explica la racionalidad de su exabrupto.

Esa división se manifiesta crudamente en el nivel del texto: mientras los sectores y personajes «integrados» se definen por su capacidad de decirse, mirarse, permitiendo al lector el acceso a su pasado, sus deseos, su juicio y su pensamiento; los marginales lo son también —absolutamente— en términos narrativos. Shack Hernández, el humanoide bestial; Nanette Koslov, la refugiada polaca rebelde y perdida desde la adolescencia, y el sádico y caricaturesco Sandy Golden, un «beatnik» de pacotilla —pensemos que estamos a finales de los años cincuenta.…— son meros objetos bajo la mirada ajena, figuras unilaterales, estampas fijas recortadas contra un fondo siempre igual: como insectos repulsivos, se los estudia y/o se los pisa.

Los símiles animales, que tanto el narrador anónimo como los memorandos de Owen o los testimonios de Stassen acumulan, son reveladores: bestias, padrillo, comadreja, oso o león enjaulado, subhumanos prehistóricos, etc. El grupo de los marginales está del otro lado de la puerta y allí retoza en su hábitat. Da miedo. Está ahí. No se junten con él.

Ante este horizonte maniqueo de los blancos sanos e integrados, con ocasionales errores, versus malos emigrantes, sucios y radicalmente desconfiables, John MacDonald maniobra para que las facilidades aberrantes del esquema no lo lleven a la catástrofe narrativa. Y lo consigue, desde el principio, cuando deja —y hace— crecer entre el blanco y negro una amplia zona de opacidad moral, de pavorosa ambigüedad de conducta.

El EE.UU. de MacDonald, el de esta novela, es un universo atravesado por las contradicciones, el miedo, la violencia, la estupidez y la corrupción íntima de los ideales. La sociedad toda, reflejada en la prensa y, por extensión, en el público consumidor de periódicos y TV, el espectador voraz en vivo y en directo, es un muestreo fenomenal de imbecilidades, mediocridad y necia complacencia.

Hay un diagnóstico básico de enfermedad del cuerpo social, cuyo síntoma —en este caso— es la conducta anómala, imprevisible de un privilegiado hijo único de clase alta: Kirby Stassen. Diseminados casi irónicamente a lo largo del texto, se exponen todo tipo de teorías, puestas en distintas bocas —del mismo Kirby, del pedante Owen, del sarcástico Sandy Golden— para explicar o describir el horror, el monstruo en el Paraíso: la motivación nihilista existencial del principio, cuando arranca del campus universitario buscando un sentido luego de percibir la «nada» —así, en español— de Hemingway; el freudismo obvio, con sueño y todo, el odio al padre, el edipo galopante, la búsqueda de la mujer sustituta de la madre, la decepción final; los apuntes de psicología social de entrecasa; la teoría de la agresión en cadena expuesta por Golden; la clasificación de los tipos de inadaptados que esboza el mismo Kirby para explicar al grupo…

Palabras. En realidad, la metáfora reiterada que se utiliza para describir la infructuosa cacería —«un ciego que trata de atrapar una mosca a puñetazos»— o para calificar un intento de diálogo con Golden —«abatir una bandada de moscas con un trampolín»— servirían para gratificar la frustración mayor: encontrar una explicación, un sentido. Y nada tiene sentido.

O todo lo tiene. Y es el orden de azar, la casualidad, el cruce, las homologías imprevistas… La realidad es tan incomprensible como el Yo —según Stassen— y la ambigüedad puede encontrarse, por ejemplo, en las mujeres de la novela de MacDonald. Ubicadas en roles distintos, «buenas» y «malas», comparten una oscura incomprensibilidad.

Kathy, Nan y la mismísima Helen utilizan, trafican un poder inherente a su sexualidad; paralelamente —o como deriva de—, incurren como estrategia y salida, a la representación (la actriz, la pose Bardot, la niña buena y desvalida) y son un enigma insoluble. Vistas constantemente desde afuera, nunca es posible saber qué quieren —Nan y Kathy, en distintos momentos, viajan, picotean en el dial de la radio, no se detienen en ninguna parte y apagan…— y, a la hora de dar razones, la actriz se ríe de la necesidad de Kirby de encontrar correspondencias entre causas y efectos.

En una novela masculina, la realidad se revela femenina, incomprensible.

Idas y vueltas

Pero además, El fin de la noche es una novela dibujada en el espacio, trazada sobre un mapa. Es un relato de ida y vuelta. Centrada en Stassen, dibuja con su peripecia un itinerario de noreste a sudoeste —Nueva York/Acapulco— y un regreso sangriento incluso en sentido inverso. Como en Cain —Serenata, por ejemplo— el Viaje al Sur mítico, que es México, significa la experiencia radical del cambio. En este caso, el descubrimiento simultáneo de las honduras del amor y del mal.

Hay autos y casas. Casas construidas para el amor, colgadas ante el horizonte de felicidad —la de Kathy y Kirby, la de Helen y Dallas— que sólo albergan la tragedia. Autos que llevan de norte a sur y de sur a norte, la desgracia. Pero ninguna de las dos formas consigue atrapar el espacio. Y tampoco nadie consigue lidiar con el tiempo: Kirby, borgeanamente, se preocupará por la permanencia en la memoria de los otros, el no morir del todo; Dallas, se sentirá atrapado en un presente que corre demasiado lento para alejarlo del horror.

Pero acaso la paradoja mayor, la suprema ironía de MacDonald, sea dejar diseminadas, distantes —como una morisqueta al buen sentido— las historias sombrías de los Stalling, en Monroe, y el episodio de infancia de Kirby en Huntstown: en alguna parte, en alguna dimensión del sentido, las balas que descerrajó el niño furioso al aire son las que hirieron, perdidas —¿pérdidas?— en otro tiempo y lugar, la mano de Stalling y desencadenaron la tragedia.

Ante el misterio; queda la estupidez de la violencia, del crimen y del castigo que se pretende ejemplar. Como «incendiar una casa donde hubo enfermedad», la muerte es un resplandor inútil.

JUAN SASTURAIN